ISSN 0120-0216

Pilar González-Gómez

Octubre/diciembre 2017, Año LI

Nº 183

ISSN 0120-0216 Resolución No. 00781 Mingobierno

Ilustraciones de Pilar González-Gómez

Consejo Editorial Luciano Mora-Osejo (‫)א‬ Valentina Marulanda (‫)א‬ Heriberto Santacruz-Ibarra Lia Master Marta-Cecilia Betancur G. Carlos-Alberto Ospina H. Andrés-Felipe Sierra S. Carlos-Enrique Ruiz

Director

Carlos-Enrique Ruiz Tel. +57.6.8864085 http://www.revistaaleph.com.co e-mail: [email protected] Carrera 17 Nº 71-87 Manizales, Colombia, S.A. maquetación Jerónimo & Gregorio Matijasevic, Arte Nuevo, Manizales Col. [email protected]

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Revista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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Reportajes de Aleph

Tres escritores nuestros, galardonados y de ámbito amplio Carlos-Enrique Ruiz

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sta edición monográfica está dedicada a exaltar la obra de tres escritores vivos y actuantes, de la más alta significación, con epicentro en Manizales (Col.) y eco nacional e internacional. Se trata de Adalberto Agudelo-Duque (n. 1943, licenciado en literatura e idiomas, docente por temporadas), Orlando Mejía-Rivera (n.1961, médico en ejercicio, con posgrados en medicina interna, filosofía y literatura, profesor titular de la Universidad de Caldas) y Octavio Escobar-Giraldo (n. 1962, médico en uso de licencia, con posgrados en literatura y creatividad, profesor de la Universidad de Caldas, docente en ejercicio). Nutridos en la más amplia tradición de la Cultura, con presencia editorial y en conferencias, mesas redondas y foros, en temas de sus especialidades: ensayo, cuento, novela, poesía… Galardonados en múltiples ocasiones, tanto en Colombia como en otros lugares. Les solicité, por separado, responder a cinco inquietudes, las cuales recojo a continuación. 1. ¿Qué antecedentes marcaron su vocación de escritor? Orlando Mejía-Rivera (OMR). El origen de mi vocación de escritor sigue siendo un misterio para mí. Al igual que mi precoz inclinación a la lectura. Desde niño me recuerdo leyendo e intentando escribir mis propias historias. Quizá mi condición de hijo único, mi soledad, la felicidad que sentía al penetrar en los mundos de la imaginación, todo ello fue el primer detonante emocional de mi profunda necesidad interior de leer y escribir. Han pasado muchos años y la pasión que siento al conocer un nuevo autor o iniciar un proyecto de escritura continúa intacta. A veces me hastío de vivir, pero jamás me he cansado de leer y de escribir. Tal

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vez por esta razón, los libros son los únicos objetos materiales que amo. Ahora bien, la escritura para mí es también una búsqueda espiritual, la herramienta intelectual para penetrar en mi yo profundo, en esa capa psicológica subterránea que Jung denominó el Selbst (si-mismo). No sé si lo que he encontrado es auténtico u otra invención de la fantasía, pero lo cierto es que me ha dado a conocer una especie de “paisaje interior” que justifica y sostiene todas mis vivencias exteriores. Esta conexión no solo la siento en mis obras de ficción, sino también en los ensayos, porque el acto de escritura me ubica casi siempre en otro estado mental y la imaginación o la erudición son vehículos igual de efectivos, para ese “traslado” a mi “espacio creativo”. Dicho lo anterior, que si se quiere solo me importa a mí, no tengo ninguna pretensión intelectual con lo que he escrito y agradezco a los escasos lectores que he tenido su amabilidad para leerme y a veces valorar lo que he realizado. Mi obra, como mi vida, es un borrador que me he atrevido a publicar, y lo seguiré haciendo independiente de lo que se denomina “éxito” o “fracaso”. Lo único que si puedo garantizar es que mis libros son honestos, escritos con pasión por el conocimiento y con amor por la vida. Adalberto Agudelo-Duque (AAD). Fui voceador de prensa muy niño. Esa experiencia tuvo que marcarme por dentro y por fuera. Ver y participar de todo el proceso de impresión, desde la fundición del plomo, la escritura en lingotes de los linotipos y la magia de esa locomotora que recibía el papel en grandes cilindros y vomitaba el periódico en el otro extremo en paquetes de cincuenta. Además la parafernalia alrededor de columnistas, redactores, colaboradores, personal de planta... eso era otro mundo, el mundo de la literatura... Luego fueron el cine, los cómics, las novelas de vaqueros, los esoterismos... Sobre todo el cine. Octavio Escobar-Giraldo (OEG).  No nací en un hogar donde la lectura fuera una costumbre. Si bien en la infancia tuve acceso a libros, la primera matriz narrativa importante para mí fue la televisión. Y descubrir después, que en la literatura las cosas eran mucho más diversas, estructuradas y atractivas que en la pantalla pequeña, y también mucho más ricas en ideas, fue lo que definitivamente me llevó a la escritura. 2. ¿Cuáles son las temáticas preponderantes en sus obras? OMR. La diversidad de mis inquietudes intelectuales se pueden sintetizar en la idea de “la unidad en la multiplicidad”. Para mí no existen saberes aislados, todo está conectado en una relación de sentido profundo con los movimientos de la existencia y la conciencia. Quizá la influencia de los pensadores chinos me ha marcado: Lao-Tse, Chuang Tzu, Confucio. Los releo y me acompañan de manera cotidiana. Debo a las Analectas confucianas mis intentos de comportamiento con los demás. La regla de oro de “no hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti” es el consejo moral que más me ha influido en mi vida real. Revista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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De otro lado, en el Tao Te King he encontrado una actitud fundamental: el humor negro, no tomarse en serio, no construir poses, burlarse de uno mismo, el espíritu de la carcajada que Kundera denominó “la levedad”. En el fondo ha sido mi principal batalla personal: cuestionar mi seriedad, abandonar los fosos del mal genio, ver el otro lado de las cosas. Mi novela Recordando a Bosé fue un intento de reconocer la existencia del “espíritu de la levedad” como el mejor antídoto contra la desesperación y el nihilismo existencial. Su personaje adolescente, al cual le presté muchas de mis propias vivencias, se salva de él mismo y sus demonios destructivos, cuando descubre que nada ni nadie es definitivo y que cualquier situación tiene su lado gracioso y ridículo. AAD. La soledad, el miedo, la angustia, la incomunicación, la pobreza... Todo lo que se siente y vive en una barriada. OEG. Creo que el mundo contemporáneo, y muy particularmente la Colombia que me ha correspondido vivir, es mi principal temática. La violencia ocupa, por tanto, un lugar significativo en mi obra, así como la cotidianidad del ciudadano medio, de aquel que tiene pocas posibilidades de incidir en las grandes decisiones nacionales. La creación literaria misma, como enigma y práctica, también hace parte de mis temáticas, de manera explícita y de las formas soterradas, más importantes quizá, que hacen parte de proceso mismo de escritura. Cada tema -la familia, la juventud, el erotismo, las dudas existenciales- implica, por necesidad, unas definiciones estéticas intrínsecas al proceso creativo, que son, a veces, un tema de mayor trascendencia que los que son reconocidos por el lector desprevenido. 3. ¿Estima que en su obra haya una relación con las ideas, así sea global, en cuanto al nexo entre literatura y pensamiento? OMR. Debo a ciertos escritores de ciencia-ficción casi todo, pero eso todavía no lo he plasmado en mis propios libros de ficción. Ojalá me atreva a intentarlo antes que me visite el Dr. Alzheimer o el Dr. Parkinson. Como lo escribí en mi libro Cronistas del futuro: las ideas de H.G. Wells, Stanislaw Lem, Thomas Dish y Ursula K Le Guin han sido claves para mí. Por supuesto que también están muy presentes las voces de la narrativa latinoamericana: Borges, Onetti, García Márquez, Fuentes, Rulfo, Soriano, Sábato, Cabrera Infante, Lezama Lima, entre los que releo. De igual manera otros escritores europeos: Canetti, Camus, Hesse, Thomas Mann (La Montaña Mágica la he releído en unas diez ocasiones). La triada fundacional la releo casi todos los años: Dante, Cervantes y Shakespeare. De hecho, tengo un libro inédito titulado Dante Alighieri y la medicina, en el cual he plasmado mis innumerables visitas a La Divina Comedia. Libros filosóficos de autores occidentales que me han acompañado en mi vida adulta y de los cuales bebo con frecuencia: El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, El nacimiento de la tragedia y Así hablo Zaratustra de Nietzsche, la Historia de la filosofía de Russell, la Crítica de la

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razón cínica de Sloterdijk, La sociedad abierta y sus enemigos de Popper, Kant y el ornitorrinco de Eco, Las palabras y las cosas de Foucault. Un libro único e inclasificable: La Diosa Blanca de Robert Graves. Ensayistas contemporáneos que amo y de los cuales he leído y releído la totalidad de sus obras: Alfonso Reyes, George Steiner, Harold Bloom, Roberto Calasso y Alberto Manguel. Los ensayos de Montaigne los releo en diciembre cada dos años. Son el alimento de mi prosa ensayística y los necesito como mis huesos requieren de la vitamina D. La obra arquetípica y simbólica de dos gigantes: Carl Gustav Jung y Mircea Eliade. Tres historiadores de la ciencia han sido claves en la estructura de mis libros históricos: Joseph Needham y su monumental obra enciclopédica Science and Civilisation in China, George Sarton y su extraordinaria Introduction to the History of Science (en cinco tomos), Thomas Kuhn y su joya epistemológica La estructura de las revoluciones científicas. Poetas de la entraña: León de Greiff, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Ezra Pound y T.S. Eliot. Un poema que rememoro, en solitario y en voz alta, cada 30 de agosto: Moirologhia de Álvaro Mutis. Dos voces antiguas que han estado cerca de mí: Séneca y Plutarco. Las Vidas paralelas son un deposito atemporal de sabiduría y la lectura del libro De la brevedad de la vida me hizo renunciar a factibles proyectos económicos y políticos cuando tenía veinticinco años de edad. Asunto del cual jamás me he arrepentido. Dos historiadores del arte a los cuales les debo mucho: Ernst Gombrich y Erwin Panofsky. Tres pintores cuyos cuadros no me canso de ver: Alberto Durero, Jan van Eyck y Francis Bacon. La artista contemporánea que me zarandea los órganos y las venas: Patricia Piccinini. Tres músicas que han resonado en mis oídos y mi corazón: las de Bach, Ravel y Philip Glass. Cuatro películas que me han transformado: El ángel exterminador de Luis Buñuel, Fresas salvajes y El séptimo sello de Ingmar Bergman, Blade Runner de Ridley Scott. AAD. Eso tendrá que escudriñarlo la crítica si es que alguna vez la crítica se asoma a mi obra... Yo estudié Filosofía durante seis meses. De esa academia me quedaron “Suicidio por reflexión “y “Los pasos de la esfinge” muy al compás de la antiliteratura de moda en los años sesentas. También me quedó un axioma: La Filosofía mata la Literatura... Fíjese usted, los años me enseñaron que las mayores catástrofes de la humanidad en el siglo XX fueron, una, descubrir que dios no existe y, dos, que la Ciencia desmintió a muchos de los filósofos que estudiamos hasta el delirio... OEG. Mi obra está, en general, enmarcada en las grandes inquietudes de la modernidad, al punto que a veces he sido catalogado como un escritor posmoderno. Desde el punto de vista literario, para mí ha sido importante todo el debate sobre identidad que nació con el romanticismo latinoamericano del siglo XIX y que tuvo su aparente resolución en los escritores agrupados bajo la denominación de Boom. Pero me gusta pensar que eso no ha limitado mi visión. Así que en mi escritura es importante el influjo de Edgar Allan Poe y

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el minimalismo norteamericano del siglo XX, así como la forma de entender la novela de Cervantes y Sterne, o las ideas que determinan las obras de autores como Camus, Onetti y Hesse. Lector desordenado y caprichoso, el catálogo de mis intereses, algunos obsesivos en ciertas épocas de mi vida, es amplio y contradictorio. 4. ¿Qué otras relaciones pueden establecerse en sus obras, por ejemplo, con el cine, la historia, la vida contemporánea, o con temas o problemas cruciales? OMR. La historia de la medicina es mi núcleo hermenéutico. De allí están brotando mis ensayos que mezclan literatura y medicina, arte y medicina, epistemología y medicina. También en la ficción: la novela histórica de personajes médicos. AAD. Yo soy hijo del cine. Muchos de los premios que me otorgaron apuntan a que parecen guiones para el cine. Aprendí a escribir con el cine. La Historia nunca me interesó como disciplina pero algunos de mis textos no escapan a su influjo: Lobo Negro (el mártir aborigen norteamericano), Bolívar, La colonización antioqueña, incluso leyendas religiosas “históricas” como La lavandera de Buga... La vida contemporánea es más obvia: ¿Cómo soslayar las pandemias universales? La soledad, la tristeza del hombre, la incomunicabilidad, los sentimientos de fracaso y frustración, los abusos del poder, las dictaduras, las modas... OEG. Creo que buena parte de mi pensamiento está determinado por la práctica temprana y sistemática del ajedrez. Tengo también, y desde muy niño, una relación fuerte con el lenguaje audiovisual, así que lo justo es decir que en muchos rasgos de mi escritura es clara la influencia de la televisión y el cine. Esto implica que, por supuesto, aunque mi vida se ha desarrollado en un ámbito académico riguroso, la cultura popular siempre ha estado presente, y en esas formas insensibles que tanto nos influyen. En este contexto debo mencionar, entonces, mi afición por el género negro y el rock, y mi gusto culposo por la balada romántica de los setenta y ochenta. He sido también un mal deportista, malo pero muy consciente de la felicidad que brinda el cuerpo, y también un aficionado al espectáculo deportivo, sobre todo al televisivo. Finalmente debe enfatizar mi deuda con el estudio y la práctica de la medicina, una escuela que no puedo ni quiero soslayar. Soy y seré por siempre un hijo de Hipócrates. 5. ¿Cómo escritor, qué ambiciones y cuáles proyectos dispone para nuevas escrituras? OMR. En el campo de la Historia de la medicina faltan dos tomos de la obra que vengo publicando y ya están avanzados: La medicina moderna. De Vesalio a Louis Pasteur, quedará listo para finales del 2018. La medicina contemporánea. De Osler a la nanomedicina. Espero finalizarlo a comienzos del año 2020. En ensayo: Dante Alighieri y la medicina (libro terminado e inédi-

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to). En preparación: Shakespeare y la medicina, Cervantes y la medicina, Montaigne y la medicina. En el campo epistemológico: El desorden de Fleming (obra concluida e inédita). En historia del arte: De la oreja perdida de Van Gogh a la oreja clonada de Van Gogh (en preparación y listo en un cincuenta por ciento de su contenido). En la ficción: la novela histórica sobre Galeno (finalizada e inédita). En preparación: novela histórica sobre Semmelweiss. Una ambición futura: morir como lo expresa mi personaje literario Galeno: Es este el libro que espero alguien leerá cuando mi nombre se haya refundido o sea recordado por lo que en realidad no fui. Las posibilidades de que no lo concluya son grandes, pero ese es, lo confieso, mi propósito secreto: deseo morir con mis dedos apretando el cálamo y emborronando el pergamino, anhelo exhalar mi aliento vital en medio de una frase que nunca tendrá el punto final. AAD. Uno escribe todos los días, a toda hora. Las cosechas en cuento y poesía no son necesariamente proyectos. Uno escribe, después titula. En novela y ensayo es distinto. Espero terminar un libro sobre el proceso de las guerras religiosas que aquí han llamado guerras de independencia, algo sobre Manizales. En fin, esos proyectos que nos hacen sentir vivos. Todavía. OEG. La pregunta más difícil. Quiero creer que escribiré algo sobre médicos escritores, como yo. Tengo el propósito, también, de escribir más para niños y jóvenes, de afinar esa faceta de mi actividad literaria. Me han planteado la tentación del guión cinematográfico. El futuro es un tal vez que espero sea largo. Como puede apreciarse en lo expresado por los tres, hay uno de ellos, Orlando, quien se aplica de manera preponderante al ensayo, como género de investigación y de reflexión, con asomos en la narrativa. En los otros dos, Adalberto y Octavio, predomina la narrativa como vocación y ejercicio permanente. Cada uno, con escrituras singulares, reflejo de la propia personalidad. Los tres son palpitante fortaleza de las letras regionales y nacionales, con antecedentes en figuras de las letras surgidas y ejercidas desde Manizales, con reconocimiento nacional, tanto a finales del siglo XIX como en la primera mitad del siglo XX.

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Orlando Mejía-Rivera

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Orlando Mejía-Rivera Retrato-pintura por Pilar González-Gómez

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Orlando Mejía-Rivera, la pasión por el ensayo

Carlos-Alberto Ospina H

Universidad de Caldas

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esde sus primeros libros Antropología de la muerte (1987) y Humanismo y antihumanismo (1990) hasta El extraño universo de León de Greiff (2015) y numerosos escritos aparecidos hasta hoy, el ensayo tiene una dedicación central en la obra de Orlando Mejía-Rivera; su obra premiada en numerosas ocasiones recorre casi todos los géneros literarios: el ensayo, la novela, el cuento y la crónica. En el presente escrito me voy a referir específicamente a dos de ellas: una, Poesía y conocimiento, en la que comenzó a ocuparse de dos temas que desde entonces han sido de permanente interés en su ya muy variada y extensa obra ensayística: la poesía y el conocimiento científico. La otra, De clones, ciborgs y sirenas, como se titula el texto merecedor del primer premio del concurso nacional de Ensayo Literario, convocado por la Alcaldía Mayor de Bogotá, publicado en 1999, precisamente en el mismo año en que apareció otro libro suyo Pensamientos de guerra, primer puesto en el concurso nacional de novela, convocado por el Ministerio nacional de Cultura (1998).

Poesía y conocimiento En el año de 1997 Orlando Mejía-Rivera publicó Poesía y Conocimiento, (N° 2. Serie editorial Cuadernos Filosófico Literarios del Departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas). En esa pequeña obra, uno de sus primeros ensayos, discute la relación

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entre poesía y ciencia en una época como la nuestra, que le otorga tanto valor al conocimiento útil, productivo y “verdadero”, mientras que la poesía es vista solo como un oficio encantador, sí, pero que en nada se relaciona con la verdad de las cosas y cuya utilidad, si acaso la tiene, es dispensar placer y servir de adorno y consuelo en la vida. En la introducción se nos recuerda que Platón expulsó a los poetas de la República por ser simples imitadores de las apariencias, por crear gracias a un poder irracional que los pone fuera de sí para promover entre los hombres ilusiones y delirios por medio de sus palabras, llenas de prodigioso encantamiento. El lenguaje poético, entonces, nada tiene que ver con el lenguaje propio de la filosofía, que es racional y lógico, y el adecuado para dirigir la República ideal de Platón a la que sueña gobernada por el rey filósofo. Desde entonces, la separación entre el lenguaje poético y el filosófico acompaña la cultura de Occidente hasta nuestros días y este es uno de los motivos centrales de la reflexión de Orlando Mejía R. en su trabajo. Desde la época moderna y sobre todo desde la ilustración, el mismo lenguaje filosófico fue desplazado por el de la ciencia, como si éste fuese el único apropiado para expresar la verdad del mundo, en tanto que el lenguaje literario y poético es tomado a menudo como “un asunto de divertimiento, de ingenio juguetón y de vacía palabrería” (p.3), mientras que la propia filosofía clásica es llamada a jugar el papel de sierva de la ciencia. De suerte que la hoy “llamada crisis de la modernidad ha sido precisamente la crisis de la ideología hegemónica de la verdad científica”(p. 4), frente a la cual poetas como Hölderlin y Georg Trakl muestran que el lenguaje poético “también es un lenguaje donde se encuentra verdad y que por encima de los lenguajes de la ciencia y de la filosofía, es en el lenguaje de la poesía donde se expresa el ser” (p.4). Este es tema de atención de numerosos filósofos contemporáneos como Heidegger, Gadamer, Vattimo, Derridá, Pareyson, etc. Sinembargo, es preciso dejar claro que la verdad de la ciencia, de la filosofía y del conocimiento en general es muy diferente de la verdad de la poesía, la cual acontece como develación de lo no visible y de lo oculto, pues las cosas no se reducen a ser meros entes disponibles y a la mano para uso diario o para el saber científico, sino que ellas ocultan múltiples sentidos para la existencia del hombre que sólo el lenguaje poético es capaz de revelar, sin ninguna pretensión explicativa. Frente a los tradicionales procedimientos metodológicos de la ciencia, la inducción y la deducción, Orlando Mejía R. propone otro procedimiento que complementa a los anteriores y que Peirce denomina de abducción; es el que acompaña al pensamiento correlativo y analógico, no sometido a la lógica causal, sino a la sincronicidad de la que habla C. Gustav Jung como la coincidencia espacio temporal de todos los hechos; procedimiento que, en opinión del autor de Poesía y conocimiento, es el propio del lenguaje poético. En relación con lo que afirma Orlando Mejía R. se debe precisar que si bien la

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analogía y la metáfora no son recursos puramente circunstanciales del lenguaje poético, su fuerza y vitalidad no se encuentran solo en “comparar” imágenes, cosas, fenómenos o procesos conocidos con la oculta realidad que lucha por salir a la luz con el poema. La palabra poética, estrictamente hablando, no tiene ningún “contenido”, pues ella más que describir, busca “mostrar” y “dar” el ser de las cosas; aquello que estando frente al hombre, él no ve; no ve lo que las cosas son y significan para el existir humano y es, en este sentido preciso, como hay que tomar la afirmación de que con la poesía “se crea algo nuevo, algo que nace, la poesía crea nuevos mundos, hace nacer nuevos mundos, ‘funda mundos´ como dice Heidegger” (p.6), mundos tan absolutamente nuevos que la analogía y la metáfora apenas logran expresar, sobre todo porque son incomparables con lo conocido y lo sabido por todos. En el capítulo 1, Orfeo en tiempos de la máquina, se busca desentrañar el sentido de la poesía en nuestra época de la técnica, dado que con la avasalladora presencia de ésta, la poesía parece haber perdido terreno frente a lo útil y al modelo de las máquinas. Tal búsqueda se orienta por el recuerdo de que “desde Hölderlin los poetas de Occidente vienen preguntándose por el sentido de su vocación en un mundo que parece vivir sin necesidad de poetas ni de poesía” (p. 9), palabras que nos recuerdan a Heidegger y a Hans-Georg Gadamer. En este ensayo -dice su autor- se le quiere dar a la tecnocracia el significado de “el dominio de una ideología que se fundamenta en el modelo de la máquina como un nuevo arquetipo existencial que sustituye a lo humano” (p. 10). Para evitar que ello suceda contamos con la poesía, pues ella -expresado en términos de Walter Benjamin- todavía no ha perdido su “aura” de arte auténtico; ella pertenece a la dimensión del ocio y de lo inútil (p. 10) y “nuestros poetas todavía son la expresión del alma colectiva” (p. 10). Esta última afirmación nos deja la impresión de remitirnos de nuevo a la visión romántica y subjetivista de la poesía como mera expresión de la vida interior del hombre, de sus emociones y de sus vivencias, pero la poesía es mucho más que eso. Ella dice y señala lo que las cosas son; el decir poético trae a la palabra apropiada la diferencia entre las cosas como entes disponibles y las cosas como lo que ellas verdaderamente son, iluminando y ocultando a la vez un mundo: el mundo humano que permanentemente corre el riesgo de hundirse en medio del mundo de las máquinas, de los útiles y de objetos de conocimiento o de aparatos técnicos. La poesía, entonces, no es como usualmente se cree, el producto de la imaginación caprichosa de un sujeto, ni “la expresión del alma emocional” de un pueblo o de un individuo; ni siquiera es la particular expresión lingüística del poeta, sino el habla esencial de las cosas a las que el poeta les otorga la palabra; no es él como sujeto quien le “impone” la palabra a las cosas, sino quien las hace sonar con su canto. Orlando Mejía R. está más próximo al espíritu de la poesía cuando la vin-

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cula con tres sentidos esenciales de la palabra mito. El mito es la primera palabra, la primera palabra que por boca de los poetas pronuncian las cosas del mundo, por lo que “toda poesía verdadera nos vuelve al origen de las palabras” (p.14) que la segunda palabra, el logos racional, ha pretendido lanzar al olvido. Y para que el recuerdo del origen no nos abandone ante sus embates, es decir, para no perder del todo la memoria, contamos con la poesía y los poetas. El segundo sentido de la palabra mito como murmullo y mutismo “revela otra condición esencial de la poesía y, en especial, de los poetas de la modernidad” (p.14). El silencio, es cierto, constituye condición esencial de la poesía, pero no es claro porque el autor de este ensayo se lo atribuye especialmente a los poetas modernos, sabiendo que el mutismo es lo propio de todo decir auténticamente poético en cualquier época. El poeta necesita del silencio para darle la palabra a las cosas, tanto del de ellas mismas porque ellas hablan en silencio, como del silencio de su mero hablar enunciativo, para darle la palabra al decir poético, vale decir, “la palabra poética viene del silencio y debe volver al silencio” (p.15). A diferencia del discurso político, económico o social o del ensordecedor bullicio del parloteo ordinario y cotidiano, el lenguaje poético no produce escándalo; él es, más bien, un acontecimiento extraordinario porque sólo él permite el son del silencio, cuando con su decir y hablar auténticos, saca rítmicamente a la luz lo que permanece oculto e invisible para el lenguaje usual y el especializado. “La tercera acepción de mito es la de misterio” (p.16), rasgo que también es propio de la poesía cuando muestra ese sentido de las cosas escondido para la mirada técnica, y lo muestra de tal manera que no le interesa explicarlo ni aprovecharlo, sino que lo mantiene como lo que es sagrado y como lo que es necesario conservar y respetar para que sea posible el existir humano. Así -dice Danilo Cruz Vélez, en El misterio del lenguaje- tanto la poesía como su lenguaje intenso se sustraen a ser apresados en conceptos, sobre todo porque la experiencia poética surge cual abrazo misterioso de sentido y sonido. Culmina esta primer capítulo de “Poesía y conocimiento” con un recreación del destino corrido por Fausto y por Orfeo. Fausto, vencido por Aristófanes, se derrumba en la tecnocracia donde lo real termina sometido a modelos hiperreales, mientras que la poesía no sólo no abandona lo real sino que lo conduce a sus orígenes, convirtiendo el mundo en pura poesía. El gran poeta músico Orfeo fue destrozado por las mujeres de Tracia, acontecimiento que, en la reflexión de Orlando Mejía, representa la enemistad de nuestra época tecnocrática con la poesía a la que considera peligrosa y dañina para el reino de lo racional, del dominio y del dinero que, cuando más, le pide a la poesía cantarle a la muerte en lugar de a la vida, mientras que Orfeo, con su cuerpo destrozado, porfía en poetizar el mundo armónico y vital, pues lo acompaña la esperanza de ver su cuerpo de nuevo unido. Retomando la anterior reflexión en el capítulo 2 de su ensayo, La intuicio-

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nes poéticas de la física cuántica contemporánea, Orlando Mejía R. concluye que el mundo físico ha perdido su encanto y su unidad, como resultado de varios acontecimientos históricos que parten de la secularización del pensamiento y de la sociedad modernos, de la mecanización de la física clásica y del dualismo cartesiano, todo lo cual se sintetiza en lo que Max Weber llama el “desencantamiento del mundo”, fenómeno que sólo permite la expresión lógico-racional del mundo físico. Pero los poetas como creadores que son, crean unidad a partir de la nada, es decir, crean de nada que se llame cosa de uso ordinario, de nada que sea objeto de conocimiento o de nada que solo admita un uso técnico, o sea, de nada útil, de nada fragmentado y disecado. Los poetas crean la palabra apropiada que da noticia de la iluminación del mundo oculto por el universo de cosas dispersas en que se ha convertido la existencia humana. Así las cosas, el lenguaje de la ciencia y el de la poesía se muestran irreconciliables, tal como lo expresan Octavio Paz y Gastón Bachelard a quienes cita Orlando Mejía R. Sinembargo, opina que la física cuántica muestra la posibilidad de anular esa distancia y para demostrarlo habla de la relatividad de Einstein que supera la visión del espacio y el tiempo absolutos de Newton y la separación entre energía y materia; del principio de incertidumbre de Heisenberg que cuestiona la dualidad sujeto-objeto, interior-exterior, etc.; del principio de complementariedad de Niels Bohr que abre la posibilidad de la coexistencia válida de teorías contrarias y la existencia simultánea de múltiples realidades; de la función de onda de Schrödinger y De Broglie con la cual se cuestiona el principio de contradicción y hace posible la existencia de “mundos paralelos” o de “muchos otros mundos”, hasta concluir en una presentación, igualmente sucinta, de la teoría de los Quarks como una nueva visión acerca de la composición de la materia, distinta de la física clásica mecanicista. Un recuento de las teorías físicas contemporáneas que, en mi opinión, es excesiva y además interfiere en el tono y en el ritmo del ensayo. Es cierto que para hablar de la nueva realidad descubierta por la física cuántica, una realidad no visible, ni explicable con los modelos y los procedimientos tradicionales es necesario recurrir a nuevos lenguajes y a una nueva mirada, a “intuiciones poéticas” incluso, pero no por ello la física se convierte en poesía, ni la poesía en física. El autor no lo afirma, es cierto, pero tampoco establece en su ensayo la clara diferencia entre física y poesía y, por el contrario, intenta convencernos de que en su versión cuántica, la física contemporánea se aproxima al reino de la poesía y de que en ocasiones la poesía parece convertirse en la anticipación o en el eco colorido de esa física, cuando ilustra sus hallazgos con poemas de grandes poetas. Recordemos, por ejemplo, que mientras la poesía es libre porque su mundo es un mundo olvidado de palabras que buscan sacar a luz y revelar lo oculto; la ciencia, incluso la de la física cuántica, está atada a procedimientos rigurosos porque busca “explicar” el mundo de las cosas visibles, puede que

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recurriendo a una lógica divergente, a entidades incomprensibles, a una nueva concepción de la materia y la energía, etc., pero esto no hace de ella poesía. El ensayo Poesía y conocimiento debe tomarse, más bien, como el intento de establecer un diálogo entre el reino de la poesía y el de la ciencia, en lugar de asumirlo con el optimismo de su autor quien quiere convencernos de que la física se está convirtiendo en poesía y de que la poesía contiene mucho de ciencia. La física (la ciencia en general) y la poesía son ámbitos que, de acuerdo con Octavio Paz y Bachelard entre muchos otros, deben seguir siendo irreconciliables para que cada uno sea lo que es, pero no para que continúen enemistados. El peligro verdadero, creo yo, es que el hombre olvide habitar poéticamente la tierra cuando insiste en verla sólo a través de la exclusiva mirada de la ciencia y en negar la posibilidad de restaurar un diálogo fructífero entre poesía y ciencia. Los invito, por lo tanto, a leer este, uno de los primeros ensayos donde la pasión que siente Orlando Mejía R. por todas las manifestaciones del espíritu ya había comenzado a ser desbordada.

