La crónica sentimental de la sociedad∗ Pablo Fernández Christlieb

Toda sociedad, como toda ciudad, y como todo, tiene dos límites: donde empieza y donde termina. Donde empieza recibe el nombre de creación, fundación, centro, inauguración u origen; donde termina, recibe el nombre de que ahí-se-acabó, o de destrucción, fin, o como sea, total, para cuando eso sucede ya no hay nadie a quien le importe ponerle nombre. Las sociedades grandes, como la romana, empiezan con un mito, un acto sagrado, un ritual, es decir, con un movimiento de masas o multitudes, y terminan con la destrucción de sus murallas, de sus caminos, de su idioma, y sus habitantes vagando por cinco siglos en la noche de la edad media. Las sociedades pequeñas, mínimas, que son las que se forman entre dos, empiezan también como un movimiento de masas, que recibe el nombre común de enamoramiento, que es una multitud de dos, y terminan también con lo misma la ruptura y sus dos habitantes vagando por ahí en la noche de la sociedad global, que no se llama edad media, sino depresión.

Creación y destrucción son los sentimientos límite de toda sociedad, sea de dos o de mil. Ahora bien, entre estos limites, existen ciertos otros sentimientos intermedios que son típicos, y que son justamente la tensión y oposición entre la creación y la destrucción, entre la luz y la sombra, entre un poder y un contrapoder, entre lo blanco y lo negro, y que son digámoslo así, rojos y verdes, no como los tamales, sino como la sangre y la bilis, y que son por una parte, los celos, y por la otra el perdón: estos dos sentimientos son mitad creación y mitad destrucción. Con ellos se completa la descripción de los sentimientos básicos de toda sociedad, sea grande o chica, y esto es lo que se describirá.



El presente texto es un compuesto de los siguientes artículos: 1. Las multitudes de dos. Revista Topodrilo. México. Diciembre 1991. 2. Los celos y la sociedad. Revista Alternativas en Psicología, México año II, número 4. Noviembre 1997. 3. El perdón. Periódico el financiero. México No. 5502. 5 de junio de 2000. La melancolía: una depresión cultural . Suplemento la jornada semanal . México No. 254, 24 de abril 1994.

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1.- La Fundación de la sociedad o el enamoramiento. Se supone que los movimientos de masa son excepciones en la vida de la sociedad, como cuando hay año de elecciones, visitas del Papa, errores de diciembre, terremotos, días de concierto o finales de campeonato de futbol, y por eso salen en los periódicos. Igualmente se sabe que toda multitud está garantizadamente loca, porque presenta una envidiable soltura para sentirse omnipotente y cruzar puertas cerradas, para no entender razones y exigir justicia, para fundar realidades aparte, como en los sueños, que son la multitud de uno mismo. En todo caso, las multitudes son siempre insólitas. Pero lo insólito sucede cada tres minutos. En cualquier vagón del metro, en cualquier banca del parque, en cualquier rincón del cine, en cualquier pasillo de oficina, salón de clases de colegio y en cualquier cama, las multitudes irrumpen con su escandalosa omnipotencia. Y es que, no sólo hay muchedumbres de muchos, sino también multitudes de dos, que son las mas cotidianas, y mejor conocidas como enamoramientos, tan irrazonables como una revuelta popular; y así, quien dijo que toda historia de amor es historia de locos, resultó ser científicamente preciso: entre un estadio repleto de espectadores furibundos, una misa negra llena de extasiados, y dos personas mirándose la una a la otra de una vez por todas, sólo hay una diferencia de densidad: se trata del mismo sentimiento de comunión y fundación de una realidad; nada más que depositado en menor masa; y por lo tanto, más condensado, inconsútil, incendiado.

La locura de las multitudes no consiste, tanto en el alboroto que arman como mera intención de ser multitud, porque tal intento es, por lo menos una tontería, por lo común emprender lo imposible, y por lo general, lograrlo: construir una multitud significa fundar una realidad colectiva; inventar una sociedad; lo cual implica a su vez transmutar a mil o dos personas separadas en un solo inseparable sentimiento de carne y hueso, en una persona masiva, y por supuesto; trémulamente lunática; porque sólo siente y nunca piensa; y porque la lógica de los sentimientos es distinta a la lógica racional. El tiempo y el espacio de los sentimientos, y por lo tanto todo lo demás, es ubicuo y eterno, de una sola pieza, monolítico, indivisible, de modo que resultan falsas todas las divisiones entre aquí y allá, antes y después, y también entre tú y yo, bueno y malo, realidad y fantasía, o cualquier otra

