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Para todas las chicas con la cabeza en las nubes.

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Eres el Héroe de tu propia historia. Joseph Campbell

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LA PRIMERA VEZ que me acosté con Poppy, lloré. Los dos teníamos dieciséis años y yo había estado enamorado de ella desde niño, desde la época en que todavía leía historietas de monstruos y dedicaba demasiado tiempo a practicar trucos de prestidigitación porque quería ser mago. La gente dice que no se puede sentir amor verdadero a esa edad, pero yo lo sentí, por Poppy. Era la chica que vivía en la casa de al lado, que se caía de la bicicleta y se reía de sus rodillas ensangrentadas. Era la heroína del vecindario, la que organizaba juegos como “Quemen a la bruja” y lograba que todos participaran. Era la reina de la escuela secundaria que, un día, se estiró hacia adelante durante la clase de Matemáticas, aferró el abundante cabello rubio platino de Holly Trueblood y se lo cortó al ras mientras ella no cesaba de gritar. Todo porque alguien había dicho que el pelo de Holly era más bonito que el de ella. Esa era Poppy. Después de que nos acostamos, comencé a llorar. Solo un poquito, solo porque mi corazón estaba a punto de explotar, solo un par de lagrimitas. Poppy me apartó, se levantó y se echó a reír. No fue una risa agradable que dijera Los dos perdimos el control, qué locos que somos, qué fabuloso, siempre te amaré porque hicimos juntos Algo Tan Importante por primera vez. No, fue algo más parecido a ¿Esto es todo? ¿Y por esto estás llorando? Poppy deslizó sus piernas largas y blancas en su vestido amarillo pálido como si fuera leche derramándose dentro de mantequilla derretida. En ese entonces era muy flacucha y no necesitaba usar sostén. Se colocó delante de la lámpara, frente a mí, y el rayo de luz atravesó su tenue vestido veraniego, delineando sus dulces partes femeninas de una manera que recordaría una y otra vez hasta volverme loco. –Midnight, en uno o dos años, serás el chico más atractivo de toda la escuela – 7

Poppy apoyó los codos en el alféizar de la ventana y se quedó mirando la oscuridad. El aire de alta montaña era ligero pero limpio y olía todavía mejor por la noche. A pino, enebro y tierra. El perfume de la noche se mezcló con el aroma a jazmín de la botellita de vidrio que Poppy tomó de su bolsillo, y luego se dio unos toquecitos en los lóbulos de las orejas y en las muñecas. »Es por eso que dejé que fueras el primero. Yo quería entregarme a él. Es el único chico a quien amaré. Pero tú no sabes nada acerca de él y no pienso contarte. Mi corazón se detuvo y luego volvió a latir otra vez. –Poppy –mi voz era débil y susurrante, y me odié por eso. Golpeteó los dedos en el alféizar y me ignoró. Una lechuza ululó en la noche. Poppy lanzó el pelo hacia atrás por arriba del hombro, en esa forma tan desgarbada y torpe que todavía tenía entonces. Para cuando empezó la escuela, ya había desaparecido por completo: todo en ella era delicada elegancia y movimientos fríos y precisos. –Y ahora nadie podrá decir que yo no tenía buen gusto, Midnight Hunt, aun cuando era joven. A los dieciocho serás tan hermoso que las chicas se derretirán de solo mirarte: las largas pestañas negras, ese sedoso pelo castaño, los ojos tan azules. Pero yo te tuve primero, y tú me tuviste primero. Y fue una buena jugada de mi parte. Una jugada brillante.

Y después vino el año en que anduve todo el día detrás de Poppy, el corazón lleno de poesía y explotando de amor, sin ver cuán poco se interesaba por mí, sin importar las veces que la tuve en mis brazos ni las veces que después se rio de mí. Sin importar las veces que se burló de mí delante de sus amigos ni las veces que le dije que la amaba y ella nunca me lo dijo. Ni una vez. Ni cerca.

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TODAS LAS HISTORIAS necesitan un Héroe. Mim lo vio en mis hojas de té el día en que Midnight se mudó a la casa de enfrente. Se inclinó, me apartó el pelo, me colocó los dedos en el mentón y dijo: “Tu historia está a punto de empezar, y ese chico que está mudando cajas en la vieja casa torcida al otro lado de la calle es el comienzo”. Y yo supe que Mim tenía razón con respecto a Midnight, porque las hojas también le dijeron que el gallo grande moriría en forma cruenta durante la noche. Y, en efecto, un zorro lo atrapó. Lo encontramos por la mañana, las suaves plumas endurecidas por la sangre, el cuerpo quebrado en el suelo, justo al lado de la carretilla roja, igual que en el poema.

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ME ENAMORÉ DE Leaf Bell el día en que le dio una dura paliza a DeeDee Ruffler. Ella era la peor bravucona de la escuela, y él fue el primer y único chico en ponerla en su lugar. Yo también soy bravucona, así que es probable que hayan pensado que me compadecería de ella, pero no fue así. DeeDee era una chica bajita e insignificante, con una veta cruel de varios metros de altura, que vivía en el lado pobre del pueblo. Tenía un cuerpo fuerte y ridículo, un rostro vulgar y redondo y una voz odiosa y chillona, y ya antes había tratado de provocar a Leaf. Lo había llamado con todo tipo de epítetos –pobre, pelirrojo, flacucho, sucio, enfermo– y él no había hecho más que reírse. Pero el día en que llamó a Fleet Park, un niño de séptimo curso, chino maricón de ojos rasgados, Fleet se echó a llorar y Leaf enloqueció. Le pegó a DeeDee hasta dejarla en coma ahí mismo, en los escalones de la escuela. Le golpeó la cabeza contra el cemento mientras la mantenía inmovilizada con las rodillas sobre el pecho, y las tetas de DeeDee se sacudían y el pelo rojo de Leaf volaba alrededor de sus hombros desgarbados, las montañas nevadas de fondo. Ese día, mi corazón aumentó tres veces de tamaño. DeeDee nunca fue la misma después de que Leaf le destrozó la cabeza. En la clase de Ciencia de la Mujer Moderna, leí acerca de las lobotomías y era así como había quedado ella: indiferente, apática, inútil. Leaf no se metió en problemas por esa pelea, nunca se metía en problemas, igual que yo. Además, todo el mundo estaba harto de DeeDee, hasta los profesores, especialmente los profesores. Era tan malvada con ellos como lo era con el resto. También había maldad dentro de mí, una veta cruel. No sé de dónde venía y no quería tenerla, de la misma forma que no querría tener pies grandes, ni pelo castaño apagado ni nariz de cerdito. Pero, mierda. Si hubiera nacido con nariz de cerdito, lo aceptaría, como acepto lo cruel y lo malvado. Leaf fue el primero en identificarme por lo que era. Aun de niña, yo era preciosa. Parecía un ángel: labios de querubín, mejillas rojas, huesos elegantes y una aureola de cabello rubio. Todos me querían a mí y yo me quería a mí misma, siempre me salía con la mía y hacía lo que quería y, aun así, las personas sentían

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que eran afortunadas de conocerme. Nadie se considera superficial, pueden preguntarles a todos sus conocidos, lo negarán, pero yo soy una prueba viviente, siempre me salvo de todo porque soy bonita. Pero Leaf vio más allá de la belleza, la traspasó. Yo tenía catorce años cuando Leaf Bell le partió la cabeza a DeeDee en los escalones de la escuela, y tenía quince cuando lo seguí hasta su casa y traté de besarlo en el granero. Se me rio en la cara y me dijo que era fea por dentro, y me dejó sola, sentada sobre el heno.

TODAS LAS HISTORIAS necesitan un Villano. El Villano es tan importante como el Héroe. Tal vez más importante. Yo he leído muchos libros: algunos en voz alta a los Huérfanos y otros a solas. Todos tenían un Villano: la Bruja Blanca, la Bruja Malvada, El Caballero del Pelo como el Vilano del Cardo, Bill Sykes, Sauron, Mr. Hyde, la Sra. Danvers, Iago, Grendel. No necesitaba que Mim me leyera las hojas de té para saber quién era el Villano de mi historia. En este caso, era mujer y tenía cabello rubio y el corazón del Héroe en las manos. Tenía dientes, garras y facilidad de lengua como el diablo embaucador de Ceniza y funesto.

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TENGO UN HERMANO mayor. Un medio hermano. Se llama Alabama (se explicará más adelante) y vive con nuestra madre en Lourmarin, Francia. Mis padres no estaban divorciados, simplemente no vivían juntos. Mamá escribe novelas históricas de misterio y, dos años atrás, en medio de una tormenta de nieve, decidió que continuaría escribiendo novelas históricas de misterio, pero en Francia en vez de aquí. Mi padre suspiró, se encogió de hombros y ella se marchó. Y Alabama se marchó con ella. De todas maneras, él siempre había sido su preferido, probablemente porque su padre fue el gran amor de mi madre. El padre de Alabama era de Muscogee y Choctaw, una nación de pueblos aborígenes. Regresó de inmediato a Alabama (el estado, no el hermano) antes de que mi hermano hubiera nacido. Entonces apareció mi papá, con su gran corazón y su debilidad por las criaturas necesitadas. Se casó con mi madre embarazada, y el resto pasó a la historia. Esto es, hasta que el invierno pasado ella se transformó en gitana y se marchó con mi hermano a un país de uvas y quesos. Entonces mi padre vendió la anodina y espaciosa casa de tres dormitorios y tres baños en la que yo me había criado y nos mudamos al campo, a una antigua casa derruida de cinco dormitorios y un baño, cuyos pisos crujían. Dos hectáreas, un huerto de manzanos y un arroyo claro y burbujeante. Justo cuando llegaba el verano. Y no me importó. En absoluto. La casa estaba a tres kilómetros del pueblo, a tres kilómetros de Puente Roto, con sus casas victorianas, sus calles adoquinadas, sus costosos restaurantes gourmet y sus hordas de esquiadores en el invierno. Y estaba a tres hermosos y benditos kilómetros de Poppy. No más golpecitos en la ventana en medio de la noche de la chica que vivía a tres casas de la mía. No más Poppy riéndose mientras trepaba por encima del alféizar de la ventana y se metía en mi cama. No más desesperación por saber a quién pertenecía esa colonia que olía en todo el frente de su camisa. Ya había dejado de comportarme como un idiota. Y esta vieja casa, enclavada entre manzanos y pinos en un rincón sombrío y olvidado de las montañas… era el 12

primer escalón hacia mi libertad. Mi libertad de Poppy.

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YO SE LA habría entregado a Leaf apenas me lo pidiera, salvo que jamás lo hizo, entonces decidí dársela a Midnight. Midnight, con sus grandes ojos caídos y el corazón saltándole del pecho, los suspiros, la suavidad, los besos. Lo odié por eso, lo odié de verdad. Lo odié, lo odié, lo odié. Mis padres todavía creían que yo era virgen. Nunca hablaban de sexo en mi presencia, se negaban a aceptar que había crecido, porque querían que siguiera siendo su estúpida bebita angelical para siempre, y eso me provocaba furia, furia, furia por dentro, todo el tiempo, todo el tiempo. Usaba las faldas más cortas que podía encontrar y los tops más escotados, ay, cómo se retorcían tratando de encontrar alguna parte de mí que no fuera sexual, donde posar sus ojos, para poder mantener la imagen que siempre habían tenido de mí. Mis padres todavía me regalaban muñecas que lucían igual que yo: rubias, de ojos grandes y labios rojos y carnosos. Y cada vez que veía una nueva caja sobre la mesa de la cocina, envuelta en papel rosado y con mi nombre, sabía que, esa misma noche, me encontraría golpeando la ventana de Midnight para que me dejara entrar y así probarme a mí misma que no era precisamente angelical. La mayoría de las personas llevan vidas de silenciosa desesperación. Leaf decía eso con frecuencia. Es la cita de un hippie de esos que abrazan a los árboles, que llevó una vida aburrida en el bosque hace un millón de años, y es probable que Leaf haya pensado que me abriría los ojos, que me volvería más sabia y me conectaría con mi ser más profundo, pero lo único que logró fue que me dieran ganas de arrancarme toda la ropa y correr a los gritos por el pueblo. Si iba a llevar una vida de desesperación, no sería silenciosa sino atronadora.

OBSERVÉ AL HÉROE mientras mudaba las cajas a la vieja casa de Lucy Rish. Me ubiqué junto a un manzano y estuve allí bastante tiempo, hasta que me vio. Era

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buena para pasar desapercibida cuando no quería que me vieran. Había aprendido a ser silenciosa e invisible leyendo Sigilos y sombras. No les había mostrado a mis hermanos Sigilos y sombras. No quería que aprendieran a esconderse a plena luz del día. No todavía. Esperaba que al Héroe le agradara su nueva casa. A Lucy no le había gustado. Había sido una anciana malvada y supersticiosa, que nos llamaba brujas y aferraba su rosario cada vez que nos veía. Y les arrojaba manzanas a los Huérfanos si jugaban muy cerca de su terreno. Su esposo había sido bueno, siempre nos sonreía desde el otro lado del camino, pero murió tres años atrás. Felix cree que Lucy lo envenenó, pero yo no lo sé. La gente mayor muere todo el tiempo sin la ayuda de veneno.

LEVANTÉ LA VISTA y, de repente, ahí estaba ella: junto a los escalones del frente con una camisita verde y un holgado overol color café, con enormes botones en forma de fresa. Era ropa que usaría una niña y no una chica de diecisiete años. El overol estaba sucio y era demasiado grande para su pequeño cuerpo. Wink era una de “los famosos chicos Bell”. Siempre aparecía alguno más y era difícil saber cuántos eran realmente. Pero ahora yo vivía al lado de ellos, de modo que era probable que lograra averiguarlo. Ese podría ser mi segundo objetivo del verano: 1. Olvidarme de Poppy. Para siempre. 2. Averiguar cuántos eran los Bell. En la escuela primaria, todos llamaban a Wink Bell “Salvaje Bell” a sus espaldas, por su pelo desgreñado y su ropa más bien sucia. Salvaje era una palabra un poco fuerte para una niña, lo cual, ahora que lo pienso, me da la impresión de que algún maestro amargado fue el primero en ponerle ese apodo. Algunos todavía la llamaban así a veces, pero ella no parecía notarlo, y menos aún importarle. 15

Todos los chicos Bell tenían nombres raros, como Alabama y yo, y siempre me había sentido atraído hacia ellos, al menos por ese motivo. Cambié de brazo la caja de libros y la observé. Su pelo rojo se rizaba en largos y apretados bucles que caían sobre sus hombros delgados, y tenía pecas en la nariz, en las mejillas y prácticamente en todos lados. Los ojos eran grandes, verdes… e inocentes. Ya nadie tenía esa mirada. Al menos nadie de mi edad. Nuestros ojos crecieron y dejaron de creer en lo mágico, y comenzaron a preocuparse por el sexo. Pero los de Salvaje… todavía tenían un brillo remoto y desconcertado, como perdidos en un bosque encantado. –Te pareces a alguien –dijo. Apoyé la caja de libros en el porche y Wink debió haberlo tomado como una invitación, porque subió de inmediato los peldaños y se quedó de pie frente a mí. Su cabeza apenas llegaba a mi hombro. –Te pareces a alguien –repitió. En la escuela, todos pensaban que era rara. Más que rara. Si una persona era un poco extraña, era fácil burlarse de ella. Tal vez sabía demasiadas citas de La guerra de las galaxias, o hablaba consigo misma, o vivía en una chocita en las montañas, u olía a sótano, o hacía trucos de magia en la escuela cada vez que podía porque quería ser maga. De esta clase de gente era fácil burlarse, reírse de ella, hacerla llorar. Pero a Wink, no. Hace años que los matones se habían dado por vencidos con Wink y sus hermanos. Era imposible ridiculizar a los Bell: jamás sentían vergüenza o miedo. A la larga, los matones se aburrían y elegían una presa más fácil. Wink tenía un hermano mayor llamado Leaf, que se graduó el año pasado. Pero cuando estaba en la escuela, todos, todos, le tenían miedo. Tenía ojos verdes y calmos y pelo rojo oscuro, tan lacio como rizado era el de Wink. Era alto y esbelto, y uno nunca habría pensado que sería capaz de darle una paliza a nadie. Pero lo hacía, y todo el tiempo. Tenía un temperamento que nadie, ni siquiera los profesores, subestimaban. Todos decían que los Bell eran brujos y chicos raros. Y la gente los dejaba tranquilos, y a ellos parecía agradarles que así fuera, la mayor parte del tiempo. Por lo tanto, ¿qué hacía Wink ahora en mi porche, observándome con aspecto de que no pensaba ir a ningún lado? 16

Hundió la mano en uno de los bolsillos del overol. Era tan profundo que todo el brazo desapareció en su interior. Cuando sacó la mano, tenía un librito. Era viejo y las hojas estaban medio salidas. Pasó las páginas, encontró lo que buscaba y me lo mostró. Lo mantenía abierto en una ilustración de un muchacho que tenía una espada al costado. Se encontraba en una colina, frente a un castillo de piedra oscura, con un fondo de montañas sombrías. Parecía que estaba esperando… esperando que apareciera algo y lo matara. –Ese es Ladrón –dijo Wink señalando al chico con uno de sus deditos pecosos–. Él lucha y mata a la Cosa en lo profundo con la espada que le dejó su padre – tamborileó el dedo sobre la hoja–. ¿Ves el pelo castaño y rizado? ¿Y los ojos azules y tristes? Te pareces a él. Eché otro vistazo a la ilustración y luego volví a mirar a Wink. –Gracias –dije, aunque no estaba seguro de que fuera un elogio. Asintió con cierta seriedad y volvió a guardar el libro en su profundo bolsillo. –¿Leíste La cosa en lo profundo? Negué con la cabeza. –Se lo leí muchas veces a los Huérfanos. Así es como llamo a mis hermanos, porque son tantos y porque ya no tenemos padre. Sí tenemos madre, de modo que no son realmente huérfanos, pero ella siempre está ocupada leyéndole las cartas y las hojas de té a la gente y, en general, estamos solos. Hizo una pausa. –Es por eso que vas a ver muchos autos desconocidos aparcados en el frente de nuestra casa. Un auto desconocido significa que hay alguien en casa y ella le está leyendo las cartas. Hizo otra pausa. No tenía prisa. –Mim me leyó las hojas de té y dijo que tú y yo íbamos a tener una historia. Me estaba preguntando si nuestra historia sería como La cosa en lo profundo, porque te pareces a Ladrón. Tomó una gran bocanada de aire, exhaló, metió las manos en los bolsillos y dejó de hablar. Una brisa pasó flotando y levantó su abundante cabello de los hombros. Después del largo discurso, pareció satisfecha de que nos quedáramos en silencio. Aún no sabía cómo hablar con Wink. Eso llegaría mucho más adelante, pero ya 17

me resultaba relajante. Transcurrían los segundos y yo escuchaba el hilo de agua del arroyo que bajaba hacia el monte de manzanos y los crujidos que emitía mi padre dentro de la casa mientras desempacaba. Sentí que se me aflojaban los hombros y mi postura se suavizaba. Estar con Wink era, de algún modo, como estar solo, pero no sentirme solo. Ustedes me entienden. Y, finalmente, descubrí que la razón por la cual me sentía tan tranquilo era porque ella no estaba evaluándome. No trataba de analizar si yo era sexy, atractivo, gracioso o popular. Simplemente se quedaba frente a mí y me dejaba seguir siendo quienquiera que fuera. Y nadie había actuado de esa manera conmigo antes, excepto tal vez mis padres y Alabama. –¿Y qué ocurre en el libro? –pregunté después de unos minutos de brisa y pelos ensortijados, de overol, de no juzgar y de un silencio suave y pacífico–. ¿Qué le pasa a Ladrón? –Hay un monstruo bajo la forma de una mujer hermosa, que mata gente: chicos, grandes, a todos. Intenta matar a la chica a la que Ladrón ama. Él pelea con el monstruo y lo mata, porque es el Héroe. Hay una gran victoria y un descenso en la oscuridad. Hay pistas y acertijos que resolver, y pruebas de fuerza e ingenio. Hay redención, consecuencias y por siempre jamás. Yo también he leído muchos libros. Muchos más de lo que todos creen, excepto papá. Leí mucho, especialmente durante el último año. Mis días transcurrían arrastrándome de una clase a la otra, alejando a todos mis amigos con mis malditos cambios de humor, con mis constantes e interminables Poppy esto y Poppy aquello, y mi amor, mi amor, siempre mi amor por esa chica de cabello rubio que a veces me tomaba de la mano entre las clases y a veces me besaba en los labios cuando nadie nos miraba, pero generalmente me ignoraba, se iba y yo seguía diciendo su nombre mientras ella ni siquiera se daba vuelta. Pero mis noches, aquellas en que Poppy no golpeaba a mi ventana, las pasaba con mis libros. Leí una gran cantidad de libros de ciencia ficción y mucha más literatura fantástica de dragones de lo que probablemente sea bueno para una persona. Leí los clásicos como Dickens, Rebelión en la granja y Donde crece el helecho rojo. Hasta leí algunas novelas históricas de aventuras, algunas de misterio con asesinatos y otras del oeste, con pistoleros a caballo. No me importaba; leía todo. Alabama era puro 18

básquetbol y atletismo, y arrojarse cosas y saltar de otras, y todas las chicas gustaban de él. Pero yo era el hermano lector, al que le agradaba nadar en los ríos, caminar bajo la lluvia y sentarse bajo las estrellas, pero jamás practicar deportes organizados. Y no me parecía mal. Wink y yo seguíamos observándonos. Ella era quien llevaba adelante la conversación, y dejé que llevara la voz cantante. Se dio vuelta y bajó la mirada hacia los libros que yo traía, así que alcancé a observar un grupo de pecas de aspecto suave en la parte interna de los brazos, y lo pequeña que era su nariz, como la de una muñeca, y las pestañas cortitas y gruesas, de color rojo pálido y el mentón puntiagudo. En un momento, mi padre pasó junto a nosotros, alto, pelo grueso y castaño, lentes de armazón metálica, paso suave y tranquilo. Le gustaba correr cuando no estaba leyendo o vendiendo libros raros a personas de sitios lejanos, y el hecho de que corriera, hacía que se moviera como un gato. Buscó una lámpara en la furgoneta, volvió con pasos largos y silenciosos, sonrió y entró en la casa con la lámpara, permitiendo que continuáramos con nuestro silencio. –Midnight. Una voz de mujer rasgó la ligera quietud. Moví la cabeza bruscamente hacia donde venía el sonido. Poppy. Se encontraba justo en el límite del bosque, al otro lado de la carretera, en el borde de la laberíntica granja Bell. Supongo que, después de todo, tres kilómetros no era suficientemente lejos. Maldición. Pasó junto al granero de los Bell, a las cuatro construcciones anexas y a la vieja casa de techo rojo e inclinado y altas ventanas con postigos negros. Cruzó la carretera, que no era más que grava y maleza, zigzagueó entre nuestros cuatro manzanos verdes y brillantes, subió los escalones de madera del porche y se detuvo delante de Wink, como si ella no estuviera allí. Llevaba un vestido blanco y liviano, que conseguía envolverle el cuerpo de una manera que susurraba: Esto me costó muy caro. Poppy era la malcriada hija única de dos médicos muy ocupados, que habían amasado una fortuna gracias al snowboard y a las celebridades con instinto suicida que asaltaban Puente Roto todos los inviernos. Su casa era una de 19

las más grandes de la zona, incluyendo la infinidad de residencias de vacaciones de estrellas de cine y músicos de edad avanzada. Se pasó la mano por el cabello y me sonrió. –¿Sabes el tiempo que me tomó caminar hasta aquí? No puedo creer que me haya tomado la molestia de venir. No la miré. Observé cómo Wink bajaba los escalones y regresaba a su granja al otro lado del camino sin pronunciar una sola palabra, tan silenciosa como una siesta bajo el sol. –Mis padres no van a darme otro auto hasta que me gradúe –Poppy apretó sus labios perfectos en forma de trompita, ajena a la partida de Wink, como si ella fuera un fantasma–. Solo porque me llevé el nuevo Lexus sin pedir permiso y lo destrocé junto al puente. Mierda. Deberían haberlo imaginado. La ignoré. Desvié la mirada hacia la granja Bell, atraído por un destello verde, café y rojo que trepaba por una escalera adosada al enorme granero, a la derecha de la casa blanca y destartalada. Wink desapareció en la abertura oscura y cuadrada del granero. Yo conocía a Wink de toda la vida, pero, en la práctica, era como si recién la conociera por primera vez. Poppy chasqueó los dedos en mi cara y mis ojos regresaron de inmediato a ella. Se veía enojada y hermosa como siempre, pero, por una vez, no lo noté. Me pregunté qué haría Wink arriba de ese granero, tal vez les leería una vez más La cosa en lo profundo a los Huérfanos. Me pregunté cómo sería vivir al lado de una chica como esa después de haber vivido al lado de una como Poppy. De pronto, deseé con todo mi condenado corazón haber vivido siempre en esa casa vieja, enfrente de Wink y los Huérfanos. –Midnight, Midnight, Midnight… Poppy repitió mi nombre una y otra vez con esa voz dulce y tonta que antes me había encendido y ahora me dejaba frío. Me arranqué del sentimiento de paz y ensueño que Wink había creado y me concentré finalmente en la chica que tenía frente a mí. –Vete a tu casa. Poppy parpadeó sus ojos grises. Lentamente. Jugó con los costosos bolsillos de 20

su costoso vestido y me sonrió… con esa sonrisa triste y suave que, con muy poco esfuerzo, podía lograr que pareciera sincera. –Midnight, nosotros no terminamos. No terminamos hasta que yo lo diga. Ni siquiera pude mirarla. La sensación de paz de Wink ya había desaparecido, por completo. Lo único que sentía era rabia. Y melancolía. Poppy extendió la mano y la apoyó en mi mejilla. Sus ojos se clavaron en mi piel y jalaron de mi rostro hacia abajo, hacia el de ella, como un pescado en el anzuelo. Me resistí, pero no con la fuerza que pretendía. Poppy estaba acostumbrada a obtener lo que quería. Así eran las cosas con ella. Estaba acostumbrada a ganar. Siempre.

LEAF NO HABLABA en la escuela, no se juntaba con otros chicos estúpidos ni charlaba de temas masculinos; ninguno de los Bell hablaba, en serio, y esa era una de las cosas por las cuales resultaban tan raros. Leaf era misterioso, tranquilo y callado, y siempre parecía estar confundido o enojado. Y cuando no parecía confundido o enojado, se veía inexpresivo, distante y abstraído, como si no estuviera viendo nada de lo que había a su alrededor. Bridget Rise era de las que se hacían pis encima. A su hermano mayor también le había pasado lo mismo. Supongo que era una cuestión de familia, el gen de hacerse pis encima, como no ver bien o tener piel seca o pelo finito, algo que la evolución debería haber eliminado, al estilo Darwin. La última vez que Bridget se hizo pis encima fue en un recreo de tercer curso. Algunos chicos le dijeron que era asquerosa y comenzaron a arrojarle puñados de tierra dura que se le metieron en el pelo y adentro de la blusa. Es probable que yo le haya arrojado algo de tierra y también es probable que les haya dado la idea a los otros chicos. Bridget lloraba y sollozaba y luego, inesperadamente, apareció Leaf. Tenía once o doce años, pero ya entonces tenía su temperamento. 21

Levantó a Bridget, con los pantalones empapados, la tierra y todo, y la ayudó a entrar a la escuela. Después, volvió a salir y nos dio una gran paliza a cada uno de nosotros, a todos los que teníamos las manos sucias, literalmente, yo incluida. Me aplastó la cara contra el suelo, en el mismo lodo que había estado arrojando, y me advirtió que si me burlaba otra vez de Bridget me rompería la nariz. Hablaba en serio, todos sabíamos que hablaba en serio. Y cuando dos semanas después me olvidé y la llamé Bridget La Meona durante el almuerzo, Leaf me esperó a la salida de la escuela: una mano y un golpe fue todo lo que le tomó. Los ojos se me pusieron bizcos mientras su puño pegaba contra mi cara: chasquido, crujido, sangre, grito. La nariz me quedó torcida después de ese golpe. Ni siquiera mis padres médicos pudieron arreglarla, al menos no perfectamente. Midnight decía que me hacía todavía más hermosa esa pequeñísima imperfección, pero él leía poesía y su mente era blanda, como su corazón. Hace muchos años que dejé de prestarle atención. No permití que la risa de Leaf me disuadiera ese día en el granero. Estaba confundida, porque nunca antes había perdido a nada, pero el desafío me entusiasmaba mucho y, por una vez, quería intentar hacer algo. De verdad. Así es cómo me sentí, al principio. El día que cumplí dieciséis, fui a verlo entre dos clases. Incliné el cuerpo contra su casillero gris y arqueé la espalda. Llevaba la falda más corta que tenía, la que hacía que mis piernas parecieran de tres metros de largo, la que hizo que Briggs comenzara a babear en la fiesta de Zoe la otra noche, literalmente, y tuvo que secarse la cara con la mano. Yo había dejado el sostén sobre la cama y sabía que se me veían los pezones por debajo de la camiseta negra y finita. –Hola, Leaf –lo saludé con la voz grave y susurrante que hacía que los chicos cayeran de rodillas. Y me miró. No con deseo, ansia o avidez. Me miró de la misma manera en que yo miraba a los nerds que formaban la banda de música cuando marchaban torpemente por el pasillo, con sus uniformes y sus estúpidos y brillantes instrumentos. De la misma manera en que observaba a los debiluchos de mi clase con su jadeante entusiasmo, su patético exceso de confianza, sus bracitos delgados y piernas flacuchas. 22

–Muévete. Eso fue todo lo que dijo. Se quedó en el lugar, alto, delgado y pelirrojo, casi indiferente, y todo lo que dijo fue Muévete. Yo nunca lloré, ni siquiera de bebé. Mis padres decían que se debía a que yo era un angelito tan dulce, pero mis padres eran tontos. Yo nunca lloré porque solo hay dos razones para hacerlo: una es la empatía y la otra, la autocompasión, y nunca sentí ninguna de las dos. Sin embargo, lloré por ese Muévete. Lloré, lloré y lloré.

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VENGANZA. Justicia. Amor. Son las tres historias que componen todas las demás historias que existen. Es la tríada. Es como cuando estás haciendo una sopa para los Huérfanos. Tienes que comenzar con cebolla, apio y zanahoria. Los picas, los colocas en la olla y los cocinas. Todo lo que viene después es algo distinto. Con las historias pasa lo mismo. Le hablé al Héroe acerca de los Huérfanos y de La cosa en lo profundo. Me gustaron sus ojos.