De clones, ciborgs y sirenas Tuvimos la ocasión de conocer una primera versión del texto cuando Orlando Mejía R. lo presentó en la conferencia de apertura de estudios del primer período académico de 1999 del programa de Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas, dado que por entonces era docente adscrito al departamento de Filosofía. En mi opinión es uno de sus mejores ensayos, sobre todo porque en él consigue el equilibrio entre la creación y la reflexión que fácilmente se quiebra con la filosofía o el saber especializados, cuando su lenguaje cae en la jerga incomprensible de quien se pretende sabio. Equilibrio que, en el otro extremo, también rompen quienes se atreven a opinar sin fundamento y sin un trabajo disciplinado y racional previo. Alcanzar tal equilibrio era de esperar en una persona que, como Orlando Mejía R., ostenta además de una reconocida vocación literaria, la doble formación en medicina y en literatura y filosofía, manifiesta incluso en sus dos premiadas novelas La casa rosada (1997) y Pensamientos de guerra (1998). De clones, ciborgs y sirenas sostiene un ritmo oscilante entre las imágenes literarias y la información científica que invita al lector a pensar en los límites abismales a donde la tecnociencia ha llevado al hombre contemporáneo. El libro (2da edición, Universidad de Caldas, 2001) está dividido en cuatro partes: El silencio de las sirenas, Las palabras de los filósofos, La expulsión de los cuerpos y Los lenguajes del cuerpo, cuya unidad singular también ofrece posibilidad de una lectura independiente. El canto de las sirenas representan fuerzas irracionales, cuyo hechizo irresistible destruye a los hombres, y que Ulises en la Odisea creyó haber tenido el privilegio de escuchar, revela además, según Orlando Mejía R., la parte de la dimensión humana que ha sido encubierta por las imposiciones de la tecno-

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ciencia contemporánea. Las sirenas, siguiendo una sugerencia de Kafka, en realidad no cantaron, simularon hacerlo ante Ulises y así, en silencio, penetraron la naturaleza, sabedoras de que al hombre se le vence más fácil en silencio que con las palabras. Es por esto que pese al desbordado optimismo de la racionalidad científico-técnica, ella siempre enfrenta límites, más allá de los cuales se siente impotente para desentrañar el misterio de lo humano, un más allá donde reina el canto silencioso de las sirenas que nos recuerdan que “en el fondo de lo humano habita lo no humano” (p.28). Quizás por ello el camino que escogió la tecnociencia moderna fue no seguir preguntando más por la naturaleza humana, satisfecha con la respuesta de que el hombre es un sujeto consciente y racional, y se dedicó a lo que mejor puede hacer: a modificar controladamente a los individuos para superar su condición humana. Desaparecida la necesidad de preguntar se dedicó a responder, de suerte que el pensamiento meditativo fue pronto reemplazado por el pensamiento calculador; un pensamiento que solo puede abordar lo humano a través de los cuerpos en lo que ellos tienen de res extensa, de máquinas neutras y moldeables y no en lo que ellos son como fuente de placer y de presencia viviente de lo humano en el mundo. Una anécdota es paradigmática de lo que acontece cuando el cuerpo enfrenta a la filosofía: ésta responde frente al cuerpo humano con “el silencio, el estupor y la huida” (p.44). La anécdota, entre otras que evoca Orlando Mejía R. en su ensayo y que menciona Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica, del anciano filósofo Theodor Adorno, quien abandonó la vida pública y académica después de que, en una de sus conferencias, cinco adolescentes desnudaron sus senos ante él. La respuesta, entonces, al cuerpo como res extensa y no como cuerpo “humano”, vale decir, al cuerpo como máquina la están dando las tecnologías de punta con la revolución genética, la revolución cibernética y la revolución informática. Tres revoluciones que ya no ven en el cuerpo la mejor posibilidad del habitar humano en el mundo, sino que ven en él un objeto de rediseño tecnológico del cual se valen para exhibir seguras el ilimitado alcance del pensamiento calculador, en vista de la impotencia en que éste pensamiento caería con la meditación reflexiva. El impulso a superar lo humano, la reproductibilidad técnica que bien describió Walter Benjamin a propósito del arte, y la obsesión por alcanzar la inmortalidad, son rasgos característicos del espíritu de nuestra época y parecen encontrar plena realización con la realidad virtual y la inteligencia artificial; con los ciborgs, clones y androides y demás seres que hoy pueblan la tierra. Pero las sirenas aún perturban este triunfante espíritu tecnológico y siguen ahí, en el fondo del hombre, para recordarnos la necesidad de escuchar su canto silencioso en procura de conservar el rostro de lo humano que arriesga perderse bajo las configuraciones tecno-científicas de hoy.

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No obstante los señalados riesgos de las actuales revoluciones tecnológicas , De clones, ciborgs y sirenas, de Orlando Mejía-Rivera, no defiende la nostálgica postura romántica de quienes buscan la restauración del hombre sin contar con los indiscutibles logros de la ciencia y la tecnología y más bien es una invitación a aprovecharlas pero sin permitirles que devasten nuestra condición humana. Que no interpretemos el canto de las sirenas solo por lo que tiene de sonoro, porque, como bien anunció Homero, condenan al hombre a terminar en la “playa llena de huesos y de cuerpos marchitos con piel agostada”, como acaban quienes son acríticamente seducidos por las publicitadas respuestas seguras y por el lenguaje y las producciones tecnocientíficas. Atendamos también a su canto silencioso, el que salvó a Ulises, para comprender lo que dice el autor del ensayo que aquí comentamos, que “la única manera de enfrentar el silencio de las sirenas es haciéndolo pasar a través del lenguaje de nuestros cuerpos y del lenguaje de la meditación reflexiva que nunca dejará de hacerse preguntas” y solo así “los espejos de la vida futura continuarán reflejando ‘algo’ del rostro humano” (p. 65).

Cronología de la obras y premios alcanzados 1987. Abril. Antropología de la muerte (Manizales, Imprenta Departamental de Caldas). Ensayo. 1991. Agosto. Humanismo y antihumanismo (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Ensayos. 1994. Noviembre. Mención de honor Premio Nacional de Medicina Rhone Poulenc Rorer - Academia Nacional de Medicina. Con el trabajo Ética y sida, La cuarta epidemia. 1995. Marzo. Ética y Sida (Santa Fé de Bogotá, Editorial San Pablo). Ensayo científico. 1996. Ganador del concurso de novela Icfes-Cres Centro-Occidente (1996) con la Casa Rosada. 1997. Abril. Poesía y Conocimiento (Manizales, Editorial Universidad de Caldas, Cuadernos Filosófico-literarios). Ensayo. Julio. Tercer puesto del concurso Nacional de Cuentos de ciencia ficción Bogotá una ciudad que sueña del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. Con el cuento El asunto García. Agosto. La Casa Rosada (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Novela.

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1998. Junio. Ganador del Premio Nacional de Cultura en la modalidad de novela del Ministerio de Cultura con Pensamientos de Guerra. Julio. Cuentos Colombianos de ciencia ficción (Mario Alberto Price; Marco Tulio Aguilera Garramuño; Orlando Mejía-Rivera. Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1998). Cuentos. 1999. Enero. La muerte y sus símbolos. Muerte, tecnocracia y postmodernidad (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia). Ensayo. Mayo. De la prehistoria a la medicina egipcia Introducción critica a la historia de la medicina (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Historia. Agosto. Ganador del Premio Nacional de Ensayo Literario ciudad de Bogotá. Con De clones, ciborgs y sirenas. 2000. Enero. Contemporáneos del porvenir. Primera antología colombiana de Ciencia Ficción. Introducción y selección de René Rebetez. (Bogotá, Espasa). Cuentos Febrero. De clones, Ciborgs y Sirenas (Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá). Ensayo. Agosto. La muerte y sus símbolos. Muerte, tecnocracia y postmodernidad (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 2 edición). Ensayo. Septiembre. Pensamientos de Guerra (Bogotá, Ministerio de Cultura). Novela. 2001. Mayo. Der Fall García. En: Und Träúmten Von Leben. Erzählungen aus Kolumbien. Peter Schultze-Kraft (Hrsg). Zurich, Edition 8 Reihe Durían. 2001. Cuentos. Noviembre. Heinz Goll. Sein Leben, sein Werk (Klagenfur, Mohorjeva Hermagoras) Biografía. Noviembre. Pensamientos de Guerra (Manizales, El faquir ilustrado, 2 edición). Novela. 2002. Septiembre. La generación mutante: nuevos narradores colombianos (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Crítica Literaria. 2003. Julio. Pensamientos de Guerra (Barcelona, Littera). Novela. 2004. Marzo. De clones, Ciborgs y Sirenas (Manizales, Editorial Universidad de Caldas, 2 edición). Abril. Pensées de guerre (Paris, Marianne Millon (Trad), Editions Mille et une nuits, Librairie Arthème Fayard). Novela.

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Agosto. Los descubrimientos Serendípicos. Aproximaciones epistemológicas al contexto del descubrimiento científico (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Ensayo epistemológico. 2005. Septiembre. Extraños escenarios de la noche (Manizales, Hoyos Editores). Crónicas Culturales. 2006. Abril. El Asunto García y otros cuentos (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Cuentos. Mayo. Aquiloni tra nuvole scarabocchiate. Racconti dalla Colombia, Ramón Illán Bacca, Jairo Aníbal Niño, Fanny Buitrago, Orlando Mejía-Rivera, Octavio Escobar-Giraldo, Efraim Medina Reyes (Roma, Edizioni Estemporanee. A cura di Danilo Manera). Cuentos. 2007. Abril. La última revelación del señor Bennaceur. En: Gol. Cuentos de fútbol. Autores varios. (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Cuentos. Abril. El judío de Ulm. En: Antología del cuento fantástico colombiano (Campo Ricardo Burgos López, Selección e Introducción. Bogotá, Universidad Sergio Arboleda). Cuentos. Junio. Junodita. En: Segunda Antología de Cuento Corto Colombiano (Harold Kremer y Guillermo Bustamante, compiladores. Bogotá, Editorial Universidad Pedagógica Nacional). Cuentos. Noviembre. El enfermo de Abisinia (Barcelona, Bruguera). Novela. 2008. Abril. La muerte y sus símbolos. Muerte, tecnocracia y postmodernidad (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 3 edición). Ensayo. 2009. Abril. Recordando a Bosé. (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Novela. Septiembre. El espíritu de Basho. En: Transmutaciones. Literatura colombiana actual. Autores Varios (Edición de Antonio María Flórez. Extremadura, Editorial regional de Extremadura). Ensayo. 2010. Enero. En el Jardín de Mendel. Bioética, Genética humana y sociedad (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia). Ensayo de divulgación científica. Junio. Manicomio de Dioses (Calarcá, Cuadernos Negros Editorial). Minificciones. Octubre. Tercer Puesto del II Concurso colombiano de minicuento “Luis Vidales”

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con el cuento “El retrato”. 2011. Abril. La última revelación del señor Bennaceur. En: Escrito en la grama, Antología de relatos colombianos sobre futbol (Oscar Perdomo Gamboa, Hernando Urriago Benítez, compiladores. Bogotá, Caza de libros). Cuentos. 2012. Marzo. Cronistas del futuro. Ensayos sobre escritores de Ciencia Ficción (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia). Ensayos. Marzo. Biblioteca del dragón, lecturas inolvidables (Medellín, Editorial Universidad de Antioquia). Ensayos. 2015. Septiembre. El extraño universo de León de Greiff (Medellín, Editorial Universidad Eafit). Ensayo. 2016. Abril. La medicina Arcaica. De las enfermedades prehistóricas a los papiros médicos del Antiguo Egipto (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Ensayo histórico. Agosto. Historia de la medicina en el eje cafetero. 1865-1965 (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Historia. 2017. Marzo. La medicina Antigua. De Homero a la peste negra (Manizales, Editorial Universidad de Caldas). Ensayo histórico.

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Fragmento novela histórica inédita que recrea la vida del médico Galeno Orlando Mejía-Rivera

M

i feliz infancia la viví en esta misma villa que ahora será mi última morada. La felicidad provino de mi padre y las inquietudes de mi madre. Mi padre fue un hombre justo, benévolo, compasivo, filantrópico, al cual jamás oí alzarle la voz a mi madre o gritarle o pegar a nuestros esclavos y sirvientes. Mi madre fue lo contrario de él, eran como el día y la noche. Su irascibilidad fue legendaria en Pérgamo y con frecuencia mordía a sus doncellas, arrojaba guijarros a los jardineros y su ánimo, agriado como la leche trasnochada, se vertía de manera constante en la mansa humanidad de mi padre. Le alegaba por todo, le gritaba y lloraba mientras le halaba de la túnica, le increpaba que su infelicidad del corazón se debía a él, que era el único culpable de su aflicción. Ella se comportaba como la Jantipa de Sócrates y él como un filósofo estoico penetrado por el sentimiento ataráxico: la miraba con serenidad y luego la abrazaba. Desconozco el trato que le dio Jantipa a sus tres hijos, Lamprocles, Sofronisco y Menexeno, pero sí recuerdo el comportamiento de mi madre conmigo. Una sola vez, en mis primeros catorce años de vida, me atrajo a su regazo y me besó en la frente. El resto del tiempo eludió mi existencia como si yo fuera un espectro. A mi cargo estuvo mi nodriza y nana Aikaterine, originaria de la ciudad de Mileto. De ella obtuve la ternura, las caricias y los dulces susurros que un hombre debe recibir en su niñez de una mujer, para que su corazón de adulto no se transforme en el de un lobo sanguinario y despiadado. En esos años adoré a mi padre y odié a mi madre. No podía

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sospechar lo que me fue revelado en el funeral de ella, ya siendo un adulto, por la misma anciana Aikaterine que logró vivir hasta la inverosímil edad de los cien años, sin que conociera nunca mis consejos de médico sobre los hábitos que conducen a la longevidad. Existen personas, sencillas y elementales casi siempre, que parece que nacieran empapadas con la sabiduría de la naturaleza y no necesitaran de los conocimientos humanos. Mi querida y recordada nana fue uno de esos seres y también me superará a mi en los años vividos, ya que mi organismo es como la quilla de un barco que todavía tiene indemne su madera, pero está derruyéndose por dentro. La presencia de mi padre colmó mi felicidad, sus enseñanzas fueron como los perennes rayos del sol que todavía marcan la memoria de mi vida profunda. Estuvo dedicado a mí, como mi bisabuelo lo hizo con mi abuelo y éste con mi progenitor. Ellos conformaron una dinastía de geómetras y arquitectos famosos y competentes, que descubrieron la grandeza de los números y los secretos racionales de la geometría. Ese fue el primer legado recibido de mi padre Nicón de una forma suave y didáctica para ser comprendida por mí. Todos los días salíamos a caminar, en las horas nuevas de la mañana, en compañía de su fiel capataz Mario. Recorríamos los viñedos y almendros, revisábamos el ganado y las porquerizas, nos arrodillábamos en la tierra fértil y con las manos olíamos el humus y jugábamos con las lombrices sin hacerles daño. La villa era próspera y mi padre era feliz en medio de la naturaleza. Esa alegría me la traspasó a mi y nunca olvidaré sus palabras. Me decía que siempre había que tener las manos untadas de tierra, porque era el símbolo de que nuestra razón no se extraviaría con ideas absurdas o fantásticas. Las semillas en la tierra eran la mejor comparación con las ideas de la mente racional: crecían de manera lenta, en la solidez de la realidad, y de esta forma sus frutos serían verdaderos, apetecibles y duraderos. Las hechicerías y las magias eran las armas con que los charlatanes dominaban a los ignorantes, porque la ignorancia era la fuente de todos los miedos humanos. Para ilustrar mejor esto me enseñó a comprender el horologio babilonio y la clepsidra tebana que estaban en nuestra casa desde que el abuelo los compró a un matemático macedonio. El cálculo del tiempo y el calendario, la posibilidad de prever la fecha de los eclipses de luna y de sol, la universalidad del triangulo, de la esfera, de la línea recta, eran todas verdades demostrables e irrefutables a través del conocimiento matemático. Las primeras lecciones de aritmética y geometría las recibí de él, con compás y regla, inclinados sobre un pergamino en su estudio de arquitecto. Entre los ocho y los trece años escuché sus apasionadas, amenas y fascinantes clases donde aprendí las teorías de Arquitas de Tarento, los cálculos de superficies circulares de Anaxágoras y Antifon, los descubrimientos de Menaicmo sobre la parábola equilátera y la hipérbola, el problema de la cuadratura de las lúnulas planteado por Hipócrates de Quíos y, en especial, me dio

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Orlando Mejía R retato por Pilar Gozález-Gómez

las nociones de Los Elementos de Euclides de Alejandría, estudiando en el antiguo manuscrito familiar que mi bisabuelo compró, a precio de oro, a un geómetra de la biblioteca alejandrina. Este tesoro bibliográfico heredado lo contemplo ahora mismo, con sus pliegos ajados por el uso y el paso del tiempo, pero sin que haya perdido nada de su legibilidad y están acá las notaciones y subrayados de mis ancestros y los míos. Me perturba, solo en este instante, no haber sido padre porque no tendré a nadie de mi estirpe para legarle esta obra, sin duda alguna la más valiosa y amada de mi biblioteca. Todavía recuerdo, casi de memoria, los capítulos de su teoría de la proporción, sus conceptos sobre conmensurabilidad e inconmensurabilidad, sus explicaciones de la geometría espacial, bellos reflejos en esta tierra de los arquetipos platónicos. Capté de mi padre, en esos años, la destilación preciosa de una sabiduría familiar y ancestral: los números eran más consistentes que las palabras, las demostraciones geométricas eran absolutas y perfectas y se acercaban más a la verdad que las innumerables teorías contradictorias y relativas de los filósofos, los médicos, los teólogos, los literatos, los retóricos y los políticos. Estaba preparado para continuar la profesión de mi linaje, pero un acontecimiento inesperado me arrebataría mi aparente destino, claro está que no lo lamento. Debemos huir de la diosa fortuna y sus dardos cargados de lo azaroso, pero no siempre podemos escapar. La fortaleza de nuestra voluntad y el poderoso instrumento de la razón son, a veces, frágiles armaduras frente a las tormentas de lo impredecible.

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Hannes Heinz Goll: el vagabundear del artista

Orlando Mejía-Rivera

Un vagabundo puede ser delicado o rudo, habilidoso o torpe, valiente o miedoso; pero siempre será un niño en el corazón, siempre vivirá en el primer día, antes del principio de la historia del mundo. La infantilidad de la vida del vagabundo, su herencia materna, su apartamiento de la ley y del espíritu, su abandono y continua vecindad de la muerte hacía tiempo que habían atrapado el alma de Goldmundo y la habían sellado profundamente. Y, Sinembargo, por tener un alma y una voluntad, por ser un artista ante todo, su vida era rica y difícil. Toda vida es rica y floreciente en la disensión y la contradicción. ¿Qué sería la razón y la sobriedad sin el conocimiento de la embriaguez ? ¿Qué sería el placer sensual si no estuviera tras él la muerte ? ¿Y qué sería el amor sin la eterna disputa de los sexos? Herman Hesse. Narciso y Goldmundo

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Introducción Conocí a Heinz Goll, en Manizales, una tarde soleada de enero de 1998. Se realizaba una muestra internacional de arte y en el pabellón de Austria encontré al pintor, vuelto de espaldas al público, con un pincel en su mano derecha retocando la máscara de un chamán de una de sus últimas cenas, con una pipa caoba en la boca y con una cola de caballo recogiendo sus largos cabellos de blanco dorado. Me acerqué y sentí la necesidad interior de expresar en voz alta, para que me oyera, lo siguiente: los artistas que continúan pintando durante las exposiciones son símbolos encarnados de los alquimistas del Medioevo y del Renacimiento, para quienes su arte pictórico era una metáfora de su transformación espiritual en el atanor de la vida creativa. Heinz se volteó y vi un rostro luminoso, como sus pinturas, que reía mostrando unos dientes blancos y juveniles; sus ojos azules irradiaban calidez humana, su barba blancogrisacea parecía de un antiguo profeta o de un hippie de los años sesenta, y su cuerpo fuerte y erguido me recordó las estampas de los vikingos nórdicos que conocí en los libros de viajes y aventuras que leía en mi infancia. Comenzamos a hablar y no paramos hasta que ya era de noche y los porteros del edificio de Bellas Artes nos solicitaron salir del lugar. En esas horas, pertenecientes a un tiempo que sentí diferente al cotidiano y que los griegos llamaban Kairós, Heinz me contó de sus años infantiles y juveniles en Klagenfurt, de su vagabundeo por Europa y luego de su viaje a Sudamérica y su amor por Colombia, donde encontró la paz interior y a su amada mujer Piedad. También de sus lecturas de Hesse, de Musil, de Lao Tse, del Hinduismo, del Vedanta y de su libro favorito La Biblia. Pero, sobre todo, de su conocimiento experiencial de las culturas precolombinas y de las comunidades indígenas actuales: Los Koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta, los indios Wayú de la alta Guajira, los Paeces de Tierradentro, los Embera del Chocó y el mar Pacífico. Oír hablar a Heinz de forma tan profunda y bella de mi propio país, que él conocía mejor que la mayoría de nosotros los colombianos, me hizo pensar que estaba ante un hombre cuya sensibilidad artística era indisoluble de su propia vida, pues su corazón era tan grande que podía amar cada sitio de la tierra como si fuese su propia aldea y esta mezcla de culturas y de pueblos que conoció se reflejan en el sincretismo de su obra. Heinz era a sus 64 años, cuando lo conocí, un auténtico ciudadano del universo, un caminante que había “anclado” su cuerpo en la población de Sibaté, pero que a la vez seguía vagabundeando con su imaginación pictórica y escultórica y con su alma de niño amoroso y sorprendido ante la belleza de la naturaleza y los enigmas de los símbolos espirituales de la vida personal y colectiva. Quiso Heinz venirse a vivir a Manizales y alcanzó a comprar una agradable casa-finca que no pudo habitar, pues una enfermedad inesperada y aguda doblegó a este “niño-viejo” que todavía poseía símbolos secretos de amor y de arte para múltiples personas.

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Sinembargo, conocer a otro individuo en la totalidad de su ser siempre será una utopía en las relaciones humanas. Además, este conocimiento no está garantizado ni por el contacto directo y permanente, ni por las lecturas de sus escritos, ni por los testimonios de sus amigos y familiares, ni siquiera por los que convivieron de manera cotidiana e íntima con la persona. Sinembargo, en el caso de Heinz Goll está su obra magnifica y transparente que fue coherente con las acciones de su vida y con los propósitos de sus palabras. Es posible que cada uno de los que conocimos a Heinz, en mayor o menor grado, recordemos un “Heinz” particular, que corresponde a las vivencias de cada cual con él; pero, a la vez, se encuentra el artista y el hombre unidos por su máximo credo existencial: “Amo Ergo Sum” (Amo luego existo). Este amor cósmico lo irradió Heinz a las personas, a los animales, a las plantas, a los símbolos intangibles de lo sagrado y al arquetipo del “hijo del carpintero”, ese Cristo de distintos colores de piel y de variadas facciones que él esculpió y pintó a medida que en su propio corazón sentía la presencia de ese símbolo místico actuando en el mundo. Las notas biográficas que vienen a continuación sólo pretenden que el lector tenga más elementos para disfrutar y profundizar en la obra artística de Heinz, pero recordando siempre su consejo a los visitantes de sus exposiciones: “Mirad mis cuadros, ved y tocad mis esculturas y concentraos en tratar de captarlos en su totalidad con todos vuestros sentidos. Entonces y sólo entonces empezad a pensar y hablar sobre ellas”.

