El ángel y el niño* Isabel Prieto de Landázuri Guadalajara, enero 21 de 1868

E

ra una noche perfumada y tibia, noche de otoño de indecible encanto, que de crespón azul en rico manto, majestuosa y serena se envolvió. Ni el celaje más leve y delicado a estampar se atrevió sus blancas huellas en la corona fúlgida de estrellas que en su diáfana frente colocó. La blanca luna, desde el limpio cielo, con su luz apacible y argentina, los campos melancólica ilumina y atraviesa el follaje del jardín. Se desprenden las hojas amarillas, con un rumor doliente y misterioso, y se exhala un perfume delicioso de las flores de nieve del jazmín.

* El Renacimiento. Tomo i. México. 1869. pp. 22-24. Transcripción: Haydeé Salmones.

¡Es tan dulce esa calma de la noche, en que el alma, serena y recogida, el misterio insondable de otra vida pretende comprender y adivinar! ¿Qué hay más allá del azulado velo, que del mortal detiene la mirada, y no puede la vista deslumbrada ni por un solo instante penetrar?… Al través del cristal de una ventana, el pálido destello de la luna baña de lleno la graciosa cuna do duerme un niño de rosada faz. Al resbalar el argentado rayo por su serena y apacible frente, parece circundarla, dulcemente, de una aureola de inocencia y paz. Una sonrisa pura y candorosa entreabre su labio nacarado, fresca como el aliento perfumado que se exhala del cáliz de la flor. ¡Cuán bello es ese sueño de la infancia lleno de confianza y de pureza!… El corazón que a palpitar empieza ignora los latidos del dolor. De súbito un celaje trasparente empañó el blando rayo de la luna, como empaña el cristal de la laguna el soplo de la brisa matinal. Un rumor se escuchó lánguido y vago, como el rumor del viento entre el follaje… mientras tomaba el diáfano celaje una forma divina e ideal.

Era un ángel de faz pura y suave, de alas azules, del azul del cielo; de luz envuelto en deslumbrante velo a la cuna del niño se acercó: Apartando la blanca muselina sobre el niño inclinó su tersa frente, y con acento al par dulce y doliente, suavemente, entre un beso murmuró: —Duerme, querube de cabellos de oro, el sueño celestial de la inocencia; duerme, que en el umbral de la existencia dulce y risueña la existencia es: Duerme, antes de llegar tu puro labio a un cáliz de amargura y sinsabores, antes que se marchiten esas flores que alfombran el abismo ante tus pies. —Hermano, no comprendo tus palabras: ¿Qué llamas tú pesares y tormento? ¿Qué llamas tú sufrir? Feliz me siento; ¿por qué me hablas así? ¿Por qué dices que males solamente, sólo males sin fin el mundo encierra? Yo no puedo encontrar triste la tierra; ¿no está mi madre aquí? —Abandonaste una región más pura, do no llegan jamás pena y quebranto, para venir a derramar tu llanto del llanto y del dolor a la mansión. Pronto verás perderse en lontananza la blanca faz de tu ilusión divina; sentirás del dolor la aguda espina desgarrar tu inocente corazón.

—El mundo es un vergel, hermano mío, lleno de frescas y fragantes rosas, de pintadas, ligeras mariposas, con alas de rubí; de aves de canto melodioso y dulce, que llenan con su voz el bosque umbrío… el mundo es muy hermoso, hermano mío; ¿no está mi madre aquí? —¡Pobre capullo, que la frente tiendes, perfumada, purísima y graciosa, a los besos del aura cariñosa, a los rayos de un sol primaveral! Pronto verás nublarse el firmamento, y soplando con ráfaga violenta, airada e implacable la tormenta destrozar tu corola virginal. —Está límpido el cielo, hermano mío, ¡y es tan brillante el sol, y son tan bellas esa pálida luna, esas estrellas que me hablan desde allí! ¡Oh!, yo no temo el huracán que lleva espanto y destrucción doquier consigo… los brazos de mi madre son mi abrigo; ¿no está mi madre aquí? —Ven, abandona un mundo de dolores, vuelve conmigo a tu mansión primera; una dicha sin fin allí te espera, que ni una leve sombra turbará. Ven, partamos; es la hora más propicia, hoy que aún ciñe tu cándida cabeza la virginal corona de pureza, que un día, ¡ay!, el mundo empañará.

—¡Oh!, no puedo partir… es imposible… dulce el recuerdo el corazón agita de esa dicha, inefable e infinita, que en un tiempo sentí; pero partir… perdón, hermano mío, yo no puedo sentir tu vivo anhelo; aunque una dicha inmensa haya en el cielo, ¡no está mi madre allí! Al pronunciar las últimas palabras agitose en su sueño levemente, y sintió al punto por su pura frente como una hoja de rosa resbalar. Entreabrió su párpado de nieve, y halló gozosa su primer mirada a su madre ante el lecho arrodillada, sonriendo del niño al despertar. Entre esa dulce y plácida sonrisa que asomaba a su labio, en su embeleso, aún palpitaba el cariñoso beso, prenda inefable del materno amor. Tendió el niño los brazos anheloso, de su madre enlazándolos al cuello, y de la luna el pálido destello alumbraba ese cuadro encantador. Lentamente una sombra indefinible, que comprender la madre no podía, sobre la faz del niño se extendía y su mirada límpida empañó: Era que el ángel a partir cercano, en el cielo fijando su mirada, con tristeza profunda y resignada, como un canto de adiós su voz alzó:

—Cumple pues la misión que has elegido; una ley inmutable así lo ordena: ese amor inmortal es la cadena con que al mundo te liga el mismo Dios: lazo que une dos almas desde el cielo, para que una en la otra confundidas, más allá de la muerte, siempre unidas, por una eternidad vivan las dos. Adiós, mi amable y dulce compañero, no volverás a verme; la existencia presto mancha ese velo de inocencia que aún me permite presentarme a ti; pero invisible me hallaré a tu lado, seré tu apoyo, tu consuelo y guía; tu conciencia será mi voz un día; mientras, tu madre te hablará por mí. Al terminar su tierna despedida una lágrima pura y transparente cayó del niño en la rosada frente, una huella de luz dejando allí. Tembló el ángel. —¡Artista! —murmurando, al contemplar el fúlgido destello—; llevas del genio el deslumbrante sello; ¿será menos cruel tu suerte aquí? —dijo; y lloroso desplegó las alas, otra vez se inclinó sobre la cuna, y en el pálido rayo de la luna se elevó con graciosa languidez. Juntó el niño las manos sollozando, al ver al ángel elevar el vuelo: —¡Ay! —exclamó, para olvidar el cielo— ¡Oh!, madre mía, ¡bésame otra vez!

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