Título: APIS SAPIENS. Autor: Viriato Colmenero
[email protected] Editorial: Autoedición alojada en http://apissapiens.blogspot.com.es/ Edición: Versión 2.0 Mayo 2014. Edad recomendada: A partir de 12 años. Portada: Composición con imagen de Sam Droege. Imagen macro de un ejemplar de Apis Mellifera. http://www.flickr.com/photos/usgsbiml http://www.flickr.com/photos/usgsbiml/8682047014/
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APIS SAPIENS Viriato Colmenero
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“Sin abejas, la humanidad desaparecería en cuatro años” Anónimo falsamente atribuido a Albert Einstein.
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ÍNDICE 1 Primer ataque 2 Levantamiento 3 El aviso 4 Investigación 5 El informe 6 Inteligencia colectiva 7 El laboratorio 8 Segundo ataque 9 Restos de la batalla 10 Fase C 11 Actuación judicial 12 En el chozo 13 La caza del enjambre 14 Ensayo del inhibidor 15 Invitados por el BRIM 16 Quemorro 17 No huyas hacia arriba 18 y…tres Epílogo PUNTUALIZACIONES GLOSARIO APÍCOLA GLOSARIO VERATO
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7 12 19 22 25 28 33 38 45 51 56 60 71 80 84 94 103 109 117 119 120 121
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1. Primer ataque. La chicharra se afana en atronar el pinar con su canto rasgado, monótono y penetrante. Hace calor. Dentro del traje de apicultor, un sudoroso Mateo sopla con el ahumador unas cuantas bocanadas de humo sobre los cuadros de la colmena. Enseguida se despejan de abejas. Siguiendo el proceso habitual, mueve ligeramente con la espátula un cuadro, haciendo palanca con los contiguos a fin de romper la capa de propóleos que los mantiene unidos como pegamento. Entonces puede extraerlo para observarlo por los dos lados. Satisfecho, comprueba que la cosecha este año va a ser excelente. El cuadro tiene todas sus celdas llenas de miel y tienen su opérculo, ya las abejas han tapado el valioso producto con un tapón de cera para que así esté perfectamente conservada. En un par de semanas, procederá a la castra del colmenar, la recogida del tributo que les hace pagar a las abejas por darles cobijo, alimento en invierno, cura contra las enfermedades… es un precio ventajoso para Mateo, habida cuenta de la cantidad de abejas que tienen que trabajar –y morir‐ para conseguir una cucharadita de miel. Ha abierto diez colmenas, le quedan otras tantas en su colmenar. Sigue examinándolas someramente, solamente por el gusto de comprobar que, de nuevo, sus colmenas le van a dar un rendimiento de –estima a ojo de buen cubero‐ más de quince kilos de miel cada una. Canturreando la jota del Uno, abre la colmena que está en el medio del colmenar, la niña bonita. Toda la primavera ha sido la que mejor ha progresado, más que ninguna. En cuanto echa las primeras bocanadas de humo por la piquera, nota algo extraño. La colmena se ha puesto en murmullo, lo normal. Lo que ocurre es que este murmullo es distinto. Suena mucho más profundo y con mucha más potencia. De hecho, se eleva por el resto del
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abejeo del resto del colmenar. Extrañado, Mateo, abre la tapa y observa que la población en ella es aún mayor de lo que se esperaba. No se ven los cuadros de la cantidad de abejas que hay. “Podría haberles puesto otra alza, una de las pequeñas”‐ Piensa. Les envía una buena humarada solo por sacar otro cuadro y darse el gusto de ver los cuadros rellenos de miel, en espera de la castra. Espera a que se retiren las abejas un poco para repetir la operación de separar el cuadro y examinarlo. Más extraño todavía, de repente las abejas –todas‐ desaparecen en el interior de la colmena, han dejado el alza superior totalmente vacía y Mateo las puede ver intentando apiñarse más aún en el fondo de la caja, prácticamente formando una masa sólida. De improviso, el zumbido. Si el murmullo ya era inusual, este ruido creado por miles de individuos totalmente sincronizados es algo que Mateo no había oído antes en sus más de cuarenta años de apicultor. Es como si hubiera una excavadora o un camión acelerando allí mismo. Totalmente ensordecedor, con un sonido agresivo y amenazante. Las abejas desde el fondo de la caja zumban en un tono monótono y grave, transmitiendo una energía que hace vibrar el suelo. Apenas puede pensar con claridad, el sonido vibrante le bloquea el entendimiento. El viejo apicultor, que se jactaba con sus amigos del Hogar del Jubilado y con sus nietos que a veces va solamente con careta y sin guantes a ver a sus colmenas, tiene miedo. El ruido sordo y sólido se instala en sus oídos apartando cualquier otra cosa de su cabeza y solo acierta a colocar la tapa de la colmena apresuradamente y alejarse del colmenar. Ni una abeja ha intentado picarle ni siquiera merodear a su alrededor, lo que le inquieta más todavía. Normalmente cuando uno va al colmenar hay una decena o más de abejas que a pesar
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del humo y de los cuidados que se tengan, identifican al intruso como agresor y se lanzan al ataque, aún cuando el picotazo significa la propia sentencia de muerte del animal; su aguijón se desprende junto con la mitad del sistema digestivo y se queda clavado en la piel del atacado, esta parte del cuerpo de la abeja brutalmente arrancada permanece aún viva y bombeando veneno mientras su dueña ya está muerta. Es la labor de las guardianas, su sino y su labor que cumplen con extraordinario celo, diseñadas para ser lo más persuasivas posible contra los grandes vertebrados que asaltan las colmenas para robarles la miel desde hace miles de años. Mateo está ahora junto al coche, a cien metros del colmenar. No sabe lo que ha ocurrido. Está parado junto al vehículo, sin decidirse a quitarse el traje protector. Al final, medianamente confiado porque ya no oye a ninguna abeja, se despoja del blusón que le protege la cabeza, sombrero y guantes. Aún no lo sabe, pero ha sido el peor error de su vida de apicultor. No las tiene todas consigo. No se oye nada. Incluso las chicharras se han quedado mudas. Mira alrededor observando a un bosque paralizado, más aún de lo esperable en plena canícula de finales de julio. Ni un ruido. Vuelve a tener miedo. De repente, lo oye. Otra vez ese zumbido. Asier maniobra torpemente con su monovolumen por el camino que sube al colmenar de Mateo. Maldice por tercera vez cuando unas zarzas rozan la carrocería. Por la estrecha calleja, también maldice a Mateo y a sus abejas, a su suegra y por extensión a todo el pueblo de su mujer. Sabe que no es del todo justo. Le gusta el pueblo, le gusta la Vera, esa zona que desconocía y que a pesar de su latitud meridional y de su poca altitud sobre el nivel del mar, apareció ante sus ojos como un auténtico vergel. Todavía recuerda la primera vez que visitó la zona, la gran sorpresa que supuso el
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descubrimiento de la riqueza del agua en toda la comarca, el gusto de bañarse en las pozas de los ríos, charcos de las gargantas según los términos locales. Llevan pasando las vacaciones aquí desde que conoció a Ana. A veces incluso fantasean con dejar los trabajos de Madrid y venirse a vivir al pueblo, a trabajar de lo que sea; nunca pasa de una bonita fantasía, el miedo a la incertidumbre pesa mucho. No es fácil con la crisis que está golpeando sin piedad a todos los sectores abandonar las dos nóminas de funcionarios para llegar a aquí y poner un comercio o algo parecido, confiando en seguir manteniendo el nivel de vida. Asier piensa que le fastidia el encargo sobre todo porque después de tomar vinos por la plaza con los amigos y primos de Ana, convendría más echarse un rato que andar conduciendo. Le han enviado tanto su suegra como su mujer a buscar a Mateo, porque debería haber bajado a comer y es ya la hora de la siesta y no se sabe nada de él. “También es mi hora de la siesta” piensa Asier, cada vez más cabreado. “¿y por qué tengo que subir yo con mi coche por la puta calleja ésta a buscar a un tío de Ana?”. No lo reconoce ni siquiera ahora que está solo, pero las abejas le dan un miedo terrible. Nunca le han gustado y a regañadientes han subido alguna vez al colmenar para que su hijo vea el oficio que fue del abuelo Paco y ahora del tío Mateo, una vez fallecido el primero. “No pasa nada, no pican si no las asustas”. La típica frase que él calladamente responde pensando: “Sí, no te pasa nada a ti, no te jode”. Por fin llega. Sin bajarse del coche, con las ventanillas subidas y con el aire acondicionado a tope, se acerca al desvencijado Lada Niva del año ochenta de Mateo, que también lo heredó de su hermano junto con la explotación apícola. Se para a veinte metros. Contento de encontrarle aquí –la segunda opción era ir a buscarle al sandial, en una finca de la Vega del Rincón, más lejos aún del pueblo y del sofá‐ espera un poco, sin intención
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ninguna de bajarse del coche. A unos cien metros distingue la alineación irregular de las colmenas, una sucesión de cajas rectangulares blancas que a él le parecen siniestramente amenazadoras, llenos de criaturas peligrosas y malignas. No ve a Mateo entre las colmenas, y al no verle tampoco en el coche, no se le ocurre dónde puede estar. Por lo poco que sabe del oficio de colmenero, no debería estar muy lejos de ninguno de esos dos sitios. Se acerca hasta ponerse justo detrás del viejo vehículo y se da cuenta de que la puerta del copiloto está abierta, un detalle del que no se había percatado porque el ángulo de visión anterior no lo favorecía. Ahora se fija más y ve el ahumador tirado en el suelo, humeando. Eso ya sí que es extraño del todo, no le cuadra que alguien de campo como Mateo deje ese artilugio que tiene en su interior hojas secas en combustión abandonado entre el pasto, con la sequedad que este verano arrastra, con advertencias continuas del ayuntamiento por el peligro de incendios. Con un negro presentimiento, da un poco marcha atrás girando a tope para obtener otro ángulo y lo que ve le hiela la sangre. Distingue el bulto de un cuerpo tendido cerca del Niva. Está derrotado en la cuneta que hay en el lado de la puerta entreabierta del acompañante del conductor. Casi sin pensar ya en las abejas, sale del coche y se acerca a Mateo, o lo que antes fue Mateo. Está tirado boca abajo, en una postura fetal envolviendo la cabeza con las manos. Aterrado, Asier se agacha y le gira el cuerpo para verle la cara. Lo que ve no lo olvidará en su vida. El viejo tiene la cara, el cuello y las manos acribillados por cientos de picotazos, aún con los aguijones clavados en la piel. Su piel tiene un color azul siniestro. La cara está deformada por la hinchazón y el miedo, porque es miedo lo que ve en los ojos del viejo, paralizados por una muerte atroz.
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2. Levantamiento “Podría acostumbrarme a esto” piensa Marina, mientras bebe una cocacola y se repanchiga un poco más en la tumbona. “¿Me atrevo? ¿Por qué no”. Se decide a quitarse la parte de arriba del bikini, dejando que el sol le dore la piel. Es casi inevitable ceder a la sensualidad de la brisa, del entorno, del calor tan agradable. Entre los rollos y sus pies descalzos se desliza el agua fresca de la garganta que rebosa la poza que ha creado la erosión del agua, una enorme piscina natural que recibe su caudal por una especie de cascada en rampa que sirve de tobogán a los más valientes de los bañistas. Oye el murmullo del agua del charco, más allá unos quinceañeros juegan a tirarse cada vez más alto desde las rocas que encierran la poza. Más lejos aún una pareja de jóvenes completamente desnudos charla tranquilamente. Descuelga los brazos, abandonándolos a la sensación de entregar su cuerpo al sol de la tarde. Cierra los ojos y sonríe pensando en los años de estudio, noches sin dormir, noviazgos aburridos que se aburrieron de ella… quizá haya valido la pena, después de todo. Si el puesto conseguido le deja disfrutar estas escapaditas, será que al final fue buena la decisión de abandonar Valladolid y recalar en Jarandilla; al principio no le llamó nada la atención la convocatoria de aquella plaza, pero después de tanto estudiar no estaba para andar seleccionando oposiciones. Significaba no volver a Valladolid después de terminar los estudios y no incorporarse al bufete de papá. Fue pasando exámenes y hasta que no aprobó el último su familia no la creyó cuando decía que se iba a un pueblecito de Cáceres. Lo hizo y en su primer verano en el puesto ahí estaba, haciendo topless al sol, supuestamente localizable en el móvil. Fue un duro golpe para
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todo su entorno, la confirmación definitiva de ser el garbanzo negro, la nota discordante, la rara. “Solo me falta lo que me falta” piensa con una sonrisa, medio en serio, medio en broma. “Bueno, para eso siempre hay tiempo, la Reina de la Noche pronto abrirá sus alas” y recuerda sus escasas juergas universitarias por las calles de Salamanca, en la que sus amigas del bar Miranda, Carmen y Lorena, le pusieron ese mote ‐totalmente injustificado por ser ella más diurna que los gorriones‐ merced a una serie de noches locas, de forma sorpresiva con final exitosamente feliz, despertándose entre los brazos de alguna bella estudiante de provincias. Como siguiendo sus pensamientos, el adagietto de la quinta sinfonía de Mahler que está oyendo en el Iphone se interrumpe y aparece de repente como un ciclón Diana Damrau en La Flauta Mágica diciéndole a Tamina lo que tiene que hacer con Sarastro. Inconscientemente se sube el bikini antes de contestar, sabiendo que más que la Reina de la Noche, ese tono le avisa de que la llamada es un aviso urgente del trabajo. ‐¿Señora Marina De la Fuente? ‐Sí, soy yo. ‐Aquí el cabo Moreno, la necesitamos. Tenemos un señor muerto en una finca de Villanueva. “Hay que joderse” piensa Marina mientras se termina de vestir, saliendo hacia el coche, andando torpemente entre los rollos de la garganta. Carga con la bolsa de la toalla, su bolso, la tumbona y un negro presentimiento acerca de su primera actuación como juez en el levantamiento de un cadáver. Están rodeando el cuerpo tendido de Mateo. Los de la ambulancia le han puesto una manta isotérmica aluminizada encima, que cubre completamente su corta estatura. Además del personal médico ‐el conductor y la enfermera que una vez
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cumplido su corto cometido no tienen nada más que hacer hasta que la juez ordene llevarse el cuerpo‐ están junto al cadáver: Marina, el secretario del juzgado, el forense y el cabo de la Guardia Civil. Menos los de la ambulancia y el cabo, la indumentaria y el olor a crema solar del resto denota bien a las claras que estaban disfrutando del baño a las horas en las que se ha desencadenado la actuación judicial. Una chaqueta que se da dos tiros con la camisa, unas bermudas de Decathlon, sandalias… podría sacarse algo cómico de las trazas que presentan los representantes de la justicia y de la investigación oficial. No era de gran talla, Mateo. Más bien el tipo de viejo agricultor de la zona; baja estatura y poco peso, piel tostada y renegrida de trabajar al sol, espalda curvada por años de cargar sacos y de agacharse con la azada, seguramente tuvo ojos vivos y sonrisa fácil. Ahora ya está deshumanizadamente convertido en un objeto del ámbito judicial, después pasará a ser del forense y al día siguiente ya será otra vez de su familia. Su sobrino‐yerno, el que ha descubierto su cuerpo, está prudentemente apartado. Marina ha percibido la misma aprensión o más por el cercano colmenar que por el cuerpo derrotado de su familiar. Se le oye hablando por teléfono dentro del monovolumen estacionado lejos del lugar del óbito. Parece que está llevando él las gestiones del entierro y de portavoz de la familia. Salvo para la formalidad de firmas de papeles, no ha salido del coche. ‐¿Estamos seguros aquí? La pregunta ha partido de la única mujer del grupo. Enseguida Marina lamenta haber expresado su miedo –hay que ser fuerte en el masculino mundo de las fuerzas de seguridad del estado‐ y más aún le cabrea darse cuenta de que no es la única que no las tiene todas consigo, aunque por novata haya sido la que lo ha manifestado.
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El resto de los integrantes del grupo, se ha mirado a hurtadillas, no atreviéndose a confesar que ninguno está al cien por cien confiado. En otras circunstancias no les daría ningún reparo estar a una distancia controlada del colmenar, pero la certeza evidente de que el pobre hombre que yace en el suelo ha fallecido por cientos de picaduras de abeja les hace estar intranquilos. Percibiendo claramente que no es la única nerviosa con la situación, Marina recupera la entereza y se recrea un poco. Se acerca al cadáver, echa un vistazo alrededor, incluso hace un tímido intento de acercarse al colmenar. Ahora sí percibe claramente y casi podría decir que lee los pensamientos del resto del grupo. Están pensando que bastaría con que se hubiera acercado el forense, que vaya forma de perder el tiempo por un pobre viejito que a saber la que estaba liando con las abejas de su hermano para que le pusieran así. ‐¿Alguien sabe de apicultura? La pregunta flota en el aire. Sorprendidos, el secretario, el cabo, el forense, la miran sin saber qué decir. ‐Bueno, los que somos de pueblo algo conoceremos, digo yo.‐ Tercia el cabo, viendo que nadie decía nada y dispuesto a parecer voluntarioso. ‐Jose Luis, usted ¿qué opina? El forense carraspea, aunque la situación no es cómoda, le gusta que le pregunten en público su opinión sobre el caso. ‐Bueno, a falta de los análisis de tejidos y de sangre, no hace falta ser un Noguchi para aventurar que el pobre Mateo ha fallecido por un ataque de abejas; claramente los aguijones siguen clavados en su piel y eso las identifica. Que yo sepa, es el único bicho que te deja el aguijón y el jodido sigue metiéndote veneno aunque la abejita ya no esté. Ahora bien, en un varón de unos setenta y cinco kilos, la cantidad de picaduras ha de ser brutal. Descartamos a priori que el sujeto fuera alérgico, dado a
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lo que se dedicaba. La muerte por apitoxina viene por una depresión general, entrada en shock y fallecimiento por parada cardiorrespiratoria. Tengo que investigar la coloración azul del cuerpo, ver a qué se debe. Me temo que me voy a encontrar en su garganta una buena cantidad de bichitos. ‐¿Considera normal este ataque, este…ensañamiento?‐ Le parece excesivo utilizar una terminología judicial y aplicarla a unos insectos, pero no le salía otra y de alguna forma sí se corresponde con la realidad del caso, el hombre que estaba en el suelo y al que rodean todos, convertido en un objeto de investigación. ‐Bueno, yo tampoco soy apicultor. No puedo emitir juicio sobre esto. Sí le puedo decir que en todo el tiempo que llevo trabajando en La Vera nunca había visto algo así. Este hombre ha debido de hacerles algo muy malo para que le hayan picado tantísimas. –Se encoge de hombros ‐ No podemos descartar una reacción auto inmune, aunque como ya he dicho antes, me extrañaría que fuera alérgico siendo apicultor. ‐Haga la autopsia, la familia me lo ha pedido y yo quiero saber también la hora y la causa exacta de la muerte. Quiero también un experto en apicultura, un colmenero como dicen ustedes. Necesitamos saber qué pasa aquí. ¿Conocen a alguien del pueblo que se dedique a esto? El forense mira al secretario, que mira al suelo. En una mirada fugaz se entienden sin palabras, coinciden en que la nueva juez quizá haya visto muchas películas y que se está saltando varios procedimientos de un solo salto. Además, al primero no se le ha escapado la pulsera de hilo y cuero con seis colores, disimulada entre otras de bisutería más convencionales. Ambos son prudentes y cómodos, no van a entrar en conflicto con un superior. Tanto en el trabajo de uno como en el del otro, conviene guardar datos bien archivados y colocados para cuando se presente la ocasión de usarlos. Hay información que
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puede valer un puesto o un ascenso propios, o un cese de cierta representante de la justicia. Podría ser que esta extraña joven, a la que no se le conoce afición, ni pareja, ni familia tuviera los días contados por aquí y a lo mejor podría en breve llegar de nuevo un señor juez como Dios manda. ‐Yo tengo a su persona. De nuevo el cabo se ofrece animadamente a colaborar. Esta vez su comentario le ha interesado más a la juez. ‐Una persona del pueblo, la veterinaria municipal, tiene colmenas. La Saqui. La jueza sopesa la información brevemente, al tener plaza de funcionaria será más fácil que se preste a colaborar. ‐¿La Saqui? ‐Sí, la llaman así porque se parece a Shakira, o eso se cree ella. ‐Ya. ¿Podría localizarla a estas horas? ‐Sí, tengo su número privado de móvil. Marina evalúa al cabo. Un chico bien plantado, deportista, por el acento claramente se puede deducir que es del sur de Despeñaperros, se podría incluso aventurar que procede de Jaén. Destinado a esta zona, seguramente dejó una novieta en su pueblo y por aquí no rechaza las oportunidades sentimentales que se le presentan. La actitud y el lenguaje verbal con el que ha soltado que tiene el número personal de esa mujer no dejan lugar a dudas de que es un antiguo ligue o algo parecido. La catadura moral que representa que lo suelte así en un ámbito profesional no dice mucho de él, aunque también se puede valorar positivamente la intención de ayudar y de no quedarse en cumplir la tarea con la mayor comodidad posible. Marina no es muy amiga de procedimientos oficiales y protocolos preestablecidos. Ya sea por ayudar desinteresadamente o por un afán de destacar y lograr lo más rápido posible un ascenso a jefe de puesto, la información le interesa.
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‐¿Podría facilitármelo? ‐Claro. Ninguna reserva, ni un titubeo. “De mí no te decía yo ni mi talla de zapatillas, chaval” Piensa mientras teclea el número en su Iphone.
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3. El aviso. En algún lugar de la sierra de Villanueva, a más de mil metros de altitud, donde la vegetación mediterránea empieza a ceder y a volverse más continental y alpina, un camino de tierra abierto en el monte, aparentemente sin un destino claro, termina de repente. Al final del mismo alguien hizo llevar maquinaria de movimiento de tierras para preparar una plataforma horizontal del tamaño de una pista de tenis, se hizo una explanada que vierte sus taludes hacia el lado del valle. En esta superficie aplanada están estacionados formando un extraño contraste con su entorno, un autobús Greyhound de los años 50 y una autocaravana tipo integral último modelo. El autobús tiene acopladas seis antenas que hacen gran contraste con el vehículo al que están fijadas, el resto de su cubierta lo ocupan paneles solares de energía fotovoltaica. Darío está en su hamaca de pensar, enganchada a una ventana del vehículo vivienda y a un roble cercano mediante cuerdas dinámicas de escalada y mosquetones. Bajo el toldo que le protege del sol inclemente, está escribiendo un correo electrónico en el móvil. Junto a él, en una piedra que hace las veces de mesa de oficina, están los últimos informes de actividad en la colonia MOD1ABB, la que él llama La de la sierra. “Todavía nada” ‐ aburrido, se relee por enésima vez el último listado de datos. Desde la hamaca donde está recostado puede ver tres de los siete monitores que tiene en su interior el autobús, instalados con otros tantos ordenadores. Podría parecer que están apagados pero sabe –los ha programado él mismo, siempre se le ha dado bien tratar con las máquinas‐ que están recopilando datos que reciben de múltiples sensores ubicados por todo el término municipal.