El niño de la casa del lago Yo fui vagabundo y curioso de la vida desde mi infancia y con ganas de aprender H.H. Goll Hannes Heinz Goll nació en Klagenfurt (Austria) el 31 de agosto de 1934. Fue el hijo mayor de una familia compuesta por Johanna, su madre y Rudolf, su padre. Luego nacieron Gerti, su hermana, y el pequeño Helmut. El padre era un prestigioso abogado, perteneciente a la alta burguesía, y su madre había sido actriz de teatro en los años treinta. Al principio la clase social de Rudolf no aceptó a la esposa y durante varios meses ellos vivieron aislados y no fueron visitados por los vecinos y familiares del abogado. Aunque Rudolf le llevaba varios años a Johanna, existía una buena armonía familiar y la elegancia y porte de él iba bien con la belleza de ella. Desde un principio la relación entre el niño Heinz y su madre fue de mutua adoración y complicidad, quizá porque ambos coincidían en una mirada poética y soñadora ante el mundo. La educación de Heinz y sus hermanos fue

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muy poco autoritaria, en los primeros años tuvieron institutrices particulares y no estaban obligados a la disciplina de los colegios. Gerti recuerda que desde los 3 o 4 años de edad Heinz comenzó a dibujar por su propia voluntad y pasaba varias horas del día contemplando detalles del jardín de su casa en Klagenfurt, en especial, de la casa de campo, que ellos llamaban la casa del lago. Los parajes de la casa del lago fueron muy importantes en la formación personal de Heinz, pues la memoria del niño debió nutrirse de esas imágenes del agua y el bosque en total armonía. Fue caminando por estos senderos, subiéndose a los árboles, oliendo la fragancia misteriosa de los eucaliptos, navegando despacio en su bote como si fuera un caballito de madera cabalgando sobre el mar, que el niño presintió el lado místico del mundo, la insondable belleza de la naturaleza reflejando en silencio lo sagrado. La contemplación de la casa del lago le dio al futuro artista una comprensión profunda e intuitiva del equilibrio de los opuestos, de la presencia de Dios en el universo, del erotismo sagrado y la certeza de que para vivir no se requiere de cosas materiales, sino de significados existenciales que permitan sentir que la vida humana fluye como el agua del lago que no posee y no es poseída. La mirada cuidadosa de los ritmos de la naturaleza revela que la divinidad siempre se está haciendo y deshaciendo, y cuando Heinz encuentre más adelante la figura del Cristo bíblico lo irá a relacionar de manera natural con una percepción panteísta del entorno. La segunda guerra mundial acabó con el paraíso bucólico de Heinz y con la tranquilidad de su familia, de su ciudad y de Europa. Como todos los pequeños de su época había sido aleccionado por la propaganda de las juventudes hitlerianas, que contaban que el fuhrer y los nazis luchaban para salvar al mundo de los demonios enemigos que comían niños asados, violaban las mamás y echaban veneno en las aguas de los lagos para asesinar los pececitos de colores. Esto explica su primera reacción de rechazo frente a los ingleses que tomaron su ciudad y su casa, en 1945, convirtiéndola en cuartel de sus tropas. Heinz, que hablaba muy bien el idioma inglés, comenzó a pintar esvásticas como expresión de rebeldía contra sus enemigos, pero con rapidez y gracias a que se convirtió en el intérprete de ellos con sus vecinos, se dio cuenta de las mentiras que le dijeron en el pasado y supongo que desde tan temprana edad comenzó a comprender que las palabras del poder siempre están teñidas de falsedades y de violencia hacia los más débiles e inocentes. En 1946 la muerte de su padre marcaron los años de posguerra que fueron caóticos e inciertos. Sinembargo, el mismo Heinz recordaba que de alguna manera esa época fue estimulante para su vocación de artista y caminante, pues no había reglas, ni horarios, ni orden; su mundo se había venido abajo e imperaba la anarquía y la incertidumbre. Esto fue visto por él como una oportunidad y una nueva concepción filosófica ante la vida: el desorden engendra un nuevo orden con valores diferentes y esa anarquía creadora permite vivir

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el día presente sin pasados agobiantes ni futuros asegurados. Era empezar a entender su existencia como la vivían los aventureros y los buscadores de oro del oeste americano, que Heinz conoció por medio de los personajes de las novelas de Karl May que leyó con pasión en el monasterio benedictino de San Paul de Carintia, donde estaba realizando su primaria, luego de ser expulsado de varios colegios por indisciplina. Los primeros cuadros que se conocen y se conservan de Heinz son de estos tiempos: un dibujo hecho a lápiz donde se observa un brujo medieval esperando, con ansiedad, a que unos ratones colgados de unas cuerdas caigan para comérselos. Una acuarela donde aparece el monasterio de San Paul, rodeado de un bosque muy verde y las aguas tranquilas del lago al fondo de los edificios. Pero fue a los 14 años de edad cuando hizo su primera obra significativa, que le valió un reconocimiento público en un concurso escolar, y que Heinz tituló El hundimiento del mundo. Esta es una acuarela, que se asemeja al expresionismo abstracto del norteamericano Jackson Pollock, donde se observa una especie de explosión energética de colores de tonalidades azulosas, como recordando las “bombas atómicas” de Hiroshima y Nagasaki.

El joven vagabundo Yo soy el producto de una mujer y de muchas mujeres. Muchas de ellas eran brujas y sacerdotisas sin saberlo. Ellas me enseñaron mucho, cosas que nunca me enseñó un maestro, pues yo tuve la dicha de escapar en tercero de bachillerato y dejar la escuela. Así aprendí de la vida vagabundeando, leyendo, discutiendo y creando. En el fondo yo soy el producto de las enseñanzas de mujeres. H.H. Goll A los quince años Heinz se ha convertido en un adolescente espigado, rubio, de cuerpo varonil y atlético, de gran atractivo para las mujeres, rebelde y acostumbrado a volarse de las clases del colegio con un compañero del mismo curso, que de adulto se convertiría en un famoso músico de Austria. Decide escaparse y vagabundear, le cuenta a su hermana Gerti sus planes y ella le sirve de cómplice. A escondidas Gerti le llena la maleta con sus propias joyas, algunas porcelanas de la casa y le da un correo postal donde Heinz pueda estar en comunicación con ella. Es una época difícil en los países europeos, los signos devastadores de la guerra no han desaparecido y es común que por los caminos vayan vagabundos, que perdieron su hogar, sus seres queridos y la estabilidad de una ocupación.

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Heinz viaja en trenes y a veces camina. En la ruta a Italia pierde las maletas con las joyas y los objetos valiosos dados por su hermana, y se ve en la necesidad de buscarse la comida y la dormida como cualquiera de los otros vagabundos. Duerme en establos, conoce gitanos y viaja un tiempo con ellos. En especial con un gitano viejo que lo pone a pedir comida y dormida para ambos, pues al joven Heinz le dan con facilidad y al gitano no. Se separó de él porque una mañana el gitano le quitó su gorra, Heinz se despertó sin ella y creyó que el gitano se la había robado, pero al poco tiempo regresó con la gorra repleta de leche, que robó de un establo. Aunque Heinz se arrepintió de desconfiar del gitano, también comprendió que vivía con un ladrón y por eso se marchó. Recorre Italia, los países bajos, estuvo en Londres el día que coronaron a la reina Isabel, aprende de las arquitecturas, va a los museos, conoce mujeres jóvenes y maduras que le enseñan los secretos del erotismo y la ternura femenina. Realiza trabajos ocasionales de jardinero, de intérprete (pues habla a la perfección inglés e italiano además de su lengua materna), de guía turístico. Pero una de las experiencias que con mayor cariño recordó el resto de su vida, fue cuando entró a trabajar a un circo durante casi tres meses. Los dueños del circo lo contrataron para peinar los animales, asear a los micos y terminaron cogiéndole gran afecto. El resto de empleados vio con disgusto esta preferencia por Heinz y sus modales finos y su presencia aristocrática les generó una intensa envidia. Una vez pusieron a Heinz a vender las boletas de la función y él dejó entrar gratis a los niños. Esto motivó que lo acusaran, lo golpearan y, por primera vez, tuvo consciencia de que en el mundo existía envidia y odio contra quienes se atrevían a ser diferentes a la mayoría. Continuó su caminar sin rumbo fijo hasta que se presentó un episodio que, según el propio Heinz, lo marcó de forma indeleble, pues le enseñó que en la vida existían derechos y deberes. Una noche iba acompañado de otro vagabundo y llegaron a las puertas de un monasterio en un pueblo de Italia. Heinz cogió una hoja de papel que clavó en la puerta y escribió: “Acá se le da comida y posada a los vagabundos”. Luego ambos tocaron y abrió un monje que al principio se negó a recibirlos, pero luego de que Heinz le señaló la hoja los hizo entrar, les dio alimentos y los acostó en un cuarto. Al otro día, a las cinco de la mañana, entró el mismo monje tocando una campana y diciéndoles que era hora de trabajar en la huerta del monasterio. Heinz comenzó a protestar y el monje le mostró la misma hoja, donde había añadido a su frase lo siguiente: “Acá los vagabundos se levantan a las cinco de la madrugada y trabajan en la huerta para merecer la comida y la dormida”. Llegó a la ciudad de Beermen, en Bélgica, y pidió trabajo en un taller de artesanos. Allí aprendió a trabajar la arcilla y a modelar la cerámica; el jefe, al ver sus cualidades artísticas, le propuso preparar una exposición con sus obras y esto se hizo en el taller Perignem. También un trabajo suyo fue presentado en la escuela de cerámica de la misma ciudad. Estos reconocimientos tempra-

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nos fueron muy importantes para el joven vagabundo, pues supo desde ese momento que él quería ser un artista por el resto de su vida y tomó la decisión de prepararse para ello. Antes de cumplir los 18 años regresó a Klagenfurt, más alto, tostado por el sol, muy atlético y con un conocimiento de la vida y del mundo que lo maduró antes que a sus compañeros de generación. Su madre se había vuelto a casar con un director de cine y Heinz tuvo una gran discusión con él, incluso hasta llegar a los puños. Heinz le dijo a su madre que ella tendría que escoger entre su marido y él, y al poco tiempo la madre se separó y se quedó sola por el resto de su vida. En esa época la madre le rogó a Heinz que reanudara sus estudios y que fuera abogado como su padre Rudolf. Heinz la tranquilizó por su futuro y le contestó: “Yo no quiero seguir estudiando, pero me comprometo contigo a que siempre voy a ir en busca de la verdad y que el amor guiará mi vida”. La madre aceptó y comprendió, una vez más el espíritu soñador y poético de ambos se imponía sobre lo racional y lo pragmático. En los siguientes siete años se dedica a viajar y a aprender las técnicas de la pintura, la escultura y el grabado en distintas ciudades europeas. Realiza frecuentes exposiciones individuales y colectivas, poco a poco va penetrando en los misterios del arte y en el perfeccionamiento de las técnicas, hasta el punto de que para el año de 1958 el nombre de Heinz Goll ya representaba un estilo propio, definido e identificable para los artistas, las galerías y el público en general. Es autodidacta no sólo en el arte, y durante este periodo lee mucho. Su formación cultural es heterogénea, pero prefiere algunos autores y obras en particular. La lectura de las novelas de Herman Hesse lo apasionan y en especial su novela Narciso y Goldmundo (1930) que leyó con fascinación y sorpresa, pues en ella encuentra coincidencias asombrosas entre la vida de Goldmundo y su propia vida. Ambos abandonan los estudios del monasterio, son vagabundos y artistas, buscan lo sagrado a través de la sensualidad y el erotismo de las mujeres, tienen una extraña y profunda relación con la madre, y desarrollan una estética que prefiere los temas del arte religioso pero con características heterodoxas y muy personales. Heinz tuvo a lo largo de su vida una especial predilección por esta novela y la regaló innumerables veces, además en más de una ocasión confesó que se sintió una especie de Goldmundo de carne y hueso y que su hermano menor Helmut representaba el ideal de Narciso, intelectual, serio y con una espiritualidad basada en la renuncia a la vida de los sentidos. Con la reflexión acerca de Goldmundo, comprendió que su vagabundeo no era sólo físico, sino también una actitud espiritual ante la vida, un tomar conciencia de que los seres humanos vagaban por un mundo profano que había perdido los símbolos sagrados del verdadero hogar eterno de Dios. De ahí su búsqueda permanente de otras culturas, sus estudios de los múltiples símbolos y signos del arte no occidental. Revista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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En esta época predominan en su obra las esculturas y en especial el trabajo con barro y cerámica. Realiza la primera serie de esculturas en barro de mujeres primitivas, como un homenaje a la Venus de Willendorf y a la fertilidad de la hembra, que refleja la intención de una deidad que prefiere la creación a la destrucción. Esta orientación estética del artista a conocer e imitar el arte primitivo no era casual ni aislada en el contexto cultural de la Europa de ese tiempo, ya que el arte occidental de la primera mitad del siglo XX, como analiza con precisión Gombrich, poseía una nueva sensibilidad ante lo primitivo, y era la respuesta de los artistas a la desconfianza en una sociedad moderna que a pesar de la racionalidad y de los adelantos de la ciencia y la técnica, llevaron al continente europeo a la barbarie de la guerra. Sus esculturas totémicas, sus cabezas en piedra y madera con rostros que recuerdan el arte negro africano y de los primeros artistas del paleolítico y del neolítico, coincide con un sentimiento colectivo de parte de varios creadores europeos y que fue expresado muy bien por Gombrich en su Historia del arte: “En el fondo, algunos de ellos casi envidian a los artesanos de aquellas tribus, cuyas imágenes se sienten cargadas de mágico poder por estar destinadas a intervenir en la mayoría de los ritos sagrados de la tribu. El misterio de los ídolos antiguos y los fetiches remotos dio alas a su romántico deseo de huir de una civilización corrompida por el comercialismo. Quizá los pueblos primitivos fueran salvajes y crueles, pero al menos parecían verse libres de la hipocresía. Este romántico anhelo fue el que llevaría a Delacroix al norte de África y a Gauguin a los mares del sur”. Por supuesto, ese mismo “romántico anhelo” llevaría años después a Heinz a viajar a Sudamérica y a establecerse en Colombia.

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Pensamientos de guerra, de Orlando Mejía-Rivera: ¿Cómo nombrar lo indecible de la violencia colombiana? A la memoria de Juan-Carlos Serje, asesinado en Valledupar por una “vacuna” impaga.

Fernando Reati

Georgia State University

Una proposición solo puede decir cómo es una cosa, pero no qué es ella Ludwig Wittgenstein

P

ensamientos de guerra (2000), una novela corta de apenas 90 páginas del colombiano Orlando Mejía-Rivera que recibió el Premio Nacional de Cultura 1998, fue llevada al teatro y se tradujo a otros idiomas, goza hasta hoy de una significativa falta de reconocimiento que es reveladora del estado del discurso público sobre la violencia en el país.1 La novela relata el secuestro y posterior martirio de un profesor de filosofía a quien un grupo de plagiarios mantiene encerrado en un pozo en medio de la selva colombiana a la espera de un rescate que nunca llega, y su preocupación central es una pregunta de raíz filosófica que se formula implícitamente a lo largo de sus breves páginas: ¿cómo nombrar lo indecible y traumático de la violencia? ¿Cómo representar un horror que por su naturaleza 1  Nacido en Bogotá en 1961, Mejía-Rivera es, además de escritor, médico internista y poseedor de un título de Magister en Filosofía. Ha recibido varios premios por su obra de novelista, y es Premio Nacional de la Academia de Medicina 1994. También escribe ensayos sobre filosofía, literatura y cultura.

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misma es irrepresentable?2 Arrojado a un infierno de incertidumbre, hambre e inmovilidad forzosa en el oscuro hueco del que le permiten salir apenas cinco minutos al día para comer y hacer sus necesidades, el profesor recurre al recuerdo de sus clases magistrales en la universidad para no volverse loco. Para matar las interminables horas de encierro, imagina en su mente las experiencias vividas durante la Primera Guerra Mundial por su filósofo favorito, el austríaco Ludwig Wittgenstein, quien durante su paso por el frente de batalla oriental y luego por un campo italiano para prisioneros de guerra elaboró lo esencial de su teoría sobre cómo hablar de lo indecible cuando el lenguaje no alcanza para referirlo. Reproducida luego en su breve Tractatus LogicoPhilosophicus de 1921, la teoría de Wittgenstein podría resumirse en la idea de que ante la imposibilidad de hablar sobre lo indecible (el horror, lo traumático o incluso lo inefable) caben sólo dos opciones complementarias: callar para que el silencio abrume como un grito, o “mostrar” en/con los padeceres del cuerpo —enfermedades, pánicos, fobias— aquello que no se puede decir: “[Wittgenstein] se topa con los límites del lenguaje, con los confines de la significación y constata la existencia de una dimensión inefable que no puede ser transferida ni expresada por medio de palabras” (García Hogdson, 12). De este modo, el austríaco anticipó lo que sería el dilema ético/filosófico central planteado por el Holocausto nazi unas décadas más tarde, y preanunció el debate (Primo Levi, Elie Wiesel, Víktor Frankl, Jorge Semprún, Imre Kertész, Hanna Arendt y otros) sobre la incapacidad del lenguaje y la necesidad de plantearse nuevas formas discursivas para “poner palabras a lo que está fuera de discurso ya que ese acontecimiento real llamado trauma es un agujero en lo simbólico” (Goldman, 103). Si algo pareció caracterizar la literatura colombiana sobre la violencia a partir de 1948 fue su apego a formas mimético-realistas de representación. Ya se sabe que el período conocido como La Violencia generó una multitud de textos de ficción (73 según Elizabeth Lowe, 40 para Gerardo Suárez Rondón, 43 de acuerdo a Gustavo Alvarez Gardeazábal) que, independientemente de sus filiaciones ideológicas y registros narrativos, coincidieron en presentar un catálogo o enumeración de horrores, torturas y masacres. Se trataba de denunciar y movilizar conciencias, pero sin cuestionar jamás ni la empresa a la que se abocaban (la representación de lo traumático indecible) ni la capacidad del instrumento empleado (el lenguaje humano). Una de las pocas excepciones fue La mala hora de García Márquez (1962), quien con agudeza intuyó que la cosa no pasaba por describir lo visible sino lo invisible del horror, y declaró 2  Estoy lejos de ser un experto en literatura colombiana, y tampoco soy filósofo. Pero provengo de un país, Argentina, donde esas preguntas se vienen debatiendo profusamente desde los años 70, cuando la dictadura militar secuestró, torturó e hizo desaparecer en centros clandestinos de detención a 30.000 ciudadanos. Además, en setiembre de 2003 mi concuñado colombiano Juan-Carlos Serje fue asesinado en Valledupar por un grupo armado anónimo porque la compañía en que trabajaba se atrasó un mes en el pago de la “vacuna”. De allí mi doble interés académico y personal por las preguntas implícitas en la novela de Mejía-Rivera tras décadas de violencia en Colombia.

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que “la novela no estaba en los muertos [...] sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite” (citado en Vargas Llosa, 134). Por eso, decía su novela, lo que quita el sueño “no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines” (74), y el terror consiste en “levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten” (169).3 Las expresiones narrativas de la violencia colombiana en tiempos más recientes han ampliado sus registros e incluido nuevas temáticas —la violencia del narcotráfico en particular— pero no parecen haber abandonado por completo la fuerte pulsión testimonial y sociológico-antropologista que tuvo desde el inicio. Luis C. Cano, por ejemplo, habla entre otros de una “narrativa sicaresca” como nueva tendencia en la novelística colombiana, y apunta al interés que suscita la figura del asesino a sueldo en la narrativa reciente. Títulos como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo (1994), Noticia de un secuestro de García Márquez (1996), Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos (1999), Comandante Paraíso de Gustavo Alvarez Gardeazábal (2002), y Delirio de Laura Restrepo (2004), sin duda agregan nuevas miradas y sujetos al fenómeno, pero no cuestionan la posibilidad última de representación de lo real. Dicho de otro modo, y para parafrasear el epígrafe de Wittgenstein citado al comienzo (“Una proposición solo puede decir cómo es una cosa, pero no qué es ella”), más allá de sus mejores o peores virtudes literarias estas novelas describen algunas formas del trauma pero no enfrentan su condición de fenómeno en última instancia indescriptible. Pensamientos de guerra, en cambio, evita una trampa común del discurso referencial al plantearse como tema no ya las formas traumáticas particulares de la violencia sino su irreductible indecibilidad. En efecto, al presentar en capítulos alternados los insoportables sufrimientos físicos del profesor secuestrado y el imaginario diario escrito por Wittgenstein en el frente de batalla con que el profesor llena las interminables horas en el pozo (“sólo desea dormir o soñar, sí, mejor soñar con su Wittgenstein, vivir dentro del único recuerdo que todavía no se ha salido ni se ha extraviado de las troneras de su mente...”, 49), la teoría del filósofo austríaco se “hace cuerpo” literalmente en el dolor físico de la víctima y “muestra” aquello que es indecible, postulando una versión local y contemporánea de lo que Wittgenstein descubrió: que ante lo traumático sólo resta alcanzar un “silencio ostensible” o “mostración de lo indecible” (Fonteneau, 47). Lo central de la filosofía del austríaco, donde se anticipa a las teorías contemporáneas sobre el trauma, se plantea en la proposición final del Tractatus: “Aquello de lo que no se puede hablar, hay que callarlo”. Ante lo que no se puede decir se impone el silencio, en un callar voluntario que no traiciona la 3  No casualmente, en un artículo sobre Imre Kertész y su novedosa representación novelística del Holocausto, Mejía-Rivera coincide con la noción de García Márquez de que lo traumático radica más en el efecto sobre la psique de los individuos que en sus marcas exteriores: “Conocer la obra de Imre Kertész es confirmar, con alivio, que todavía existe la verdadera literatura: la que da cuenta del mundo interior de los seres humanos” (“Imre Kertész y el territorio mítico de Auschwitz”, 66).

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verdad con palabras inútiles: “Wittgenstein llega al ‘no hay nada más que decir’ precisamente queriendo ‘salvar la verdad’...” (Fonteneau, 14). Pero ese silencio no representa pasividad sino una actitud de profunda valentía moral: “el silencio de Wittgenstein es ‘activo’, es un callar eficaz que cuida el sentido, el valor de la ética” (Fonteneau, 17). La novela de Mejía-Rivera no escatima alusiones al espantoso sufrimiento del profesor secuestrado —los golpes cuando intenta averiguar por qué lo han capturado, el terror a las ratas en el pozo, la humillación de ser constantemente insultado y tratado de perro subhumano— pero esto ocupa apenas una ínfima porción del texto y está lejos de constituir un catálogo de torturas. Además, la narración rehúsa señalar responsables o identificar las causas de esa violencia, que se convierte así en anónima, colectiva y universal: “La pesadilla no era estar ahí, atado y vendado en una montaña de su propio país, sino en no saber por qué. Ni siquiera le habían dicho sus captores a qué grupo, ideología o pandilla pertenecían […] antes se sabía quiénes eran los verdugos, hoy en cambio los verdugos se disfrazan de víctimas, de compañeros, de profetas del futuro humano o, lo peor, son invisibles y por eso los verdugos son todos y ninguno” (14-15). El lector, igual que el profesor, sólo sabe que se trata de un secuestro ordenado por alguien desconocido y con propósitos indefinidos, y esa misma indefinición agrega al horror de una violencia naturalizada y ni siquiera apasionada. Por eso, cuando el profesor pregunta por enésima vez por qué lo han secuestrado, la primera respuesta honesta que recibe de la mujer que lo alimenta cada vez que lo sacan del pozo es tanto más cruel cuanto es brutalmente descarnada: “¡Ay, papito! Yo únicamente recibo órdenes del jefe del comando y él no nos ha dicho ni quién es usted ni por qué lo secuestramos. Además tampoco creo que él sepa las razones por las que usted está retenido. Nosotros no conocemos a los grandes jefes, sólo sabemos que existen sus voces y sus chequeras. ¿Y que quiénes somos? ¡Ay, papito! Pues qué sé yo, no le entiendo la pregunta, somos un comando que hace este oficio, al que le pagan por este oficio, que es como cualquier otro, ¿o qué?” (64). La violencia que ocupa a Mejía-Rivera es una violencia universal y despojada de sentido, similar a la que en el frente oriental va marcando el diario imaginario de Wittgenstein hasta concluir en su teoría sobre el silencio. Si al comienzo Wittgenstein espera encontrar en la guerra respuestas al dilema de la existencia (“La guerra es para mí la opción de convertirme en otro hombre [...] De mirar cara a cara a la muerte y descubrir, quizás, el sentido o el valor de la vida”, 29), poco a poco la realidad de la violencia, la muerte de amigos y la contemplación de los heridos destrozados irá tornando su optimismo inicial en desazón y angustia. Es verdad que al comienzo del diario plantea ya lo que será el eje de su tesis filosófica, pero lo hace todavía en términos abstractos y dejando una amplia gama de posibilidades abiertas: “Tengo ansiedad por saber qué efecto tendrá esta nueva realidad [la guerra] en mi obra [...] La cuestión es la siguiente: o logro la claridad total o prefiero el silencio [...] sólo se puede decir lo que sea pensado con claridad” (30). Pero la realidad de la

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guerra entendida no como abstracción sino como enfermedad, incertidumbre, hambre y aburrimiento en las trincheras irá demostrándole que la elección entre “claridad” y “silencio” es una opción falsa, y que ante el horror bélico sólo cabe una respuesta, el callar, debido a las limitaciones del habla humana: “Una epidemia de disentería ha producido más muertos y enfermos que las balas del enemigo. Sólo nos quedan fragmentos de lenguaje [...] Pienso en las palabras como en pedazos de jeroglíficos sagrados que han perdido para nosotros su significado. Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje” (34). Y con ello, la revelación de que el lenguaje es una construcción histórica, humana y arbitraria, mientras que el sufrimiento del cuerpo es atemporal y animal: “Habitamos los lenguajes como habitamos las ciudades: recorriendo calles y palabras de distintas épocas [...] Pero las lágrimas no tienen tiempo ni espacio, lloramos con las lágrimas del primer hombre de las cavernas y del último hombre del futuro” (35). La culminación del proceso por el cual el Wittgenstein imaginario llega a la conclusión de que se impone el silencio, es cuando el cuerpo de un soldado herido sintetiza todo el placer y el sufrimiento posibles y a la vez indescriptibles en términos de discurso racional. Wittgenstein, homosexual, busca en una promiscuidad culposa con otros soldados ciertas sensaciones que él relaciona con lo instintivo: “He recaído en la animalidad. Mi cuerpo es un ser monstruoso e indecente que busca el placer como un cuervo se sacía con la carroña” (54). Cuando más tarde uno de esos mismos soldados con que se acostara llega destrozado al hospital, el filósofo comprende que tanto el placer como la violencia dejan sus marcas en el cuerpo, y que más allá de esas señales corporales hay poco que se pueda decir sobre esas experiencias: “Reconozco a un soldado húngaro de unos veinte años. El brazo izquierdo le ha sido arrancado y en lugar de los labios tiene un hueco repleto de sangre. Su cuerpo y mi cuerpo se conocieron hace algunas noches. Ni siquiera sé su nombre” (55). Es a partir de ese punto de inflexión —el mismo cuerpo que antes gozó yace ahora horriblemente mutilado— que el austríaco arriba al eje de su teoría sobre la indecibilidad, y la narración parafrasea del Tractatus cuando destaca que sólo se puede comprender lo que se expresa con el lenguaje, pero al mismo tiempo sólo se puede pensar aquello que es factible de traducir en palabras. Esto equivale a decir que hay una dimensión impensable pero no por ello menos real que radica más allá del lenguaje humano: “Todo lo pensable es posible, pero no todo lo posible es pensable. ¿Qué es aquello que es posible pero no es pensable y por lo tanto no puede ser dicho? ¿Qué es lo que puede ser mostrado pero no expresado con palabras?” (56). De aquí a la proposición del Tractatus que ha sido citada una y otra vez por los estudiosos sólo resta un paso, y es cuando en las páginas finales de la novela el profesor secuestrado imagina que Wittgenstein anota en su diario: “Terminé, según creo, la obra. No tengo más que decir. Lo demás es mostrar en silencio. Wovon man nicht sprechen kann, darüber muβ man schweigen. [De lo que no se puede hablar hay que callar]” (81). Sinembargo, reducir la