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POPPY ME SIGUIÓ por mi nueva casa, a través de los pisos crujientes de madera, alrededor del revoltijo de muebles, por debajo de las telas de araña y por encima de las cajas, arriba de las escaleras, las manos deslizándose por la madera suave y oscura del pasamanos, a lo largo del pasillo sombrío y estrecho hasta el dormitorio de techos altos que yo había elegido para mí, la última puerta a la izquierda. La cama no tenía sábanas, pero ya estaban colocados el elástico de madera y el colchón. Salté por arriba de dos cajas y abrí todas las ventanas. Las cuatro tenían cortinas de color amarillo desvaído, que olían a polvo. Caminé hacia la puerta y la cerré. Papá no me molestaría si tenía la puerta cerrada: respetaba la intimidad. Era como oro para él, como cuando se dice que algo vale su peso en oro. Como la quería para él, la daba a los demás libremente y sin cuestionamientos. Tuve que empujar la puerta los últimos centímetros para que quedara trabada. Esta casa parecía estar inclinada de costado, como una mujer vieja con una mano en la cadera, y todo quedaba desequilibrado. Más adelante, llegaría a agradarme. Escucharía los crujidos y chirridos y me sentiría bienvenido, reconfortado, como si la casa me estuviera hablando con su voz jadeante y desvencijada. Sería capaz de decir si se encontraba papá, hasta en qué rincón de la habitación, solo por la serie de chasquidos, temblores y chirridos que resonaban hasta mí, como el estribillo de una canción que me sabía de memoria. Pero entonces, no era más que una casa vieja, a tres kilómetros de Poppy, enfrente de la granja Bell. Me di vuelta. Poppy estaba de pie entre los polvorientos rayos de sol de mi habitación. No llevaba más que un leve vestido de verano y la piel con la que nació. ¿Cómo podía ser que una piel tan suave, elástica y perfecta como la de Poppy ocultara un corazón tan negro? ¿Cómo podía ser que no revelase nada de lo que había debajo, ni un mínimo rastro? Yo había leído El retrato de Dorian Gray. Me pregunté si Poppy tendría una pintura de ella escondida en un desván… Una pintura que se estaba volviendo vieja, mala, fea y repugnante, mientras ella se mantenía joven, hermosa y con las 25

mejillas rosadas. Con un suspiro, me senté en el colchón desnudo. Poppy se arrastró hasta mi regazo y me besó el cuello. Sus manos se deslizaron por mis hombros, mi cuello, mi estómago y más abajo… –No –susurré. Y luego más fuerte–: No. La levanté de las caderas y la coloqué en la cama, a mi lado. Tenía el vestido levantado a la altura de los muslos. Cruzó las piernas desnudas, levantó los ojos y sonrió. –¿Entonces nunca más? ¿Así son las cosas? ¿Ahora terminaste conmigo? ¿Te mudas a esta pocilga en el campo y súbitamente todo terminó? La miré a los ojos. –Sí. Echó a reír. Era una risa dura, resbalosa y fría, como masticar hielo. Se levantó de la cama y fue a uno de los dos ventanales de la pared que estaba hacia el este, que daba al camino y a la granja Bell. –Ahora estarás viviendo cerca de ella –me echó un vistazo por encima del hombro, los ojos malvados y ladinos–. Salvaje Bell. Eso debería resultarte interesante. –No la llames así –bajé de la cama y me puse de pie junto a ella frente a la ventana. Recorrí con la mirada los tres arbustos de lilas, el viejo pozo, el columpio de cuerda del viejo roble, los campos de maíz a la izquierda, arrendados a una granja vecina, el huerto de manzanos y la casa al otro lado de la carretera. Las casas estaban muy cerca, aun con el camino de grava que las separaba. Podía ver todo. Había gallinas corriendo por la granja que estaban siguiendo a un gallo, dos cabras en un redil blanco, tres chicos jugando con un perro y otro trepando la escalera del granero rojo. Se oían gritos, risas, cacareos, cloqueos y ladridos. Hasta podía oler jengibre en el horno: el aroma oscuro, dulce y picante flotaba por encima del camino, directamente hacia mi nariz. Parecía tanto más agradable la vida allí, en el mundo de Wink. Mucho más agradable que adentro de este dormitorio vacío y extraño con la fogosa Poppy. –¿Que no la llame cómo? ¿Salvaje? Es mejor que Wink, que parece salido de un cuento para niños. Y luego Wink y Caramelo, su caballo rosado, cabalgaron hacia el País de las Hadas por un sendero hecho de nubes. 26

Poppy miraba la granja detenidamente, casi como si hubiera olvidado que yo estaba allí. –Mira a todos esos niños corriendo. ¿Por qué debería Wink tener tantos hermanos cuando yo no tengo ninguno? Leaf dijo una vez que yo habría sido mejor persona si tan solo hubiese tenido uno o dos hermanos. Dijo que sería “la mitad de egoísta”. Como si yo… –¿Leaf? –pregunté–. ¿Leaf Bell? ¿Lo conocías? En la escuela dicen que se fue al Amazonas a buscar una cura para el cáncer. Dicen que duerme en el suelo y solo come nueces y bayas y habla la lengua Mura, como si fuera un lugareño… –Cállate –los ojos de Poppy regresaron a los míos–. Ya cállate, Midnight. Se dirigió a la puerta, la abrió y se marchó. Regresó. Se acercó sigilosamente a mí, me apoyó dos dedos en el corazón y apretó. –Tú y la chica Bell… se ven bien juntos. No dije nada, esperé el remate. –Hablo en serio, Midnight. Deberías conocerla mejor –movió los dedos hacia mi mejilla y los deslizó hacia abajo por la mandíbula, a través del cuello–. Wink es rara y callada, y tú también. Ustedes dos deberían ser amigos. Me sobresalté. –¿Qué te traes entre manos, Poppy? –Nada, solo trato de ser mejor persona. Ya estoy harta de ser mala. Harta, harta, harta. Así que estoy intentando ser mejor. Estoy uniéndote con la chica rara de enfrente. Quiero que seas feliz. –No es cierto. Ni siquiera conoces el significado de esa palabra. Pero ella simplemente se encogió de hombros, rio y luego se marchó.

HACE

entré furtivamente en la granja Bell y observé lo que sucedía desde la sombra de los árboles. Estuve allí durante un rato y nunca miraron en mi dirección, ninguno de ellos, como si fuera invisible, como si fuera un fantasma. UNOS AÑOS,

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Tenía la idea de tomar a Leaf desprevenido y así tal vez su rostro mostraría alguna expresión, fugaz pero real, evidente, y entonces lo sabría. Sabría que pensaba en mí. Se encontraba afuera con Wink y el resto de sus hermanos. Hicieron un picnic y después jugaron a algo con muchas risas y gritos, y él era diferente con ellos, tan diferente, especialmente con la hermana bonita y morena; era alborotador, ruidoso y se reía todo el tiempo. Yo ni siquiera conocía el sonido de su risa, al menos, no su verdadera risa. Y, después de un rato, comencé a sentirme mal conmigo misma, ahí sola en el bosque mientras todos reían y jugaban juntos, y yo soy Poppy, yo jamás me sentí mal conmigo misma, de modo que regresé a casa y no volví a hacerlo. La octava vez que seguí a Leaf al granero, lo besé con toda mi alma, con todo mi ser, con lo malo y también con lo bueno. Lo besé una y otra vez, la nariz fina y recta, las mejillas pecosas, los hombros anchos y huesudos, el torso blanco y duro, pero sus ojos verdes nunca se posaron en los míos, ni una vez. Por lo tanto, me desnudé; pensé que iba a dejarlo alucinado con mi alucinante belleza, pero solo se encogió de hombros y dijo que por lo que a él se refería, yo podía ser la viva imagen de Helena de Troya que aun así no valía el aire que respiraba. Su hermana menor lo llamó desde algún lugar del parque y bajó para encontrarse con ella sin decir una palabra más. Lloré mientras me volvía a poner la ropa, muy rápido; la paja se me metió en los pliegues y me lastimó durante todo el regreso a casa, pero me resultó agradable, como las monjas y los cilicios, un castigo en el camino de la redención.

CUANDO EL HÉROE golpeó a nuestra vieja puerta con mosquitero, al atardecer, pensé que venía para que le adivinaran el futuro, como todos los que se acercaban a nuestra casa. Llegó trayendo en la mano una florcita silvestre rosada y me la dio cuando abrí la puerta. No supe qué hacer con ella, así que la mantuve en la mano mientras se 28

quedaba ahí con aspecto agradable e incómodo, como el típico granjero antes de que el destino golpee a su puerta y se vea obligado a levantar la espada y salir al camino. Lo hice entrar y, antes de que yo pudiera cambiar de idea, le pregunté si quería ir a pasear por el bosque. Miró por las ventanas el atardecer y, de todos modos, respondió que sí. Planeé llevarlo por el sendero que pasaba justo al lado de la casa Romano Fortuna. Esa casa estaba llena de cosas malas, de tristeza y de Imperdonables, pero quería ver qué sucedería. Midnight esperó en la cocina mientras yo me preparaba. Los Huérfanos lo rodearon y le hicieron preguntas que no supo cómo responder, la mayoría acerca de si ya había visto al fantasma de Lucy Rish en su casa al otro lado del camino y si ella le arrojaba manzanas o si simplemente caían de sus viejas manos fantasmales. Él sonreía y no parecía molesto por todas las preguntas. Me puse un vestido verde de algodón, porque a los tres espíritus les gusta el verde. Había sido de Mim cuando era chica y tenía un cinturón blanco. Solo tenía un agujerito en la espalda, que era imposible de ver. Olvidé cepillarme el pelo antes de salir, pero sí recordé espolvorearme los brazos y el cuello con azúcar impalpable. Atraía a los mosquitos, pero, como la noche estaba fresca y ventosa, no me preocupó. Además, los Imperdonables se alimentarán de ti, a menos que les des algo dulce. Eso los distrae y te dejan tranquila. Generalmente.

EL INTERIOR DE la granja Bell era tan caótico y desordenado como uno imaginaría de una casa con tantos perros y chicos deambulando libremente. La cocina era larga y rectangular. Había canastas con huevos oscuros en la mesa de madera, recipientes llenos de manzanas y bolsas con papas y cebollas. Había macetas colgadas del techo y una pila de ropa limpia y doblada al final de la mesa, y todo lucía pulcro y ordenado dentro de su estilo desorganizado. 29

Las paredes eran de un azul turquesa intenso y había una cocina a leña encendida en el rincón. Todo olía a jengibre, y la madre de Wink me ofreció un trozo mientras esperaba. Era una mujer baja con grandes curvas, suspicaces ojos verdes y largo cabello rojo, sin canas. Llevaba el pelo en gruesas trenzas entrecruzadas en la cabeza en un estilo que parecía tanto antiguo como artístico y moderno. Llevaba una suerte de camisola negra, una falda larga de muchos colores y botas negras con lazos complicados. Tenía el aspecto que uno imaginaría que debe tener una adivina… pero también tenía aspecto de madre. Una madre a quien le agrada vestirse de manera interesante y moderna en lugar de usar pantalones beige y un cárdigan color pastel. Mi madre también tenía un estilo moderno. Era escritora y quería que la gente lo supiera. Tenía lentes grandes y redondos de carey, abundante cabello castaño y ropa larga y envolvente que usaba con botas de vaquero color café. La gente la miraba cuando iba a hacer las compras y a ella le gustaba que fuera así. De modo que la madre de Wink me hizo sentir como en casa. La torta era oscura, casi negra. Sabía a jengibre y melaza. La comí en la mesa de madera mientras unas pequeñas manos pegajosas se estiraban hacia el molde de la torta, que fue desapareciendo trozo a trozo. Los Huérfanos me hacían preguntas mientras tomaban rápidamente trozos de pan de jengibre, uno tras otro, sin esperar mis respuestas, como si las preguntas fueran lo único importante… ¿Cómo te llamas? ¿Crees en los fantasmas? ¿Has visto al fantasma que vive en tu casa? ¿Cuán rápido corres? ¿Alguna vez jugaste a “Sigue los gritos”? ¿Tienes algún perro? ¿Te gustan los veleros? Traté de contar cuántos chicos había. Lo hice. Pero todos se movían de un lado a otro, todos eran pelirrojos de ojos verdes, a excepción de una niña morocha de ojos color café, que me sonrió dulcemente mientras tomaba el segundo trozo de pan de jengibre. Decidí que eran cinco, aproximadamente. Dieron vueltas alrededor de la madre de Wink cuando ella comenzó a preparar sopa en la cocina a leña, hasta que finalmente salieron de la casa cerrando la puerta con fuerza, 30

seguidos por tres perros sonrientes: dos grandes Golden Retriever y un pequeño Terrier blanco. Y después de lo que era mi vida en ese momento, después de toda la tranquilidad, especialmente ahora que Alabama y mi madre se habían marchado a Francia… uno pensaría que el caos me habría de estresar. Pero no. Me agradó. Oí pisadas en la escalera y Wink regresó con un vestido verde que parecía un poco anticuado, pero qué sabía yo acerca de moda. Solía llevar pantalones y camisa negra, como Alabama. A él le gustaba vestirse como Johnny Cash o como un pistolero, sin las pistolas, y decidí que si era bueno para Alabama, era bueno para mí. El cabello rojo de Wink seguía estando desgreñado y salvaje. Se movía alrededor de su carita en forma de corazón y la hacía todavía más pequeña y aniñada. Me sonrió y le sonreí. –¿Cómo estuvo el pan de jengibre? –preguntó. –Genial. –Ya conociste a los Huérfanos. –Sí. –¿Puede Mim leerte las cartas? En mi favor, debo decir que asentí. La mamá de Wink volteó hacia nosotros y me hizo sentar en la silla más próxima de la larga mesa de madera. Extrajo un gastado mazo de cartas de tarot de algún bolsillo escondido cerca de la cadera y me las extendió. –Elige tres. Lo hice y las dejé sobre la mesa. Wink y su madre se inclinaron por encima de mí. Wink señaló la primera carta. –El Tres de Espadas. –El Tres de Espadas es la carta de pérdida y relaciones rotas –dijo la señora Bell. Su voz no era soñadora ni espiritual, era práctica y frontal, como si estuviera hablando del tiempo. »Las cosas perdidas no volverán a encontrarse. El Dos de Espadas es la carta de las elecciones difíciles, pero el Tres de Espadas… Ya has aceptado las cosas como son y tomaste una decisión. Tus pies ya han elegido un camino. Ahora, si el 31

camino será el correcto… –se encogió de hombros. Wink señaló las dos cartas siguientes. Un hombre y una mujer desnudos mirando a un ángel. Un rey con corona en un carro, con dos caballos al frente. –El Carro y los Enamorados –sonrió Wink. –¿Y estas qué significan? –pregunté. Pero Wink solo levantó los hombros y continuó sonriendo misteriosamente, como La Gioconda. Varios años atrás, mi madre había escrito una novela de misterio llamada Asesinato a través del tarot. Visitó a muchas especialistas en tarot en Seattle para investigar. Después nos contó a Alabama y a mí que algunas eran embaucadoras; otras, finas observadoras de la naturaleza humana; y otras habían sido inexplicable e inquietantemente precisas. Y por lo que ella había visto, las verdaderas lectoras no tenían puntos en común. Algunas eran viejas, otras jóvenes, algunas tenían miradas brillantes y energía, otras eran calladas y distantes. Una de ellas hasta había adivinado el secreto más profundo de mi madre… un secreto que no había contado a nadie. Cuando Alabama y yo le preguntamos de qué secreto se trataba, se alejó sin decir nada. Realizado el trabajo, la señora Bell perdió el interés en mí y volvió a la cocina a leña. Wink se quedó junto a mi silla sin decir nada. Me levanté y le tomé la mano. Cruzamos la puerta con mosquitero, portazo, atravesamos el jardín, los perros ladraban alegremente, y nos adentramos en el bosque oscuro y profundo hacia el atardecer.

Un kilómetro y medio de pinochas crujiendo bajo los pies, oscuridad creciente, árboles altos y negros, senderos retorcidos, fresco aire nocturno. En las montañas, se ponía frío de noche. Aun en verano. Wink me tomaba la mano y no decía una sola palabra. Poppy había dicho que debería conocerla más. Que deberíamos ser amigos. Pero yo no estaba solamente obedeciendo sus órdenes: no había ningún lugar donde más quisiera estar que caminando hombro con hombro, paso a paso, con

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Wink Bell. Sus dedos se movieron entre los míos y me apretaron más fuerte. –¿Wink? –me miró. –¿Cómo es? ¿Cómo es criarse en una granja con un montón de hermanos y una mamá que lee las cartas del tarot? Se encogió de hombros. –Normal –hizo una pausa de un segundo–. ¿Tu madre no es escritora? ¿Cómo es tener una madre que vive de inventar historias? Me encogí de hombros. –Normal. No le conté la historia completa, que mamá se marchó con Alabama. No tenía ganas de entristecerme. Y, de todas maneras, iba a imaginarlo cuando no viera a mi mamá ni a mi hermano durante todo el verano. El aterrador techo tipo mansarda de la casa Romano Fortuna apareció frente a nosotros; cuatro altas chimeneas apretadas contra el cielo oscuro. Me detuve y contuve el aliento. Tal vez fue porque nos hallábamos en el medio del bosque, cerca de una casa abandonada, rodeados de árboles y nadie que te oyera si gritabas, pero, repentinamente, tuve un mal presentimiento. Todo estaba oscuro. El silencio era muy denso. Y luego escuché una risa. Y otra. Voces ahogadas. Más risas. Y entonces aparecieron las llamas. Anaranjadas y sedosas, ondeando contra el cielo. Un chico se apartó de una pila de leños, sonriendo, de la forma en que lo hacen los chicos cuando consiguen encender un fuego. Miré a mi alrededor. Maldición. Habíamos caído en el medio de una fiesta de Poppy. Sus fiestas eran secretas, compuestas por el Peligro Amarillo y unos pocos aduladores. Iban cambiando de lugar. A veces se realizaban en el Cementerio 33

Green William o en la descuidada calle principal de alguno de los pueblos cercanos abandonados durante la fiebre del oro, o junto al Río Recodo Azul. A veces me invitaban. En general, no. El Peligro Amarillo era el círculo íntimo de Poppy: era una referencia al opio, porque, ya saben, Poppy significa amapola. Pero todos los llamaban simplemente los Amarillos. Dos chicos y dos chicas, y ninguno de ellos ni la mitad de malvado o hermoso que ella. A Poppy le gustaba alentar a los varones, y una semana le dedicaba toda su atención a Thomas y luego la siguiente a Briggs. Solo para mantenerlos a sus pies. Las chicas eran Buttercup y Zoe. Se vestían como mellizas, aunque no lo fueran. Siempre llevaban vestidos negros, labial rojo, calcetines a rayas y miradas mellizas y maliciosas. Pero Buttercup era alta y tenía pelo negro hasta la cintura, y Zoe era diminuta y tenía cabello corto castaño y rizado, y ambas eran bonitas pero, definitivamente, no eran hermanas. No había hablado directamente con ellas en toda mi vida. No eran importantes. No, dado que estaba Poppy. Poppy. Los Amarillos la rodeaban como los rayos alrededor del sol. Llevaba botas hasta la rodilla y una falda amarilla, corta y suelta, que apenas cubría las partes que tenía que cubrir. Tenía una chalina azul de seda alrededor de su esbelto cuello, y sus muslos eran tan largos y blancos que me enfermaban. Dios, cómo la odiaba. Deseaba tomar a Wink y volver corriendo por donde habíamos venido. Aparté el deseo y seguí caminando. Los Amarillos me miraron con esa expresión de lástima tan usual en ellos, pero yo le hice un leve saludo con la cabeza a Poppy y continué mi camino con Wink a mi lado, como si fuéramos bienvenidos. Como si nos hubiesen invitado. El fuego ya tenía llamas de dos metros, que casi arañaban el techo inclinado del porche de la casa Romano Fortuna. Al acercarme, el calor me golpeó la piel con rapidez. Me resultó agradable. La miré a Wink y tenía los ojos cerrados ante el calor. No me di vuelta para mirar a Poppy ni a su entorno. Reconocí a cinco o seis chicos de la escuela que no eran Amarillos. Ropa perfecta y pelo perfecto y brillante. El único momento en que los aspirantes a 34

Amarillos habían notado mi presencia era cuando Alabama estaba conmigo. Entonces las chicas me hablaban con una voz muy dulce para mostrarle a él cuán agradables podían ser con su hermano no-popular. Todos susurraban en vez de gritar y reírse, y no había música, los Amarillos no la tolerarían. A Poppy le gustaba que sus fiestas fueran silenciosas. Una chica llamada Tonisha estaba repartiendo envases de conserva con cerveza espumosa color ámbar de un barril cercano. Sabía que debía ser una cerveza artesanal india Pale Ale, porque los Amarillos no bebían nada que fuera barato, pero rechacé el ofrecimiento y Wink también. Se levantó un viento inesperado y las hojas crujieron en los árboles, silbaron todas a la vez de esa manera que siempre me eriza la piel. Los dedos de Wink me apretaron con fuerza otra vez. Bajé la mirada hacia ella. El contraste con Poppy era profundo. Cabello lacio, rubio y brillante. Cabello crespo, rojo y rizado. Alta y delgada. Baja y pequeña. Conocía el cuerpo de una de ellas, cada pliegue, cada centímetro, cada dedo, cada curva. La otra tenía la mano en la mía y nos tocábamos por primera vez. Ambas eran un misterio. –¿Wink? Alzó la mirada hacia mí. –Creo que me gustará tenerlos a ustedes de nuevos vecinos –comenté. Asintió, el rostro muy serio. –Nosotros seremos buenos para ti –afirmó. Sonreí ante su comentario. –Tus hermanos hacen muchas preguntas. Asintió nuevamente. –Hacen eso con las personas que les agradan. Hablábamos en afirmaciones breves y rápidas, y no tenía nada que ver con lo anterior, delante de mi casa, cuando Wink no cesaba de hablar dulcemente acerca de La cosa en lo profundo o permanecía tranquila y silenciosa, la brisa agitándole el 35

pelo. Supuse que odiaba estar ahí, en la fiesta de Poppy. En mi caso, no cabía ninguna duda. De todas maneras, ¿qué tenía de divertido estar allí en la oscuridad, susurrando y bebiendo cerveza? Tal vez había cometido un error al no darme vuelta y regresar corriendo por el camino. Pero, maldición, no quería que Wink pensara que era un cobarde. Había sido un cobarde durante mucho tiempo. –Esta casa es mala –exclamó Wink de pronto, alzando la mirada hacia arriba, muy arriba, hacia el techo inclinado–. La casa Romano Fortuna no es una casa con suerte. Nunca lo fue. Quedaba a un kilómetro y medio del pueblo y a un kilómetro y medio de la granja Bell, justo en el medio. Había permanecido vacía durante años, y las casas se venían abajo muy rápidamente cuando nadie se ocupaba de ellas. Todos los arbustos estaban muy tupidos y el césped del frente se encontraba cubierto de piñas. El camino de grava que conducía a la casa desde el pueblo no era más que una extensión de pinochas color café y retoños que luchaban por crecer en la penumbra. Alcé también la mirada y observé la casa. Grande, gris y ruinosa. Los ventanales curvos del frente estaban rotos y se podía ver la sombra del deteriorado piano de cola que yo sabía que estaba en el interior. Todos habíamos explorado la casa Fortuna cuando éramos más chicos. Nos desafiábamos entre nosotros a entrar y poner los dedos en las teclas de marfil agrietadas, trepar la tambaleante y crujiente escalera, echarnos sobre la manta polvorienta y mordida por las ratas que aún cubría la cama de la habitación principal. Estaba sorprendido de que Poppy quisiera hacer una fiesta allí. La valiente Poppy, que no le tenía miedo a nada… excepto a la casa Romano Fortuna. Ni siquiera los Amarillos sabían cuánto odiaba ese lugar. Solo yo. Había estado con ella el verano anterior, a su lado, mientras trepaba los escalones del porche y luego se negaba a cruzar la puerta, como un perro que capta un mal olor. Echó a reír y dijo que las casas embrujadas eran una estupidez. Pero sus pies de uñas perfectamente pintadas, dentro de sandalias costosas y delicadas, nunca traspasaron el ruinoso umbral. La desaparición de Romano Fortuna fue uno de los mayores misterios del 36

pueblo. Había sido joven y soltero, médico del hospital donde ahora trabajaban los padres de Poppy. Y cuando compró una magnífica mansión en las afueras del pueblo, en medio del bosque, y la llenó de magníficos objetos, la gente pensó que se casaría con una bonita joven y vivirían felices por siempre jamás. Pero nunca lo hizo. Vivió en la casa durante dos años y nunca hizo una fiesta ni invitó a nadie a cenar. Y luego, una mañana, no fue a trabajar. Pasaron los días. Cuando finalmente la policía derribó la puerta, encontraron el interior congelado en el tiempo, como si Romano acabara de salir a tomar un poco de aire. Había una cafetera en la mesa, helada, y un plato con un sándwich mohoso a medio comer. La leche se había echado a perder en el refrigerador. La radio todavía estaba encendida, pasando viejos y tristes blues del Delta… o por lo menos esos fueron los rumores. –Si te contara lo que le ocurrió a Romano, no me creerías –dijo Wink inesperadamente, como si pudiera leerme la mente. Encogió los hombros, que desaparecieron debajo de su pelo rojo y revuelto. Mordí el anzuelo. –Sí, Wink, te creería. Negó con la cabeza mientras sonreía. –Déjame adivinar. Los fantasmas hicieron que Romano Fortuna huyera gritando en medio de la noche. Ahora se encuentra en un manicomio y está loco como una cabra. Volvió a negar con la cabeza. –La casa está embrujada pero ese no es el motivo por el cual Romano se fue. A veces, la gente simplemente se va, Midnight. Se dan cuenta de que están en el camino equivocado o en la historia equivocada, y se marchan en medio de la noche y no regresan más. Ese era el momento. Ahí tenía mi oportunidad de decir que yo sabía mucho de personas que se marchaban, que mi mamá tomó a mi hermano y se fue, no en medio de la noche, pero igual se fue. El momento estaba pasando de largo y yo lo dejaba ir… Wink me echó una mirada penetrante, como si supiera en qué estaba pensando. –Una vez, Mim le leyó las cartas a una mujer muy, muy vieja que solía vivir en París. Le contó a mamá que aún tenía un apartamento en la margen derecha del 37

Sena, con sus muebles, su ropa y todo. No había regresado desde la Segunda Guerra Mundial. Dijo que un día decidió que ya no quería saber más nada de París y de la guerra y no volvió nunca más. –¿Eso es cierto, Wink? –Por supuesto que lo es. Todas las historias más extrañas lo son. Y luego, abruptamente, los dos dejamos de hablar. Nos quedamos uno al lado del otro sin decir una palabra. Estaba regresando esa sensación que había tenido antes, esa sensación de paz y tranquilidad… Risas. Levanté la vista. Los Amarillos estaban observándonos. También Poppy. Ella dijo algo y ellos se rieron otra vez. Y luego ella lo repitió. Más fuerte. –Les apuesto que Salvaje lleva ropa interior de niña. Estoy segura de que todavía tiene calzones blancos de algodón con lunares o mariposas. ¿Qué dicen, Amarillos? ¿Deberíamos averiguarlo? –Cállate, Poppy –exclamé, tratando de decirlo de manera tranquila y segura, como Alabama lo diría, pero debí haberlo hecho mal porque Poppy me devolvió una larga y lenta sonrisa de suficiencia. Miré a Wink y su rostro estaba calmo y sereno. –Sujétenlos –dijo Poppy. Y los Amarillos ya estaban encima de nosotros. Los chicos me sujetaron de los brazos y me inmovilizaron. Buttercup y Zoe fueron por Wink y ella no se movió, ni siquiera se inmutó. Se quedó donde estaba, con aspecto calmo. Casi como si hubiera estado esperando desde el principio que eso sucediera y estuviera contenta de que terminara de una vez. Los que no eran Amarillos se reunieron a nuestro alrededor y nos observaron, esperando para ver qué haría Poppy a continuación. Tonisha, Guillermo, Finn, Della y Sung. Cabello caro y brillante. Ropa cara y brillante. Rostros caros y brillantes. –No lo hagas, Poppy –dije–. Por favor –esta vez, ni siquiera intenté sonar como mi hermano. Pero extendió los brazos y aferró el borde del vestido verde de Wink y lo levantó 38

de un tirón. Wink y sus piernas blancas y flacuchas, calcetines rojos hasta las rodillas huesudas. Ropa interior blanca, con pequeños unicornios. Como Poppy había predicho. Poppy extendió el brazo. –¿Ven? –exclamó. Y rio. Y rio.

LEAF SE GRADUÓ y se marchó. Yo tenía dieciséis y no estaba segura de tener un corazón, hasta que el maldito se partió en dos y dejó jirones y venas y sangre por todos lados. Ni siquiera me dijo adónde se fue, simplemente se levantó y se marchó, y hasta lo vi el día después de la graduación, en la carretera, al final de mi calle, esperando el autobús; el sol se ponía detrás de él, un gran bolso verde colgado del hombro. Yo había pensado que lo hizo a propósito, tomó el autobús donde pudiera verlo, pero eso habría significado que Leaf pensaba en mí, y yo sabía que no era así. Me hizo una inclinación de cabeza mientras subía los escalones, eso fue todo, como si yo fuera un maldito cartero o una desconocida. Traté de alcanzarlo, corrí hasta la parada, yo era buena corriendo, como lo era para todo lo demás. Me precipité a toda velocidad, me esforcé, pero las puertas se cerraron y el autobús se alejó, y esa fue la última vez que lo vi. Había jurado que nunca dejaría que un chico me robara, que robara mi corazón, mi mente, ni una sola parte de mí. Lo había jurado una y mil veces desde que fui lo suficientemente grande como para comprender de qué se trataba. Pero, de todos modos, mis rodillas se estrellaron contra el pavimento y enloquecí por completo, perdí el control, un segundo, dos segundos, la cabeza colgando, las lágrimas brotando a raudales, pero la gente podía verme, era 39

probable que estuvieran mirando. Me levanté y dejé dos malditos arañazos de sangre en la acera, donde habían golpeado mis rodillas. Pensé en buscar a Zoe y a Buttercup y desahogarme, contarles todos mis secretos. Podía verlas en mi cabeza, vestidos negros y calcetines a rayas, palmeándome el hombro y tolerando gentilmente mi nueva vulnerabilidad mientras perdían el respeto por mí con cada lágrima que caía por mi rostro. En vez de eso, me dirigí a la casa de los Hunt y perdí mi virginidad con Midnight.

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APENAS NOTÉ LO que hizo la Loba en la casa Romano Fortuna. Mi mente estaba dominada por los Imperdonables, que me molestaban, incluso con el azúcar, de modo que comencé a elaborar un plan para deshacerme de ellos para siempre. Decidí mostrarle el granero a Midnight. Allí es donde los hechos suceden y las tramas se desarrollan, y yo quería que los hechos sucedieran y las tramas se desarrollaran.