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forma de partir la vida en mitades. Lo que a fin de cuentas quiere toda masa es disolver, prohibir el tiempo y el espacio, lo cual es querer volver a ese punto de radio cero donde empezó el universo, a ese centro donde comienza una ciudad: por eso todo amor parece un big bang: es el estallido con que se origina una sociedad. La soberbia es una palabra demasiado humilde para los enamorados. De cualquier manera, la existencia y permanencia de una muchedumbre depende de su cohesión, de qué tan pegada esté, y por eso la gente en situación de masa se arrejunta, se apretuja, se comprime para que no haya hueco que la separe, con el objetivo irracional de llegar a compactarse tanto que logre fusionarse, sin intersticios ni de por medio ni de por dentro; efectivamente, la intención de una multitud es no ocupar ningún lugar en el espacio, lo que, en última instancia, equivale a desaparecer dentro de sí misma: mientras más junta esté menor es el riesgo de disgregación y mejor multitud es.

Ahora bien, el único método conocido que ha encontrado la multitud para juntarse, no lo suficiente, que nunca basta, sino lo demasiado, es decir, el método para reunirse muchos en uno solo es aquél que se le ocurrió a los caníbales, que luego adoptaron sus sucesores los enamorados. Ciertamente, cuando alguien le dice a otro “quiero ser parte de ti” o “déjame entrar en tu vida” significa, si no se cree en el lenguaje figurado, “cómeme”, porque verdaderamente ésta es la única forma de cumplirle su deseo; y cuando los dos están pidiendo lo mismo, el hambre se vuelve al cuadrado. Los antropófagos se comen entre ellos con el fin no tanto de merendar como de ir incorporándose recíprocamente, o sea colectivamente, y por lo tanto con el fin de ir durando eternamente cada uno dentro del cuerpo del que sigue, de manera que no ocupar lugar en el espacio es lo mismo que no ocupar lugar en el tiempo. Un caníbal lleva a sus antepasados dentro, no como recuerdo ni como cromosoma, sino como se puede llevar dentro un bistec: de veras. El cuerpo místico de la Iglesia es el resultado del canibalismo de la última cena, y todos los católicos tan reconfortados después de comulgar.

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Es el arte culinaria de las masas. Hoy en día las multitudes de dos se siguen comiendo, pero a besos; no es casual que las metáforas del enamoramiento sean estrictamente gastronómicas: se apetecen con los ojos, se alimentan de su amor, para ir pasando la comida, se sorben el seso, al tiempo que se les quita el hambre de cosas tan racionales como la sopa de fideos. Todo lo que hacen los enamorados es uno comerse al otro, no sólo con los dientes de los besos, sino con la piel temblando de los abrazos, con los poros crispados del tacto, y sin el bozal de la ropa, que como dice Alberoni, sólo los aleja y no los deja estar cerca. Y a la hora de dormir juntos, lo cual no deja de ser otra metáfora, el movimiento de multitudes de dos no tiene nada que ver con la biología ni con el más conocido sexo machista y publicitario, sino con la necesidad simbólica de fundirse en un solo cuerpo colectivo: incorporarse el uno dentro del otro hasta desaparecer: el enamoramiento es el menor lugar posible ocupado por dos personas, aunque nadie ha tenido la frialdad suficiente como para ir a comprobarlo. Pero eso mismo significa ocupar lugar en el tiempo, que son las ganas de que la multitud dure para siempre, de que la sociedad ahí inaugurada nunca acabe, de que el amor sea inmortal aunque los enamorados no, y aquí, la técnica para quitar al enamoramiento del tipo terrenal, para hacerlo transcurrir en la eternidad, ha sido descubierta por Romeo y Julieta, y otros personajes de la nota roja de la prensa amarillista que pactaron amarse después de la muerte. Un amor sin cuerpo no se acaba.

Las multitudes de miles de gentes son enamoramientos más atenuados por estar menos compactados, como ya lo intuye todo aquél que ha marchado por las calles gritando consignas y cantando himnos de cualquier tipo. Las sociedades mayores también se enamoran a veces, y también hacen esas tonterías que los tecnócratas desprecian, pero gracias a las cuales la vida personal y colectiva vale la pena, porque, ciertamente, las gentes y las sociedades que pierden su capacidad de enamoramiento entran en decadencia, no porque no puedan progresar y desarrollarse, sino porque ya no quieren, porque les falta esa dosis de barbarie llamada gusto por la vida, ganas de vivir: ese quantum de primitivismo denominado afectividad; que no tienen las computadoras ni los organigramas.