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Se concentra de nuevo en su móvil cuando de improviso uno de los ordenadores empieza a hacer sonar La Marsellesa. “Fase C, allá vamos” – dice ahora para sí, contento porque todo vaya según lo previsto. El joven da un salto de la hamaca, entra corriendo en el autobús y observa los datos y el gráfico que muestra el ordenador. Satisfecho, abandona sin guardar cambios el correo electrónico con el que estaba ocupado y escribe uno nuevo. Selecciona la dirección electrónica del receptor y escribe: Asunto: Fase C iniciada Texto: 52 horas de retraso respecto a la previsión, inician la fase C. Lo envía. Pasa a otro ordenador, teclea unas breves instrucciones, el código de entrada y la clave secreta. La imagen es nítida. Los datos monitorizados de cada una de las colmenas aparecen sobreimpresos en las imágenes de las mismas cuando la cámara hace un barrido. Se detiene en la que más le interesa, la colmena diez. Toma nota de los datos: TEMPERATURA: 41º. Excesiva HUMEDAD: 53%. Escasa PESO POBLACIONAL: 0.00gr crítico ACTIVIDAD: Null La cámara instalada en el claro del bosque donde Mateo tenía sus colmenas funciona mediante control remoto por radiofrecuencia. Mateo nunca lo supo. Igual que no supo que dentro de las cajas había un pequeño sensor que permitía al joven conocer el estado de cada una de ellas. “Lo han hecho” –Piensa‐ “Ya no están. Perfecto.” Registra estos datos en el archivo con una marca para resaltarlo.
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Se fija ahora en la imagen que está detrás de los datos sobreimpresos, algo le ha llamado la atención y no sabe qué. Hace que desaparezcan los datos monitorizados de las colonias y así puede ver el colmenar entero. Allí donde Mateo suele aparcar su Niva hay unos bultos, son más coches. Ordena a la cámara que aumente el zoom y entonces alcanza a distinguir lo que le había llamado la atención. Aunque el aumento óptico ya no da más de sí y tiene que tirar del digital con su pixelado correspondiente, alcanza a distinguir que es una ambulancia lo que se ve allí, también ve a cinco o seis personas. Identifica a un todoterreno de la Guardia Civil, y empieza a asustarse. De pronto suena la melodía de los mensajes electrónicos en su móvil. El destinatario del correo anterior le acaba de responder. Lo lee rápidamente y después ha de releerlo otras dos veces más, asumiendo su contenido y las implicaciones. Tiene que sentarse en el suelo, cierra los ojos y reflexiona durante un minuto. Acto seguido, coge su mochila de trabajo, cierra la caravana y el autobús con llave, se sube a su quad, un Yamaha Raptor 700R/SE, un vehículo de gran cilindrada del que siente especial orgullo de ser su jinete, y lo arranca con enorme estruendo. Tiene que comprobar unos datos antes de encontrarse a la mañana siguiente con la persona que le indican en el correo electrónico. Lo siguiente que se ve es a Darío jugándose la vida conduciendo a más de noventa kilómetros por hora en la pista forestal que baja hasta el pueblo.
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4. Investigación. ‐Vete a la mierda. La muchacha se ha bajado del coche dando un portazo. La imprecación no ha dejado a nadie indiferente, tampoco ninguno del grupo tenía otra cosa que hacer salvo ver cómo llegaba el todoterreno de la Guardia Civil con la veterinaria. Ya se apreciaba que la chica y el cabo estaban discutiendo, más bien que ella le llamaba de todo a él, que aguantaba el chaparrón refugiado detrás de sus Rayban y de una mueca impasible. Se acerca decidida al grupo. Viene vestida de calle, pantalones hindis, camiseta de tirantes, pelo rubio con rastas, pendientes varios en las orejas y nariz. Sus ojos claros chispean de enfado. ‐A ver, díganme. La juez toma la palabra, los otros están a la expectativa. ‐Señora Vela, le hemos pedido que venga para que nos asesore sobre el caso del fallecimiento de Mateo Garvín. Además de veterinaria municipal es usted apicultora y creemos que puede ser de gran ayuda. ‐Bueno, yo puedo intentarlo pero no sé en qué. Creo que les han informado mal, he venido de buena voluntad, pero no tengo medio de ayudarles. La juez la coge del codo y la lleva hasta el cuerpo de Mateo, cubierto por la manta térmica. ‐¿Podría echar un vistazo? Sara abre los ojos y la boca desmesuradamente, se lleva las manos a la cara. Retrocede un paso. ‐¿Es…Mateo? ‐Sí. ‐No pienso verlo. La juez se la queda mirando a los ojos, Sara la devuelve la mirada, desafiante, la barbilla alzada. Es muy guapa, el cabreo que trae realza sus rasgos y por debajo de sus extrañas ropas
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adivina un cuerpo firme y bien proporcionado. Por un instante le viene el recuerdo del sensual rato de hace unas horas en el charco, con la piel al sol y el agua lamiendo sus tobillos. Dejando de lado sus apreciaciones particulares, se obliga a pensar profesionalmente, Marina evalúa la situación, esta carta está siendo de menos valor de lo que pensaba y la partida podría desmoronarse. Si esta chica no colabora, la habrá hecho venir para nada, sin ninguna autoridad ni razón para hacerlo. No sería un buen comienzo en el primer procedimiento fuera de la oficina del juzgado. La coge del codo, se la lleva a un aparte. Con mano izquierda, le dice que necesita ese informe, que la familia está desorientada y necesita una certeza de algo; para empezar, saber por qué murió Mateo. ‐¡Pero es que yo no soy forense! ‐Lo sé, precisamente por eso puedes ser tan valiosa en esta investigación. Ese hombre de la chaqueta horrible y las chanclas sí es el forense, un pedante de mucho cuidado. El otro estirado es el secretario del juzgado, un machista que no soporta que una mujer le mande. –Nota el ablandamiento de la mirada de Sara, sabe que ha tocado la tecla adecuada‐ Venga, mujer. Échame una mano y yo cuando pueda también lo haré. ‐Mire, yo paso de esos politiqueos y esos tejemanejes. Yo le hago su puto informe pero después me dejan en paz. No sé qué voy a poner porque yo aquí no tengo nada que aportar, pero yo se lo hago. ‐¿Pero tú no eras apicultora? ‐¿Yo? Qué va. Al año de venir aquí estuve saliendo con el Chili, que tenía colmenas. Luego conocí a ese –señala al cabo Moreno con un movimiento de cabeza, que sigue en el coche como si se hubiera fosilizado‐ que aparte de ser un chulo no sé qué imagen se haría de mí ni lo que entendió de lo que le conté de mi vida. No estuve mucho tiempo con él.
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‐Ya. Bueno, Sara. Solamente quiero que examines el cuerpo y me cuentes tu parecer. ‐¡Pero que yo no voy a ver a Mateo! ‐Acabemos con esto, ¿te parece? Ahora su mirada se ha vuelto dura, pétrea. Sara sopesa esos ojos grises que denotan una determinación y un punto no velado de amenaza. No sabe exactamente qué podría hacerle de malo, hasta donde podría llegar en su influencia, pero no quiere arriesgar lo que tiene y la vida que lleva ahora por un informe en el que ni se va a mojar ni va a poner nada que no sea estrictamente cierto, desde el punto de vista veterinario. Decide que va a soltar un texto plano y anodino que no valga para nada. No sabe si ganará una amiga, pero desde luego no le apetece tener una enemiga juez.
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5. El informe. A la mañana siguiente llega un quad atronando las calles del pueblo. Un joven cubierto de polvo lo conduce, sin que su actitud denote ninguna preocupación por la molestia que el ruido pueda causar. No es el único; en esta quincena del verano la población de la localidad se multiplica y es común el petardeo de ciclomotores de los chavales que se van a bañar a los charcos. Es parte del bullicio estival. Se dirige directo hacia el Centro de Salud. Deja el vehículo despreocupadamente en la acera, junto a un monumento que tiene un arado en un pedestal, y salta hacia el edificio. Pregunta por la veterinaria municipal y le dicen dónde está su despacho, aunque le advierten que suponen que no está ya que su jornada laboral en la oficina terminó hace un par de horas y puede estar haciendo visitas. Avanza a grandes zancadas y abre la puerta sin llamar. ‐¿Veterinaria Vela? Sara está apoyada con los codos en la mesa, la cabeza entre las manos, el pelo tapándole la cara. Ante sí, la pantalla del ordenador con un documento de Word en blanco, sin ni siquiera un título que lo caracterice. Está bloqueada, lleva quince minutos sentada frente al ordenador y no sabe por dónde empezar. ‐¿Sí? Alza la vista y ve a un chico joven, unos veintiocho años, alto – aproximadamente metro noventa‐ y fibroso como un alambre. Su abundante pelo está revuelto y desgreñado formando una especie de pelusa. Observa que lleva un casco en la mano, así que supone que es el propietario del vehículo de campo que estaba armando un ruido de mil demonios junto a su ventana. Quizá sea por el casco, enseguida le resulta parecido al malogrado piloto Marco Simoncelli. Su indumentaria es lo que
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más le sorprende: camiseta, pantalón y zapatillas del equipo de la NBA de Los Angeles Lakers. Un espárrago con gafas de pasta y vestido de amarillo chillón, cubierto de polvo. ‐¿Tú eres el de la motito? ¿Qué quieres? ‐Sí, me temo que sí soy yo el de la motito. Más bien es mi quad –hace una pausa‐ Hola Sara. ¿Estás con el informe para la juez De la Fuente? ‐Ssssí –titubea por la inseguridad que le trasmite que un desconocido estrafalario sepa lo que una juez le haya encargado mientras estaban solas ‐¿Y tú eres…? ‐Darío Parta. Investigador de la UEX. ‐¿UEX? ‐La universidad de Extremadura. Soy informático y biólogo. Estoy llevando a cabo un proyecto de investigación becado por la Junta. ‐¿Y? – Sara cada vez entiende menos. ‐Mi proyecto se denomina “Aprovechamiento de la actividad colectiva de colonias apícolas”. ‐¿Te envía Marina De la Fuente para ayudarme a redactar el informe? ‐Er…sí, más o menos. ‐Ah pues genial –Sara suspira aliviada‐ porque mira, yo no sé cómo afrontarlo. No soy apicultora. Soy veterinaria y mi especialidad no son las abejas precisamente. Tuve que ver ayer el cuerpo del pobre Mateo y aún estoy impresionada. La juez esa me ha soltado este marrón y no sé ni por dónde empezar. Le acerca una silla, de repente todo cambia. Su amiga la juez le envía a una persona –bastante estrafalaria eso sí‐ experta en abejas que le va a decir lo que tiene que escribir ¿y por qué no le lía a este para hacer el dichoso papelito en lugar de encargárselo a ella? Buah, a saber de dónde le ha sacado ¿qué proyecto dice que lleva?
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‐Siéntate, eh ¿te llamabas? ‐Darío. ‐Muy bien Darío, pues te cuento lo que vi y sacamos este informe en un minuto y me olvido. Marina me ha dicho que con dos folios es suficiente. Ha sido horrible ver a ese pobre hombre, necesito sacarlo de mi cabeza. El gesto de Darío no presenta ninguna emoción mientras la escucha. ‐Estaba tirado en el suelo, el pobrecillo, tapándose la cara con las manos… esa cara, de color azul, con todo lleno de aguijones, esa expresión de miedo. Sara pensó mucho después en esta primera conversación y se dio cuenta al recapacitar que la expresión de Darío cambió más cuando le describía la posición de Mateo y los detalles físicos – sobre todo lo de los aguijones‐ que el hecho de que se estuviera hablando de una persona muerta. ‐Sí, lo primero que debemos pensar es en cambiar el enfoque de tu informe, porque no ha sido un accidente. ‐¿Ha sido una negligencia de Mateo? Es difícil pensar eso, hablamos de un hombre de aquí, colmenero o apicultor como prefieras decirlo, con contacto con las colmenas desde que nació, seguramente. Darío se recuesta en la silla, sin dejar de mirarla. Con gravedad pero con un atisbo de sonrisa amarga la mira directamente a los ojos. ‐Ha sido un asesinato.
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6. Inteligencia colectiva A treinta kilómetros de Villanueva hacia el oeste, Marina callejea por Jarandilla conduciendo ausente. Desde que ayer se fue por la mañana, despreocupadamente pensando que iba a ser un día de abandono y relax total, ahora las calles del casco antiguo donde tiene su casa de alquiler le parecen otras. Hoy el día ha sido muy diferente. Mientras se abre la puerta del garaje, le parece que esas paredes o ese balcón de su casa, o la vecina que siempre la saluda desde la puerta, son distintos. Piensa que su vida ha cambiado, que por primera vez está realizando una actuación verdaderamente profesional, que sus años de estudio y preparación están dando sus frutos y que por fin ha tomado las riendas de su propia existencia. Su primer caso de investigación judicial. Piensa que la va a fastidiar repetidas veces, pero que eso forma parte de su aprendizaje. Llamar a esa veterinaria quizá haya sido un error, pero si le envía de una vez algún tipo de informe puede llegar a ser un error valioso. El informe del forense será concluyente y profesional –a pesar del personaje, piensa‐ el pilar de la investigación. No parece que vaya a haber implicaciones familiares o delictivas, así que la resolución será sencilla y todo esto le va a servir para foguearse en estos asuntos. Si ocurre otra muerte que haya que investigar en su partido judicial, o más bien, cuando ocurra, ya no será su primer caso, así que el pobre Mateo le habrá hecho un último favor involuntariamente. Lo que la ha descolocado del todo ha sido que la haya llamado un funcionario del ministerio del interior, del departamento del Delegado del Gobierno en Cáceres, para interesarse por el caso. Aunque sospecha desde donde ha salido la información tan rápidamente hacia arriba ‐cierto secretario judicial va a tener que ser tomado en cuenta y quién sabe si removido de su silla‐ le sorprende que el asunto haya rebotado tan rápido. Y tan alto.
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Mientras coloca los pertrechos del baño ¡qué lejos queda aquel maravilloso rato de ayer en el charco! piensa que quizá su primer caso no va a ser tan sencillo como parecía. Hay por aquí embrollada alguna implicación con alguna alta esfera que por ahora no consigue conectar, con una muerte fortuita en un colmenar de la Vera. Sara está mirando de hito en hito al joven aproximadamente de su edad que tiene enfrente. Su revelación o parida que acaba de soltar la acaba de descolocar del todo. ‐A ver, creí que venías a ayudar. ‐Y te estoy ayudando, a que sepas de qué estamos hablando y a ayudarte con el informe. ‐Pero qué dices, cómo voy a poner eso. ‐No, no lo vas a poner. A eso he venido. ‐¿Me lo puedes explicar? Darío la mira otra vez a los ojos, escudriñándola, como si la estuviera midiendo o sopesando la capacidad intelectual de entendimiento de su interlocutora. ‐En 2000 se abrió un proyecto de colaboración con una universidad americana para llevar a cabo la fase final de una investigación. Yo fui recomendado para desarrollar el trabajo de campo. Mi proyecto fin de carrera trataba sobre la inteligencia colectiva de las colmenas de abejas. El trabajo se publicó en una revista científica y llegó a las manos de los investigadores de los Estados Unidos, de una universidad que trabaja con Harvard. Si quería darse importancia, lo disimulaba bien, no transmitía la sensación de estar especialmente orgulloso de que una universidad americana le fichara para un trabajo de campo en España. Más bien a Sara le pareció que otra cosa le hubiera parecido injusta o equivocada.
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‐Estamos trabajando en modificar el comportamiento de una colonia de abejas mediante una conexión a un ordenador. ‐¿Qué? ‐¡Es posible! Las abejas, las miles de abejas que forman un enjambre, forman una especie de ente superior a ellas mismas si se las estudia de forma colectiva, algo parecido a un ser inteligente que llamamos colmena. ‐¿Inteligente? ‐Sí, rotundamente. Más inteligente que muchos mamíferos superiores. Una colmena interactúa con el entorno, evalúa las variables que le afectan y toma decisiones en función de ellas. ‐Sí, bueno, los burros de mi vecino también. ‐Habría que ver a los burros de ese señor cómo respondían a escasez de alimento, épocas de superabundancia de recursos, hibernaciones, robo de reservas por el dueño humano del colmenar, agresiones, enfermedades, intrusos… Una colmena obedece a una inteligencia colectiva, formada por múltiples elementos que individualmente los podríamos considerar como insectos simplemente animados por el instinto. Sin embargo, de alguna forma, entre todos ellos forman un ser vivo superior a ellos mismos dotado de inteligencia propia. ‐Inteligencia. ‐Sí, te lo vuelvo a repetir, una colmena tiene una forma de Inteligencia colectiva. Al igual que una red de ordenadores es capaz de funcionar como una red neuronal. ‐¿Y de verdad te han dado una beca por esto? ‐Mira niña, no sabes si quiera las posibilidades que esto abre. No sabes nada. ¿Te imaginas tener un ordenador más potente que cualquiera de los que se ha construido hasta ahora, además con un comportamiento orgánico? ¿Te imaginas multiplicar por más de diez la actual potencia máxima de cálculo?
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‐¿Me estás diciendo que te han dado una beca para que enchufes un ordenador a una colmena y que estas hagan de disco duro o algo así? ‐Te estoy diciendo mucho más que eso. Te estoy diciendo que será posible que esos miles de individuos que forman un ente inteligente puede servirnos para multiplicar por cien o por mil la potencia de un simple ordenador. Su interlocutora enarca una ceja. Él sigue hablando. ‐¿Has oído hablar del proyecto SETI? Millones de ordenadores en todo el mundo trabajan simultáneamente y en equipo para conseguir una potencia de cálculo inimaginable comparada incluso con la mayor computadora que se consiga construir. ‐Sí, sé lo que es. Lo tuve instalado cuando estaba en la facultad. Y también sé lo que es una abeja, he tenido colmenas, sabes. Nunca les vi una entrada USB en el abdomen. Tú flipas, llegas aquí con tu quad y tus aires de niño pijo resabiado con nosecuantos máster, contándome chorradas. ‐Bueno mira, no me creas si no quieres, pero no puedes escribir ese informe. ‐¿Qué no? Me lo ha encargado la juez esa y se lo voy a enviar esta noche. Antes de que digas nada, ya te lo digo yo, pienso escribir lo que me salga de… ahí. ‐No puedes. No debes. ‐Lo vas a ver. Darío la sopesa de nuevo, la corta estatura de su interlocutora ocultaba un carácter resuelto. Claramente, por ese camino no va a conseguir nada, así que cambia de estrategia. ‐Ven conmigo. ‐Sí, ya ¿a dónde? ‐A mi laboratorio, está por el camino de la presa. Un poco más arriba. ‐¿Y para qué voy a querer ir contigo?
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‐Porque te voy a convencer de que no son chorradas lo que te he contado. Te voy a demostrar de lo que mi experimento es capaz. ‐Ja. Y dónde es eso ¿en Houston? ‐Tengo el laboratorio en la sierra, por encima de Mesas Llanas. ‐¿Y qué me vas a enseñar? Le ha parecido que la pregunta tenía algo más, se mentiría si pensara que no le gusta la chica. Es hermosa, aún cuando los piercings en la nariz no son lo suyo, la cara es bonita y sus ojos verdes son una tentación que le obligan a escabullir los suyos. A pesar de lo agria que ha sido la discusión, de repente nota a la chica intrigada y divertida. Hasta ahora no se ha creído ni una sola palabra y se la nota. Sin embargo, no parece que tenga reparos a subir con un desconocido a un lugar apartado de la sierra. ‐Te puedo enseñar cómo se interactúa con ordenador en una colmena, cómo es posible comunicarte con ellas. ‐Esto no me lo pierdo, voy a por las llaves del coche, nos vemos en tu quad en diez minutos. ¿Vale? ¿Está muy lejos?
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7. El laboratorio. La piscina municipal de la garganta de Gualtaminos en Villanueva es una presa provisional de maderos, que se sujeta durante el verano en las dos arcadas del viejo puente con unos puntales. Con este sencillo sistema se consigue una gran extensión de agua apta para el baño. Un quiosco surte de viandas y bebidas a los veraneantes que pasan ahí el día. En el aparcamiento, Marta y Pedro se afanan en cargar el monovolumen con todos los aparejos del baño. Han dejado a la hija jugando con unos amigos que se ha hecho esta tarde y ellos intentan ahora conseguir cuadrar el Tetris con las bolsas, el carro de la niña, toallas, neveras y resto de bultos. Pedro se desespera, agobiado por agobiarse en vacaciones. Cada vez está más nervioso. Un grito infantil les pone el corazón en la boca, enseguida ven tranquilizados que es una niña más pequeña que su hija, llorando porque al parecer le ha picado algo. Su familia –y parece que todo el aparcamiento lo es‐ acude a la niña, que llora aún más. ‐Me duele, me duele, me duele. Sin decir nada, Marta vuelve a la piscina dejando a Pedro colocando maletas. Quiere comprobar que su hija está bien. Aguas arriba de esa misma garganta, Darío y Sara conducen cada uno su vehículo. El todoterreno desvencijado de ella –un Landrover Defender con más de quince años‐ no pierde ritmo respecto del quad de última generación del investigador. Si el chico quería impresionarla con sus dotes de conducción se ha topado con una avezada contrincante. Sin hacer alardes, no le cuesta seguir el ritmo desbocado por las pistas de tierra. Media hora están dando botes cada uno en su medio de locomoción
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hasta que llegan a donde están estacionados el autobús y la autocaravana de Darío, el laboratorio de su experimento. Tras el enésimo cartel de FINCA PRIVADA PROHIBIDO EL PASO, en el último desvío Sara cae en la cuenta de que ya no persigue una nube de polvo, sino que ve la cabellera pelusona de Darío; ha cambiado el firme del camino, se ha ensanchado, ya no hay baches, pisan una superficie compactada, con la cuneta arreglada. Han hecho un kilómetro o menos de esta autopista en medio de la sierra. Llegan a una explanada donde el vial sencillamente, se extingue. Ve dos vehículos, una autocaravana bastante lujosa para ser la vivienda de un único ocupante y lo más sorprendente, el autobús. Sara imagina ese autobús en un museo de películas de Harry el Sucio de los ochenta. Como un avión de la American Airlines sin alas, esa estética de chapa gris brillante acanalada, con pequeñas ventanas tipo ojo de buey. Coronado por varias antenas e instrumentos que parecen ser meteorológicos, las ventanas están cegadas, no da la impresión de que haya viajado mucha gente en él. ‐¿Qué te parece? Es un Greyhound PD‐4501 Scenicruiser, tardamos un día entero en poder subirlo. En algunas curvas usamos una excavadora para hacer hueco y que pudiera girar. Aguantó como un campeón. Este cacharro ha estado observando datos de abejas en laboratorios como este, pero en Estados Unidos, desde hace treinta años. ‐¿Vives aquí? ‐Más bien en la autocaravana, es una Hymer B524. La vivienda más amplia que he tenido nunca. Le sentó peor el viaje, se le reventó la suspensión cuando estaba a punto de llegar, no podría hacer por carretera ni un kilómetro. Pero el habitáculo está perfecto y tiene de todo. ‐Esto está genial y qué vistas.
