LOSING MY RELIGION “Vamos Antonio, salimos en diez minutos”. Despierto pesadamente, confuso. ¿Dónde está el escenario? ¿Salimos adónde, Enrique? Sólo veo torsos que van y vienen, pasan por delante de mí, pero no soy capaz de verlos, salvo el tramo entre mitad de cintura y el principio del pecho. Noto una extraña incapacidad para moverme y me quedo varado en el banco de metal, mientras veo pasar estos torsos que ni me miran ni se detienen. Enseguida, quizá en menos de treinta segundos, me doy cuenta del lugar en el que he despertado: la estación de Atocha, más concretamente su jardín tropical. Caigo en la cuenta de que es así porque reconozco las palmeras y el cálido ambiente de la estancia sacude mi rostro inmóvil, inexpresivo, dotado de una exquisita mortandad que ni yo consigo asumir. Los torsos siguen desfilando y justo delante de mí reconozco la chupa tejana de Enrique, parcheada como ninguna otra en la escena. Veo como sus brazos están en la posición clásica de “manos en los bolsillos y a esperar”, como siempre se refiere a ella mi amigo. Sé que es él por su postura, inconfundible, aunque no alcanzo a ver su cara. Seguro que frunce el ceño mirando la pantalla amarilla y negra de los horarios. “Va, ocho minutos, tío”, se vuelve su figura. Aún me da tiempo a preguntarme, tras ver otro par de torsos caminantes, si la sensación de parálisis vendrá dada por el repentino despertar o será que he tomado algo y no lo recuerdo. Torsos, torsos y torsos, tan sólo alcanzo a ver las caras de los que se encuentran lejos. De repente una niña, no más de seis años, se coloca delante de mí, me señala y ríe divertida. Debe de hacerle gracia que un tío mayor tenga esta postura sobre el banco. Me divierten sus dos pequeñas coletas. Me recuerda a Lucía cuando era pequeña. Le guiño un ojo y, esta vez, ríe con una pequeña carcajada algo sonora. Tengo que levantarme y, aunque me cuesta, me pongo de pie y golpeo fraternalmente la espalda de Enrique. “¡Vamos, que se nos va!”, me apremia. A modo de saludo me coloca la guitarra en el hombro y patalea mi culo de forma amistosa. Después, echa a andar. Cabrón, qué sueño tengo… Respiro con la profundidad de una última bocanada. Por fin puedo ver rostros nítidos encima de aquellos torsos, empezaba a asustarme, aunque he de reconocer que aún me

siento un tanto atolondrado. Me paro en mitad de la sala enorme y giro para contemplarla en una panorámica natural. Siempre ha sido uno de los lugares más atractivos para mí en esta ciudad. Giro despacio, trescientos sesenta grados. Viajeros descansan, entran, salen; una familia camina plácidamente, mientras el padre le muestra al hijo la cantidad de tortugas que viven en la charca, los vagabundos están sentados en los bancos vacíos, una multitud de viajeros de diario corre para no perder su tren y su tiempo, inconscientes de que su destino es el mismo que el de los que deciden no correr… Esto es Atocha pura, así existe Madrid. Enrique tiene los pasajes. Es jueves, putos jueves, como odio este maldito día. Siempre cogiendo el tren o el avión, o lo que es peor, viajando en la furgoneta a alguna ciudad en la que nos toca dar el concierto de turno. Cada vez estoy menos motivado con esto de la música. Más rutina para el cuerpo. Guitarra al hombro, descargar en el garito en cuestión, montar el escenario, pruebas de sonido. La voz de Enrique probando los micrófonos: “Sí, no, unodós, unodós, probando, probando…” Qué puto asco. Y siempre detrás viene la mía, que se notará cansada desde fuera. Y cada día veo menos a mi hija y a Marina. Eso es lo peor de todo. Enrique le entrega los pasajes al señor que se encuentra en la taquilla, que nos indica la dársena en la que se encuentra nuestro gusano. Lo veo a lo lejos, blanco. En la cabeza, enorme, un letrero eléctrico verde que pone Sevilla. Sí, allí estaremos dentro de un par de horas, tal vez un poco más, en la ciudad del Guadalquivir. Y allí nos vendrá a recoger Julio, el encargado de llevarnos al bar en el que tocaremos. Dejaremos allí nuestros instrumentos guardados e iremos a buscar un sitio para comer y volver enseguida a prepararlo todo. A las diez y media de la noche, más o menos, Enrique empezará a rasguear los acordes de Quiero volver a tu cama otra vez, con los que empezaremos a tocar. Montamos en el tren. Tenemos asientos que van en contra dirección con el vagón. Es decir, avanzamos de espaldas al destino. Quizás sea una señal. De espaldas al futuro, como nuestro penúltimo disco. ¡Hay que joderse, qué irónica es la vida! Me dedico a observar nuestro alrededor, me distrae hacerlo. Como siempre llevo mi libreta con el bolígrafo que me regaló mi abuelo poco antes de morir. Decía que siempre lo llevaba encima, y que incluso en una baza, en plena guerra, un proyectil se estrelló contra él y éste, guardado en el bolsillo de su camisa le salvó la vida. De esa manera explicaba la profunda abolladura, rodeada de una quemazón oscura, que se veía en el centro del