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Una vez que el enamoramiento cuaja, o la creación de la sociedad se estabiliza, surgen los problemas, que siempre son problemas de poder, es decir, surgen los celos.

2.- Los Celos o la Sociedad Amenazada Los celos son verdes, lo dijo Shakespeare. Pero no verde pasto sino verde bilis. Y son horribles. Son un pulpo de ácido muriático nadándole por la vida a quien los sufre. Es como traer una compañía de buitres haciéndole día de campo entre las tripas. Una especie de Gillette embravecida patinándole en el estómago del alma. Existe consenso general respecto a que representan una probadita del infierno, y hay a quien le toca sentirlos desde los dos años con la feliz llegada de un hermanito, pero no hay nadie decente a quien no le toque sentirlos nunca, porque para ello se requiere vivir fuera de toda sociedad, cosa que sólo logran los psicóticos y los soberbios, ambos, seres hinchados de poder.

Y no obstante, todos hacen como que no, como que uno nunca está celoso, nada más para no aderezarlos encima con la humillación, porque, en esta sociedad endurecida, supuestamente habitada por Rambos psíquicos que todo lo pueden y nada les duele, superhéroes de la autoafirmación y la asertividad, los celos tienen muy mala fama. Los psicólogos, esos fisicoculturistas de la mente, dicen que son muestras de inseguridad, signos de inmadurez, falta de autoestima, debilidad del yo. Pero los celos son algo más que el neoliberalismo de la personalidad. No se trata de la insensatez de un individuo, sino de la fragilidad de una colectividad que se fundó entre dos, por citar el caso típico, toda vez que, en efecto, la pareja es una sociedad, igualita que la grandota, con sus mismas intenciones, reglas, conflictos, efemérides y corrupciones, o corrosiones. Así lo débil es una comunidad, el verde bilis es el color de una sociedad amenazada, y lo que hace el celoso es defenderla, reclamarla, exigirla, contra las fuerzas y poderes internos que la socavan.

Esa comunidad débil y verde alguna vez fue fuerte y color de rosa, por ejemplo las veces que se juraban la eternidad y una casita para los dos, período mítico que se conoce con el nombre de Luna de Miel y que representa la fundación de la sociedad. Entonces cada uno

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sólo tenia ojos para el otro, y pensamiento y lengua y aliento y tiempo para el otro, al grado que, de tanto mirarse se volvían uno solo, una unidad, una colectividad en el más puro estilo Timbiriche: tú-y-yo-somos-uno-mismo, que es precisamente como se originan las parejas, las sectas, las bandas, los pueblos, las naciones y otras sociedades: se fundan fundiéndose, y es ese momento lo que se celebra en los aniversarios, sean de casados o de la independencia. Fue tan intenso ese momento originario de deseos deseándose, que entre ambos generan una fuerza mutua, recíproca, centrípeta, nutritiva e inolvidable, que es de lo que se sostiene la pareja. Y los susodichos se sienten soñados.

Pero siempre sucede lo de siempre, a saber, que uno de los socios de la sociedad cree que la fuerza que siente es suya , que le viene de si mismo, como luz propia, y se cree lo máximo y se le olvida que para sentirse soñado se necesita alguien que lo sueñe, y entonces, se desentiende, agarra por su cuenta las parrandas, se ocupa de lo suyo, la chamba, el coche, la política, y sin darse cuenta, se convierte en ninguneador del otro, su perdonavidas, con lo cual no engaña, no hace nada malo, excepto pasar por alto el hecho de que pertenece a una sociedad, causa suficiente para corroerla de un modo sutil impensado. La pareja está en riesgo, y el celoso, con su perspicacia legendaria, se da cuenta. Etimológicamente, un celoso es un vigilante, el vigía de la comunidad, encargado del mester de celosía (por eso las celosías son esos enrejados anteriormente usados para espiar, hoy en día para tapar los tendederos). Se trata del deseo más o menos desesperado de recomponer de cuajo la sociedad en cuestión, es decir, de insistir en que vuelva a ser la misma del primer día de la eternidad cuando no había ojos para nada más.