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‐Sí, no es muy lujoso, pero es tranquilo. ‐¡Pero si es una pasada! Joder, qué envidia. En lo alto de la sierra, tú solo, con tus experimentos o lo que quiera que hagas…Supongo que no bajarás al pueblo nunca. ‐La verdad es que aunque no lo parezca, esto es mi trabajo, está guay, pero es mi trabajo. No tengo mucho tiempo, bajo al pueblo a por suministros y subo enseguida. La beca exige resultados y unos hitos que tengo que ir cumpliendo. Eso sí, aquí se trabaja mejor que en un despacho de la uni. ‐Yo no bajaría ni al pueblo. Pondría un huerto, mis placas solares, agua ya tienes…qué pasada. No lo dice, pero piensa que esto es lo que ella había soñado cuando se mudó a La Vera. Vivir en la naturaleza con lo mínimo, en alguna finca apartada del casco urbano, ser autosuficiente, cultivar, tener animales… Un sueño totalmente irrealizable. Lo intentó. Nadie puede decirle lo contrario. Compró una finca en las afueras del pueblo a unos alemanes que cambiaban La Vera por las Alpujarras. Su nuevo hogar tenía todos los elementos para funcionar de forma autónoma: placas solares, gallinas, cabras… al final la vida sencilla resultó ser más complicada de lo que parecía. La finca no tenía acceso para vehículos de ningún tipo, los desagües nunca funcionaron bien, las placas no daban energía para ningún electrodoméstico, por no hablar del pozo negro con una salida de gases para aprovechar el metano. Hacer compatible la vida alejada del mundanal ruido con un trabajo en el pueblo resultó imposible. Fue un bonito sueño, algo fugaz quizá, pero un bonito sueño. Cuando consiguió la plaza fija de veterinaria del ayuntamiento, se auto proporcionó una serie de excusas (poder estar de guardias, instrumental, horarios, etc.) que la llevaron a una casa de alquiler en el casco urbano. También tenía su punto, desde luego, y nada comparable con los destinos de sus amigos de
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facultad; nunca le gustó ser previsible y sabía que en su puesto actual había roto con algunos augurios que se mofaban de sus deseos de no acabar asalariada en una clínica veterinaria de una gran ciudad. Mientras va a buscar bebida, le ha abierto el autobús con toda la intención de impresionarla. Lo consigue. Cuando llega con los vasos y el agua, Sara está parada enfrente de las pantallas que vuelcan datos sin parar, muestran imágenes de colmenas por dentro y por fuera, incluso una especie de radar que con una sombra espectral giratoria muestra una serie de puntitos en una pantalla, superpuesto con una imagen del mapa escala 1:25.000 del Instituto Geográfico Nacional. ‐¿Eso son abejas? ‐Todo lo que ves aquí son datos de abejas. ‐Me refiero a ese mapa. ‐Sí, bueno, a esta escala de resolución son más bien grupos de abejas. ‐¿Pero cómo es posible? ¿Puedes saber dónde están las abejas y ponerlas en un mapa? ‐Sí, ¿has visto los mapas del tiempo donde representan las precipitaciones en tiempo real? Es la imagen de un radar y la representación de la reflectividad en las gotas de agua de la atmósfera. Bueno, esto es algo así, pero en lugar de identificar la reflexión de gotas de agua…digamos que detecto el aleteo de las abejas. Es algo así, dicho en bruto, claro. ‐Y esos son… ‐Esos son distintos colmenares que tiene la gente por aquí, que monitorizo también en tiempo real. ‐¿Y podrías saber el número de abejas que hay ahora mismo? ‐Pues no lo había pensado, pero sí, se podría dar un número bastante preciso, ‐Bueno ¿y todo esto para qué sirve?
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‐Todo esto significa ni más ni menos que el mayor monitoreo que se ha llevado a cabo nunca en un área tan grande de la actividad de la apis mellifera. ‐De la abeja de colmenero, vamos. ‐Sí, de la abeja de colmenero. ‐Muy bonito, el mapa es impresionante, pero ¿y la interacción? ¿No decías que podías interactuar con ellas, hacer que formen una súper memoria o algo así? ‐Bueno…no exactamente. ‐Ja, lo sabía. Era mentira. ‐No, no es mentira. No empieces. –La ha mirado con simpatía, con interés incluso, Sara le ha devuelto la mirada clavando sus ojos verdes en los suyos– es que a esa fase todavía no ha llegado la experimentación. Ahora mismo estamos en el estado previo, en la fase B de la investigación… ‐Eh. ‐¿Sí? Se acerca a él, sonríe. Darío retrocede, de repente acobardado. ‐Mira, no me creo una palabra de lo que estás diciendo. No soy tonta. No sé qué te traes entre manos con las abejas ni que relación tienes con lo de Mateo. Sé que no me dices lo que estás haciendo aquí, pero me gusta el sitio. ‐Que…. ¿Que te gusta el sitio? ‐Sí, podría quedarme un rato…si tú quieres, claro. Se ha quitado la camiseta mientras hablaba. Darío se queda sin habla mientras ella se acerca un poco más, le empieza a besar, le sienta en la silla de la mesa de trabajo y se acomoda encima de él.
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8. Segundo ataque. La pequeña María regresa al monovolumen con los ojos encharcados y la cara colorada. Dos surcos húmedos en sus mofletes le indican a su padre que Marta ha tenido que usar sus dotes de persuasión más convincentes para conseguir que su hija se baje de los chirriantes columpios que había al lado de la fuente, donde la vio por última vez hace una hora. Abre la puerta, se sube a su asiento a duras penas sin dejar que su madre la ayude, cierra la puerta del coche con lo que quiere ser un portazo y sube la ventanilla. Ese gesto probablemente le salvará la vida. Su padre no necesita preguntar para conocer lo que ha pasado. No había otra cosa más importante en el mundo que seguir columpiándose junto con los amigos ‐perfectamente desconocidos solo media hora antes‐ hasta que algún progenitor apareciera por allí. Ha llegado la madre y primero con buenas maneras, después con amenazas y después por el método más expeditivo la ha cogido de la mano o de los dos brazos y la ha llevado medio en volandas al coche. Se alegra de no haber tenido que ser él el que la obligase a cortar el juego. Estando de vacaciones no le apetecen broncas. Él hubiera querido dejar caer la tarde tomando una cerveza, quizá llamando a alguno del trabajo para darle envidia, después comiendo cualquier ración de lo que fuera en la terraza del bar de la piscina y volver con la niña dormida hasta la casa rural. En lugar de eso, la cena va a ser en la casa alquilada, otra vez a prepararla, a poner la mesa, a regañar a María por ver la tele, finalmente a intentar que avance un poco en el libro de deberes para el verano. Nada demasiado distinto a un día de trabajo normal. Después a recoger la mesa, lavar los platos –ya podían poner un lavavajillas con lo que cuesta la semana‐ y a no
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demorarse, que mañana seguro que Marta ha programado algo. Al final seguro que toca el Monasterio de Yuste. Sería muy lúgubre pensar que casi se está mejor en Madrid con el curro de todos los días que en estas vacaciones; no se permite ni siquiera pensarlo. ‐Pues dime qué hacemos mañana. ‐¿Cómo? ‐Has dicho que no querías ir a Yuste, pues venga, dime que hacemos mañana. ‐Pero… ‐No, no pasa nada, venga, propón tú otra cosa. ‐Yo no he dicho nada de Yuste. ‐Mira, no hace falta que… ¡Ay! ¡Ay! ¡Aaaaay! Gesto de dolor, mira a Pedro, sin entender nada. Él tampoco lo entiende. Va hacia ella, ha sido en la espalda, bajo la nuca. Distingue tres picotazos, se queda asombrado mirando al distinguir los tres minúsculos aguijones moviéndose en la piel de Marta, bombeando veneno. Los quita con un pañuelo de papel. ‐Mira, mira. ‐Macho, que no es un documental, coño, que esto duele. Apártalo de mi vista. ‐¿Estás bien? ‐Duele, pero no te preocupes. ‐¿Mucho? ‐Joder, pues sí. A ver si la señora de la casa rural tiene un antihistamínico o algo así. ‐Vamos a urgencias. ‐Anda, qué dices. Vamos al coche, anda. Creo que te has librado del monasterio por un día. Vaya noche me espera, joder. Un sonido la interrumpe. Más bien es la unión de muchos pequeños sonidos, como una maquinaria formada por miles de piezas frotándose entre sí. Marta y Pedro se detienen porque no
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pueden oírse al hablar. El sol se nubla un momento y al mirar hacia arriba descubren una especie de ballena flotante, una nube oscura y etérea que forma una masa de apariencia líquida. Ha pasado justo por encima de ellos, tapando el sol. Atronando. El ruido es ensordecedor. Los dos se miran, aterrados. Marta mira a su hija. Al verla suavemente dormida mientras su angustia crece hasta lo insoportable se añade otro punto de irrealidad. Pedro vuelve a mirar a Marta y sus ojos se clavan en su nuca, luego su mirada va al pañuelo con el que ha limpiado los picotazos y de repente una idea cruza por su mente, una sensación de pánico y de peligro. ‐¡Métete al coche! Abre la puerta y la empuja violentamente, lo que hace que caiga en los dos asientos delanteros y se golpee con la palanca de cambios en el pecho. Luego da la vuelta y entra él también. Cuando se sienta, a modo de explicación a Marta, le hace mirar el brazo y la nuca. Cuentan siete aguijones. Una mujer mayor está entre el aparcamiento y la entrada al recinto de la piscina. Cae de rodillas sin parar de manotear, cubriéndose la cara con un brazo. Una masa oscura le cubre la espalda y la cabeza. Chilla y echa a correr, desesperada, ciega. Ha cogido la dirección del puente que pasa por encima de la garganta y que sujeta el dique que retiene el agua de la piscina natural. Se tropieza con el pretil y cae por el lado de aguas abajo, contra el lecho rocoso del río. Hay familias como ellos, metidos en los coches. Un hombre obeso llega hasta su monovolumen mientras su mujer le grita desde dentro, su coche está atestado de personas. Su cabeza, la amplia espalda y el cuello vacuno están cubiertos de abejas. Los brazos y las pantorrillas también. Cae junto a la puerta, intenta levantarse. Sale otro hombre del coche y rápidamente le mete por la puerta del conductor y después vuelve al asiento, dando
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manotazos a los insectos que han cubierto sus brazos y su pelo en unos pocos segundos. Apenas se ve, ya las abejas no tapan el sol, pero forman una nube enfurecida, una tempestad que se agita sin dirección definida y hace que los supervivientes solo vean puntos gordos moviéndose sin parar rapidísimamente y aturdiéndolos con el zumbido ensordecedor. En la piscina, el ataque ha sorprendido a la gente tomando los últimos rayos de sol y recogiendo la jornada de baño. Los primeros en recibir los picotazos han sido los remolones que aún estaban en el agua. Un grupo de adolescentes que estaban junto a las compuertas al principio se han reído cuando uno de ellos ha soltado un gritito en el primer picotazo; después al verse cubiertos de abejas no han dudado en tirarse al agua vestidos, con el tiempo justo de dejar caer los móviles en las toallas. En esa zona ya no llega el sol y los insectos no les hacen mucho caso. Los chicos les mantienen a raya a costa de hacer salpicones a manotazos con el agua. Parece que prefieren ir a por los bañistas de la parte soleada. Uno de los chicos se cruza toda la piscina en un sprint de croll para socorrer a su prima pequeña, que está en el agua en la parte que apenas cubre, la zona infantil donde ya no queda nadie salvo ella y su hermano. Se han cubierto con la colchoneta en forma de Bob Esponja. Los dos lloran histéricos. Cuando llega el chico, ve que la colchoneta está deshinchada, cubierta de aguijones. Les coge a los dos en vilo y se dirige hacia la orilla, envolviéndolos como puede en el plástico. No se da cuenta de que él mismo está también cubierto de abejas y de aguijones palpitantes. En la orilla ve al padre de los pequeños que se los coge de los brazos y los envuelve en una toalla, corriendo hacia el bar. El pequeño recinto acristalado está repleto de personas que se han refugiado y miran atónitos la tempestad que está ocurriendo fuera.
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La masa de abejas que le cubre el cuerpo le pica sin cesar. Intenta seguir a sus primos y a su tío. Su cabeza está embotada, no puede pensar con claridad. Trata de correr, pero solo consigue tropezarse. Acierta a ver los baños públicos, más cercanos y también repletos de gente y decide dirigirse hacia ellos pero cae de nuevo y ya solo ve luces blancas. Antes de cerrar los ojos, nota que ya no siente dolor. En el aparcamiento, Pedro y Marta miran atónitos por la ventana. María se ha despertado. Llora. Le han dicho que está granizando, Marta se ha puesto a su lado y la abraza cubriéndole todo lo que puede la cabeza para que no pueda ver nada. Abejas se lanzan contra el cristal rebotando con un ruido seco. De repente, un coche se abalanza sobre ellos. Es un pequeño todoterreno tipo jeep sin techo, abierto del todo. En el puesto del conductor hay una persona inmóvil. No se le ve la cara, cubierta totalmente de abejas. De copiloto, otra persona que agita desesperada las manos, dando manotazos a su cabeza y a la cabeza del conductor. El vehículo baja la pendiente por la acción de la gravedad, el conductor solamente ha acertado a desembragar el motor antes de desvanecerse y yacer inmóvil sobre el volante. Pedro tiene el tiempo justo para arrancar su coche y dar una sacudida hacia delante, el todoterreno apenas les golpea la parte de atrás, sin embargo ellos se lanzan contra una columna de hierro que sujeta el endeble techado del aparcamiento. El golpe no es muy fuerte, pero al no llevar puestos los cinturones, María, Pedro y Marta se golpean contra el volante y el asiento. No se aprecia en el caos que se ha convertido la piscina y sus alrededores, pero la intensidad del ataque ha bajado al avanzar rápidamente el sol hacia el crepúsculo. Aún hay algunas carreras por la pradera de la piscina con padres que socorren a sus hijos, llevándolos al bar envueltos en toallas. Dos hombres
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han recogido al adolescente que estaba tirado en la orilla. Se oye una sirena, es la ambulancia del pueblo que llega. Sin que nadie le haga ningún caso, el sol se ha terminado de ocultar tras los árboles. En ese instante cesa el ataque. El tornado de abejas de repente se eleva y se recoge como un ejército en retirada. El zumbido atronador ha cesado. Ya no hay ninguna abeja volando, pero hay miles en el suelo, con el aguijón y medio cuerpo desgajado. Agonizan y mueren rápidamente. Hay un silencio espeso, sólido. La gente refugiada en el bar y en los baños públicos sale aliviada de escapar de la aglomeración. Algunos salen despacio, contemplando el paisaje después de la batalla y pisando con aprensión los cadáveres de los insectos, que están por todos lados, formando una alfombra chirriante que cruje al pisar. Otros van corriendo a sus pertenencias, abandonadas en el césped de la piscina y rápidamente se dirigen a los coches en busca de asistencia médica en el servicio de urgencias del pueblo. Dos mujeres sufren un ataque de ansiedad, lloran y patalean en el suelo, sus familiares tratan de sujetarlas para evitar que se hagan daño. Una abuela que ha mantenido abrazado y protegido a su nieto con su propio cuerpo y una toalla metidos entre unos helechos, en la penumbra del bosque de ribera, aguas arriba de la piscina, sacude las abejas que han cubierto su espalda y su pelo. Solo entonces se da cuenta de que cualquier resquicio de piel que han encontrado tiene un aguijón clavado. Mira a su nieto, no tiene ninguna picadura. El pequeño, de siete años, se pone enseguida a quitarle los aguijones. Pedro y Marta están fuera del coche. María está refugiada en los brazos de su padre, no quiere ver nada. Ante un gesto de Pedro hacia el coche que les ha golpeado y que está volcado a unos metros de ellos, Marta le dice que no con la cabeza y le hace ir
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al centro del aparcamiento, junto a un gran macetero, donde se está reuniendo la pequeña multitud que se refugió en los coches y en el bar de la piscina. Aquí también andan pisando una alfombra de abejas muertas, destripadas por haber desprendido su aguijón venenoso sobre el cuerpo o la ropa de alguien. Ven llegar a las sirenas de la Guardia Civil.
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9. Restos de la batalla. “Otra vez”. Se dice Sara cabreada consigo misma, aunque quizá más sorprendida que enfadada. Se pregunta por qué desde que tiene uso de razón –hecho que más de una persona opina que aún está por demostrar‐ siente ese impulso de transgredir, sorprender, dominar una situación a base de desbaratarla del todo. El sexo ha sido siempre una de sus armas para conseguirlo, aunque después siempre le queda un regusto amargo. “Joder, parece un argumento de una mala peli porno”, se dice. Simplemente le apetecía, o más bien le apeteció. Ahora no va a saber cómo actuar, saldrá el investigador del autobús y querrá retomar la acción donde la dejaron, pero (y a pesar de que solamente ha pasado un rato) como dice Sabina en su canción “Ya no es ayer / sino mañana”. Le apetecía subir aquí, averiguar qué se traía entre manos este personaje. Una vez arriba, los extraños aparatos, la finca más extraña que ha visitado en toda la zona y sobre todo las vistas a La Vera desde esta altitud, la fragancia de la vegetación, la soledad del enclave, el estar lejos de todo y por qué no decirlo, el tiempo que llevaba sin darle al cuerpo alegría Macarena, según un dicho que ella misma se canta cuando lleva algunas semanas sin un intercambio sexual, hicieron el resto. “Tampoco ha sido el polvo del año”. Encima eso. Bueno, la única ventaja de esta situación es que a este pirado no parece conocerle nadie, así que en el pueblo ninguno de los que llevan la cuenta podrá aumentar el registro de amantes. Aquí en La Vera, tan lejos de lo que ha sido su entorno familiar y personal hasta la madurez, lleva una vida totalmente libre. A costa de ser solitaria, su independencia es total. Con todas las ventajas y todos los inconvenientes. Precisamente lo que buscaba cuando recaló aquí tan lejos de su casa, primero en un servicio veterinario de una cooperativa ganadera y después aprobando
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la plaza de veterinaria municipal. Atrás en el tiempo, suficientemente lejos en distancia quedaron sus referencias geográficas, personales y familiares de alineaciones interminables de cepas y olivos. Paisajes cuadriculados, geometrías que a menudo le parecían asfixiantes por su regularidad. El recuerdo del aire puro y limpio de su pueblo, contrastando con los miles de fragancias que le abordan por la cambiante vegetación de esta comarca. Viviendas enormes con decenas de estancias, patios con un pozo en el centro, con puertas –porteras decían allí‐ por las que podía entrar un camión grande; ahora vive en una casa del Barrio –como es llamado el centro histórico del pueblo‐ vivienda estrecha de cuatro alturas, en una calle en la que no caben coches, desde el balcón de la última planta puede darse la mano con la vecina de enfrente. Sin embargo, prefiere ese pequeño espacio en su vieja casa alquilada porque por ahora temporalmente lo siente suyo, al igual que su propia vida. En la cuenta negativa, está la mala reputación que la envidia y los despechos amorosos de más de uno están labrando poco a poco en la pequeña sociedad donde está inmersa. Siempre ha sido muy despegada de cualquier entramado social. A costa de trabajo y estudio ha logrado una situación laboral y económica independiente de cualquier maledicencia, pero tampoco le apetece que le llamen la putilla del pueblo ni enterarse de que lo van diciendo por ahí. Así que de nuevo se encuentra haciendo equilibrios entre el exterior y el interior de sí misma, en lo que parece ser que es su sino vital. Darío se ha quedado adormilado. Sale del autobús. La ve sentada en una piedra, mirando a la lejanía, desnuda, aunque el sol está ocultándose y ya empieza a bajar una brisa muy fría, igualando la temperatura del fondo del valle. La calidez de los últimos rayos de sol resalta su piel morena y su pelo rubio. Le parece una visión tremendamente hermosa. Se acerca. Quiere
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besarla pero ella hace un mohín con el hombro y el beso cae en su pelo. La ve sonreír ‐diría que casi por cumplir‐ pero no le mira. Se queda sorprendido, y enseguida se da cuenta de que ya terminó lo que no había empezado. Sigue mirando al infinito, al fondo del valle. Quisiera estar cerca de ella, pero le parece que ahora mismo está a varios kilómetros. Se gira, le mira a los ojos. ‐¿Por qué murió Mateo? La pregunta le coge de sorpresa, pero su mirada no va a permitir una evasiva o un titubeo. Sabe que no le va a valer una mentira. ‐Mira, Mateo fue víctima de… ‐¿Qué es eso? Ambos ven a una especie de mancha oscura que asciende por el fondo del valle, con un sonido semejante a un motor de gasoil revolucionado. Como si fuera una voluta de humo negro con vida propia, lleva una trayectoria definida. Sigue ascendiendo rozando la vegetación y cuando llega a la zona donde las jaras empiezan a ser sustituidas por las retamas de montaña de repente desaparece, más bien se diluye, como si el viento hubiera deshecho el humo. ‐¿Eso era…un enjambre enorme? ‐Sara, eso es lo que ha matado a Mateo. No le da tiempo a decir nada más, porque suena una música en el móvil y salta como un resorte, la melodía de Reckoning Day de Megadeth le anuncia el autor de la llamada. Sabe que solo puede anunciar problemas. Sara ve que habla, o más bien recibe instrucciones. Tenso como un resorte, solo acierta a decir “sí” y “entendido”, varias veces. Cuelga sin despedirse. Busca sus ojos. La está mirando sin expresión ninguna, como si estuviera viendo detrás de ella, o como si fuera transparente. Están así como quince segundos.
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‐Vamos. Y sin darle tiempo a reaccionar, cierra con llave el autobús y la caravana, se pone la mochila, salta a su quad, lo arranca y sale a toda velocidad camino abajo. Cabreada a más no poder, recoge su ropa y salta a su coche. Le arranca y sale también zumbando hacia el pueblo, esperando no alcanzarle, porque sabe que como llegue a él es capaz de echarlo del camino de un bandazo con su coche, como en las películas. A los diez minutos de rally con tal nivel de stress que solo acierta a enfadarse aún más sin tener tiempo de reflexionar sobre lo que ha dicho de la muerte de Mateo, en una larga recta donde puede acelerar, se empieza a acercar a Darío, ya distingue le nube de polvo. Mete quinta y se lanza a cien kilómetros por hora por la pista forestal. Le alcanza antes de lo que había previsto, y es que apenas acierta a ver las luces de freno del quad y a través del polvo distingue que culebrean, derrapando. Darío ha frenado en seco, a ella le da a tiempo a frenar con más tiempo y se para prudentemente a veinte metros de él, sorprendida y expectante por saber lo que ocurre. Hay un todoterreno rojo en el borde del camino, junto a él un chico con traje de campo, a medio camino entre ropa de cazador y de deportista de montaña. Sostiene una carpeta con papeles más grandes que los folios habituales, parecen planos y fotografías aéreas. Junto al coche, sobre un trípode, hay un instrumento topográfico. El chico está en medio del camino, gritando a Darío, impidiéndole el paso, más bien retándole a que le pase por encima. Hay unos segundos en los que el quad hace como que va a saltar sobre él y el otro duelista le espera impasible, como si fuera capaz de detenerle si efectivamente se lanzara. Al final, se aparta con un gesto de desdén y claramente le increpa como quien cede ante un niño caprichoso.