bolígrafo. Nunca llegué a saber si aquella historia era cierta, pero lo que sí era verdad es que había terminado por cogerle un cariño especial a aquel instrumento y siempre lo cargaba junto a mi libreta. Saco los dos utensilios y los dejo a mano, por si acaso me veo necesitado de escribir cualquier cosa que ocurra en el trayecto Madrid-Sevilla, de poco más de dos horas. Dejamos las guitarras en la parte de arriba de los asientos, en el compartimento especial del que disponen estos trenes para ese cometido, y nos relajamos en el butacón azul. Enseguida veo que Enrique saca sus cascos y su aparato de reproducción. Me dice lo clásico: “Voy a ponerme la música, si quieres algo dame un poco en el brazo”. Al minuto de colocarse los auriculares, se quita uno y se incorpora: “¿Quieres un casco o algo?”. Niego con la cabeza y sonrío. Siempre la misma conversación, pero qué le voy a decir. Creo que es más que mi mejor amigo, no concibo la vida sin su compañía, aunque a veces lo deteste como a nadie y necesite oxigenarme. Cosas de hermanos. Bueno, ahora es como si fuese solo. Enrique con los ojos cerrados, y el resto del pasaje ajeno a la vida de cada uno de los que les acompañarán durante estas dos horas y media. Magnífico. Me dedicaré a observar. Al fondo del vagón viaja un matrimonio joven que parece no lleven mucho tiempo casados. De hecho sé que es un matrimonio porque brillan sus anillos entrelazados. El chico le coge a ella de la mano y mientras hablan, le acaricia suavemente la parte posterior de esta. El vagón en el que viajamos no es demasiado grande, por lo que todo lo que pasa alrededor se puede vislumbrar con cierta claridad. Incluso si me apeteciese podría poner el oído a las conversaciones, pero me dan rigurosamente igual todas ellas. No me importa nada de lo que pasa en ese tren, sólo quiero llegar a Sevilla, dar el concierto, ni siquiera dar un buen concierto, eso ya me está empezando a dar igual, dar el concierto y volver a Madrid para ver a la niña. Después de tantos años en esto de la música, de tantos viajes, de tocar en sitios en los que ni me imaginaba, por malos y por buenos, de actuar en antros de mala muerte y pocos años después llenar la plaza de toros de mi ciudad junto a otro montón de artistas… Después de todo esto, creo que me va llegando la hora de morir. No sé si de morir artísticamente o de morir de verdad. No es la primera vez que he tenido esta sensación, pero sí la ocasión en que más fuerte se ha manifestado. Tampoco es la