Lo que necesita el celoso es la locura del enamoramiento, del primer día de la fundación de la sociedad, y por eso anhela locuras: quisiera ser todo lo que el otro mira, cada hombre, mujer, niño, perro, cochinilla y osito de peluche que el otro voltea a ver; quisiera ser el dueño de todas las esquinas, periódicos, zapatos y mugre de las uñas en que el otro se fija; ser el autor de todas las canciones, chistes, platicas, y silencios que el otro oye, y oler a lo que huelen los perfumes y saber a lo que sabe la sopa que el otro prueba, porque se acuerda

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cuando era todo eso para el otro, pero, por lo mismo, al mismo tiempo quiere deshacerse de todo lo que no es, o sea, esfumar a todas las gentes, zapatos, chistes y perfumes en los que el otro pone su atención, con los que el otro se distrae de uno. No tolera que ahora existan dos personas donde antes había una sola sociedad. Son sorprendentes las cantaletas con las que pueden salir los celosos: “¿qué volteaste a ver; quién estaba?”, “¿a dónde fuiste entre las 9:14 y las 9:27 de la mañana?”, “hace mucho que no te ponías esos zapatos, ¿para qué te los pones?”, insólitos estribillos cuyo veneno llega a metastasear la relación entera, y se diría que son ellos los que clavan la puntilla. Así se da la paradoja de que quien defiende la sociedad es el que parece que la ataca con sus paranoias y moros con tranchete, y de hecho, todo mundo coincide en ver al celoso como el causante de la ruptura: no sólo le toca el infierno, sino también, mientras el otro pone cara de que no rompe un plato. En realidad, el celoso no ataca la relación, sino que la azuza, la provoca, la reta, para que responda y dé signos de vida. Puesto que vive en el infierno, la hace de abogado del diablo. Los celosos no han sido jamás los héroes de ninguna historia.

La piedad, simpatía y respeto que puede inspirar el huésped de un infierno tal es múltiple: por una parte posee la extraña lógica de pedir lo imposible por el solo hecho de que lo imposible fue realidad alguna vez; por otra parte soporta el dolor pírrico de padecer un engaño sin engaño, ya que, ciertamente, los engaños verídicos se arreglan con un simple desengaño; y por último, es plausible la pureza y radicalidad de las intenciones del celoso, que no tienen nada que ver con la envidia, el agandalle, la competencia, la posesividad, la ganancia y otras virtudes de la sociedad contemporánea. El celoso exige demasiado, pero nada para sí. Es el único mártir que no gana en el cielo sino en el infierno.

Los celos, como todo afecto, duran quince segundos o varios años, pero, como todo afecto, se disuelven, y se terminan de una de dos maneras de tres factibles. Primera: se revienta la sociedad de la pareja, y sólo resta rendirle homenaje a quien apostó a todo o nada, y ya había perdido de antemano. Segunda: se rinde, y la crisis pasa a la mesa de negociaciones, donde se trueca el todo-o-nada por unas medias tintas sin arrebatos ni de amor ni de odio

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sino una rutinita moderada, monótona, ni verde ni rosa ni roja ni negra, sólo pálida pero duradera, que en las sociedades íntimas se llama pareja civilizada y en las sociedades mayores se llama democracia, no del todo desdeñable. Y la tercera manera, que no se da, es que los celos nunca acaban en una segunda luna de miel, que equivaldría a que el primer día sucediera otra vez por vez primera. Habrá otros primeros días, sólo que se dan en otra parte y con alguien distinto, o sea, sólo que ya se trata de otra sociedad.

Así las cosas, una vez que sucede la clásica escena de celos en una sociedad, viene el momento del perdón, pero no hay que confiar en el perdón porque si los celos son el fin del principio, el perdón es el principio del fin.

3.- la Amenaza Cumplida o el Perdón El perdón es un olvido. Por eso la amnistía es como la amnesia: ambas son la falta de memoria. Pero perdonar no significa olvidar algo, sino, sobre todo, olvidar a alguien, y por ello todo el mundo se resiste a perdonar, y mucho mas a ser perdonado. El perdón no sirve para seguir todos juntos como siempre, sino para seguir ya juntos, porque perdonar significa dar por terminada una relación, es decir el fin de una sociedad.

El modelo ideal del perdón se da en las banquetas de las calles, donde a uno lo estorban sin querer y le piden perdón o se disculpan de antemano para preguntar la hora, o pasan entre mucha gente farfullando perdón perdón, y uno perdona inmediatamente, con lo que da por terminada esa relación y con eso ya no tiene uno interés en seguir intercambiando ni palabras ni interrupciones con el susodicho desconocido, y ahí muere y en eso acaba la cosa. Se trata de un perdón genuino y total. Porque uno se olvida del otro como sino hubiera existido jamás. Cuando el perdón no se otorga, y uno opina que “esto no se queda así”, la relación se hace más duradera, y puede tomar forma de tranquiza o de ligue, según las circunstancias. Los automovilistas no perdonan tan fácilmente, y por eso regresan a sus casas cargados de tantas vivencias.

