Mido mi cuarta y me paro en ella

Amalia Lú Posso Figueroa

Mido mi cuarta y me paro en ella. Así decía Beznaida Sumía, cada vez que alguien quería armarle un alboroto por cualquier cosa. Generalmente los alborotos eran por algún o algunos hombres que ella tomaba a su libre albedrío, sin andar preguntando si tenían o no la picha comprometida.

Y cuando el alboroto amenazaba en convertirse en glosa pasiada, Beznaida movía su narga, se encorrinchaba la angarilla, se sacaba de la boca el pite de tabaco mojado en saliva, y con la mano entabacada alargaba con más palabras lo ya dicho: mido mi cuarta, me paro en ella, y hago lo que yo menestre, con quién a yo se me dé la gana, porque ese es mi sentido, para mantener a toditicos los hombres ganosos y descontrolados, para qué, óigase bien, ellos se empleen a fondo con yo, sin dejarme vacío ningún recoveco, para yo poder saber si se hizo justicia a mis condiciones de escogencia.

Y que se vayan quedando muy quietecitas y en su puesto, toditicas las mujeres que vayan llegando a ripostar.

Yo no tengo la culpa de que los hombres sean todos como animales, que van llegando mismamente cuando otean calor y se les encabrita la arrechera, y se les blanquean los ojos, y ay díos mío, me voy a poner yo a cavilar, para darles ganancia. ¡No señor, eso sí que no!, yo los recibo calladita, sin preguntar, porque la preguntadera de las mujeres lo único que hace es encabritar a los animales que los hombres son, y al animal que tienen colgando entre las piernas, y que no cuelga más cuando el olor achereca los enloquece.

Y como son animales, vea vé, los cambios de luna los desquician y los sacan de su cuarta, igualitico que a los otros animales.

Por eso Beznaida Sumía daba fe de que la luna es hombre. Mire usté, decía a cada momento, el luna sale siempre de noche, se encorcovea para alumbrar poquito y para ser llavería de toditicos los pasos que siguen los hombres para alebrestar a la mujer, y cuando el luna se agranda o se pone chiquitico, todos esos cambios le alborotan el sentido a toditicos los machos: se ganosean, tiemblan, caminan pa’arriba, pa’abajo, se revuelcan, se desasosiegan, les da un yo no sé qué y un yo tengo gana que los pone mustios, con una acezadera de resoplido, sudor, mirada fija, boca seca y meneo restregador. Quedan desaconductados, llevados del luna y esclavos de la sol.

La sol, en cambio, sale de día a mostrar su contoneo, vestida de tela de espejo, con su calor brillando como el oro en la batea, y dejándose ver bien para que todo mundo desee su abrazo cosquilloso resbalando por toda la piel.

Beznaida Sumía se había vuelto lisa con todos los hombres, ahora de negra vieja. Se había vuelto gorda, tetona y nalgona; sus mejillas crecían y seguían creciendo hasta tapar casi completamente sus ojos y su boca, taparon todo menos sus orejas, que se veían como pescado grande saliendo del río, para abotarse en las piedras de la playa, que era lo que semejaba su pelo quieto, chirringuitico y agrupado en pedacitos que ya no daban ni para hacerle trencitas.

Beznaida Sumía era generosa en carnes y en arrechera, porque la gordura llenó todo todo menos los labios de su choné, que seguía siempre dispuesto a abrirse, para succionar a todos los animales que tenían los hombres, todos los hombres, dormitando entre las piernas hasta que se agrandaban para empezar su apretuje hasta el fondo, primero mansamente, y después, siempre después, salvajemente.

Y es que a Beznaida se le agrandó todo, todo menos el choné y el corazón, desde que se enserió, hacía ya tiempo, con un blanco en Saparraidó, donde ella vivía desde pelaíta.

El hombre llamaba Decio Élido Ibargüen y todo el tiempo no hacía otra cosa que darle incógnitas a Beznaida. Nunca dejó que ella lo viera cuando salía la sol, y esa era la más grande de las incógnitas.