WINK NO LLORÓ ni nada. No sé por qué pensé que lo haría; los Bell nunca lloran. Esa era una de las razones por las cuales era imposible intimidarlos. Se mantuvo callada mientras la acompañé de regreso a su casa, pero, en realidad, había estado bastante callada durante toda la noche. Y, de todos modos, yo no la conocía tanto como para saber si era así normalmente. No hablaba en la escuela, pero yo tampoco lo hacía, y eso no probaba nada. –Midnight, ¿quieres conocer el granero? Dejamos atrás los árboles y entramos otra vez a la granja Bell. Dos de los perros se levantaron del lugar en donde estaban durmiendo, en los pastos altos, cerca del gallinero. Se sacudieron y se acercaron a recibirnos, las lenguas suaves y calientes en mis manos frías. –Sí, quiero, Wink. Y ella sonrió, los labios se abrieron levemente mientras los ojos brillaban. Así nomás. Como si ya hubiera olvidado que le habían levantado el vestido y que más de diez chicos de la escuela habían visto su ropa interior con unicornios. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía no importarle? De repente, me sentí totalmente fascinado por ella. Solía sentirme totalmente fascinado por Poppy. Todos aquellos años en que se reía de sus rodillas ensangrentadas frente a mi casa, la bicicleta desparramada a un 41

costado. Así solía sentirme. La casa de Wink estaba oscura y supuse que serían alrededor de las once. Sin embargo, del otro lado del camino, en mi casa, las luces todavía estaban encendidas, lo cual era típico. A menudo, papá leía y trabajaba hasta muy tarde en la noche. Los dos éramos aves nocturnas. Mamá y Alabama eran madrugadores. Caminé hasta la escalera donde había visto antes a Wink. Coloqué la mano en un peldaño y comencé a trepar. Nunca fui un tipo al que le agradaran las alturas, ese era mi hermano, que solía ir a saltar al lago que quedaba cerca de Cima Diablo. Pero yo nunca le encontré sentido a arriesgar la vida por una buena caída. Subí y subí. Las manos me traspiraban y la mano derecha se me resbaló. Miré hacia abajo y vi la cabeza roja de Wink, que subía detrás de mí, y enseguida me sentí bien. Llegué al final de la escalera, apoyé una rodilla en la abertura y luego la otra, e ingresé en el granero. La luz blanca y líquida de la luna se filtraba por las grietas de las maderas, así que se podía ver bastante bien. Wink entró gateando después de mí, rápida y fácilmente, como si lo hubiera hecho un millón de veces, lo cual debía ser cierto. El heno tenía un olor agradable. Un poco dulce y seco, como el aserrín. Había fardos cuadrados por todos lados, en todo el recinto grande, espacioso y con techo en ángulo. La mayor parte estaba apilada contra una pared, pero el suelo también estaba cubierto por una gruesa alfombra de heno. Wink tomó algo del suelo y luego hurgó en el bolsillo con la mano libre. Escuché un chisporroteo y pronto una llama rasgó la oscuridad. Encendió el farol que sostenía en la mano y luego volvió a apoyarlo en el piso. El granero se llenó de sombras. –¿No es peligroso? –pregunté–. ¿Un farol con todo este heno? Wink agitó los dedos de las dos manos en un gesto entre dulce y displicente. –Hasta ahora no hemos incendiado nada. Pensé en la señora Bell y en que dejaba que sus chicos hicieran lo que quisieran y que todos habían logrado, de alguna manera, mantenerse vivos y saludables. Hasta mi padre era bueno y compasivo, pero su Lista de Prohibidos tenía un kilómetro de largo cuando Alabama y yo éramos pequeños. Cargó por completo con la responsabilidad de que no nos pasara nada, y no nos había permitido 42

patinar en el Lago Troll, ni arrojarnos en trineo por la Colina Alabastro ni caminar por senderos de bosques solitarios, donde podría haber osos o pumas ocultos. Eso le molestaba más a Alabama que a mí, ya que él había nacido con instinto suicida. A veces, me preguntaba si esa era la razón por la cual mamá prefería a Alabama, porque se arriesgaba, le agradaba exponerse al peligro, era seguro y no se preocupaba por cosas poco importantes. Tenía el pelo negro y sedoso, los pómulos altos, y los ojos negros y entrecerrados de su padre. Y aunque ninguno de nosotros lo había conocido, yo tenía la sensación de que el padre de Alabama era un tipo genial, con los mismos instintos suicidas de mi hermano. Supongo que es por eso que mi madre se enamoró de él. –Es para los caballos –dijo Wink y se hundió en una pila de sesenta centímetros de palitos dorados y finitos, lanzó un profundo suspiro y su rostro expresó… felicidad–. Me refiero al heno. –¿Tienen caballos? –pregunté. En uno de los extremos del granero, vi una mesita destrozada con dos banquitos. Había juguetes por todos lados, pelotas, muñecas, sogas de saltar, un mazo de cartas desparramadas, libros y un viejo caballito balancín de madera al que le faltaba la cola. Wink asintió y colocó los brazos detrás de la cabeza. –Viven en un área grande y cercada, cerca de la vieja Mina de la Manzana Dorada. Mim se los compró a un hombre en Cumbre Dormida... dijo que eran demasiado viejos para montarlos. Así que ahora los dejamos ahí durante el verano, para que corran libremente. Algunas de las construcciones de la mina todavía están en pie y hay un arroyito, pero no hay ningún camino que lleve hasta allí y no hay gente en las inmediaciones. Los caballos son los dueños del lugar. En el invierno, los arreamos hasta aquí y los mantenemos con calor. Mim es muy compasiva con los animales. Me senté junto a Wink y me recliné, igual que ella, con los brazos detrás de la cabeza. Pensé que el heno me provocaría picazón, pero no fue así. –¿Por qué le dices Mim a tu madre? –pregunté, porque ya sentía curiosidad. Volteó la cabeza hasta que su mejilla quedó apoyada en el brazo y arqueó las cejas rojas. –¿Por qué? ¿Cómo la llamas tú? 43

Su cara estaba a sesenta centímetros de la mía, pero su pelo era tan voluminoso que se extendía hacia los costados y me hacía cosquillas en la barbilla. –Ahora no la llamo de ninguna manera. Se fue a Francia con mi hermano mayor, Alabama, hace unos meses. Es autora de novelas de misterio y está escribiendo una colección que transcurre allí, algo histórico acerca de los albigenses. Emití un suspiro de alivio. No había sido tan difícil como pensé. Wink era la primera persona a quien se lo había contado. –¿Cuándo volverá? Me encogí de hombros. Wink se estiró y apoyó los dedos en la parte interna de mi muñeca derecha. Movió las yemas de los dedos de un lado a otro, de manera suave y pausada, como cuando acariciaba antes a los perros, justo en el medio de las orejas. Su mano era pequeña y tibia y muy, muy agradable. –¿Por qué te pusieron de nombre Wink? –pregunté inesperadamente. Me miró de esa forma dulce y atenta tan propia de ella. –No lo sé. ¿Y a ti por qué te pusieron Midnight? –Mamá dice que es porque nací a medianoche, justo cuando dieron las doce. Pero mi padre dice que nací cerca del amanecer, justo cuando el sol estaba saliendo. Así que es difícil saberlo. Wink se limitó a asentir y continuó acariciándome suavemente la muñeca con los dedos. Estaba haciendo otra vez lo mismo, eso de no hablar, que me producía una sensación de paz y de ensueño. –Lo siento –dije después de un rato–. Lo siento mucho, Wink. Poppy te tiene en la mira y es por mi culpa. –No importa –repuso Wink en un susurro–. Solo trataba de usarme a mí para avergonzarte a ti. Quería hacerte sentir impotente. Wink. Para ser una chica con una expresión en sus ojos de estar perdida en un bosque encantado, no parecía que se le escapara nada. –No dejes que gane, Midnight. No te sientas avergonzado ni impotente, así no tendrá poder sobre ti. –Es más fácil decirlo que hacerlo –Wink tenía una peca en forma de corazón en el brazo izquierdo, justo arriba del hueco interno del codo. Hacía juego con su 44

rostro en forma de corazón. Sentí ganas de tocarla. Quería apoyar la yema del pulgar encima de esa peca. Me sonrió, con ganas, y sus orejas se proyectaron hacia afuera como si fuera un duende. –De modo que todos vieron mi ropa interior con unicornios, Midnight. ¿Y con eso qué? Repite después de mí. De modo que todos vieron la ropa interior de Wink con unicornios. ¿A quién le importa? Esbocé una amplia sonrisa y lo hice. De modo que todos vieron la ropa interior con unicornios de Wink. ¿A quién le importa? –Ahí tienes –dijo y se rio, y su risa era plena, fuerte y sonaba como el tintineo de las teclas de mi piano de juguete de cuando era pequeño–. Dentro de cien años, ¿a quién le va a importar mi ropa interior con unicornios? ¿A quién le importa en este instante? Hay cuestiones más importantes en qué pensar. –¿Cuestiones más importantes como cuáles? –Luchas y guerras. Causas perdidas y amores perdidos. Misterios sin resolver, anillos mágicos y “Aquí hay dragones”. Senderos mágicos. Brujas que comen niños y brujas que los salvan. Mecheros de yesca y perros con ojos grandes como platos. Era la vez que más había hablado hasta el momento, y su voz se fue apagando hacia el final, hasta que sus palabras fueron casi un arrullo. –Estoy usando mi voz para Hacer Dormir a los Huérfanos –señaló. –Podría dormirme aquí mismo sobre el heno –dije y bostecé. –¿Midnight? –¿Sí? –¿Qué quieres ser? –¿Te refieres a qué quiero hacer? ¿Si quiero ser escritor como mi madre o vender libros raros como mi padre? –Sí. Una brisa voló a través de la ventana del granero e hizo repiquetear el farol. La llama titiló y las sombras del interior del granero se agitaron. –Quiero ser buscador de tesoros. Probablemente debería haber dicho algo realista y normal. Algo como “jugador de fútbol profesional” o “director de cine” o “investigador privado”. 45

Esperé que riera. Poppy se habría reído. Pero Wink simplemente me miró. –Pero no quiero buscar reliquias, como el Arca de la Alianza. Quiero buscar música, arte. Quiero buscar composiciones perdidas de Bach en monasterios alemanes. Quiero rastrear las pinturas desaparecidas de Vermeer y de Rembrandt, y las obras perdidas de Shakespeare. Quiero ingresar sigilosamente a los castillos y escarbar en los desvanes y registrar las bodegas. –Serías bueno para eso –señaló Wink. Y ya no sentí vergüenza de mi confesión, ni un poquito, aun cuando no hubiera admitido mis sueños de buscador de tesoros ante nadie, salvo Alabama. Wink me sonrió y sus orejas se proyectaron hacia afuera otra vez. –¿Y tú qué quieres ser? Emitió un leve mmm. –Quiero ser como el Hombre de Arena. Quiero meterme por la ventana de los dormitorios de los niños, soplarles el cuello suavemente y esparcir arena en sus ojos. Quiero inventar historias y susurrárselas al oído y darles buenos sueños –tomó aire y lo exhaló, las costillas flacuchas se levantaron dentro de su extraño vestido verde–. A veces lo hago para los Huérfanos, cuando hay una tormenta eléctrica y ellos dan vueltas en la cama. Me siento junto a ellos y les susurro hasta que quedan profundamente dormidos. Wink miraba el techo del granero y yo la miraba a ella. –¿Qué tipo de historias inventas? –Bueno, tengo una acerca de una bruja joven, cruel y egoísta llamada Rosa de la Colina. Ella embruja a un pueblo entero y los convierte a todos en sus esclavos, hace que bailen ante sus deseos como marionetas… todos menos un chico de cabello oscuro llamado Isaac, que descubre su debilidad y le quita los poderes. –¿Y qué pasa? –pregunté, ya fascinado por completo con la historia–. ¿Qué les pasa a Rosa y a Isaac? Wink volteó la cabeza hacia el costado y me miró a los ojos. –Se hacen amigos –hizo una pausa–. Los Huérfanos siempre se quedan dormidos antes de que llegue al final. Pero pienso que se hacen amigos. Ambos nos quedamos callados durante un rato, y yo disfruté del grato silencio. 46

–¿Cuántos hermanos tienes? –pregunté un ratito después. No me respondió, solo volvió a emitir un mmm. –¿Qué le sucedió a tu papá? ¿Tú también lees las cartas del tarot como tu madre? ¿Es cierto que Leaf, tu hermano mayor, se fue al Amazonas? De repente, estaba disparando preguntas, pero no sentía vergüenza, en absoluto. Wink se rio, con ese tintineo característico. Observó el techo alto del granero, estiró los brazos por encima de la cabeza y suspiró. –Hay cinco Huérfanos –dijo–, sin contar al que acaba de marcharse. Descubrí más tarde que no había forma de sonsacarle directamente la verdad cuando no estaba dispuesta a brindarla. De modo que eso fue todo lo que obtuve como respuesta. Transcurrieron unos pocos minutos y observé el perfil de Wink en la luz sombría del granero, la naricita de muñeca y el mentón puntiagudo. Esa mañana, había estado cerca de mi nueva casa mirando la granja que se hallaba del otro lado del camino, preguntándome si había logrado finalmente olvidar a Poppy. Y ahora estaba ahí, en un granero con Wink Bell, y más contento de lo que había estado desde lo de mamá, Alabama y Francia. –¿Vas a vengarte? –preguntó Wink intempestivamente con su voz soñolienta–. Elegiste el Tres de Espadas y creo que significa que estás planeando vengarte. Creo que quieres castigar a Poppy, como Ladrón castigó a la Cosa en lo profundo cuando consiguió atraerla para que saliera del castillo y así pelear con ella bajo el sol y el cielo azul. –¿Vengarme de Poppy? No. Lo único que quiero es alejarme de ella. –Pero los héroes se vengan. Es una característica de ellos. –Yo pensaba que los héroes salvaban a la gente y lograban que hubiera finales felices. –Sí. Pero primero viene la venganza y corregir lo que estaba mal. En ese momento, cuando Wink se inclinó, pensé que iba a susurrar algo a mi oído, algo más acerca de héroes, ladrones, venganzas, Rosa de la Colina y el muchacho… …de modo que cuando puso sus labios sobre los míos, me sobresalté. Se quedó quieta por un segundo y luego intentó otra vez. 47

Si lo hubiera pensado, habría aventurado que besaría como una niñita, ya que todavía lucía bastante aniñada: dulce, tierna y tímida. Dos besitos rápidos y luego salir corriendo. Pero sus besos eran… hambre, experiencia, habilidad y deseo. Aferró mis brazos, luego mi pelo y bajó mi cara hacia la de ella y, cuando mis labios tocaron su cuello, su piel me pareció tan dulce como el azúcar.

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EN EL SEGUNDO año de la secundaria, me conseguí a los Amarillos, porque las personas de mi categoría necesitan tener un séquito. Thomas estaba siempre tan triste y herido, un hogar roto, una hermanita muerta de pequeña, y era una de esas personas que sienten las cosas muy profundamente; y Briggs era lo opuesto: enérgico, temperamental, desenvuelto como los perros Pomerania que vivían enfrente y te mordían los tobillos. Los volvía completamente locos a los dos durante todo el año, y eso que solo eran la cereza del pastel, después de Midnight. Yo era el centro, el sol, y todos ellos giraban a mi alrededor… No, Poppy, no eres nada. No eres nada de nada. La voz de Leaf en el fondo de mi mente, detrás de mi corazón, acercándose furtivamente como un lobo en el bosque. Me gustaba alardear ante él que no le tenía miedo a nada, pero él sabía. Sabía que, en mi interior, me aterrorizaba la idea de volverme vieja y fea, tener que pagar las consecuencias, y que mi crueldad se revelara a través de las arrugas y las manchas de la edad y que todos dejaran de hacer lo que yo quiero o de prestarme atención o, peor aún, se olvidaran por completo de mí. Pero tengo pensado morir cuando todavía sea joven y hermosa, como Marilyn Monroe, ya lo verán. Buttercup era la hija de un actor de cine de artes marciales, que siempre estaba de viaje. Las dejó a ella y a su esposa aquí en Puente Roto y solo regresaba para las vacaciones, y la madre de Buttercup era alta y hermosa y elegante, cabello largo, negro y sedoso; de tal palo, tal astilla. Yo la había visto una vez en el mercado de productores y una vez en la librería, pero me pareció que tenía problemas con el idioma. Zoe era la líder de las dos, aun cuando Buttercup fuera la que hablara. En público, a Zoe le gustaba mantenerse bajo su sombra, pero en privado, tomaba todas las decisiones, llevaba la batuta; la gente puede sorprenderte, si prestas atención, cosa que en general yo no hago. Zoe provenía de una familia unida y afectuosa, sus padres eran ricachones y liberales y dejaban que hiciera lo que quisiera, como por ejemplo, si un día ella les decía: Mamá, papá, decidí que quiero

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ser un plátano, ellos responderían: Iremos al pueblo y te compraremos una tela amarilla. La mayor parte del tiempo yo la odiaba un poco por esto, pero a veces también me sentía cautivada por ella, como los aduladores de la realeza británica, que se lanzan como perros famélicos sobre cada mínimo y jugoso chisme personal y rutilante. Yo disfrutaba de su vida de ensueño y fantaseaba con ser una especie de hadita con rizos castaños y padres a quienes les importara un bledo que uno hiciera todas las cosas que estaban mal. En cierta ocasión, Zoe, Buttercup y yo estábamos calcando lápidas en el Cementerio Green William, porque ellas querían hacerlo y yo estaba tratando de ser más generosa y darles el gusto de vez en cuando. El tiempo había desmejorado, el sol se había ocultado y Leaf me encontró raspando un trozo de carbón en la milésima piedra que decía Aquí yace el cuerpo de, mientras las nubes se amontonaban en el cielo. Me dijo que lo siguiera, y eso hice. Dejé a un lado el papel de calcar y el carbón, sin decirle una sola palabra a Zoe y a Buttercup, ni siquiera me acordé de ellas, ya habían desaparecido para mí. Fuimos al bosque y le conté a Leaf que estaba intentando ser mejor, que realmente no era tan mala, no en lo más profundo de mis ser, solo era mala cuando realmente quería serlo, que podía controlarlo, podía detenerme cuando lo deseara. Se rio y dijo que yo era un caso triste y perdido. Pero cuando apreté el cuerpo contra sus costillas huesudas, él también me apretó. Apoyó las manos en mis mejillas y los labios en mi frente y me sostuvo mucho tiempo hasta que el cielo explotó y la lluvia comenzó a caer. Entonces juré ser mejor, hacer todo lo posible por lograrlo, poner todo el corazón en eso y esforzarme. Sería más buena con mis padres, intentaría ser lo que ellos pensaban que yo era, sería una mejor amiga para Zoe y Buttercup, dejaría de torturar a todos los chicos y permitiría que siguieran adelante con sus vidas y encontraran a alguien que pudiera quererlos. Yo podía hacerlo, claro que podía. Ánimo, Poppy, sigue así, sigue así. Duraban varias horas… las buenas intenciones, hasta unos pocos días, pero luego volvía a ser rápidamente la misma cruel, cruel, cruel de siempre, y disfrutaba hasta la última gota.

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NO DEBERÍA HABER besado al Héroe. Se suponía que los besos llegarían justo en el final, después del monstruo y de la pelea. Después del ataúd de vidrio y el pinchazo de sangre. Pero Midnight estaba tumbado en el heno y tenía los ojos tristes y el pelo se le rizaba sobre los pómulos. Yo quería sostener su corazón en mi mano, extraerlo de su pecho y acunarlo como a uno de los gatitos recién nacidos de Nah-nah, con su delicado pelaje atigrado y sus ojitos aún cerrados. Una vez les leí a los Huérfanos un cuento de hadas llamado Gigante, corazón, huevo. Era acerca de un gnomo que mantenía su corazón escondido en un huevo en un lago lejano, para que no pudieran matarlo. Deseé que el corazón de Midnight estuviera escondido muy lejos en un lago remoto. Quería hacer guardia para cuidarlo. Quería lanzar hechizos y entrenar dragones para protegerlo. Quería asegurarme de que estuviera seguro hasta que viviéramos felices para siempre. Leaf decía que era peligroso leer un libro en forma desordenada, porque se suponía que los hechos sucedían uno, dos, tres, cuatro, cinco. Y si eso no ocurría, si cuatro iba antes que dos, el mundo giraba al revés y sucedían cosas malas durante la noche. ¿Qué pasaría ahora que yo había puesto el final de mi historia al comienzo? ¿Acaso mi mundo giraría al revés? ¿Y el de Midnight también? Leaf nunca hablaba. Casi nunca. Era como Pa. Era como el búho cornudo con garras ensangrentadas de La niña bruja y el niño lobo. Rara vez hablaba y, cuando lo hacía, uno lo escuchaba. Leaf me dijo una vez que no existía ninguna diferencia entre los cuentos de hadas de los Huérfanos y mi nariz, porque ambos eran tan reales como yo creía que eran.

RAYOS DE SOL en las mejillas. Las ventanas de mi viejo dormitorio, cuando vivía en el pueblo, daban al oeste. 51

Por lo tanto, me despertaba con luz tenue, aun cuando el cielo estuviera azul. Pero mi nuevo dormitorio con sus pisos enclenques tenía dos enormes ventanales que daban directamente al este. Levanté los dedos y los estiré bajo la luz del sol caliente y amarilla, uno detrás del otro, como si tuviera súper poderes. Como si estuviera disparando rayos láser de sol. Mi viejo dormitorio tenía alfombra color verde apagado, paredes blancas y un armario razonable. Mi nuevo dormitorio tenía un armario viejo y combado, que venía con la casa, una chimenea que funcionaba y un piso de madera inclinado, que repiqueteaba con mis pisadas. El día anterior, había descolgado las polvorientas cortinas amarillas y dejado las ventanas desnudas. De modo que mi habitación consistía en la cama, las dos ventanas desnudas, dos estanterías negras (llenas) y una cómoda, más el armario mencionado previamente. Las paredes estaban vacías. Pensé que tal vez podría colgar arriba de la cama el mapa de la Tierra Media que Alabama me había regalado para Navidad. Pero nada más. Me gustaba el espacio vacío. Mamá solía decir que yo era minimalista. Pero Alabama era un cachivachero como ella, y sus infinitas cajas de cachivaches ahora llenaban hasta el tope el sótano de ladrillos, que olía a humedad. Me pregunté si alguna vez volverían por ellos o si simplemente comenzarían a adquirir cachivaches nuevos en Francia. A papá no parecían molestarle las cajas. En realidad, todo lo que tenía que ver con mamá y Alabama no parecía preocuparle mucho. Papá quería a mi hermanastro tanto como me quería a mí… Y quizás eso podría haberme enojado, ya que Alabama recibió la mayor parte del amor de mamá y también la mitad del de mi papá. Pero yo estaba más bien impresionado por la capacidad de mi padre de querer a un hijo que no era de su sangre. Creo que Alabama también. Mamá y él estaban de acuerdo prácticamente en todo, pero con respecto a papá… él siempre cedía, aun cuando no estuviera de acuerdo. A menudo encontraba a Alabama parado en la puerta de la oficina de papá observándolo mientras él estaba encorvado sobre sus libros raros. Solía tener una expresión suave en la mirada, una sonrisita en el rostro, y la escena completa tenía cierta hermosura. Extrañaba a mi hermano. 52

Me dirigí a las ventanas, apoyé las manos en el alféizar y respiré el aire verde del verano: hierba, rocío y pino. Las hojas de los manzanos titilaban bajo el sol matutino, como si fueran estrellas. La luz me pegó en el pecho desnudo y me incliné hacia ella. Me agradaba estar en el campo. Me hacía mejor que el pueblo. Tres chicos pelirrojos corrían alrededor de la granja Bell. Los perros le ladraban alegremente a una cabra color café y blanca, y uno de los chicos había trepado a la cabra y gritaba Arre, arre, caballito... Pero la cabra los ignoraba a todos y comía sin inmutarse unas flores silvestres que crecían cerca de una vieja bomba de agua de color rojo. No divisé a Wink. Cerré los ojos. Esa chica me hacía sentir como si soñara a plena luz del día. Supongo que llegaría a ser un buen Hombre de Arena. Después del beso en el granero, se había hecho un ovillo contra mí, confiada y tranquila, como si llevara haciéndolo toda la vida. Sus piernas flacuchas estaban apretadas entre las mías, las palmas de las manos, abiertas y desplegadas sobre mi pecho. Su cabeza estaba apoyada con tanta fuerza contra mi cuello que podía sentir sus parpadeos, suaves latigazos contra mi piel. Antes del granero, solo había besado a Poppy. Ella hacía todo de manera impecable, perfecta. Sabía exactamente dónde colocar los labios de ella y los tuyos. Y, sin embargo, los besos de Poppy eran suaves y ligeros, como las alas de las mariposas o las migas de pan fresco. Pero Wink besaba… profundamente. Como el sendero de un bosque oscuro y neblinoso. Un sendero que conducía al amor, a la sangre, a la muerte y a los monstruos. Ella besaba con ansia. Yo había sentido antes esas ansias. Había deseado a Poppy todo el año, con tanta fuerza que pensé que estallaría en llamas, una combustión de ansias espontánea. Pero nunca sentí que ella tuviera ese deseo por mí. Me estiré en el aire fresco que rebotaba por la ventana, y sonreí. ¿Quién podía imaginar que sucedían tantas cosas en el interior de una pequeña 53

pelirroja enfundada en un overol con botones en forma de fresa? Alabama salió con muchísimas chicas. Muchísimas. Las chicas se sentían atraídas por él, como las abejas a la miel, como los chicos a los charcos, como los gatos a los rayos del sol. Una vez le pregunté si una le gustaba más que las otras. Si alguna significaba algo. Regresábamos a casa de noche tarde, después de haber visto una película de terror. Recuerdo el golpeteo de los tacones de las botas de Alabama en el empedrado que conducía a nuestra antigua casa. Mi hermano se detuvo y me miró. Siempre usaba el pelo largo, debajo de los hombros. A veces lo sujetaba atrás con una fina tira de cuero, pero no esa noche. Volaba suelto en la brisa veraniega y lanzaba destellos negros, luego azules y otra vez negros bajo la luz amarilla del farol de la calle. –Midnight, ¿conoces a Talley Jasper? La conocía. Era un enigma. Tenía cabello oscuro hasta la cintura y tocaba el chelo, siempre andaba arrastrando ese enorme instrumento por todos lados. Se sentaba sola durante el almuerzo y leía un libro mientras comía una manzana. Siempre estaba comiendo manzanas. Sus padres eran dueños de una tienda de ropa carísima, pero ella no se comportaba como los demás chicos ricos: malcriados, agresivos, arrogantes y escandalosos. Era amable con los chicos nopopulares, y quisquillosa con los populares. Una vez me sonrió dulcemente cuando me tropecé sin querer con su pie en la cafetería. Dijo: “Está todo bien, Midnight” y se alejó, y recuerdo haberme sentido muy contento de que supiera mi nombre. –Talley es la chica más pensante de todas las que conozco. Y algún día averiguaré en qué piensa realmente. Mientras tanto, espero con tranquilidad que llegue el momento. Proseguimos caminando y doblamos en la calle de nuestra casa. Llegamos a la enorme casa de Poppy, jardín perfecto, columnas blancas perfectas, glorieta perfecta a un costado. Caminé más despacio. Alabama también. –¿Cómo sabes eso acerca de Talley? ¿Cómo te das cuenta? –Es una sensación –sonrió–. Además, una vez me topé con ella muy tarde en la noche, cerca del Río Recodo Azul, donde dobla al final del pueblo. Ella estaba en la orilla mirando las estrellas. Se dio vuelta, me pescó observándola y luego… –los 54

ojos de Alabama brillaron igual que los de mamá cuando hablaba de una nueva idea para un libro–. Y luego me sujetó con las dos manos, aferró mi camisa con los puños, se estiró y me besó. Y no dijo una sola palabra. Hasta el día de hoy, nunca me dijo una sola palabra. Una vez pasé caminando junto a ella en el pasillo de la escuela y le rocé el brazo. Levantó la vista y me sonrió, pero no se detuvo. Eso fue todo. De modo que espero. Alabama soltó una risita, lenta y relajada y luego mamá lo llamó desde la ventana del piso de arriba para que fuera a ayudarla con algo que estaba escribiendo. Abrió la puerta y se dirigió hacia ella. Cuando Alabama me habló de Talley, yo todavía estaba henchido de amor adolescente por Poppy. Fue el verano pasado y estaba fascinado con ella, como una nube suave y blanca en medio de una tormenta negra. No entendía nada de lo que mi hermano decía. Sin embargo, ahora comprendí. Me pregunté si Alabama extrañaría a Talley mientras estuviera en Francia. Me pregunté cuánto tiempo la esperaría.

Encontré a papá en el altillo. Había instalado allí su nueva oficina/biblioteca, lo que implicó que el día anterior tuviera que subir dos pisos de escaleras ruinosas con seis millones de cajas pesadas llenas de libros. A papá le gustaba coleccionar cosas, al igual que a mamá y a Alabama, pero ese era su trabajo, así que tenía una excusa. Le llevé una taza de té verde. Mamá y Alabama bebían café y nada más. Y papá bebía té verde y nada más. Yo todavía no estaba muy seguro de lo que bebía. Papá tomó la taza, dio un sorbo y sonrió. Estaba desempacando viejos libros ajados y catálogos de subastas. Todo era un revoltijo, lo cual me volvía un poco loco. Me gustaba el orden. Debido al ángulo del techo, mi padre tenía que inclinarse cada vez que caminaba hacia los rincones de la habitación estrecha y rectangular. Las vigas y el polvo estaban al descubierto. Pero parecía agradarle.

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Noté que había colocado la fotografía de su casamiento sobre su escritorio antiguo. Mi padre no revelaba nada de lo que verdaderamente sentía acerca de que mi madre y mi hermano se hubieran marchado. Por lo tanto, yo buscaba señales donde podía. Apoyé las manos en la madera pulida y me incliné hacia adelante. Mi padre, de traje color café, con los ojos grandes como los ciervos cuando los iluminan los faros de los autos. Pero mi madre esbozaba su amplia y hermosa sonrisa, esa que volvía sus ojos suaves y chispeantes. Y si, a veces, yo pensaba que su sonrisa en esa fotografía parecía genuina pero un poco forzada, bueno, era probable que no fuera más que una interpretación mía. –Así que ayer estabas conversando con la más grande de las chicas Bell – comentó papá sin mirarme, los ojos en el libro de cuero verde que tenía en sus manos. –Así es. –Me agrada –añadió. Pero lo que él realmente quería decir era que le agradaba más que Poppy. Mi padre supo quién era Poppy desde el instante en que ella cruzó la puerta de nuestra casa. De haber podido, la habría puesto en la Lista de Prohibidos. Eli Hunt respetaba tanto la madurez como la privacidad. Permitió que Alabama y yo hiciéramos nuestras propias reglas después de cumplir los dieciséis años. Para bien o para mal, yo estaba ahora a cargo de mi propia vida.

UNOS AÑOS ATRÁS, hubo una gran tormenta eléctrica, que derribó árboles y casas e inundó el Río Recodo Azul. Todo el mundo estaba pendiente de lo que ocurría, era excitante, la destrucción es excitante, por más que digan lo contrario. Bajé al río solo para verlo crecer y para observar lo que había arrastrado en su tormentoso paso: muebles de jardín, juguetes, animales muertos. Encontré a Leaf junto a la orilla, apoyado contra un árbol, a centímetros de los rápidos turbulentos y cenagosos, haciendo exactamente lo mismo. 56

–Es hermoso –dijo después de que hubiéramos estado un rato debajo del diluvio y acabáramos de contemplar una puerta roja de madera que pasaba flotando, y luego una bicicleta azul, y luego un par de botas negras amarradas entre sí, y luego un zorrito, de espaldas, las patas muertas sobre la barriga. Fui muchas veces al granero después de que Leaf se marchó en el autobús. A veces, estaban esos chiquitos irritantes, pero cuando no estaban, trepaba la escalera y me sentaba en el sol, en el heno, en la quietud. Y ahora Midnight estaba viviendo al lado de ellos, al otro lado del camino. Supongo que pensaba que estaba ascendiendo en la escala social y alejándose de mí, claro, como si fuera tan fácil, por favor, por favor, ¿por qué todos los que me rodean son tan indiscutiblemente estúpidos? Yo quiero encontrar gente que me agrade, en serio, pero todos son tan estúpidos. Ya había notado que Midnight se estaba alejando de mí antes de que se mudara a esa casa sucia y destartalada. Y luego lo encontré hablando con Salvaje en la entrada y se veía tan entusiasmado con ella, con su pelo rojo, sus pecas y su rareza; me sentía enferma de solo pensarlo. Bueno, si Midnight quería estar con Wink y sus cuentos de hadas, su granero, su ropa interior de unicornios y sus overoles, entonces yo le mostraría quién era ella. Realmente lo haría.

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MIDNIGHT ME ENCONTRÓ mientras estaba extrayendo con mucho cuidado y esfuerzo los huevitos azules de debajo de una de las más bonitas gallinas Sedosas del Japón de color blanco. Lo llevé a la cocina e hice unos frijoles de ojo amarillo sobre tostadas, para él y los Huérfanos. Se necesita una olla grande para hervir los frijoles y eso me gusta, porque me siento como si fuera una bruja. Como Mim estaba en la habitación donde leía las cartas, hice también café. A ella no le agradaba que yo bebiera café, decía que me provocaría sueños oscuros. No le di a los Huérfanos, éramos solamente Midnight y yo, sorbiendo de la misma taza azul, crema fresca y azúcar morena. El Héroe se acercó más a mí después de lo del granero. Y también me miraba de manera diferente. Le conté cómo se llamaban los Huérfanos y recogimos fresas del jardín. Le enseñé a apretar los dedos de los pies en la tierra negra. Comimos las bayas maduras, jugosas y calientes por el sol, como Laura y Lizzie en El mercado de los duendes: Por tu bien en el valle me aventuré y a todos los duendes enfrenté. Cómeme, bébeme, ámame. Héroe, Loba, tratadme bien. Con brazos entrelazados y hablando con cautela, las mejillas y los dedos les cosquillean, juntas se acurrucaron.