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En cambio, cuando se oyen cantidad de perdones ir y venir y esa sociedad parece que no acaba, como sucede en parejas, familias, amigos, clanes, partidos, comunidades, confesionarios y demás agrupaciones establecidas, donde alguien hace algo contrario a la esencia de la relación, como, por ejemplo, no asistir a las citas o tener credencial de dos partidos, que es cuando se aplican las frases del tipo perdón-no-lo-vuelvo-a-hacer, y de note-preocupes, amigos-como-siempre, y otras disculpas más oficiales y reconciliaciones muy sinceras, ahí en realidad no hay perdón, porque no es para tanto, y porque ninguna de las partes quiere que se deshaga la relación, sino que hay una especie de negociación, de acuerdo de fingir que ahí no pasa nada, y entonces todos estos perdones concesionados por daños menores quedan más en el recuerdo, pero no pasan a formar parte del olvido, se quedan como si fueran facturas o pagarés de poca monta, que no alcanzan para poner una relación en crisis, pero que se pueden ir acumulando, como cochambre, sin que se noten, hasta que, algún día, una suma suficiente e indeterminable de perdoncitos pequeños, de ésos que se pedían en vez de pedir permiso, alcanza a dar la talla de un daño irreparable, por decirlo así, imperdonable, del mismo tamaño que una traición, que es lo que ninguna sociedad puede soportar, porque es un atentado contra sí misma, y producen entonces la más intensa creación de la memoria, que recibe el nombre variable de rencor, ira, odio, rabia, o sed de venganza, situación que no se puede arreglar con un ay-no-lo-vuelvo-a-hacer.

Cuando el daño de una relación o una sociedad ya no tiene remedio, el perdón del ofendido para con el ofensor, de las clases subalternas con las clases dirigentes, de los abnegados con los mandamases, de los celosos con sus perdonavidas, de los locales con los globales, del respetuoso con el desleal, de la gente con el gobierno, de los pacientes con los abusones, o de uno mismo para consigo mismo como en el caso de los remordimientos, parece más bien imposible, más bien imperdonable, toda vez que el culpable no quiere ser perdonado, porque según la regla básica de que el perdonado es olvidado, eso le implica el abandono, o dicho en términos políticos, la pérdida de legitimidad, pero sobre todo porque la victima, el ofendido, tampoco quiere perdonar, porque es la hora de la venganza y tanto coraje no se puede quedar así, porque el odio es para usarlo, y por lo tanto también quiere seguir

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perteneciendo a esa sociedad. Pero el rencor es como autosustentable, y sigue creciendo, y la ira se va haciendo inmensa, y por más venganza que se tome, nunca es la suficiente, hasta que la rabia llega a hacerse tan grande y urgente que amenaza con comérselo a uno mismo, con destruirse uno solo, tragado por su propio odio, amargado pues, y entonces, por puro instinto de conservación, se da cuenta de que la única manera de supervivencia es el perdón, incluso de lo imperdonable el perdón total, el olvido en claro que consiste en dejar de pensar, sentir y ser en función del enemigo, con lo cual el odio se borra, la calma vuelve, empieza el alivio, pero es porque uno ya se ha salido de esa relación, ya se ha ido para siempre de esa sociedad: el otro se hace inexistente, como si nunca se la hubiera conocido jamás. Por eso nadie quiere verdaderamente ser perdonado, porque la venganza definitiva es el perdón: el perdón es la venganza definitiva.

Y en efecto cuando la venganza del perdón se lleva hasta sus últimas consecuencias, entonces la sociedad se revienta y aparece la depresión, más bonitamente denominada melancolía, pero, paradójicamente, si en el perdón estaba el rencor, en la depresión reside la esperanza.

4.- La Melancolía o la Destrucción de la Sociedad La melancolía es la ruptura de una sociedad: eso es lo que pasa cuando a uno lo abandona o se le muere alguien, se queda sin matrimonio o sin trabajo, le entra crisis de la edad a los veinte, cuarenta o sesenta años, pierde a sus amigos o a su patria, su país entra en bancarrota o en dictadura, o cuando, sin que haya ninguna de estas circunstancias ni otra que se le pueda ocurrir, cae en depresión. En todos esos casos, la esferita donde uno se movía con toda seguridad, se truena como burbuja de jabón: es como si a l pez en el agua le revientan la pecera.