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El investigador acelera, saliendo con las ruedas delanteras en el aire. Ella pasa prudentemente, lo que no quita para que reciba una furibunda mirada del topógrafo. Continúa la loca carrera aunque ahora Sara modera un poco la velocidad, manteniendo la distancia con Darío, que sigue conduciendo como un loco. En breve, están cruzando por debajo del arco de mampostería que sostiene una conducción de riego, donde se acaba el camino y empieza la carretera. Han llegado a la piscina. En lugar del bullicio habitual de las tardes de verano, con los coches apretados a ambos lados del vial con familias recogiendo los pertrechos del baño y de la merendola, Sara se sorprende de ver la carretera vacía. Baja un poco más hasta el aparcamiento y se sorprende aún más cuando ve varias ambulancias y una cinta de la guardia civil impidiendo el paso al acceso de la piscina y del bar. Hay unos cuantos curiosos retenidos por las cintas. La gente de las ambulancias está atendiendo a varias personas dentro de los vehículos medicalizados, también hay facultativos en unos coches que están desperdigados por el aparcamiento, como si se hubieran estrellado. Unos golpes en la carrocería del coche la sorprenden, son unos capones que el cabo de la guardia civil ha dado diciéndole que aparte el coche. No consigue centrarse en mover el vehículo porque se ha quedado paralizada al distinguir junto a una ambulancia tres camillas de las que sobresalen inmóviles los pies de tres personas, cubiertas por una manta isotérmica aluminizada. No las atiende nadie. ‐Sara, por favor, mueve este puto cacharro. La voz de su amigo el cabo Moreno le saca del alucinamiento y mete la marcha atrás, ve como en una nube, como si lo viera desde muy lejos, que le estaban pidiendo que apartara su coche para que pudieran pasar dos coches fúnebres. Siguiendo a los dos siniestros vehículos, como si fuera un exiguo séquito
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fúnebre, va la juez Marina. Se le queda mirando, sorprendida, mientras traspasa el control de la cinta de la guardia civil. Sin relajar su serio gesto, le hace un gesto con la mano simulando un teléfono, indicándole que luego recibirá una llamada suya. Se sube al capó del coche, tan caliente que quema después de la galopada por las pistas de montaña. Como no ve lo que quiere, se sube al techo. Entonces sí le ve. Al otro lado del cauce de la garganta, subido en el quad. Arranca el vehículo y va hasta él. Está tomando imágenes con el móvil. Ha buscado un buen sitio para capturarlas, o por lo menos para contemplar la escena a placer sin que le vea nadie. Pero no es su toma de fotos lo que le interesa del joven. Se acerca con el coche dando un rodeo por el otro puente encima de la garganta. Se baja del vehículo, él está como ensimismado viendo el maremágnum de la escena, tomando imágenes de los restos de la batalla. De improviso, le coge del pelo, obligándole a sentarse en el asiento del quad. ‐Me vas a decir qué cojones está pasando y qué coños haces con las abejas. ‐Espera. ¡Ay tía que me estás haciendo daño! ‐Me lo vas a decir ¡AHORA! O te quemo el puto quad. Y basta de mentiras. ‐Déjame un segundo, vamos a tu coche. No me tires más del pelo, por favor. ‐Venga. Vamos. Se sientan. Ella no lo ha notado, ocupada en llevar a Darío tirándole de la patilla hasta el coche, pero la escena ha sido seguida atentamente por unos ojos color azul hielo entrenados para ver sin ser vistos.
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10. Fase C. ‐No te he mentido. No del todo. Es cierto que soy biólogo por la UEX, también es cierto que conseguí una beca para ir a Estados Unidos gracias al primer premio de tesis doctorales de mi promoción a nivel estatal. Mis estudios sobre las abejas se desarrollaron en paralelo y sin saberlo con una investigación del MIT de Massachussets, el premio y el artículo en Science les puso sobre aviso. Me ficharon en cuanto pudieron. Me fui para allá. Un año. Sin embargo, los objetivos de ellos no eran exactamente los mismos. ‐¿Por? ‐La interacción con las abejas y el ordenador se suspendió, de hecho, esa investigación era una tapadera. El propósito es utilizar las abejas para fines militares. ‐Lo estaba viendo venir. ¿Quiénes son? ‐Digamos que es el BRIM. ‐¿BRIM? ‐Bee Research Institute for Military Intelligence, Instituto para la Investigación Apícola de Inteligencia Militar. Los que pagan, los que patrocinan el proyecto. No te puedo decir más. ‐¿No me puedes decir más? Venga ya. ‐Sara, por favor. Esta gente no son cuatro papanatas. Es una organización terrible, con una jerarquía extrema. El jefe delegado para España es un loco, casi un psicópata. Solamente le importa la investigación y que en el informe mensual se vean avances. Le da igual todo. Tiene un equipo de gente de unas veinte personas o qué se yo, una especie de guardia personal. ‐Pobrecito. Venga, sigue. ‐Gracias. Sigo. Hemos llegado a la fase C. ‐¿No era la B?
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‐La B era la segunda fase de mi proyecto, nunca se llegó a alcanzar, ni propósito había. La C era lograr que sobreviviera la nueva especie modificada genéticamente en su hábitat natural. ‐¿Abejas transgénicas? Habéis hecho unas abejas locas. Y asesinas. ‐Pues algo así. Se les ha provocado una mutación a través de un virus inoculado a la abeja reina, de tal forma que toda su prole – ya sabes que todas las abejas de una colmena menos la reina, incluidos los zánganos, son hermanas‐ son una especie nueva. ‐Joder, pues permite que te felicite. Creo que ya lleváis cinco muertos. Estáis locos. ‐Deja que te explique. Esto que está pasando no tenía que pasar. Hay que analizarlo con calma, capturar a los especimenes. Ver qué ha fallado. Todo ha dado un giro inesperado. ‐¿A esto lo llamas un giro inesperado? Macho, si quieres te damos el premio Nobel. Te repito que ha muerto gente. HA MUERTO GENTE. Tú no viste a Mateo, si te pasara a ti no pensarías en las abejitas como si fueran líneas de código de un programa informático. Habéis creado una aberración de la naturaleza y ahora no sabéis controlarla. ‐Sí que sabemos. Además te digo que esto es un problema…eh, temporal. Las abejas reinas modificadas no producen reinas fértiles, es imposible. Así que solamente hay una generación viable. ‐Pues que yo sepa las reinas viven hasta cinco años, listo. Y además también pone zánganos, individuos machos. ‐Sí, es cierto, pero no más de tres o cuatro años. Y no pueden poner huevos que produzcan individuos fértiles, ni machos ni hembras. Así que lo que haya pasado, está controlado. O acotado si prefieres decirlo así. ‐Joder, pues menuda solución. Unos genios, tú, los del MIT y sus amiguitos militares. Tres años, mira la que han montado en dos días.
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‐Te digo que sabemos controlarlas. Estas abejas son sensibles a una frecuencia de ultrasonidos, también está introducido en su código genético. ‐Ahora me vas a decir que con un silbato para perros se podría haber evitado esto. ‐Bueno, más o menos es un silbato para perros, sí. Se les dispara un sonido y se quedan quietas, es alucinante. Eso es lo que voy a hacer. ‐¿Cuándo? ‐Mañana, a primera hora. Tengo el dispositivo en el laboratorio. Podemos estar a las siete rastreando para encontrar el enjambre. Encontrarlo y desactivarlas. ‐Lo primero, que no me creo que sea como quitar el enchufe a un móvil y lo segundo ¿nosotros? ¿De qué vas? ‐Pero, yo creía…que tú y yo… ‐¿Qué? Sal del coche. ‐Sara. ‐Ni Sara ni leches, pero qué te has creído tío. ME DAS ASCO. Pírate. Eso sí que no se lo esperaba. Sale del coche. No pensaba dar un portazo, ya lo da ella por él. Después, arranca y se va. Él se queda solo en ese aparcamiento. Solo como no ha estado nunca, y eso que ha sido durante toda su vida el bicho raro de la clase, del barrio, de la familia. Lo más parecido a una relación afectiva no familiar que recuerda ha sido conducir como un loco por los caminos de la sierra hacia su laboratorio, seguido por Sara, hace unas horas que ya se le antojan como días lejanos. Luego el sexo y en seguida, Sara otra vez a kilómetros de distancia sentada en esa roca. Desnuda y distante como una estatua de museo. De nuevo esa sensación de ser la persona más solitaria de la Tierra, de haber nacido para ver la humanidad desde fuera.
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Cuando estuvo en los Estados Unidos, se recreó a menudo con ese sentimiento. Allí era más llevadero, al fin y al cabo, es normal en sus circunstancias estar un poco retraído del resto de la gente, compañeros de estudios y de trabajo. Además, ser raro allí era ser normal, en medio de toda la vorágine del MIT, con tanto científico loco, lo que se estilaba era ser un asocial. Pero de vuelta a España, volvió la percepción de estar viviendo en otro planeta, de que los amigos virtuales de Facebook, Twitter y Tuenti eran más reales que las personas; vivir en un laboratorio secreto y clandestino en medio de la sierra solamente conectado del mundo por medios telemáticos y por una bajada semanal al súper del pueblo no ayudaba a la integración con la gente real. Él mismo se había diagnosticado un problema de una falta de habilidades sociales y de empatía con su propia especie. Hacía tiempo que lo había asumido y comprendido. Nunca iba a tener una relación normal con nadie. En toda esta vorágine ¿qué percepción tenía? No había podido reflexionar hasta entonces, había sido un día de locos. Sí, había muerto gente. Podía ver los coches de los ataúdes aparcados a unos metros de él. También estaba lo de ese apicultor, el del colmenar AJ‐2. Le había cogido cierto cariño, a través del seguimiento (sin que él lo supiera nunca) de los datos del colmenar, la cámara oculta y la introducción del enjambre MOD2AAA; el hombre subía cada semana, nada más que a dar una vuelta, se veía que le tenía cariño a lo de las abejas. En este momento sí era capaz de asumir una pérdida humana. Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que las otras personas que habían fallecido no le causaban mayor emoción que las complicaciones que podían acarrearle, a pesar de tener un buen porcentaje de culpa. Eso no le hacía el mejor de los hombres, ya lo sabía, pero verlo y sentirlo en ese momento le causó una impresión fuerte; se dio cuenta de lo avanzado que estaba su desapego con sus semejantes.
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“Hay que solucionar esto”, pensó. Aunque solamente fuera a efectos prácticos y por intentar continuar con la investigación de alguna manera, quizá en otro lugar del mundo, la prioridad ahora era desactivar ese enjambre, anularlo, recopilar toda la información posible y reiniciarlo todo. Claramente, en unas horas debería dar cuenta al BRIM de los avances y alcances de todo lo sucedido. Habría que tener deberes hechos para entonces, sabía que en breve iba a recibir otra llamada.
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11. Actuación judicial. La juez Marina marca un número. No contesta. No puede dejar de hacer esa llamada, a pesar de todo el papeleo y olas de información que debe procesar, ordenar… Vaya tarde, está molida. Ya está hecho lo más desagradable, la actuación presencial. Ahora a recibir la información de los profesionales y a dar curso a los expedientes. La relación con el forense y el secretario judicial cada vez es más complicada, han estado de lo más impertinentes y remolones en su trabajo. Sin embargo, nada de eso ocupa su cabeza porque antes de volver a su labor debe cumplir cierto encargo. Si toda esta situación le supera, esta comunicación ya pasa el límite del surrealismo. Queda hacer esta llamada. Hay que ir quemando etapas, sobre todo si quien las encarga es jefe de jefes. Repite el número, sabe que está disponible y que tiene cobertura. ‐¿Si? ‐Hombre, por fin te encuentro. ¿Cómo te va? ‐Eh…bien….bueno, mal, claro. Con toda esta movida. Joder, es demasiado. No lo sé. Todo esto es muy fuerte. ‐¿Estás conduciendo? Apaga el motor. ‐Lo has adivinado. Estoy en el coche. Ya, ya me he parado, no te preocupes. Me han mandado los civiles que me salga al aparcamiento de la Chorrera. Menos mal que no estaba el pesado éste. Había un atasco del copón para llegar al pueblo y me han dicho que me salga, así que estoy aquí parada, aunque ahora no hay nadie, no lo sé, qué raro. Marina, me he enterado de muchas cosas en muy poco tiempo, esto es un embolado de la leche, aquí hay metida gente de fuera, militares, qué se yo. ‐Lo sé, créeme que lo sé. ‐No, no lo sabes. No te puedes ni imaginar… ‐Sara. Sí lo sé.
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Pasan unos segundos en los que Sara percibe que la juez puede llegar a conocer quizá incluso más que ella. El tono de la voz y esas últimas cuatro palabras le indican que Marina tiene alguna conexión con la famosa institución, organismo o lo que sea llamada BRIM, por lo menos sabe que existe y sus implicaciones. Vía relaciones institucionales, la empresa o agencia o lo que quiera que sea ese nombre siniestro ha llegado hasta su ¿amiga? y seguramente le haya dado instrucciones o indicaciones de cómo tiene que moverse. Ese “Sí, lo sé” no puede significar otra cosa. Ahora lo que no ubica es el motivo de la llamada, aunque rápidamente le llega la intuición de por donde van los tiros. ‐Me parece que ya no necesitas el informe. ‐No. Bueno, sí. Sí que lo voy a necesitar, aunque ahora te puedes imaginar que tengo otras prioridades. ‐¿Tapar esto? Otro silencio. ‐No, no hay que taparlo. Hay que actuar por el bien común. Aquí se están moviendo unos hilos que están cogidos muy arriba. ‐Vamos, que me llamas para que me meta en mi casa y ni salga ni hable con nadie. ‐Pues mira, más o menos, lo que te voy a pedir es que… ‐Ostia, Marina, ¿estos quienes son? ¡Joder! ¡Tú, no toques el coche! ¡Suéltalo! Que arranco eh, quítate de ahí… Por el auricular del aparato, Marina oye la escena que está viendo a distancia. Está en una curva de la carretera general, llamando por teléfono a la veterinaria. Se ve el aparcamiento para turistas de la Cascada del Diablo –la Chorrera dicen en el pueblo‐ adonde han desviado al coche de Sara. Cuatro hombres le han rodeado y se abalanzan sobre la chica. Las manos de la juez se crispan en el aparato. Su mirada gira hacia unos altos
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ojos azules, fríos como el hielo, en un rostro hierático y anguloso. ‐No se preocupe ni lo más pequeño. Como le han dicho, es por el bien común y sobre todo por el bien de ella. No va a sufrir ningún daño. No dice nada. Ve el coche que se lleva a Sara. Se repite a sí misma que no ha podido hacer otra cosa, que la llamada y las credenciales que ha recibido de estas personas la han obligado a traspasar y conculcar en un rato casi todo lo que ha estudiado durante diez años, empezando por la Constitución y terminando en el Código Civil. A pesar de lo que le han prometido –y de lo que puede tener asegurado, merced a la información que ha recibido y lo que conoce de la gente que se lo ha mandado, Ministerio del Interior incluido‐ sabe que ya nunca va a ser juez. Ya no va a poder. Su conciencia se lo va a impedir. Si quisiera, le pondrán una plaza donde le venga bien. También un puesto en una gran empresa, incluso un cargo político a cargo del gobierno, pero no es eso lo que había deseado cuando se ha levantado esta mañana para ir a cumplir su trabajo en su oficinita de Jarandilla. Marina sabe que ya nunca sería capaz ni de poner una multa de tráfico. Ya no. Pero claro, no se recibe todos los días a unos señores que le ponen delante un ordenador con una videoconferencia en directo con la ministra del interior. Ha sido azar. O quizá una conjunción de variables. El caso es que por una extraña alineación de las circunstancias que se están encadenando, del instante en que estas están sucediendo y del lugar que ocupan en cada momento, justo cuando iba a coger el desvío a la izquierda para subir de nuevo a la sierra a organizar la caza y destrucción del superenjambre del día siguiente, ha tenido que apagar el quad para ajustar el manguito de la gasolina y apretar la abrazadera con una
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palomilla que le puso el chico del taller. “Le das demasiada caña” le había advertido. Ya de noche y a pesar de todo lo que ha pasado y del bullicio de policía, ambulancias, curiosos…que rodea a la piscina, en ese sitio domina ahora un extraño silencio. Es un sitio fresco, a tiro de flecha del arco de piedra y cemento que supera la carretera. Alguien le podría haber dicho que se llama el Arco del Portichuelo. Hace unas horas, pasaba por aquí a toda velocidad con Sara, antes de conocer el alcance y la desgracia del ataque del enjambre enfurecido en la piscina. Ahora, en esa tranquilidad que el campo ofrece ahora, indiferente a lo que está ocurriendo en el mundo de los humanos, mientras se inclinaba sobre la máquina, ha oído el murmullo de unos susurros. Muy cerca. Distingue el bulto de un coche que conoce, apartado de miradas indiscretas en la entrada a una finca desocupada. Sospecha con quien le han montado una cita esta noche, ciertos ojos azules que no le apetece ver de nuevo, y hoy menos. Así que arranca con un acelerón y se lanza camino abajo, por la derecha, eludiendo el camino que sube a su laboratorio. Inmediatamente suena el tono de Megadeth en el teléfono que identifica a una llamada del BRIM. No lo coge y se dirige hacia la carretera principal, no sabe donde dirigirse pero está seguro de que por ahora quiere poner tierra de por medio.
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12. En el chozo. Sara está desorientada, camina entre jaras y retamas pero desconoce dónde se encuentra. No es que esté perdida, es que no sabe lo que quiere encontrar, aunque no puede dejar de andar e intentar llegar a su destino. Accede a un claro en la vegetación y ahí lo ve, es un colmenar. Por alguna razón, lo estaba buscando. Ahora sí se para. Es ahí donde ella debía estar. Doce colmenas alineadas, blancas y brillantes bajo la luz potente del sol que les da de lleno. Sus piqueras están llenas de abejas que continuamente entran y salen, sobre todo ahora salen hacia ella al notar su presencia. Zumban furiosas, le estorban la vista por la cantidad que tiene alrededor y la velocidad a la que se mueven. La rodean, le intentan picar pero sus aguijones no le afectan, aunque nota como impactan con golpes secos sobre su piel. De repente aparece una persona. No lleva ropa. Es mayor, prácticamente un anciano. Su piel es blanca, con esa falta de color de las personas de edad. Sara se queda asombrada de ver un hombre desnudo precisamente ahí. Sin notar su presencia, el hombre se acerca al colmenar. Sara le intenta avisar pero la voz no sale de su garganta. Cuando está a unos pasos de la colmena más cercana, ve que a él si le afectan los picotazos. Sara ve impotente como una tras otra le van clavando los aguijones y el hombre no puede defenderse, no acierta a cubrir su piel ante la cantidad de abejas que le están picando. Sin embargo, no ceja en su empeño de seguir avanzando hacia las colmenas que van a ser su perdición. Sara intenta gritar de nuevo pero ni un sonido sale de su cuerpo. Decidida, quiere avanzar hacia el hombre y sacarle a empujones de allí. El hombre se dobla por el dolor, aturdido por el veneno que le inoculan decenas de aguijones clavados en su piel desnuda. Sara no puede moverse. Unas manos la retienen, quiere correr, avanzar, mover las
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piernas pero varios pares de brazos sin cuerpo la sujetan. Grita sin que salga un sonido de su boca “Mateo”, porque es Mateo el hombre que ya está tumbado en el suelo, manoteando impotente, cubierto de abejas furiosas que forman una costra en su cuerpo. Ella intenta sacudirse esas manos como tenazas que la retienen, mover las piernas, las manos, el cuerpo, pero es incapaz. Por fin parece que va a poder gritar. ‐¡¡¡Noooooooooooo!!!! Oye su propio grito y la realidad cambia repentinamente. Está en una habitación que no conoce. De hecho, no es una habitación sino más bien algún tipo de cabaña o refugio en el campo. Distingue un techo no muy alto de retamas secas, sujetadas por una estructura de palos y hierros. La pared circular es de piedra y el suelo donde está tumbada es de tierra apisonada. Está en un saco de dormir, con una camiseta, bragas y calcetines como única ropa. Jadea por la impresión de la pesadilla, aunque el aire fresco que respira la reconforta. Por un hueco que hace de puerta ve las estrellas y el inicio de claridad de un próximo amanecer. Una voz grave le susurra que se calme y una mano grande se posa en su espalda mientras otra le toca la frente y le limpia el sudor. La voz la reconforta y le introduce en un sopor que hace que vuelva a dejarse tumbar para de nuevo dormir, ahora ya con un sueño tranquilo, profundo y sin sueños. A veinte kilómetros al sur de Villanueva, Darío mira desde la ventana del hotel a la sierra. A pesar de la distancia, en esa mañana fresca y sin calima se distingue perfectamente la nieve que aún sobrevive en las canales que bajan de las portillas del pico Almanzor. “Desde aquí le debió dar el nombre aquel tío”, piensa. En el aséptico hotel de Navalmoral de la Mata parece que ha puesto distancia a todo lo ocurrido hace dos días. Apenas ha salido de la habitación.
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Es probable que sepan donde está, e incluso puestos a ponerse peliculeros, seguramente le estén controlando discretamente. Poco cuesta a quien tiene los enlaces suficientes hacer que la policía local o la Guardia Civil controle a cierto estrafalario huésped que se ha registrado con su DNI. “Ella estará ahora despertándose con algún novio o recogiendo firmas contra las Abejas del Ejército Imperialista, o algo así. Qué imbécil. Y yo qué. Cómo soluciono esto.” Hay un enjambre que hay que destruir y que no debería ser capturado por cierta reunión de amiguetes. Lástima de no estar en su laboratorio. Supuestamente no puede entrar nadie salvo que se utilice la fuerza, algo que puede suponer que ya han utilizado. Obviamente las claves oficiales para acceder a sus equipos informáticos las cambió hace bastantes meses por unas que solamente él conoce, pero eso simplemente es cuestión de tiempo. Otra cosa es que sepan qué hacer con la recopilación de datos y con la información de los sensores. Su baza es que él y solamente él sabe dónde encontrar a esas abejas, así como la frecuencia de desactivación del inhibidor. Si es que eso funciona. Y esto le convierte en alguien valioso. Seguro que ella cree que ha vuelto a Estados Unidos corriendo o que está con ellos, colaborando. No se lo imagina destruyendo ese enjambre. Pues lo va a ver. Sabe que tiene pocas bazas. Pero puede jugarlas. Ya es de día cuando abre los ojos de nuevo. La calidez del saco de dormir la envuelve mientras sus ojos vuelven a explorar la cabaña donde ha estado dormida. Decididamente es una cabaña de pastores. Huele penetrantemente a cabra. Algunos aperos oxidados cuelgan de las paredes. Hay unas mochilas de anacrónicos colores brillantes en un lado de la estancia. Una persona está cerca de la puerta, inclinada sobre un hornillo.
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‐Me tomaría un poco de ese café. –Dice al recibir el confortante olor. ‐Ya está subiendo. – Le responde amigablemente la voz masculina que le calmó la pesadilla. Le ve echar el líquido en un vaso de desayuno y se levanta ágilmente para llevárselo. Es un hombre grande, le reconoce en seguida. Lleva la misma ropa. El topógrafo que casi atropellan en la loca bajada de ¿ayer? No ubica el tiempo, le parece que ha dormido varios meses. La mira de una forma extraña, profesional, como un médico. ‐Toma. ‐Gracias. ‐Le he echado miel. Te sentará bien. Sonríe amargamente para sus adentros. Miel. Abejas. De todas formas huele muy bien y se toma un trago. Aunque siempre se ha adaptado bien a las situaciones nuevas, sin detenerse demasiado a pensarlas, necesita coordenadas de su actual realidad. ‐¿Dónde estoy? ‐Estás en un chozo de cabreros, en la sierra. Has tenido un accidente con el coche. ¿No recuerdas nada? Digiere la información a la vez que la bebida entra en su cuerpo. Pasa un minuto o dos sin decir una palabra, con la mirada perdida en la puerta de la cabaña, donde un cielo azul brillante de media mañana se distingue por el hueco. La construcción debe estar en un alto de la sierra si se ve el cielo desde ahí. ‐Sí. Sí que me acuerdo. Después de…lo de la piscina…estaba en el coche hablando por teléfono con…y entonces vinieron de repente, me cogieron… Sus ojos se abren saliendo de sus órbitas. Se echa para atrás en una actitud de defensa. ‐¿Dónde estoy? ¿Qué me hicieron? ¿Quiénes sois?