Al principio nunca abrió la boca cuando la besó, nunca metió sus dedos entre los dedos suyos de ella; Beznaida recordaba que Decio Élido tenía unas manos raras, como completas, que le recorrían la piel como si fueran una sola cosa, eran unas manos que se sentían compactas, como la masa del pan cuando está ya, listica para entrar al horno, eran unas manos sin meneo suelto, unas manos que no estaban hechas para jugar recotín, tín, tín, cuchillito y navajita, cuáantos dedos tengo aquí, porque se adivinaba fácil que era un sólo y grueso dedo.

Además el hombre blanco no tenía hueco en la chucha; y en la nuca, al purito principio de la espalda, tenía la piel como si la tortuga, el sapo o la culebra, le hubieran prestado un pedazo, para acomodarse ahí, ahí mismitico.

Tenía la cabeza grandota y como en forma de huevo, no tenía pelo ni en la cabeza ni en las cejas, y claro, no tenía pestañas; pelo en las mejillas tampoco tenía, o lo que era igual, no tenía barba.

Los ojos se adivinaban saltones y nunca ella se los palpó cerrados, estaban siempre abiertos, las orejas eran chiquiticas y no tenían ni pliegues ni hueco, y le llegaban hasta la cumbamba. El pecho era enjuto y también sin pelo, los brazos cortiquiticos y también sin pelo, las nalgas no tenían raya, y las piernas eran corticas también, y también sin pelo, y con un bamboleo al caminar que evidenciaba que una debía ser más corta que la otra.

Los pies eran grandes, con los dedos grandes, y los pies sí tenían pelo, como también tenía pelo, pero pelo como musgo, la base de la picha. La picha era grande, y como torcida aun estando dormida; y más grande y más torcida cuando se le entiesaba, y él hacía que ella, Beznaida, la agarrara con las dos manos, o se la metiera entera en la boca para chuparla, y lo que más le gustaba a Decio el Élido, era metérsela, así tiesa y parada en el hueco de su axila suya de ella, de su chucha olorosa a chucha de negra, de negra-negra, para poner esa su picha a meniar y remeniar dentro de la piel y los huecos de Beznaida.

Beznaida no había probado macho blanco antes de Decio Élido, y entonces pensó que esa forma de arrechar y de pichar y todas esas cosas raras que él tenía en el cuerpo, no debían

ser otra cosa que la mismitica diferencia que siempre se dijo tenían los blancos de los negros, para pichar.

Pero a ella, Beznaida Sumía, le parecía muy extraño que el hombre blanco sólo aparecía cuando salía el luna, y para pichar, sólo para pichar, le parecía raro que él no conversara mucho, casi nada; nunca le contaba cosas, sólo se pegaba a su piel de ella, para irse resbalando quedito, muy quedito.

Cuando el luna empezaba a cambiar de tamaño, Decio el Élido acezaba como marrano en celo, no podía quedarse quieto y al mismo tiempo que empezaba a sobar a Beznaida con su mano completa, la lamía toditica con esa su lengua carrasposa y gruesa que tenía una hendidura en la mitad, lo que hacía que más que una sola lengua pareciera una lengua con muchas lenguas, como con brazos de pulpo.

Después, él se arqueaba de lado y ponía entre sus brazos suyos de ella, debajo del codo, y entre sus piernas suyas de ella, debajo de la rodilla, el pedazo de piel carrasposo, de tortuga, de sapo o de culebra, que él tenía en la desembocadura de su cabeza, es decir en el comienzo de su espalda. Beznaida nunca había sido tocada así, ninguno de los hombres que se le encaramaron, de frente, de espalda y de lado, la habían ni siquiera rozado con una piel así. Maunífica ánimas mea.

¿Qué será lo que tiene este blanco, que manosea distinto, con las manos que parecen una sola mano, con la picha grande y torcida y con todo el cuerpo, que es como viscoso y tan desaconductado? A veces, muchas veces, casi todas las veces, Decio ponía la rodilla de ella, de Beznaida, en su axila plana, en su chucha sin hueco y sin olor, como de blanco, y hacía que ella meniara su rodilla, restregándosela en la tela de la chucha, con mucho apurón.