Y hoy día, siglo veinte terminal, mientras todos los anuncios de la televisión están preciosos y sonrientes, la melancolía se ha convertido en el humor de moda, el estado de ánimo más apropiado para principiar el siglo, pero como ahora suena indecorosamente anacrónico

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llamarlo “melancolía”, porque esta palabra remite a la cultura y al espíritu, en cambio se emplea el tecnicismo médico de “depresión”, porque encierra el problema en el organismo del individuo y lo reduce a una cuestión de física y química, que se arregla con pastillas. En efecto, los psiquiatras, que son los tecnócratas de la mente, y los psicólogos que son sus secretarios, sutiles como siempre, sólo reconocen la melancolía cuando pueden detectar en el cerebro del paciente la falta de alguna sustancia, por ejemplo, la serotonina. Es cierto, falta, pero ello sólo es prueba de que la cultura es incluso capaz de desaparecer sustancias, porque la melancolía es ante todo un accidente cultural que sobreviene cuando las sociedades pierden significado y las gentes pierden todo, incluyendo una sustancia.

La melancolía es el dolor peor; casi no hay maneras de abusar de las palabras espantosas para ubicarla: si se dijera que se derrumba el mundo, hay que tomarlo en sentido literal: es horrible, cruel, inmisericorde, despiadada, humillante, porque es el dolor de vivir, de tener el cuerpo vivo cuando la realidad se ha muerto; y entonces el alma duele en el cuerpo. En rigor, en la melancolía, no duele algo fácil de señalar y maldecir como la muela o el duodeno, sino algo absoluto e inmenso como el vacío o la nada que se mete tras la piel ocupándolo, de tal manera que ya no caben ahí ni las medicinas, ni las explicaciones, ni la esperanza, ni las ganas de sanarse. Se está alegre por algo, se está triste por algo, y eso se puede arreglar, pero se está melancólico precisamente por “nada”. La melancolía no tiene causas porque surge precisamente cuando se acaban las causas. Es relativamente cómodo cargar con un estómago ulcerado porque cuando menos hay suficiente espacio dentro del cuerpo, pero los melancólicos cargan, en los pocos centímetros cúbicos de su cuerpo, con la destrucción de una sociedad completa que los excede inconmensurablemente. Si pudieran tener ganas de hablar, dirían que cargan con toda la oscuridad adentro, y debe ser cierto, porque en invierno, cuando las noches son más largas, las melancolías aumentan; y también es correcto, porque mientras otros sentimientos son de colores, verde chillón como las envidias o los celos, rojo fuerte como la ira y la venganza, blanco luminoso como el enamoramiento o la creación, la melancolía es negra: melan Kholê en griego, en latín atra bilis: bilis negra.

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A los melancólicos se les rompe la sociedad a la que pertenecían, que no es necesariamente la sociedad mexicana o una sociedad anónima de capital variable. Y es que antes de que los sociólogos se adueñaran de ella, la palabra “sociedad” era un término más cálido, que refería a la reunión de dos o mas gentes que buscaban el acercamiento y la comunicación; Carreño, el del Manual, por ejemplo, llamaba sociedad a los tres o cuatro que se juntan par tomar el té a las cinco, de ahí que todavía se digan cosas como “aparecer en sociedad”; Simmel, el sociólogo de lo extraño, decía que cada vez que se juntan dos personas, se funda una sociedad, con sus propias reglas, metas, y castigos, de ahí que se diga “asociarse”, “socio”, “sociedad de los poetas muertos”. Lo que hace a una sociedad no es la cantidad de gente que aglutina, de modo que hay sociedades de dos, como los matrimonios o parejas, de varios como los grupos de amigos o colegas, de miles como los pueblos, de millones.

Son sociedades, no porque lo diga Carreño, sino por lo siguiente: cada vez que se establece una relación duradera entre dos o más, empiezan a aparecer formas peculiares de hablar como los apodos entre enamorados, modos de comportarse como los mismos gestos para toda una familia, cantidad de sobreentendidos que no hace falta aclarar como lo que sí se debe hacer y lo que no se debe hacer en esa relación, anécdotas que se conservan, ocurrencias y chistes y planes. En suma, se ha creado un mundo propio que tiene sus propios símbolos, lenguajes, creencias, valores, memorias, costumbres, mitos y ceremonias que constituyen esa relación y que sólo tienen significado dentro de ese mundo. Afuera ya no: quien pertenece a él es alguien significante, pero afuera, es insignificante. Eso es una nostalgia de lo irremisible que buscan sociedades perdidas, y por eso actualmente tanta gente quiere retornar a la religión o la esoteria, o lee novelas de caballería o novelas de “damisería” como son las biografías de Miroslava, Tina Modotti o Frida Khalo, lo cual quiere decir que la melancolía es buena temporada para la investigación histórica. La gente compra y se fascina con cualquier objeto que venga con la garantía de haberse perdido para siempre, como son los diseños, los colores, Humphrey Bogart, los vestidos, las películas, la arquitectura de los años cincuenta para atrás, y los encendedores Zippo. Las jóvenes de

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veinte años no se olvidan de James Dean que se murió hace cincuenta. La vanguardia es retro porque la melancolía es nostálgica, y todo es coleccionable porque el futuro ya pasó.