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‐A ver, tranquila, yo no soy de esos. Te encontré justo cuando habías tenido el accidente, saliste despedida del coche y caíste en unas escoberas. Tuviste mucha suerte. Tu coche se empotró contra una roca y cayó por un barranco. Despídete de él. ‐Pero yo no recuerdo nada. ‐Es normal, con el golpe. Te diste en la cabeza. Por suerte, solamente ha debido ser una pequeña conmoción. Debes tener el cráneo de titanio. Te sedé levemente y te he dejado dormir, vigilando tus constantes vitales, se puede decir. Te traje hasta aquí, estamos a trescientos metros de donde te saliste del camino, y has estado dormida quince horas. Debes tener hambre. ‐Y ganas de mear ¿dónde...? ‐Si son aguas menores, ahí a la vuelta de la cabaña. Cuando vuelvas, saco tu ropa. ‐¿Es que me quieres ver en bragas? ‐Ya te he visto, tranquila. Recuerda que ese saco de dormir es mío. Lo que no quiero es que eches a correr. Me tienes que explicar bastantes cosas. ‐O sea, que soy tu prisionera. Y tengo que ir descalza. ‐Tú lo has dicho, cuidado no te salpiques las uñitas. ‐Joder. Se levanta y nota que le duele todo el cuerpo, descubre varios moratones y un chichón en la parte occipital de la cabeza. Rasguños en la espalda y en el brazo derecho. En el cuello nota el inicio de una contractura. Le sienta bien salir al aire fresco. Efectivamente, están en un alto, hay otra cabaña, parece cerrada. No se ve ninguna señal humana, ni siquiera el coche de su salvador o carcelero. Calcula e intenta ubicar su posición, vagamente se sitúa. Localiza el pueblo, o la dirección donde se debe encontrar. Tiene que pensar varias cosas, averiguar quien es éste, saber qué está pasando, aclarar quien le raptó, denunciarlo a la guardia
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civil…Marina. Su gran amiga juez. Menuda zorra. Ella la vendió. Dio la orden para que aquellos guardias civiles tan raros la apartaran de la carretera y luego aquellos otros tíos la raptaran. No recuerda más. Tampoco recuerda haber conducido, solamente recuerda los brazos de aquellos brutos cogiéndola en vilo como si fuera un peso pluma. La debieron drogar porque es incapaz de que ninguna otra imagen entre o aparezca en su cabeza, pero entonces ¿cómo condujo hasta la sierra por una pista llena de curvas y de desvíos? No sabe por donde salir ni qué hacer. A quien recurrir, si una juez ha ordenado que hagan eso. Su hermano está en Alemania, hasta la semana que viene no esperará la llamada más o menos mensual. No tiene más familia cercana. Sus amigos…los de la facultad quién sabe dónde están, tendría que revisar el grupo de Facebook que nunca mira. En el pueblo, tampoco tiene lo que se pueda decir amigos del alma a quien recurrir en estos momentos; aunque conoce a mucha gente, no sabe a quien podría contarle y compartir esta movida gigante en la que sin comerlo ni beberlo se encuentra metida. Rodea la cabaña y ahí está el topógrafo, al sol. Esperándola. ‐¿Mejor? ‐Sí, más o menos. Ahora me vas a dar unas magdalenas y ya haces la gracia completa. ‐Mmm…se me han acabado, toma, veleaquile, coge estas galletas. Son de chocolate. ‐Genial. Tengo un hambre horrible. Se recuesta sobre el muro de la cabaña, al sol. Es agradable. Aún no hace calor. Deben estar a bastante altitud. El topógrafo la mira, la examina. Diría que esa mirada es la de un padre que le va a echar una regañina o va a averiguar los detalles de una trastada. Ella le devuelve la mirada. También le examina. Es un hombre que ya no es joven. Bronceado por el sol mientras
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trabaja, se nota la raya del moreno dibujada por una camiseta; moreno agromán de currante, bastante poco glamouroso. Lleva una barba rala y no muy cuidada, una incipiente calvicie. Parece que sonríe con facilidad, aunque su gesto serio actual no es precisamente una fiesta. ‐Te llamas Sara. Yo soy Carlos. ‐¿Has cotilleado en mis cosas? ‐Claro, has estado roncando un montón de tiempo. Algo tenía que hacer. ‐¿Y por qué no me has llevado a un hospital? Me tendrían que hacer una placa en la cabeza. ‐Ya te la harás, aunque te aseguro que no tienes otra cosa que chichones y moratones. Tenemos que aclarar un par de cosas. ‐Tú eres el que me tienes que aclarar las cosas. Estoy secuestrada. ‐Sara, te estoy protegiendo. Han intentado matarte. El quad petardea por la carretera de servicio del canal del Rosarito, atrás quedaron a primera hora de la mañana las calles somnolientas de la capital del Campo Arañuelo. Su estruendo molestó a más de uno que a esas horas disfrutaba del respiro matinal de madrugada de la temperatura de julio. También a algunos borrachines que regresaban a sus casas a recuperarse de la noche de verano. Darío vuelve. Sube a la sierra. Piensa que antes de huir, debe terminar lo que empezó. De alguna manera, intentará llegar al laboratorio, hablar con quien tenga que hablar, accediendo como sea a los medios necesarios para terminar con ese enjambre. ‐O sea, que según tú una especie de iniciativa Dharma ha pagado a un tío, el fitipaldi que va haciendo el loco siempre por estos caminos, que es un genio de la apicultura, para que se invente una especie nueva de abejas asesinas.
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‐Sip. ‐Este artista ha hecho que en el primer intento, esas abejas hayan matado a un señor que las cuidaba y luego a cuatro o cinco personas en la piscina del pueblo. Esta gente –los de la tal BRIM según tus palabras‐ está conchabada con la Guardia Civil vía la juez de Jarandilla. Ya solo falta que hagan una ley para ellos y la tienen dominados los tres poderes. ‐Por lo que a mí respecta, parece que el poder ejecutivo por lo menos… ‐Hay por aquí una especie de súper enjambre que solamente el loco ese puede acabar con él. Ese enjambre es el culpable de todo este embolado. ‐Tú lo has dicho. ‐Ya. ‐Has estado atento. Lo has reproducido tal cual. Visto así contado desde fuera, suena totalmente distinto, absurdo, pero lo horrible es que es lo que te puedo contar. Y te aseguro que por mi parte, es totalmente cierto y verdad. ‐Pues necesito un tiempo para digerirlo. ‐Bueno, mientras haces la digestión, ya sabes, Quid pro quo. Mirada burlona. La primera vez que sonríen desde que están sentados. ‐¿Yo? ¿Qué quieres que te cuente? Soy topógrafo, estoy haciendo un trabajo para la confederación del Tajo, relacionado con la cubicación de las cuencas de las gargantas que vierten al Tiétar. Como los precios están tirados a la basura, este trabajo lo estoy haciendo a mi ritmo. He conseguido que no me metan prisa a costa de aceptar el dinero ridículo que pagan por él. Eso sí, el topógrafo como siempre el último mono, como salga algo mal siempre va a tener él la culpa. ‐¿Estás tu solo? Qué pasada. ¿Y cómo te manejas? ‐Resulta que yo me he criado aquí, mis padres son del pueblo y de crío me venía con mi abuelo a los chozos de la sierra con las
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cabras. Así que me conozco esta sierra de pe a pa. Total, que llevo por aquí tres semanas dando puntos de apoyo y haciendo croquis de obras de fábrica y otras cosas. Pateando la sierra y encima trabajando. Me he pasado este tiempo viviendo como un cabrero, sin bajar al pueblo, asilvestrado total, hasta que apareciste tú antier. Primero, echando carreras con tu amiguito, que casi os lleváis ayer por delante a mi GPS y a mí, propiamente dicho. A él ya le tenía visto, una vez por semana baja al pueblo haciendo el idiota con el quad. Después vino lo del supuesto accidente. Supongo que es lo que te interesa. La otra noche estaba yo a punto de hacer lo que nadie puede hacer por mí… ‐¿Eh? ‐Descomer. ‐Ah. ‐Pues eso, que estaba yo a lo mío cuando oigo ruido de coches. Obviamente en esa situación uno se esconde, mayormente cuando lleva cuatro años haciendo supervivencia en el monte, tiene amigos cazadores y soy fotógrafo‐observador de naturaleza en mis ratos libres. Me oculté sin hacer ruido ni dejarme ver. Al principio pensé que eran furtivos que se reunían en esa curva. Después vi que sus maneras eran distintas. ‐¿A qué te refieres? ‐Militares, o exmilitares. Gente acostumbrada a mandar y a obedecer. Estaban nerviosos. Examinaban la curva. Un hombre alto era el que llevaba el cotarro. Apareció tu Defender conducido por uno de ellos y vi cómo te colocaban en el asiento del conductor. Se me heló la sangre. Estabas inconsciente, te sentaron y te caíste encima del volante. Lo tiraron cuesta abajo. El coche rodó cogiendo velocidad, chocó y cayó donde querían, pero no se percataron de que habías salido despedida en el primer bote. Caíste en unas escoberas, que pararon el golpe. Yo
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creo que como el coche no se incendió, iban a bajar, a saber para qué intenciones siniestras. El caso es que se oyó la motillo del tío Feliciano, que volvía de atender a sus vacas como todas las tardes. Unos tíos como esos, y se cagaron de miedo. Se subieron todos a su coche y salieron pitando. Lo gracioso es que ese hombre tiene la finca mucho más abajo y ni siquiera pasaría por el camino en el que estaban. ‐Intentaron matarme y que pareciera un accidente. ‐Ya ves. Eso es lo que ocurrió. Puedes creerme o no, en este día y esta noche que te he estado velando me he preguntado muchas veces si realmente vi lo que vi. ‐Pues yo te creo. Esos son capaces. Me raptaron. Me drogaron. Quisieron matarme dentro del coche. Joder, y ahora qué. ‐Dímelo tú, yo habría ido a la Guardia Civil, obviamente, si no fuera por un pequeño detalle. ‐Cual. ‐Ellos iban disfrazados –bastante torpemente‐ de guardias civiles. Tenían un no sequé que saltaba a distancia que no habían visto un tricornio en su vida, pero sus coches y sus trajes parecían, y solamente digo parecían, de la benemérita. ‐No, es que aquí hay gente muy gorda metida, Carlos. Muy gorda. ‐¿Y qué vamos a hacer? Porque yo ahora estoy metido de lleno también. No sé si estoy ayudando a una delincuente o a una heroína. ‐Ja, ni una cosa ni la otra. Te aseguro que yo estoy igual. Yo hace cuatro días tenía una vida estupenda y ahora cada vez que conozco a alguien me habla de cosas que no entiendo y me la complica más. ‐Pues dime tú qué vamos a hacer. ‐Necesitamos a Darío. Por capullo que sea, es el único que sabe cómo arreglar esto, ya que es él quien lo empezó. Otra cosa es
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que quiera hacerlo o siga el dictado de lo que le mande el BRIM ese. Está claro que sin él, tú y yo no pintamos nada… De repente Carlos se queda quieto. Sara se para de inmediato. Tiene la mirada perdida, pero se puede ver su cara está tensa, al parecer oyendo un ruido lejano. Se la queda mirando y dice: ‐Pues ahí lo tienes. ¿Oyes? Ese es el quad de tu colega. Se le oye subir por el camino de la garganta Minchones.
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13. La caza del enjambre. Sara querría ver desarrollarse la escena apartada, en segundo plano. Como un reflejo de la escena ya vivida cuando perseguía al investigador por las pistas de montaña, no muy lejos de allí, se vuelven a juntar los tres protagonistas. Hoy la diferencia es que ella conoce bastante mejor a los otros dos integrantes de ese extraño menage a trois. En medio del camino se ha plantado Carlos. Ella está junto a él, aunque algo desplazada. Llega Darío precedido del ruido estruendoso del motor de su quad y seguido de una estela de polvo. Se detiene, solamente la mira a ella a pesar de tener a Carlos enfrente. Se quita el casco y apaga el vehículo. ‐Hola. – El topógrafo por ahora sigue siendo inexistente. ‐Hola. ‐¿Estás bien? ‐Más o menos. ‐¿Quién es este? ¿Qué haces aquí? ‐¿Y tú? ‐Yo he venido a terminar esto, ¿Qué haces tú? ‐Yo también estoy aquí para acabar con esta mierda. Han intentado matarme. Carlos me ha salvado. Hay un silencio, Darío reflexiona, mirando de hito en hito a Carlos. ‐¿Qué hacéis aquí? ‐Entre los tres vamos a destruir ese enjambre. –Dice Carlos. Darío le mira a la cara por primera vez, aunque enseguida vuelve a ella. ‐¿Ahora somos tres? – Le pregunta a Sara con tono sarcástico. ‐Sí. Éste se conoce la sierra de pe a pa y nos va a llevar lejos de tus amiguitos, que no sé si lo has oído pero aparte de tirar mi coche por un barranco, han intentado matarme.
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‐Sí. Lo he oído y me lo creo. La situación se está desbordando por todos lados. ¿Cómo fue? Carlos carraspea. ‐Si no os importa, luego os lo contáis, andando, tenemos un buen trecho hasta arriba de la sierra… ‐A ver, a ver, yo creo que podríamos hablar esto un poco ¿no? Darío no está cómodo con esta nueva situación. No es lo que había planeado cuando se ha despertado esta mañana en Navalmoral. Ahora de repente se ha encontrado con Sara, acompañada de este extraño personaje, al que aún no ubica el papel que tiene en este asunto. ‐No hay opción. Tú sabes cómo destruir eso, ¿verdad? ‐Sí. ‐Vale, yo creo que ubico donde está el enjambre ese, según las indicaciones de Sara. También sé donde está tu laboratorio, que es donde deben estar esos amigos vuestros. Os puedo llevar allí arriba por trochas, sin que esos tíos nos puedan alcanzar. He preparado dos mochilas para vosotros, podemos estar allí a última hora de la tarde, supongo que es mejor meterles mano a vuestros bichos a primera hora de la mañana. Tomad. Andando. Les suelta las mochilas y echa a andar. Los otros dos miran su contenido, agua y un tupper que parece de comida. Un saco de dormir. Linterna. ‐Madre mía, ¿de dónde has sacado a este tío? ‐Lo dices como si tú fueras el más normal. Parece de confianza. Yo que sé, ¿acaso se puede hacer otra cosa? Hay que acabar con ese enjambre y te necesitamos. Ven con nosotros. ‐De acuerdo, si es verdad que nos puede llevar a estar a primera hora de mañana en el sitio, quizá tengamos una oportunidad. Pero no podremos pasar por el laboratorio, ellos seguro que están ahí, robándome mis datos y aprovechando los resultados de mis observaciones. Habrá que improvisar, o por
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lo menos verlo de cerca. Tengo muchas dudas que quisiera resolver. Empiezan a andar. Han dejado el quad en una cuneta. Carlos va el primero, a buen ritmo, aunque de vez en cuando aminora para que Sara y Darío no pierdan el paso. El calor es asfixiante. Las chicharras no dan tregua en su estridente canto de amor. A la media hora, se detienen en un pequeño regato de agua. Sudan sin parar. Darío se dirige a Carlos. ‐Lo que no entiendo, señor guía, es por qué sabes que no nos van a interceptar. ‐Pues mira, ¿has intentado cruzar un jaral alguna vez? Esta ladera se quemó hace cuatro años. Ya estaba quemada de antes, así que ya había sido colonizada por las jaras. La jara es una especie pirófila. A la primavera siguiente al quemorro, la semilla de esta planta germina que es un gusto y se aprovecha de la muerte de sus competidores. De resultas, se crea la más jodida y tupida selva de arbustos pegajosos que te puedes imaginar. Por esta trocha por la que vamos solo pasan jabalíes y a veces yo. Por lo que me habéis dicho, esos del BRIM están por encima de Mesas Llanas, así que están en la cumbrera, dando vista al lado de la umbría, al otro lado del valle. Es fácil vernos desde ahí si no tienes otra cosa que hacer y miras por unos buenos prismáticos, pero no tan sencillo ir a por nosotros. No desde luego si no te sabes las trochas, es imposible intentar cortarnos el paso atravesando esto, se tardan horas en avanzar unos metros si no hay camino. ‐¿A qué hora llegaremos? ‐Pues al apardear podemos estar a quinientos metros o así de donde decís que están vuestras abejas transgénicas. Eso sí, llenad las botellas de agua que por allí no vamos a ver ni una gota. ‐Mutantes. Abejas mutantes. Mejor dicho mutadas. ‐Bueno, lo que sean, ese engendro que has parido.
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‐Yo no…bueno, mira, déjalo. Si nos llevas allí como dices, genial. Ya me ocupo yo por la mañana. Echan a andar de nuevo, durante varias horas. A veces tienen que agacharse para cruzar por túneles en el jaral, como si los jabalíes al pasar hicieran un molde con su rechoncha figura. Por lo demás, en general la marcha es bastante rápida. Sara reflexiona mientras sigue la figura de Carlos a la vez que intenta mantener su ritmo de caminar entre las jaras. No es fácil, cuando se acerca recibe algún ramazo que suelta al pasar. Piensa otra vez en el hecho de que han intentado matarla. Está viva de milagro. Hay personas que quieren que muera. Gente sin escrúpulos, capaz de quitarle la vida. La situación le da vértigo, la percepción de que en estos instantes podría estar muerta la empieza a asfixiar más que el calor que les envuelve, el ejercicio físico y la falta de la más mínima corriente de aire. La injusticia de saberse una pieza que involuntariamente está en una siniestra partida de ajedrez que ni le va ni le viene, encima ser una pieza sacrificable, la cabrea y la atemoriza a partes iguales. Han intentado matarla. Otra vez, el pensamiento no se le va de la cabeza. Repetidamente se imagina unas manos crueles que la meten en un coche ardiendo. Y le debe la vida a este extraño hombre que se ha convertido también de forma involuntaria en otra pieza de este juego absurdo y desquiciado, seguramente también sacrificable. ¿Cual es su papel aquí y por qué les ayuda? Ciertamente él no tiene opción, a no ser que saliera corriendo y se refugiara en el pueblo o denunciara todo este embrollo a los guardias civiles de verdad. No le ve haciendo eso, más bien le ve como una especie de Noé enfrentado a todo y a todos por su visión particular de la justicia dentro de su territorio. El ranger del monte, piensa sonriendo internamente, una mala copia de Chuck Norris. Este personaje se percibe a sí mismo como una especie de alcalde de la sierra, con autoridad
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sobre lo vegetal, animal, mineral o humano. Se pregunta qué tipo de persona socorre a una accidentada, la administra sedantes y decide que no tiene nada roto ni contusionado grave. “Demasiado tiempo solo, ha pasado este tío. Tantas semanas por aquí, al final se ha apropiado de algo que no es suyo”. Piensa que esta zona es su hogar o su cortijo. Bueno allá él, por ahora parece que les ayuda. En el caso de que sea verdad que está haciendo un trabajo de topografía por aquí, lo que tampoco es que sea muy creíble. Viviendo él solo en cabañas de pastores durante semanas…claro es que lo hace a su bola y que no parece tener muchas prisas. Supuestamente le ha sacado del coche, pero ¿y su coche? Con esta sucesión de acontecimientos, todavía no le ha visto. Se empieza a preguntar si todo eso del accidente es verdad o no. Como si le hubiera leído el pensamiento, Carlos se para, deja la mochila en el suelo, saca unos prismáticos y le indica una dirección. Efectivamente, cuando enfoca a ese punto brillante que está señalando, ve su coche destrozado, por debajo de la curva donde dijo que la echaron. Más angustia, se marea. Ahí podría estar ella, de no ser porque Carlos la salvó de esa gente. Se pregunta qué estarán haciendo ahora respecto a ella, supone y concluye que estarán esperando a que la encuentre alguien y de la voz de alarma en el pueblo. Así funcionaría su plan de que parezca un accidente. “La porrera de la veterinaria se ha estampado por la noche ella sola en un camino de la sierra, a saber qué estaba haciendo por allí y como iba”. Tiene que reconocer que el ardid es bueno. Un escalofrío le recorre la espalda cuando se da cuenta de que eso quiere decir que saben la vida que lleva en el pueblo y la relación que tiene con el microcosmos social que la rodea. Lo saben todo sobre ella y ni siquiera sabe qué o quienes son esos del BRIM.
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Siguen caminando. Darío no se queja, no demuestra ninguna emoción, simplemente anda detrás de ellos. A saber qué pensamientos pergeña en esa cabeza supuestamente privilegiada. La trocha no ceja en su espesura. La temperatura es superior a los treinta grados. No se mueve el aire. Cuando hay un pequeño claro, la leve brisa que aparece en lugar de refrescarles les hace sentir la impresión de estar respirando fuego. Están arañados y pegajosos por las ramas y hojas de los arbustos que a veces les cierran el paso de tal manera que parece que no van a poder, pero Carlos siempre encuentra el rastro de los jabalíes. A pesar de la dificultad, la trocha no se interrumpe y con el esfuerzo que están realizando, no dejan de avanzar. Lo cierto es que caminan a buen ritmo para el tipo de terreno y vegetación que están atravesando. Desde la umbría donde está el laboratorio de Darío, la mirada fría y azul les sigue con unos prismáticos. Como predijo Carlos, el intento de interceptarles por medio de tres hombres enviados a tal fin ha resultado imposible, no sabían ni por dónde empezar a buscar un camino que les llevara hasta ellos. No han sido capaces encontrar el arranque de la trocha. Incluso animosamente intentaron atravesar el jaral desde el punto más cercano que pudieron, tras una hora en la que avanzaron menos de cien metros, desistieron del intento. Los tres caminantes han vaciado las botellas de agua del único regato que encontraron hace varias horas. La equipación de los Lakers de Darío con el número 16 de Pau Gasol está hecha jirones. La camiseta de Sara está empapada de sudor. ‐Joder, me estoy asando en mi propia grasa. Más te vale que esto sirva para algo. ‐Bueno, el concurso de camisetas mojadas creo que lo ganas tú.