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filosofía de Wittgenstein al imperativo de callar ante lo indecible sería de un reduccionismo engañoso, y Mejía-Rivera lo sabe. Este imperativo es apenas un primer paso, al que sigue otro aún más intrigante: después de callar, mostrar por otros medios aquello que se calla, ya que como indica Françoise Fonteneau, para Wittgenstein “se puede mostrar allí donde no se puede hablar” (39). Se trata de hacer que el silencio deje de ser silencioso y pase a ser connotativo, porque si bien es cierto que según el Tractatus “Lo que se puede mostrar no puede decirse” (Martyniuk, 34), también es cierto que la mostración comunica más allá y a pesar del sujeto.4 En este punto, el filósofo austríaco acompaña casi en paralelo el recorrido de la teoría psicoanalítica de Freud, para quien el cuerpo y los síntomas de sus enfermedades revelan lo silenciado a modo de discurso no verbal que llena los huecos del discurso lógico. Como apunta Goldman, al privilegiar “la ‘muda expresividad del silencio’ para acallar lo decible y creer en lo mostrable...” (150) Wittgenstein se aleja de una tradición filosófica basada en el análisis lógico-lingüístico. Igual que el arte, la poesía o el misticismo religioso, el discurso del cuerpo se aproxima a una mostración silenciosa de aquello que el discurso lógico no puede representar, y expresa a gritos y por medio de sus marcas aquello traumático que el lenguaje calla, toda vez que el trauma “o nos hace sufrir en una repetición inútil, o se lo escribe con el cuerpo, con la letra liberada del inconsciente como recuperación, haciendo con ella ahora un síntoma reconocido...” (Goldman, 103). El inconsciente no calla nunca, nos recuerda Goldman (154): esto que es casi una verdad de perogrullo a partir del psicoanálisis, permite comprender que no haya contradicción entre el silencio verbal y la mostración a través del síntoma corporal, y que ambas manifestaciones de lo sepultado puedan no ser mutuamente excluyentes. Dicho de otro modo: “El silencio no existe, dado que el inconsciente trabaja por fuera de la razón consciente. ‘Eso habla aún cuando calla’, según las palabras de Jean Milner parafraseando a Lacan” (Goldman, 160). En este sentido, la novela de Mejía-Rivera no sólo dialoga con Wittgenstein a través de las fantasías del profesor que en el pozo rememora sus clases, sino que encarna su teoría en el cuerpo mismo del protagonista martirizado. Lo corporal poco a poco va reemplazando los procesos mentales, o tal vez sería mejor decir los va encauzando hacia una conclusión. Ya desde las líneas iniciales de la novela se deja sentir esa corporalidad del hombre privado de la vista por la venda y por su estancia en el pozo: “Camina con los ojos vendados desde hace varias horas, le duelen los pies y los muslos [...] También le duele la cabeza golpeada por la manopla de color gris, fue lo último que vio antes que le colocaran la venda de lana negra que le produce picor en los párpados” (13). Ante la falta de referentes visuales externos el propio cuerpo se convierte en mundo, y a eso apunta el proceso progresivo de toma de conciencia del 4  “En la primera sentencia [del Tractatus] (De lo que no se puede hablar es mejor callarse. (T, 7.) se postula al silencio, no ya como la ausencia o privación de la palabra sino como un ejercicio filosófico por el cual se efectúa el pasaje de la ‘demostración’ conceptual y argumentativa de la cosa a su ‘mostración’, permitiendo que la cosa ‘hable’ en lugar de hablar de ella” (García Hodgson, 13).

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yo físico por parte del profesor, que paraleliza el experimentado por el imaginario Wittgenstein cuando escribe en su diario desde el frente de batalla: “Diarrea durante toda la semana. Me encuentro deprimido y angustiado. Todos los conceptos de mi obra se me han vuelto extraños. No veo nada, estoy ciego, como si mi relación con las palabras, las ideas y los hechos estuviera sufriendo una metamorfosis” (32). La guerra afecta el cuerpo y con ello las ideas, y en un proceso de retroalimentación esto afecta a su vez la manera en que el filósofo percibe la relación material entre cuerpo, trauma y mundo. Por eso, páginas más adelante se enfatiza la metamorfosis física del profesor en el minúsculo pozo donde ni siquiera puede estirar las piernas, comparado por ello a una cosa, un animal o un insecto: “las líneas rectas han desaparecido de su figura de hombre a quien cada vez cuesta más trabajo recordarse como era [...] se ha visto sorprendido por la sensación de creer ser un animal de monte o un insecto inclasificado...” (43). En paralelo, Wittgenstein describe la agonía del soldado húngaro que antes de ser herido le hiciera el amor: “Lichtko agoniza y de nada me sirve el lenguaje para poder expresar mi dolor ante su tragedia [...] Mi cuerpo y el cuerpo despedazado de Lichtko pertenecen a los hechos del mundo. Pero mi dolor y la angustia de Lichtko están fuera del mundo...” (56). Nótese que ante lo indecible, el lenguaje falla; pero donde el lenguaje falla, el cuerpo muestra. Esta noción central de Wittgenstein está presente en el final de la novela cuando la víctima, que lleva ya un tiempo indeterminado en el pozo, no sólo se llama a silencio (“ha terminado su relato de Wittgenstein, no tiene frío, ni miedo, ni ganas de seguir hablando con su propia mente”) sino que se ve reducida a pura corporalidad inmersa en el mundo: “El hombre duerme en su cambuche y murmura, y sonríe, y la piel de su cuerpo parece reflejar el enigma de la vida; se hunde en el útero de tierra, su madre es la tierra, su padre es el sol...” (85). Es significativo que en un estudio sobre las semejanzas entre la filosofía de Wittgenstein y el budismo Zen, Hernán García Hodgson apunta a la búsqueda de un “estado de no-lenguaje” por parte de ambos sistemas de pensamiento, con un silencio entendido no como ausencia de palabras sino como un regreso al silencio cósmico original: “El Zen llamará satori a ese estado de comprensión suprema donde el ser ya no se separa del mundo ni del universo para contemplarlo, sino que se suma a él mediante el ejercicio del silencio y la suspensión de todos los pensamientos” (30). Este parece ser el estado del profesor en el capítulo final cuando se convierte en pura corporalidad en contacto con la tierra, acabados ya sus recuerdos sobre Wittgenstein y su “escritura” mental del diario imaginario, es decir concluido todo discurso verbal. Para sorpresa del lector, en las últimas líneas nos enteramos de que quien habita los trozos finales del relato no es ya el profesor secuestrado sino su cadáver, y que lo que percibimos como “voz” que narra desde el pozo es su esqueleto: “se toca la cara y no siente la piel, tampoco halla su carne, rasca un hueso sucio y carrasposo, se palpa el resto de su cuerpo y sólo descubre cos-

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tillas, huesos de la pelvis, fémures con cabezas redondeadas” (85). Con esta sorprendente revelación reminiscente de las voces de ultratumba de Pedro Páramo descubrimos que todo lo leído hasta aquí es tal vez el relato de un muerto que “murió hace años o siglos o que nunca ha sido” (86). Los muertos no hablan, o al menos así indica el sentido común, pero el relato de MejíaRivera lo desmiente: este muerto viene hablando tal vez desde el inicio de la novela, no desde su racionalidad sino desde su corporalidad de cadáver anónimo e insepulto que nos interpele con su martirio desde el medio de la selva. La oración final de la novela confirma esta conjunción de silencio verbal y mostración corporal de un horror que nunca se termina: “sabe que ahora sí llegó la hora de guardar silencio, que es de mal gusto que los muertos sigan hablando” (86). Y Sinembargo, este muerto sigue hablando. Para pensar, anota Wittgenstein en el diario imaginario, “hay que liberarse de las palabras [...] Sólo se puede pensar cuando el lenguaje se va de vacaciones” (77). Más que describir la violencia desde el marco conceptual que nos impone el lenguaje, Mejía-Rivera deja que sea el horror mismo de un cuerpo anónimo entre miles el que nos muestre con su sufrimiento lo inexpresable de la violencia. En referencia a otra violencia indecible, la del terrorismo de Estado en Argentina, Pilar Calveiro, una socióloga que estuvo desaparecida y sobrevivió al notorio centro clandestino de detención de la ESMA, señala que si bien la historia y la memoria trabajan sobre un mismo objeto —el pasado traumático— ésta última tiene algo que la distingue de aquella: “La memoria arranca de una inscripción hecha en el cuerpo individual o social, de una ‘marca’ que, incluso desapareciendo de la superficie, permanece allí como una especie de conector y desconector de la memoria [...] Lo vivido con el cuerpo ‘remite’ a la memoria de manera directa, incluso como ‘alucinación’ aparente [...] Por eso son las ‘marcas’ que llevamos en nosotros, en nuestras sociedades, las que convocan a la memoria” (32-33). En otras palabras, la historia es un acto intelectivo basado en documentos y objetos, pero la memoria nace de múltiples padecimientos inscriptos como “marcas” en los cuerpos. También un colombiano que viene estudiando desde hace tiempo el impacto de la violencia y la desmemoria en la sociedad, el filósofo y sociólogo Gonzalo Sánchez Gómez, describe en Guerras, memoria e historia lo que él llama una relación cuerpo-memoria-tortura que se materializa en señales físicas: “La memoria es asunto de procesos mentales, pero también es, y muy esencialmente, asunto de marcas y procesos corporales” (137). Ante la indecibilidad del horror sólo caben las metáforas, el vislumbre poético, lo inefable mostrado por el cuerpo cuando no por el silencio de los muertos que no hablan pero están.5 Por eso, Mejía-Rivera hace decir a Witt5  Desde los terrenos de la jurisprudencia, la filosofía y la sociología, los ámbitos en los que lleva a cabo su trabajo sobre la desmemoria en Colombia, Sánchez Gómez parece coincidir en que es necesario recurrir a aproximaciones poéticas cuando los discursos racionales no bastan: “Quienes venimos trabajando la violencia desde hace años sentimos la necesidad inaplazable de sumar esfuerzos con quienes, dotados de otros recursos hermenéuticos y de otros lenguajes como los artísticos y literarios, nos pueden ayudar a abordar en mejores condiciones lo inenarrable, lo indecible, lo impensable de la tragedia colombiana” (131).

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genstein en su diario imaginario: “A lo mejor mi único aporte es el encuentro con nuevas metáforas...” (58). No otra cosa hace el autor colombiano al perseguir a través de esta obra una nueva metáfora que permita mostrar una violencia que lleva ya décadas, representada imperfectamente una y otra vez por generaciones de novelistas que no renuncian a un deseo referencial tan obstinado como ilusorio. Nota: este estudio se publicó inicialmente en la “Revista Estudios Colombianos” No. 32 (2008).

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El enfermo de Abisinia (O. Mejía-Rivera. El enfermo de Abisinia. Ed. Bruguera S.A., Barcelona 2007; 128 pp)

Carlos-Enrique Ruiz

En la historia de la Cultura existen personalidades, autoras de obras memorables, que persisten por décadas y siglos, presentes en la continua generación de preguntas e interpretaciones que no cesan. Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891) es uno de esos casos que no agota la tarea de sucesivos exégetas, antologistas y traductores, con obra hecha en período juvenil de unos cuatro años, en medio de tormentosa vida que rompe totalmente luego y salta al África, donde vivió poco más de diez años, con recomposición de conducta y aplicaciones en destinos antagónicos. Poeta que ha quedado para siempre en la literatura universal con “El barco ebrio”, “Una temporada en el infierno” e “iluminaciones”. Se sabe de lo irreverente de la poesía de Rimbaud, con sarcasmo e ironía, hasta con altanera soberbia trata los temas de la sociedad y la religión. Es un “vidente” se dice, de la apertura hacia la modernidad, al romper cánones conceptuales y destrozar cualquier protocolo del buen decir. Estudiante sobresaliente que ganó todos los premios en el colegio, incluyendo los de versos latinos, por ejemplo, a los quince años. Desde su poema “Invocación a Venus” (1869), suplanta la fe católica en la que fue educado por la diosa del amor, de la vitalidad, a quien le adjudica todos los poderes, con capacidad de estar presente o ausente en forma cíclica. Pero dado su estado de incandescencia, tampoco persevera en esa concepción. Su obra no tiene linealidad. Padece los altibajos de lo febril de un espíritu en ebullición, que se desata con la palabra creadora contra el mundo, asediado por el amor y repudiándolo también. Es la expresión suprema de la rebeldía, encanto que hace de su obra un reRevista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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ferente contra tanto acartonamiento estéril. Libertad en permanente destello. Su relación por dos años con Verlaine (1871-1873), calificada por los biógrafos como perversa, degradante, enfermiza, sadomasoquista..., pone en la cumbre sus posibilidades de desarreglo, pero al superarla e irse después al África (1880), cambia radicalmente su destino, la poesía queda atrás como en la desmemoria y sus nuevos emprendimientos son como los de otra persona, bien distinta: asume el comercio (de armas, azúcar, arroz, café, marfil...) con éxito monetario e incursiona en la cultura del Islam, y en lenguas como el inglés, el alemán, el árabe, el italiano, el ruso, el griego... Los cuatro años de temprana creación poética han quedado como referencia de genialidad, en los linderos de la factura formal y el rechazo más absoluto con todo lo establecido. Lo escatológico adquiere en sus poemas credencial de universo no derrotado, antes bien, son avanzada de guadañas y de pesada artillería. En “El barco ebrio” (1871), que escribe sin haber viajado por Europa, incluso sin conocer todavía el mar, quizá trasciende los alcances de la desmesura que le espera: “Yo conozco los cielos que estallan en relámpagos, y las trombas/ y las resacas, y las corrientes; conozco el atardecer,/ el Alba exaltada igual que una multitud de palomas,/ ¡y he visto algunas veces lo que el hombre creyó ver!/ ¡He visto el sol poniente manchado de horrores místicos,/...///... ¡He visto fermentar las enormes marismas, nasas/ en cuyos juncos se pudre el Leviatán!/...///... Toda luna es atroz y todo sol amargo: el acre amor me llenó de torpores embriagantes./... Ya no puedo, ¡ay olas!, bañado como estoy por vuestra languidez,/ seguir la estela de los cargueros de algodón/...” En ese poema mayor está lo advertido de la tragedia personal y la grandeza de un alma que se extasía en los vericuetos turbulentos del mar embravecido que es la vida, con imágenes propias del parnasianismo, que críticos asumen surgidas más de lecturas que de vivencias. El libro que motiva estas notas, suma al rico acervo relacionado con el genial autor, es el publicado en España, con el sello de Bruguera (Barcelona, noviembre 2007), del prolífico y acertado escritor colombiano Orlando Mejía-Rivera (n. 1961), con Arthur Rimbaud como personaje central, en especial la enfermedad que padeció. Tiene la característica de novela, en tanto con imaginación recrea escenas del “poeta maldito”, con invención pertinente, relatos en la forma de crónicas o columnas de prensa y en cartas, pero ceñido a la existencia real del personaje, con una nota final (“Nota del autor”) que en lo personal leí primero, donde aclara el soporte histórico y el predominio de invención, pero con la evidencia de aprovechar en fidelidad fragmentos de poemas y cartas de Rimbaud, como también al enunciar su hipótesis de haber sido el protagonista acucioso lector del Corán con la particularidad mística del sufismo, y dominio del árabe. De igual modo en esa nota insiste en su hipótesis fundamental sobre la muerte del poeta, no por sífilis, como siempre se ha creído en las versiones de los biógrafos, sino por contaminación de plomo, el “plumbismo”, que es desarrollada en el cuarto capítulo.

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La obra tiene cinco capítulos: el primero, un artículo de prensa del 16 de noviembre de 1871, publicado en “Le peuple souverain”, con cuatro notas sobre París, suscrito por Edmond Lepelletier. En la primera nota critica al constructor Haussmann por la manera como borró de las calles los testimonios de las barricadas en la reciente insurrección de la Comuna de París (marzo/mayo, 1871); en la segunda llama la atención, con indignación, por el consejo de guerra que condenó a la “deportación perpetua” al patriota Elisée Reclus; en la tercera registra la salida en librerías de “Viaje alrededor de la Luna”, novela de Julio Verne, rechazando que el autor se dedique a esas especulaciones de imposibles, como eso de hacer un viaje a la Luna, convocándolo a que escriba sobre la “realidad” y lo que pueda llegar a ser posible. Y en la cuarta nota comparte su asistencia al teatro Odeón donde se presentó antología de poetas parnasianos en un volumen, con alusión a varios de ellos, en especial la asistencia de Paul Verlaine, “poeta saturniano”, cogido de la mano de la señorita Rimbaut, “persona encantadora”. Enseguida aparece nota de prensa, del 26 de noviembre de 1891 con la noticia de la muerte de Rimbaud ocurrida el 10 de noviembre, a los 37 años, calificado como poeta precoz, de juventud turbulenta que en la adultez fue al África donde se aplicó al comercio. También se registra la coincidencia de la salida a circulación de un volumen de poesía suya, “Reliquiare”, el mismo día de su muerte. A continuación está una “crónica especial”, ya anunciada, atribuida a Edmond Lepelletier, condiscípulo de Verlaine, del 20 de diciembre de 1891, dedicada a Rimbaud, en la cual el supuesto crítico literario acomete el examen de la vida y la obra de Rimbaud, con premisas de suyo excluyentes, como al aludir a “escritorzuelos disfrazados de pensadores excéntricos o de músicos alucinados” y al echar mano de lo que llama “método Sainte-Beuve”, en el sentido de considerar no solo la obra del autor sino su vida, imbricadas. Se refiere al conocimiento que tuvo de Rimbaud, que le fue presentado por Verlaine, con modales extravagantes, totalmente burdos, como al verlo comer en la mesa con las manos sin utilizar cubiertos, llegando a calificarlo como “engendro de suciedad y patanería”. Le atribuye haber tenido su primera relación sexual con perro ovejero, calificándolo en su llegada a París proveniente de la provincia, de Charleville, su ciudad de nacimiento, de “malandrín de bajas tendencias”, y de “pequeño demonio” que termina de amante de Paul Verlaine, en relación turbulenta, con consumo de “absenta” o “hada verde”, llegando a calificar poemas que cita como producto de un “cerebro intoxicado”, sin nada de ser genio, maestro o profeta, en expresiones de reconocimiento que se le hacían por los bohemios del Barrio Latino. El “crítico” se dedicó a derrumbar la imagen de Rimbaud, llegando hasta señalarle el haber atacado y rechazado los valores de Francia. No pierde ocasión para endilgarle calificativos de ignorante y depravado hasta en los gustos estéticos, enfrentándolo a esos si valores consagrados como Banville, Victor Hugo, Mallarmé y Musset. Le objeta el haberse ido para el África, donde esos “primitivos”, por vergüenza

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ante la propia cultura francesa, para dedicarse al tráfico de esclavos y de armas. Le ridiculiza al citar fragmentos de sus poemas, aunque se muestra algo condescendiente con “El barco ebrio”. Y reclama con énfasis que los poetas decadentes se dejen de hacer mito de un “loco inadaptado”. Registra que su muerte se debió a la sífilis, llamada “morbo gálico”, para terminar su diatriba pidiendo que nadie pierda el tiempo leyendo a ese “demente sifilítico”. Después, en el mismo capítulo de la novela, aparece breve carta al director publicada en el mismo medio -”L’Écho de Paris”- el 28 de diciembre de 1891, firmada por E. Delahaye, quien dice haber sido amigo de Rimbaud desde la infancia, con protesta por el artículo anterior, tratando a su autor de “hiena”, atribuyéndole venganza y envidia ante la genialidad del poeta, calificando a este de “gigante de la mente y del espíritu”, y en consecuencia ordena cancelar la suscripción al periódico. Como es frecuente, a continuación el director manifiesta en nota que “las opiniones de los colaboradores... no representan el pensamiento del director.” Luego se incluye en la obra la carta que Rimbaud le dirigió a E. Delahaye, del 15 de agosto de 1891, anunciada por este en su protesta, y publicada a instancia del director, en la que recuerda escenas de la infancia juntos, con sentimientos negativos. “Lo único que me tranquiliza son esas imágenes que atraviesan las paredes de mi cuarto y me hacen revivir los sueños que tuve de niño”, le dice. En ese ambiente de autodestrucción, califica de “intolerable” el “hedor de la vida”, declarándose por siempre “exiliado” en la propia tierra, con la manifestación de su descubrimiento: ser “una sombra errabunda que busca la nada”. Y rechaza a Occidente por considerar que “es una sucia tumba donde copulan los muertos”. Describe su trabajo en Abisinia (la Etiopía de hoy), “comprando café, negociando con pieles de animales salvajes, pensando, meditando...” Y rebela haber conocido el Corán, a cuya lectura se aplicó con intensidad. Se califica como “un viajero, un peatón, un vagabundo que ha caminado por el mundo como un extranjero proveniente de otros universos.” El tercer capítulo de la obra contiene solo la carta que Verlaine le hace al médico griego Nikos Sotiro, el 12 de febrero de 1892, residente en Abisinia, quien allí estuvo cerca de Rimbaud. Carta en la que se manifiesta ebrio y atribulado con las ganas de resolver algunas inquietudes sobre aquel que fue su amante, declarando sentimiento doloroso al creer que fue el culpable de la sífilis de Rimbaud. Recuerda que cuando se conocieron en 1871, este tenía 17 años y él 27, “para romper en miles de fragmentos las líneas de mi destino”, hasta decir que Arthur fue para él “lo indefinible, lo inexplicable, lo enigmático”, recordando que abandonó su hogar, de esposa e hijo, para irse a vivir juntos a Londres. Insiste en la carta sobre su tremenda angustia por haber podido ser el asesino del ser que más ha amado, con “veneración” e “idolatría”. Le transcribe al médico dos tercetos de un poema suyo dedicado a Rimbaud, sin nombrarlo, en el que clama: “¡la nada es mi frío vencedor!”, como víctima de la separación y del abandono.

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El capítulo cuatro, el documento fuerte de la novela, es la carta pormenorizada de respuesta del médico Nikos Sotiro a Verlaine, del 21 de diciembre de 1892. En ella se refiere indistintamente a “Abduh Rimbo” (que significa “Rimbaud, el siervo de Alá”), y a “Arthur Rimbaud”, para denotar al mismo personaje, que en Abisinia llevó el primer nombre como comerciante de café, con la clara distinción en personalidades del antes y el después, por ruptura categórica en las formas de vida, habiendo dejado la de escandalosa bohemia en la juventud, con abandono incluso de la poesía, para dedicarse al comercio y a la lectura de tratados técnicos en hidráulica, matemáticas, joyería e ingeniería de puentes, pero de manera central al Corán. La carta es pragmática, con la descripción de pormenores en la vida del personaje desde el mismo momento de su llegada a Harar, con reconocimiento de sus dotes de trabajador competente e intenso, hasta de haber ejecutado con destreza el “arpa abisinia”. Lo trató en diversas oportunidades de úlceras en la boca, de ardor al orinar y algo de secreción amarillenta por el pene (reacciones a los tres días de acostarse con nativa), de pus en el índice de la mano derecha. Entra en detalle para desvirtuar que su padecimiento hubiera sido la sífilis, al describir los síntomas que finalmente le llevaron a la muerte, habiendo sido indicativos de contaminación del plomo, no descubiertos a tiempo por el médico Sotiro, manifiestos en “ese color ceniciento que cubría su cara y sus cabellos”, lo que a su vez le llena de remordimiento, puesto que si hubiera identificado con oportunidad la enfermedad quizá lo podría haber salvado. Enfermedad de la que también murió su joven criado, Djami Dawai, por quien descubrió tardíamente la clave, que consistía en las vasijas de cerámica vidriada en la que cocinó para Rimbo y para él los alimentos, que al calentarse desprendían plomo, contaminación que los fue envenenando hasta la muerte. Describe los detalles, en los cuales el autor de la novela, como médico clínico, es avezado. Finalmente se esclarece que lo padecido fue “plumbismo”, o “saturnismo” que también se llama la contaminación crónica por el plomo, con todos los signos característicos descubiertos a destiempo por el médico y puestos en evidencia por el autor en la carta. El médico no deja de lanzarle pullas a esos poetas malditos, víctimas del alcohol y las drogas, calificándolos de “pusilánimes”, “angustiados mamitos”. Al final valora la personalidad de Rimbo, que dejó admiradores y detractores, sin habérsele comprendido en su integralidad, pero lo identifica como “extraña criatura portentosa”, “que vino al mundo como la exhalación de un cometa proveniente de una estrella desconocida y misteriosa”. El médico concluye la esclarecedora carta recordando uno de los suras que prefería Rimbo, el Rimbaud de Abisinia: “¿Quién es peor que el que inventa mentiras a cuenta de Dios y el que trata sus signos de impostura? Pero Dios no hará prosperar a los culpables.” Carta que nunca recibió Verlaine, cuya muerte ocurre en París el 8 de enero de 1896, a los 52 años de edad. Las advertencias de la nota final, fueron cabalmente cumplidas en el desa-

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rrollo de la obra, con el complemento de poner de presente el “análisis semiológico” riguroso que cumplió el autor, por intermedio de su personaje, el médico Nikos Sotiro, después de estudiar múltiples testimonios reales comprendidos en cartas y fotos del poeta en Abisinia, así como las observaciones de cercanos al personaje. El autor propone en la novela una hipótesis con asidero real que podría confirmarse con el análisis de los restos de Rimbaud. La novela fue publicada por prestigiosa casa editorial española, lo que da a pensar que antes debió haber sido muy estudiada, en sus méritos literarios y en la novedad que involucra sobre la muerte del protagonista. Aparte de la muy grata y atrayente escritura, la obra involucra niveles apreciables de trascendencia, con reflexiones de hondura, de las cuales resalto las siguientes: “Lo único que me tranquiliza son esas imágenes que atraviesan las paredes de mi cuarto y me hacen revivir los sueños que tuve de niño.”  (Carta de Rimbaud a E. Delahaye; p. 50) “Descubrí lo que soy: una sombra errabunda que busca la nada.” (Ibid.; p. 51) “Mis deseos son mi veneno.” (Ibid.; p. 51) “Los dormidos necesitan pensar que los despiertos somos sus pesadillas.” (Ibid.; p. 53) “... para mi quejarse es otra manera de cantar.” (Ibid.; p. 53) “...: creo haber hallado la nada, lo vacío, los reflejos de lo no existente que es la única revelación posible de lo sagrado.” (Ibid.; p. 54) “... un siglo de banqueros sin alma y de generales enfermos de poder.” (Carta de Verlaine a Nikos Sotiro; p. 60) “... este infame mundo moderno que nos tocó vivir, en donde no hay lugar para los poetas.” (Ibid.; p. 62) “... el mal trae el bien.” (Ibid.; p. 63) “... por estas tierras desconfiamos de las palabras brillantes y bonitas, dichas casi siempre por personas que necesitan impresionar a los demás y, tal vez, engañarse a sí mismos.” (Carta de Nikos Satiro a Paul Verlaine; p. 75) “Rimbo fue un auténtico buscador de lo sagrado en estas tierras perdidas de África...” (Ibid.; p. 80) “... los volcanes de los sentimientos salen y arrasan con las buenas costumbres,...” (Ibid.; p. 84) “... fui un niño feliz hasta que supe lo que es el vasallaje de otro pueblo,...” (Ibid.; p. 90) “Todos estamos cargados de veneno por dentro y somos peligrosos. La única manera de lograr relaciones amistosas o por lo menos tranquilas entre

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los hombres consiste en arrojarnos primero el veneno, es decir, en sacar todos los rencores y antipatías hacia el otro.” (Ibid.; p. 95) (Sin duda alguna, reflexión que suscribiría Antanas Mockus) “Al intentar pensar para vivir despertamos al destino y todas las palabras moldean nuestro futuro.” (Ibid.; p. 98) “... el infierno, el verdadero infierno, está construido con palabras.” (Ibid.; p. 101) “... esa infamia en la que viven los países europeos, acostumbrados a considerar ‘salvajes’ a pueblos que, en realidad, son mucho más sabios y honestos que ellos.” (Ibid.; p. 109) “... el tiempo se detiene como en una postal.” (Cap. V: “Hotel de Rennes”; p. 115) “... la verdad nace de la imaginación.” (pp. 9, 120) Se trata, en últimas, de una obra excelente, de escritor nuestro con reconocimientos internacionales, en pleno vigor de su producción creadora, en cuentos, novelas, ensayos... Su libro “Pensamientos de guerra” (Premio nacional de novela, 1998; publicada en España y Francia en 2003) fue llevada a la escena por el “Taller de ópera” y la “Orquesta sinfónica juvenil” de la Universidad de Caldas, con presentaciones en Bogotá (“Teatro Colón”, con dos funciones en días consecutivos, 2002) y en Manizales. Es uno de los significativos escritores colombianos de nuestro tiempo, con creciente proyección más allá de las fronteras, de singular formación en los campos científico, filosófico, literario, y humanístico en general, lo que le da más valor a sus obras.