La melancolía es el sufrimiento de cuando se acaban las cosas, y entonces no es casual que se presente los fines de año y los fines de semana, y que se recrudezca a fin de siglo y a fin de milenio. Sin embargo, parece ser que actualmente se están acabando también las razones para vivir en sociedad, como si se estuviera disolviendo el pegamento que la mantiene unida y duradera: los símbolos comunes, las creencias, puntos de referencia, ideas y valores con que se establecían los acuerdos y se hacían los compromisos han perdido su consistencia: por poner el ejemplo de las sociedades de dos: ya no se acepta que el matrimonio deba ser para siempre por lo que invariablemente dura mucho menos que eso: la sociedad está disuelta por anticipado. Ni la religión ni la ciencia ni el progreso funcionan ya como verdades de consenso válidas para todos, de modo que lo que queda es una pluralidad de verdades privadas, y la pluralidad sin consenso equivale a deserción, o como se le dice, individualismo, el cual es la imposibilidad del compromiso: se hace inaceptable el compromiso de vivir en sociedad, sea la sociedad de todos o la de dos. La cultura está incomunicada, en mitad de un mar de e-mails, faxes, antenas parabólicas y teléfonos celulares, y en efecto, nada suena ahora más cursi que hablar de amor o de amistad, y nada suena más ingenuo que hablar de civilidad o de política, que son precisamente, los elementos del acuerdo y el compromiso de vivir en sociedad. Hoy por hoy, el producto de la pareja ya no es un hijo sino dos desubicados, y mientras todos tienen amigos-del-trabajo, amigos-del-gimnasio, amigos-de-los-amigos, nadie tiene amigos; asimismo, la civilidad y otras gentilezas del tacto y la solidaridad son un cuento que contó Tocqueville que ya no sirve ni para pedirle una taza de azúcar al vecino, y la política es bien aquella frivolidad de golpes bajos a la que se dedican individuos tan lerdos y burdos que sólo pueden percibir el bulto del poder. La identidad, que es el amor, la amistad, la civilidad o la política de uno con uno mismo, o sea, la convicción interna de pertenecer a algo o a alguien, carece del material con el cual construirse: uno no es nadie. La realidad tiene menopausia.

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La melancolía es una sociedad extinta, es la infelicidad hasta la pared de enfrente, y según las últimas cifras, es una estadística escandalosa por la cantidad de vctimas, especialmente femeninas, que cobra, hasta 40% en países desarrollados, como si no hubiera nada más posmoderno que ser un depresivo. La generación X.

Pero hasta aquí es solo la mitad de su historia: la otra mitad recibe el nombre de creatividad. Ningún deprimido tendrá ánimos para creer lo que sigue, pero la melancolía es, también, el motor de la sociedad, y todo lo que se piensa y se siente, en suma, todo lo que uno es, está hecho de la sociedad a la que pertenece, de modo que aquello vaporoso que se llama “el sentido de la vida” es, sin duda, la pertenencia a alguna sociedad: a esa pertenencia se le conoce como identidad, amor, amistad, civilidad o política, según el tamaño de la sociedad que se trate; así como el amor es la política de la pareja, la política es el amor de las naciones.

Y todas estas son las sociedades que se rompen, y a quien se le rompe la suya, se le rompe todo, y se rompe él mismo, porque pierde el derecho a tener los ideales, los recuerdos, los puntos de vista de la sociedad que lo expatria. Las palabras y los gestos con que se reconocía dejan de ser suyos, y ya no puede pensar ni sentir. Por eso en la edad media, los desterrados se convertían en hombres-lobo: dejaban, simplemente, de pertenecer a la humanidad.

El exilio interno de nuestros melancólicos contemporáneos se puede notar en que se aíslan, se callan, andan mal vestidos, y es que saben que hablan un idioma que ya no existe y creen cosas que ya no son ciertas. Es un castigo bastante peor que la muerte, por lo que algunos hacen trampa y escogen el menos peor.