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Darío mira a Sara golosamente, sin ningún disimulo y con una sonrisa socarrona. Sara le mira, hace una mueca de asco y le responde con desdén: ‐Vete a la mierda. Carlos les conmina a seguir andando. Mira el GPS de mano y una brújula. ‐Si está donde habéis dicho llegaremos en una hora. ‐Pues entonces debemos descansar, porque todavía quedará luz. ‐¿Te refieres a que conviene llegar de noche? ‐Claro, nuestras niñas son muy buenas y van todas a casita antes del anochecer, no les gusta salir, aunque haya gente cerca de su colonia. Eso sí, como haya luz date por jodido, es su instinto. ‐O lo que les quede de ese instinto, a saber cómo se comportarán esos engendros que habéis creado. ‐Oye, te repito que solamente tienen atrofiadas una serie de variables… Carlos no le deja terminar la frase. ‐Que sí, tío, sigue caminando. Avanzan hasta un pequeño collado y entonces ven el nacimiento de la garganta, un valle excavado por un pequeño glaciar en el Cuaternario y después por la erosión fluvial de alta montaña. Están en el límite de la vegetación. A partir de ahí rocas, piornos y algún prado forman el paisaje. A trescientos metros hay una especie de cabaña semihundida, justo donde acaban las plantas de monte bajo. Estaba fabricada con rocas y piedras, el techo era de vigas de madera y tejas. La pared sur y la mitad del techo están derrumbados. Los pastores que la construyeron buscaron bien el sitio, está cerca de un trampal donde nace un pequeño arroyo. También la han elegido las abejas. Darío les ha señalado con el dedo la caseta, aún a la distancia que se encuentran, se distingue un revoloteo oscuro e
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informe. Con los prismáticos, alcanzan a ver una enorme masa negra colgada de lo que queda del techo. Tiene la altura de un hombre, su superficie se agita continuamente merced a decenas de miles de potenciales asesinas que velan por el enjambre. Sara de repente empieza a manotear y a sacudirse el pelo. Frenética y asustada no hace más que golpearse la cabeza, la escena resultaría cómica en otras circunstancias. Rápidamente, Darío la sujeta y le aplasta una abeja que se le ha quedado enredada. ‐Es que estos pelos... –Dice con una sonrisa que no es correspondida. ‐¿Estamos seguros aquí?‐Pregunta Carlos. ‐Creo que sí, ya casi no hay sol. Esta abeja se ha enredado en el pelo, pero no ha ido a picar. De todas formas, creo que lo mejor es no mostrarnos mucho. Ese enjambre es enorme, uno normal pasaría de nosotros a esta distancia, pero con ese tamaño no estoy seguro de que alguna guardiana se diera una vuelta más lejos de lo habitual. ‐¿Entonces? ‐Lo mejor sería estar inmóviles y discretamente ocultos hasta por la mañana, me intentaré acercar un poco y observar bien ese enjambre, para saber a qué atenernos. Carlos se gira sobre sí mismo observando el entorno. ‐Por aquí había…allí. Señala un grupo de piedras. Van hacia allí y les señala una cueva formada accidentalmente cuando una enorme roca dio por caer apoyada en otras dos, hace cientos de años. Algún cabrero se entretuvo en acondicionar ese espacio para fabricar un refugio provisional. El suelo es de arena y hay una pequeña pared también de piedra, de medio metro de altura colocadas simplemente amontonadas para tapar la corriente de aire. En el espacio podrían caber hasta cuatro personas. Con el cansancio que llevan encima, les parece acogedor. La boca de entrada está
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orientada hacia la cabaña derruida. Se tienen que acercar un poco más al enjambre, lo que hacen sin disimular recelo. ‐Es un vivac, echarme una mano. –Sin que nadie se lo diga, Carlos ha bajado la voz, también ellos intentan no hacer ruido. Se percibe el murmullo sordo y grave del enjambre en la cabaña, apenas a doscientos metros. Empieza a arrancar escoberas y brezos, doblándolos y quebrándolos con el pie. Ellos intentan también recopilar arbustos pero apenas son capaces de hacerse con alguna planta, sobre todo porque intentan sacarlas tirando, en lugar de hacerlo quebrándolas en la base como hace Carlos. Al final, se dedican a colocar las plantas que trae y ponerlas en la entrada. En media hora han hecho una especie de pared tapando el hueco frontal del refugio. Darío parece satisfecho. ‐Perfecto, debajo de esta vegetación es difícil que a una abeja le apetezca buscar nada. ‐Pues a dormir, tenemos unos tasajos y nada de agua. Habrá que aguantar con eso la noche. Ya se ha ido el sol. No hace falta insistirles mucho. Comen en silencio la carne seca de cabra fuertemente curada con pimentón y se tumban metidos en el saco. Es incómodo no cambiarse de ropa y dormirse sucio y sudado, sin embargo, están tan cansados que a ninguno parece importarle. Sara apenas tiene tiempo de reflexionar sobre la más extraña noche de acampada de su vida, su espalda roza la de Carlos y esa calidez la reconforta levemente. Enseguida cae dormida en un inquieto sueño.
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14. Ensayo del inhibidor. A las pocas horas, Carlos les despierta tal y como les dijo, sin hacer ni un ruido, con un empujón. Sara tiene la impresión de que no haber dormido, apenas un parpadeo. Se reafirma en la idea de que este hombre ha visto demasiados episodios de El último superviviente. Le duelen los músculos de las piernas y las ampollas de los pies. También los moratones y el chichón provocados por el accidente fingido. Como luz, no hay más que la penumbra del amanecer que empieza a despuntar. Aún tardará en verse el sol dado que la cabecera de la garganta forma en su nacimiento un valle estrecho y las paredes graníticas que la cercan son muy altas. Apenas tienen espacio para moverse debajo del endeble refugio que construyeron anoche, más bien están debajo de un montón de escoberas y brezos ya que la cubierta de la puerta se les ha ido viniendo encima mientras dormían. Se ponen las botas y se desperezan como pueden. Carlos les advierte: ‐Hay movimiento. Viene alguien. Ahora pueden ver el enjambre con un poco más de luz de lo que pudieron hacer ayer. A pesar de estar en la sombra del edificio derruido, se percibe más que verse la masa de pequeños seres que agita y zumba, como un viejo transformador de media tensión. Decenas de miles de individuos produciendo al unísono un ruido grave y pesado. Una masa informe en forma de racimo, del tamaño de un coche utilitario pequeño, colgada del techo. Efectivamente, viene alguien. Oyen un ruido y ven acercarse a una persona con traje de apicultor. Ellos están en el lado suroeste del enjambre, esta persona se acerca por el este, pueden seguir perfectamente sus desplazamientos. Tienen suerte porque como el sol aún no les da sobre el refugio pueden ver bastante bien a través de la maleza que forma la cubierta. El
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nuevo personaje lleva en las manos un aparato parecido a un receptor de radio convencional a pilas, de los que llevan los jubilados por el parque. Cada pocos pasos, apunta con el aparato al enjambre y lo manipula, al parecer haciendo algún tipo de lectura en una pantalla del dispositivo. ‐Ese traje es del BRIM. Ese tío lleva mi inhibidor de abejas, está probando si funciona. ‐¡Chssssst! Darío ha susurrado a Sara y en seguida Carlos le regaña, aunque no parece hacer falta tener cuidado con el volumen de la voz porque de repente el enjambre genera un sonido vibrante y de tono bajísimo, aumentando progresivamente los decibelios hasta que pueden notar la vibración en el aire, el suelo y las plantas arrancadas que amontonaron ayer. No se oye ningún otro ruido en el campo. Sara está aterrada, Carlos se ha puesto lívido, solamente Darío parece conservar la compostura, pero en sus pómulos marcados también se puede apreciar la tensión con la que observa la escena. El protagonista de la misma, el hombre del BRIM vestido de apicultor, no parece estar mucho más tranquilo que los tres jóvenes que le espían mientras se acerca con el inhibidor. Se para y hace presión con la mano en un lateral de su careta, por lo que parece para intentar comunicarse con alguien mediante un intercomunicador vía señal de radio. Está a unos veinticinco metros del enjambre, que no para de vibrar. ‐No funciona –Dice Darío en voz baja‐ Algo están haciendo mal o se ha estropeado. Las abejas tendrían que haber parado al percibir el sonido ultrasónico. Como si hubiera sido una señal de contraorden, el ruido gana en intensidad y frecuencia, ahora es más agudo. De improviso de debajo de la cabaña, del mismo corazón del enjambre que se encuentra alojado en ella, sale una especie de nube negra con forma de mano, una acumulación de miles de insectos que son
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capaces de formar una humarada oscura que cubre en pocos segundos al operario. Se queda inmóvil, parado con los brazos en cruz levemente levantados mientras la mano oscura le envuelve por completo y forma una especie de traje viviente. Siguiendo las instrucciones por el intercomunicador o quizá por propia inciativa, retrocede poco a poco, intentando mantener la serenidad. Se gira y con pasos espaciados y lentos se aleja del enjambre, avanza a tientas porque la careta es la parte del cuerpo que más insectos tiene, cubren totalmente su cabeza. Carlos nota la mano de Sara apretando la suya, la mira y ve que tiene los ojos desorbitados, mordiéndose los labios para no gritar. Él tiene la boca seca y el sentido aturullado, incapaz de hacer otra cosa que mirar al hombre que se aleja paso a paso del colmenar, a ciegas. Da un traspiés y cae al suelo. Rueda torpemente, con los insectos sobre toda la superficie de su cuerpo. Trata de levantarse. Grita. La mano de Sara se crispa sobre la suya, haciéndole daño al aplastarle los nudillos y las falanges unas contra otras. El hombre anteriormente calmado y sereno que avanzaba hacia el enjambre se convierte en una víctima vociferante e histérica. Se retuerce en el suelo. Se sacude todo el cuerpo y en especial el abdomen, por encima del traje se lleva las manos a la garganta como si la masa de abejas que tiene encima fueran unas tenazas que le estuvieran asfixiando. Ha dejado caer el inhibidor y a manotazos intenta quitar las abejas que le tapan la visión. ‐Le han entrado en el traje, le van a freír ahí dentro. No se os ocurra moveros. Ha hablado Darío, en voz casi inaudible. Carlos se tapa la boca con las manos para no gritar. Sara llora en silencio, también
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ahogando su lloro en una especie de maullido para no hacer ruido. Gruesas lágrimas le corren por el rostro. Con una voz ahogada, el hombre grita, se da puñetazos y patalea por espacio de un minuto. No consigue incorporarse. Al final cae inmóvil. Casi inmediatamente, desaparece la nube de abejas que le rodeaba y cubría el cuerpo. El zumbido ha cesado. Yace inerte. Boca arriba. Cubierto el traje de aguijones. Una mano enguantada está extendida sobre la garganta, la otra parece que está por dentro del traje, quizá intentando – inútilmente‐ zafarse de los insectos que le achicharraban el cuello a picotazos por dentro de la ropa, en carne viva, sin la protección de la cubierta exterior de la careta y el blusón. Pasan varios minutos hasta que alguno se mueve. Sara se tapa la cara con las manos. Carlos se ha transmutado en una estatua rígida, tan solo el cuello parece tener movimiento tragando saliva de vez en cuando. Darío mueve los labios hacia los dos lados, en lo que parece un movimiento mecánico e involuntario producido cuando su cerebro está a pleno rendimiento. ‐Esto…cambia las cosas.
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15. Invitados por el BRIM. Sara interpela a Darío lo más silenciosa que puede. ‐¿Qué quieres decir con que “esto cambia las cosas”? ‐Pues que el inhibidor no funciona. No hay forma de acercarse. ‐¿Y ahora? ‐No se me ocurre otra cosa que colaborar con el BRIM. ‐Sí, con los que me intentaron matar ¿Pero de qué vas, hombre? ¿De qué lado estás? ‐Estoy del lado de terminar con esto, como todos los que estamos aquí. Esa es la prioridad número uno. Ahora que han visto que el inhibidor no funciona, no van a saber qué hacer, por lo menos en estas primeras horas. Si hablo con ellos a lo mejor les convenzo para que me hagan caso. ‐¿Y qué les vas a proponer? ‐Envenenarlas, no hay otra solución. ‐¿Se puede? ¿Así, tan fácil? ‐Bueno. Tan fácil no, luego os lo explico. ‐Ya. ¿Y quien le pone el cascabel al gato? Porque conmigo no cuentes. –Carlos le ha susurrado de repente, en un tono de voz casi inaudible. ‐Bueno, quizá eso sea ahora mismo secundario. Lo primero es conseguir su ayuda para eliminarlas, no hay otro paso posible, esa es la máxima prioridad en este momento. ‐No, la prioridad ahora es salir de aquí.‐Tercia Sara. ‐Tiene razón Sara, nos has traído hasta aquí ¿ahora cómo salimos? – Dice Carlos. ‐Si salimos a la carrera es difícil que vayan a por nosotros las abejas, no atacan al que se aleja pitando. Carlos reflexiona. Mira duramente a Darío. ‐¿Os traje aquí ayer para ver esto y acto seguido salir corriendo? Estuvimos ayer toda la tarde atravesando el puto jaral pasando el calor de mi vida porque, supuestamente, lo ibas a solucionar.
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Ahora hay que salir por patas. Estupendo. Bien, mirad, si solamente hay esta posibilidad, escuchadme y haced lo que os digo. Sara y Darío atienden sin mover un músculo, se diría que nunca habían escuchado tan atentamente a nadie. ‐Salgo yo primero y echaré a correr, hay una trocha. Es más ancha. Baja por el nacimiento de la garganta. No va por jaras como la de ayer, pero tened mucho cuidado con las piedras sueltas. En cinco minutos podemos estar muy lejos. Sara después de mí y después tú. Tenéis que estar muy atentos porque la hierba seca resbala mucho, usad las escoberas como si fueran barandillas y utilizadlas para frenar. No deis un mal paso porque os podéis romper un tobillo. Me pararé a un kilómetro, ahí estaremos fuera de la influencia de las abejas ¿no? ‐Perfecto, a un kilómetro es difícil que se preocupen de nosotros, de hecho, diría que aquí todavía no nos han importunado y estamos bastante cerca, a pesar de que estamos hablando cada vez más alto. Yo creo que no nos han identificado como amenaza. ‐Pues venga, nos vemos un kilómetro más allá. Si ya estamos lejos de estos bichos, parlamentamos lo que haremos a continuación. Les mira un momento y se escabulle debajo de las retamas que tienen encima, antes de echar a correr quita el resto de las que les tapan y tiende la mano a Sara para ayudarla a salir. La saca en vilo de un tirón. Darío se incorpora también de un salto. Automáticamente, siente un picotazo en la espalda. Carlos ya está corriendo cuesta abajo. Sara echa a correr intentando no perderle, él sale pisándoles los talones. Rápidamente alcanza a Sara, que le cuesta subir una pendiente entre rocas. Ha de pararse mientras ella termina de superar un paso entre las grandes piedras, tiene el impulso de empujarla, apremiado por
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la prisa, los nervios y el dolor de los tres picotazos más que lleva en la espalda y en la nuca. Sara consigue avanzar entre las piedras y duda un momento por el camino que ha cogido Carlos, pero se lanza a toda velocidad por lo que parece el camino más ancho. Ahora pueden correr con más facilidad y ven a Carlos unos metros más adelante, ha debido esperarles. Darío ya no nota los picotazos, la adrenalina tapa el dolor. Sigue la carrera desbocada Ahora han cogido velocidad, incluso parecía que iban a alcanzar a Carlos. Llegan a una zona de retamas y se introducen en ella arañándose la cara. No ve a Sara, intenta acelerar y de repente se encuentra en el suelo. Nota dolor y opresión. Sus manos están inmovilizadas, sujetas por fuertes brazos. Ha sido tan rápido que ahora se da cuenta de que le han hecho una especie de placaje, un hombre se le ha echado encima y le ha derribado, apoyando todo su peso e inmovilizándole. ‐Vale, vale. No ofrece resistencia. Dos personas le ayudan a levantarse mientras le tienen sujeto. Le conducen unos metros más adelante. ‐¡Soltadme, hijos de puta! Sara está pataleando y gritando. Otros dos hombres la tienen sentada en el suelo intentando sujetar sus brazos y sus piernas. Carlos está de pie, también sujeto por dos hombres, pero tranquilo y se diría que indolente. ‐Sara, tranquila, no nos van a hacer nada. Al oír a Carlos y ver también a Darío calmado entre sus dos captores, la muchacha se tranquiliza un poco, deja de gritar y se sosiega. Se levanta y también se deja sujetar por los brazos. Hay cuatro hombres más, todos llevan un mono azul marino, sin identificación ninguna. Parecen extranjeros, rubios, altos y de ojos claros.
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Les han ofrecido agua fresca de una nevera portátil que los tres consumen con avidez y ansia. En el centro del círculo está de pie un hombre alto. A todas luces, el jefe. Mira a los tres alternativamente. El rostro hierático y la gélida mirada azul no dejan traslucir ninguna emoción, salvo una severidad extrema. Cuando ve que están más tranquilos –sobre todo Sara‐ habla con un marcado acento anglosajón y equivocando alguna palabra. ‐Gracias, señoritos. Lamento el medio empleado pero no tenía otra opción. Ahora vamos a ir a nuestro laboratorio para aclarar unos detalles y en seguida podrán marcharse. Acto seguido emprende el paso y los hombres que sujetan a los tres les conducen detrás de él. Carlos camina dócil, aunque no deja que le toquen. Sara sí ofrece resistencia al principio, los dos guardianes tienen que sujetarle los brazos, prácticamente llevándola en volandas. Ella patalea e intenta zafarse, pero ellos son fuertes. Al final, desiste aunque tienen igualmente de conducirla agarrada. Darío les sigue igual que Carlos, pero sin demostrar ninguna hostilidad hacia esas personas del BRIM. En quince minutos a buen paso están en el laboratorio de Darío, ahora tomado por este personal ajeno. Son unas diez personas que se mueven de un lado para otro, diríase que todos tienen una labor específica fija porque se desplazan con celeridad llevando y trayendo cosas. Les ofrecen ir al baño de la autocaravana, más agua y unos bocadillos de pan de molde con jamón york y queso. Luego les conducen al laboratorio en el autobús. Carlos reflexiona que para haber perdido un compañero hace un rato, no parecen tener mucha tensión. Se reafirma en la idea de que son militares profesionales. No sabe muy bien qué hacer, aunque por ahora claramente están retenidos contra su voluntad al albur de lo que mande el jefe. Aún tiene en la
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memoria reciente la imagen de ese hombre tendido en el suelo, muerto. No es la primera vez que ha visto un cadáver, pero sí es la única vez que tiene miedo de que le ocurra a él lo mismo. Reflexiona sobre los últimos sucesos desde que hace día y medio recogiera a Sara de unas escoberas, después de que esas personas intentaran matarla o algo parecido, aquella noche que le parece tan lejana; desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. Por mucho que le ha dado vueltas no sabe bien qué pinta él en todo esto y tampoco sabe cómo salir definitivamente del asunto. Sara se encuentra definitivamente desubicada. El día de ayer le pareció que estaba haciendo algo útil, con la recluta de Darío y la búsqueda del enjambre. Sin embargo, el de hoy se ve raptada (y van dos veces en una semana) y de alguna manera cómplice de esta gente a la que tanto detesta. Le parece que ha transcurrido un mes desde que la despertaran de la siesta y la llevaran a ver al pobre Mateo. No sabe qué va a ocurrir. Tiene miedo real y fundado por su integridad física. Se le seca la boca cuando piensa que estos hombres del mono azul marino la dejaron sedada dentro de un coche que lanzaron por un barranco. Pensar que ha tenido sexo en el mismo recinto donde ahora está encerrada o retenida por esta gente le produce náuseas y no puede evitar recordarlo con asco. Darío en cambio recuerda gratamente ese momento y aún se le aceleran las pulsaciones cuando recuerda el cuerpo desnudo de Sara sobre él, en la silla de trabajo de la sala de monitores. Sin embargo, teme que se va a quedar como un bonito recuerdo para él y nada más. A la vista está que Sara no parece desearlo, ni mucho menos tener algún tipo de amistad o roce. Ha salido todo de una forma bien distinta a lo que más o menos planeó la noche que pasó en el hotel moralo.
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Ante ellos, los monitores continuamente vuelcan datos extraídos de los múltiples y distintos sensores que Darío colocó por toda la zona. Darío los examina con detenimiento, sentado frente al teclado (ha evitado mirar a Sara al coger la silla) teclea y maneja el ratón para cambiar la vista de las pantallas o mandarlas que ofrezcan otro tipo de datos. A pesar de todo lo ocurrido –y se sorprende gratamente sintiendo empatía por las víctimas que ha habido hasta ahora, parece ser que por alguna razón está en la vía de asemejarse más a una persona normal‐ el haber alcanzado un hito en la investigación y en el desarrollo del experimento, superando la fase A y entrado de lleno en la fase C le altera el pulso y le acelera las meninges. Más de dos años de trabajo y estudio continuos están dando su fruto, obviamente con resultados desconocidos y no previstos, pero esa idea aún le excita más, ya que se da cuenta de que está traspasando la barrera de la experimentación ciega para adentrarse en la región del conocimiento de algo que nadie ha visto ni podido alcanzar hasta ahora. Ya habrá tiempo de extraer conclusiones y saber por dónde tirar a partir de este momento, pero está claro que se ha dado un paso más, un paso que nadie había dado. Un artículo en una revista de ciencia se va a quedar corto, a su juicio, con lo que es posible deducir de lo ocurrido estos días. Siempre que se pueda salir de esta sin que nadie más salga herido ni acaben complicándolo en alguna responsabilidad penal. No olvida los muertos: Mateo, la gente en la piscina, el compañero del BRIM… eso es un marrón tan grande como el pico Almanzor, y es muy probable que más de uno quiera ver de qué manera se lo cargan a él y le hacen comérselo a él solito. ‐¿Conclusión? – La voz fría y metálica le extrae de sus cavilaciones. ‐Un momento. Quiero ver otra cosa…
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Una impresora láser chirría suavemente y expulsa una hoja DINA3 con un mapa y superpuesto una serie de manchas. Sara reconoce la representación de las abejas en todo el área del término municipal que le enseñó el extravagante investigador. Darío se inclina sobre el papel y traza unas líneas. ‐Bien, si veis esta hoja veréis la situación actual del enjambre, lo he marcado con rotulador. Aquí es donde hemos pasado la noche y donde el compañero… ‐Siga delante. ‐Bien, como podéis ver no se ve apenas ninguna otra mancha roja, eso quiere decir que no hay otra colonia en toda la zona cubierta por el radar. Manipula el teclado y el ratón de nuevo. En el monitor donde antes se veía el mapa y las manchas de colores como una imagen fija aparece ahora un mosaico de imágenes correspondientes a una sucesión de varias horas en las que con el mismo mapa de fondo se ve claramente el movimiento de las manchas. Efectivamente, solamente una mancha de color rojo intenso se ve quieta en la representación de la zona. Se aprecia como se mueven las otras manchas con colores menos saturados, en una distribución radial con el foco en la caseta donde se estableció el enjambre que vieron ayer. Las manchitas van y vienen de la colonia de la caseta, en lo que parecen ser varios caminos de hormigas que parten del mismo punto. ‐Todas las abejas que hay en cinco kilómetros a la redonda pertenecen a una sola colonia. La del súper enjambre. ‐¿Es eso posible? ‐A la vista está. Se ha dado el paso a un desarrollo evolutivo. Lo que estaba previsto. Señores, tenemos ante nosotros a la APIS SAPIENS. Se silencia la sala. Solamente el zumbido de los ordenadores y del aire acondicionado se hace notar. Carlos y Sara se miran. El jefe escruta el rostro de Darío entrecerrando los ojos, se diría
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que analizando internamente hasta el más mínimo resquicio dentro de su mente. ‐Explíquese, y cuénteme qué es eso y por qué hasta ahora no he oído ese palabro en los escritos e informes que he leído suyos desde hace dos años. ‐Es una colonia que es capaz de responder más inteligentemente a los problemas. Aunque habría que estudiar durante tiempo los datos recogidos y darse una vuelta por los distintos colmenares, el resultado salta a la vista. O mucho o me equivoco o esa colonia inicial, la MOD2AAA del colmenar AJ2 ha derivado en otro supraorganismo más capaz, más inteligente. Parece ser que ha conseguido saquear todas las colmenas de su entorno, tanto en los colmenares semiprofesionales de actividad apícola humana como en las contadas colonias silvestres que vivían alejadas del núcleo de población. Carlos, Sara y el anguloso jefe del BRIM le miran atentos y sorprendidos. ‐Todos sabemos que una colonia de abejas se comporta como un organismo con capacidad de inteligencia, limitada, pero asombrosamente eficaz. Ese es el punto de partida de mi tesis de fin de carrera, de las primeras investigaciones, de las desarrolladas en el MIT y finalmente en este experimento con ustedes. Formado de muchísimos individuos que cumplen mecánicamente la función que corresponde a su etapa de desarrollo, de alguna manera la unión de esas microinteligencias es capaz de formar un ente capaz de tomar decisiones por sí mismo. Cantidad de población, temperatura, condiciones químicas de la colmena, aporte de agua, néctar, polen, producción de miel, proporción de machos y hembras, lo más importante y sorprendente, la reproducción de la colonia… todas esas funciones se reparten equitativamente a cada uno de los individuos de la colonia. De alguna forma ellas –en lo que
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Karl Von Frisch llamó el Espíritu de la colmena‐ son capaces de aglutinar ese pequeño número de conexiones neuronales de cada abeja en un súper cerebro. Pues bien, la introducción de la variación genética AJ2 ha provocado en la primera generación el nacimiento de lo que antes he anunciado, la nueva especie APIS SAPIENS. Una buena panda de hijas de puta. ‐Enhorabuena, y ahora qué. –La hostilidad de Sara le resulta dura de asimilar a Darío. ‐Pues ahora tenemos un problema. Como dijo Carlos, a ver quien le pone el cascabel al gato. Estamos de acuerdo en que hay que eliminar ese enjambre, ¿no? Ha interpelado al jefe. Este reflexiona un instante, yergue aún más el cuello y su espalda se asemeja a una tabla recta. ‐Efectivamente, ese es el pie a seguir. Queremos terminar con esto sin que nadie más salga herido. Empezaremos de nuevo en otro sitio y con otros parámetros, con otro equipo. –Al decir esto ha mirado significamente a Darío. ‐Bien, pues el método está claro. Hay que envenenar a esa colonia. El número brutal de individuos que tiene que manejar necesita una cantidad de polen y miel que no creo que puedan conseguir durante mucho tiempo a través del saqueo de las antiguas colonias. Tampoco el campo les puede aportar ya muchos nutrientes, dado lo avanzado del verano. Así pues tenemos un bicho podidamente grande, hambriento y muy cabreado. –Al decir esto se pasa la mano por la nuca, Sara se fija en las marcas de los picotazos que le alcanzaron en la huida de primera hora de la mañana.‐ Tenemos que aprovecharnos de su hambre. Colocaremos mucho alimento tóxico para las abejas, aunque apetitoso, a una distancia prudencial, estas lo llevarán a la colmena y lo distribuirán entre todas. Hay que engolosinarlas bien para que acepten este néctar venenoso sin reparos. ‐¿Eso bastará?