EN LO QUE va del día: Recogimos huevos; desayunamos; jugamos a las escondidas; desmalezamos el gran jardín cuadrado entre la casa y el granero; jugamos con los perros a que trajeran las ramas que les arrojábamos; observamos a Mim mientras preparaba ensalada caprese para el almuerzo, con aceite de oliva dorado, tomates y albahaca recién cortados; comimos todos juntos de pie en la mesa de la cocina; yo dibujé un mapa del tesoro para los Huérfanos; y luego todos fuimos a buscarlo al pastizal 58

de atrás y cavamos hoyos con palas oxidadas. Cuando el sol se puso muy fuerte, fui a casa a buscar mis herramientas: monedas, pañuelo, cartas, anillas de acero. Estaban en una caja en el sótano. Las había escondido desde que Poppy las encontró varios meses atrás y se burló de mí durante semanas. Hice mis trucos de magia para Wink y compañía en el granero, y los chicos se quedaron sentados quietos, con los ojos muy abiertos y ni siquiera hablaron. Wink me miraba atentamente y esbozó su enorme sonrisa de orejas estiradas cuando terminé. Una vez que guardé mi equipo de magia, Wink extrajo La cosa en lo profundo del bolsillo del overol y comenzó a leer. Se sentó encima de una vieja manta extendida sobre una pila de heno, descalza, con su overol, y los Huérfanos alrededor de ella y de mí. La luz del sol entraba a raudales por la abertura del granero, brumosa y a baja altura: la única forma en que pude darme cuenta de lo tarde que era. El tiempo parecía haberse detenido por completo. No había tenido un día que transcurriera de forma tan perezosa y ensoñadora desde que era niño. Desde antes de que comprendiera el concepto del tiempo. Las yemas de los dedos de Wink todavía estaban manchadas por las fresas, mínimos destellos de rojo rosado al pasar las páginas. Sus labios también estaban manchados. Los observé mientras se movían con las palabras, una boca roja como la sangre. Bee Lee se hizo un ovillo a mi lado, la cabeza contra mi costado. Los Huérfanos eran tres varones y dos mujeres. Todos de cabello rojo, excepto Bee, que tenía cabello castaño oscuro. Acababa de cumplir siete años. Yo lo sabía porque fue una de las primeras cosas que me contó. Los mellizos eran Hops y Moon, el varón más grande era Felix, y última de todos estaba la pequeña Peach, la más chiquita de la familia. Los mellizos de diez años eran los más salvajes de todos. Siempre parecían estar tratando de superar al otro. ¿Quién gritaba más fuerte? ¿Quién podía hacer aullar a los perros? ¿Quién le metía más heno dentro de la camisa al otro? Después venía Peach, que tenía cinco o seis años, pero la misma pícara y ruidosa ferocidad que los mellizos. Felix debía tener catorce y era muy parecido a Leaf, su hermano mayor. Era más callado que los otros, pero sus ojos eran muy vivaces. Bee Lee ya era mi preferida. Era adorable y dulce como el Bichon Frisé que 59

había tenido de pequeño. Siempre estaba tratando de deslizar su mano en la mía o colocar su brazo gordito alrededor de mi cintura. Wink tenía una voz hermosa para leer, lenta y delicada. Leyó la historia de Ladrón, la muerte de su padre y la profecía. Leyó sobre sus viajes a Los Bosques Embrujados, él solo con la ropa en la espalda y la espada que le dejó su padre. Leyó que tuvo que robar comida, manzanas de los árboles y pasteles de las ventanas, para no morir de hambre. Leyó que se sentaba junto a un fueguito por la noche y cantaba viejas canciones para ahuyentar a la soledad. Oímos que Mim nos llamaba a comer, justo cuando Wink leía la última palabra del quinto capítulo y regresaba el libro al bolsillo. Los Huérfanos se levantaron y salieron corriendo hacia la casa, Bee Lee me lanzó una sonrisa tímida por encima del hombro antes de bajar disparando por la escalera. Miré a Wink y ella ya estaba observándome. –¿Deberíamos ir a comer? –pregunté. Se encogió de hombros. Me puse de rodillas. Apoyé los dedos en el comienzo de su espalda y le besé el ombligo a través del overol de algodón. Colocó las manos en mi cabeza, las yemas de sus dedos manchadas de fresa en mi pelo. Giré el mentón y apoyé la mejilla contra ella. –¿Qué rayos es esto? Me sobresalté. Las manos de Wink cayeron a los costados. Abrí los ojos, los cerré. Volví a abrirlos, solté a Wink y me puse de pie. Poppy. Wink retrocedió, caminó de costado con paso furtivo hacia el rincón en sombras. Poppy la ignoró. Llevaba otro vestido corto y ligero, de los que mostraban más de lo que ocultaban. Era verde, el mismo color de los ojos de Wink. –No estabas en tu casa y tu padre se negó a decirme adónde habías ido. Siempre me detestó –hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo para alisarlo, llamando la atención hacia él–. Pero yo imaginé dónde te encontrarías. –Entraste sin permiso. Es invasión de propiedad –señalé–. Esta granja es de Wink. No eres bienvenida. No te quiere aquí. Poppy rio. 60

Me tomó de la camisa y me jaló hacia ella. Luego entrecerró los ojos hacia la oscuridad que había detrás de mí. –¿Eso es cierto, Salvaje? ¿No me quieres aquí? Wink permaneció en las sombras. Poppy soltó mi camisa y caminó en la oscuridad. Entrelazó los dedos en la tira derecha del overol de Wink y la trajo un paso, dos, de vuelta a la débil luz de la tarde, en el centro del granero. Wink la siguió, mansa como un cordero. Poppy le apartó un mechón de pelo rizado de la mejilla. Wink no la detuvo. –¿Crees que Midnight es un príncipe que ha venido a rescatarte de tu vida de perdedora? –Poppy mantenía los dedos en el rostro de Wink–. ¿Es eso lo que crees? Estoy segura de que anoche lo besaste, después de que les mostraste a todos en la fiesta tu ropa interior de unicornios. Seguro que te arrojaste arriba de él. Ustedes, los Bell, son todos animales. Sucios y obsesionados por el sexo, como un rebaño de cabras apestosas. –Basta, Poppy. No lo grité, ni siquiera levanté la voz. Pero apartó la mano de la mejilla de Wink y giró hacia mí. –Midnight, ¿estás protegiendo a tu nueva amiguita? Guau, qué adorable – colocó la mano en la cadera y arqueó el torso hasta que el vestido se balanceó contra la parte alta de los muslos con un susurro–. ¿Cómo puedes soportarlo? ¿Cómo puedes soportar besar a esta cosa pálida, pecosa y sucia? ¿Es solo una cuestión hormonal? ¿Es algún tipo de testimonio sobre el órgano masculino? ¿Debería estar tomando notas? ¿Desarrollando un estudio académico? –Eres tan mala –lo dije en voz muy baja, pero ella lo escuchó–. ¿Por qué eres siempre tan mala? ¿Qué problema tienes? ¿Naciste así? A veces pienso que debes tener un agujero en el corazón… que te provoca dolor y te hace rugir como un animal con la pata enganchada en una trampa. ¿Es así, Poppy? ¿Esa es la razón? Poppy se quedó mirándome. Sopló una brisa vespertina, que sacudió el heno, y los tres permanecimos inmóviles. Luego se dio vuelta. Caminó hacia la escalera. Bajó. Se marchó. 61

Y después Wink estaba a mi lado, deslizando su mano en la mía. –Vayamos a cenar –dijo. Y aun sin mirarla, supe que sonreía. Podía oír la sonrisa en su voz, sentirla en sus dedos, yemas de fresa apretándome la mano.

–MIRAS A LEAF Bell. Lo miras mucho –señaló Buttercup. –Mucho –repitió Zoe como un eco, sus estúpidos rizos castaños se retorcieron mientras sacudía la cabeza. Vivían una al lado de la otra, siempre habían vivido una al lado de la otra. Aparecieron en el kínder con ese comportamiento de mellizas tan creepy, creepy, la misma ropa, hablando al unísono y repitiendo las frases que la otra decía. Tienen pelo distinto, piel distinta y ojos distintos, una es alta y la otra diminuta, pero por un tiempo me resultaba casi imposible distinguirlas. Aunque, para ser sincera, nunca lo intenté realmente. Estábamos sentadas en las gradas, ya habíamos terminado de correr, el pelo mojado de la ducha dejaba huellas húmedas en nuestras camisetas. Buttercup y Zoe corrían con shorts negros y camisetas negras, y calcetines a rayas hasta la rodilla. Habría sido menos cómico si no se lo tomaran tan en serio. Los chicos estaban en las pistas, Leaf iba primero, siempre iba primero. Era el mejor corredor de nuestra escuela de 1.300 alumnos. Los dos últimos años entramos en las competencias estatales y él era la razón por la que lo logramos. –Leaf es vil –Buttercup. –Todos los Bell son viles –Zoe. –¿No es cierto? –dijeron esto último al mismo tiempo, al estilo mellizas. –Cállate, Buttercup. Cállate, Zoe. Y luego intercambiaron una sonrisa cómplice y secreta. Tuve ganas de borrárselas de la cara de un cachetazo, pero, en su lugar, les dije que si volvían a pronunciar el nombre de Leaf otra vez, echaría a correr el rumor de que las había pescado a las dos besando al Sr. Dunn, el nuevo y sexy profesor de Matemáticas, en el cementerio, cerca del mausoleo de los Redding, ocultos tras los altos 62

arbustos. Cuando se decía una mentira, los detalles eran fundamentales, todo estaba en los detalles, ahora Zoe y Buttercup ya lo sabían. Yo se los había enseñado. Y nunca volvieron a pronunciar su nombre, ni siquiera el día en que se fue, aun después de que les hablé de Midnight y de lo que yo había hecho. Cuando encontré a Midnight en el granero con la mejilla apoyada sobre el estómago de Wink y las manos de ella en el pelo de él… la expresión en el rostro de Midnight… y Salvaje con la mirada hacia abajo, sobre él… Algo sucedía entre ellos, algo que no estaba dentro del plan… Leaf se fue. Y ahora Midnight. Otra vez, no. Otra vez, no, otra vez, no, otra vez, no.

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EL HÉROE HACE trucos de magia. No de verdad, como Mim y Leaf, sino de esos dulces e infantiles que no poseen ningún tipo de magia genuina. Nos hizo una demostración en el granero para los Huérfanos y para mí. Bee Lee se quedó mirándolo durante toda la cena. Tiene un corazón blando como la Banshee de ojos rojos, uno de esos espíritus de las leyendas irlandesas, en Piedad Shee y los bailarines nocturnos. Piedad vagaba por la tierra buscando un amor perdido, sus lamentos nocturnos eran como sauces suspirando en el viento. Bee Lee lo ha extrañado mucho a Leaf desde que se marchó, y Felix no le presta atención de la misma manera. Tienen pocos años de diferencia, dice Mim. Pero a Midnight… lo miraba con ojos fascinados y a él no le molestaba ni un poquito. La Loba vino otra vez al granero, pero Midnight hizo lo que se suponía que tenía que hacer. Me defendió, como un Héroe. La ahuyentó y la devolvió a la oscuridad. Más tarde, Mim me leyó otra vez las hojas de té, después de que Midnight se fue a su casa. Pero no quiso contarme lo que decían.

LOS AMARILLOS ESTABAN reunidos en un semicírculo comiendo tomates cherry rojos y gordos de una bolsa de papel color madera. Wink y yo habíamos ido al pueblo para visitar la biblioteca Carnegie y teníamos las mochilas repletas de libros. En una esquina tomamos helado de aceite de oliva en el puestito de Salt & Straw y en otra compramos palomitas de maíz con manteca y parmesano en Johnny’s popcorn Shack. Estaba comenzando a anochecer y las sombras se iban extendiendo. El aire olía a flores silvestres, a hierba y a nieve. En las montañas, el aire siempre huele a nieve. Incluso en verano. Nuestros zapatos repiquetearon por el empedrado de la calle Dickenson Rose Lane, saludamos a mi antigua casa, ignoramos la de Poppy, acariciamos a un tranquilo San Bernardo a través de una verja blanca y luego atravesamos el 64

Cementerio Green William hacia el bosque. Los Amarillos bloqueaban el sendero Romano Fortuna, el atajo que conducía a la casa Romano Fortuna y a la granja Bell, el único camino para llegar a nuestras casas, a menos que deseáramos caminar cinco kilómetros más por la carretera común. Y ya era prácticamente de noche. Buttercup y Zoe se explotaban tomates en la boca mutuamente, labios rojos y brillantes se cerraban alrededor de tomates rojos y brillantes. Los vestidos negros y los calcetines a rayas se destacaban contra los árboles frondosos que tenían a sus espaldas. Ambas llevaban mochilas haciendo juego en forma de calavera, aunque hacía rato que había terminado la escuela. El pelo negro de Buttercup estaba recogido en una trenza lisa y apretada, y Zoe había alisado sus cortos rizos y parecía una estrella de cine de los años treinta. Nos miraron de reojo mientras masticaban, semillas de tomate en la barbilla. Thomas y Briggs estaban de pie con los brazos cruzados y las cabezas apartadas. Deliberadamente. Debían estar peleando por Poppy. Otra vez. Buttercup y Zoe tragaron y luego hablaron al mismo tiempo. –Hola Midnight. Hola Salvaje. Nunca antes me habían hablado en forma directa. No había sido lo suficientemente importante. ¿Dónde se hallaba Poppy? Sin ninguna duda era ella quien los había incitado a eso. Entonces, ¿dónde diablos se encontraba? –Si quieren usar el sendero, tienen que pasar una prueba –dijo Buttercup y asintió con su rostro ovalado, rápido, rápido, agitando la trenza negra. –Tienen que pasar una prueba –repitió Zoe. Thomas y Briggs simplemente nos miraban con atención mientras continuaban comiendo tomates. Thomas era de tez morena, rubio y atractivo, con ese estilo triste y herido que a las chicas tanto les gustaba. Y Briggs era desgarbado, ocurrente, bueno para los deportes e infernalmente rico. Podrían tener la chica que quisieran, pero eran los lacayos de Poppy, como solía serlo yo. Suspiré. –¿De qué estás hablando, Buttercup? –La prueba del beso. Tienen que pasar la prueba del beso –asintió dos veces. –¿En qué consiste esa prueba? –preguntó Wink, la voz grave y las manos 65

hundidas en los bolsillos. –Tienen que besarse entre ustedes y luego ambos tienen que besar a Poppy, y después votamos. Si nos gustó lo que vimos, los dejamos entrar al bosque –esta vez fue Zoe. Tomó la mano de Buttercup y entrelazaron los dedos. Sonrisas mellizas y malvadas, ambas voltearon hacia nosotros. Briggs lanzó al aire un tomate y lo atrapó con la boca, perfecta y elegantemente, como si estuviera posando para un afiche del muchacho norteamericano perfecto. –No sé cómo no se nos ocurrió antes –exclamó sin dejar de masticar–. Es brillante. Mañana me ubicaré en el Río Recodo Azul y haré que la gente se bese antes de poder pasar. Y quizá también les cobre algún dinero. –Como Los tres cabritillos traviesos –comentó Wink en voz baja. –¿Qué quieres decir? –los ojos de Briggs se volvieron bruscamente hacia ella–. ¿Me estás llamando cabrón? Wink se limitó a encogerse de hombros y mostrar tranquilidad. –Yo no soy un cabrón, Salvaje Bell, tú eres la cabrona. Eso es. Poppy nos contó que Midnight y tú estaban arriba en el granero, haciendo cosas de bestias… –Es un cuento de hadas –Thomas se acercó a Wink, casi en actitud protectora. Un poco me molestó, ¿acaso no era yo quien tenía que ocuparme de eso? Pero también lo entendí: Wink producía ese efecto en los varones. –¿De qué mierda estás hablando? –Briggs ladeó la cabeza y ensanchó la nariz. –Los tres cabritillos traviesos es un cuento de hadas sobre un gnomo que vive bajo un puente y trata de comerse a todos los que pasan. Todos conocen esa historia, Briggs. Buttercup y Zoe asintieron muy sabiamente. –Todos –dijeron al unísono–. Todos la conocen. –¿Quién rayos lee cuentos de hadas? Los cuentos de hadas son para bebés. Poppy salió de atrás de un árbol, vestido gris haciendo juego con sus ojos grises, botas negras hasta la rodilla. Llevaba dibujada en el rostro una sonrisa amplia y satisfecha, como la de Zoe y Buttercup, pero tenía las manos en alto en un gesto sumiso. –Calma. Cálmense todos. Si no, cuando queramos darnos cuenta, estaremos tan distraídos peleando que no notaremos que estos dos se escabullen delante de nuestras narices, como si ellos fueran los héroes pícaros y astutos y nosotros los 66

ingenuos villanos de un libro infantil. Poppy me miró. Me fulminó con la mirada. –Y no voy a permitir que eso suceda, Midnight, porque quiero ver cómo besa tu noviecita de calzones con unicornios. Quiero estar segura de que es suficientemente buena para ti. Los Amarillos nos van a observar a todos y luego me ayudarán a decidir si puedo dejar pasar a uno de mis anteriores amantes con esta granjerita pecosa. Dentro de mi mente, comencé a repasar aceleradamente todas las cosas que Alabama me había enseñado para pelear: Mantente relajado, flexiona las rodillas, patear no es de maricas, prepárate para salir corriendo… –Cinco contra dos, no me importa. No lo vamos a hacer, Poppy. Dejaría que tus Amarillos me molieran a golpes antes que permitir que Wink te dé un beso. Pero, repentinamente, la mano de Wink se encontraba sobre mi brazo y la movía hacia arriba y hacia abajo, de esa manera suave y calma que tenía. –Está bien, Midnight. Hagámoslo de una vez y sigamos nuestro camino –se puso en puntas de pie y acercó los labios a mi oído–. Ellos quieren hacerte pelear. No les des lo que quieren. Sigámosles la corriente y comportémonos como si no nos importara. Apoyó los talones en el suelo, se dio vuelta y se dirigió hacia Poppy. Colocó sus manos pecosas en las mejillas perfectas de Poppy, deslizó los pulgares por las cejas rubias y arqueadas, le bajó la cabeza… Y la besó. Nadie había tomado antes a Poppy por sorpresa. Jamás. Un segundo… dos… Y luego los hombros de Poppy se relajaron, los ojos se le cerraron… Sus labios comenzaron a moverse debajo de los de Wink… El beso siguió. Y siguió. Suave y lento y labios y chica, chica, chica. Thomas y Briggs dejaron de comer tomates y de mostrarse malhumorados y agresivos. Se inclinaron hacia adelante, sus hombros casi se tocaban. … el beso… Buttercup y Zoe se tomaron de la mano y observaron atentamente. La boca de Zoe estaba un poquito abierta. 67

… el beso… La luz era ahora de un azul fantasmal y crepuscular y el bosque estaba oscuro, y le habíamos prometido a Mim que estaríamos en su casa hacía una hora. … el beso… Wink retrocedió. Así, de golpe. Volvió a poner las manos en los bolsillos, dio media vuelta y regresó donde yo estaba. –Tu turno –dijo y me lanzó su sonrisa de orejas estiradas. No lo hice. Tomé la mano de Wink, pasé justo por delante de la atónita Poppy y de los atónitos Amarillos, y me adentré en el bosque negro y oscuro, sin decir una palabra más. Nadie intentó detenernos. Nadie dijo nada, excepto Poppy que me llamó, una sola vez. Pero no me di vuelta.

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ESA PELIRROJITA TAN pero tan descarada. La situación comenzaba a irse un poco de las manos, pero yo sabía que podía manejarla, soy Poppy, joder. Yo nunca me rindo, jamás, no está en mi naturaleza. Le dije a Briggs que nos encontraríamos en el jardín trasero de mi casa a medianoche, entre los arbustos de lilas, y luego le pedí a Thomas que viniera a mi habitación a las once y los dos estábamos casi desnudos cuando Briggs nos encontró, justo como lo había planeado, Thomas con las manos trepando por mi espalda desnuda y yo con el rostro en su pelo rubio y las rodillas sujetando su cadera, como a él le gustaba. La hermana menor de Thomas murió, se ahogó en el Río Recodo Azul cuando tenía ocho años, y se suponía que él la estaba cuidando cuando eso sucedió. Su padre se volvió loco, está internado en un instituto psiquiátrico, y se lo considera peligroso para los demás y para sí mismo, y Thomas, ah qué triste que está, cómo se preocupa por mí cada vez que voy al río, teme que me resbale y desaparezca en un instante, como su hermanita muerta, y me gusta su tristeza, en serio, pero no es suficiente… para detenerme. Briggs juró vengarse de Thomas, como el personaje de una novela, y yo me reí a carcajadas y les pregunté si se retarían a duelo al amanecer, porque me agradaría apostar quién mataría a quién… y luego Briggs volvió su furia hacia mí y, dios, los tenía a los dos comiendo de la maldita palma de mi mano, era demasiado fácil. Briggs dijo que yo iba a recibir lo que merecía, que los había alentado a los dos y arruinado su amistad, muy dramático, especialmente para Briggs, y fue todo tan perfecto, no habría pedido más si hubiese pedido un deseo al ver una estrella fugaz. Después, Thomas comenzó a llorar, comenzaron a caer lágrimas suaves y silenciosas por sus mejillas morenas, y tengo que decir algo, era sexy aun cuando lloraba, al igual que Midnight, y entonces sentí una puntada en el corazón, solo una puntada, solo un aleteo. Thomas no juraba ni hacía amenazas como Briggs, sin embargo, es con los callados con quienes más cuidado hay que tener.

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EL HÉROE CENÓ con nosotros y después me pidió conocer mi dormitorio, pero como lo comparto con Peach y con Bee Lee, no lo llevé ahí. Mim tenía una lectura tarde en la noche y los mellizos estaban acampando en el bosque. Felix ya tenía novia, en ese sentido era como Leaf, y habían pedido el granero. La chica era bonita y amable, de mejillas rosadas y ojos tímidos, pero Mim le había dado la famosa charla sobre la dicha y los bebés recientemente, de modo que yo no estaba preocupada. El chico de Los tres cabritillos traviesos tenía cabello oscuro y ojos de distinto color. Uno azul y uno verde. Los ojos de distinto color significaban muchísimas cosas. Una maldición. Mala suerte. Locura. Un alma marchita. Un pacto con el demonio. Un secreto familiar. Una mentira. Un niño cambiado en la cuna. Una promesa, incumplida. Llevé a Midnight al jardín y se echó sobre la tierra con la cabeza entre las fresas mientras yo confesaba mis secretos ante su espalda desnuda y mis dedos dibujaban las letras en su columna. Volvió a preguntarme sobre mi padre. Y sobre Leaf. Trató de hacerme hablar sobre mi beso con la Loba. Pero no dije una sola palabra.

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–MIDNIGHT. Respiración tibia sobre mi piel. Las mantas crujieron, un cuerpo cerca del mío, uno al lado del otro, acurrucados. ¿Acaso estaba soñando? ¿Había un Hombre de Arena en mi cama, susurrando a mi oído, soplando en mi cuello? Los ojos aún cerrados, estiré los dedos. Quería enredarlos en su enredado pelo rojo. Pero resbalaron por él, agua, seda. Olí a jazmín. Poppy. –Subí por el tubo de desagüe –se dio vuelta y me besó el lóbulo de la oreja. Despacio–. Tres kilómetros en la noche oscura. Atravesé el bosque y trepé una pared –se retorció, se deslizó. Piel suave por todas partes–. ¿Acaso parezco el tipo de persona que permitiría que una granjera pelirroja de ropa interior con unicornios tome lo que me pertenece? Eres mío, Midnight. Por el tiempo que yo quiera. Sus labios en mi cuello, en mi pecho, en mi estómago… –Poppy, basta. No se detuvo. –Poppy, basta. Se detuvo. –Bueno. Está bien, Midnight. ¿Podrás aunque sea abrazarme? ¿Al menos podrás concederme eso? Lo hice. Puse su cabeza debajo del mentón, apoyé la mano a través de la parte baja de su estómago y estiré los dedos hasta que tocaron su cadera. Ella nunca dejó que la sujetara. Así de preocupada estaba por Wink y por mí, supongo. Y tenía razón en estar preocupada. Justo cuando estaba durmiéndome otra vez, los párpados se me cerraban, Poppy se retorció, se liberó de mi abrazo y me despertó nuevamente. Fue a la ventana y miró hacia afuera, hacia la granja Bell, la luz de la luna se instaló a su alrededor. Entró una brisa y le movió el pelo por arriba de la curva de los omóplatos, de un 71

lado a otro, unos pocos centímetros. –¿Sabes? Leaf me contó una vez algo acerca de su hermana loca –Poppy se dio vuelta con una amplia sonrisa, la vieja sonrisa astuta, la de sus días de chica desgarbada y de rodillas rasguñadas–. Dijo que la casa Romano Fortuna le daba mucho miedo a su hermanita de mente rara y confundida. Contó que, de pequeña, le provocaba pesadillas; tan terribles eran que solía mojar la cama. Poppy rio, silenciosa, dura y malvadamente. –Tal vez deberíamos comenzar a llamarla Meona Bell. –Muy bueno –lo dije calmo y relajado, como mi hermano, para que supiera que no hablaba en serio. –Creo que deberíamos obligar a Wink a enfrentar sus miedos. ¿Qué piensas, Midnight? ¿Adónde quería llegar Poppy con eso? Wink no había parecido asustada de la casa Romano Fortuna cuando estábamos en la fiesta. Si hubiese estado asustada, yo me habría dado cuenta, ¿no? Poppy chasqueó los dedos, uno, dos tres, y se deslizó hacia la cama. Se sentó en el borde y cruzó las piernas desnudas. Se veía tan hermosa que yo quería arrojarme por la ventana. –Tengo una idea, Midnight. Una idea brillante. ¿Quieres oírla? –No. Se rio. –Le voy a decir a Wink que quieres encontrarte con ella mañana a la medianoche en la casa Romano Fortuna. Le voy a decir que quieres estar a solas con ella, realmente a solas, nada de granero ni hermanitos mocosos. Le voy a decir que eres demasiado tímido como para pedírselo tú mismo. –No te creerá. –Lo hará. Soy una actriz fabulosa. La convenceré –Poppy volvió a reír en voz baja, para que papá no oyera. Él todavía estaba despierto, sus pisadas hacían crujir el cielo raso–. Será tan hermoso. Tan diabólico. –No, no lo será. Realmente no lo será. –Sí lo será. Cuando ella llegue, la amarraré al piano de cola y la dejaré allí. Sola. Pasará toda la noche sentada en la sala de música de esa casa embrujada, con sus fantasmas. Será increíble. 72

–No lo hagas, Poppy. Por favor –dejé de tratar de parecerme a Alabama y volví a parecerme a mí. Poppy se inclinó hacia adelante y besó el hueco de mi garganta. Lentamente. –¿Me ayudarás a hacerlo? ¿Me seguirás el juego? –No. –Hazlo, Midnight. Ayúdame. –No. Nunca. Sus besos eran lánguidos, suaves, perfectos. –Midnight, si no me ayudas, haré algo peor. Sus labios, mi piel… Maldición, maldición, maldición. –Si no me ayudas, le prenderé fuego al granero hasta que quede reducido a cenizas, y diré que Wink lo hizo. Diré que está loca. Diré que es peligrosa. Diré que es una mentirosa. Diré que me llevó engañada al bosque y trató de matarme. Diré que me empujó al río y trató de ahogarme. Diré que ella… –Está bien, está bien –coloqué la mano sobre sus labios para impedir que me besara otra vez–. Está bien, lo haré. Levantó los brazos en el aire y chilló. Fue en tono quedo y susurrante, pero fue un chillido. Hasta sus chillidos eran sexys. –Pero tienes que prometerme que, después de esto, la dejarás en paz. Es la última broma. La última. ¿De acuerdo? Cruzó los brazos sobre el pecho desnudo, se echó el pelo hacia atrás y sonrió. –Sabía que te convencería. –Prométeme que esto terminará, Poppy. Silencio. –Promételo. –Esto terminará. Después de esta última broma. –Y tampoco quiero que esté ninguno de los Amarillos. Harán demasiado ruido y ella sospecharía algo –entorné los ojos imitando otra vez a Alabama–. Wink es inteligente. Más inteligente de lo que crees. Solo tú y yo estamos en esto, ¿de acuerdo? –Guau. Esta noche te estás comportando de forma muy dominante y exigente. 73

Estoy impresionada. Y yo nunca me impresiono, especialmente contigo. Se inclinó más… Puse las manos en sus hombros y la empujé hacia atrás. Emitió un gemido infantil y adorable. –Está bien. No habrá Amarillos ni más bromas. Volvió a sonreír. Y luego deslizó la pierna izquierda por encima de mí y apoyó su cadera sobre la mía. –No me perdería hacer esto contigo por nada del mundo. Por nada. Wink, Romano Fortuna, tú y yo, será tan divertido, pero tan divertido. Se inclinó hacia adelante hasta que nos tocamos, pecho contra pecho, piel contra piel. Labios. Abajo, abajo, abajo. Y quise odiar lo que me estaba haciendo. Quería que me revolviera el estómago, que me hiciera vomitar, que me horrorizara. Pero no fue así.

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LO OCULTÉ BIEN, pero meterme en la cama de Midnight me produjo una sensación reconfortante, nostálgica, como cuando me quedaba de pequeña en la cabaña de mi abuelo, antes de que quitara la nieve con la pala en un día frío, siete años atrás, tuviera un infarto y muriera. Se llamaba Anton Harvey, y mis padres solían dejarme con él cuando se iban a sus congresos médicos. Mi abuelo ni una sola vez me llamó dulce angelito. No le importaba un bledo mi halo de pelo rubio, ni mis grandes ojos grises ni mis labios de querubín, y nunca jamás me hizo regalos rosados envueltos con lazos. Anton Harvey era huraño y silencioso y me enseñó a limpiar un pescado después de sacarlo del río, y no le molestaba que me gustara hacerlo. Cuando me quedaba en su cabaña, usaba camisas de franela, botas de goma y me trenzaba el pelo, y a veces pasábamos varias horas seguidas sin hablar, solo pescando o siguiendo rastros en la nieve o sentados en el sencillo y minúsculo porche observando la llegada de la tormenta. Y justo cuando comencé a pensar: Ahora sí que hay algo, sí que hay alguien a quien puedo respetar de verdad, no es tonto, tonto, tonto como los demás, alguien a quien admirar de verdad, alguien a quien comprendo, alguien a quien hasta podría querer si solo me dieran media oportunidad, tuvo que morirse repentinamente.