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Adalberto Agudelo-Duque

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Adalberto Agudelo-Duque Retrato-pintura por Pilar González-Gómez

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Reflexiones sobre la obra de Adalberto Agudelo-Duque

Jairo Ruiz-Mejía

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dentrarse con deleite y sin prevención en la obra de un escritor, excluido por la élite editorialista, pero al mismo tiempo premiado con holgura, y casi siempre, por la marginalidad cultural, es un hecho, además de curioso, extraño, insólito, hoy día. Porque navegar en aguas apacibles de nuestra literatura comercial es placentero, embriagador, cautivante; pero cuando nos sumergimos en torrentes corrientosos de un escritor poco rentable para el negocio del libro, pero con una propuesta bien estructurada y de gran calidad, el papel del navegante exige algo más que “el piloto automático” en nuestro viaje. Su escritura, prolífica, variada, con matices diversos, exige del lector una actitud alerta y creativa, pues se trata de una obra construida con múltiples perspectivas, donde la trayectoria argumentativa se arma en diferentes niveles y en dinámicas sorpresivas, nada lineales; donde, al igual que en la realidad cotidiana, los eventos se suceden no sólo secuenciales, uno tras de otro, sino que además pueden ocurrir simultáneos, sincrónicos; donde las palabras tienen la pretensión de atrapar el juego caleidoscópico de nuestra realidad, tarea nada fácil. El escritor Adalberto Agudelo-Duque, manizaleño, nacido en 1943, decidió elegir un camino sinuoso en su escritura, alejado de las modas literarias, distante de las directrices consumistas, a leguas de la banalidad superflua de la cultura mostrona y aparente. Lo que sí hizo fue basar toda su obra, incluso “Suicidio por reflexión”, su ópera prima, en la riqueza inagotable, encantadora, avasalladora, del pueblo, del trabajador asalariado, del estu-

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diante hambriento, del carpintero, del voceador, del vago, del borracho, del travesti arrabalero, de todas y todos los que sobreviven por el milagro de la cultura, de la solidaridad, de la caridad. Es allí de donde extrae la savia que alimentará toda su obra. Es una de las fuentes, quizá la más trascendente, en las que se sustenta toda su escritura. Encuentra allí la riqueza exuberante para construir su propio mundo literario, abigarrado, fractálico. Algunos ejemplos de esta raigambre popular en algunas de sus obras se presentan a continuación. En “Suicidio por reflexión” se lee: Continúo mi oficio. Con más cuidado que antes despojo a las canecas de los tesoros cristalizados en cortezas que he de vender con mis hermanos a veinticinco centavos el saco”. “Por una vez más grito mi periódico con fuerza. Por fin empiezo a vender mis pasquines. Oscar Olivares, el potencial suicida de la novela, representa a Adalberto en sus años de juventud sobreviviendo en medio de incertidumbres incontables, descritas con rabia y desesperación, pero con fruición literaria, propia del autor. En “Toque de queda”: Los vio pasar. Iban de veinte, treinta en frente. De mil en fondo. Los ojos puestos en un punto adelante con decisión y coraje. Examinó al detalle los bolsos, maletines, bolsillos y supo que los muchachos estaban repletos de piedra. Porque la vareta no pesa tanto, seguro. Ayer cuadernos, hoy piedras, mañana molotó, petardos, armas de verdad. ¿Qué pensarán los de arriba? Un chivo expiatorio y listo. A correr se dijo. Narración magistral creada por Adalberto, refiriéndose a hechos reales ocurridos en la ciudad de Manizales donde estudiantes universitarios y de colegio salen a huelga en protesta por la crisis universitaria del momento, 1976. El estudiantado oficial, el pueblo; los soldados, los policías, el pueblo una vez más. En “Pelota de trapo”: Yo le salí primero con la barbera lista en la zurda y mi saco envolviendo el otro brazo. Pirobo, mariposo, le dije, estás antojado, y el hombre se volvió lentamente y solo vi la sombra blanca de sus ojos embozados bajo el ala del sombrero y una sonrisa siniestra que le iba desde la boca hasta la oreja derecha en una cicatriz mal cosida, asustadora. No respondió. No intentó sacar la puñaleta cuyo mango de cacho relucía por encima de la hebilla en el ancho cinturón que le sostenía los pantalones. Novela que gira alrededor del fútbol de barrio, de trabajadores de pico y pala, de historias siniestras entretejidas en torno a peleas callejeras, a infidelidades cotidianas, a gentes de carne y hueso que padecen el diario sobrevivir. En el libro “Ensayando”, con seriedad, conocimiento, y crítica, sin pelos en la lengua, despoja del heroísmo tradicional a quienes por decenios han sustentado el liderazgo en nuestra ciudad. La Historia, que fue siempre la concubina del poder, no mira sino por los ojos de las efigies y suele cantar odas heroicas al oído de gobernantes, banqueros y prelados….La misma sociología ignora que el motor de desarrollo de los pueblos es la marginalidad o, como dicen ahora, el fenómeno de los desplazados: Roma solo fue posible

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por los esclavos. En nuestra región se hace el panegírico de arquetipos colonizadores como Fermín López, Antonio Acosta, José María Ocampo, “Tigreros”, pero no se menciona a José Hurtado o los hermanos Tapasco. Se destaca la obra de “Risaralda” para ocultar el valor de “La voz de la tierra”. Monseñor Nacianceno Hoyos ganó su estatua por el dudoso apostolado que consistió en perseguir intelectuales y clausurar periódicos. En “Xie-Toc Hija del agua”, la protagonista es, además de la Lavandera, la ciudad, la religiosidad popular, las culturas y creencias mágico-religiosas del pueblo. En “Javier Carbonero”, el Gorrión Afrechero, nuestro pájaro “popular”, que lo encontramos a todas horas y por todas partes en nuestra ciudad, es elevado a las alturas del rey de los pájaros, el cual establece una identidad mágica con Javier Carbonero, niño campesino que logra liberar al hombre del fin del mundo. En el libro “Abajo en la 31”, Caramanta, el pueblo con su circo, sus calles, su cultura, y sus niños, Beto, Pedro, Juan, Viktor…son los protagonistas. Para consolidar este aspecto esencial en la escritura de Adalberto, su pasión por lo popular, se hace referencia a un trabajo que Luz Elena QuinteroFlórez y Hernán Andrés Naranjo-Arias de la Universidad Tecnológica de Pereira hicieron de los cuentos “La noche de las barricadas” y la “Manifestación”, que hacen parte del libro “Variaciones”. En uno de sus apartes, los autores dicen: En “La noche de las barricadas” y “La manifestación” se inscriben estilos lingüísticos ocupacionales (formas de variedad lingüística) que en este caso varían entre el mundo de la calle, de las clases populares, la universidad y la pertenencia a movimientos con una tendencia de pensamiento contestatario y juvenil…. Hacen una lista de términos que el autor incluye en sus cuentos y que se refieren a palabras o expresiones populares, ejemplo de ello, los siguientes: “Le dieron en la torre: frase resemantizada, a través de la cual la torre pasa a ocupar el lugar de la cabeza, sintáctica y semánticamente. “A una Pelada de Derecho le dieron en la torre. Chácara: resemantización, pues esta palabra tiene el significado de granja y en los cuentos hace alusión a una herida o cicatriz profunda. “hubo que llevarla al hospital con una chácara que daba lástima… Oís: propio del sociolecto valluno. Culillo: palabra tomada de la oralidad y el lenguaje popular, indica miedo. “con las caimas arrugadas del culillo. Mocita: resemantización, se utiliza para referirse a la amante de alguien. “vos conoces a la mocita del negro, ese, la porra” Beibis: fonético del inglés. Utilizado para referirse a los jóvenes. “los papis preguntando por los beibis y….Cosa/coso: resemantización, se utiliza para referirse a algún hecho o asunto. “La cosa fue tesa llave. La jai: fonético del inglés; hace referencia a la clase alta High Class. “la jai estaba cansada de nuevos doctores…””. Luego de publicar su primera novela, “Suicidio por reflexión” (la que cumple este 2017 cincuenta años de su aparición), inicia la construcción de su mundo literario, influenciado por los escritores del boom latinoamericano:

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Borges, Cortázar, Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Onetti, entre los principales. De ellos va a tomar un principio fundamental en la construcción de sus historias, de sus escritos: la heterodoxia, que se convertirá en una escritura transtextual, cíclica, dominada por cajas chinas, palimpsestos, regresiones. Por supuesto, estos juegos intertextuales no son ni pueden ser un fin en sí mismo sino que son engranajes que ayudan a potenciar el sentido del texto. Empleada con maestría por Borges y por Onetti, la técnica, enriquece y le da a la obra literaria un estilo de marca mayor. Buena parte de la escritura del artista manizalita está fundamentada en esta técnica. “Toque de queda”, “De rumba corrida”, “Pelota de trapo”, son obras donde su estructura la podríamos llamar de cajas chinas. Algunos ejemplos: En “Toque de queda”, los informes del diario, lo que dice la TV, el diario de Mara, son cajas chinas que se van introduciendo en la historia, como ramales de hojas adornando el tronco principal, cuyo tema es la protesta popular, para terminar en la raíz de la historia, allí a donde se dirige todo el hilo conductor: el asesinato del joven huelguista. Con una peculiaridad: cada capítulo tiene vida propia, es parte y todo al mismo tiempo; un fractal literario que muestra una sucesión de elementos recursivos fraccionados que se repiten, indiferenciados y que pueden llegar a tener dimensión infinita. En “Pelota de trapo”, la intertextualidad, se hace casi imperceptible, pero introducida con gran maestría. La historia personal de los futbolistas, se va insertando en el tronco del árbol, de la misma forma que las canciones populares se ubican con elegancia y sonoridad en el tronco principal, las historias de tarzán, el sorpresivo cambio en la disposición de los párrafos, al pasar de una a dos columnas por página, incluso un capítulo de sólo poesía tiene cabida en el tallo estructural, que desemboca en la raíz: el fútbol, el de los amigos, el de los barriales, el de los futbolistas natos. Incluso se podría decir que la intertextualidad se generaliza en toda su obra: personajes, frases enteras, lugares comunes, pasan de un libro a otro como si estuvieran compartiendo temas comunes, contextos afines, historias similares, un mundo concebido con procesos cíclicos tendientes al infinito. Adicional a lo anterior, se considera que otro de los aspectos que contribuye a darle consistencia a la obra literaria de Adalberto Agudelo-Duque, es el acertado y pertinente ritmo con que acompasa sus creaciones. Alcanzar un altísimo grado de sintonía entre el mensaje dicho y su cadencia, es labor nada fácil para un escritor. Cuando se llega a coincidir la frecuencia propia de la escritura con la frecuencia del ritmo con que se escribe, el fenómeno natural que se genera es una obra cuya resonancia es de excelente calidad. Este artificio lo logra el escritor caldense en casi toda su obra. Sabiendo que sus creaciones literarias no tienen la linealidad lógica esperada por el lector condicionado a ello, su lectura, a pesar de los saltos inesperados, de los meandros bordeados, de los vericuetos ocasionales, no pierde ritmo ni continuidad. El fraccionamiento que propone en sus textos permite que la musicalidad y el ritmo continúen en la misma frecuencia, sin alterar su musicalidad. Para terminar estas cortas palabras en torno a nuestro insigne escritor, se

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deben tomar como un primer acercamiento a sus libros, pero al mismo tiempo como un estímulo para que los académicos y especialistas en el arte literario, locales y regionales, estudien en profundidad su exuberante y significativa obra. Es, además, un reconocimiento justo a la dedicación de más de cincuenta años al oficio de escritor, ganado con terquedad y obstinación en un medio desinteresado y apático. La publicación, divulgación y el estudio de sus libros en colegios y universidades de nuestra ciudad es tarea para emprender prontamente.

Obras publicadas SUICIDIO POR REFLEXIÓN, Novela, Manizales, 1967 TOQUE DE QUEDA. En: 17 Cuentos colombianos. Antología. Bogotá: Colcultura, 1980 PRIMER CUENTARIO, Selección de Cuentos, Manizales, 1980 LOS PASOS DE LA ESFINGE, Selección de Poesía, Manizales, 1985 LOS ESPEJOS NEGROS, Selección de Poesía, Manizales, 1991 LA ESCRITURA EN CALDAS, Apuntes para la Historia de la Literatura Caldense, Manizales, Diario La Patria, fascículos 11 - 16, 1995 VARIACIONES, Colcultura, Santafé de Bogotá, 1995 SEÑALES DE HUMO, Poesía caldense actual, fascículo 6. Manizales, Diario La Patria, 1996 JAVIER CARBONERO. Santafé de Bogotá: Magisterio, Montaña Mágica número 43, 1997. LÚDICA Y PEDAGOGÍA. Manizales: Tizán, 1997. COMO UN HECHIZO. En: Premios Concurso Internacional de Cuentos MAX AUB, Segorbe, España, 1997 LA CIUDAD SUMERGIDA. En: Veinte asedios al amor y la muerte. Antología, El cuento colombiano a las puertas del siglo XXI. Compilación de Eduardo GarcíaAguilar. Santafé de Bogotá : Ministerio Nacional de Cultura, 1998 LAS LETRAS QUE NOS QUEDAN. Acercamientos a la Historia de la Literatura en Manizales. Manizales 150 años. Instituto caldense de cultura, Diario la Patria, fascículos 25, 50, 51, 52. 1999 LA NOCHE DE LAS BARRICADAS. En: ESTRECHANDO CÍRCULOS. Narradores de Caldas y Extremadura. Ayuntamiento de Don Benito, España, 1998. DE RUMBA CORRIDA Premio nacional de novela Fundación Tierra de Promisión, Neiva, Huila. Bogotá, Kimpres, 1999 POEMAS. En: PRIMERA MUESTRA DE POESÍA COLOMBIANA. Don Benito, España, 2000. Selección de Simón Viola. RELOJ DE LUNA. Manizales, Manigraf, 2000

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LAS FALSAS VERDADES. Manizales, Centro editorial Universidad de Caldas. 2002 SEÑOR DON DIOS. En: Caminos de la palabra. Antología Poética. Homenaje a Max Aub. Fundación Max Aub, gráficas Samuel, Segorbe, España, 2002 EFECTOS MÖEBIUS EN LA LITERATURA COLOMBIANA. Manizales, Manigraf, 2003 DEL ENSAYO O DEL SABER PARA SER. Manizales, Manigraf, 2003 SOL SOLECITO. Barranquilla, Gráficas Lourdes, 2004 XIE-TOC, Hija del agua. Bogotá, Magisterio, 2005 LO QUE ESTÁ ESCRITO. Apuntes para la historia de la literatura de Caldas. En: Caldas 100 años. Manizales, La Patria, 2005 ABAJO, EN LA 31. Pereira, Papiro, 2007 ENSAYANDO. Manizales, Tizán, 2007 EL ENCARGO. En: Segunda antología del cuento corto colombiano. Selección de Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer. Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2008 TOQUE DE QUEDA. Pijao Editores, Caza de Libros, Colección Cincuenta novelas y una pintada, Ibagué 2008 PELOTA DE TRAPO. Premio nacional de novela inédita Ciudad de Bogotá, Bogotá. 2009. LAS FALSAS VERDADES. Ediciones Pluma de Mompox, Colección Voces del Viento, Mompox, 2011. TEXTÍCULOS. La nueva editorial, colección Tulio Bayer, número 3. Manizales, 2013

Distinciones Premio de Cuento Caldas 75 años, 1980 Premio Nacional de Cuento Revista Contrastes Diario El Pueblo, 1982 Premio Nacional de Cuento Cooperativa Médica del Valle, COOMEVA, 1984 Premio Nacional de Cuento COOMEVA, 1985 Premio de Poesía Educadores Unidos de Caldas, Educal, 1986 Premio y Mención de Honor Certamen Poético Federico García Lorca. Universidad de Nueva York, Queens College, 1987 Tercer Premio de Novela Bernardo Arias Trujillo, 1987 Segundo premio de Cuento Ciudad de Florencia, Caquetá, y Revista Mefisto, Pereira, 1987 Mención Honrosa Premio Iberoamericano de Poesía Javiera Carrera, Valparaíso, Chile, 1987

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Premio Latinoamericano de Cuento Ciudad de Florencia, 1988 Nominado al Premio Internacional de Novela Nuevo León 88 de Monterrey, México, 1988 Finalista Premio Internacional de Cuento La Felguera, Asturias, España, 1988 Premio de Cuento José Naranjo Gómez, Manizales, 1989 Premio de Cuento Clarisa Zuluaga de Jaramillo, Filadelfia, Caldas, 1991 Premio de Cuento Cooperativa Caldense del Profesor, COOCALPRO, Manizales, 1992 Premio de Cuento Clarisa Zuluaga de Jaramillo, Filadelfia, Caldas, 1992 Premio Nacional de Literatura, modalidad Cuento, Instituto Colombiano de Cultura, COLCULTURA, Bogotá, 1994 Finalista Premio Internacional de Cuento Max Aub, Segorbe, Castellón, España, 1996 Premio de Ensayo a la Creación docente, Alcaldía de Manizales. Oficina de Promoción al Docente, 1997 Nominado al Premio nacional de Poesía, Colcultura, Santafé de Bogotá,1997 Mención de Honor, Premio Nacional de Poesía Ciudad de Chiquinquirá, 1997 Premio nacional Bienal de Novela Fundación Tierra de Promisión, Neiva Huila, 1998 Finalista Premio nacional de Poesía Antonio Llanos, Cali, 2000 Premio Nacional de Poesía Universidad del Quindío, Armenia, 2001 Premio Nacional de Poesía Carlos Héctor Trejos, Riosucio, 2002 Premio Nacional de Poesía Corporación Universitaria del Atlántico, Barranquilla, 2002 Incluido en la Antología de Poesía CAMINOS DE LA PALABRA, Homenaje a Max Aub, Segorbe, España, 2002 Premio Nacional de Literatura Infantil Comfamiliares del Atlántico, 2004 Premio nacional de novela aniversario ciudad de Pereira, 2007 Premio de Ensayo, Caldas 2007 Premio nacional de novela inédita Ciudad de Bogotá, Secretaría de Cultura, Deporte y turismo, 2008 Finalista Premio nacional de cuento Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia, 2009. Finalista Premio Nacional de cuento Jorge Gaitán Durán, Cúcuta, 2011

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Semillas

Adalberto Agudelo-Cardona

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erida horizontal en mitad de la montaña”, Manizales proyecta sus calles según los caprichos de la cordillera. La vía principal serpentea por las cimas ofreciendo al paseante la visión de horizontes lejanos, del paisaje cafetero que la humanidad reconoce como patrimonio, al tiempo que sirve como alfombra roja para quienes ostentan el dominio. Para llegar a ella el único camino es el ascenso casi vertical desde barrios en los que los muchachos juegan fútbol en acentuadas pendientes y las vecinas, desde el tercer piso, miran a los ojos a quienes ingresan en la casa de más arriba. El método preferido de desplazamiento es ascender hasta la calle principal, que alguna vez se llamó Real. Adalberto Agudelo-Duque prefiere, en su literatura, evitar el ascenso y explorar las calles secundarias, las carreras que, en el mismo sentido de la principal, llevan a los mismos lugares pero sin alejarse del barrio, sin dejar de percibir las ventanas abiertas desde donde ojos solitarios espían en busca de noticias parroquiales; ser testigo de las rutas hacia la tienda, la iglesia, el tálamo ajeno. Porque en la vía principal esas historias se ocultan tras pesadas cortinas de imagen pública: las compras cotidianas se convierten en comercial de TV y todas las vidas son perfectas. Por eso Adalberto Agudelo-Duque se considera asimismo Escritor Marginal: porque su literatura explora las vidas de quienes no están interesados en tener una “vida pública”: el obrero, el profesor, el policía, el estudiante, el maestro. La lavandera. El leñador. Las historias de quienes no están en las revistas de farándula sino en los

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relatos de cantina. Las noticias que no aparecen en la primera plana pero que desde la humildad construyen la verdadera ciudad, la que se vive, la que existe en la realidad que la publicidad oculta tras lemas y estribillos. Y esa realidad está presente en cada línea que la mano de Agudelo-Duque traza a lápiz en sus borradores; los poemas no necesitan la rebuscada grandeza romántica sino que hablan del amor trascendental pero físico de quien debe escapar al amanecer por las calles frías o buscar a la amada en un laberinto de direcciones. La narrativa es la de los protagonistas reales, como el estudiante de “La Noche de las Barricadas” o los obreros de “Pelota de Trapo”. Incluso en la fantasía de “Javier Carbonero” el Rey de los Pájaros no es una gran rapaz sino un humilde avechucho marrón, y “La Lavandera” recupera la gloria de un milagro. Las tendencias y los estilos a veces resultan interesantes para Agudelo-Duque. Curiosos. Como punto de partida para su propio camino. Desdibuja los géneros; los libros de poemas son historias, la poesía está incrustada en la narrativa y los capítulos de las novelas son cuentos. Los relatos pueden no ser de palabras, sino de espacios o notas musicales. La lectura no tiene por qué ser lineal, las columnas cuentan historias separadas que se entreabren para descubrir pequeños cuentos. Las historias para niños se construyen, recuperando el arte olvidado de hacer barquitos de papel, cometas y figuras con cerillos. Maestro, guía, líder, jamás ha permitido que su artesanía se convierta en un secreto del oficio. Por el contrario, traza mapas, crea senderos, responde a las preguntas con verdades disfrazadas de preguntas y empuja siempre hacia las palabras, a crear, a buscar, a alejarse de los cánones y las influencias para explorar territorios desconocidos como a él le gusta hacer. Encontrar un cuento en una anécdota callejera y un poema en la sombra de un reloj. Y así es como Adalberto Agudelo-Duque también cruza el límite y sobrepasa el margen de la creación, a través de propuestas que son semillas; a través de talleres y charlas desde Leticia hasta Quibdó, el autor ha llegado hasta nuevas generaciones haciéndoles descubrir el amor por la artesanía de las palabras y redescubriendo a los artesanos olvidados. Tenemos, entonces, un autor que, lejos del reconocimiento propio, trabaja siempre en la búsqueda de un concepto simple pero inmenso: literatura. Que no reconoce como un arte solitario e independiente; artista visual, ha diseñado sus propias portadas. Melómano irredento, la música es el corazón de sus letras; flauta silvana o en la niebla del páramo. Salsa en los altavoces de una nave espacial en órbita decadente. Tangos en las calles tragicómicas del barrio. Freddie Mercury, Bach. Y la búsqueda continúa. La enseñanza no acaba. El descubrimiento aguarda a que el lápiz borre la blancura de la celulosa, liberando la poesía aprisionada bajo el límpido vacío del papel.