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‐Debe bastar. Ahora hay poco alimento por el campo y el enjambre tiene que comer, cualquier fuente de comida va a ser bien recibida. Si el veneno tiene el suficiente efecto retardado, cuando se quieran dar cuenta de su acción –algo que tarde o temprano van a hacer‐ se va a encontrar diezmado y débil. ‐Un ratito. Entonces este método no es cien por ciento seguro. ‐No, no lo es al cien por cien. –Darío mira a su antiguo jefe con hostilidad, molesto porque su plan tenga algún resquicio.‐ pero ningún procedimiento aplicado a seres vivos de este tipo lo es. Sin embargo, ahora mismo tenemos esta única opción. ‐¿Y qué producto venenoso hay que utilizar? ‐Insecticidas de uso general, mezclado al setenta y cinco por ciento con alimento líquido de abejas. Lo distribuiremos en un área alrededor del enjambre, a quinientos metros de distancia en una figura circular. Carlos está a punto de decir algo, pero se calla en el último momento y de su boca no sale ni un sonido. Después de mirarle un instante, Darío sigue hablando. ‐Hay que prepararlo sin más dilación. Ahora saco una lista y que alguien baje al pueblo a hacer la compra.
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16. Quemorro Carlos y Sara han salido del autobús, Darío se ha quedado dentro con su antiguo jefe, definiendo el veneno que tienen que aplicar al enjambre. Ella nota que siguen vigilados y controlados por los geyperman de mono azul, aunque aparentemente solamente están acompañados a cierta distancia por el personal del BRIM que se refugia en el toldo. Son cinco hombres que no le quitan ojo. Es la hora de la siesta, así que el calor debajo de la tela del toldo de la autocaravana es aplastante. Sara mira a Carlos y le nota extraño. Sus movimientos se muestran tensos y su cara tiene un rictus de preocupación y concentración distinto. Se fija más y nota que su respiración es agitada. Le va a preguntar algo pero en ese momento alguien da una voz. Inmediatamente salen Darío y el jefe de los captores, que sin descomponer la única expresión que le ha visto desde que le conoce, en el primer escalón de la escalera del autobús saca unos prismáticos del bolsillo y mira en la dirección del camino. Claramente lee en sus labios la expresión “Fucking”. Se dirige a Darío y ella puede oír en ese acento como de guiri de la Costa del Sol “Guardia sivil”. Nunca se había alegrado tanto al oír ese nombre. Siente como si llegara el profesor para librarla de una tunda en el patio del colegio. Parece ser que es la única que siente esa alegría. Ahora están todos tensos, cada uno de sus captores ha sacado los mismos prismáticos que el jefe, del mismo bolsillo. Miran todos a la vez. La imitación colectiva le resulta cómica, tragicómica dadas las actuales circunstancias. Busca a Carlos con la mirada y encuentra unos ojos entrecerrados, mirándola directamente. ‐No huyas cuesta arriba.
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Arruga el entrecejo lanzándole una mirada inquisitiva, sin entender nada. Pero Carlos ya no está ahí, se ha dado la vuelta y se dirige al más cercano de los hombres que está mirando hacia el camino con los prismáticos. Los acontecimientos se suceden entonces a velocidad de vértigo. Carlos coge carrerilla con tres pasos y de un salto lanza una patada directamente a los testículos del hombre. Inmediatamente el captor cae al suelo doblado por la cintura soltando una especie de mugido. Carlos se ha incorporado rápidamente y mientras los compañeros gritan “Eh, eh, eh” él se lanza pendiente abajo desapareciendo entre las escoberas. Ella nota de nuevo que unos fuertes brazos la agarran como gatos mecánicos y prácticamente la elevan del suelo, inmovilizándola desde atrás. Oye órdenes en inglés, unos hombres se lanzan en busca de Carlos, otro se une a su tenaza viviente y entre los dos la llevan a la autocaravana, tapándole la boca con las manos. En el vehículo vivienda hace mucha temperatura, el ambiente está cargado con olor al plástico de su interior. La conducen violentamente y la tumban en el sofá cama. Los dos hombres se sientan a su lado sujetándola las extremidades y uno de ellos le mantiene la boca cerrada. Su aliento es fuerte, está apoyado en ella inmovilizándola. El peso de él bastaría para mantenerla quieta. Sujetándole la mandíbula para impedirle gritar, con la otra mano le sujeta sus brazos en la espalda, se sienta encima de ella, sujetándola con la rodilla en sus riñones y la otra sobre la columna vertebral, junto a la nuca. Fuera se oyen gritos nerviosos. La otra persona por hacer algo, ya que prácticamente el hombre que está encima de ella no la permite casi ni respirar, le sujeta los dos tobillos juntos. Boca abajo, inmovilizada por dos hombres, sin poder mover ni la cabeza, se nota tan vulnerable que siente ganas de llorar, máxime cuando le parece que el hombre que la está aplastando
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apoya ahora de manera poco inocente la rodilla en el trasero. La sensación de indefensión y la posibilidad de ser violada le produce tal tensión que su estresada mente produce un vahído y sufre un desmayo. Afuera, con un poco más de diplomacia han llevado a Darío al fondo del autobús, conminándole a que no haga ningún ruido. Él cumple la orden dócilmente. El jefe está plantado en medio del camino, con la intención de impedir llegar al campamento al vehículo todo terreno de la Benemérita que ya se aproxima. Antes de que llegue, sigue dando voces y órdenes, dirigiéndose al resto para que encuentren a Carlos, le inmovilicen y le silencien como sea. El coche se para frente a él, ya que está interrumpiendo el paso del camino. El que se baja por el lado del conductor es el cabo Moreno. Por la puerta del acompañante baja Marina. Otro guardia se queda dentro. La juez contempla la zona para hacerse una composición de lugar. Rápidamente aprecia que el camino que les ha llevado hasta allí se extingue en una explanada donde están estacionados una autocaravana y un extrañísimo autobús. La plataforma horizontal forma una superficie similar en tamaño a una pista de tenis. Alrededor, monte bajo y algún roble. ‐Buenos días, señoritos, esto es una finca particular. ‐Buenos días, soy Marina De la Fuente, juez del partido judicial número ocho de Cáceres. Estoy llevando una investigación de oficio y he dado permiso a este vehículo para que llegue hasta aquí. Esto no es un registro oficial, pero no dudaré en tramitar una orden correspondiente y venir aquí sin tanta amabilidad. ‐Esto es una experimentación privada de cierta…err… institución, tenemos permisos de la junta de Extremadura y del ayuntamiento para operar aquí. Con total confidencialidad, añado.
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‐Me parece estupendo, pero la juez soy yo. Quiero saber lo que están haciendo aquí y si tienen alguna relación con las muertes acaecidas antes de ayer. Sé que su investigación versa sobre las abejas. Sospecho que han sido las suyas las causantes de la masacre, así que explíqueme ahora mismo qué se está haciendo aquí. ‐Nosotros no… ‐Por supuesto, inmediatamente quiero saber el paradero de la señorita Sara Vela, que ambos conocemos. Se produce un silencio tenso. Las dos miradas se enfrentan. Marina nota desprecio y odio. Parece que el hombre altísimo va a decir algo pero le interrumpen unos gritos que provienen de donde desapareció Carlos. Miran los dos y ven una columna de humo, alarmantemente cerca. El cabo Moreno y el otro guardia que venía en el coche se lanzan sin pensarlo hacia el foco incendiario. Corren pendiente abajo por el talud de la plataforma, allí se encuentran con cuatro personas más con extraños monos azul marino. Les extraña que hablen en inglés, tampoco tienen ninguna idea de acabar con un fuego. Los dos guardias quiebran sendas escoberas y con estos batefuegos improvisados golpean la base de las llamas, que crecen multiplicándose desde el pasto del suelo a las escoberas y helechos cercanos. El fuego está a escasos cincuenta metros de los vehículos, la zona de la montaña donde se ubican está orientada al sur y el viento que sube desde el fondo del valle por el efecto del sol calentando la superficie inclinada de la ladera les lleva directamente el humo y el calor de los pequeños focos que se multiplican, ya varios se han unido y están a punto de formar un frente de ochenta metros. Por encima de los chasquidos de las retamas y el pasto ardiendo intentan hacerse oír los hombres. Los dos guardias civiles con un poco más de método,
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los hombres del personal del BRIM van como pollos sin cabeza de un lado a otro sin saber qué hacer. El cabo sube de nuevo a donde está Marina. Está sudoroso, con heridas en los brazos y en la cara, de arañazos con la maleza. ‐Esto está a punto de descojonarse del todo. Ya he avisado a la caseta de incendios y al retén. Como no lleguen en quince minutos se lía aquí una de cojones. ‐¿Corremos peligro?‐Pregunta la nuez, con la voz quebrada por el miedo metido en el cuerpo ‐Estos hombres no hablan español, ¿no? ‐No.‐Dice el rostro hierático. ‐Pues yo tampoco hablo inglés, necesitamos a alguien que haga de intérprete, para intentar salvar estos vehículos, que he observado que están fijos aquí, no da tiempo a moverlos. Efectivamente, el autobús tiene una rueda deshinchada, está apoyado en unos maderos. La autocaravana está sobre las patas y no parece que se haya movido en muchos meses. ‐Yo hablo inglés. Darío les habla desde la entrada del autobús, el hombre que le custodiaba ha ido a ayudar también a extinguir el fuego y él está tranquilamente observando la escena desde ahí arriba. El cabo le mira de hito en hito, aunque la tensión no le deja asombrarse del todo, pasan unos segundos hasta que se repone de la visión de su estrafalaria indumentaria. Ha tenido tiempo de cambiarse la equipación tan desjironada y sucia de Los Angeles Lakers de ayer por una flamante y nueva de los Chicago Bulls, zapatillas incluidas. ‐Pues venga, seas quien seas, baja y mi compañero te va a explicar lo que tienes que decirles, porque ahora mismo están estorbando más que ayudando. Darío se pone en marcha, pero antes coge del brazo al jefe y le dice unas palabras al oído. El rostro de ese hombre por una vez
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muestra cierta emoción, al abrir los ojos un poco más de lo normal y su rictus anguloso tornarse aún más tenso. El joven baja corriendo y le pregunta al compañero del cabo, que en seguida le dice unas órdenes. Darío se hace oír y empieza a gritar órdenes que los hombres de azul agradecen porque así saben lo que tienen que hacer. Un hombre sube a la plataforma y comienza a cargar cubos de agua de una manguera que hay por allí y la echa en la zona sin quemar que les separa del fuego, ya a escasos veinte metros de los vehículos. El resto se prepara unos batefuegos con escoberas y golpean la base de las llamas desde la parte ya quemada de barlovento, por donde ha avanzado el fuego. En dos minutos se nota la mejoría. Los hombres son disciplinados y trabajan con denuedo. El cabo conmina a la juez a alejarse un kilómetro de la zona con el coche de la Guardia Civil, ella se niega, aunque se aparta unos metros hacia la salida por el camino. Pasan unos minutos en los que Marina solo sabe mirar impotente y bastante desconcertada como los hombres que la han escoltado y los hombres a los que iba a investigar luchan juntos contra ese fuego que de forma tan inoportuna se ha provocado en el extraño campamento del que quisiera averiguar todos sus secretos. Aún cuando de nuevo no era la manera más ortodoxa de proceder, pensó que plantarse ahí acompañada de la Guardia Civil iba a impresionar y allanar el camino para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Merced a la actuación que fue obligada a hacer, facilitando un secuestro, no sabe cuanto va a durar en su puesto como juez, pero mientas tenga el cargo y la autoridad que le confiere, quiere llegar hasta el final. Ceder ante esa llamada fue una debilidad, pero no volverá a ocurrir. De repente ve una especie de aparición. Como un Prometeo que hubiera perdido el sentido, un hombre armado con algo
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parecido a una antorcha surge de en medio de las llamas y sube por el talud, arroja el palo encendido debajo del autobús y se vuelve a introducir de nuevo en la masa forestal y de monte bajo. El palo no ha prendido debajo del vehículo y el jefe alto consigue apagarlo sin que se propague el fuego, con un simple cubazo de agua. Oye unas sirenas y de improviso aparece el camión autobomba del retén de incendios del pueblo. Tiene que apartarse rápidamente del camino, no parecía que se fuera a detener antes de atropellarla. Antes de que se detenga el vehículo, ya están bajando del mismo sus ocupantes, excepto el conductor. Son ocho personas vestidas con trajes de faena de color pardo y amarillo. No les ve la cara porque bajan con unas caretas protectoras. Tres desenrollan una manguera y en seguida están regando la zona de las llamas y el poco espacio que quedaba sin quemar antes de la zona de aparcamiento de los vehículos. Otros armados de palas y batefuegos atacan el frente del incendio. Hay un vehículo todo terreno detrás, donde debe ir el técnico responsable. Ve sorprendida como se suceden unas pequeñas explosiones merced a unos artilugios que han colocado. Por encima del chisporroteo del incendio, se oye el tableteo cercano de un helicóptero. En unos segundos, el ruido se convierte ahora en ensordecedor, el viento que genera aumenta el caos del recinto. Un impresionante Kamov K32 de fabricación rusa sobrevuela la zona a escasos cincuenta metros por encima de las llamas. Trae colgando un Bambi‐Bucket del que pronto caen mil doscientos litros de agua en el frente de fuego. Cuando se eleva y se aleja de la zona, la situación está mucho más controlada, la descarga de agua y retardante ha hecho milagros. Marina está a unos cincuenta metros del lugar donde está ocurriendo todo, en un punto de observación privilegiado, ha visto la operación perfectamente. En unos minutos prevé que lo
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tengan controlado; a lo mejor es el momento de seguir con las pesquisas informales, debe aprovechar el factor sorpresa antes de que alguien le pida una orden de registro. Sara ahora está bebiendo agua sentada en una piedra. Cuando empezaron a acercarse las llamas a la caravana, una vez que comprobaron que la juez se había retirado a cierta distancia y que los dos guardias civiles estaban ocupados con el incendio, un hombre avisó a sus guardianes con unas frases cortas en inglés y la condujeron a unos metros por detrás de los vehículos, en un pequeño claro en la vegetación formado por un grupo de grandes rocas graníticas, único obstáculo para que las jaras no hayan colonizado completamente el terreno. Aparecen Darío y el jefe. Traen mala cara. ‐Os han dado vuestra medicina, eh. ‐Ese gilipollas de tu amigo nos la ha hecho buena. Casi quema todo esto. Nos podía haber matado. ‐Ahora tenéis un problema, ¿Esto como va? ¿Qué vais a hacer, matarme a mí y luego a él? Dime qué vais a hacer conmigo. ‐Yo no te voy a hacer nada, no te confundas. Y no te pongas peliculera, que te están protegiendo. ‐¿Protegiendo? Te recuerdo que estos hijos de puta tan majos me metieron en un coche y me tiraron barranco abajo. No me siento muy segura con estos maromos, perdona. Interviene el jefe. ‐No queríamos matarla, señorita. La idea era advertirla y adquirir su silencio con miedo. No somos asesinos, somos científicos. ‐Pues muchas gracias, me doy por enterada. ‐Lo que ustedes llaman el BRIM no es más que una fundación que aúna varias empresas tecnológicas y de investigación cuya base está en el MIT. Nosotros somos registradores del proyecto que lideraba Darío. –Ha puesto énfasis en el tiempo verbal de la
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última frase, al tiempo que lanzaba una mirada significativa al joven. ‐Ya, y las abejas asesinas son para colonizar Marte, ¿no? ‐No le niego que algunos de nuestros benefactores son empresas relacionadas con la industria armamentística, pero es que allí no tenemos el prejuicio que tienen aquí con estos temas. Se está financiando una investigación única en el mundo, desplazando equipos, personal y laboratorios a su país. Promocionamos becas, empleos… Sepa que cuando se alcancen los objetivos, estos insectos pueden salvar miles de vidas. Su olfato es mil veces superior al de los perros. La manipulación genética es mucho más sencilla, así como el control de colonias. Además, son más baratas y hasta producen miel. ‐Ja, miel del Pentágono. Qué sería, ¿de mil capullos en lugar de mil flores? ‐Y usted ¿Qué candil tiene en este cementerio? –Exclama el jefe, visiblemente enfadado‐ Cuando terminemos con esto nos ocuparemos de usted, no va a volver a trabajar para una institución pública en su vida. ‐Uuuuuuuh qué miedo. Vete a la mierda, hombre. Y aprende español, o por lo menos no uses frases hechas sin sentido. Eres ridículo. Les interrumpe una llamada a un walkie que lleva el jefe colgado del cinturón. Se coloca un auricular y contesta. Su cara de hielo tuerce el gesto mientras escucha. Apaga el aparato. Se dirige a Darío y le susurra algo entre dientes. Darío le responde en inglés y el jefe da orden a uno de los dos hombres que están con ellos para que reúna a tres más. El gigante que sujeta a Sara le indica que echen a andar. Darío se dirige a Sara. ‐Vamos. Hay humo arriba, junto al súper enjambre.
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17. No huyas hacia arriba. A Sara le sorprende lo cerca que estaban de la caseta donde se han alojado las abejas formando el enjambre asesino, el vivac donde pasaron la noche debajo de las escoberas que arrancaron, el lugar donde vieron morir a un hombre. Tras una corta marcha de media hora han llegado a la zona de maleza en el que les interceptaron. Le parece nuevamente que ha pasado mucho tiempo desde que les bloquearon el paso, se da cuenta atónita que no ha transcurrido ni un día. El breve rato que ha pasado desmayada le ha distorsionado la percepción del tiempo. Reconoce en su cuerpo todos los síntomas de una crisis de ansiedad y se pregunta por qué no se ha derrumbado, por qué no ha mandado todo a paseo o por qué no está gritando y pataleando histérica. Un hombre del BRIM les sale al paso. Con un ademán de orgullo, les relata que él solo apagó el foco que saltó de repente. Se lo muestra y ven una pequeña zona de unos cinco metros cuadrados de pasto recién ardido. El jefe le pregunta si ha visto a alguna persona y el hombre le responde sorprendido que no. Hasta ese momento al empleado no se le ha ocurrido pensar que alguien pudiera haber provocado el pequeño incendio. El jefe sigue departiendo con Darío. Apartados de sus hombres, lanzan miradas a un lado y al otro mientras hablan de forma casi inaudible. ‐Por suerte estábamos aquí controlando. Dejé a este hombre vigilando el enjambre. ‐Por suerte para el Carlos este, que quería que acudiéramos al reclamo. ‐¿Tú crees que el amigo de tu amiga también ha sido el que ha provocado este incendio? ‐Estoy seguro. Como te he dicho antes, estos son incendios de chichinabo. Vamos siguiendo como corderitos su señuelo.