–WINK, POPPY ESTÁ planeando algo. Nos encontrábamos afuera, las manos ahuecadas, tomando agua helada directamente de la bomba de agua roja. –Lo sé –Wink sorbió el agua de las manos con un gesto adorable–. Estuvo aquí temprano en la mañana. Yo estaba en el granero y me dijo que tú querías encontrarte conmigo en la casa Romano Fortuna a medianoche. Poppy no perdía el tiempo. Una vez que tomaba una decisión, salía disparada como un galgo. Siempre había sido así. La primera vez que nos acostamos, ya

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estaba medio desnuda para cuando cruzó como un estallido la puerta de mi habitación. –Poppy piensa que soy muy pero muy estúpida –los ojos de Wink estaban especialmente verdes bajo el sol matutino y había gotitas de agua diminutas en sus labios. Los Huérfanos habían ido al dentista. Wink dijo que Mim no confiaba en los dentistas, pero los llevaba de todos modos. Yo podía oír hablar a papá por teléfono con uno de sus clientes, a través de las ventanas abiertas del ático, al otro lado del camino. Utilizaba palabras raras de los libros, tan extrañas e infrecuentes, que parecía casi otro idioma. –Quiere amarrarte al piano y dejarte allí toda la noche –estiré el pulgar, le sequé las gotas de agua del labio superior y me sonrió–. Al parecer, Leaf le contó que ese lugar te asustaba. Wink sacudió la cabeza. –Leaf nunca le contó eso. –¿Entonces no le tienes miedo a la casa Romano Fortuna? –Todos deberían tenerle miedo a esa casa –una cabra que vagaba por ahí embistió la cabeza contra las piernas de Wink, y ella deslizó la mano por su lomo peludo. Como dije, obtener información directa de Wink era más difícil que obtener amabilidad de Poppy. Wink mantuvo la mano en la cabra pero apoyó sus ojos en los míos. –¿Recuerdas que Ladrón tiene una visión del sendero que debe tomar para atravesar los Bosques Oscuros? ¿El sendero que lo conduce a la cabaña secreta de la hermosa hechicera, de los melancólicos ojos azules y el cabello plateado? Asentí. –¿Te acuerdas de que la hechicera trata de engañarlo pero, en cambio, él la engaña a ella? Asentí otra vez. –Y luego deja el cuerpo de ella en el bosque sabiendo que los lobos irán a buscarlo al caer la noche. –Exacto –y luego Wink agitó las puntas de los dedos de esa manera que me gustaba. 76

Poppy planeaba engañar a Wink y Wink planeaba engañar a Poppy, y yo estaba atrapado justo en el medio. Pero el aire era caliente y había una agradable brisa, y, a pesar de todo, me envolvió un estado de ensoñación y serenidad. Wink provocaba eso en mí. Esa tarde, bebimos café de la taza azul, la tierra del jardín entre los dedos de los pies. Nos sentamos en mi huerto, debajo del manzano, cielo inmenso, nubes gordas, los dedos rozando el agua fría del arroyito serpenteante, de unos treinta centímetros de ancho. Le pregunté a Wink cómo se llamaba ese riacho y me contestó que no tenía nombre, pero que venía del Río Recodo Azul, de modo que ella lo llamaba Recodo Azul Chico. –Siempre quise tener mi propio arroyo –comenté–. Lamento que vaya hacia el sur antes de llegar a tu granja, siento que lo estoy acaparando. –No te preocupes. Quiero que el arroyo sea tuyo –me lanzó una amplia sonrisa. Debajo del agua, sus dedos se veían pálidos y de un blanco fantasmal–. Midnight, ¿sabes lo que es buscar agua bruja? Pa podía hacerlo. Yo lo vi una vez. La miré sorprendido. Había esquivado todas las preguntas que le había hecho hasta ahora acerca de su padre. Cada una de ellas. Y ahora me lo estaba ofreciendo gratuitamente. –Algunas personas nacen con la habilidad de encontrar agua debajo de la tierra –se inclinó y las puntas de su cabello se hundieron en el agua–. Una vez vi que papá encontraba un manantial subterráneo en los pastizales cercanos a la Mina de la Manzana Dorada, donde están los caballos. Llevaba una rama con un extremo en forma de horquilla, que comenzó a sacudirse con rapidez. Y así es cómo se daba cuenta. Algún día, tengo pensado reunir a los Huérfanos y cavar en ese sitio hasta que surja el agua a borbotones. Y entonces tendremos un estanque donde nadar. –¿Por qué no lo hacemos hoy, Wink? Me gustaría cavar hasta encontrar un manantial. Me gustaría extraerlo de las profundidades de la tierra. Se encogió de hombros. –Hace demasiado calor. Hoy no, Midnight. Pronto. Entramos para alejarnos del sol. Le mostré la casa, la espaciosa cocina con las paredes revestidas de cerámicos blancos, el porche con todos los mosquiteros, donde descansábamos, el 77

sótano lleno de cajas de mamá y Alabama, la bodega con las paredes de tierra y los recipientes vacíos. Le mostré mi dormitorio y miró todos los libros de las estanterías. Todos. Luego se sentó en mi cama y me preocupó que los almohadones olieran a jazmín. Enroscó las piernas debajo del cuerpo, tomó el ejemplar de Will y las caravanas negras que yo había dejado abierto y lo acomodó sobre la falda. Ella me lo había prestado. Dijo que todavía no se lo había leído a los Huérfanos porque no quería que les diera ideas. No quería que les calentara la sangre. Y yo lo entendí. Recién iba por la mitad, pero Will y Gabriel Stagg, el joven rey pelirrojo, ya habían ingresado en mis sueños… El camino serpenteante e interminable, los cuchillos en la oscuridad, la sensación de inquietud. –Estuve pensándolo un poco y creo que sé lo que le sucedió a Romano Fortuna –dijo Wink sorpresivamente. Me senté al lado de ella sin decir nada, esperando que continuara. –Creo que Romano Fortuna llegó a la conclusión de que toda su vida había hecho todo mal. Ya no quería seguir siendo médico y no quería vivir más en una mansión. Así que abrió la puerta y se marchó, y comenzó de nuevo en otro lugar solo con lo puesto, decidido a cambiar su destino. Medité un rato lo que ella había dicho. –Me agrada la idea, pero la gente no abandona su casa, su dinero y su identidad así como así. No lo hace. Bueno, excepto la anciana de París de quien me hablaste. Dobló las manos debajo de su pequeño mentón puntiagudo. –Una vez existió una heredera llamada Ginebra Woolfe, que desapareció un día sin dejar rastros en las brumosas calles de Londres. Finalmente, la encontraron veinte años después haciendo pan en un pueblito de los Alpes franceses. Se había casado con un pastelero francés, había engordado y era feliz, y habían tenido seis hijos vivaces, todos varones. Nadie en el pueblo tenía la más remota idea de que ella era inglesa, y menos aún que era dueña de una fortuna de cincuenta millones de libras. –¿Y qué hizo Romano Fortuna después de que desapareció? ¿Acaso se convirtió en un ilusionista de fama mundial, pasó su vida viajando a lugares exóticos y terminó muriendo en forma repentina en el Expreso Oriente después de beber una 78

taza de café envenenado en el vagón comedor con una antigua amante celosa? Esa era una fantasía que yo había tenido alguna vez de mí mismo. Los detalles variaban con el correr de los años. A medida que iba creciendo, cada vez había más mujeres hermosas involucradas. Wink sonrió, rápida y suavemente, los ojos entrecerrados. –Creo que Romano Fortuna se subió a un tren que lo llevó hacia un lugar lejano, comenzó como un desconocido y terminó como un héroe. Pienso que mató monstruos y salvó inocentes, y rescató a una chica triste y sola y la hizo feliz. Eso es lo que creo que le ocurrió. Se puso de pie, hundió las manos en los profundos bolsillos del overol y dejó que sus rizos cayeran sobre sus mejillas pecosas. –Midnight, tú podrías ser un héroe. Como Ladrón y como Romano Fortuna. –El héroe es Alabama y no yo –afirmé, directo y sincero, porque Wink me hacía sentir que estaba bien ser así. –Yo te ayudaré. Podrás hacerlo, ya verás –asintió con un gesto muy serio y grave. Sus ojos estaban levantados hacia mí, llenos de estrellas. Oí ruido de llantas en la grava. Las puertas de un auto se cerraron de un golpe. Y luego gritos, gritos de chicos, mitad risa, mitad chillido. Me levanté y fui hacia la ventana. Los Huérfanos estaban de regreso del dentista, llenos de energía por haber estado enjaulados toda la mañana. Peach estaba de pie arriba de la camioneta oxidada de los Bell, el cabello desgreñado le caía por la espalda y trataba de cantar ópera con su vocecita. Felix llevaba a Bee Lee sobre los hombros y le hacía cosquillas en los pies mientras ella reía locamente. Los mellizos corrían en círculo alrededor de todos los demás, como si no pudieran decidir qué travesura hacer primero.

ÉRAMOS COMO LAS tres Parcas, entretejiendo juntos la historia, hilos color oro, rojo y azul medianoche. 79

En nuestra historia habría lobos, engaños, mentiras, astucia y venganza. Yo me aseguraría de que fuera así. Hace mucho, mucho tiempo existió un escritor alemán que inventaba historias oscuras en una cabaña escondida en la Selva Negra. Pa me habló de él. Me contó que quemaron sus libros en la Primera Guerra Mundial y solo sobrevivieron unos pocos, y me dijo que algún día me dejaría leer uno. Me explicó que este narrador alemán tenía un tema recurrente en todas sus historias, y solía repetírmelo una y otra vez en voz baja y triste, como si fuera una canción de cuna: Cuando miras la oscuridad, la oscuridad te mira a ti. Mencioné a mi padre delante del Héroe. No era mi intención. Había querido hablar del Cazador, de cómo había cortado el corazón de la Dulce Ruby, lo había puesto en una caja y entregado a la reina… Pero, en su lugar, comencé a hablar de Pa sin darme cuenta, se deslizó fuera de mi boca, como se deslizaban las Anguilas Rastreras a través de las ventanas de las casas, entrando y saliendo furtivamente, en La ciudad subterránea. He estado pensando en Héroes y en Midnight, y en que Leaf solía decir que los mejores Héroes tenían algo malvado en su interior para que lo bueno brillara aún más por estar cerca… Y, sin darme cuenta, me puse a hablar de él, de su método para buscar agua bajo la tierra y de la Mina de la Manzana Dorada, como la niñita de Crudo invierno, a quien le arrebataron el ingenio súbitamente. De ahora en más, seré más cuidadosa.

LA DÉCIMA VEZ que besé a Leaf, él también me besó. Estábamos en el campo, detrás de la granja Bell, y sus labios finitos me parecieron tiernos y arrogantes, exacta, exactamente como pensé que serían, exactamente como quería que fueran, se apartó y gimió contra mi mejilla y esa parte oscura y vacía de mi pecho donde nunca había estado mi corazón, comenzó a latir, a latir y a latir y sentí una alegría, 80

roja y desbordante. Me levantó y me dio vuelta para que mi espalda quedara apoyada contra la hierba y las vibrantes florecitas silvestres, y mi flamante corazón estuviera de cara al cielo. Leaf tenía una voz grave, como un gruñido. Una vez lo vi cantar. Antes de la inundación del Río Recodo Azul, antes de DeeDee, debía haber tenido catorce o quince, pero no menos, porque su voz había cambiado, se había vuelto más profunda. Lo vi cantando en el bosque, yo estaba sola porque ser mejor que todos en todo es algo realmente agotador, y a veces tengo que escaparme al maldito bosque y hacer de cuenta que no existe nadie más. Se encontraba solo en un pequeño claro, el suelo cubierto de nieve, el cielo azul y diáfano del invierno. Tenía el pecho hinchado hacia afuera, la cabeza echada hacia atrás y cantaba con todas sus fuerzas una canción melancólica que yo nunca había oído antes. Cantada con su voz grave sonaba antigua, como de viejas montañas de piedra y lagos helados. Su aliento empañó el aire, nunca había visto ni oído algo tan condenadamente hermoso. Él no me vio, o fingió no verme, y continuó cantando. Yo no había nacido para perder nada, había nacido para ganar y conseguir lo que quería y no para tratar de ser mejor ni tratar de ser la mejor versión de mí misma, de todas maneras no estaba funcionando, dios, no estaba funcionando en absoluto. Tenía a Midnight comiendo de la palma de mi mano, todo era tan fácil, tan ridículamente fácil. Apenas me esforzaba. Él pensó que iba a traicionarme, como si yo se lo fuera a permitir, como si él tuviera la astucia para hacerlo, qué idea, por favor. Esto es lo más lejos que llegaré, esto es lo más lejos que estoy dispuesta a llegar.

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WINK Y YO caminamos a través de árboles negros para llegar a la casa Romano Fortuna. Eran las diez y media, tal vez once menos cuarto. Le dije a Poppy que llegaría a las once y media, y teníamos que llegar antes que ella. Iluminé con la linterna el porche torcido. No me gustaba entrar en esa casa a plena luz del día. A nadie le gustaba. Y ahora, en la oscuridad… Los árboles parecían estar observándonos, observándonos a Wink y a mí, el susurro de las hojas era como ojitos que parpadeaban. Tal vez era una mala idea. Tal vez no era lo que Ladrón haría. Aunque hay que reconocer que Ladrón tenía espada. Lo único que yo tenía era una casa abandonada. Los dedos de Wink se deslizaron entre los míos y me dio un apretón. –Midnight, tú eres el Héroe. Subimos juntos los escalones de madera gastados. Giré el frío pomo de vidrio de la puerta y empujé. Las maderas del piso crujieron cuando apoyé el pie, igual que crujían los pisos de mi propia casa, y gracias a eso me sentí mejor. Recorrimos el estrecho corredor, las fotos enmarcadas seguían en las paredes, se veían borrosas en la luz tenue, los rostros de extraños, los rostros de la gente de la cual Romano Fortuna había huido. Ignoramos el comedor a nuestra derecha: mesa y sillas polvorientas y un solo plato sucio en un extremo, que nadie había tocado, tanto policías como chicos. Luego venía la sala de música, a la izquierda. Desde los rincones, llegaban sonidos de correteos apresurados. Pasé la mano por la pared, el empapelado floreado y aterciopelado se arrugó bajo mi mano. Las cortinas de color rojo desvaído iban de piso a techo y estaban abiertas, enmarcando los bordes irregulares del ventanal curvo, que estaba roto. Una nube se movió y una luna como una uñita entró titilando dentro de la sala. Trozos de revoque en el suelo, un almohadón en el banquito del piano, un pesado libro de partituras de Rachmaninof en el atril. 82

–Romano Fortuna tiene que haber tocado a veces este piano –hice un gesto hacia la música–. ¿Puedes verlo en esta enorme casa, sentado solo al piano tocando oscura música rusa? –Puedo –respondió Wink–. Realmente puedo. Apoyé la mochila en el piso. Tenía la cuerda y otra linterna. La miré a Wink pero ella todavía no se había movido. Estaba observando el sitio entre el piano y el sofá verde y raído. –Fue exactamente ahí –susurró–. Lo vi exactamente ahí.

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ESTA VEZ, NO me espolvoreé la piel con azúcar. Necesitaba algo más fuerte. Llevaba mi falda con bellotas, la que tenía arena del fondo del Río Recodo Azul cocida dentro del dobladillo para protegerme. Llené uno de los bolsillos con lentejas secas de color verde-café, y el otro con canela en rama que tomé de un recipiente del armario de amuletos de Mim. Me colgué al cuello una cadena de plata con una llave, la larga llave maestra que me dio la ancianita de vestido negro cuando me topé con ella en el bosque aquel día. Dijo que la llave abría una caja dorada que contenía el corazón de una joven que ella había matado años atrás. Sabía que ahora tendría que contarle a Midnight acerca de los Imperdonables. Debía advertirle que se alimentan de ti si no eres cuidadoso, que convertirán tu corazón en polvo rojo y quedarás loco como una cabra.

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–YO ERA PEQUEÑA –dijo Wink, la voz suave, la mirada clavada en las tablas podridas del piso de madera de Romano Fortuna–. Tan pequeña como Bee Lee. Leaf tenía la misma edad de los mellizos. Estábamos jugando en el bosque a un juego que Leaf había inventado, llamado “Sigue los gritos”. Yo estaba escuchando escondida en el tronco de un árbol muerto, y fue entonces que los oí, gritos reales, no los de Leaf, y venían de la casa Romano Fortuna. Teníamos un poco de tiempo hasta que llegara Poppy. No era de esas chicas que llegan diez minutos antes. Yo estaba sentado en el sofá verde de pana y Wink estaba sentada a mi lado, nuestras rodillas se tocaban. Llevaba una falda llena de pequeñas bellotas. Tenía la linterna en la mano, apuntando hacia los pies. Afuera, se levantó viento. Las ramas arañaban las ventanas rotas y parecía como si alguien rasguñara el vidrio con las uñas. Me moví más cerca de Wink, hasta que nuestros muslos se tocaron. –Mim me contó que una mujer llamada Otoño solía vivir aquí. Eso fue hace mucho tiempo, antes de Romano Fortuna. Otoño no estaba bien de la cabeza. Se casó con Martin Lind, el hombre más guapo del pueblo, y tuvieron cuatro hijos: dos mujeres y dos varones. Pero con el paso del tiempo, Otoño se volvió paranoica y desconfiada y acusó a su esposo de estar enamorado de otra mujer. Pensó que él la abandonaría. Wink hizo una pausa. Se frotaba el dobladillo de la pollera entre dos dedos y no me miraba. –Y luego, un día, Otoño apuñaló a Martin en el estómago con un cuchillo de cocina y lo dejó morir en la sala de música. Eché una mirada a Wink, miré sus ojos verdes e inocentes y su rostro enérgico en forma de corazón. –¿Eso es cierto, Wink? Sonrió súbitamente, labios blandos, orejas bonitas. –Siempre me preguntas lo mismo. Por supuesto que es cierto. Las cosas más extrañas son ciertas. A Otoño la colgaron por eso, colgada del cuello hasta morir, y sus hijos fueron criados por extraños, huérfanos y solos como en una de mis historias del granero. La casa se puso en venta y Romano Fortuna la compró. Pero 85

el mal que hizo Otoño, su acto imperdonable, impregnó el piso de madera y se deslizó en el interior de las paredes. –Me dijiste que no fue un fantasma el motivo por el cual Romano Fortuna se marchó. Se encogió de hombros. –Eso dice Mim. Ella le leía las cartas de vez en cuando, de modo que debería saber. A veces la gente simplemente… se va. Un búho ululó en algún lugar en la noche. El sonido atravesó velozmente el vidrio roto y entró justo en mis oídos, como un susurro de Poppy. –Yo estaba escondida, oí los gritos y me acerqué a mirar. Había un hombre en esta habitación, Midnight, que gritaba y sangraba. Se estaba muriendo. Era guapo y hermoso, como el príncipe de un cuento de hadas. No me vio, al principio. Yo era pequeña y tuve que pararme en puntas de pie y, aun así, apenas llegaba al alféizar de la ventana. Estaba completamente envuelto en sombras, se sujetaba el costado y repetía algo una y otra vez. Wink estaba usando su voz para Hacer Dormir a los Huérfanos. Pero esta vez, no me estaba durmiendo. –¿Qué? –pregunté al ver que no proseguía–. ¿Qué decía? –Dile a mis hijos que los quiero. Eso es lo que decía, una y otra vez. Ay, Midnight, su voz era tan triste y descarnada. Eché un vistazo alrededor de la habitación, luego cerré los ojos con fuerza y pensé que el fantasma de Martin Lind aparecería delante de mí, sangrando, sujetándose el costado y gritando en la oscuridad. ¿Era cierto que Wink había visto eso de pequeña? ¿Qué provocaría algo semejante en la cabeza de una niñita? Yo ni siquiera creía en fantasmas. En serio. Pero sí creía en Wink. –En ese momento me asusté y perdí el equilibrio –dijo con voz suave y soñolienta–. Me tropecé y, al levantarme, él se había ido y la sala de música estaba vacía. Aquí había un fantasma, Midnight, pero no tenía nada que ver con Romano. El búho ululó, las ramas arañaron, los sonidos corretearon. La habitación olía a noche, a suciedad y a abandono. 86

Wink se inclinó y apoyó su boca sobre la mía. La linterna cayó al suelo con un repiqueteo y un crujido. El pelo rojo se esparció sobre mis orejas, sobre mi cuello y sobre mis hombros. Olía a canela y sus labios sabían a polvo. No pensé en el hombre que había muerto en esa habitación. O ese acto imperdonable que había cometido Otoño. O lo que yo estaba por hacerle a una chica a la que una vez había amado. Solo pensé en Wink. Se apartó, se puso de pie y alisó su falda con bellotas. En el haz de luz de la linterna, su cabello se veía enredado y hermoso y muy, muy rojo. –Tú puedes hacerlo –afirmó–. Eres Ladrón. Eres el Héroe. Asentí. Asentí a pesar de que no me parecía algo heroico. Me parecía que estaba mal. Wink se marchó. Al bosque, a esperar. Tic-tac. Tic-tac. Poppy llegó.

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CRUCÉ LA PUERTA de calle de mi casa a las once, audaz, altanera, aunque de todos modos mis padres se habían ido a Chicago a codearse con otros médicos en un aburrido congreso, podía imaginármelos en una larga sala alfombrada, costosos muebles y candelabros, engreídos y excesivamente instruidos, patéticamente orgullosos de sí mismos. Me escapé de casa una vez, después de que el abuelo murió. Fui a su cabaña en la Montaña Jack Tres Muertes y me quedé dos días sin pensar en mis padres ni en nadie más. Era hermoso y tranquilo, tan tranquilo. Para entonces, la cabaña estaba bastante deteriorada, pero yo hice lo que pude para arreglarla y estaba pasándolo maravillosamente bien, pescando y no hablando con nadie, cuando finalmente papá y mamá me encontraron. Estaban muy asustados y enojados, no podían comprender por qué me había escapado, por qué querría vivir en esa cabaña en ruinas en lugar de vivir en nuestra hermosa casa en el pueblo, me daban todo lo que quería, ¿acaso no me habían dado todo lo que siempre había querido? Quemaron la cabaña de Anton Harvey por completo. Dijeron que se estaba viniendo abajo y que era peligrosa, pero yo sabía. Yo conocía el verdadero motivo por el cual lo hicieron. Tomé la calle empedrada hasta el cementerio y luego recorrí el sendero que se adentraba en el bosque. No me daba miedo esa parte, la había recorrido miles de veces. Los búhos ululaban, las hojas secas se arrastraban susurrantes levantando cosas a su paso, el viento me hacía cosquillas en el cuello como si la noche dejara salir su aliento. Pero mi sentido de la orientación estaba por arriba de lo normal y además, ¿qué podía haber en el bosque que fuera más aterrador que yo? La casa Romano Fortuna. Eso era aterrador, cierto, cierto, odiaba ese lugar, ah, cómo lo odiaba, pero era solo una noche, una noche rápida, cierra los ojos y piensa en algo agradable.

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OÍ A LA Loba antes de verla. Se acercó al claro pateando hojas secas, el mentón en alto, la espalda derecha, vanidosa como la Reina Cuervo. Me oculté entre los árboles. No le temía a la oscuridad: solo le temía a la casa Romano Fortuna. No quería dejar a Midnight solo ahí dentro, aun cuando fuera el Héroe. Pienso que me creyó cuando le hablé de los Imperdonables.

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POPPY PERMANECIÓ EN la puerta de la casa, en puntas de pie, tratando de mirar por encima de mi hombro. –Wink no llegó –dije–. Aún tenemos diez o quince minutos. Colocó las manos en la cintura de su falda negra, justo donde se encontraba con la camiseta negra y ajustada. Me aparté para dejarla entrar, pero no se movió. –¿Todavía le tienes miedo a este lugar? Estaba callada. Poppy sin una réplica ingeniosa. –¿Entonces por qué lo elegiste para la broma? ¿Por qué aquí, si te asusta tanto como a Wink? Se estremeció, fue tan rápido que casi me lo perdí. Estiró la cabeza, los ojos caídos, la nariz hacia arriba. –Elegí este lugar porque está aislado. No le tengo miedo. No es más que una casa estúpida, sucia y vieja que huele a muerte. No creo en fantasmas, y si lo hiciera, no me preocuparía ver uno y no le tendría miedo. Echó su pelo rubio hacia atrás y dio un paso. Luego otro. Ya estaba adentro. Echó a reír. Estiró los brazos en el vestíbulo de la casa, con amplitud. Dio una voltereta y el piso crujió bajo sus pies. –Fantasmas, vengan a atormentarme. Aquí estoy. Vengan. Muéstrenme que son reales. Muéstrenme de qué son capaces. Hizo una pausa y me sonrió. –¿Ves? Nada. Se veía tan joven con los brazos extendidos entre las dos paredes con paneles de madera. Se veía tan valiente, tan llena de vida en medio de los crujidos del piso, el polvo y el deterioro, que yo sentí, solo por un breve segundo, que ella podría hacer que todo desapareciera, con un gesto de la mano, con un parpadeo, con un destello de luz. Giraría el brazo por arriba de la cabeza y la casa se elevaría, se sacudiría la suciedad y volvería a ser la de antes, como nueva. Y luego Romano Fortuna entraría caminando por la puerta, acariciándose una larga barba porque había saboreado una cerveza holandesa y se había quedado dormido en la montaña durante veinte años, y eso sería todo, eso sería todo lo que había 90

sucedido, misterio resuelto. Los dos oímos el ruido y dimos un salto. Arañazos, rasguños, rascar, rascar, rascar. Poppy dejó caer los brazos. Eran solo las ramas rozando las ventanas, pero ella no lo sabía. Le señalé el pasillo. –Ven. Vayamos a la sala de música. Tú primero. No dijo nada, ninguna respuesta mordaz. Solo se limitó a caminar. Cric-cric hicieron las tablas de madera del piso. Se detuvo en la puerta. Le di mi linterna y la encendió. Caminó hasta el centro de la sala y luego se dio vuelta, la luz la siguió, formando un arco largo y tenue. Poppy se estremeció, con fuerza. Sus miembros temblaron. Esa no era la Poppy que yo conocía. Ni siquiera era la de la entrada, los brazos en alto, desafiando al mundo sobrenatural a venir por ella. No estaba actuando con maldad, no estaba lastimando a nadie, no estaba dando órdenes. No estaba desnudándose ni trepándose encima de mí. Simplemente estaba asustada, verdaderamente asustada. Quería tomarle la mano y llevarla otra vez afuera. Quería acompañarla a su casa, meterla en la cama, arroparla y hacer que se sintiera segura. Pero no podía. Era el Héroe. –Deberías apoyar las manos en las teclas del piano –dije–. Es una tradición. La primera vez que entras a la casa Romano Fortuna, tienes que apoyar las manos en las teclas. Caminó hasta el piano, apoyó la linterna, puso los dedos en el marfil agrietado y apretó: clanc, clanc, clanc. Respiró una vez, dos. Luego apartó los brazos bruscamente, volteó hacia mí y me lanzó una media sonrisa arrogante. –Ahí tienes. Ya lo hice. –Creo –comenté relajado y seguro como Alabama–, creo que deberías invocar otra vez a los fantasmas, acá, en la sala de música. Desafiarlos a que te atormenten y ver qué sucede. –Tú primero –dijo, pero las palabras no brotaron vanidosas y exigentes, sino como en un susurro. 91

Colocó los brazos alrededor del pecho y no me miró directo a los ojos. –Bueno, al menos deberías ir arriba y echarte en la cama. Así se hace. Las teclas del piano y la cama –estiré la mano y ella vaciló. Agité los dedos–. Te acompaño. Salimos al pasillo, subimos la escalera, primera puerta a la derecha: el dormitorio principal. Siete trajes negros en el armario, dos mesas de noche de madera, radiador blanco, una corbata polvorienta en una cómoda de nogal polvorienta. Y la cama, las sábanas puestas, la manta estirada hasta arriba, aun después de que todos los chicos hubiéramos estado encima todos estos años. El cubrecama a rayas negras y doradas con el relleno salido para afuera donde las ratas se habían metido, pero igual se notaba que era de seda. Todavía se veía la etiqueta que decía Hecho en Paris, Francia al dar vuelta la esquina del extremo derecho. –Échate en la cama –nunca antes le había ordenado a Poppy que hiciera algo. Ni una sola vez. Jamás. Pero obedeció. Su cuerpo se deslizó a través de la seda, se estiró, las manos y los pies hacia las puntas, el pelo rubio desplegado arriba de la cabeza como una chica a punto de ser sacrificada, como la chica de una de las historias de Wink, como Norah en Mar y fuego, desnuda y encadenada a una roca, el cabello rubio volando en el viento, los pies desnudos en el frío, esperando el amanecer, esperando que la bestia de escamas saliera de la cueva y la quemara viva... Wink me estaba afectando. Yo no acostumbraba a pensar así. Y no estaba seguro de si me gustaba o no. Me acerqué a Poppy. Besé la piel suave y traslúcida del lado de adentro de las muñecas. Mis labios siguieron las venas azules en su recorrido hacia los codos. Tomó aire… y contuvo la respiración… Y luego se escapó de mis brazos, corrió hasta la puerta y permaneció ahí, temblando, sacudiéndose, los hombros, el mentón. Su cuerpo se deslizó por el marco de la puerta hasta quedar en cuclillas, las rodillas desnudas asomaban por debajo de la falda negra, las manos en las mejillas. Un golpe en la puerta. Ambos nos sobresaltamos. Levantó la mirada hacia mí. 92

–Ve a la sala de música y escóndete –susurré–. Al menos hasta que termine de amarrarla. ¿De acuerdo? Poppy asintió y se marchó, aunque no se mostró feliz de hacerlo. La idea había sido de ella, venir por la noche a un lugar de fantasmas e Imperdonables, por lo tanto no pensaba sentirme mal por ella. No pensaba hacerlo. Esperé diez segundos, después bajé la escalera y abrí la puerta del frente. Wink, el rostro pálido brillando en la oscuridad. Me miró, la miré. Asintió, asentí. –Wink –dije en voz alta para que Poppy escuchara. La conduje a la sala de música, mi brazo alrededor de su pequeña cintura, mis labios junto a su oído, representando mi papel. Pasamos el empapelado arrugado, el sofá verde. Y nos acercamos al piano de cola. Cuando incliné a Wink sobre él, las partituras de Rachmaninoff se agitaron. El piano emitió un sonido profundo y gutural, como de pedales que se mueven y teclas y cables que se estiran, pero no se desplazó. La besé. La besé para mantener el engaño. La besé para que Poppy viera. Quería que viera. Deslicé las manos por la espalda de Wink hasta el cuello. Ella apoyó la cabeza en mis manos. Me tomé mi tiempo. –Aquí vamos –susurré a su oído y sentí que su cabeza asentía contra mi mejilla. –Wink, quiero que cierres los ojos –dije con voz fuerte–, y los mantengas cerrados. Tengo un regalo para ti. –De acuerdo –dijo, con voz suave, suave. Retiré los brazos y Wink se quedó donde estaba, la cabeza hacia atrás, las puntas del cabello rojo tocando la tapa del piano. Eché un vistazo hacia el rincón junto al ventanal, rápido. No pude ver a Poppy, ni siquiera un vago perfil, pero sabía que estaba allí. Pensé en los sonidos de apresurados correteos que había escuchado antes y confié en que las ratas estuvieran trepando por sus pies y lamiéndole los tobillos. Y después me sentí mal por pensar así. Me arrodillé y saqué la cuerda de la mochila. Le di varias vueltas alrededor de las muñecas de Wink y rematé con un nudo 93

fuerte. Sus ojos se abrieron de golpe. –Midnight, ¿qué estás haciendo? –y su voz era perfecta: débil, inquieta y ya algo asustada–. ¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo? –Te estoy amarrando al piano de cola –respondí con calma–. Te voy a dejar aquí sola toda la noche –até el otro extremo de la cuerda alrededor de la pata del piano y jalé. Los brazos de Wink se extendieron bruscamente y cayó de rodillas. Comenzó a llorar, por lo bajo, luego más fuerte. –¿Por qué, Midnight? ¿Por qué? ¿Por qué? Los Bell nunca lloraban. Era una característica familiar. Si Poppy alguna vez hubiese prestado atención, se habría dado cuenta. Lo habría sabido. Pero, en su lugar, echó a reír y salió corriendo del rincón. Reía, señalaba y casi bailaba de júbilo. Se suponía que debía mantenerse oculta, pero no pudo contenerse. Y yo había contado con que eso sucedería. –Salvaje, pasarás la noche amarrada a un piano, rodeada de fantasmas. Te lo tienes merecido. ¿Creíste que a los espíritus les agradaría tu ropa interior con unicornios? ¿En serio? No veo la hora de contárselo a los Amarillos. Se van a morir –rio, rio y rio. Le di un segundo. La actuación de Wink era impecable. Yo quería seguir mirando. Me resultaba imposible no seguir mirando. Wink retrocedió violentamente para alejarse de Poppy. Tironeando de la cuerda, se arrastró deprisa por el suelo, como si hubiera recibido una patada. Se hizo un ovillo, las rodillas debajo del mentón, los brazos arriba de la cabeza, el pelo rojo desgreñado. Los ojos verdes brillaron con la luz de la linterna, la mirada era de terror. Terror, terror. Los labios se apretaron y quedaron hundidos entre los dientes. –Lo lamentarás, ya verás –la voz de Wink era fuerte y clara, me resultaba prácticamente irreconocible–. Vendrán por ti. Te encontrarán. Te cortarán en trozos y beberán tu sangre a lengüetazos, a lengüetazos como un gato con la leche… Poppy había dejado de reír. Wink tosió y tosió y todo su cuerpo se sacudió, piernas, cabeza y manos. 94

Luego se quedó quieta otra vez. –Los Imperdonables están tan, tan hambrientos… –sus ojos se movieron como dardos hacia el rincón de la sala y después volvieron a toda velocidad y había algo en ellos que estaba… mal… muy mal… Se me erizó la piel de la espalda y de la nuca. –Quieren… abrirte la cabeza, de un golpe, pop, pop pop Poppy, y desenterrar todos sus secretitos, que se retorcerán y se enroscarán como gusanos, desenterrarlos y aplastarlos, squish, squish, pop… La voz de Wink se volvió cada vez más suave. –Ellos me contaron cosas sobre ti, Poppy. Acércate… acércate y te diré lo que me contaron. Quieres saberlo, tienes que saberlo… Poppy caminó hacia Wink. Fue directo hacia ella, paso, paso, paso, cric, cric, cric, y se inclinó… Y Wink salió disparando hacia adelante. Sujetó el brazo de Poppy y lo apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos. –Sujeta el otro brazo –me dijo, calma, calma. Lo sujeté. Entrelacé los dedos alrededor del codo que había estado besando antes, en el piso de arriba. Lo hice aunque me sentí asqueado. Débil y asqueado, profundamente. Wink era más fuerte de lo que aparentaba. Dobló el brazo de Poppy atrás, en la espalda, y lo empujó con fuerza contra la columna. Yo enrollé la cuerda alrededor de una muñeca, luego la otra, rápido, antes de que Poppy pudiera defenderse. Y jalé… Pero fue Wink quien empujó a Poppy hasta ponerla de rodillas. Fue Wink quien hizo los nudos, tres y tan fuertes que las manos de Poppy quedaron aplastadas contra la pata del piano. Poppy levantó la mirada hacia mí. Me miró larga y comprensivamente. Y después gritó. Yo también había imaginado que eso ocurriría. –Nadie puede oírte –dije–. Puedes gritar hasta desgañitarte que nadie te va a oír. Y después de decir eso, sentí ganas de llorar. Un poquito. Poppy dejó de gritar y, en su lugar, comenzó a sollozar. Era desagradable y 95

ruidosa, lloraba, se atragantaba y sollozaba sin parar. –¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven a dejarme aquí? –sus grandes ojos grises miraban fijos y suplicantes, las pestañas mojadas y renegridas–. Tú sabes lo asustada que estoy. Midnight, por favor. Miré de Poppy a Wink, a Poppy, a Wink. No podía hacerlo. Wink diría que no era el héroe. Y Poppy diría que era un cobarde. Si la soltaba, después me llamaría cobarde por haberlo hecho. Sabía que lo haría. Pero… Busqué en el bolsillo y extraje mi navaja. La giré para abrirla y tomé la cuerda… Wink se ubicó frente a mí, las manos arriba como si yo tuviera una pistola. –Ella no es Poppy, es la Cosa en lo profundo y acabas de golpearla con tu espada. Ella es el monstruo y tú eres el Héroe. Esta parte de la historia ya terminó, Midnight. Es hora de irnos. Estiró los deditos pecosos hacia mí. Y yo los tomé. Nos quedamos ahí, enfrente del monstruo, tomados de la mano, hombro con hombro. –Te amo –susurró Poppy. Se ahogó, tragó un sollozo y luego lo dijo otra vez–. Te amo, Midnight. Las lágrimas se deslizaron por la curvita de su nariz, por su perfecto mentón y su esbelto cuello. Mechones de cabello rubio se pegaron a sus mejillas. Se veía indefensa, los brazos en el aire, la cara mojada, los ojos abiertos y asustados. Parecía más pequeña. Como Bee Lee, o más. Lo dijo otra vez. –Te amo, Midnight. Meneé la cabeza. Y lo hice con el mentón en alto y la navaja en la mano. –No, Poppy. Nunca me amaste. Jamás lo hiciste. Y nos marchamos.