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El sancocho: teoría del cuento

Adalberto Agudelo-Duque

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o bacano del sancocho es que su elaboración comienza en la almohada, en medio de los insomnios, no obscenos, en que nos da por pensar lo chévere que sería reunirnos alrededor de la mesa con Áster, Láscar, Abdénago y Mariaprimores. Lo primero es decidir qué. Si será de pescado, costilla, espinazo, cola, gallina o de las tres carnes. De gallina no va porque es muy difícil encontrar el tal plumífero fresco y blando que dé un buen caldo, con grandes ojos de grasa nadando en la superficie, y en el mercado se consiguen rilosas viejas de mirada lánguida y acusadora ya desahuciadas de toda ponencia. Y que no sea ajiaco. Que no sea tampoco como el de Buenaventura, mucho plátano y de aquello nada. La decisión final depende de a cuántos vamos a invitar. A quiénes. Si se trata de amigos de reciente aparición en nuestras vidas o parientes a quienes debemos el homenaje de un cumpleaños. La otra pregunta es dónde. En la terraza de Áster, no, mucho viento. En la cocina de Láscar, no, muy pequeña. En la casa de Mariaprimores, no, la hermana y el papa son achepés. Paseo de olla menos. Jamás queda bueno, casi nunca prende el fogón, el humo enloquece y no paga el esfuerzo de cargar grandes ollas y mercados que se asolean, como que se pasan de punto y uno termina comiendo más por hambre que por deleite. No. Lo mejor será nuestra cocina, allí donde ya sabemos los resabios de las estufas, la sazón de las pitadoras y todo está cerca de la mano: cuchillos, cucharones, trinches, tablas de picar, espacio amplio en el poyo. Y ahora sí, calcular cantidades y costos, escoger fe-

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chas, determinar cuál será el toque final para que les guste a todos, les asiente bien, no lo sopeteen y lo dejen tirado en el fondo de la cazuela o del plato. Esa es otra variable. Cómo servirlo. En qué. Las cazuelas de barro son incómodas, se ladean y riegan, exigen servir la carne o las carnes aparte de revueltos y caldos. Los platos de porcelana también tienen inconvenientes: poco profundos, obligan repetir lo que más le gusta a cada cual y si cada cual se antoja de lo mismo, el resto se desperdicia. Lo importante en este momento es no dejar nada al azar. Hay que darse un vueltón por los negocios para asegurar los ingredientes. Y de paso saber calidades y precios, no sea que por incuria o tacañería resulten la arracacha chumba o amarga, la yuca esterilluda o negra y el plátano muy jecho ya madurado en su verde vestido lo que le confiere un sabor dulzón que no contrasta o consabora, como podría decirse, con los otros revueltos. Con lo demás no hay problema: siempre se consiguen cilantro y perejil frescos, cebollas escogidas, pimentones que revientan de rojos, esmeraldas y amarillos y mazorcas de jugosos granos repletos de zumo blanco. Hay que definir, también, la papa: ¿parda, pastusa, San Félix, criolla, cherry?. La mejor es la morada, la de tamales: no se deshace, es una delicia en la boca, el paladar retoza de felicidad cuando los dientes la parten y los molares la trituran. Y combina muy bien con la cola. Invitaremos pues a Felacio, Próculo, Eyáculo, Láster, Carlos, Mariabonita, Célima y nosotros tres, igual diez. La fecha, veintiuno de septiembre, seis y media de la tarde. Porque sancocho no es sinónimo de almuerzo. Puede ser cena o algo o mediasnueves o mediasonces o mediastreses. Aquí lo que juega es el motivo, la oportunidad de reunirse a departir de la vida, el amor, la literatura. Y está decidido. Será de cola. La cola tiene el problema de que la carne se rodea de una gruesa capa de grasa que se vuelve cebo en el caldo frío pero tiene la ventaja de que puede quitarse, no del todo, porque entonces quedaría magro, negro y chirle como dicen las señoras. Y deberá ser madurada para que suelte todos los jugos y se ablande bien durante la cocción. Es hora de ir al mercado con la lista de ingredientes en el bolsillo. La visita al súper es una fiesta. Ver la paleta de colores en frutas y verduras, los verdes de todos los tonos, los amarillos que van desde el amarillo pollito al amarillo intenso; los rosados tenues que ganan en intensidad o se separan en el casi blanco y en el rojo escarlata de los poetas; los morados casi negros de uvas y ciruelas y en fin el frío de los congeladores que nos regalan la frescura necesaria para no arrepentirnos del sancocho. Además uno se goza la joven ama de casa que aprovecha la salidita para lucir sus escotes, el chicle bien ceñido, la expresión de complacencia escogiendo sabiamente, el cálculo de los haberes en la cartera o la tarjeta con cierto aire de preocupación y desasosiego porque todo tan caro, la plata no alcanza, el marido no aumenta la mesada y no come cualquier cosa. Van también parejas de abuelos con el encarte de los niños corriendo sus apuestas de aquí para allá, tropezando a todo el

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mundo, tumbando las pirámides de naranjas, limones, mandarinas o tarros de leche cuando no rompiendo contra el piso el frasco de salsa de tomate, mermelada o gaseosa. A veces se les ve gritar, llorar, patalear, el viejo indiferente y hasta divertido y la vieja, blanco de todas las miradas, mirando también a los otros pidiendo perdón o compasión. Y entonces sobreviene el ritual del pago: la fila larga y eterna, la pareja de recién que pide total cada cinco productos y termina devolviendo la mitad del mercado y la cajera, buenos días, tiene tarjeta, el ceño frío y duro, a veces acusador y el fastidio conque coge los empaques fríos y las panelas, el gesto ineludible de llevarse los dedos a la nariz para constatar a qué huele lo que pasó por el registro. En fin pasar al otro lado con la sorpresa de saber que la cuenta superó el cálculo, hacerse el loco y revisar la tirilla de reojo con la sospecha de que nos tumbaron. El día señalado nos acometen otra vez el insomnio, la duda. ¿Sí quedará bueno? La yuca, base primaria de todo sancocho, ¿si estará fresca? Al escogerla, claro, nos dimos a la tarea de comprobar la piel fina color yuca ya casi desprendida y la cáscara fácil de soltar. Y por su parte la uña nos habló de su blancura y blandura, del blanco zumo almidonoso. En medio de la noche nos olemos las manos aún pasadas al picadillo que hicimos antes de acostarnos para adobar las quince porciones de cola bien escogidas: cebolla, una pizca de ajo, sal al gusto, untar bien en fisuras, agujeros y grasas. Uno no ve las santas horas de que salga el sol para saltar de la cama, correr al baño y la ducha y aprestar el poyo: ollas a un lado, tablas de picar al otro, al medio en canastillas, plátanos, papas, yucas, arracachas. En otro punto dispuestos en tazón de plástico, pimentones rojos, amarillos y verdes, ajos, cilantros, más cebolla. Y cerca, en la pared, cucharones, trinches y cuchillos. Ahora, agua a la pitadora, sumergir las carnes y encender la estufa. Antes de la primera pitada, el revuelto estará listo: el plátano pelado y trozado con las manos; la yuca en trozos grandes sin los correones de palo; las papas pelapapiadas; las arracachas raspadas. Hay que esperar el grito de entusiasmo de la válvula, quitar la tapa ya fría y darnos a la gloria de las pruebas: ¿Quedó simple? ¿Cogió bien el ajo? ¿Sabe bien el caldo? Cándidos ojos de grasa nos miran con la muda invitación para echar primero el plátano y con el hervor la papa; después la yuca y con el hervor las arracachas. Sabe bueno, no cabe duda: el caldo espeso concentra sabores y texturas, la carne está blanda, los huesos sustanciosos. Solo nos resta el secreto final: cilantro y cebolla bien picados, menuditos; el pimentón en cuadros no muy grandes no muy chiquitos; otra pizca de ajo, una punta de comino en polvo, revolver bien, agregar sal si es necesario. Pinchar los revueltos y las carnes. Cubrir la superficie del caldo, tapar sin válvula y mientras llegan los invitados asar las arepas sancocheras, ésas que parecen ovnis, y preparar los aguacates con zumo de limón para que no se pongan negros. Y otra vez la gloria de las pruebas. Listos cubiertos, vajillas y mesa, uno tiene la certeza de que nuestro sancocho es único, diferente del que hacen los demás, tiene tono, voz, ritmo, identidad, nos lo reconocen por el sabor, la personalidad.

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Adalberto Agudelo-Duque retrato por Pilar González-Gómez

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Octavio Escobar-Giraldo

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Octavio Escobar-Giraldo Retrato-pintura por Pliar González-Gómez

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A favor de la amistad

Mario-Hernán López B. Universidad de Caldas

Respiré profundo y traté de convencerme de que todo era un juego, su forma de asumir nuestra intimidad y fortalecerla… Octavio Escobar-Giraldo. Después y Antes de Dios.

Creación y daño

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l lingüista búlgaro Tzvetan Todorov, señala al nihilismo como uno de los tres males que aquejan a la literatura contemporánea. En La literatura en peligro, Todorov sostiene que buena parte de las novelas actuales se dedican a narrar versiones fatalistas de la vida; al lado del nihilismo y el solipsismo, como prácticas recurrentes, también está la búsqueda del formalismo narrativo en los escritores concentrados en la conquista de lectores aficionados a las truculencias. En la historia de la literatura, dice Todorov, hay una corriente dedicada a narrar los males humanos y sociales en los cuales la desesperación, el horror y la angustia se convierten en representación unívoca de la condición humana. En el caso colombiano, las violencias han ocupado un lugar central en la producción literaria como ocurre con buena parte de la investigación en ciencias sociales: las causas, dinámicas e impactos de la violencia política y de la confrontación armada reciente han sido el centro del trabajo de los investigadores sociales desde la publicación, en la década de los años sesenta, del libro La violencia en Colombia, un trabajo clásico en la sociología mundial realizado por Germán Guzmán Campos,

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Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals-Borda. Buena parte de la narrativa colombiana más conocida y de los trabajos de las ciencias sociales más destacados, probablemente impulsados por la necesidad ética y política de hacer públicos los horrores pasados y recientes, se han concentrado en la exploración de los daños causados a millones de personas. El desplazamiento forzado, el genocidio político, las desapariciones, la diáspora internacional de los refugiados, los secuestros, la desesperanza y la victimización abierta o soterrada hacen parte del repertorio temático de una lista larga de creadores y académicos: como cartas arrojadas al aire, van cayendo al abismo las instituciones, los órdenes políticos y la confianza en una vida mejor. Parafraseando al investigador de la paz Francisco Muñoz-Muñoz, puede pensarse que las violencias, mediáticas, atractivas y seductoras, han copado la agenda de narradores e investigadores sociales: la idea de una sociedad optimista que celebra sus potenciales creadores y los convierte en material de trabajo literario o estudio científico, flaquea ante el desastre social y la descripción de la experiencia humana signada por el fracaso. El optimismo es una obligación moral dice Axel Honneth, como invitación para mejorar la sociedad a partir de la acción ciudadana. En los tiempos que corren en Colombia, el arte y la creación pueden contribuir a anunciar otras maneras de vivir, a diseñar y poner en acción dispositivos útiles para el despliegue de los potenciales humanos en la transformación pacífica de los conflictos; el cultivo de la amistad y la acción solidaria son medios básicos para transformar la vida entre nos. Al leer a Mario Vargas-Llosa en el ensayo Elogio de la Educación, se encuentra que el trabajo literario y en general la creación artística, puede pensarse como responsabilidades que no se limitan a la producción de objetos para la entretención; en sus palabras “están ligados a una preocupación moral y una acción cívica”. En consecuencia la tarea de artistas e intelectuales no se agota en la creación de mundos para el espanto o el solaz: la superación de las violencias y la impotencia ante la desgracia encuentran en el trabajo colaborativo entre comunidades, artistas y académicos una posibilidad de idear y poner a prueba otras manera de vivir. Narrar y estudiar la capacidad humana creadora para superar el culto a las violencias toca a las puertas del arte y la investigación social; quizá la mejor contribución a la paz del país es enseñar a conversar, a hacer amigos, a idear formas de celebrar la vida.

El opio de la amistad En La agonía del Eros, Byung-Chul Han apela al cine, la literatura y la filosofía clásica para explicar las transformaciones que la sociedad de mercado provoca en la forma como se construyen las relaciones humanas. Según el filósofo coreano, la fórmula más efectiva para mantenerse en el poder es sembrar desconfianza, administrar las crisis y ver a los otros como extensiones del Yo. Asumir la vida en común como simple extensión del mercado provoca banali-

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zación, depresión y cansancio, la amistad es un antídoto. La amistad es una droga mejor que morfina o cocaína y reduce el riesgo cardiovascular e inmunológico dice la periodista Cecilia Rodríguez; apoyada en investigaciones de la revista Scientific Report advierte sobre los efectos analgésicos de los amigos: “Mantener lazos amistosos fuertes y regulares es una fuente de producción de las famosas endorfinas, cuya capacidad analgésica es más fuerte que la morfina y cuyo efecto de bienestar es comparable al de otros opiáceos”. Como algunos de mi generación entre los que se encuentra el escritor Octavio Escobar-Giraldo y el poeta Antonio-María Flórez, aprendí a leer con historias de vaqueros, revistas de cómics y novelas de navegantes y tesoros escondidos. El magistrado William Hernández-Gómez, un poco mayor, alquilaba revistas de Superman y el Fantasma en la zapatería del barrio Los Agustinos: “En Cromos leía Benitín y Eneas; así me aficioné a la lectura”. En el costado occidental de la iglesia de los Agustinos en Manizales aún sobrevive una de las revisterías en las que hace cinco décadas se alquilaban e intercambiaban libros de pequeño formato con historias del oeste escritas casi siempre por Marcial Lafuente-Estefanía y sus hijos y nietos -según Google. Son infaltables en las remembranzas las novelas policíacas y de ciencia ficción de Clark Carrados (Luis García-Lecha) y Luo Carrigan, uno de los muchos seudónimos que utilizó el escritor español Antonio Vera Ramírez. Saber leer antes de llegar a la escuela gracias a la literatura popular–en la época no había preescolar para los niños de barrios populares- ha sido un patrón común para alguna parte de los buenos amigos como Octavio, Antonio, William, Rafael Betancur y Wilson Escobar con los cuales desde hace dos décadas nos reunimos para conversar y jugar baloncesto en las canchas de la Universidad de Caldas. Los más jóvenes de la barra (Misa, Rafa E, JuanMa, Juan-Carlos, Álvaro y Miguel) se iniciaron en la lectura con una curiosa variedad de libros, en la lista están Julio Verne, los textos bíblicos, los libros de mitos y leyendas regionales distribuidos en restaurantes y, en buena parte de los casos, con revistas de tiras cómicas ajadas por el uso y el abuso. No faltan quienes recibieron influencias tempranas de poetas malditos y revistas de Playboy. La afición compartida por los libros, la música y el juego del baloncesto (en una cancha dedicada a la memoria de un general de la república de los tiempos de la dictadura militar) ha construido un mundo solidario y festivo por el que también ha pasado Orlando Mejía-Rivera. Compartir experiencias vividas como evocación de la alegría, intercambiar opiniones sobre todas las cosas en encuentros al mismo tiempo mordaces, sin pretensiones de solemnidad y ausentes de nostalgias fatigantes nos han permitido durante 20 años construir vidas en conexión y continuidad. Los investigadores sociales podrán calificar la experiencia como cultivo de una pequeña paz en medio de una sociedad que cruje. La Universidad de Caldas va a mejorar la infraestructura para la práctica del deporte, picarán el piso, levantarán columnas, harán muros y gradas.

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Según dicen los ingenieros las obras durarán 16 meses (sin duda serán muchos más). En poco tiempo ya no estará la placa que consagra las canchas a un general de la República, ni el parche de un metro cuadrado que evoca la obra universitaria de un vicerrector administrativo; tampoco tendrá sentido el permiso eterno para jugar que tramitó Octavio ante las autoridades universitaria. En pocos días no habrá cancha, ni gatorade, ni pan caliente, todo como los viejos libros y revistas del barrio Los Agustinos podrá ser pasado y memoria.

Libros - Cuento Caldense Actual (compilador). Manizales, 1993. - El color del agua, cuentos. Manizales, 1993. - El último diario de Tony Flowers, novela Manizales, 1995. - Saide, novela. Bogotá, 1995. - Las láminas más difíciles del álbum, cuentos infantiles. Barranquilla, 1995. - La posada del Almirante Benbow, cuentos. Manizales, 1997. - De música ligera, cuentos. Bogotá, 1998. - El álbum de Mónica Pont, novela. Bogotá, 2003. - Hotel en Shangri-Lá, cuentos. Medellín, 2004. - Narradores del XXI. Cuatro cuentistas colombianos. (Con otros tres autores. Selección de Jaime Alejandro Rodríguez). Ciudad de México, 2005. - 1851, Folletín de cabo roto. Bogotá, 2007. - Todos los cuentos el cuento (Compilador). Medellín, 2007. - Destinos intermedios, novela. Cáceres, 2010. -Cielo parcialmente nublado, novela. Bogotá, 2013. -Después y antes de Dios, novela. Valencia, 2014.

-El mapa de Sara, novela juvenil. Bogotá, 2016. -Historias clínicas, poemas. Bogotá, 2016.

Distinciones - Primer premio en el Primer Concurso Nacional de Cuento Breve Municipio de Samaná, Samaná, 1990. - Primer premio en el XIII Concurso Nacional de Cuento de la Universidad Metropolitana de Barranquilla, Barranquilla, 1992. - Primer Premio en el V Concurso Nacional de Libros de Cuentos Infantiles de Comfamiliar del Atlántico, Barranquilla, 1995. - Primer Premio en el Primer Concurso Crónica Negra Colombiana (Novela policial), ECOE Editores, Bogotá, 1995. - Premio Nacional de Cuento de Colcultura, 1997. - Premio Nacional de Cuento de la Universidad de Antioquia, 2002. - Premio único de la Octava Bienal de Novela “José Eustasio Rivera”, 2002. - 45 premio de novela corta “Ciudad de Barbastro”, 2014. -Premio Nacional de poesía inédita, 2016. -Premio Nacional de novela del Ministerio de Cultura, 2016. Revista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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El ex libris

Octavio Escobar-Giraldo

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laudia Patricia jaló la sábana hasta su mentón y volvió a abrir los ojos. Una inspiración profunda la convenció de que allí, pocos cientos de metros por encima del valle de Aburrá, el aire era más limpio y pacífico. Su vista abandonó las flores moradas de los sietecueros y recorrió la habitación: tres de las paredes de bahareque estaban cubiertas por estanterías llenas de libros, dos de ellas ennoblecidas por el ebanista y la tercera armada con tablones rústicos sobre ladrillos. Apartó las cobijas y a toda velocidad se puso la ropa interior y el vestido largo, de mangas hasta los codos; lo alisó y en puntillas corrió al baño. Sus pies desnudos apenas resintieron el paso del tapete a la baldosa; sonrió frente al espejo, feliz con su nuevo color de cabello, un castaño rojizo que ocultaba las canas. Recogió agua y lavó su cara; se peinó con las manos húmedas, ahuyentando el dolor de cabeza. Sonrió de nuevo y con el índice derecho acarició las hojas de la salvia que crecía en un matero de arcilla. Sintió la urgencia de la vejiga y cerró la puerta; en el almanaque de un almacén de productos agropecuarios flotaba un colibrí frente a un girasol enorme. Los olores de la cebolla y el tomate alborotaron su estómago. Pensó en seguirlos pero se contuvo: en la vetusta silla de mimbre aledaña al ventanal permanecía la camisa masculina y le disgustó la imagen del velludo torso de Rigoberto sobre la cacerola con los huevos a medio cocinar. Caminó hacia una de las bibliotecas. Tras desechar los lomos de una extensa enciclopedia temática, concen-

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tró su atención en una colección de premios Nobel, los títulos y las firmas de los escritores en letra dorada. La curiosidad la llevó a revisar las letras rápidas de Yeats, la abstracción de Mauriac, las cuidadas caligrafías de Selma Lagerlöf y Eugene O´Neal, el alargadísimo final de Bernard Shaw. Se preguntó por qué Yasunari Kawabata no firmaba con ideogramas, pero la extrañeza frente al nombre de Halldór Laxness alejó tal inquietud de su mente. Con dificultades sacó la Antología esencial de Vicente Aleixandre: el nombre claro y grande, la V extendida y el apellido empequeñeciéndose hasta casi disolverse en una línea. Lo abrió y ubicó uno de los poemas favoritos de su padre, sus amados cuarto y quinto verso: “Tu voz, que muerta vive, como yo que al pasar aquí aún te hablo”. Cerró el libro, conmovida, no sólo por los recuerdos, también por la coincidencia de que el ejemplar de Rigoberto tuviera el mismo poema subrayado. Era difícil que el desteñido trazo en tinta verde lo hubiera realizado el más popular de los libreros de usado de Medellín, pero… Esperanzada, levantó la tapa forrada de azul. De inmediato reconoció el ex libris.

2 Después de una noche de llantos e ira, la ducha prolongada y los rituales del cuidado personal, incluido el corte traumático de las uñas de los pies, tranquilizaron a Claudia Patricia. El sol acariciaba las ventanas de su apartamento, así que se puso un pantalón de lino y una camisa ligera y descendió las cinco cuadras que la separaban del edificio en el que vivía su padre. Saludó al portero y llamó el ascensor. Ya dentro, se miró en el espejo: palidez y ojeras. Pensó que debía sonreír mucho. Salió al corredor del sexto piso y abrió la puerta. “La vejez”, se dijo para explicar la desagradable mezcla de olores; también para añorar los hermanos que nunca tuvo y quejarse del futuro. Saludó casi a los gritos, sobrepasando la voz de un locutor radial, empeñado en demostrar su exquisita sensibilidad social. –Buenos días; qué milagro verte –respondió su padre, el bastón golpeando la cerámica antideslizante del corredor. –Vengo casi todos los días, papá. –Se acercó y lo abrazó. La barba mal afeitada le hizo cosquillas. –Sí, mija. Yo lo sé. ¿Y qué cuentas de nuevo? –Nada; la misma vida –mintió–. ¿Hace cuánto no viene Marina? –¿Por qué? ¿Esto está muy desordenado o qué?

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–Un poquito. ¿Vendrá mañana? –Frunció la nariz un segundo. –Yo creo que sí. –Parpadeó con fuerza, como si necesitara retirar alguna suciedad de los ojos–. Esa obsesión con la limpieza la heredaste de tu mamá. –¿Quieres que te haga el almuerzo? –Me encantaría, pero quiero colesterol, y saladito. Los domingos me doy esa licencia. –… No hay problema, papá, pero, ¿si te estás tomando los remedios? –Religiosamente. –¿También los domingos? –También. Cuando termina la misa televisada. Hace media hora –agregó mirando con dificultad los números del reloj de pulsera. –¿Y qué colesterol tienes reservado para hoy? –Claudia Patricia le bajó el volumen a la radio. –Tengo unas costillitas de cerdo, grasa pura –dijo con fruición–. ¿Te acuerdas lo ricas que le quedaban a tu mamá? –Miró hacia el retrato que colgaba de la pared, un rostro femenino de rasgos pequeños aún firmes. –Claro que sí, pero las mías no son tan malas. –¿Todavía estás compitiendo con ella? –Todavía. –Obvió el tono de burla–. Las costillitas… ¿con ensalada? –… Sabrían mejor con unas papitas criollas, pero bueno, con ensalada. –También te puedo fritar las papitas. –Perfecto. –Frotó las palmas de las manos. –Me voy a poner a hacerlas. ¿Me acompañas? –Ni más faltaba. –La siguió. No conseguía estirar las rodillas y el peso del tórax agobiaba su espalda, cubierta por un saco de lana. –¿Y estos periódicos? –Señaló Claudia Patricia cinco bolsas plásticas que descansaban sobre la canasta de la basura. –Para botar, mija. Ya me cansé de luchar con las gafas. He ido donde todos los optómetras que me han recomendado y ninguno me acomoda unas que sirvan. No debe haber en Medellín nadie que haya gastado tanto en lentes como yo. –Meneó la cabeza–. Y ya no puedo leer; ya no puedo –reiteró amargado–. A estas alturas de la vida me tocó resignarme a la radio y el televisor. Por fortuna el que me regalaste tiene la pantalla bien grande. –Apoyó las nalgas en uno de los bancos de la barra de la cocina. –Pero lees antes de acostarte, como siempre. –Claudia Patricia cerró la

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nevera sin investigar qué era lo que olía tan mal. –A veces sí y a veces no, pero es que el sueño tampoco me deja pasar de la primera página; me duermo con el libro abierto y despierto después, todo mancornado y con la luz prendida –se lamentó–. Estoy pensando muy seriamente en vender la mayor parte de la biblioteca y dejar lo mínimo, unos cincuenta libros. O nada. ¿Será que Rigoberto me da un buen precio? –No creo, papá. Su negocio es comprar barato y vender caro. –Puso la zanahoria bajo el filo del cuchillo. –Pero él siempre ha sido querido conmigo; lo voy a llamar. Claudia Patricia recordó las llamadas perdidas en su teléfono móvil, los mensajes de voz. –Tú amas esos libros. Recuerda lo mal que te pusiste cuando robaron en la casa. –Es que me robaron joyas, mijita. Pero ahora… No puedo leer. Desde que me hicieron esa resonancia magnética ya no sirvo para nada. –Papá: la resonancia magnética es un examen, nada más. No tiene ningún efecto. –Dejó de picar la lechuga–. Te la hicieron para saber si tenías algún problema en el cerebro, para nada más. –Y lo tengo; estoy perdiendo la memoria, y el oído, y la vista, y el olfato –enumeró con indiferencia fingida. –Eso es una exageración. –¿Sí? ¿Y entonces por qué me estás gritando? –No te estoy gritando –bajó el volumen de la voz y respiró profundo–. Lo único que yo sé es que tú todavía estás muy entero y que amas tus libros y a tus autores, eso es todo. –¿Y qué me ganó? Los ojos ya no me sirven –frunció la boca y impostó la voz–: “Hablamos de que morimos, pero no lo creemos”. Claudia Patricia tardó unos segundos en reaccionar: –Yo te puedo leer. También Marina. –Marina no sabe leer, ya hicimos el ensayo, y además, a mí no me gusta que me lean –afirmó incómodo, y trató de enfocar la vista en las colinas de El Poblado–. Con la plata de la venta de esos libros me puedo comprar una silla de ruedas, que ya la estoy necesitando. –A la silla de ruedas nunca vas a llegar, papá, no exageres. Y esos libros te van a hacer tanta falta como los que te robaron de la casa; eso es lo único que yo digo. –Me acostumbré a vivir sin tu mamá –enfatizó–. Eso sí es duro: envejecer

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solo –le tembló la voz. Tras unos segundos se sobrepuso–. Le debí aceptar la propuesta matrimonial a Isabelita López. –¿Te propuso matrimonio? –Pues sí; prácticamente. Como a los seis meses de la muerte de Estela. Y con lo amigas que eran. –Sí, eran muy amigas –asintió Claudia Patricia–. Ahora tendrías un montón de hijastros y de nietos. –¿Te imaginas? Los nietos de Alejandro Villegas, con lo feo que era –respingó la nariz y se rascó la calva–. De todos modos a mí nunca se me pasó por la cabeza casarme con una vieja tan loca. –Te he dicho mil veces que te vengas a vivir conmigo. –Partió en dos mitades un tomate maduro. –Y yo te he contestado miles de veces que no. Con tus visitas tengo para que se me agote la paciencia. Claudia Patricia encendió la hornilla de gas sin hacer ningún comentario.

3 Dos días después Claudia Patricia aceptó una llamada de Rigoberto. La tensión de hablar como si nada hubiera ocurrido se mantuvo hasta el final, cuando la invitó a almorzar al restaurante del Museo de Antioquia, una edificación cercana al Art Decó que ocupa toda una manzana en el centro de Medellín. Claudia Patricia atravesó la plaza donde la gente se toma fotos junto a las esculturas de Fernando Botero y aguardó más de lo necesario para cruzar la calle. Rigoberto la esperaba al final de la escalinata, con un florero cilíndrico entre las manos. Dentro, un bambú se sostenía entre las esferas de tierra artificial teñidas de fucsia. –Hola. –La besó en la mejilla y se lo entregó. –Gracias. –Lo recibió y se quedó de pie, como si no supiera hacia donde caminar. –¿Quieres almorzar afuera o adentro? La temperatura era agradable, pero a esa hora el ruido del tráfico hace incómodo sentarse bajo las sombrillas situadas en el amplio corredor que rodea la primera de las tres plantas del antiguo Palacio Municipal. –Adentro. –Claudia Patricia se dirigió hacia una de las puertas. Su falda y su camisa, diferentes tonos de azul, reflejaban seriedad y eficiencia, también su chaqueta.