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Avanzan entre el monte hasta que el enjambre está a la vista. Lo contemplan con los prismáticos. Una masa negra, amenazadora. A parte de su tamaño descomunal, desde el techo de la caseta hasta el suelo, no se ve nada extraño. Las abejas la recubren como una manta informe y móvil. Desde el punto donde están mirando, no ven el cuerpo del hombre muerto esta mañana, pero los dos saben que está ahí, como una acusación silenciosa. El jefe se dirige a Darío. ‐Entonces ¿El veneno funcionará? ‐Por supuesto, eso va a hacer desaparecer el enjambre de una vez. Nos le cepillamos y a trabajar. Se ha quedado registrado todo. Si no os habéis cargado nada metiendo las manazas en el equipo, todo el experimento completo está en mi ordenador. ¿Habéis entrado en él? ‐Por supuesto, hemos hecho una imagen de su disco duro, ya lo desencriptaremos. ‐No será necesario si no os habéis cargado los ordenadores del campamento. De todas formas, yo tengo una copia de seguridad que se actualiza y se sube a Internet cada día, así que si no habéis sido muy cenutrios podemos decir que todo el experimento está a salvo, aunque se queme el autobús. También la información genética de las colonias introducidas, en especial la del enjambre de Mateo, que es la misma. El jefe le mira, calibrándole. ‐A lo mejor todavía te apetece seguir dentro. ‐A lo mejor sí.‐ dice Darío sonriendo. Nuevos gritos alarmados. De nuevo un chisporroteo amenazador, como el anuncio de una descarga eléctrica. Olor a humo, enseguida, calor. Esta vez el incendio está muy cerca y no tienen una zona explanada de seguridad como en el anterior del laboratorio, que protegió a los vehículos; aquí están en medio de un bosque de monte bajo denso y tupido. Jaras,
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escoberas, robles. Llamas de seis metros se alzan con violencia. El humo les ciega y ahoga. Sara está paralizada, contemplando las llamas a escasos treinta pasos. Ve con horror como unos conejos con el lomo ardiendo, aterrorizados, corretean por el pasto, propagando el fuego por todos lados. El jefe y los hombres que les han acompañado intentan contener las llamas con escoberas convertidas en batefuegos, tal y como les han enseñado antes. Sin embargo, el resultado es mínimo porque no pueden atacar las llamas a favor del viento, sino en contra. La propia llama no les deja llegar a su base. Darío se acerca a Sara y la coge del codo, tirando de ella. ‐Venga, vamos, ¿estás loca? Nos vamos de aquí. Es una trampa, este cabrón nos quiere matar. Nos ha hecho venir para esto. ‐¿Pero qué dices?‐ Se suelta el brazo de un tirón violento ‐No lo entiendes, ¿verdad? El paso hacia el fondo del valle está cortado por el fuego y hacia arriba está el enjambre. Estamos atrapados. Nos ha hecho venir y ahora no tenemos otra opción más que pasar junto a la caseta con las abejas para llegar hasta donde no haya vegetación. ‐Yo no voy, esta mañana ha muerto un hombre ahí y llevaba traje de protección. ‐¡Es la única opción que tenemos! ¡Vamos! ‐¡No! No puedo. ¿No lo entiendes? No puedo acercarme a esas abejas, son asesinas. Les interrumpe el tableteo del helicóptero Kamov, intenta maniobrar para acercarse al fuego y descargar agua, el aire que lo sustenta empuja las llamas contra el suelo y provoca una nube de ceniza y polvo que les ciega y no les deja respirar. Sara no ve a Darío. No ve nada. Tose. Una mano le agarra el codo, creía que iba a ser de nuevo el investigador, pero ve a Carlos. O lo que antes era Carlos. Lleva su ropa totalmente chamuscada y humeante, su rostro y las manos están surcados
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de heridas. Se ha puesto un pañuelo en la cara, apenas se distinguen sus ojos enrojecidos. ‐Ven conmigo. Le sigue sin dudar, tres pasos. Cuando ella se queda parada, él se gira. Se dirigen hacia el frente de llamas. ‐Confía en mí. ‐Pero, estás loco, ¿dónde me llevas? ‐Un atajo a un refugio, es una poza en la garganta, ahí podemos esperar a que pase esto. No te sueltes de mí y procura llevar la cabeza lo más abajo que puedas. Ponte esto. –Le alarga un trapo húmedo y se lo pone en la cara, tapándole la nariz y la boca. Otro helicóptero desciende sobre ellos, es un BELL 212. Permanece estático casi sobre el foco del incendio. Parece que busca un sitio para aterrizar y dejar en el suelo a un retén de bomberos que va en su interior. Les envía un huracán de aire hirviendo y chispas encendidas. No se pueden oir. Sara le hace un gesto afirmativo indicando que va todo bien, para no levantar el trapo que le filtra el humo. Él la coge de la muñeca y echa a andar, casi corriendo. Se acercan mucho al frente de fuego, pero no lo atraviesan. Pavesas y chispas saltan hacia ellos. Se dirigen hacia unas rocas, junto a la garganta. Le hace subirse a un gran bolo granítico, las llamas están cerca, empiezan a prender en unos escasos robles que rodean las rocas. El calor es infernal. El humo la irrita los ojos. Carlos le indica que salte a una roca que está debajo, como mínimo, ella estima que hay cuatro metros de desnivel. Le mira atónita. ‐Salta o mueres aquí.‐Apenas la ha devuelto la mirada La suelta y se lanza él. Cae de pie, aunque el impacto le hace rodar, aparentemente sin ningún rasguño. Ella no tiene alternativa, salta o regresa atravesando las llamas, tampoco parece buena opción quedarse esperando a achicharrarse con los árboles que ya definitivamente están ardiendo. Se lanza y cae sobre la roca. Nota que al impactar Carlos la sujeta pero el
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golpe en la pierna le provoca un chasquido y un dolor punzante localizado en la rodilla. ‐Me la he roto, me la he roto. ‐De repente, no se acuerda del incendio ni de nada más, solamente un dolor intenso y la imposibilidad de mover la pierna la bloquean. ‐Ahora te miro eso, solamente nos queda otro salto. La coge en brazos, Sara no se puede creer lo que está viendo. La roca donde ha caído está sobre el cauce fluvial de la garganta, formando una especie de trampolín que casi cubre una poza, seis metros más abajo está el agua cuyo nacimiento está poco más de unos cientos de metros aguas arriba. No quiere ni siquiera evaluar el escaso caudal que puede llevar esta garganta a estas alturas del año. Al estar al fondo de una sima, su superficie es negra como el alquitrán, apenas llega la luz. Adivina que Carlos quiere que salten ahí para salvarse del incendio, que les sigue cercando. Los árboles que les rodeaban arriba de la roca ya están ardiendo y las chispas que caen de ellos empiezan a quemar el pasto seco entre las piedras que tienen alrededor. Están en un punto de no retorno, imposible subir o alcanzar otra roca. Solamente ve fuego por todas partes. Humo. Ruido de vegetación quemándose y chisporroteando. Aunque la poza y el agua helada de abajo podrían parecer acogedoras en estas circunstancias, el desnivel y lo angosto del pozo le dan pánico. ‐No puedo saltar. ¡No puedo! Tengo la pierna rota. ‐No creo que esté rota. No lo parece. Tenemos que saltar, Sara. Ahora. Se quita el cinturón. Por un momento ella cree que la va a azotar un zurriagazo para hacerle entrar en razón. En lugar de eso, le ata la muñeca con un extremo y se ata él el otro extremo. ‐Venga, procura caer con las dos piernas juntas. –Le mira los ojos, dos carbones encendidos entre pestañas chamuscadas que se clavan en ella‐ A la de tres voy a saltar y te voy a llevar
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conmigo. – Le arrastra cojeando hasta el borde, a Sara le parece aún más lejana el agua. Un charco negro en el fondo de una sima de piedras. No percibe nada más que el latir rápido y violento del corazón. Nota los golpes de la sangre en las sienes. La vista se le nubla por unas luces rojas. Apenas oye el grito de Carlos, junto a ella. ‐Una, dos…
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18. y…Tres Más tarde, Sara recordó el despertar como una mezcla de olores y sabores: plástico, lejía y ese tufo a alcohol medicinal de las instalaciones sanitarias. Tiene en la cabeza una nebulosa de malos sueños. La boca pastosa. Le cuesta enfocar al principio, igual que reconocer su propio cuerpo tumbado. La pierna derecha está inmovilizada, escayolada. Su primer pensamiento consciente es intentar recordar quién es ella y cómo ha llegado hasta una cama de hospital, con una pierna rota y un horrible dolor de cabeza. Recuerda, el incendio, el salto, el miedo a morir. Aparece una enfermera, le sonríe, no es una sonrisa muy amigable, pero es una sonrisa. Se inclina sobre ella y enseguida nota un sopor cálido, se vuelve a dormir. De nuevo nota como viene la consciencia poco a poco, esta vez su situación no le sorprende tanto. Asume que está en un hospital, está viva. No ha muerto achicharrada. Tampoco ha muerto aplastada contra una roca de aquella poza. Ahora recuerda bien el salto suicida. Se esfuerza pero no recuerda nada más que el instante previo del salto arrastrada por Carlos. Supone que la pierna rota y ese dolor de cabeza tiene que ver con ello, pero no nota nada más. Se pregunta cuánto tiempo llevará así. ‐Hola Sara.‐Es otra enfermera la que está inclinada sobre ella. Parece más amable. Le toca la frente buscando fiebre, la muñeca palpando el pulso y revisando la vía de suero. “Hospital Campo Arañuelo” lee en su bata. ‐Hola. ¿Sobreviviré? – Pregunta con una sonrisa. ‐Has estado cerca, eso sí te lo digo. Ahora viene el doctor. ¿No recuerdas nada?
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‐Empiezan a venirme recuerdos. El incendio, el salto donde me partí la pierna, el segundo salto…‐Se empiezan a agolpar imágenes, llegan en tromba‐ ¿Cómo está Carlos? ‐¿Carlos? ‐Estaba con una persona, me salvó del incendio. ¿Dónde está? ¿Está bien? – De repente, le preocupa mucho, aunque por alguna razón no le parece que le pueda haber pasado nada grave. ‐Tu novio se recupera, no está aquí. Ahora te lo van a contar. En seguida viene el doctor. ‐Pero… ‐Tranquila, ahora vienen y te lo explican todo. No te muevas. Sale la enfermera. La oye hablar con una persona, una sombra en la puerta a través del cristal traslúcido. Se abre la puerta y aparece Marina. ‐Hola, ¿Qué tal estás? ‐Hola Marina.‐Es la segunda vez que la ve. La primera fue en el colmenar de Mateo hace… ¿Cuánto tiempo? Ahora está vestida de juez o por lo menos, de mujer profesional. Traje chaqueta, perfume caro, pelo arreglado, maquillaje. Sonríe. ‐¡Cómo me alegro de que estés bien! Qué susto nos diste. Os encontró un bombero del retén que vino de la base de La Iglesuela cuando ya estaba casi controlado el incendio, estáis vivos de milagro. Aquello fue un infierno. Inconscientes los dos en el agujero aquel. Tardaron doce horas en sacaros, los del grupo de montaña de la Guardia Civil, sedados, en camilla y con cuerdas. Procesa la información. La mira, inquisitiva. ‐Carlos está bien. Está en otra planta –supo que mentía‐ También se llevó un golpe bueno en la cabeza, otra conmoción. Pero sin más problema, tenéis la cabeza dura. ‐No me mientas más. –Busca su mirada, Marina la evita. Pasan unos segundos. Suspira. Definitivamente le fastidia la
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insistencia en el hombre que en su opinión ha originado tantos problemas. ‐De acuerdo, tienes razón. Carlos está estable, pero tiene fracturado el cráneo. Dicen los médicos que de esta se salva, incluso con un poco de suerte sale sin secuelas. Está en Madrid. Ayer se despertó. Ahora sí la mira a los ojos. Sara quiere saber más. Su silencio es una interrogación. ‐Está detenido. ‐¿Detenido? ‐Sí, y tú también. ‐¿Qué? ‐Ahora aquí estoy haciendo de abogado gratis más que de juez. A todos los efectos, Sara, yo no he estado aquí y esta conversación no ha existido. Vengo para aconsejarte. Quiero ayudarte. Necesitas un abogado. Cuando tú quieras vendrá uno de oficio, o te puedes buscar uno. Os voy a denunciar por pirómanos. ‐¿Queeeé? ‐Escúchame. Escúchame bien porque a lo mejor no nos vemos hasta el juicio, suponiendo que me veas entonces. Te has visto involucrada en un buen mogollón. El famoso BRIM, que es como llama todo el mundo a una institución privada de Estados Unidos que tiene un convenio con los ministerios de Defensa y de Interior de España, ha estado trabajando aquí desarrollando un experimento a base de modificaciones genéticas de abejas. Instaló un laboratorio y al investigador de la UEX que tú conoces en la sierra. Desde ahí ha ido introduciendo abejas modificadas genéticamente en los colmenares que tenía la gente en todo el término municipal de Villanueva. En un momento dado, una colmena se rebeló, pasó a la tercera etapa, que dicen ellos. ‐La fase C.
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‐La fase C, las abejas se rebelaron, tomaron conciencia de sí mismas o qué se yo. No lo saben ni ellos. El caso es que el primero fue Mateo, después el ataque en la piscina y luego arriba en la sierra, como ya comprobaste. Su objetivo era crear una superabeja, un ser más inteligente que el que el hombre ha pastoreado durante cientos de años, para aprovechar sus capacidades físicas y psíquicas. En particular, sus receptores químicos y la capacidad de colaboración. La idea que tienen es la de usarlas como detectores de drogas, explosivos, incluso como armas. Aunque ya venían con la investigación hecha, la puesta en marcha en experimentación directa ha sido un desastre y han preparado una aquí que no veas, ya has visto los resultados. Han muerto quince personas, hay un conflicto internacional de la leche. ‐Me vendiste. Parece que no ha escuchado nada, solamente la mira a los ojos y la acusa con la mirada. Marina suspira. ‐Sara, me llamó la ministra de interior, me pusieron un ordenador y hablé por videoconferencia con ella. Me dio órdenes claras y precisas de que hiciera lo que me ordenaran. No podía imaginar que te fueran a raptar. ¡Tienes que creerme! ‐Me cuesta. Me cuesta mucho creerte. ‐Pues es la verdad. La pura verdad. Pensé que te protegía. Estuve allí. Subí a por ti. En el primer incendio. Saltándome no sé cuantos procedimientos me planté allí porque no podía soportar la idea de que te hubieran hecho algo por mi culpa, luego…ocurrió todo tan rápido que no pude investigar como quería. El incendio, los bomberos, me obligaron a alejarme, por seguridad. ‐Me raptaron cuando tú me llamaste, quien sabe lo que me hicieron o me metieron en la sangre para drogarme. Me tiraron con mi coche por un barranco. Después me raptaron otra vez. Si no llega a ser por Carlos, no sé qué me hubieran hecho.
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‐Si no llega a ser por Carlos…Ha incendiado la sierra. Yo vi como lo hacía. Casi provoca él también varias muertes de los hombres del BRIM ese y de la Guardia Civil que intentaron apagarlo. Por no hablar de los bomberos que arriesgaron su vida, los gastos de la intervención, incluido vuestro rescate de aquel pozo. Se ha tardado una semana en controlarlo y extinguirlo completamente. Aquí todo el mundo ha jugado con cosas que le venían grandes, con consecuencias terribles que ya veremos en qué acaba todo esto. ‐¿El enjambre? ‐¿Qué? ‐¿Qué ha sido del enjambre? Estaba en una caseta en ruinas, al lado de la poza donde nos encontraron. ‐No te sé decir, el fuego lo ha arrasado todo. ‐Eso era lo que él quería. ‐¿Quién? ‐Carlos, sabía que el fuego lo destruiría. Ha prendido la sierra para hacer lo que ellos no sabían ni querían, matar a las abejas. Os ha resuelto el problema. Y ahora le vas a meter en la cárcel. ‐A ver, eso está por esclarecer. Por ahora, está retenido. No creo que le caigan muchas medallas, desde luego, aunque eso que dices sea cierto. Más bien puede esperar una temporadita en la sombra. Créeme, va a ser lo mejor. Así se olvidan de él. ‐Me parece alucinante ¿Y yo? ‐Bueno, voy a intentar que no te pase nada. Que sepas que estás en el centro de un huracán que nadie sabe hacia donde puede tirar. Esta mañana hablé con el delegado del gobierno. Tanto tú como tu amigo es posible que salgáis de rositas, más o menos. A cambio, claro está, de que no soltéis prenda. Una palabra a un periodista y os joden para toda vuestra vida, despídete de trabajar. Así te lo digo. Pero no te preocupes, sobre todo contigo va a ser fácil solucionarte el embrollo. Para Carlos…bueno, en estos casos lo mejor es que pase unos meses en el trullo y así
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pague la deuda con la sociedad, calle las reclamaciones de la otra parte, los americanos que también están deseando patear el culo a alguien y largarse de aquí sin que nadie sepa que han estado. Si alguien hace de cabeza de turco, mejor para todos. ‐Pero esto se tiene que saber… ‐Exactamente, pero eso es justo lo que no va a pasar. Se va a deslocalizar el proyecto. Vamos, que esta gente se va a ir pitando y sin hacer ruido, supongo que a otro sitio con lugareños que les molesten menos. Tú vete pensando un destino lejos de aquí, un puesto de veterinaria en cualquier centro rural te espera donde tú digas. Eso sí, pórtate bien. Como te he dicho, una palabra a un periodista y prepárate. Nunca es bueno que cierta gente sepa tu nombre y te puedo asegurar que te conocen en más de un ministerio, al más alto nivel, no precisamente el que barre la puerta. Hay un silencio. Sara asume su situación. Parece que todo el mundo ya ha decidido por ella. Tiene que pensar en todo esto, pero es posible que la solución que le ofrecen no sea la peor, después de todo. No es lo más honroso, pero si es la forma de olvidarse de ello y salir de rositas como dice Marina, quizá sea la mejor opción. La juez la mira con interés. Piensa que le va a costar olvidar esos ojos verdes. No es que se hubiera hecho ilusiones, pero de imaginación también se vive. Ahora, tras el momento de poner las cartas sobre la mesa, ya está de nuevo en su sitio. Borrón y cuenta nueva. Se acabó. Ya ha cogido el ascensor de ascensos y nada de todo esto la va a salpicar. Si durante un instante se ha sincerado con Sara, sabe que cuando cruce la puerta ya nunca más la va a mirar a la cara. Ella misma desconoce su futuro, ni siquiera lo intuye. Le han prometido seguridad y anonimato en esta historia. En su caso, más que en el del topógrafo y en el de
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la veterinaria, ella sí se lo cree; estos dos lo tienen crudo, piensa. Ya veremos si cumplen las promesas con ellos o acaban enchironados. Ella sabe donde no va a acabar, eso sí lo tiene seguro. Ha sido su primera y última actuación destacable como juez. No se ve capaz de juzgar a nadie, después de conculcar en pocos días todo lo que se había propuesto y comprometido a defender. Probablemente habrá que aprovechar la oportunidad que le han brindado y cambiar de profesión. Se pregunta cómo será eso de ser asesora en un consejo de administración. Sara piensa en Carlos, va a ser difícil que le vea de nuevo, como dijo él aquel día en el chozo ‐parece que sus palabras fueron proféticas‐ al topógrafo le toca siempre comerse el marrón de todos. A lo mejor tiene razón Marina y unos meses de cárcel le sirven de expiación a todos los intereses e instituciones que hay mezclados en esto y le hacen pagar el pato. No sería mal arreglo, incluso para él. Por lo menos le darán de comer, protegido y dejando pasar el tiempo suficiente como para que se olvide todo esto. ¿Ella? Bueno, ojalá que no le queden secuelas y pueda volver a andar sin problema. Un puesto de veterinaria en el pueblo de sus padres no estaría mal, volver al terruño con una plaza fija es un horizonte muy tentador en las actuales circunstancias. Intentarlo de nuevo, a ver si consigue de una vez sentirse pertenecer a algún sitio. Además, por allí no hay muchas colmenas, que ella recuerde. Le gustaría ver a Carlos, conocerle más, darle las gracias por salvarle la vida. Piensa que va a perder un gran amigo sin haber llegado a ser más que conocidos circunstanciales en la más extraña aventura que vaya a vivir jamás. Incluso pasa por su cabeza el pensamiento de compartir la nueva vida con ese extraño personaje con el que se ha creado un vínculo que no es capaz de definir. Demasiadas cosas. Coloca ese pensamiento en Estado de Espera ‐como la canción de Extremoduro que le viene a la
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cabeza ahora sin saber por qué‐ dentro de su prioridad de cosas por hacer y cavilar, por ahora no puede más. ‐¿Y Darío? ‐¿El Investigador? ‐Sí. ‐Murió. Sara enarca las cejas, no se lo esperaba. Sentimientos encontrados se juntan en su fatigada cabeza. De repente se encuentra agotada. Lo que más desea en este momento es descansar y olvidarse de esto, aunque sabe que nunca lo va a conseguir del todo. ‐Junto con el otro señor, el jefe de la expedición americana, ese hombre alto tan desagradable. Intentaron escapar ladera arriba. Les encontraron cerca de la caseta en ruinas que tú dices. ‐¿Quemados? ‐No. Intoxicación por apitoxina. Les mataron las abejas.
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Epílogo Las tijeras atacan certeras los racimos de uvas. Sara los va lanzando al capacho. Se yergue con la espalda dolorida, le chasquean las vértebras. Una vieja contractura amenaza con volver a manifestarse. Alzando la vista hace la cuenta mentalmente de lo que queda hasta terminar la rectilínea alineación de cepas. Después de esa y hasta la hora del almuerzo, aún le quedan tres líneas más. La tierra roja huele a humedad de rocío, también de la cooperativa del pueblo le llega el aroma del mosto. Están prensando la carga de uva que descargan los remolques de los tractores en la moledora. Se ha quedado un poco retrasada respecto al grupo. Tendrá que achuchar, no por ser familia puede escaquearse del trabajo. Un vehículo se acerca. No lo conoce. Se detiene junto a ella, baja un hombre. “No me lo puedo creer”. Ha identificado su figura al instante. Es él, sin ninguna duda, aunque está distinto, como gastado. Sus hombros, su mirada, su ademán llevan un peso distinto al que ella conoció el verano del año anterior. ‐Sara. ‐Carlos. No saben acercarse, se mantienen a distancia. ‐Me ha costado encontrarte. ‐¿Cómo lo has conseguido? ‐Estuve cotilleando en tus cosas, ¿recuerdas? Había una foto antigua de un señor en una era, por detrás ponía “Alcubillas” y una fecha de 1969. ‐Mi abuelo. ‐Lo suponía. El caso es que el trabajo me ha llevado por aquí. Ayer desde el vértice geodésico que hay en el cerro encima de tu pueblo hice un barrido con el telescopio de mi aparato y te vi
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trabajando. Te reconocí en seguida. Así que supuse que hoy ibas a estar vendimiando otra vez. ‐Vaya, señor detective, estoy impresionada. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo saliste de aquello? ‐Bueno, pues jodidamente, la verdad. Una herida bastante fea en la cabeza –se quita la gorra y le muestra una cicatriz como una diadema de oreja a oreja‐ y una condena por pirómano. Multa y condena a cárcel que no tuve que cumplir por ser inferior a dos años. Desde entonces, imposible encontrar trabajo. En cuanto aparece mi nombre en un papel se acabó. Parece que me huelen. Estoy chapuceando para amigos, a precios de risa, como siempre. ‐Me lo dices o me lo cuentas. Yo conseguí la plaza para veterinaria aquí pero en seguida se suspendió. Reposición cero que llaman ahora. Aquí estoy, doblando el lomo. ‐Parece que nos jodieron. ‐Sí, y eso que nos portamos bien. ‐Lo bueno es que se acabó. ‐Sí. Definitivamente. Un silencio. Se siguen mirando. ‐¿Qué haces luego? Sonríen. Villanueva de la Vera, junio de 2014.
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PUNTUALIZACIONES El presente relato se ha inspirado en la experiencia personal de la actividad apícola del autor, con muchas licencias narrativas imprescindibles para construir la trama. Las investigaciones de las que se habla sí tienen un trasfondo real, como cualquier lector puede comprobar usando los múltiples recursos en buscadores de la Red. La toponimia y las descripciones de lugares están basadas en las de varios municipios cacereños de La Vera y del Campo Arañuelo fácilmente identificables. Sin embargo, cualquier parecido con personas o situaciones reales no es intencionado, sino fruto de la casualidad.
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GLOSARIO VERATO Se han introducido algunas expresiones y palabras de uso frecuente en La Vera. Se adjunta su significado por si algún lector los desconoce. Antier: Anteayer. Apardear: Atardecer. Calleja: Camino que transcurre entre muros de piedra de fincas agrícolas, normalmente estrecho para los vehículos actuales. Charco: En una garganta verata, poza labrada por la erosión apta para el baño. Garganta: Curso fluvial que se da en La Vera, son ríos de exiguo caudal en verano pero con grandes avenidas en primavera y otoño. En casi todos los pueblos se aprovecha su cercanía a las poblaciones para usarlos como piscinas naturales con gran afluencia de público en época estival. Jota del Uno: Popular jota del folklore rural español, muy difundida y particularizada en la zona de La Vera. Moralo: Gentilicio de Navalmoral de la Mata. Quemorro: Incendio forestal. Tasajo: Tiras de carne de cabra seca, amojamada con adobo de pimentón. Reserva de proteínas utilizada por pastores. Veleaquile: Expresión con significado aproximado de “Aquí lo tienes” o “Aquí está”.
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GLOSARIO APÍCOLA También hay algunas palabras pertenecientes al vocabulario común de la apicultura, que explico aquí sucintamente. Ahumador: Recipiente y artilugio en el que se queman materiales que producen mucho humo al quemarlos (hojas secas, trapos, bostas, pellets…) con una salida para dirigir este humo sobre las abejas ayudado por un fuelle. El humo las tranquiliza y permite trabajar más cómodamente con las colmenas. Alza: Estructura extra que se coloca encima de la caja de colmena básica, donde las abejas almacenan los excedentes de miel. Es lo que el apicultor utiliza para su aprovechamiento de miel, llevándose los cuadros del alza al realizar la castra. Castra: Extracción en una colmena de los cuadros con miel para su aprovechamiento humano. En zonas distintas a La Vera se suele denominar cata. Colmena: Caja de madera donde se aloja una colonia de abejas, por extensión también se denomina así a la propia colonia. Cuadro: Estructura de madera en el que se consigue que las abejas fabriquen los panales de cera de las colmenas. Su forma es rectangular y se colocan paralelos unos a otros dentro de la caja de la colmena. Enjambre: Colonia de abejas fuera de la colmena buscando un sitio para vivir. Se apiñan formando una bola aproximadamente esférica del tamaño de un balón de baloncesto, a veces mayor aún. Opérculo: Sello de cera con el que las abejas tapan las celdas para conservar y madurar la miel de sus panales. Piquera: Abertura practicada en las colmenas artificiales para permitir la entrada y salida de las abejas. Es la puerta de la colmena.
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Propóleo: Sustancia generada por las abejas a partir de resinas y otros productos utilizada para sellar y desinfectar los elementos de la colmena. Es un aislante natural que además funciona como potente antiséptico. Tapa: Cubierta de chapa con el que se protege a las colmenas artificiales de las inclemencias del tiempo.
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