primera vez que he sentido la muerte cerca, de ningún modo. La puta de la heroína me ha dejado claro varias veces que no podía jugar una batalla eterna con ella. Menos mal que al final, gracias a Enrique, a Marina y, a veces, a la música, conseguí darle por completo la espalda. Aunque gracias a ella me quedé con este aspecto tísico y decrépito. Pero lo cierto es que en la etapa en la que todavía me metía ni siquiera pensaba cada noche. Cada una se me antojaba eterna y sin final, o lo que es peor, con un final oscuro. Pero me daba lo mismo. Subía a los escenarios y daba la sensación de que no podría levantar ni siquiera la guitarra. Era una proyección de hombre que moría un poco cada minuto. Menos mal que conseguí dejar ese maldito mundo y a esa maldita zorra. El traqueteo del tren hace que los ojos empiecen a tambalearme en sus cuencas. Siempre me pasa esto con los trenes, que me adormilan. Creo que es el medio de transporte que más me gusta por eso: no me pongo nervioso como en los aviones, su traqueteo me produce cierta relajación, los butacones no son demasiado incómodos y, además, puedo ver la ciudad o el paisaje al otro lado del cristal de las ventanas. Eso no tiene precio. Podría decir que he visto toda España a través de ellos en tantos y tantos desplazamientos. Creo que Enrique ya está dormido. No suele durar nunca más de diez minutos con los cascos puestos en el tren. Se relaja aún más que yo, y me hace bastante gracia. Más de una vez he conseguido retratarle mientras dormía en el viaje y luego nos hemos reído mucho en las cenas con el equipo. Qué pena que no llevemos equipo hoy. Aunque si el concierto va a ser acústico es bastante natural. Pero así nos habríamos tomado unas cañas antes de salir al concierto o en las horas en las que deambularemos por Sevilla entre la comida y las pruebas de directo. Aún así, Enrique y yo nos las tomaremos, pero no es lo mismo. Siempre cuando hay más gente en grupo surgen más conversaciones. Es todo más animoso que entre dos, por mucho que nos complementemos. La chica y el chico se han recostado en la ventana de su lado y parece que ambos miran el paisaje. Él sigue pasando los brazos por encima de su hombro y ella acaricia su abdomen, cariñosa. Me encantaría estar ahora con Marina. Siempre que veo algún matrimonio o alguna pareja en esa situación me acuerdo de cuando nosotros empezábamos a salir y estábamos igual. Aunque la verdad es que ahora también nos ocurre a veces. Debe ser gracioso verlo desde fuera. Dos cuarentones queriéndose como

quinceañeros. En mi vida todo ha sido siempre así, creo que he hecho las cosas que debía hacer, pero a menudo me han ido surgiendo a destiempo, sin perseguir el orden lógico de los acontecimientos. Justo en los asientos de delante van sentados una pareja de abuelos, posiblemente sea también otro matrimonio, y llevan con ellos a una niña muy pequeña, de no más de seis años, que juega con algo que no alcanzo a distinguir desde mi posición. La niña está de espaldas, ensimismada en aquello que tiene entre manos. Su postura es divertida. Ahora que lo pienso, justo cuando me he fijado en las dos coletas que lleva en el pelo, creo que es esa niña que me ha visto antes cuando estaba tirado en la estación y se ha reído. No estoy completamente seguro, pero apostaría un riñón a que lo es. De repente hay un traqueteo más fuerte de lo normal, una especie de turbulencia ferroviaria, y la niña se gira, buscando el origen de ese movimiento que le ha tirado el juguete al suelo del pasillo. Sí, es ella, es la misma niña de antes. Y cuando le recojo el juguete del suelo y se lo devuelvo me doy cuenta de que, efectivamente, es muy parecida a Lucía. ¡Cómo me gustaría estar con ella ahora y no estar viajando en este maldito tren! A Lucía también le encanta jugar con esos pequeños muñecos, de nombre impronunciable, con los que está jugando esta pequeña. Lo he reconocido al cogerlo por su inconfundible color rosado. Pero no recuerdo cuál es el nombre, siempre lo pronuncia ella cuando paramos a comprarlo en el quiosco de prensa que hay al lado de nuestra casa. El zarandeo del vagón ha despertado a Enrique, que se incorpora y se queda mirando a la chiquilla. “Es igualita que Lucía, hermano”, me dice como si yo no me hubiese dado cuenta ya. Le sonrío y vuelve a recostarse en la misma posición de antes, pegado a la ventana. Hay un señor delante de nosotros que viaja solo, con un portátil abierto, y muy trajeado. Posiblemente, pienso, vaya y vuelva en el día a Sevilla para realizar cualquier gestión rápida, porque no parece que lleve demasiado equipaje, ni nada más importante que su ordenador personal en aquel tren. Siempre me ha sorprendido mucho la vida ejecutiva, siempre de arriba a abajo, con el ordenador a cuestas, y pasando la vida entre trenes, coches oscuros y oficinas. No me gustaría dedicarme a eso. Creo que odio los ejecutivos. O más que los ejecutivos, la vida que llevan. ¿Pero qué coño? ¿Acaso odio algo por encima de mi vida, en los últimos meses? No soy capaz de encontrarme feliz con lo que hago. Y lo peor es que, mientras lo estoy