Cuando a alguien se le derrumba la sociedad en la que tenia puesta la vida, sea por desamor, peérdida de la juventud, desahucio o fracaso profesional, de repente ya no tiene a quién mirar, a quién decirle, de quien oír. Los melancólicos están vivos en una sociedad que ya no existe, y por eso no les interesa nada, y los puede uno ver moverse por la calle o por la casa

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como si estuvieran perdidos en algún planeta equivocado, suspirando por el mundo que se les escapó. Ciertamente, la melancolía es una nostalgia sin objeto, una cultura, la materia prima de donde se obtienen nuevas ideas, valores, verdades, y conocimientos. Miguel Ángel era dos cosas: un depresivo y el mas grande escultor del renacimiento; los ensayos de Montaigne están escritos a la sombra de una depresión de regular calibre; William James se defendió de su melancolía haciendo la mejor psicología del siglo XX. A la obscuración de la edad Media la sigue el iluminismo de la modernidad. Se entiende por qué la creatividad es melancólica: quien está contento, satisfecho, orgulloso de su vida es por lo común un excelente mediocre. Quien está indignado, iracundo, rabioso, fúrico, es por lo común un ejemplar deshacedor de entuertos, corrector de anomalías. Pero para necesitar haber lo que no tiene caso, por ejemplo sacar cosas de la nada, inventar creencias, construir valores, descubrir ilusiones, pintar fantasías, fundar formas de pensar y de sentir y de hablar para poder comunicarse y tener vínculos que produzcan otra vez el milagro civilizatorio de hacer aparecer una sociedad donde ya no hay nada, con los recursos expresivos del arte, la filosofía, la ciencia, la religión y la vida cotidiana –que es un arte, filosofía, ciencia, religión al mismo tiempo-, se requiere de verdad el desamparo del desencanto melancólico. Para crear hay que carecer. Julia Kristeva dice que la cultura es un acto melancólico. Para darse una idea, basta imaginarse a los compositores de boleros.

El sufrimiento melancólico, el hecho de haber perdido una sociedad es tan intenso sobre todo porque es inexplicable: el deprimido no tiene palabras ni puntos de vista para interpretarlo y comprenderlo; por eso el sitio en el que se encuentra es la negrura y la oscuridad: en efecto, en el vocabulario común y corriente, lo negro y lo oscuro se asocia con lo desconocido. Lo que le ha sucedido al melancólico es que se ha adentrado en esa letra incógnita. Sin embargo, cuando logra permanecer allí sin deshacerse, abnegado y resignado, empieza a poder distinguir las formas y los matices de que se compone esa oscuridad: puede, como quien dice, comprender su melancolía, y eso equivale automáticamente a regresar de ella, resucitado, y capacitado para describir los sentimientos, las razones y las novedades, e incluso las bellezas, que había allá en ese fondo. De la melancolía se regresa

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más sabio, más fuerte, más humilde y más creativo: el melancólico conoce lo desconocido, porque estuvo allá.

En el vocabulario común, lo blanco y luminoso se asocia son la creación, la invención, el amor y el descubrimiento, como cuando se saca algo a la “luz”, se echa “luz” sobre el asunto, se “ilustra”, le queda “claro”, y a uno se le “ilumina” la cara, y empiezan a ocurrir las ideas y los proyectos, como sucede con los propósitos de año nuevo que le siguen inmediatamente a la languidez del año pasado. La producción cultural, tanto alta como cotidiana, puesta en libros, películas, formas de vestirse, sonrisas, teorías, canciones, cartas, conversaciones, chistes, juego, recetas de cocina y ganas de vivir, son el resultado del trance melancólico, y son los modos en que se van tramando, entretejiendo los vínculos, nexos, lazos de las nuevas fundaciones de nuevas sociedades. Para hacer nuevas amistades o grupos informales, para pactar nuevos estilos de civilidad, y renovar las instituciones políticas, hay que saber qué es lo que se siente no tener una sociedad en la cual estar vivo.

A toda nueva sociedad le precede un estado de desamparo; por eso dice Alberoni que para enamorarse, que es fundar una sociedad de dos, hay que estar un poco deprimido, como los adolescentes, que tanto les da por deprimirse y enamorarse. Lo bonito de la vida se hace con lo feo. Todo enamoramiento proviene de una melancolía; después de la soledad enorme se aparece, como por encanto, la multitud de dos, que es con la que comenzaba la sociedad y con la que comenzaba este texto.

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