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LA OSCURIDAD. ERA densa como la sangre al secarse, tan espesa que podría haberla sostenido entre las manos, si estuvieran libres. Podía sentir la negrura respirando, jadeando, jadeando, oscura, oscura, oscura. No mucho tiempo, ya no faltaba mucho tiempo, las muñecas me picaban, me ardían, los brazos se me dormían, parecían muertos, pesos muertos en el extremo de los hombros, pero no iría a ningún lado, no todavía. Los sonidos de arañazos iban y venían con la brisa, que limpiaba el aire, las hojas, la tierra y el rocío cubrían el polvo, la humedad y la muerte, y yo lo inhalaba, lo absorbía, como si fuera para mí, como si me salvara. Grité otra vez. Grité, grité, grité. Me estaba quedando sin voz, pero tapaba la oscuridad, los arañazos y los susurros, ¿cuándo habían comenzado los susurros? ¿Acaso habían estado siempre? Susurros, susurros de palabras que yo no conocía, palabras estúpidas, palabras grumosas, palabras pantanosas, los Imperdonables, Wink las inventaba, yo lo sabía, siempre lo había sabido, pero entonces, ¿quién susurraba? Me dolían las muñecas, me dolía el corazón, latía tan rápido, tan rápido, no podía seguirle el ritmo, Leaf me susurraba, estábamos en el campo y yo estaba junto a él en la hierba y él susurraba, susurraba que yo era fea por dentro, pero igual me besaba las muñecas, las besaba con fuerza, con tanta fuerza que ardían, se incendiaban, y mis brazos envolvían su cuerpo, tan fuerte que estaban entumecidos, y era por eso, era por eso, susurros y latidos, susurros y latidos, a mi alrededor. Quería poner las manos sobre los oídos pero no podía, los susurros estaban cada vez más cerca, tan cerca que me tocaban, se metían adentro de mí, me atravesaban la piel, en mi interior, en las zonas más profundas de mi ser, no podía soportarlo, no podía soportar un segundo más… Grité y grité. Traté de seguir contando, contando mis propios latidos intermitentes, solo para estar segura, uno dos tres, uno dos tres… Pero luego, así como así, como una puerta golpeándose con el viento… Todo se calmó. Todo, por una vez, quedó en calma.

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PODÍA OÍRLA GRITAR. Estábamos casi a un kilómetro de la casa Romano Fortuna y todavía podía oírla. Midnight también podía, se ponía tenso cada vez. Yo lo sentía. La gente mala aún ponía trampas en el bosque. Leaf y yo encontramos una vez un coyote, una pata trasera atrapada entre los dientes de metal. El coyote gritaba y gritaba. Trató de morder a Leaf y le dio un mordisco profundo en el brazo, pero de todas maneras Leaf lo liberó. El coyote salió corriendo con sus tres patas sanas y no miró hacia atrás. Leaf permaneció dos días seguidos en el bosque, esperando que el hombre regresara por su trampa. Cuando finalmente volvió a casa, la parte delantera de su camisa chorreaba sangre. Mim no le hizo preguntas. Nunca le hacía preguntas. A veces, veo al coyote entre los árboles, en el límite de la granja, y me mira con sus grandes orejas y su cola peluda. Sé que es él por la renguera. Nos observa durante un rato y luego regresa al bosque y continúa con su vida de coyote. Está buscando a Leaf, pero yo no sé cómo decirle que Leaf se marchó. Yo había colocado una trampa en el bosque. Había atrapado a una loba. Y ahora la loba gritaba. Si Poppy era la Loba y Midnight era el Héroe… ¿Entonces quién era yo?

ÍBAMOS A DEJARLA durante una hora. Solo una hora. Wink dijo que ese era el tiempo que llevaría, por lo menos una hora, matar a un monstruo. Fuimos al granero, me dio una taza de Earl Grey y leyó las hojas de té una vez que lo bebí todo. Sostuvo la taza en las manos, los codos hacia afuera, y dijo que mis hojas de té hablaban de brujas, de bestias y de un príncipe. 98

Comenzó a llover, suavemente al principio, luego más y más fuerte, los truenos retumbaban a través del cielo. Le pregunté a Wink sobre lo que había dicho cuando estaba amarrada, sobre los hambrientos Imperdonables, lo de beber la sangre a lengüetazos y lo de abrir de un golpe el cerebro de Poppy. –¿De dónde sacaste todo eso, Wink? Yo lo creí. Me asustaste. En serio. Wink sonrió y las orejas se proyectaron hacia afuera. –A veces, hacemos obras de teatro con los Huérfanos. A Hops y a Moon les encantan los locos. Quieren que en todas las obras haya locos, de modo que yo suelo interpretar un personaje que vaga por un páramo desértico o que está encerrado y gritando en un calabozo, o en una torre, o en un desván. Cada vez lo hago mejor. Mim dice que no deberíamos fingir ser locos, dice que atrae a los malos espíritus… Wink se encogió de hombros y luego apuntó hacia el techo. –Cuelgo una cortina entre las vigas acá en el granero para hacer un escenario. Peach quiere hacer todos los personajes, Bee Lee no quiere hacer ninguno y Hops y Moon se ríen durante todos sus parlamentos. Es divertido. Suspiré, los brazos debajo de la cabeza, una sensación de pesadez en el cuerpo. Traté de no pensar en ella, en Poppy, allá en la casa, sola y asustada. Estaba ahí en el granero con Wink. Exactamente donde quería estar. Como si pudiera leerme la mente, ella se acercó y se acurrucó con fuerza a mi lado. Comenzó a hablar de Ladrón. Dijo que no era simplemente un chico cualquiera con una espada y de viaje. Dijo que atravesó La Colina del Terror y no se volvió loco, y solo los más valientes logran hacer algo semejante. Habló de la primera vez que él vio a Trill, que estaba escapando de las Brujas Lobas negras, su largo velo blanco flotaba detrás de ella, los pies desnudos dejaban pequeñas marcas en la nieve. Wink puso la mano en la parte de atrás de mi camisa y luego la deslizó por la columna hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo, suave, suave, despacio, despacio, y comencé a adormecerme… Me estiré sobre el heno y suspiré. No dejaba de vigilar la abertura del granero, el cielo nocturno, y trataba de saber qué hora era por la luna, como se hace con el sol… 99

Poppy gritaba y lloraba. Jalaba de la cuerda, las muñecas le sangraban, Romano Fortuna estaba de pie junto a ella, con aspecto perdido, Martin Lind desplomado en el suelo, gimiendo por sus hijos mientras las ratas corrían por su cuerpo, Wink abría el libro, La cosa en lo profundo, me lo mostraba, me mostraba cómo había cambiado Ladrón, que ahora se veía diferente, que tenía ojos esquivos, hombros caídos y cabello despeinado… Abrí los ojos. Los cerré. Los abrí, los cerré, los abrí. Me había quedado dormido. Me había quedado dormido. –¿Cuánto tiempo pasó, Wink? »¿Cuánto tiempo pasó desde que la dejamos? Wink bostezó. Tenía la cabeza debajo de mi mentón y los brazos apoyados sobre mi pecho. –No sé. Yo también me dormí. Miré hacia afuera. Todavía estaba oscuro, pero se estaba acercando el amanecer. Podía verlo en el horizonte, aferrándose a la noche.

Wink extrajo una manzana de uno de sus profundos bolsillos y la compartimos en el camino hasta la casa. No tenía ganas de comer, pero no dejaba de dar mordiscos, esperando que el gusto fresco y familiar me hiciera sentir normal otra vez. El camino estaba mojado por la tormenta y los zapatos se me hundían en el lodo y las viejas pinochas. Quería correr hacia Poppy, correr como si me estuvieran persiguiendo, como si una de las Brujas Lobas de Wink tuviera los dientes en mis tobillos, con el corazón palpitando, sudando, jadeando, con el viento en las mejillas. ¿Por qué no corría? Quería liberar a Poppy y decirle que lo sentía, tanto, tanto. Lo quería de tal

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manera que podía sentir los dedos en la cuerda, el metal frío de la navaja, el pelo rubio y despeinado, la mirada de alivio… Pero cuanto más nos acercábamos, mis pasos se volvían cada vez más lentos. La manzana estaba ácida y jugosa y yo sentía que esto era real. Esto. Caminar con Wink, la manzana, el aire fresco. No lo de antes, en la casa, con los sonidos de apresurados correteos y los Imperdonables de Wink, y Poppy, ay, Poppy… El techo de mansarda de la casa Romano Fortuna. De repente estaba ahí, asomado entre las ramas y las hojas. Me detuve. –¿Acaso lo soñé? –le pregunté a Wink–. Lo que hicimos, ¿fue todo un sueño? Me miró y agitó la cabeza de un lado a otro. –No, Midnight –tomó la manzana, el último mordisco y luego la arrojó entre los árboles. No pude entrar. Me quedé en los escalones rotos y astillados y no pude entrar. Ya había más luz. El cielo ya no estaba negro, sino gris. Me pregunté cuánto tiempo había gritado Poppy antes de darse por vencida. Nunca lograría sacarme sus gritos de la cabeza y del corazón. ¿Es esto lo que significaba ser el héroe? ¿Es esto lo que Wink pensaba que significaba? Me pregunté si Poppy intentó morder la cuerda para liberarse. Me pregunté si jaló de ella hasta que le sangraron las muñecas, como en mi pesadilla. Me pregunté qué clase de persona sería ahora. Me pregunté qué clase de persona sería yo ahora. Wink tomó mi mano y me arrastró por la puerta de Romano Fortuna. A través del pasillo. Adentro de la sala de música. Los brazos de Poppy estaban arriba de su cabeza, suaves y traslúcidos en la luz brumosa del amanecer. Pude ver las venas corriendo por la parte interna de los codos. La mejilla derecha descansaba contra el hombro. No logré ver sus ojos. Había sangre. Manchas secas en el mentón y en el cuello. –Debe haber llorado con tanta fuerza que se mordió la lengua –susurró Wink. 101

Su voz era suave, tranquila y normal… pero su rostro se veía preocupado. –Poppy –exclamé con voz grave y fuerte, como la de un héroe–. Poppy, despierta. Te vamos a soltar. Sentimos haberte dejado aquí toda la noche, pero ahora puedes irte. No se movió. Saqué mi navaja y la abrí. Me acerqué unos pasos, el piso crujió. Los párpados no se agitaron. No hubo gemidos ni forcejeos. Nada. Eché un vistazo a Wink por arriba del hombro. Estaba… se veía que estaba… Mal. Mal. Se adelantó y se puso de rodillas, la mejilla en el pecho de Poppy y el oído junto al corazón. –La navaja –dijo–. Rápido. Corté la cuerda, la tajeé una y otra vez, ¿por qué había usado la navaja para cortar las cajas de la mudanza? Alabama me había dicho que el cartón la desafilaba… La cuerda se partió en dos. Los brazos de Poppy se desplomaron pesadamente, como plomo o piedra. Tenía la falda subida y las manos aplastadas contra las piernas desnudas antes de golpear contra el suelo. Wink la envolvió entre sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro, suavemente, suavemente. Dejé de respirar. Los bordes de la habitación se volvieron difusos. Wink me estaba observando. Sus ojos parecían enormes, grandes como platos, como el perro de la historia que ella leía en el granero, la del mechero de yesca y el soldado. Poppy se movió. Solo un poquito, solo los labios. –Midnight. Su voz se deslizó calladamente, como un ladrón en la noche. –Midnight. Sus párpados se agitaron… No podía soportarlo, no podía soportar mirarla. No quería ver lo que dirían sus ojos cuando estuvieran abiertos… Me alejé y me quedé mirando cómo se agitaban las cortinas rojas. 102

–Midnight. Las cortinas rojas se agitaban y se agitaban. Con la luz del amanecer, se podía ver claramente cuán sucias estaban. Desteñidas por el sol, rosadas en algunas partes, llenas de polvo y mugre. Se agitaban y se agitaban. –No volviste –dijo–. Me dejaste acá y no volviste. No miré a Poppy. No miré a Wink. Me quedé observando el rojo agitar de las cortinas. Agitándose y agitándose. Corrí. Atravesé el pasillo, crucé la puerta, bajé los escalones y me interné en el bosque. Me escapé. Los héroes no escapaban. Yo no era un héroe. Me di vuelta y miré por encima del hombro, y ahí estaba Wink, detrás de mí, la falda con bellotas, las pecas y los ojos verdes como platos. Era rápida. Me alcanzó. Me sujetó y me sostuvo. Su piel se fundió dentro de la mía, sangre con sangre, hueso con hueso. Nos abrazamos y nos fundimos uno dentro del otro mientras el sol estallaba en el cielo y los pájaros echaban a cantar. –Tengo que irme –dijo Wink–. La dejé en el sillón verde, pero no está bien, Midnight. No quería que la dejase sola. Tienes que volver con ella, quedarte con ella. Yo voy a buscar a Mim.

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AMARRADA AL PIANO y con sangre seca en el rostro, la Loba ya no se parecía a la Loba. Se parecía a una chica llamada Poppy.

LO HICE. REGRESÉ. El sillón verde era un revoltijo de pelo rubio, falda negra y piernas largas. Me arrodillé. Tenía los ojos cerrados y, al principio, no supe qué hacer, así que tomé el borde de mi camisa y le limpié la sangre de alrededor de la boca. –No puedo mover los brazos –dijo. Su voz era ronca, áspera y débil. Sus mejillas estaban pálidas y tirantes, y su piel estaba fría, como la nieve, como el hielo. –Tengo las manos entumecidas, muy entumecidas, Midnight. No puedo moverlas. Quería alejarme y quedarme mirando otra vez las cortinas. Quería correr. Pero no lo hice. Esta vez no lo hice. Comencé a frotarle los brazos desde los hombros hasta la punta de los dedos. Los froté hasta que me dolieron las manos, una y otra vez, de arriba abajo y por favor Poppy, vuelve a mover los brazos. Por fin, por fin, la mano derecha se sacudió. Luego todo el brazo y después se enderezó y gritó. Apoyó un brazo en el otro y gritó. A veces, cuando era niño, me tumbaba en la cama en una mala posición y se me dormían las piernas. Me despertaba en medio del pánico, sin poder moverme, convencido de que había perdido las piernas en un horrible accidente. Gritaba, y entonces Alabama venía corriendo. Se sentaba a mi lado y me decía que todo estaba bien, que me tranquilizara y esperara hasta que, bum, la sangre regresaba con toda su fuerza. Y dolía, dios, cómo dolía. Me quedaba sentado ahí temblando 104

y golpeándome las piernas con los puños y Alabama permanecía tranquilo y relajado y repetía que el dolor era bueno, que quería decir que todo estaba bien. Hacía eso hasta que podía moverme otra vez. Hasta que podía dormirme otra vez. Poppy gritaba y se sacudía en el sofá verde y raído de la casa de Romano y yo le repetía una y otra vez que iba a estar bien, como Alabama. Si antes me había sentido mal, no era nada comparado con cómo me sentía ahora. –Vas a estar bien –dije–. Vas a estar bien. Por fin, por fin, sus brazos se aflojaron y se quedó quieta. Abrió los ojos. La miré. Me obligué a hacerlo. Sus ojos estaban asustados. Y heridos. Muy heridos. No sabía que una persona pudiera mostrarse tan herida. –Todos ustedes deben odiarme mucho –susurró, la voz baja y áspera, como si se arrastrara sobre la grava–. Deben odiarme realmente mucho. No lo negué. No podía. Era cierto. La había odiado. De repente, me sentí enfermo. Como si tuviera gripe mezclada con muy poco sueño y sudor frío. Los bordes de la habitación se volvieron difusos y empecé a ver manchas… –Déjame tranquila –susurró Poppy–. Vete, Midnight, y déjame tranquila. Y eso hice. Salí corriendo de la casa. Salí corriendo y la dejé ahí. Otra vez, otra vez, sucedía lo mismo otra vez. En el camino, me encontré con Wink y Mim. El pelo rojo de Mim estaba recogido en trenzas gruesas y apretadas, y su falda larga y roja se balanceaba por el sendero enlodado y el borde iba volviéndose negro. Se detuvieron y me miraron. Mim estaba serena. Ni nerviosa, ni confundida, ni molesta. Serena. –Estás muy pálido –dijo y me miró de soslayo con expresión maternal. –Dejé a Poppy. La dejé en la casa. No podía soportar su mirada. Yo… 105

Parpadeé con fuerza. No voy a llorar. Maldición, no voy a permitir que Wink me vea llorar. Mim se limitó a asentir. –Wink me contó unos pocos detalles. Muy pocos. ¿Cómo fue que esta chica terminó amarrada al piano toda la noche? Wink me miró y yo la miré. Parpadeé otra vez. Y otra vez. –Simplemente ocurrió –dijo Wink finalmente. Mim nos observó. Esta vez, con una mirada recelosa y penetrante. Se quitó las manos de la cadera y extendió una hacia mí y otra hacia Wink. –Denme las manos. Rápido. Los dos. Deslicé el puño en los dedos fuertes y callosos de Mim, y lo abrí. Wink hizo lo mismo. Mim se inclinó sobre la palma de mi mano. –Suficiente –anunció un segundo después y me soltó. A continuación, leyó la mano de Wink. Diez segundos. Veinte. Wink levantó la vista hacia su madre y sus ojos se encontraron, verde sobre verde. Algo pasó entre ellas, un destello… –Llegaste demasiado lejos –dijo Mim, en voz tan baja que casi no la oí. Observó a su hija durante unos largos segundos, luego soltó su mano y comenzó a caminar hacia la casa Romano Fortuna. La seguimos. Cruzó la puerta del frente, recorrió el pasillo y entró en la sala de música. Pero llegamos demasiado tarde. Poppy se había ido.

MIM SE DESPLAZÓ por la cocina, hizo leche dorada de cúrcuma sin decir una sola palabra. Me quedé en el rincón y la observé, pero nunca me miró. Ni una vez. 106

Estaba enojada. Y Poppy había desaparecido. Uno de los libros del granero se llamaba La loba sin aullido. Era acerca de una loba blanca que perdió al resto de la manada y murió de hambre un invierno largo y frío. Después de eso, se sentía demasiado triste y sola como para aullar. Era una historia desoladora y no se la leía a los Huérfanos muy a menudo. Midnight y yo habíamos matado al monstruo. Habíamos dejado a Poppy sin su aullido.

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WINK SE SENTÓ sobre un fardo de heno y yo me senté en el suelo del granero, la cabeza contra sus rodillas delgadas, sus manos en mi cabello. –¿Crees que Poppy se fue a su casa? Estoy preocupado por ella. Wink emitió su suave mmm. –En El hada malvada, Jennie Slaughter fue desterrada por el Hada de los Árboles y vagó por el páramo durante tres años, sin recordar quién era ni de dónde venía. Tal vez Poppy enloqueció y está vagando por el bosque como Jennie. Moví la cabeza y sus manos resbalaron. –Nunca olvidaré verla allí, con las muñecas amarradas a la pata del piano, la cara cubierta de sangre seca y las venas azules recorriendo sus brazos blancos. Esa imagen quedó grabada en mi mente. Para siempre. –Yo sé qué aspecto tiene un muerto –dijo Wink después de un rato–. Sé cómo es estar muerto. Yo sostuve a Alexander aquel día en la niebla. Poppy estaba al borde de la muerte cuando la encontramos, Midnight. Su piel estaba fría y azul… estaba sudorosa y rígida. –¿Quién es Alexander? –Nadie. –¿Qué día en la niebla? Silencio. Me levanté y fui hasta la ventana del granero. Observé atentamente la granja que se desplegaba debajo, vi a Hops y a Moon tratando de trepar por el costado de la casa de Mim solo con las manos y los pies, como monos, mientras Peach les gritaba alternativamente palabras de aliento y de crítica. Volví a sentarme y Wink pasó los dedos por mi cabeza. Olía a canela. –Mim sabe que nosotros lo hicimos. Sabe que la amarramos y la dejamos allí. Los dedos de Wink dejaron de moverse. –Sí. –¿Está enojada? –Sí. Volteé para poder ver su rostro. El sol de verano le resaltaba las pecas. Eran más oscuras de lo que habían sido 108

unos pocos días atrás. Su piel pecosa era tan distinta de la de Poppy, tan perfectamente blanca. Y me gustaba. Me gustaba tanto que me producía dolor. –Wink, tengo miedo de que la noche en la casa Romano Fortuna haya producido en Poppy un daño profundo. No creo que hayamos hecho lo correcto. En mi corazón, no siento que fuera lo correcto. –Ella me habría hecho lo mismo a mí si no se lo hubieras impedido. A veces, la única manera de combatir el mal es haciendo el mal. Pero yo había visto que Poppy no dejaba de temblar e igual la había amarrado y dejado en la casa Romano Fortuna. Y luego me había quedado dormido y no había ido a liberarla hasta el amanecer. –Midnight, tú destruiste al monstruo. Eso es lo que hace el Héroe. Después de Poppy, y después de sus constantes mentiras, ya no creía demasiado en nada de lo que dijera nadie. Excepto Alabama, y estaba en Francia. Pero yo quería creer en Wink. Sus ojos se encontraron con los míos y vi pasar una nube por ellos, como si supiera. Como si acabara de leer la duda que había en mi mente. Y luego me abrazó fuerte, me echó los brazos al cuello, apoyó la mejilla en el hueco y frotó su piel contra la mía. Retorció los dedos entre mi pelo y sus pecas se derramaron a mi alrededor como una bufanda mientras susurraba palabras a mi oído, sobre el héroe y sobre Ladrón... Bee Lee comenzó a trepar la escalera del granero. Supe que se trataba de ella porque cantaba una cancioncita en voz baja acerca de pájaros carboneros y hombres lobo. Cuando entró, vino directamente hacia mí, como si presintiera algo. Me pasó los dedos pegajosos por el dorso de la mano y me sonrió. –Midnight, ¿estás bien? Negué con la cabeza. –Yo también tengo días malos –sacó una fresa del bolsillo, le arrancó el cabito verde y me la dio–. Pero mañana todo mejorará. Es lo que Mim siempre dice. Solo tienes que comer una fresa y esperar a que llegue mañana.

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Fui a la casa de Poppy. Permanecí diez minutos en la puerta sin tocar el timbre. Y no fue hasta que finalmente me di vuelta para marcharme que vi a Thomas merodeando en las sombras, entre los arbustos de lilas, observándome. Él no dijo nada. Yo no dije nada. Cené con mi padre, tarde como a él le gustaba. Sándwiches de tomate, mozzarella y pesto, sentados en los escalones del frente mirando el huerto, el arroyo y la granja Bell. Había luciérnagas. Si yo estaba especialmente callado y él sabía que me pasaba algo, no me hacía preguntas. Mi dormitorio olía a jazmín. Flotaba en el aire, denso y húmedo. Arrojé la ropa, me eché en la cama, cerré los ojos y me dije que no era real. Poppy no estaba en mi habitación. Ella no volvería a estar allí nunca más. Yo me había ocupado de que así fuera. Había hecho una elección y había conseguido mi deseo. En el otoño, mamá solía hacer chocolate caliente con calabaza. Colocaba en una olla leche, vainilla, canela, jarabe de arce y chocolate, y, cuando estaba caliente, agregaba una lata de puré de calabaza y revolvía. Alabama y yo podíamos beber jarras enteras de ese chocolate, y las bebíamos. Y ahora, de solo oír el crujido de mis pies sobre las hojas secas, evoco el aroma de la bebida con toda claridad, como si tuviera una taza de chocolate con calabaza frente a mí. El jazmín… era como el chocolate caliente con calabaza. Estaba adentro de mi cabeza. De todas maneras, soñé con ella. Soñé que entraba por la ventana y se acostaba a mi lado, su cabello rubio y sedoso se desparramaba sobre mi pecho.

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AHORA LA HISTORIA había comenzado realmente. Los hilos de la trama estaban girando. Midnight estaba conmocionado. Destruyó al monstruo. Ese era siempre un punto crucial en el viaje del Héroe, como cuando Peter mata al lobo del otro lado del Armario y el León le dice que limpie la espada. Como cuando Elsbeth le arranca el corazón a Jacob, lo cocina en el asador y se lo da de comer a su amante, en Elsbeth Ink y los siete bosques. Hay leyendas escocesas que cuentan historias de personas que se adentran en las Tierras Altas, desaparecen en la neblina y nadie las vuelve a ver. Eso es lo que le ocurrió a Romano Fortuna. Eso es lo que le ocurrió a mi padre. Desapareció en la neblina. Yo pensaba que él era el Héroe, pero era solamente un hombre. Le conté a Midnight que había sostenido a Alexander en la niebla el día en que murió. Alexander era el Héroe de Una capa, una daga, un viaje, pero había estado solo cuando el veneno llegó a su corazón, en el final. Se desplomó en el camino, sus manos aferraban la flauta irlandesa dorada que le dio la princesa de cabello negro, el día en que él le salvó la vida. Yo había imaginado cómo debía haber sido, lo había imaginado tan claramente: la neblina fría en mi cuello mientras sus ojos se oscurecían y su cuerpo iba poniéndose rígido entre mis brazos. Era real. Ocurrió. Mim entró en mi dormitorio más tarde, aquella noche, cuando los Huérfanos ya estaban dormidos. Me preguntó si quería contarle algo. Sacudí la cabeza de un lado a otro y me quedé callada.

ESTABA TENDIDO EN la cama mirando las ventanas. Estaba lloviendo otra vez. Permanecí así tanto tiempo que papá tocó la puerta, una taza de té verde en la mano. Me levanté, la tomé y volví a meterme debajo de las sábanas. 111

El cuerpo encorvado y azul en la luz gris. La expresión de sus ojos. Los gritos cuando la sangre regresó con toda su fuerza. Me puse velozmente una chaqueta y caminé bajó la lluvia hasta el pueblo. Fui por el camino más largo: no quería pasar por la casa Romano Fortuna. No podía. Me quedé en el umbral de su casa. No toqué el timbre. Había hecho lo mismo las dos últimas mañanas. –Ella no está ahí –Thomas emergió de entre las sombras junto a los arbustos de lilas, el pelo rubio y mojado cayéndole sobre la frente–. Ha desaparecido. Sus padres están en un congreso médico y ella desapareció, Midnight. Nadie va a contestar el timbre. Mi corazón pegó un salto. ¿Thomas tampoco había visto a Poppy? Pensé que había estado evitándome a mí, solo a mí. –Tengo que hablar con ella, Thomas. Con urgencia. Estoy seguro de que está cerca, en alguna parte. Es probable que esté al lado del río. Le gusta hacer picnics bajo la lluvia: pan, queso y una botella de vino mientras le caen gotas gordas de lluvia en las mejillas. –Ese fue el primer lugar donde busqué. –Podría estar en la cafetería, la que tiene techos altos y los lattes color caramelo. Thomas negó con la cabeza. –O en la iglesia: le agrada sentarse en un banco y escuchar practicar al organista. Los ojos de Thomas estaban rojos… y, de alguna manera, parecía más pequeño. Casi frágil. –Se fue. Desapareció. Yo temía que algo así sucedería. Es por eso que estuve vigilando su casa. –¿Algo como qué? –mi voz comenzó en un tono alto y subió todavía más hacia el final. –Poppy ha estado triste últimamente. ¿Lo notaste? –Poppy no está triste. Nunca está triste. Se ríe de todo. Eso es lo primero que supe acerca de ella. Siempre se ríe. Era mentira. La había visto tres noches atrás llorando desconsoladamente. Thomas agitó la cabeza y el pelo mojado se levantó en el aire. 112

–Si no puedes ver más allá de eso, más allá de la manera en que le quita importancia a todo para protegerse, entonces no mereces conocerla. »Midnight, todo eso es una actuación. Una actuación. La viene perfeccionando desde que era una niñita, y por eso lo hace tan bien, pero no es más que eso. Poppy sollozando y gritando cuando se dio cuenta de que yo realmente iba a dejarla en esa casa, completamente sola. ¿Cuánto conocía yo a la chica con quien había compartido la cama durante un año? Thomas comenzó a hablar nuevamente. Miraba fijamente hacia la pérgola y divagaba, como si yo no estuviera allí. –… Briggs y su mal genio, las cosas que dijo la última vez que nos encontró juntos a ella y a mí. Poppy se lo tomó a broma, como siempre, pero fue tan cruel, tan cruel. Dijo que ella era una mentirosa y una niñita malcriada. Dijo que nadie iba a amarla nunca de verdad y que no merecía amor, sino que merecía morir sola. Pero nadie merece algo así, nadie… Thomas apoyó las manos sobre los ojos y apretó. Empezó a llover otra vez y las gotas golpeaban sus dedos y caían por las muñecas y los brazos. Me cerré la chaqueta y esperé. Apartó las manos de la cara y me miró, los ojos rojos, rojos. –Temo que Poppy pueda haber escapado. Ya lo hizo una vez, el año pasado. Se fue tres días. ¿Lo sabías? Lo sabía. –Tenemos que encontrarla, Midnight. Tenemos que ayudarla. –De acuerdo, Thomas –dije–. De acuerdo. –¿Entonces vas a ayudarme? ¿Vas a ayudarme a buscar? No confío en Briggs. No confío en ninguno de los otros Amarillos. No quiero que sepan. La odian. La siguen a todos lados y hacen lo que les dice, pero la odian. Miré el césped mojado y los bordes del jardín se volvieron difusos, un remolino verde y difuminado. Sentí náuseas otra vez durante unos segundos. Me llevé la mano al corazón y respiré profundamente. ¿Thomas tenía razón? Todos ustedes deben odiarme mucho, me había susurrado en el sofá de la casa Romano Fortuna. Deben odiarme realmente mucho. 113

–¿Por qué no quieres que los Amarillos sepan que ella desapareció? –No, ya saben que desapareció. No quiero que sepan lo de la carta –buscó en el bolsillo del suéter y tomó un trozo de papel negro–. Encontré esto anoche en nuestro escondite. De Poppy y mío. Estaba en el hueco de uno de los árboles del Cementerio Green William. Solo nosotros conocemos su existencia. Me la alcanzó y sus ojos parecían teñidos de súplica. Abrí la carta y levanté el brazo para protegerla de la lluvia. Letras plateadas, plata sobre negro: Tengo miedo, Thomas, tengo miedo de mí misma, tengo miedo de lo que voy a hacer. Cuando llegue el momento, voy a saltar, sé que lo haré. No le cuentes a los otros Amarillos, no lo entenderán, cuéntale a Midnight, solo a Midnight. Recuerdas cuando trepamos a Jack Tres Muertes de noche y observamos a los esquiadores del Monte Jasper y la telesilla estaba iluminada como en Navidad? Nos sentimos como si fuéramos dioses griegos sentados en el Monte Olimpo. Dijiste que tenía un talento natural para estar ahí riéndome de todos los mortales y de sus vidas triviales y sensibleras... Esta vida, mi vida... No es trivial. Es... Mía. Mía, mía, mía. Llevé el papel a la nariz. Olía a jazmín. –Es una pista –dijo Thomas–. Lo hizo deliberadamente como una pista. Podemos usarla para encontrarla. Y hubo algo en la manera en que habló, algo en su voz, que me hizo dudar. Miré por encima del hombro el jardín verde y perfecto de Poppy. Nada. Nadie. ¿Era este otro de sus trucos? ¿Como cuando se escondió en el bosque e hizo que los Amarillos nos detuvieran y nos ordenaran participar de esa estúpida competencia de besos? ¿Acaso iba a salir de atrás de uno de esos arbustos de lilas riéndose de mí a carcajadas por ser tan ingenuo? ¿Era esta su venganza por lo que le hicimos Wink y yo? ¿Una elaborada maquinación con carta, pistas y Amarillos? 114

O tal vez no era eso. En absoluto. Tal vez no se trataba de una venganza. Tal vez era algo completamente distinto. Thomas agarró la carta, la guardó y levantó la vista hacia la ventana de la habitación de Poppy, la que daba a la calle. –Tengo la sensación de que si no la encontramos pronto, no la encontraremos nunca. Leí la carta repetidamente, veinte veces, cien veces. ¿Qué significa? ¿Cuál es la pista?