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Rigoberto pidió media botella de vino tinto y llenó las copas. –¿Quieres ordenar ya? –Sí, tengo un poco de prisa. El mesero anotó el pedido y se retiró. –Este restaurante es muy agradable… Es el sitio adecuado, creo yo. –Rigoberto juntó las manos como si necesitara ocultar su nerviosismo–. Te invité porque creo que debemos hablar. –¿De qué? Rigoberto sonrió, consciente de que no le iban a facilitar las cosas: –A ver… Yo creo entender que piensas que lo que pasó entre nosotros fue un poco inapropiado, o precipitado –seleccionaba con mucho cuidado las palabras, como cuando vendía a un cliente una supuesta rareza bibliográfica–, pero quiero que sepas que yo no lo creo así. –Bebió de la copa–. Sé que nunca habíamos hablado mucho, pero yo siempre te miraba, estaba pendiente de ti… En otras palabras, siempre me has interesado. –Aguardó un comentario que no llegó–. Lo cierto es que tú debes estar pensando que nos dejamos llevar por el efecto María Conchita Alonso… –¿El qué? –El efecto María Conchita Alonso –sonrió y se apresuró a explicar–: así le dice un amigo a estas situaciones, a la situación del sábado: “Una noche de copas, una noche loca” –citó la canción–. Pero yo no creo que ese sea nuestro caso. –¿No? –No. Por lo menos yo no lo siento así. –Y entonces, ¿cuál es la situación? –Bueno, tú y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, hay cierta confianza, algunos gustos comunes… –¿Si? –Sí. –¿Y qué quieres, entonces? –Lo interrumpió Claudia Patricia y cruzó las piernas. Trataba de recordar si María Conchita Alonso era cubana, venezolana o de Miami. –Voy a ir al grano: lo que quiero es que me dejes tratar de que nos acerquemos, de me quieras. –La miró a los ojos–. Entiendo porque saliste corriendo de mi casa, no tengo muy buena fama, lo sé, y además hace frío y es vieja – sonrió y se recostó en el espaldar de la silla–. Lo cierto es que lo que yo quiero contigo es construir una relación, pensar en que formalicemos algo.

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Claudia Patricia tomó su copa: –¿Formalizar? –Es una manera de decirlo. –Incorporó el tronco y apoyó los antebrazos en la mesa–. Yo ya no soy un hombre joven y me gustaría sentar cabeza, compartir –recalcó–, y tú has sido siempre mi sueño inalcanzable. Hasta ahora. Mi amor platónico –agregó. –¿Platónico? –Bebió. –Hasta el sábado, sí –sonrió sin malicia, acariciándose la barba canosa, muy corta–. Yo siempre he sabido de ti, a través de tu padre, siempre te he visto… No somos extraños y lo que pasó el sábado, no sé, de alguna manera lo prueba. ¿Por qué crees que abrí mi cuenta en tu banco? –Para no tener que hacer fila. –¡Las filas! Tú eres la gerente, no una de las cajeras. ¿Crees que sólo he ido al banco las veces que te he saludo? –No lo sé. –Yo voy mucho, todos me conocen. Y te miro. Y cuando se presentó la posibilidad de que bailáramos, yo sentí que era mi momento. –Entonces fue una trampa –protestó Claudia Patricia. Rigoberto había ido el sábado en la mañana a su oficina para invitarla a un concierto de música cubana. Quedaron de encontrarse a las nueve de la noche en un bar restaurante del barrio Carlos E. Restrepo. –¡No! –Rigoberto levantó las manos–. No. Una oportunidad; eso es todo. Había magia en el ambiente. –Respiró ansioso y la miró–: ¿Crees que podamos? –¿Qué? –Su zapato negro se balanceaba desde hacía un minuto. –Nada especial… Salir, que te pases a veces por la librería, ir al cine. Que conversemos. –¿Y el sexo? –preguntó Claudia Patricia tras unos segundos. –Eso puede esperar. –¿Por qué? ¿Te disgustó algo? –No, claro que no. Fue una noche maravillosa –sonrió–. Es sólo que no te quiero presionar. –Ya estoy crecidita como para dejarme presionar, te lo aseguro. –Lo sé, lo sé muy bien, no me malinterpretes. –¿Y nuestra cantante será María Conchita Alonso?

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En medio de los vaivenes sentimentales de los últimos días, Claudia Patricia escuchó, con la sensibilidad exacerbada, algunos de los discos compactos que había heredado de su madre, los más románticos, y varias veces cantó con Olga Guillot: “La noche de anoche revelación maravillosa que me hace comprender que yo he vivido esperando por ti”. La mano derecha de Rigoberto atravesó el campo visual de los dos: –No, claro que no. Olvídate de María Conchita Alonso. –Está conversación es muy incómoda. –Claudia Patricia se cubrió los ojos con la mano derecha. –Pero no tiene por qué serlo. –Hablemos de otra cosa –tosió Claudia Patricia–. Mi padre quiere vender su biblioteca. –Miró la canasta con pan que había dejado el mesero. –¿Y por qué? –Porque ya no puede leer; cada vez está más impedido. Se la pasa oyendo radio y viendo televisión, al mismo tiempo y con los dos aparatos a todo volumen –se quejó. –Como lo siento –dijo Rigoberto, compungido–. Pues si la quiere vender, yo se la compró. Es una buena biblioteca, tiene maravillas ahí. –Tomó un pan y lo partió. –Y eso que lo mejor se lo robaron hace años. –Sí. Me acuerdo de lo deprimido que estuvo. –Yo todavía estoy furiosa con los ladrones –enfatizó Claudia Patricia. –¿Quién no estaría furioso? –Meneó la cabeza Rigoberto. –Y eso que la mayoría tenían el ex libris que mi mamá diseñó… Es una serigrafía. Los que te piensa vender ahora también la tienen adherida. –Ese no es un problema. A los buenos lectores les parece un detalle bonito. Podemos ir a su apartamento, cuando quieras, para avaluarla. También para conversar un rato, o leerle; me gusta mucho leer en voz alta. Y podemos cocinarle algo especial, algo que lo sorprenda. –¿Eres tan buen cocinero? –Casi todo se puede aprender en los libros. –Es hipertenso.

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–Hay muchas recetas que no le harían daño. –¿Y le pedimos la bendición? –Con el índice derecho acariciaba las hojas alargadas del bambú. –Puede ser –sonrió. –¿Siempre avalúas personalmente las bibliotecas que vas a comprar? –Procuro hacerlo. –Levantó los hombros–. A veces me ofrecen lotes de libros tan baratos que acepto lo que me piden con sólo dar un vistazo, pero no es lo habitual. –¿Y si son libros robados? –Ese es el riesgo que siempre se corre en este negocio. Es muy difícil controlar el origen de los libros. Muy difícil –reiteró–. Sé muy bien que en la biblioteca de tu padre no hay ningún libro robado. Claudia Patricia sacó del bolso la Antología Esencial de Vicente Aleixandre: –Este es el ex libris. Rigoberto tomó el libro: –No le veo problema, aunque no es de los más discretos, tiene algo hollywoodesco. –Se detuvo unos segundos en las siete letras–. Un gran poeta Aleixandre. Sus amigos se burlaban de él, decían que tenía una mala salud de hierro. –Pasó las hojas deteniéndose apenas en tres o cuatro páginas–. Le habían sacado un riñón siendo joven, por una tuberculosis, y se encerró por eso, a cuidarse, pero sobrevivió a muchos de sus contemporáneos. Dicen que se sorprendió mucho cuando ganó el Premio Nobel. –Cerró el volumen de tapas azules y levantó la vista–. ¿Es de tu padre? –Sí. –Está en muy buen estado. –Parecía sopesarlo–. ¿Cuándo quieres que vayamos a mirar la biblioteca? –Voy a preguntarle cuándo puede. –Será un placer. En la librería lo extrañamos mucho, sobre todo yo. Es un gran conversador y un hombre culto. Muy buen declamador –impostó la voz sin propósito de burla. –Sí –asintió pensativa–. ¿María Conchita Alonso es venezolana o de Miami? –No tengo la menor idea –sonrió Rigoberto–. ¿Por qué? –Por nada. Era muy sexi. Un poco vulgar. –Un poco. –Asintió como si se disculpara.

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–¿De verdad quieres la bendición de mi padre? –Eventualmente. Se va a quejar de que te estoy apartando de su lado –dijo como si fuera un comentario sin importancia. –Seguramente. –No sería así, por supuesto. –Claro que no –sonrió Claudia Patricia.

Octavio Escobar-Giraldo retrato por Pliar González-Gómez

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Después y antes de Dios, de Octavio Escobar

Jorge Franco-Ramos

S

Presentación en la Librería del Fondo de Cultura Económica. Centro Cultural Gabriel García-Márquez, Bogotá 2015

in desconocer que el lenguaje es la materia prima y la esencia de toda obra literaria, tengo la convicción, muy personal además, de que la magia de toda historia está en sus personajes. Más allá de las tramas y los argumentos, la credibilidad de lo que se cuenta está en quien lo hace, en quien vive las situaciones, en el tono que use para expresarse. Es un poco como la vida misma, donde quien tenga el poder de contar, el don de la convicción, hará posible cualquier historia por inverosímil que parezca. Así, cuando en un relato los personajes son bien logrados y consiguen hablarle al oído al lector, estos comienzan a salir de las páginas y a convertirse en lo que se dice comúnmente: en personajes reales. Esta mutación puede sonar un poco contradictoria cuando se entiende que la naturaleza propia de la literatura es la ficción y cuando, precisamente, uno de los más grandes esfuerzos por parte de autores es la construcción de universos propios y únicos, con personajes que rompan moldes y estereotipos. Es un proceso complejo en el que se busca engendrar personajes únicos sin que pierdan credibilidad, dueños de una humanidad que genere en el lector sentimientos y emociones. Un personaje bien logrado será el guía que lleve de la mano al lector por los laberintos de una trama, ya sea para mostrarle una verdad o incluso para tenderle una trampa; de su poder de convicción dependerá que el lector se

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deje llevar y lo recuerde, incluso más allá de la última página. Y hay libros, más bien autores, que combinan con destreza la construcción de una buena trama con la creación de buenos personajes. Ese es el caso de Después y antes de Dios, de Octavio Escobar-Giraldo, novela con la que conquistó en el 2014 el Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro y editada por Pre-Textos, y en la que un personaje excepcional, que a su vez actúa como narrador, nos lleva de la mano por los vericuetos y los pasadizos oscuros de una trama vertiginosa, en la que las sorpresas son frecuentes; un libro donde las páginas se devoran con avidez, sin dejar, eso sí, de degustar el sabor literario de cada renglón. Después y antes de Dios nombra lo innombrable para una sociedad pacata, rigurosa en sus principios y que esconde los pecados debajo del tapete. Y al nombrarlo lo hace sin alharaca ni señalamientos, más bien con la desvergüenza de quien se acerca a un confesionario a liberarse de sus pecados, convencido de que con el perdón y la expiación se recuperan el sosiego y la dignidad. Así es el tono que usa Octavio Escobar para desarrollar un personaje tan potente que ni siquiera necesita nombre. De ella solo sabemos, al comienzo, que tiene un apellido intachable que le significa confianza y respeto. Pero a medida que la historia avanza el personaje se va desprendiendo de las capas que lo encubren y como quien pela una cebolla, esta mujer, poco agraciada, además, se va mostrando con valiente honestidad no solo para revelarse a sí misma, sino, en contraposición, para delatar a la sociedad de la que ella misma es parte, y que juzga y discrimina sin compasión a quienes transgreden las normas. El tono, ya lo dije, contribuye por su naturalidad y por su carácter íntimo a tomar distancia de cualquier provocación o crítica marcada por el resentimiento. Esta mujer, una “doctora” como todo colombiano que se vista relativamente bien y que ejerza un puesto de mando, es también el punto de conexión entre la sociedad que señala y la otra, la señalada o la que es simplemente diferente porque es mestiza, arrabalera y pobre. De este último grupo surge otro personaje entrañable, otra mujer, esta sí con nombre, Bibiana, una “indiecita” para los que señalan, y que en oposición al mundo gris y monótono de su patrona, enriquece esta historia con color y malicia, y con una vulgaridad deliciosa no solo calienta las páginas de esta novela, sino que contrasta el rigor de una cultura falsa a través de la sensibilidad, la sencillez y el riesgo de dejarlo todo para disfrutar del presente. Las dos mujeres desafían el destino, cada una a su manera; una su destino de mujer profesional y de buena familia, y la otra, la que tiene menos que perder pero que finalmente es quien más pierde, su destino de pobre, de discriminación y carencias, es decir, su ausencia de destino. Las dos se acompañan en una relación que podría llamarse amorosa, pero que está más cargada de adrenalina, de evasión y de riesgo que de las demostraciones convencionales del amor. La misma adrenalina y el desarraigo, que son constantes en la novela, se le contagian al lector a través de una tensión muy bien manejada, de giros y

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sorpresas que surgen cuando toca, sin artificios, y con un lenguaje austero que es consecuente con la voz narradora, con el entorno y con su atmósfera enrarecida. No hay gratuidad en las situaciones ni en los personajes que ponen a andar esta historia. Todos están allí para cumplirle a la tragedia en su concepción más clásica, y también a la ironía, a la hipocresía, e incluso para reiterarle a esta mujer transgresora el riesgo de transitar en contravía en un entorno social donde la mayoría de las vías giran en un mismo sentido y en un país como el nuestro en el que las fuerzas oscuras, que tampoco son ajenas a esta historia, sobrevuelan a estos personajes como aves de mal agüero. Lo catastrófico es que esta mujer sabe del dominio de estas fuerzas y de la inercia del poder social al que pertenece y tal vez por eso, o también por su culpa, traza planes que no lleva a cabo y más bien se deja llevar por lo que vaya llegando y lo que decidan los demás. Detrás de todo este andamiaje hay un arquitecto, Octavio Escobar, que supo encontrar un tono, narrar un entorno, crear una atmósfera y parir unos personajes patéticos y conmovedores para contar una historia que revela mucho de nuestra idiosincrasia. Después y antes de Dios no dejará lector indemne, sobre todo, porque los pecados, culpas y crímenes expuestos en esta historia son también los nuestros, aunque siempre estamos con el dedo erguido, listo a disparar, para buscar a quién endosárselos.

Adalberto Agudelo-Duque, Octavio Escobar-Giraldo y Orlando Mejía-Rivera retrato por Pilar González-Gómez

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El mapa de Sara, de Octavio Escobar

Adriana Villegas-Botero

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lfredo es un adolescente de Manizales que vive por Villapilar, estudia en el Instituto Universitario, tiene una hermana que se llama Jimena, su papá se llama Alfredo y su abuelo también. Su vida transcurre entre el colegio, el fútbol y el entorno familiar, que gravita en torno al Tío Pipo, como le dice cariñosamente a Esteban, el único hermano de su papá, quien repara televisores y sufre un trastorno mental. Esa es la síntesis de esta novela de Octavio Escobar-Giraldo, narrada por un jovencito posiblemente para lectores de su misma edad. Y es que aunque el rótulo de “infantil” o “juvenil” para hablar de literatura implica una discusión, ya que todo texto en principio debe tener una calidad digna de cualquier público y por lo tanto lectores de cualquier edad deberían poder acercarse a cualquier texto sin prevención, el lenguaje de esta novela, además de la historia, hace que resulte atractiva para los jóvenes que apenas empiezan a descubrir el gusto de la lectura. La novela está construida a partir de 22 textos breves, cada uno centrado en una anécdota o relato puntual, lo que facilita que el lector joven lea un capítulo cada día hasta culminar el libro. El lenguaje es claro, lleno de referentes que puede identificar cualquier manizaleño, como las cometas de Chipre, las competencias de carritos de balineras, los almuerzos con fríjoles, arepas, aguacate y hogao y en general la vida sencilla que, por fortuna, no ocurre solo en apartamentos frente a pantallas, sino también en las calles del barrio, con amigos. En varias entrevistas Octavio Escobar ha dicho que le gusta

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reinventarse, innovar con el lenguaje y explorar posibilidades. Los lectores de otras obras suyas como Saide o Destinos Intermedios no encontrarán en El mapa de Sara nada del vértigo de novela negra de esas páginas; los lectores de Después y antes de dios encontrarán acá una visión amable de Manizales y no la ciudad de doble moral que retrató en la otra novela. Los lectores de De música ligera extrañarán en esta nueva obra los juegos postmodernos con el lenguaje. En cambio, quienes ya han leído Las láminas más difíciles del álbum quizás encuentren un hilo común con El mapa de Sara: la ingenuidad, la vida simple de la infancia y la adolescencia, la curiosidad, la vergüenza y el humor hacen parte de los cuentos publicados en 1995 y reaparecen ahora, 21 años después. ‘Club secreto de lectura’, 2017

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Comentarios a la novela “1851”, de Octavio Escobar

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a novela de Octavio Escobar es un panorama con matices y personajes. Centrada en episodios del inicio de la colonización antioqueña, crea unos caracteres que permiten ver, al través de ellos y en el solo curso de un año, los principales derroteros dramáticos de esa genta. Sinembargo, en ciertos momentos el panorama cambia de acento cuando remite a consultar el National Geographic para ver diferencias entre la guagua y el armadillo; o cuando pone a pensar en el sentido humorístico que tiene el uso de una moneda macuquina. Ello quiere decir que hay en 1851 un esfuerzo real de narración en torno a unos personajes de la época, conectados con eventos sobre la fundación de pueblos, las notas culinarias, las normas del latifundista Elías González, y los imaginarios sobre el mapa del minero ingles J. Parsons, el novelista brasileño Machado de Assis (1839-1908) en una comisión corográfica y otras exóticas definiciones astrológicas. En estos pocos ejemplos hallamos algo nuevo; descubrimos los indicios de que Escobar está irrumpiendo en otro género, el de la metaficción, es decir, en una quiebra nada fácil con la linealidad y la búsqueda de lenguajes más modernos. (...) La literatura moderna se viene nutriendo de este tipo de escritores (Auster, Gaddis, Foster Wallace, DeLillo) y de las maravillosas expediciones narrativas del español VilaMatas y del argentino Piglia, que ya conforman una obra de ineludible evocación iberoamericana. Si ello es así, solo se puede decir que la novela de Escobar es todo, menos una novela facilista. Jaime Lopera. ¿Facilista la novela histórica? (Lecturas de “El Tiempo”, 2007)

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Un siglo silenciado deliberadamente, del que algunos quieren huir, porque tal vez da claves excepcionales de esta forma violenta de ser que, a veces, abochorna. La novela tiene esa posibilidad juiciosa de trasmutar la realidad, de hacerla posible, cercana, seductora. Octavio Escobar retorna al siglo XIX, precisamente durante buena parte de la mal llamada colonización antioqueña, y va tejiendo una historia “un tanto reacia a los arrebatos y caprichos de sus voces, al costumbrismo, la onomatopeya y el folclor, simple y melodramáticamente dirá que Juan Escobar, Pablo Arango y Jorge Botero abandonaron la sabana de Las Trojas acompañados por la llovizna, descendieron por una empinada cuesta hasta el río Pozo, lo vadearon y se internaron en el pequeño llano que conduce a la quebrada de La Friolera. Desde allí acometieron el difícil ascenso a la naciente población de Salamina”. Así, entre los rezos de la tía Magnolia y la oposición al gobierno de José Hilario López, se va tejiendo un relato en el que se revelan hechos que aún ahora, casi doscientos años después, están vigentes, la propiedad de la tierra, la usurpación, la minería, la religión, los odios y las traiciones, y esa guerra partidista que tantos muertos ha dejado. Es, Sinembargo, una historia ‘nacional’ que se repite en el Cauca, en el Chocó. No está lejos de una novela histórica, pues su “acción se ubica total o por lo menos predominantemente en el pasado, es decir, un pasado no experimentado directamente por el autor”, como dice Seymour Menton en La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992. En tres partes se divide este relato. Un año –preciso– entre septiembre de 1850 y septiembre de 1851, y las remembranzas de hechos históricos, de relaciones familiares, de turbulencias ideológicas, de pobreza y afrentas que sucedieron en estos largos años de feroces guerras civiles, de rezar y pecar sin mayores contemplaciones. Es la recuperación de dolorosos y discutibles enredos, como los que se le atribuyen a Juan de Dios Aranzazu, entre otros de los personajes de carne y hueso, como el del poeta Gregorio Gutiérrez González, autor de las famosas Memorias sobre el cultivo del maíz en Antioquia.Una recuperación, además, del Quijote que nos propone, creo, una nueva lectura de esta magistral obra.    1851 es un develamiento de una época que le tomó al autor una extensa investigación de la que habla al final, en una especie de epílogo que ha titulado “Desocupado lector”. Allí advierte de sus lecturas, de los libros que “se citan en algún fragmento de las entregas mensuales que componen este folletín de cabo roto, el largo catálogo de autores de cuya autoridad abusé a través de la consulta, la paráfrasis y el saqueo”. Así, apreciados lectores, ahí tienen una novela para deleitarse y redescubrir, en sus personajes, a quienes han cobrado cierto relieve en la transcurrir de nuestra vida republicana. No tan lejana como pareciera. Luis-Fernando García N. (Le monde Diplomatique, 2016) Revista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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La lectura es agradable. Abundan los diálogos. Los personajes se expresan a si mismos con un lenguaje directo, cargado de sabor regional, pero sin el abuso de localismos propio de las novelas costumbristas. Con frecuencia, y esto es visible en las novelas decimonónicas, los diálogos se extienden innecesariamente, haciendo difícil y aburrida su lectura. En la novela de EscobarGiraldo, la narración se impulsa por los diálogos. Pero estos asumen la forma del fragmento. Son cortos, revelan situaciones específicas, iluminan sobre el carácter de los protagonistas y sobre el contexto. Con frecuencia son, en si mismos, pequeñas joyas de ingenio, microrrelatos de gran valor literario. Entreverados entre los diálogos, encontramos pequeños textos históricos y de las fuentes citadas, o tomados de la tradición oral, por ejemplo sobre cómo se prepara un plato típico, como se cura una enfermedad venérea, historias de minas, matrimonios, junturas amorosas de todo tipo; la intervención de los curas en las vidas privadas, los efectos locales de la política anticlerical del gobierno, la circulación de los chismes, las normas para fundar un pueblo, algún dato histórico sobre la Concesión Aranzazu o sobre el contrabando que llegaba a la región a través del Choco y Cartago, sobre las guerras civiles y las acciones militares (...) 1851, folletín de cabo roto, da cuenta de aquellos hechos de manera puntual, pero con un estilo juguetón y tomándose amplias licencias. Todo revela ironía y el propósito de desmitificar: el título, la paráfrasis de obras conocidas, el juego de las fuentes narrativas, los diálogos entreverados que conducen la anécdota, las jergas concurrentes, la estructura basada en fragmentos significativos. Con tales elementos, el autor configura una nueva realidad histórica, plenamente encajada en la cultura moderna; digo moderna por no decir postmoderna. Álvaro Pineda-Botero (Universidad Eafit) Arrieros, colonización y otras movidas del S.XIX. El arriero paisa se reconoce por su atuendo, laboriosidad y habilidades en los negocios. Los caldenses son conscientes que se hicieron a imagen y semejanza de los arrieros, quienes rastrillaron sus cueros por los montes del sur de Antioquia en busca de fortuna con la cual congraciar a una dama que los considerara dignos de emparentar. Bastaba que fueran unas pocas fanegadas de tierra. La misma de la que fueron excluidos por la insaciable avaricia de los criollos aventajados, representados en el siglo XIX por las Concesiones Reales y los gamonales de fusil. Los arrieros son la raza protagonista de la novela del escritor Octavio Escobar-Giraldo, 1851. Ellos tomaron rumbo seguidos por su instinto y en ocasiones orientados por los mapas a mano alzada de expedicionarios furtivos. 1851  se ambienta en el mismo año que la titula y por medio de doce entregas mensuales al estilo folletín -durante el siglo XIX fue el medio más efectivo de divulgación de textos en prosa-, entrega los relatos de un variado

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grupo de arrieros originarios de los municipios de Sonsón y Abejorral, de donde las antioqueñas parieron a quienes colonizaron las parroquias del centro y el oriente de Caldas. Estos errantes tenían dentro del sonajero el oro de las minas de Marmato. En el camino se enfrentaron a los avatares de una naturaleza inexplorada y a la combinación de las formas de “autodefensa” de la Concesión Aránzazu, que amparada en la cédula real firmada por Carlos IV en el S. XVIII, delegó en paisas berraquitos la distribución y protección de las tierras que abarcaban los paisaje escarpados de las jurisdicciones recién fundadas de Aguadas, Pacora, Neira, Salamina y Manizales. La novela se fortalece por un narrador en tercera persona que con perspectiva geográfica y social de la región, lo convierten además en historiador y biólogo de cabecera del lector embarcado en este recorrido de mediados del siglo XIX. Cada entrega mensual contiene detalles de referencia histórica que permiten comprender la convulsión política que se vivía en la Nueva Granada, con sucesos como la abolición de la esclavitud, el protagonismo de Cartago como la vedete del contrabando, la expulsión de los Jesuitas y las sublevaciones regionales (como la antioqueña) contra las decisiones de estirpe liberal tomadas por el gobierno del general José Hilario López. Como biólogo, el narrador se toma un respiro para añadir en el cuerpo de la novela sin romper la tensión, descripciones ilustrativas de la fauna y la flora presente en la geografía de los caminos recorridos por el protagonista de la obra, Juan Escobar. 1851 es una novela atípica dentro las entregas literarias del médico caldense Octavio Escobar-Giraldo. Estudiosos como los escritores Álvaro Pineda y Orlando Mejía, clasifican esta obra como novela rural de corte histórico que se desmarca de las constantes urbanas de Escobar. Hizo una apuesta arriesgada pero necesaria en la literatura ambientada en el siglo XIX, tan escasa y relegada en nuestro tiempo. Oportuno, pues la academia cuenta con un panorama limitado dentro de la literatura postcolonial en donde la crítica coincide en resaltar como las obras más representativas a Manuela (1856) de Eugenio Díaz y María(1867) de Jorge Isaacs. Además, quizás sin proponérselo, estas dos historias dan cuenta de la supremacía a cualquier costo de los terratenientes criollos desde que la nación partió cobijas con la corona española, eso sí, con ayuditas del poder político y eclesiástico. Los recorridos de Juan Escobar, la admiración y compasión que siente por su hermano, los consejos del medellinense Nicanor Duque, la relación de la arriería con el inicio de la   correspondencia a lomo de mula, las arbitrariedades formales y taimadas en la distribución de las tierras, son aspectos que hacen rebrotar las ansias de encontrar explicaciones de nuestro presente en las movidas del siglo XIX, que el ciudadano promedio conoce a lo sumo por la independencia de la corona española y la constitución política de 1886 en el gobierno Núñez. Los diálogos de los protagonistas se nutren de sus apreciaciones políticas planteadas con desparpajo, mejor dicho, cargadas de emociones con ese toque de exageración que desde entonces nos caracteriRevista Aleph No. 183. Año LI (2017)

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zan, donde los calificativos solo pueden ir de lo paradisiaco a la tierra arrasada, sin escala de grises. La importancia de la novela de Octavio Escobar radica en que no le bastó replicar elementos postcoloniales ambientados en otra historia de ficción. No se quedó en el costumbrismo y decidió ahondar en la colonización antioqueña, dejando el rol del arriero en sus justas proporciones: hombres trabajadores desprovistos de riqueza y con el carácter para exigir respeto por lo labrado honestamente. Esta batalla del campesino por obtener y perdurar en un pedazo de tierra se asimila, pero con otros instrumentos, a los reclamos contemporáneos de justicia que han visto la luz gracias a los avances de la política de restitución de tierras. Bien lo mencionó el escritor Esteban Carlos Mejía en su columna sabatina en El Espectador (03/06/2016), “Yo colonizo, tú me expropias…”, en donde con ojos desapegados de la temática manifestó: “Los crímenes, injusticias y engaños de la Concesión Aranzazu, a mediados del siglo XIX, en nada desmerecen de los delitos, abusos y artimañas de la restitución de tierras en los montes de María, ahora, en 2016, más de 160 años después de los sucesos de 1851”. Ilustre Esteban, habrá querido decir “artimañas” del despojo. Octavio Escobar tiene sus credenciales. En 1997 ganó el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura en la categoría de cuento. En el año 2002 con su novela el Álbum de Mónica Pont se llevó el octavo bienal nacional de novela José Eustasio Rivera. Con Después y antes de Dios obtuvo en España en el año 2014 el Premio Internacional de Novela Corta ciudad de Barbastro y el Premio Nacional de Novela. La versión actual de 1851 con Desde Abajo, corresponde a una nueva edición de la novela que ya había visto la luz en el año 2007 con Intermedio. Algo debe ir de La Voragine al despojo de tierras para que tengamos de nuevo la oportunidad de conocer la pertinente obra de Octavio Escobar-Giraldo, 1851. Sergio E. Rodríguez-Tovar (La silla vacía, 2017)