Él, Decio Élido, resoplaba como burro y se revolcaba como cocodrilo en pantano, mientras los ojos se le brotaban cada vez más, como queriendo salirse de los huecos de su cara. El luna lo volvía, no como animal, sino como muchos animales juntos, que hacían que Beznaida Sumía sintiera al tiempo mucho miedo y mucha más ganosidad; ganosidad y miedo, sobre todo cuando el Élido le mordía todo el cuerpo con un ejército de dientes que

nunca pudo ella contar, porque siempre él, el Decio, el Élido, le negó a su lengua suya de ella esa posibilidá.

El hombre blanco pichaba medio ñangado, pues tenía la picha torcida pero no floja, y ella, Beznaida, volvió a pensar que a ella nunca naides se la había pichado así; pero su piel se encabritaba con un goce, ese sí máximo, que ya se le estaba volviendo vicio. Nunca le vio la picha al hombre blanco, sólo se la había probado y se la había sentido, grande y torcida, torcida como para hacerle daño, entrando y saliendo como una culebra mapaná, mientras la ahogaba con ese su pecho frío y sin pelo, como barriga de sapo; y fría como sapo era la leche que parecía de sapo y que la inundaba hasta la raíz, cada vez que Decio el Élido se estertoreaba.

Y siguieron las pichadas, siempre con el luna de cómplice y compañero cómplice, las pichadas así como de culebra, como de tortuga, como de sapo, como de tiburón por el ejército de dientes; hasta que un día en que caía un aguacero como de troncos, una mujer de la vida le dio a Beznaida Sumía una puñiza, pues según voceó ella, la puta, la mujer de la vida, Decio Élido era su hombre.

Él le había hecho un hijo y no había vuelto a horadar su chereca ni a mordisquear sus tetas con ese su ejército de dientes; ni a rellenar su chucha ni a arquear sus rodillas y sus codos, ni a revolcar su nuca de tortuga, sapo o culebra, debajo y contra su piel, ni mucho menos a espasmear montado en ella, para botarle la leche fría, húmeda, bastante, que lo dejaba desgonzado, convulsivo y babeante, y a ella igual, pero descontrolada, por la inentendencia de esa pichada latigante, casi de frío humeante, totalmente encoñante y borboritante. Ella, la puta, la mujer de la vida, nunca antes se había pichado a un blanco, y nunca se había imaginado que los blancos picharan como Decio, el Élido, el blanco.

Él, Decio, el Élido, el blanco, nunca volvió adonde ella, adonde la puta, desde el mismísimo día en que se amañó con Beznaida Sumía, desde que probó y se derramó dentro de Beznaida, la Sumía. La puta, la mujer de la vida, le gritaba a Beznaida que si ella le había sentido a Decio la doble hilera de dientes; que si le había visto las manos como de pato; la axila de chimbilá; la nuca de tortuga, sapo o culebra; y que si le había visto pol dió, la picha torcida.

Beznaida se asustó, se enmiedó mucho, nunca había pensado que lo que el hombre blanco le restregaba pudiera parecerse a lo que la puta, la mujer de la vida, gritaba; porque él, el blanco, el Decio, el Élido, nunca le permitió mirarlo con la luz de la sol, sólo sentirlo piel con piel, con la complicidad y la tenue luz del luna.

Beznaida nunca pudo comprobar si era verdá o mentira lo que voceó la puta, la mujer de la vida, porque el hombre blanco, el Decio, el Élido, desapareció, dejando a Beznaida sola, solitica. Hasta que un día ella decidió recibir el animal de todos los hombres, negros, blancos, negriblancos, y pálidos como los indios, cada noche que salía el luna; sin mirar, sin preguntar, acezando sin parar y esperando siempre los besos con mordiscos de la doble hilera de dientes, las manos fuertes y completas como de pato, pero con más fuerza que las de los patos, el cosquilleo y la raspadura del pedazo de piel de tortuga, sapo o culebra, la axila convexa presta a recibir la picha torcida y gruesa, arrecha por entrar y remeniar, y la leche gruesa, caliente y rauda del hombre, Élido, que un día la dejó, desapareciendo para siempre, con la complicidad de la noche y del luna, para que ella, Beznaida, la Sumía, continuara midiendo su cuarta sin pararse en ella, sin la complicidad de el luna, y sin ninguna gana de volver a brillar, como la sol.

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