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ENCONTRÉ AL MUCHACHO, el alto de cabello oscuro con ojos de distinto color, azul y verde, uno cielo y el otro mar. Yo estaba caminando por el bosque bajo la lluvia pensando que tal vez lograría ver a los solemnes Extraños bailando tonadas melancólicas en alguna zona donde los rayos de sol se filtraran entre los árboles, como hacían en El salvaje Edric y la muchacha de Londonderry. Y ahí fue cuando lo vi husmeando en la parte selvática, detrás de la casa Romano Fortuna. No pareció sorprenderse al verme. Miró a través de mí, como si yo no estuviera allí. Estaba de rodillas, apartando tierra y pinochas con las manos, parecía loco como una cabra. Miraba constantemente por encima del hombro, como si los árboles ocultaran algo detrás de sus troncos, cosa que tal vez era cierta. El muchacho de cabello oscuro se puso de pie y luego tomó algo del suelo donde había estado arrodillado. Una pala. No existía una buena razón para llevar una pala al bosque. Una razón sensata. La gente llevaba palas, desenterraba cosas y les hacían un hechizo. Hacían que las cosas desenterradas se vieran como los bebés que ellos habían robado y criaban como propios. Y, a veces, si gritaban mucho y nadie los quería, regresaban y volvían a enterrar a esos bebés robados en la tierra. Pero el chico de cabello oscuro no estaba haciendo eso. Seguramente ni estaba enterado de que eso ocurría. –¿Por qué estás cavando? –le pregunté. La lluvia había cesado, el sol comenzaba a asomarse y el muchacho de cabello oscuro y ojos de distinto color me miró con una expresión más bien agradable. –Poppy ha desaparecido –dijo él. –Mucha gente desaparece –dije yo. –Yo fui horrible con ella –dijo él–. Horrible, horrible. Piensa que la odio. –No lo creo –dije yo. –Dejó una nota –dijo él. –Muéstramela –dije yo. Y metió sus manos sucias en los bolsillos y tomó un trozo de papel negro con letras plateadas. Briggs. Recuerdas aquella vez que me diste esa bola de vidrio, la que era muy grande con la raya dorada en el medio, que dijiste que la habías ganado en una pelea cuando eras chico y 116

yo me burlé de ti porque te gustaban las bolitas, pero me ignoraste y dijiste que hacía juego con mi pelo dorado, y que me la quedara? Estábamos en el bosque bebiendo limonada en tazas de té y de pronto me puse sentimental y te dije que enterraras la bolita debajo de ese pino grande que está entre los dos pequeños álamos para que yo siempre supiera dónde estaba. Tú me odias, Briggs. Todos me odian y me lo merezco. Me lo merezco totalmente. Ojalá hubiera conservado esa bolita dorada. Ojalá la tuviera ahora. Prométeme que la buscarás, tienes que prometerlo, aun cuando estés enojado, aun cuando me odies, prométeme que lo harás. Pídele a Midnight que te ayude a buscar. Él es bueno para encontrar cosas. –¿Puedo quedármela? –pregunté levantando la carta en el aire, pero ya se había marchado. El chico de ojos de dos colores caminó hacia el bosque, minúsculas motas de sol se filtraban a través de los árboles y lanzaban destellos al pegar sobre su pala plateada. Se adentró más y más hasta que desapareció.

AHORA, SOLAMENTE SALGO por la noche. Camino por el bosque y me tiendo sobre las pinochas, la luz de las estrellas me cubre como una tela fina y transparente. Entré furtivamente en el dormitorio de Midnight. Duerme tan profundamente que ni siquiera se despierta cuando pongo mis labios sobre los suyos. Después de que anochece, hago todo tipo de cosas, algunas que ya hacía antes pero también otras cosas nuevas. Veo todo. Espío a los Amarillos y ellos nunca se dan cuenta de que estoy ahí. No podrían verme aunque lo intentaran, soy tan buena para esconderme, no hay nadie mejor que yo. Antes era siempre el centro de atención, y además era escandalosa, quería todos los ojos sobre mí, lo necesitaba, mírenme, adórenme. Pero ahora nadie me ve y me gusta, me gusta. Hay un solo lugar adonde no voy más, a la casa Romano Fortuna, odio ese lugar, lo odio, lo odio, lo odio. 117

DESPUÉS DE LA cena, Bee Lee se quedó dormida contra mi costado mientras Wink leía La cosa en lo profundo en el granero. Felix estaba en el jardín con su nueva novia, pero Peach y los mellizos escuchaban en silencio. Siempre me sorprendía que los tres fueran tan salvajes y luego se tranquilizaran tan rápido cuando Wink comenzaba una historia. Pensaba contarle a Wink acerca de Thomas y la carta. Pero cuando la encontré arriba en el granero con los Huérfanos, todos se veían tan cómodos y felices que no pude hacerlo. Más tarde. Ladrón se encontraba en el Puente Sin Fin sobre el río Slay. La anciana que estaba en el puente no le permitió pasar si no jugaba con ella a “Cinco mentiras, una verdad”. Al final, las seis eran mentiras. Ladrón adivinó correctamente y ganó, y la anciana aulló de furia y se arrancó el cabello largo y blanco. El Puente Sin Fin conducía a La Colina del Terror, donde Ladrón enfrentaría la prueba mayor. Si lograba pasar por las colinas sin volverse loco, entonces llegaría finalmente a la Cosa en lo profundo. Lucharía con ella, la mataría con la espada que le dejó su padre y vengaría a Trill, su verdadero amor… La voz suave de Wink subía hasta los altos techos del granero y bajaba nuevamente en un eco. Me hacía sentir tranquilo y sereno, como si todo estuviera bien. Bee Lee tenía paja en el pelo castaño y se la quité con cuidado para no despertarla. Tenía su mano en la mía, pero se aflojó una vez que se durmió. Wink estaba usando su voz para Hacer Dormir a los Huérfanos. Me apoyé contra ella mientras Bee Lee se apoyaba contra mí. Me estiré y le acomodé un mechón de rizos rojos detrás de la oreja y después comencé a contar las pecas de su brazo derecho, el que sostenía el libro. Lo hice en silencio para seguir escuchando su voz. Apreté cada peca con la yema del dedo y llegué a veintitrés antes de que mis ojos se cerraran. Wink dio vuelta la hoja y los ojos se me volvieron a abrir. Se cerraron. Se abrieron. Y luego la vi. 118

Ahí, arriba de la escalera. Poppy. Su silueta se recortaba contra las estrellas, pelo rubio claro, la luz pasaba a través de ella como si estuviera encendida por dentro. Cerré los ojos. Los abrí. Y ya no estaba más. Lo había imaginado. ¿Verdad? Como el aroma a jazmín de mi habitación, lo había imaginado. Wink cerró el libro, lo guardó en el bolsillo y me miró. –Midnight, estás temblando. ¿Tienes frío? Me limité a asentir. –Todos deberíamos beber un poco de leche dorada –dijo en voz alta–. ¿Quién quiere un poco de leche dorada antes de irse a dormir? Todos querían, hasta Bee Lee se despertó y susurró: –Yo quiero. Fuimos todos a la cocina y bebimos leche caliente con azúcar morena, cardamomo y cúrcuma. Mim había salido a “juntar hierbas en el bosque bajo la luz de la luna”, me dijo Wink despreocupadamente, como si fuera algo normal. Después de un rato, Felix entró solo. Se sirvió una taza de la humeante leche amarilla, se apoyó contra la mesa con aspecto de satisfacción y le sonrió a su hermana. –Estaba pensando en llevar mañana a Charlotte a la Mina de la Manzana Dorada para ver a los caballos. Me dijo que le gustaban. –No es un buen momento para ir a la mina –señaló Wink. Felix levantó las cejas. –¿Por qué? Wink dio un sorbo de su taza y el vapor hizo que su rostro pareciera sonrojado. –Esta semana es el aniversario del accidente que causó la muerte de veintisiete buscadores de oro y el cierre de la mina. Sus espíritus estarán activos, Felix. No deberías ir. A Charlotte no le gustará. No lo va a entender. Felix asintió ante la explicación de Wink, como si resultara algo muy lógico. 119

–Tal vez iremos en septiembre. Las hojas estarán muy bonitas cuando cambien de color. –Anoche vi algo en el bosque –dijo Peach súbitamente, como hacen los niños. Tenía una mancha de azafrán alrededor de los labios y su expresión era chispeante y traviesa. –¿Era el ciervo blanco? ¿Volvió? –Wink me miró–. Hay un ciervo albino que vive en el bosque. A veces lo vemos. Es muy tímido y realmente imponente. Bee Lee me tomó la mano y levantó sus ojos color café hacia los míos. –En Perdidos en el interior del bosque esmeralda, Greta les dice a sus hermanos que ver un ciervo blanco es de buena suerte y que puedes pedir un deseo, como con una estrella fugaz. Wink le sonrió a su hermanita pequeña. –Bee está esperando ver a nuestro ciervo blanco para poder pedir un deseo… quiere un barco. –Uno grande –dijo Bee, la voz dulce y ahogada–. Con un timón grande de madera, velas, el cuaderno de bitácora del capitán y un telescopio. Wink rio. –No hay mar en kilómetros y kilómetros a la redonda, pero a ella no le importa. –Te felicito, Bee –exclamé–. De todas maneras, los sueños y la realidad no se mezclan… –No. No, no, no –Peach sacudía la cabeza y su pelo rojo rebotaba de un lado a otro. Sus rizos estaban todavía más revueltos que los de Wink y eran más largos. Los tirabuzones rojos caían más allá de sus codos. Llevaba un vestido azul y tenía los pies desnudos y muy sucios–. No era el ciervo blanco lo que vi. Era una chica. –Nosotros también la vimos –dijo Hops. –Llevaba un vestido oscuro –agregó Moon–. Y su pelo era del color de las estrellas. Wink parpadeó y su rostro no reveló nada. Absolutamente nada. –¿Cuándo ocurrió eso? ¿Cuándo vieron a esa chica? –Anoche, después de cenar. Estábamos en los árboles jugando a “Sigue los gritos” –Peach se inclinó hacia Wink, acercó la boca a su oído y susurró lo suficientemente fuerte para que todos oyéramos–. Ella me vio. No vio a Hops y a Moon porque era el turno de ellos de esconderse, pero me vio a mí y me dijo que 120

era un fantasma y después me preguntó si tenía miedo. Pero no tenía. Los fantasmas no me dan miedo. –Eso es cierto –dijo Wink imitando el grito susurrado de Peach–. Tú no le tienes miedo a nada. Peach asintió. –Y después cerré los ojos y conté hasta diez, que es lo que se supone que hay que hacer cuando ves un fantasma, un hada o un duende, y cuando los abrí ya se había ido. Hops bostezó y se frotó la nariz pecosa con la mano. –La chica del bosque no era cualquier chica. Moon también bostezó y estiró sus brazos flacos sobre la cabeza roja y desgreñada. –Nosotros la reconocimos. Era la amiga de Leaf, la de los besos. Solía venir a veces al granero. Me mantuve tranquilo. Muy tranquilo. Permanecí sentado en la mesa de la cocina y sonreí. Los chicos nunca habrían adivinado que mi maldito corazón había comenzado a gritar.

TRES DE LOS Huérfanos de Wink estaban jugando en el bosque, corrían entre los árboles en la oscuridad. La niña gritaba, de manera muy suave y creíble, y los hermanos la seguían. La chica me vio y se acercó rápida y sigilosamente. Le dije que era un fantasma pero solo se encogió de hombros y me miró con una expresión igual a la de su hermana mayor. Le advertí que debería asustarse, que debería salir corriendo. Le expliqué que yo había terminado mal, que era completamente malvada y ya no había esperanza para mí… pero se limitó a sacudir la cabeza y prosiguió con sus gritos. Los observé, los observé a todos más tarde en el granero, trepé la escalera sin hacer ruido, ni uno solo. Vi a Midnight contando las pecas de Wink. La escuché a 121

ella leyendo sin parar La cosa en lo profundo, dios mío, nunca dejaba de leer ese libro, pero Midnight la escuchaba con avidez, fascinado, le acomodó esa mata de pelo color rubí detrás de la oreja y la miraba como Leaf nunca me miraba a mí. Últimamente, estaba pensando mucho, había algo en la oscuridad, en el silencio y en el estar sola que me calmaba y me volvía más inteligente. Yo ya era inteligente, Dios sabe que yo era más inteligente que todos ellos, pero ahora lo era de una manera distinta, absorbía todo y lo percibía, lo percibía de verdad. Cuando me metía en el río, gozaba del frío, disfrutaba del contacto con las piedras lisas bajo los pies. Dejé de pensar en mí misma. Casi nunca pensaba en mí. Pensaba tan poco en mí que comenzó a preocuparme el hecho de que yo hubiera sido lo único que mantenía mi existencia… y ahora que mi atención ya no estaba centrada en mí, podría llegar a desaparecer y puf, me esfumaría en el aire y nadie se enteraría.

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UNA VEZ QUE los Huérfanos estuvieron metidos en la cama, Wink y yo fuimos al Río Recodo Azul. La luna era grande y brillante, y Wink me mostró un atajo. Anduvimos por el camino de grava que corría entre nuestras dos casas durante poco menos de un kilómetro, luego una breve curva hacia la izquierda y atravesamos el campo de maíz cercano. Era maíz pintado montaña, la única variedad que puede crecer a esta altura. El campo pertenecía a un granjero joven y barbudo, y Wink dijo que siempre estaba cultivando cosas nuevas y extrañas como remolachas amarillas, coliflor morada, pimientos chocolate y rábanos sandía. Los restaurantes de gran categoría de Puente Roto lo amaban. Se jactaban de esos productos poniendo pizarras escritas con tiza en la acera, delante de sus restaurantes: cabellos de ángel caseros con puerros orgánicos, ají molido y parmesano o Quinoa roja con espárragos blancos asados, champiñones salteados, salsa romesco y perejil. Las estrellas cinematográficas venían a las montañas para divertirse en la nieve y alejarse de Hollywood, pero eso no implicaba que quisieran renunciar a la costosa comida de Los Ángeles. La seguí a Wink, los tallos del maíz se enganchaban en su pelo y en el dobladillo de su falda de bellotas con sus garras como pinzas. Aunque el maíz solo llegaba hasta la cintura, era endiabladamente aterrador escuchar cómo crujía y crujía en la oscuridad. Emití un suspiro de alivio cuando atravesamos el último grupo de tallos y llegamos a la orilla del río. El Recodo Azul era limpio y frío y bajaba directamente de la nieve brillante, removida y derretida de la montaña. Nos sentamos en el borde sobre la hierba, Wink enfrente de mí. Ya no podía oír el crujido del maíz. Quedaba ahogado por el sonido del agua corriendo sobre las piedras, y eso me alegró. –Midnight, no les muestres este atajo a los Huérfanos, ¿de acuerdo? Mim piensa que se van a ahogar. Solo vengo aquí cuando están dormidos. Asentí. Se quitó las sandalias rojas y metió un pie en el río. Tenía pies pequeños. Casi cabían en mi mano. 123

Metió la mano en el bolsillo y extrajo una vela. La apoyó en una piedra cercana, tomó un fósforo y encendió la mecha. Volvió a meter la mano y sacó un mazo amarillo de cartas de tarot. Se oyó el aullido de un coyote, fuerte y escalofriante. No estaba muy cerca, pero tampoco estaba tan lejos. Mezcló las cartas. Eran más nuevas que las de su madre, menos gastadas en las esquinas. La observé mientras barajaba. Tenemos que hablar de esa cuestión. Tenemos que hablar de la carta que Thomas me mostró. Tenemos que hablar del hecho de que Poppy haya desaparecido. Tenemos que hablar de la chica que vieron los Huérfanos en el bosque. –Estoy muy lejos de ser buena como Mim o Leaf –dijo, y sus palabras brotaron deprisa, como si estuvieran corriéndole una carrera al río–. Soy mucho mejor con auras y fantasmas. Pero Mim ya no quiere leerme las cartas. Una vez le leyó el tarot a Bee Lee y las cartas le dijeron que Bee moriría joven. Después de eso, se negó a leernos a nosotros. Solo nos lee las hojas de té y las manos, y aun en esos casos, únicamente para cuestiones pequeñas. Con el pelo rojo cayéndole sobre los hombros, Wink distribuyó las cartas en el césped en forma de cruz. –¿Wink? –¿Sí? –Poppy desapareció. –Lo sé. Es por eso que estoy tratando de leer las cartas. –¿No crees que puede haber sido ella la chica que Peach vio en el bosque? Wink no me miró, no dijo nada. –¿Qué estaba haciendo en el bosque? Se encogió de hombros. –Hoy lo vi a Thomas, en la casa de Poppy. Me mostró una carta y dijo que teníamos que encontrarla… que era una pista para encontrarla. Levantó la vista. –¿Qué decía la carta? –Hablaba de cuando habían subido a Jack Tres Muertes con Thomas, y que eran 124

dioses griegos y dijo algo acerca de saltar y que Thomas debería confiar en mí. ¿Qué crees que significa eso? Se dio vuelta y metió otra vez la mano en el bolsillo de su falda con bellotas. Tomó un trozo de papel negro y me lo extendió. Lo sostuve junto a la llama de la vela y leí. –Es otra pista –la cabeza de Wink estaba otra vez hacia abajo y miraba atentamente las cartas, no había más que rizos rojos–. Hoy lo vi a Briggs en el bosque, cavando. Está buscando la bolita dorada, la de la carta –hizo una pausa–. Poppy te mencionó en las dos cartas. Eso es interesante. Lo era. Dejé pasar uno o dos minutos. La corriente presurosa del río, el aullido del coyote, los latidos del corazón. –¿Qué te dicen las cartas? ¿Sabes dónde está Poppy? No respondió. La vela titiló. Entrecerré los ojos en la oscuridad y miré las cartas. Vi espadas y una rueda. Vi un cáliz y un ahorcado. Vi una reina de corazones dada vuelta. Vi una torre. Wink se quedó en silencio durante un largo rato. Por fin, por fin, levantó los ojos, me miró y frunció el ceño. –Las cartas se contradicen unas a otras. Una brisa voló desde el río y la vela se apagó. Oscuridad. –Mim es mucho mejor para esto. Yo no tengo ese talento, Midnight. No puedo decir dónde está –dejó el dedo apoyado sobre una de las cartas–. Parece encontrarse en dos lugares al mismo tiempo. –¿Por qué no vamos a tu casa y le pedimos a Mim que la encuentre? –No. Ya lo intenté. Leyó las cartas de Poppy y después no quiso decirme lo que había visto. A veces hace eso. Buscó en el bolsillo, sacó un fósforo y encendió la vela nuevamente. Su rostro pálido apareció flotando delante de mis ojos. Recogió las cartas, las guardó y luego colocó los brazos alrededor de mi cuello y apretó sus piecitos fríos entre los míos. –¿A quién vieron los Huérfanos? ¿Quién crees que era, Wink? Volvió a encogerse de hombros, sus hombros se movieron contra mi pecho. 125

–Tal vez era Poppy, y tal vez están mintiendo. Con Peach y los mellizos, nunca se sabe. Puse el brazo alrededor de sus piernas y le besé las delgadas rodillas. Ella colocó las manos en mi cabello, los pulgares detrás de mis orejas. Le di un beso a la llave maestra que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Moví la llave con la nariz y le besé la clavícula. –Midnight, ¿a qué le tienes miedo? –¿Eh? –¿Le tienes miedo a algo, como Poppy le tiene miedo a la casa Romano Fortuna? –No sé. A caerme, tal vez. –¿A caerte? –Sí. A veces tengo pesadillas en las que me caigo. –Mucha gente tiene pesadillas de ese tipo. –¿En serio? –Bee Lee a veces se despierta gritando. Sueña que se queda dormida en una nube, y después se acerca rápidamente una tormenta y el trueno la sacude y se cae. Asentí. –Yo sueño que estoy corriendo a través de un bosque, o de un campo, y no sé por qué. Me estoy escapando de algo y, de repente, aparece un precipicio delante de mí y no lo veo, y a continuación me estoy cayendo por una barranca profunda y voy pasando por paredes de piedra y roca y luego mi cuerpo se rompe y puedo escuchar los huesos que se quiebran justo antes de despertar. Wink suspiró suavemente. –Mim cree que los sueños pueden predecir el futuro. Pero yo no lo sé. Yo creo que los sueños son solo sueños, en su mayoría. –Bueno, yo creo que mi sueño me está diciendo que deje de ser un cobarde. Alabama no le teme a las alturas. No le teme a nada. Ni a las alturas, ni a saltar de un precipicio, ni a morir. –Todos le tienen miedo a la muerte, Midnight. Y ella no lo dijo y yo no lo dije, pero los dos estábamos pensando en Poppy amarrada en la casa Romano Fortuna, llorando, gritando, aterrorizada, como si estuviera a las puertas de la muerte. 126

–Midnight. Mi padre llamándome desde el altillo. Subí la estrecha escalera lentamente. Estaba sentado en su escritorio, rodeado de libros, como siempre. Parecía tener sueño. –¿Está todo bien? –Sí, papá. Por supuesto. Se quitó los lentes gruesos y se frotó los ojos. Apartó las manos y volvió a mirarme. Sus iris celestes se veían desnudos sin las gafas. –Estás distinto, Midnight. Conozco el sonido de tus pisadas como los latidos de mi corazón. Esta semana están más pesadas. Y no te veía esa expresión en el rostro desde tu… desde el invierno pasado. ¿Qué pasa? Lo consideré. Contarle todo. Pero él no sabría qué hacer con respecto a Poppy. En realidad, no sabría qué hacer con respecto a todo. Lo comprendí de repente, ruidosamente, como si alguien lo hubiera gritado desde un techo. Creo que era algo que Alabama siempre había sabido acerca de él. –Está todo bien –respondí. Esbocé una sonrisa forzada y me aseguré de que se reflejara en los ojos–. Solo problemas con las chicas. Nada importante. Asintió y se puso los lentes. Sus hombros se relajaron levemente. Me pregunté si habría estado preocupado de que yo hiciera averiguaciones acerca de mamá, de cuánto tiempo se quedaría en Francia. Papá volvió a sus libros. Yo volví a bajar a la cocina en busca del viejo teléfono negro de disco. Me agradó sentir el frío de los cerámicos blancos bajo mis pies. El número estaba en el refrigerador. Llamé y sonó varias veces. Nadie atendió. ¿Qué hora era en Francia? No lo sabía. Subí nuevamente, me desabotoné la camisa, me quité los pantalones y me metí en la cama. Hundí la cara en la almohada junto a Will y las caravanas negras. Respiré profundamente: la cama olía a libros y a jazmín.

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DESPLEGADAS EN EL césped, las cartas contaron la historia completa con espadas, varitas mágicas, copas, monedas, reinas, reyes, caballeros y bufones. Midnight no podía leerlas, pero yo sí, a pesar de lo que le había dicho. Peach y los mellizos vieron una chica en el bosque, pero Bee Lee también vio algo. Unos días atrás, se encontraba junto al Recodo Azul. Tenía prohibido ir sola al río, pero a ella le encantaba mirar a los peces en los remolinos de aguas blancas y no me hacía caso, al menos no en esa cuestión. Regresó corriendo por el camino de grava, las mejillas rosadas y el cabello sudoroso y pegado a la frente. –Vi a una chica –contó–, una chica de pelo largo y rubio y vestido negro, como la princesa de un cuento. Saltó al río. Y no se puede nadar en el Recodo Azul, va demasiado rápido y te ahogas. Tragas agua, los pulmones se te llenan y te ahogas. –Muéstrame –le pedí. La seguí hasta el lugar, a un kilómetro y medio por el camino de grava… pero no había rastros de una chica en el agua. Solo había tirabuzones de río, blancos y enroscados. –Yo la vi –dijo Bee–. La vi de verdad, Wink. Asentí, porque sabía. Esa fue la primera vez en que me asaltó una duda. Apenas una puntada, apenas un leve aguijón, no más que los Diablillos y los Bebés Ciruela pellizcando a las Hermanas Hix en la pradera de campanillas en La bruja verde de la colina del perro negro. Esa noche, una vez que Midnight se había marchado y después de hacer mi mandado, me deslicé secretamente por la cocina y cerré con cuidado el mosquitero para que no hiciera ruido. Dejé la canasta en la mesa y subí en puntas de pie. Bee Lee estaba durmiendo en mi cama. Lo hacía cuando tenía pesadillas. Me deslicé a su lado y le aparté el cabello de la mejilla. Abrió los ojos. –¿Dónde estabas, Wink? –Juntando fresas silvestres en el bosque –respondí–. Si las recoges a la luz de la luna tienen poderes mágicos. Mañana te daré algunas con crema y azúcar. Y luego 128

veremos qué sucede. –¿Me convertiré en una rana? –preguntó. Asentí. –¿Me convertiré en una princesa? Asentí. Sonrió y volvió a cerrar los ojos.

–HAY DOS CHICAS esperándote afuera. Papá acababa de regresar de su corrida matutina. Cinco kilómetros por la mañana, tres kilómetros por la noche. El sudor le chorreaba por la nuca y tenía todo el rostro enrojecido. –Ni la rubia ni la pelirroja. Dos chicas nuevas. Aparté el tazón con leche y granola casera que estaba mordisqueando. De todas maneras, no tenía hambre. Atravesé la cocina y abrí la puerta con mosquitero del frente. Rayas. Voltearon la cabeza y me miraron por encima del hombro. –¿Sabías –preguntó Buttercup, ojos caídos, voz clara, pelo negro empapado– que Poppy ha desaparecido? –Desaparecido –dijo Zoe, eco, eco. Movió el mentón hacia arriba y hacia abajo, y los rizos cortos y castaños lo siguieron. El aire de la mañana tenía un aspecto neblinoso, que resultaba sorprendente. Debía haber llovido durante la noche. Eché un vistazo a la granja Bell, inusualmente silenciosa. Había un auto desconocido en la entrada, de modo que Mim debía estar leyendo cartas. Pero no vi a Wink ni a los Huérfanos. Buttercup y Zoe sin Poppy y sin el resto de los Amarillos… parecían menos aterradoras. Casi vulnerables. Me senté en el escalón al lado de Zoe y ella apartó la falda de su vestido negro para hacerme lugar. Las saludé separadamente a cada una con un movimiento de cabeza. 129

–Buttercup. Zoe –me resultó extraño pronunciar sus nombres por primera vez sin la sensación usual de temor golpeándome la lengua–. Sí, ya sé que Poppy ha desaparecido. ¿A qué vinieron? –No lo sé –respondió Buttercup y, de pronto, sus ojos negros me recordaron a los de Wink. Abiertos e inocentes–. Digo, sí, lo sé. –Sí, lo sabemos –dijo Zoe. Buttercup deslizó la mochila en forma de calavera por el hombro y hurgó en el interior. Extrajo algo delgado y negro, y lo sostuvo entre las puntas de los dedos con cautela, como si fuera veneno. –Toma. Lo tomé. Era una hojita de papel rayada, doblada en dos. La observé en la palma de la mano. –A Poppy le gusta escribir en papel negro con bolígrafo plateado –comentó Buttercup–. Lo encontré esta mañana en mi mochila. Lo abrí. Letras plateadas sobre un fondo color carbón. Era la letra de Poppy, igual a la carta de Thomas y la carta de Briggs. Conocía la curva de su g. Reconocí la panza regordeta de su b. Me resultaban tan familiares como las venas azules de sus brazos blancos como lirios. Buttercup y Zoe: Esto es lo mejor, lo juro, y siempre tengo razón, siempre. Recuerdan aquella vez en que fuimos a recoger manzanas el otoño pasado? Juntamos una cubeta entera de ese árbol grande y viejo que está cerca de la escuela primaria abandonada y yo las obligué a las dos a escribir los poemas sobre manzanas que yo inventaba en el momento, y los poemas eran sobre mí, hablaban de mis ojos grises y mis mejillas como manzanas, de que yo gobernaba con mano de hierro y que era como una manzana fresca que les daba de comer a todos. Cómo me soportaban? Ni yo puedo soportarme, ya no. Deberían ir a hablar con Midnight. Él tiene cosas para decirles. –Tengo un mal presentimiento –señaló Buttercup y se estremeció, rápida y ligeramente, como las hojas iridiscentes del álamo cercano. Frotó los dedos largos 130

y delgados en sus pantimedias rayadas. Sus uñas no estaban pintadas de negro, como era usual. Tenían un color rosado natural–. Creo que Poppy se hizo algo a sí misma. Zoe simplemente asintió. Volví a experimentar aquella sensación, la de la casa Romano Fortuna, como de gripe y de haber dormido poco, y la piel se me puso sudorosa y fría del miedo. –No lo creo. Poppy no es ese tipo de chica. –Quién sabe qué tipo de chica es Poppy –esta vez habló Zoe sola, por su cuenta. –¿Qué cosas tienes que decirnos? –preguntó Buttercup–. Dijo que tenías cosas para decirnos, en la carta. Poppy quería que les contara lo de la casa Romano Fortuna. Lo que Wink y yo le hicimos a ella. Yo sabía que era eso lo que quería. Pero, en su lugar, solo me encogí de hombros, rápidamente, como Wink. –Poppy también escribió cartas en papel negro a Thomas y a Briggs… tal vez eso es lo que quería que supieran. Thomas piensa que son pistas para descubrir adónde fue. Pero yo todavía no estoy seguro. Sigo pensando. En ese instante, Buttercup me sonrió levemente, sin labial rojo. –Midnight, hemos decidido que estamos arrepentidas de haber sido malas contigo en el pasado. La observé durante un segundo. Parecía sincera. –Está bien. –No, no está bien –replicó Zoe. Las puntas gruesas de su rizado pelo castaño le rozaron los pómulos. Tenía la mirada hacia abajo, en sus botas negras, puntas juntas, talones separados–. Poppy era una mala influencia para nosotras. Ahora nos damos cuenta. Buttercup asintió. Pensé en Poppy, en la casa Romano Fortuna, los brazos sobre la cabeza, la sangre seca en el rostro mientras susurraba no volviste, me dejaste acá y no volviste… Si Poppy era una mala influencia, yo también lo era. Todo se volvió confuso súbitamente. Todo se volvió borrosamente borrrr… Parpadeé. Respiré hondo, una y otra vez. –Chicas, las acompaño a su casa –dije.