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Dos voces, un ámbito (por: Valentina Marulanda. Publicado en el periódico “La Patria”, Manizales, 26 de marzo de 2008). Dos de los escritores más interesantes de Colombia en este momento los tiene Manizales: Orlando Mejía-Rivera y Octavio Escobar-Giraldo. Dos de los escritores más interesantes de Colombia en este momento los tiene Manizales: Orlando Mejía-Rivera y Octavio Escobar-Giraldo. Médicos ambos, el primero ejerce la profesión desde su costado más humanístico y ha hallado en la fascinante cantera de su oficio una de las vías de penetración de su obra ensayística y narrativa. Después de esa pequeña joya que es “Pensamientos de guerra”, entrega ahora, en el sello Bruguera, otra nouvelle: “El enfermo de Abisinia” , sobre Artur Rimbaud. A partir de una hipótesis médica que el lector sólo conoce a última hora, sobre el mal que aniquiló al genial y precoz poeta francés, Mejía-Rivera arma un acertijo que cruza la vida, la enfermedad y la muerte de este hombre que, a los 20 años, con dos obras maestras, cerró cuentas con la literatura, y a los 30 aban-

Notas donó bohemia y amigos para refugiarse en Etiopía. Mediante el recurso de documentos, casi todos apócrifos, cartas y artículos de prensa, se cotejan dos visiones, dos juicios, dos aproximaciones antagónicas: una es la representada, difundida y perpetuada hasta el día de hoy por el más urticante conservadurismo francés de finales del siglo XIX, según el cual Rimbaud, el pervertido, el decadente, el mafioso, habría muerto de sífilis, enfermedad maldita y repugnante utilizada entonces en Francia “como una especie de arma ideológica contra los que cuestionan los poderes de la sociedad tradicional”. Otra, la del hombre de bien, honesto, estudioso del Corán y siervo de Alá, es la que el autor pone en boca de un médico, también apócrifo, alter ego de Mejía-Rivera, quien habría tratado a Rimbaud y quien suscribe, basado en un conjunto de síntomas y signos, el diagnóstico letal por plumbismo, envenenamiento por plomo, o saturnismo, término éste, por cierto, más sugestivo, por aquello de los “Poemes saturniens” de Verlaine, quien fuera su entrañable amigo. Un cierto suspenso, a

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partir de la sífilis, enunciada desde un principio, hasta el dictamen médico final, conduce el interés que suscita esta hermosa, inteligente y bien tejida narración, en la que un autor tocado por el talento rinde tributo a otro: “Esa extraña criatura portentosa (...) ese hombre que vino al mundo como la exhalación de un cometa proveniente de una estrella desconocida y misteriosa”. Aunque caldense hasta la médula, Octavio Escobar-Giraldo había incursionado en una narrativa despegada de lo regional y local. Sus cuentos y novelas, de alcance más bien cosmopolita y citadino, tenían como referencias el cine, la música, el erotismo, y como protagonistas y destinatarios a los jóvenes: el presente, pues. Ahora, con “1851 Folletín de cabo roto” (Intermedio 2007), da un giro vertiginoso, echa un vistazo al pasado y conjura esa herencia histórica y cultural tan poderosa que significa proceder de las “duras y austeras montañas de Antioquia donde no es blando ni el paisaje”, para tomar las palabras de Héctor Abad-Faciolince. Sí, de la Antioquia que se hizo grande por la vía de la colonización y llegó hasta Salamina y Pácora, por esas breñas se despliega esta obra concebida como un folletín en entregas, que recorre un año de aventuras y andanzas de campesinos, labriegos, agricultores, y también bestias, mulas, perros que, de manera sugestiva tienen su identidad y su papel en la narración, con la guerra, siempre la guerra, como telón de fondo. Novela pues rural, de dimensión social e histórica, pero centrada en la gesta menor, en los anhelos, ambiciones y frustraciones de un puñado de hombres y mujeres: “Estas montañas son el futuro, Juan// Seguramente, pero el mío está embolatado”,

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es un diálogo que refleja el pesimismo de este muy bien logrado personaje que es Juan Escobar. Obra ambientada en el habla, en el decir de un pueblo, en la que Caldas y Antioquia no son expresadas en el paisaje ni en la geografía sino en su ser verbal. En el decir, en esa singularísima manera de decir, donde se decide todo, donde toma entidad la cosmovisión de una gente emprendedora y recia. Y así el autor ha construido una original y estupenda novela, la mejor, a mi juicio, de su catálogo, y con la cual salda, con creces, una deuda personal. Octavio Escobar-Giraldo, poeta (por: Felipe García-Quintero, Universidad del Cauca). Mientras otros narradores consagrados lo dan hacia atrás, el salto de Octavio Escobar-Giraldo a la poesía es hacia adelante. Lo comprueba la publicación de su primer libro de poemas: “Historias clínicas”, título con el que obtuvo el VI Premio Nacional de Poesía convocado en 2016 por la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez a obra inédita. La noticia pudo sorprender, por tratarse de un solvente escritor que no había dado muestra de su interés creativo por este género, y eso despierta cierto asombro en nuestro medio, despojado de editores, y en los pocos lectores del género, incluso entre el mismo gremio que no estima la poesía como un factor de originalidad que al cabo define el universo literario con rasgos singulares, basado en asimilar diversas influencias, como sostiene Harold Bloom. Baste recordar la ascensión al cielo de Remedios “la bella” para comprender el papel de la poesía en otros ámbitos artísticos, y más aún el lugar de oculto privilegio que ocupa en la formación de un escritor.

Cuando yo supe del fallo, dado por un jurado de gran nivel, conformado por poetas y narradores al mismo tiempo, como son Luis García Montero y Pablo Montoya, además de Rómulo Bustos, poeta y pintor, recordé el puñado de poemas que Octavio había publicado a mediados de los noventa, incluidos en un volumen colectivo titulado “La manzana oxidada”, cuyo tono no delataba inexperiencia, mas sí un poco de experimentación. En su conjunto eran poemas breves y algo formales, es verdad, y no solo por estar bien escritos y contar por entonces con un acento particular, sino por lo que sugerían decir desde el margen moderno de quien mira al sesgo pero vigilante de la tradición poética de su país. De ese ejercicio inicial acaso se deriva la intención de escribir un libro orgánico, de unidad temática diversa por el eje del cual gira: la enfermedad, como el que yo leí con la expectativa de encontrarme tal vez con la obra residual del narrador, pues Antonio María Flórez había deslizado un dato que me hizo suponer lo que nunca hallé: si bien “Historias clínicas” no es de modo alguno nada marginal del universo literario de Escobar-Giraldo, por lo contrario, constituye un espacio propio y autónomo de su obra, vinculado por supuesto a su experiencia personal y profesional de médico. “Concebido inicialmente como un libro de cuentos —sostiene Antonio María— se adecuaba más al registro poético”. Y el resultado fue un acierto, ya que el poeta Octavio Escobar-Giraldo ni elude la ambigüedad poética que poco tolera la ficción narrativa, ni sólo incurre en la mera descripción; tampoco acude a la mixtura de géneros al no concebir, por

ejemplo, prosas líricas, poemas en prosa o líneas de prosa cortada, y consigue en cambio que cada uno de los 37 poemas de su libro alterne, según el caso clínico, con dos elementos característicos de la poética moderna: analogía e ironía, los caminos de la poesía en Occidente desde el romanticismo hasta la vanguardia; un proceso social, cultural, político y religioso que explicó Octavio Paz en las Charles Eliot Norton Lectures en la Universidad de Harvard, origen de los ensayos de su célebre libro “Los hijos del limo” de 1974, dedicado a pensar la modernidad en el pensamiento poético. Porque elegir la poesía para revelar esa vida que resta en personas recluidas en un hospital, es buscar inscribir la memoria de los seres anónimos, semejante pero diferente al modo en que Edgar Lee Masters lo hace en su “Antología de Spoon River”, cuando el lector recorre las páginas que testimonian y mitifican la visita al campo santo para leer en las lápidas la historia de cada paisano y contar con ello la vida del pueblo y el ser de todo un país, de un tiempo y su mundo. Un mundo fantasmagórico por las honduras que alcanza a tocar, del que sospechara R. H. Moreno Durán proviene Comala de Juan Rulfo. Si bien Octavio Escobar rinde tributo a los habitantes de Spoon River en la dedicatoria de su libro que también recorre una galería de nombres con su edad, nuestro poeta procede con otros recursos, ya que no da la voz, sino que escucha para prestar la suya y así no incurrir en esa impostura tan legitimada y convincente de hablar por otro. De este modo se cuenta cada historia desde una posición marcada por la circunstancia del paciente, espacio humano donde los contornos de la vida y la muerte parecen

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perder sus linderos. Un libro de tan cuidada confección y estructura me hizo recordar el tópico recurrente en la literatura latinoamericana del siglo XIX (verbi gratia “María”, “Amalia”, “Cecilia Valdéz”); novelas donde la trinidad terrenal se instaura: enfermedad, paciente y médico. Ahora son otras las miradas que comparten ese aire de familia surgido de la vida cotidiana en su expresión más sensible frente al dolor físico, la dolencia espiritual y la muerte natural o violenta. Destaco “Diario de los seres anónimos” de Omar Ortiz o “La sal de la locura” de Freddy Yessed, y un volumen olvidado de ese grande poeta que es Helcías MartánGóngora, dedicado a los enfermos de una unidad siquiátrica. Por la obviedad del lugar común omito mi elogio, además de innecesario, a “Reseña de los hospitales de ultramar” de Álvaro Mutis. Estos son algunos eslabones de la tradición poética en Colombia que honra el libro seminal de poemas de Octavio Escobar-Giraldo. La obra de Adalberto Agudelo-Duque (por: Adalberto Agudelo-Cardona). Para abordar una obra literaria, hay planchas, garfios, cuerdas y escaleras de mano en cantidad igual o mayor a la de los términos que pueden usarse para definir el fondo de esa misma obra. De hecho, habrá tantos abordajes como lectores lleguen a aprehenderla. Sinembargo, de todas esas palabras, solo unas pocas alcanzan el estado de Hechizo Mágico capaz de develar el misterio de la obra. En el caso de la extensa producción literaria de Adalberto Agudelo-Duque, tanto en el campo lírico como en el narrativo, El Hechizo es uno solo, y poderoso,

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por añadidura: Es la Ciudad. Desde aquella sobrecogedora y poco conocida introducción literaria, fruto puro y notorio del autor que vivió en carne propia los sesentas y que se titula “Suicidio por Reflexión”, pasando por la poesía enmarcada entre asfalto, ventanas y fantasmas de “Los Espejos Negros” y “Una Puerta en la Calle 74”, hasta la visión barroca, muy urbana, de las historias contadas en “De Rumba Corrida”, es la ciudad el Leit Motif que enlaza relatos y poemas. La ciudad mágica que guía los pasos del enamorado hasta su amada, la ciudad ominosa, gótica, que oscurece el horizonte del pensador. La ciudad en ciernes por la que viven y mueren los colonizadores. O la ciudad futura donde el porvenir tiene toda la fuerza para sostener la perpetuación del amor. Siempre la ciudad. Y aunque sin nombre y ubicación definidos, se trata en casi todas las ocasiones de la misma ciudad: la Manizales natal del escritor, “(…) Herida horizontal en mitad de la montaña (…)”, que ha sido maestra, muy estricta la mayoría de las veces, para Adalberto Agudelo-Duque. Quedan los otros abordajes, los otros barcos en los cuales navega con propiedad: El Ensayo, La Historia, La Literatura para niños en la que ha conquistado algunos galardones importantes como el Premio nacional de Literatura infantil patrocinada por Confamiliares del Atlántico, 2004. En un mundo de niebla y roca, de frío y soledad, el fútbol se convierte en la pasión, en el motor que impulsa los corazones y las mentes de personas cuya vida cotidiana no es más que una sala de espera antes del momento supremo de los pases, los cabezazos, de dominar la

esférica para dirigirla al ansiado y esquivo golazo. Hombres que cambian la pala, la maceta, el tractor por el mediocampo, la defensa o la ingrata y solitaria posición de guardameta. No son jugadores profesionales, no son superestrellas, pero juegan con y por amor: al juego, al balón improvisado, a la emoción pura de jugar por jugar, aunque tras el pitazo final no quede más que la rutina del tractor, la maceta, la pala, de la vida cotidiana tan gris o tan colorida como las almas que la viven. “Pelota de trapo” es más que una novela: es una crónica de la vida del hombre común, del trabajador, contada desde el fútbol, pero el verdadero, el que juegan los amigos, los compañeros, los que saben que los goles no son para cobrar en efectivo sino para llenar el alma. “El álbum de Mónica Pont”, de Octavio Escobar (por Antonio-María Flórez). La novela es el largo prólogo de una presunta segunda edición de “El Álbum”, que escribe un autor innominado para un grueso manojo de hojas que Leonel Orozco le ha enviado desde Tánger, y que tiene un gran éxito al ser publicado en España... Mónica Pont es sólo un recurso, un artilugio, para crear la novela, el verdadero protagonista de la misma es Leonel Orozco, un escritor colombiano que se obsesiona con la actriz y escribe sobre ella una especie de diario emocional, “El Álbum”. Pero “El Álbum” es también la historia de su desgarramiento interior, de su desarraigo, de su trato con la Madrid que lo emociona, y también de su relación con Tayzha, una bailarina magrebí que conoce en un cabaret, que lo hace vivir y sentir una forma escandalosa de la felicidad. Octavio Escobar construye una obra

que recrea otra de las grandes cosmópolis contemporáneas, tal como hiciera con New York en El último diario de Tony Flowers y con la ciudad del centro comercial de Hotel en Shangri-Lá, su reciente Premio Nacional de Cuento de la Universidad de Antioquia. Esta ciudad fragmentaria, descrita con una prosa concisa y precisa, recoge las características esenciales de la posmodernidad. Octavio Escobar-Giraldo entrevistado por Manuel Arranz (“Letralia”, 2016). MA: En primer lugar hablemos, si le parece, de la novela, de las condiciones de posibilidad de la novela, si es que puede hablarse en estos términos. En su opinión, ¿es cierto, como se solía decir en el siglo pasado, que la novela necesita un caldo de cultivo, que la novela florece en épocas difíciles, épocas convulsas social y políticamente hablando, y que las épocas de relativa bonanza, si bien es cierto que cada vez tenemos menos, no la favorecen precisamente? OEG: No me atrevo a afirmar que la novela necesite de un caldo de cultivo particularmente difícil para surgir, por lo menos desde un punto de vista general. Sí nace, y esto es evidente, de los desacuerdos que todo creador construye con su entorno, de sus insatisfacciones y rebeldías, y por supuesto de los desajustes personales y sociales que son la base de sus personajes. Una novela es un complicado sistema de preguntas y respuestas que tiene validez cuando reta al lector y cuando, y esto es muy importante para mí, le genera placer, ese gozo particular que solo se encuentra en la narrativa. MA: La novela siempre ha proporcionado argumentos al cine, y ya sabe lo

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que se dice, que de una buena novela siempre sale una mala película y viceversa. Pero lo que yo quisiera preguntarle es otra cosa. ¿Qué es lo que aporta el cine a la novela? Porque creo que usted ha dicho en alguna ocasión que el cine es una de sus fuentes de inspiración, y esta novela, Después y antes de Dios, es bastante cinematográfica. OEG: Sí, fui cineclubista y soy un apasionado del ritual cinematográfico en todas sus facetas, tanto las frívolas como las serias. Creo que el cine ha permitido que recursos literarios de vieja data, la elipsis por ejemplo, sean más comprensibles para el lector, y es natural porque D.W. Griffith, quien sistematizó el lenguaje cinematográfico, admitía que sus recursos provenían de La Biblia y las novelas de Dickens, de la truculencia propia de los folletines del siglo XIX. Hablamos entonces de literatura popular alimentando un arte, el cine, que surgió en los extramuros. De otro lado, y esto es, quizá, lo más importante, no podemos perder de vista que escribimos para lectores-espectadores que tuvieron como niñera al televisor. El cine, la televisión, internet y la literatura son vehículos narrativos que obligatoriamente comparten públicos y recursos.

sirvieron de base a la novela, la mujer que asesina a su madre y la vela durante días y el sacerdote que recoge dineros de sus feligreses y huye con una gran suma, son posibles por una idea de Dios que nos antecede, que elaboramos mientras vivimos y que en muchos momentos nos deja de importar para regresar con fuerza vindicativa, una fuerza que justifica perfectamente la mayúscula. Nos educan para un Dios atemporal pero los seres humanos somos históricos y, por supuesto, mortales. En un plano más justo, la protagonista y narradora de la novela utiliza la expresión cuando explica sus actos, cuando nos hace partícipes de su forma de entender la religión. MA: Otra cosa que me ha gustado mucho en esta historia algo truculenta son las citas de la Biblia de que está salpicada. Hoy ya nadie lee la Biblia en España. ¿Se sigue leyendo en Colombia? ¿Se lee más la Biblia cuando se vive más cerca de la muerte?

MA: Me gusta mucho el título de su novela, Después y antes de Dios, pero yo lo entiendo, como cualquier lector por lo demás, a mi manera. ¿Cómo lo explicaría usted, sin olvidar, por supuesto, la mayúscula de Dios?

OEG: En Colombia se sigue leyendo La Biblia, claro que sí. La iglesia católica participa en los grandes debates nacionales e influye muchísimo en los procesos educativos. Y otras formas de cristianismo también ganan terreno. Y la lectura personal de La Biblia no es rara, y puede generar interpretaciones bastante curiosas. No sé si la muerte acerca a La Biblia. Creo que acerca a una idea de Dios, a una busca sobrenatural de auxilio que identificamos con Dios.

OEG: Tengo que admitir que al principio fue una especie de capricho, un título de trabajo que provenía de una frase de Juan Carlos Onetti, “Después y antes del sol”. Tenía y creo que sigue teniendo sentido, porque las anécdotas reales que

MA: Hablemos de los personajes. Yo creo que sus personajes, como también me pareció en Saide, no son exactamente inventados. Y como pasa en la vida real, no los conocemos por sus pensamientos, a los que habitualmente no te-

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nemos acceso, sino por su fisonomía, por su forma de hablar, por lo que dicen y por cómo lo dicen. OEG: Mis personajes nacen de la observación de la realidad pero no son personas específicas. Tomo de aquí y de allá, un gesto, una actitud, y van formándose, al principio con costuras burdas, como las de la criatura de Frankenstein de la serie B, después ya perfilados, cabales, y como en buena parte de la novela negra, que es una de mis pasiones, se expresan a través de su comportamiento, de su manera de hablar, de sus muletillas. Muchas veces se dijo que los diálogos rara vez funcionaban en nuestro idioma; a mí me gusta contradecir esa afirmación, dejar que los lectores escuchen a mis personajes. Y también los vean. MA: Vayamos a las citas. Mujeres, escritoras, de distintas nacionalidades, y dos de ellas monjas. OEG: Después y antes de Dios es protagonizada y narrada por una mujer y me pareció apropiado hacerla dialogar con otras voces femeninas. Este diálogo implica intertextualidad, ironía, anticipo, incluso cierta alusión a la vida personal de alguna de ellas. Dada la omnipresencia de Dios en la novela, las citas de Sor Juana y la madre Josefa del Castillo eran inevitables, tan necesarias como la presencia de El Greco. MA: No sé si pensando en Sor Juana Inés de la Cruz y la comedia de enredo que usted cita, Los enredos de una casa, su novela podría calificarse también de novela de enredo, y si tiene algo de parodia de un género. Aunque qué difícil es parodiar hoy la realidad. OEG: ¿Qué novela no es, en cierto sentido, una novela de enredo? Y aquí tene-

mos un mundo cerrado, traspasado por el crimen, que se convierte en metáfora de un mundo mayor y, en últimas, del mundo enrevesado en que vivimos. MA: ¿Piensa usted, yo no lo pienso, que la función de la novela consiste en entretener al lector, en proponerle una válvula de escape de la realidad? ¿O por el contrario que sirve para enfrentar y afrontar esa misma realidad, tan cruda casi siempre, para entenderla un poco mejor, para perdonarnos incluso? OEG: Pienso que la novela es un placer complicado, rara vez escapista, entre otras cosas porque escapar también es suscribir la realidad, comentarla. La novela es otra realidad, espejo de la nuestra, o, para ser más precisos, espejo de la que nosotros percibimos, y leer es establecer relaciones, comparar; imaginar sobre todo. Que disfrutes las historias y las hagas tuyas, desde el placer, debería ayudar a entender cómo perciben los demás las diferentes realidades del mundo. MA: Y para terminar, una pregunta capciosa. Yo no sé si la novela goza de buena salud, yo diría que sí, y no estoy hablando de los best sellers sino de todo lo contrario, de muchas de las impagables novelas del siglo pasado, Modiano es sin duda un buen ejemplo de ello, pero ¿tiene futuro la novela? ¿No se está desvirtuando como tantas otras cosas? No hace mucho tiempo que se decía que la historia se leía mejor en las novelas que en los libros de historia. Hoy no parece que siga siendo así. OEG: La novela moderna nació en crisis. Un autor añoso decide burlarse de las novelas de caballerías y escoge la locura como vehículo para su crítica. También decide que el lector no sabrá

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quién narra, y ese o esos narradores a veces olvidan cosas, se confunden, alteran geografías, intercalan otras historias, se desmienten. Y ese autor desahuciado termina contando su tiempo y su país, y la condición humana, de una manera

desordenada y genial. La crisis, la libertad, incluso el fracaso, son la esencia de la novela, y sus vaivenes necesariamente invitan a hablar de mala salud. Lo cierto es que nos gusta oír la voz de ese paciente que se la pasa saliendo de la sala de cuidados intensivos.

Patronato histórico de la Revista. Alfonso Carvajal-Escobar (‫)א‬, Marta Traba (‫)א‬, José-Félix Patiño R., Bernardo Trejos-Arcila, Jorge Ramírez-Giraldo (‫)א‬, Luciano MoraOsejo (‫)א‬, Valentina Marulanda (‫)א‬, José-Fernando Isaza D., Rubén Sierra-Mejía, Jesús Mejía-Ossa (‫)א‬, Guillermo Botero-Gutiérrez (‫)א‬, Mirta Negreira-Lucas (‫)א‬, Bernardo Ramírez (‫)א‬, Livia González, Matilde Espinosa (‫)א‬, Maruja Vieira, Hugo Marulanda-López (‫)א‬, Antonio Gallego-Uribe (‫)א‬, Santiago Moreno G., Rafael Gutiérrez-Girardot (‫)א‬, Ángela-María Botero, Eduardo López-Villegas, León Duque-Orrego, Pilar GonzálezGómez, Graciela Maturo, Rodrigo Ramírez-Cardona (‫)א‬, Norma Velásquez-Garcés (‫)א‬, Luis-Eduardo Mora O. (‫)א‬, Carmenza Isaza D., Antanas Mockus S., Guillermo PáramoRocha, Carlos Gaviria-Díaz (‫)א‬, Humberto Mora O. (‫)א‬, Adela Londoño-Carvajal, Fernando Mejía-Fernández, Álvaro Gutiérrez A., Juan-Luis Mejía A., Darío ValenciaRestrepo, Marta-Elena Bravo de H., Ninfa Muñoz R., Amanda García M., Martha-Lucía Londoño de Maldonado, Jorge-Eduardo Salazar T., Jaime Pinzón A., Luz-Marina Amézquita, Guillermo Rendón G., Anielka Gelemur-Rendón (‫)א‬, Mario Spaggiari-Jaramillo (‫)א‬, Jorge-Eduardo Hurtado G., Heriberto Santacruz-Ibarra, Mónica Jaramillo, Fabio Rincón C., Gonzalo Duque-Escobar, Alberto Marulanda L., Daniel-Alberto Arias T., José-Oscar Jaramillo J., Jorge Maldonado (‫)א‬, Maria-Leonor Villada S. (‫)א‬, Maria-Elena Villegas L., Constanza Montoya R., Elsie Duque de Ramírez, Rafael Zambrano, José-Gregorio Rodríguez, Martha-Helena Barco V., Jesús Gómez L., Pedro Zapata P., Ángela García M., David Puerta Z., Ignacio Ramírez (‫)א‬, Georges Lomné, Nelson Vallejo-Gómez, Antonio García-Lozada, María-Dolores Jaramillo, Albio Martínez-Simanca, Jorge Consuegra-Afanador (‫)א‬, Consuelo Triviño-Anzola, Alba-Inés Arias F., Alejandro Dávila A.

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Adalberto Agudelo-Duque, Octavio Escobar-Giraldo y Orlando Mejía-Rivera retratos por Pilar González-Gómez

No.183

Contenido

Monográfico dedicado a la obra de los escritores Adalberto AgudeloDuque, Octavio Escobar-Giraldo y Orlando Mejía-Rivera Manuscritos autógrafos, integrados /Adalberto Agudelo, Orlando Mejía, Octavio Escobar/ Tres escritores nuestros, galardonados y de ámbito amplio /Carlos-Enrique Ruiz/ Reportajes de Aleph/ Orlando Mejía-Rivera, la pasión por el ensayo /Carlos-Alberto Ospina H./ O.M.R.: Cronología y premios alcanzados Fragmento de novela histórica inédita que recrea la vida del médico Galeno /Orlando Mejía-Rivera/ Hannes Heinz Goll: el vagabundear del artista /Orlando Mejía-Rivera/ “Pensamientos de guerra”, de O.M.R.: ¿Cómo nombrar lo indecible de la violencia colombiana? /Fernando Reati/ “El enfermo de Abisinia”, de O.M.R.: Reseña /Carlos-Enrique Ruiz/ Reflexiones sobre la obra de Adalberto Agudelo-Duque /Jairo Ruiz-Mejía/ A.A.D.: Obras publicadas y distinciones Semillas /Adalberto Agudelo-Cardona/ El sancocho: teoría del cuento /Adalberto Agudelo-Duque/ A favor de la amistad /Mario-Hernán López B./ O.E.G.: Libros y distinciones El ex libris /Octavio Escobar-Giraldo/ “Después y antes de Dios”, de O.E.G. /Jorge Franco-Ramos/ “El mapa de Sara”, de O.E.G. /Adriana Villegas-Botero/ Comentarios a la novela “1851”, de O.E.G. /Jaime Lopera, Luis-Fernando García, Álvaro Pineda-Botero, Sergio E. Rodríguez-Tovar/

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NOTAS

/Dos voces, un ámbito; por Valentina Marulanda/ Octavio Escobar-Giraldo, poeta; por Felipe García-Quintero/ La obra de Adalberto Agudelo-Duque; por Adalberto Agudelo-Cardona/ “El álbum de Mónica Pont”, de O.E.G.; por Antonio-María Flórez/ Octavio Escobar entrevistado por Manuel Arranz/

Patronato histórico de la Revista Revista Aleph No. 183 (octubre/diciembre 2017; Año 51)

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