haciendo, mientras trabajo, solamente pienso en terminar con mi labor y marcharme. Ya ni siquiera disfruto en el escenario. Por eso últimamente creo que es el momento de concluir. Aunque me echa para atrás el no habérselo dicho aún a Enrique. Sé con certeza que su vida gira en torno a la música y sería un chasco para él tener que dejarla repentinamente. Posiblemente se dedicaría a su carrera en solitario, sí, pero yo sé que para él ya no sería lo mismo. Al fin y al cabo hacemos esto juntos desde hace muchos años. Hemos crecido, prácticamente, haciéndolo. Hemos tocado en los peores antros, hemos actuado en las putas Ventas a rebosar y junto a grandes maestros de la música y cantautores dotados del genio especial del que sólo unos pocos gozan. Nuestra carrera musical en grupo ha sido increíble, repleta de éxitos y fracasos, pero sobre todo conjunta, como un grupo, como dos hermanos. Y si ahora le digo que, de repente, desde hace unos meses, ya no me llena tanto y quiero dedicarme a mi familia, que prefiero irme estando en la cresta y no decaer para retirarme luego convertido en pura mierda. Joder, es que odio este tipo de conversaciones, pero es así. Si no se hacen las cosas a tiempo, la oportunidad de hacerlas de esa misma forma no nos vuelve nunca más. Se esfuma para siempre. Y a mí todo eso de la música no me interesa de la misma forma que antes. Me sigue encantando tocar la guitarra, y cantar, y componer, pero de un tiempo a esta parte prefiero hacerlo para mí, como algo que me libere de todo lo que he vivido y de todo lo que pasa por mi cabeza, que se llena de mierda con facilidad. Ya no me causa la misma sensación subir a un escenario, mirar al público, y ver un montón de personas coreando nuestros estribillos; me sigue encantando, pero no es lo mismo. Ya no me siento nervioso antes de coger un tren a Sevilla para tocar en una sala de conciertos. No, ahora me siento asqueado por tenerme que marchar de casa. Antes todo este circo era mi religión, pero la estoy empezando a perder. Ya no soy el mismo creyente que fui en los primeros tiempos. Me acaba de venir a la cabeza una canción, que posiblemente podría englobar en mi lista de las diez mejores canciones de todos los tiempos. El título lo dice todo: Losing my religion. Sus primeros acordes empiezan a sonar en mi cabeza, acompañados de la sonata en do menor que provoca el roce de las vías con el metal de las ruedas del ferrocarril. Es una canción de amor y desamor. Pero me doy cuenta repasando cada frase de que yo podría dedicársela a la música. Al fin y al cabo ella para mí ha sido como el amor de mi vida. Siempre me ha acompañado en todo lo que he

hecho. Yo he sido música, he respirado música, he vivido música. Pero ya no siento lo mismo que antes. He cambiado. Ya no quiero todo eso. En este momento lo que quiero es tocar en casa, componer para mí, cantar con los amigos; la vida de los directos está agonizando ya para mí. Tendré que decírselo a Enrique. “Espero que lo entiendas amigo”, le digo casi en un susurro, aunque sigue dormido con su música pegada a la oreja. Con el paso del tiempo, todo, absolutamente todo, aunque al principio nos pareciese extremadamente novedoso e inagotable, se agota. No hay pilas que soporten una energía perpetua, una actividad sin final. Con esto pasa igual. Al final tu guitarra se convierte en una rutina más, como el trabajo de alguien que sale cada mañana a barrer las calles y se pone tu música en los auriculares para hacer más agradable el paseo que da todas las mañanas con la escoba en la mano, depositando la mierda que tú has echado a la calle en ese carrito que lleva dos cubos grises y un par de escobas y recogedores. Es así. No hay nadie que consiga evitarlo. Y por mucho que veas artistas en la televisión que parecen felices, todos al final acaban por cansarse de cantar ante miles de personas. El concierto acaba por ser una odiosa sensación, en la que te sientes tremendamente observado por una multitud de locos, y de la que, posteriormente, alguien que se hace llamar crítico musical y no tiene ni puta idea acabará por decir lo que has hecho bien, que será poco, y lo que has hecho mal, que se convertirá en lo destacable de la noche. Me encantaría cambiar, innovar, hacer otras cosas. ¿Qué pasaría si tocásemos un directo en este vagón? Todo se convertiría en algo inédito, más íntimo. Convertiríamos el concierto en algo que realmente sí que sería único. Una veintena de personas, como mucho, se concentrarían para escucharte cantar, e incluso se podría dialogar con ellos. Me encantaría montar un concierto en el vagón. Sólo para que la niña que antes me sonrío en Atocha volviese a hacerlo ahora, cuando terminase una de nuestras canciones y le volviese a guiñar un ojo. Un show para que ese matrimonio joven recordase siempre que en un viaje entre Madrid y Sevilla, nuestro grupo actuó en el tren. O para que ese ejecutivo que no despega la mirada de la pantalla de su computadora le contase a su mujer cuando llegase esta noche a casa, si es que era verdad que iba y volvía en el día, que nosotros cantamos en mitad del viaje, y que en uno de los movimientos típicos del tren a Enrique se le cayó la púa en mitad del pasillo, y yo me tambaleé y parecía que iba a caerme de manera rotunda. Eso sí sería especial. La música volvería a ser distinta,

volvería a ser interesante y merecería la pena. Aunque suene a tópico, la música, por fin, se convertiría en un viaje. Me traería a Lucía a uno de esos conciertos para que escuchase algo diferente. Siempre me dice que quiere venir a vernos. Y a Enrique también: “Tío Enrique”, con su voz dulcificada, “¿cuándo me vas a llevar a veros cantar?”. Es tan gracioso ese hilo de voz con el que pregunta las cosas. A veces me da la sensación de que me pierdo muchas cosas cada vez que salgo de casa. La primera vez que dijo mamá no estaba, no pude escuchar su primera palabra. Ni estaba la tarde en que se salió por primera vez de la cuna. En cambio sí que estaba la primera vez que caminó, cogiendo mis dedos con sus manitas. ¡Qué pequeñita ha llegado a ser! Y ahora cada vez la siento más grande… No quiero perderme ningún paso más. Definitivamente, creo que voy a terminar con esto. Hablaré con Enrique pronto y todo acabará, supongo que lo entenderá. El traqueteo del tren está acompasando mi reflexión. Creo que lo he naturalizado de tal manera que se me hará difícil bajar del vagón en Sevilla y no seguir escuchándolo y sintiéndolo como algo inherente a mi pensamiento. Es como si mi digresión fuese fruto único del chirriar y la fricción de los raíles contra las ruedas de acero oxidado del tren. Adoro este transporte, y definitivamente sí, es el único que me permite el pensamiento. En el coche no puedo despistarme ni un segundo, dependo de mí, otros dependen de mí; en el avión estoy tan acojonado que ni el pensamiento me fluye en condiciones; en cambio el tren… Cuando hable con Enrique le diré que quiero grabar una última canción, el poema de Manolo Chinato que siempre quise versionar. Viento. Me parece una gran despedida. Llamaré en cuanto pueda a Manolo para que me dé permiso, incluso para que venga si quiere a grabarlo con nosotros. Y creo que también llamaré a Vega y a Róbel, por si quieren grabarla con nosotros. Creo que es lo último que me apetece hacer. Ese poema me encantó desde siempre. Y nunca me quité esa idea de versionarlo de la cabeza. “Déjame ir contigo rebelde y risueño. Déjame ir contigo, libre como el viento. Déjame ir contigo que en ti están mis sueños. Déjame ir contigo... o se irá mi sueño.”. Qué preciosidad. Sí, creo que va a ser lo mejor. Al fin y al cabo todo acaba por ser viento. Espero que los dos vengan a grabarla y podamos montar una buena despedida. Me da pena por Enrique, aunque alguna vez él también ha comentado que cada vez se cansa más de todo esto. Ya veremos.

Una chica adolescente que lleva desde que hemos entrado al tren sentada a nuestro lado, en el compartimento de la izquierda, me está mirando descaradamente. Temo que me haya reconocido. No me gusta especialmente que me reconozcan en la calle. Voy a tratar de dormir. Cerraré fuerte los ojos, me agobia su mirada incesante. Quizás cuando despierte ya estemos en Sevilla, tal vez cuando despierte todo haya terminado. Tendré que concluirlo en sueños, pero está claro que debo hablar de todo esto con Enrique. Y decirle que creo que estoy perdiendo la que era mi religión. Tengo sueño, este asiento es muy cómodo… Jesús Villaverde Sánchez, “Txetxu”, 9 de mayo de 2010.

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