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Nos encontramos con Briggs y Thomas cuando nos dirigíamos al pueblo, a poco menos de un kilómetro de la casa Romano Fortuna. Briggs se encontraba en el medio de tres pequeños montículos de tierra, una pala cerca en el suelo. Levantó la vista hacia nosotros y se pasó la mano por la frente. Tenía las uñas sucias y las palmas de las manos surcadas por pliegues negros. Thomas estaba junto a él, como si hubieran estado conversando antes de que llegáramos. –¿Qué están haciendo ustedes dos? –Buttercup tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los codos subían y bajaban con su respiración. Briggs susurró algo, se aclaró la garganta y habló en voz más alta. –Estoy buscando una bolita de vidrio –pausa–. Es una estupidez, lo sé. Nunca la encontraré. Pero aun así… tengo que intentarlo. Dicho sea de paso, se supone que tienes que ayudarme a buscar –Briggs me echó una mirada fugaz por el rabillo del ojo. Le devolví la mirada. –Vi tu carta. Wink me la mostró. Thomas buscó en los bolsillos con cierre de sus costosos jeans y tomó su propio trozo de papel de Poppy. –Justo estaba diciéndole a Briggs que pienso que las cartas son pistas. –Pistas para encontrar a Poppy –agregó Buttercup. –¿Por qué demonios se habría escapado? –refunfuñó Briggs, con voz grave y algo de tristeza. Se quitó la camiseta sudorosa y la arrojó al suelo–. ¿Qué fue lo que provocó todo esto? Levanté la pala y la coloqué sobre la espalda. Tenía que contarles. Tenía que enfrentar los hechos, ser el héroe y contarles a los Amarillos qué le había ocurrido a su intrépida líder. –Wink y yo la engañamos. La amarramos al piano de cola en la casa Romano Fortuna y la dejamos ahí toda la noche. Los cuatro Amarillos se quedaron inmóviles. –¿Hicieron qué? –exclamó Briggs, la cabeza ladeada hacia el costado.

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Las manos se me pusieron sudorosas sobre el mango de madera, sudorosas y resbaladizas. –La amarramos al piano y la dejamos en la sala de música hasta el amanecer. Cuando regresamos, estaba… apagada, no sé si eso tiene sentido. Nunca imaginé… nunca imaginé que eso la aplastaría, no de esa manera. Y no la he vuelto a ver desde entonces. Lo cual era una mentira, porque sí la había visto, arriba en el granero, durante un instante. Y también había olido su perfume todas las noches en mi habitación. Pero los Amarillos no tenían por qué saber eso. De todas maneras, era muy probable que todo eso no fuera más que mi imaginación. Me concentré en Briggs, ya que era el que más me preocupaba. Su cara estaba enrojecida, debajo de los pómulos, en el cuello. Había llegado el momento. Los Amarillos me darían una buena paliza. Y la merecía. Briggs intentó aferrar la pala, que se deslizó de mis manos sudorosas. Ni siquiera me resistí. Llevó el brazo hacia atrás y… Y la lanzó. Pasó delante de mí y pegó contra uno de los árboles, con fuerza, y cayó al suelo, con un golpe seco y suave. Después de eso, Briggs permaneció en el lugar sin quitarme los ojos de encima. Ya no parecía enojado, solo cansado. –No los culpamos por engañarla –Buttercup apoyó la mano en mi brazo y me pasó los dedos desde la muñeca hasta el codo una y otra vez–. Lo que Poppy le hizo a Wink en la fiesta de la casa Romano Fortuna fue imperdonable. –Nosotros la ayudamos a hacerlo –el viento se levantó y agitó el pelo rubio y desgreñado de Thomas por toda su cabeza, como si tratara de captar su atención–. La ayudamos a humillar a Wink. Briggs no dejaba de observarme, un ojo azul y uno verde. –Vi a alguien anoche en el bosque. Una chica igual a Poppy. Solo la vi durante un segundo antes de que desapareciera en la oscuridad. ¿Quieren saber lo que pienso? Nadie asintió, pero él continuó de todas maneras. –Creo que Poppy está jugando con nosotros. 133

Pausa larga. –O está muerta y nos está atormentando –Thomas lo dijo en un tono más bien desafiante, el mentón en alto, como si esperara que nos echáramos a reír. Cosa que hizo Briggs. –¿De modo que está escribiendo cartas desde la tumba? Eso es una gran estupidez. Poppy es una luchadora como yo. No es de rendirse fácilmente. –Poppy es muchas cosas –repuse, y hablaba en serio–. Miren, Wink y yo iniciamos esto. Lo que haya pasado en la casa Romano Fortuna, lo que le sucedió a Poppy, eso fue lo que condujo a su desaparición. Y yo soy el culpable. Buttercup volteó súbitamente y me abrazó. Sus brazos eran largos y cálidos. Mi madre siempre había dicho que el miedo sacaba a relucir la verdad en la gente. Basó libros enteros en esa afirmación. Creo que la verdad de Buttercup era mejor de lo que yo había pensado. –Estoy preocupada por Poppy –susurró a mi oído–. Estoy asustada por ella. –Yo también –repuse. –Me voy a casa –Thomas comenzó a alejarse y nos habló por encima del hombro–. Voy a examinar mi carta y después voy a revisar cada maldito recoveco hasta encontrarla. –Te ayudaremos –dijo Buttercup. Zoe asintió y Briggs salió tras ellos.

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EL TEMA CON Briggs, el tema secreto, era que nunca había matado a una mosca. Era un matón, y como la mayoría de los matones, como todos los matones salvo yo, en el fondo, era un bebé. Al menos Midnight era un perfecto bebé, había algo respetable en eso, en serio. Dije antes que Thomas era el triste del grupo, el sensible, pero Briggs… una vez había visto a Briggs llorar en el parque por una lechuza moteada que se había roto el ala y andaba a los saltitos porque no podía volar. Briggs trató de esconder las lágrimas, pero yo las vi y también oí cómo se sonaba la nariz, de rodillas en el césped, y su voz era ronca y se ahogaba y me preguntaba todo el tiempo qué debería hacer, como si yo fuera una suerte de curadora de alas de lechuzas moteadas. Y justo antes del pájaro, había estado molestando a un chico un poco ñoño, por sus lentes gruesos y porque no podía patear la pelota de fútbol de ninguna manera, y durante todo ese tiempo, nunca vio la contradicción entre ambas actitudes. Yo solía reunirme con los Amarillos por la mañana, no demasiado temprano, en Solitario Joe. En el verano, estaba lleno de chicos ricos y “modernos”, con caras de comadreja, que venían a pasar las vacaciones en las casas de veraneo de la familia, pero yo era Poppy y tenía que tener lo mejor, aun si eso implicaba tener que codearme con esas bandas de niños mimados, que no eran lugareños. Parece que fue hace un millón de años: tomar lattes carísimos, batidos con hielo, la combinación exacta de café expreso y leche, el color caramelo exacto o me quejaba. Una vez, convencí a Buttercup y a Zoe de que me ayudaran a cavar mi propia tumba. Estábamos aburridas y yo me encontraba en uno de mis estados macabros y quería ver qué se sentía yacer dos metros bajo tierra, como una persona muerta. Marchamos hacia el bosque con palas robadas de la ferretería Loren’s. Ellas se quejaron mucho, pero finalmente conseguimos cavar una buena zanja entre dos árboles. Me arrojé adentro y crucé los brazos sobre el pecho, como Merlina Addams, y Zoe se asomó por el borde y mencionó algo de gusanos y arañas, pero no me importó, me quedé ahí durante veinte minutos con los ojos cerrados. No tenía miedo, ni siquiera me pareció muy macabro, en realidad me resultó más bien

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tranquilo. Briggs me pescó observándolo en el bosque. Pronunció mi nombre con voz más bien triste y desesperada, pero, para entonces, ya me había ido revoloteando en la noche como una de las hadas de Wink. Briggs había estado cavando en el lodo y mascullando algo acerca de una bolita dorada, como si fuera un sudoroso granjero medio loco, y no pude entender por qué, aun cuando traté. Tenía que calmarme, tumbarme en el bosque sobre la tierra y reflexionar un poco para poder llegar al fondo de la cuestión.

VI A BUTTERCUP y a Zoe delante de la casa de Midnight. Buttercup, brillante como una selkie, pelo negro y lacio, piel aceitunada, como la taciturna hechicera de Mentiras perdidas y suspiros fugitivos. Zoe, ojos castaños y chispeantes, pestañas gruesas y negras y una naricita puntiaguda como el hada de Rat Hall y las muchachas Broom. Cuando le sonrió a Midnight, su sonrisa fue tan chispeante como sus ojos. Los tres conversaron un rato y después cruzaron por mi granja, entraron en el bosque y tomaron el sendero. Saqué a los Huérfanos de la cama y los llevé al pueblo a tomar un helado para el desayuno. Solía hacerlo en el verano cuando Mim estaba leyendo las cartas. Fuimos al lugarcito junto a la biblioteca, que está atendido por una mujer con aspecto de bruja y pelo largo y blanco. Abría la tienda a las diez de la mañana porque creía que, a veces, el helado también era para el desayuno. Bee Lee eligió de fresa, siempre elegía de fresa, pero con Peach y los mellizos nunca se sabía. Felix pidió de pistacho, y yo también. Estábamos sentados al sol en los bancos verdes del parque con nuestros helados cuando la vi. Se hallaba en un callejón de ladrillos del otro lado de la calle, las sombras la rodeaban como una manada de lobos. Nadie más podía verla. Yo sabía que no podían. Solamente yo podía. 136

Le di el resto de mi cucurucho a Hops y crucé la calle sin pensarlo, como si ella fuera la sirena rubia y sedienta de sangre de Tres canciones para un ahogamiento. Ingresé en el callejón con valentía, directamente hacia las sombras que parecían una manada de lobos… pero ya no estaba.

ME DETUVE EN la cocina y escuché. Papá estaba arriba en el altillo, hablando por teléfono. Su voz descendía a través de las grietas de las tablas de madera del piso y se instalaba en mis oídos como el polvo. Hablaba en alemán con alguna ocasional palabra latina en el medio. Yo solo hablaba un poquito de francés, pero Alabama lo manejaba con fluidez, igual que mamá. Papá hablaba cuatro idiomas, si uno contaba el latín, cosa que yo hacía. Su voz era una canción que yo no quería que terminase. Me hacía sentir seguro. Me hacía sentir… normal. Alguien llamó a la puerta del frente. De alguna manera, sabía que ocurriría. Peach estaba parada en los escalones, con sus rizos rojos y pies descalzos. –Sígueme –dijo. De modo que la seguí, piernas cortas y fuertes pisando con fuerza el suelo con resolución clara, propia de los niños. Atravesamos la calle y entramos al jardín. Wink estaba sentada en la zona de las fresas, los pies en la tierra, grandes nubes blancas la resguardaban del apasionado sol del mediodía. –Estaba arriba en el granero –nos dijo Peach a Wink y a mí, una vez que nos reunió–. No olía a heno, sino a té o a flores. Y esto estaba en el suelo. Me alcanzó un trozo de papel negro. Con el rostro calmo y pasivo, Wink me observó tomarlo como si no fuera nada importante, sino algo común, otra nota de una chica desaparecida dejada en el granero. Sentí que Peach me observaba con atención. –Yo sé leer –dijo–. Puedo leer todo tipo de cosas. Soy muy buena leyendo, mejor que tú, probablemente –yo no había cuestionado su capacidad para la 137

lectura, ni siquiera se me había ocurrido, pero Peach no era el tipo de niña que dejara que eso le impidiera ponerme en mi lugar. No quería abrir la carta. Me negaba. Tenía que hacerlo. Lo hice. Mis dedos estaban mojados y pegajosos. Dejaban manchas húmedas en el papel. Midnight. Tú decides. Muéstrame de qué estás hecho. Reúne a los Amarillos. Vayan al bosque. Búsquenme. Búsquenme entre la neblina. La leí otra vez. Y otra vez más. Y luego le di la nota a Wink. Peach sacudió su pelo rizado, el mentón hacia derecha e izquierda. –Yo leí la nota y así fue como supe que no era para ninguno de nosotros, los Huérfanos. Entrar en la neblina es como Mim llama a hacer contacto con los espíritus. Si van a hacer una sesión de espiritismo, quiero ir. –No –dijo Wink suavemente–. A esta no. Pero después podemos hacer una en el granero, solo nosotros, y te dejaré ser la médium, ¿está bien? Peach se dio unos golpecitos con el dedo en la punta de la nariz y comenzó a asentir. –Seré una médium genial. La mejor de todas. Wink sonrió y los extremos de sus orejas se asomaron a través de una montaña de pelo rojo. –Lo serás –repuso muy seria. Peach se fue corriendo mientras les gritaba a Hops y a Moon, donde fuera que se hallaran, que se iban a poner muy celosos porque Wink la puso a cargo de una sesión de espiritismo y pronto ella estaría dándoles órdenes a los fantasmas y a los espíritus, y que solo tenían que esperar al día siguiente para verlo. Wink les quitó el cabito a las tres últimas fresas maduras y me dio una a mí. Jugueteé con la fresa haciéndola girar en la mano. 138

–¿El aroma floral del granero que mencionó Peach? Es jazmín. –Poppy usaba óleo de jazmín –Wink levantó la mirada, los ojos verdes muy abiertos e inocentes, como siempre. Asentí. No le hablé acerca de mi habitación, de que, por la noche, las sábanas y las almohadas olían a Poppy. No podía hacerlo. Era casi como admitir que Poppy había estado en mi cama. Y yo no quería que ella lo supiera. –Buttercup y Zoe vinieron a mi casa esta mañana. Buttercup también encontró una nota en papel negro de Poppy. –¿Qué decía? –Wink comió una fresa, dos leves mordiscos. –Algo sobre mí y sobre la vez en que fueron a recoger manzanas. Las acompañé a su casa y nos encontramos con Briggs y Thomas en el bosque. Les conté, Wink. Les conté que nosotros éramos la razón por la cual Poppy había desaparecido. Les conté que la amarramos y la dejamos toda la noche en la casa Romano Fortuna. Wink hundió sus deditos rosados en la tierra negra, más allá de los talones, hasta los tobillos. –Midnight, pienso que Poppy se arrojó al Recodo Azul. Pienso que se ahogó. Y pienso que alguno de los Amarillos está escribiendo las cartas. El mundo comenzó a dar vueltas. Dejé caer la fresa y apreté las manos contra los ojos. No quiero que todo se vuelva borroso. Ya basta. No puedo soportarlo. No puedo… Me senté en la tierra y los brazos de Wink me envolvieron con fuerza. Respiré profundamente y aparté las manos de la cara para poder abrazarla. Llevaba un cárdigan verde deshilachado encima del overol y olía a fresas, a tierra y a jazmín.

YO ESTABA AHÍ cuando Midnight encontró a los Amarillos en el río mientras esperaban que mi cuerpo apareciera en la orilla o algo así, aunque eso nunca sucedería, nunca jamás sucedería. Yo los observaba a todos, pero ellos no me veían, ni una pizquita de mí. Me gustaba ser invisible, estaba aprendiendo cosas, había tantas cosas que me había perdido antes, cuando necesitaba ser el centro de atención. 139

Midnight les contó todo acerca de una carta que yo supuestamente escribí, donde les pedía a todos que se reunieran en el bosque para hacer una sesión de espiritismo, como si alguna vez en la vida yo pudiera pedirles que se pusieran en contacto con mi espíritu, todos saben que yo no creo en esa basura, el abuelo nunca tuvo paciencia para lo místico y yo tampoco. Todo eso era para Wink y su madre y toda esa calaña de hadas y duendes, y no para mí. Midnight consiguió que tres de ellos aceptaran desde el vamos. Thomas quería sacar su tablero Ouija y preguntarle sobre las pistas de las cartas, y Buttercup y Zoe asintieron con su estilo afectado tipo mellizas que me ponía frenética. Sin embargo, Briggs simplemente se rio, se puso de rodillas y se echó en la cara agua fría del río, y continuó hablando sin parar de que no hacía tantos días que yo había desaparecido, que no era la primera vez y que no era nada como para alterarse, el muy desgraciado. Midnight le recordó lo que había estado haciendo últimamente, cavando en el bosque como un lunático en busca de una bolita de vidrio, todo porque él también había recibido una carta, y después de eso Briggs no habló más. Yo estaba ahí cuando se encontraron a medianoche en una pequeña pradera cerca de la casa Romano Fortuna, las linternas danzaban a través del suelo del bosque. Yo los observaba. Thomas colocó el tablero Ouija en el piso, arriba de la tierra y de las pinochas. Se mostraba tan serio, cuidadoso y solemne que, por un lado, me daban ganas de reírme y, por el otro, quería ponerme la mano en el corazón y jurarle lealtad eterna. Colocaron los dedos sobre el puntero y luego comenzaron a hacer tantas preguntas que el tablero Ouija nunca hubiera podido llegar a contestar, aun cuando realmente funcionara, lo cual no sucedía. Thomas le preguntó acerca de Jack Tres Muertes, los dioses griegos y qué quería decir todo eso y yo recordé esa vez en que los dos nos sentamos en la montaña y miramos a los esquiadores y me puse algo triste y nostálgica. Briggs preguntó acerca de la bolita dorada, tazas de té y limonada, y parecían cosas sacadas de Alicia en el país de las maravillas, excepto que no lo eran. Buttercup y Zoe preguntaron sobre recoger manzanas y sobre poemas sobre manzanas, y Midnight preguntó si la neblina era un lugar espiritual o real y el puntero no se movió, ni una sola vez. Ni siquiera titiló. Por fin, por fin, Midnight 140

dijo que necesitaban a Wink, que, si alguien podía encontrarme, esa era ella, y ahí fue cuando todo comenzó realmente, cuando se volvió intenso y hermoso y palpable y auténtico. Todos empezaron a pelearse, primero en forma tranquila y luego cada vez más fuerte, hasta que sus voces resonaron entre los árboles, como las de los Chicos Sangrientos de pelo negro, en uno de sus festines de medianoche… oh, diablos, ahora estaba hablando como ella, como Wink. Bueno, bueno, deberían haberlos escuchado discutiendo sobre quién me conocía mejor, y por qué había desaparecido realmente, por qué tendría que escaparme, por qué tendría que arrojarme al Recodo. Thomas dijo que lo hice porque estaba triste, pero eso es porque él está triste, y Briggs dijo que yo nunca lo haría, porque soy una luchadora, pero eso es porque él es un luchador, y Buttercup dijo que yo me sentía culpable de toda mi pasada crueldad, porque ella se siente culpable de la de ella, y Zoe dijo que, si yo quería escaparme o arrojarme al río, estaba en todo mi derecho de hacerlo, porque ella también quiere tener ese derecho. Y ninguno de ellos, ni uno solo, estuvo cerca de la verdad. Excepto Midnight. Él repitió lo que había dicho antes, que necesitaban a Wink, y de inmediato fueron a buscarla.

NECESITABAN MI AYUDA. Yo sabía que así sería. Me lavé el pelo con jabón de canela, me puse la falda de bellotas y los esperé en el granero. Les dije que teníamos que hacer la sesión de espiritismo en la casa Romano Fortuna, que todo tenía que terminar donde comenzó. Tomé una de las mantas extra que Mim solía guardar en un baúl al final de la escalera, la arrojé sobre mi hombro, agarré mi canasta y caminamos juntos a través del bosque. Extendí la manta en el suelo de la sala de música. Saqué tres velas blancas de la canasta y las ubiqué en el centro. Sabía cómo era. Había visto a Mim hacer siete 141

sesiones. No lo hacía para todos los clientes, solo los especiales, los especiales con mucho dinero. Fui hasta el rincón y me quedé un ratito en silencio, como si estuviera preparándome, pero fue más que nada para darle un efecto dramático. Midnight estaba tranquilo y no habló demasiado. Tenía miedo. Todos los buenos Héroes tienen miedo si saben a qué clase de mal se enfrentan. Briggs me preguntó por qué no había llevado un tablero Ouija y cuando le dije que no tenía uno me miró como si no me creyera. Thomas permaneció entre las sombras en un rincón de la habitación, como si tratara de ocultarse, como si fuera Antonio Crepúsculo en Catorce objetos robados. Buttercup y Zoe se acurrucaron una junto a la otra, se tomaron de la mano y se susurraron mutuamente al oído. Encendí las velas. Comenzó la sesión.

FUI A LA granja Bell con los Amarillos y encontramos a Wink en el granero. Cuando nos vio a todos subiendo la escalera, había una expresión en sus ojos, como si hubiera sabido que iríamos a buscarla. Tomó la manta y la canasta, que ya tenía preparadas, así de lista estaba. Wink y yo caminamos uno al lado del otro por el sendero, sin hablar, como aquella primera vez cuando nos topamos con la fiesta de Poppy. Wink colocó las velas sobre la manta y luego permaneció en un rincón, en la oscuridad. Pensé que estaba meditando o haciendo lo que sea que hagan las médiums. Me senté en el sofá verde y escuché los crujidos del piso de madera del vestíbulo, aunque nadie lo pisaba. Escuché las ramas de los árboles arañando las partes sanas del ventanal. Escuché a la casa vieja emitiendo sus ruidos de casa vieja: chirridos, crujidos, chasquidos. Estaba nuevamente ahí, en la casa Romano Fortuna, en medio de la noche. Había engañado a Wink y después a Poppy, las había besado y las había 142

amarrado a las dos… Y ahora estaba de vuelta en la casa, Poppy había desaparecido y yo había reunido a los Amarillos para una sesión de espiritismo. Briggs trató de hacer algunas bromas acerca de lo estúpido que era el espiritismo, y que todo era pura mentira, los golpes en las mesas, los paneles que se deslizan, las barbas falsas, pero nadie se rio y ni siquiera le prestaron atención. Todos nos sentamos en la manta formando un círculo. Wink encendió las velas.

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HICE QUE TODOS se tomaran de las manos. Con expresión grave, les dije que si se soltaban durante la sesión, ocurrirían cosas malas. No era cierto, solo quería ver si me creían, y comprobé que sí. Midnight estaba a mi derecha, los dedos fuertes y vigorosos, como los de Ladrón. Thomas estaba a mi izquierda. Tenía dedos largos de duende, tibios, casi calientes. Esperé hasta que Buttercup y Zoe se tomaran de la mano y estuvieran listas. No pasó nada. Le pregunté a Poppy si se encontraba presente. No pasó nada. La casa crujió y gimió y los Amarillos respiraron, se retorcieron y se movieron nerviosamente y Midnight me apretó la mano. No pasó nada. Volví a llamar a Poppy. Le dije que estaba lista y que la escuchaba. No pasó nada. Las velas titilaron y afuera se levantó el viento, pero yo no tenía frío. De repente, tuve calor, como si ardiera un fuego dentro de mí. Contuve la respiración e imaginé que era una caverna, profunda y abierta, un recipiente que debía llenarse, como Mim me había enseñado. No pasó nada. y l u e g o. Mi cabeza giró hacia atrás. La boca se abrió, los ojos se cerraron, la lengua se agitó y las palabras… brotaron… Me revolqué, susurré y grité, y las palabras brotaron y brotaron… Yo era Otoño Lind con el cuchillo de cocina, y luego era Martin, gritando y gritando mientras la sangre salía a borbotones, aquí en esta misma habitación, diles a mis hijos que 144

los quiero, díselo, díselo, y luego era otra vez Otoño y me asfixiaba y me sacudía mientras mi cuello se partía dentro del lazo... Me revolqué, grité y luego las palabras… c e s a r o n. Enderecé la cabeza otra vez, abrí los ojos y relajé los hombros. Midnight y los Amarillos estaban temblando y pude sentir su miedo en el aire, chisporroteando como la estática en una tormenta eléctrica. Y justo en ese momento, comenzó a llover, como si yo hubiera dado la orden, como si hubiese invocado al cielo nocturno, la lluvia azotó la ventana rota, salpicó con fuerza el interior y me pegó en la mejilla y ahora era la Reina, arrodíllense ante mí, así tenía que ser, así se suponía que debía ser, todos ellos observando y esperando cada una de mis palabras, la respiración contenida… Con un movimiento rápido, me solté bruscamente de las manos de Midnight y Thomas y me puse de pie. –Dios mío, son todos unos perdedores –dije lo primero que salió de mi boca y todos siguieron observándome, como si no los hubiera llamado perdedores infinidad de veces en el pasado, cientos de veces, miles, millones. Me miré, me toqué el pelo, acaricié con las manos mis rodillas huesudas. –¿Pueden creer toda esta mierda? Salvaje Bell. Supongo que los mendigos no pueden darse el lujo de elegir. Me miraban y me miraban, y yo los dejé. Dejé que asimilaran mis palabras. –Poppy… Poppy, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien? ¿Qué te pasó? –vocecitas chillonas y patéticas. –Estoy muerta –susurré. Y luego reí–. Muerta. Estoy muerta, esta casa es mi tumba y quiero que la quemen. Quiero que quemen la casa Romano Fortuna hasta que solo queden las cenizas. La lluvia entraba a raudales, los relámpagos atravesaban escurridizos las estrellas, 145

y yo me quedé ahí con las manos apoyadas en la cadera mientras todos observaban cada uno de mis movimientos, paralizados del miedo, los rostros patéticos estirados y abiertos y tan, tan aterrados. Me hicieron preguntas, tantas preguntas, quién hizo esto y quién hizo aquello y qué pasa con las cartas y qué pasa con las pistas y ay, cuánto, cuánto lo sentían… y me moría del aburrimiento, así que finalmente puse las manos en los hombros de Thomas y me trepé a horcajadas sobre él, las piernas flacuchas apoyadas a cada lado de la cadera y las rodillas apretadas hacia adentro. Lo besé, lo besé intensamente. Retorcí el cuerpo y sacudí el pelo y él también me besó, no estaba segura si lo haría, pero claro que lo hizo, liberó la otra mano y apoyó ambas sobre mí mientras los demás nos observaban y después le dije al oído: ¿Recuerdas la noche en que lo hicimos bajo la lluvia, sobre la hierba mojada, junto al Recodo Azul? Las gotas frías nos golpeaban la piel desnuda y temblábamos como fantasmas y estábamos resbaladizos como anguilas… Yo nunca se lo conté a nadie, ¿y tú? Y Thomas movió la cabeza de un lado a otro, y después me levanté y caminé alrededor del círculo, susurré a sus oídos, susurré todos sus secretos mientras se quedaban mirándome y me paseé delante de ellos moviendo la cadera de un lado a otro y arqueando mi largo torso y agitando el pelo, yo era la Reina, la villana, los gobernaba a todos. Permití que su veneración me inundara como una lluvia fría, como la lluvia de afuera refrescaba el cielo, y me agradó tanto que quise gritar y gritar y gritar de alegría, sigan mirando, tontos, sigan mirando, absórbanlo, absórbanme, como los rayos del sol después de la tormenta, nunca habrá otra como yo, nunca nunca jamás. Midnight fue el último, recorrí el círculo y lo guardé para el final. Me senté en su regazo, sujeté su pelo entre los dedos y se mostró horrorizado, hermosa y genuinamente horrorizado y mi pelo rojo cayó por sus mejillas y apreté mi pecho contra el suyo y susurré a su oído: Siento haberme burlado de tus trucos de magia aquella vez, después de haberlo hecho me sentí mal, de verdad, siento haberme burlado de ti, Midnight, todo esto, las cartas y la sesión de espiritismo, todo esto fue para ti, para poder decirte que te extraño, dios, cómo te extraño, el tiempo transcurre más despacio donde yo estoy, parecen años desde la última vez que me metí en tu cama, años y años, solo quería verte por última vez, Midnight, necesitaba decirte que lo siento, yo… Me quitó de encima con un empujón, violentamente, como si quemara, como si 146

fuera veneno. Y mi pie cayó sobre una vela y la vela cayó sobre la manta y luego… Fuego.

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WINK HIZO QUE todos nos tomáramos de la mano. Yo tomé la de ella con la derecha y la de Buttercup con la izquierda. Jazmín. Eso fue lo primero. El olor de la casa Romano Fortuna, el olor a polvo, a podredumbre, a bosque y a moho… ya no estaba, se había ido todo. Y el aire se había impregnado de jazmín. Los Amarillos también lo olieron. Sus ojos se agrandaron. Yo lo vi. Sabían lo que significaba. El olor era denso, desagradable, y quise taparme la nariz con la mano pero Wink nos había advertido que no nos soltáramos. Wink. –Poppy, ¿estás aquí? –dijo. Su voz era calma, clara y suave. Silencio. Le apreté la mano. –Te escucho Poppy, estoy lista. Silencio. Comenzó tranquilamente. Wink tenía los ojos cerrados, los labios apretados, muy apretados, como si su cara estuviera tratando de tragarse la boca. Las mejillas se hundieron hacia adentro, como magullones duros, oscuros, huecos. Los Amarillos dejaron de girar las cabezas y olfatear el aire. Todos nos quedamos paralizados. La cabeza de Wink se inclinó hacia atrás, tanto que su pelo tocó el suelo y su cuerpo se puso rígido, se tensó, como una cuerda jalada con fuerza, tensa, como la que usamos para amarrar las muñecas de Poppy al piano. Las cosas que salieron de su boca… Palabras incoherentes, maldiciones y gemidos. Gruñidos y sollozos guturales. Inagotables. Wink se sacudió y forcejeó, pero no la solté, no la solté. Su cabeza se movió violentamente hacia un lado y su espalda se arqueó y las lágrimas fluyeron a raudales de sus ojos verdes… ¿Qué debería hacer? Quería detener la sesión, tenía que detenerla, pero tenía miedo, tanto miedo, ¿era esto lo que Poppy había querido? ¿Que Wink viniera a la casa Romano Fortuna y dejara entrar a los Imperdonables, y también dejara que la 148

destrozaran a ella? Wink dijo que ocurrirían cosas malas si nos soltábamos, pero yo quería soltarle la mano, quería sacudirla, quería sacudirla hasta que los Imperdonables salieran de su cuerpo, dios, era horrible, con razón Poppy había muerto al quedarse sola con ellos, ¿cómo pudimos haberlo hecho? Wink comenzó a gritar y yo grité con ella, y Buttercup y Zoe también gritaron y Briggs vociferó y Thomas se mantuvo en silencio y… Y, de repente, todo terminó. Wink se calmó. Toda ella, su voz, sus brazos, su pelo, toda ella se calmó. Sus dedos se aflojaron. Se enderezó y abrió los ojos. La tormenta eléctrica se desató en ese mismo instante, en ese mismo segundo. La lluvia azotó los vidrios rotos del ventanal, plop, plop, y luego más y más rápido. Los truenos sonaron tan fuerte que el piso comenzó a temblar, o tal vez era yo que temblaba y temblaba. Parecía que nunca dejaría de temblar. Wink soltó su mano de un tirón. Sus dedos se deslizaron entre los míos. Mientras sucedía, emití un débil gemido. Había estado tan seguro de que, si me mantenía aferrado a ella, al final todo resultaría bien. Se puso de pie. Echó su pelo rojo y rizado detrás de los hombros y apoyó las manos en su diminuta cadera. –Dios mío, son todos unos perdedores –dijo. Y no era la voz de Wink, débil, susurrante y suave. Era arrogante, seductora. Se tocó el pelo, se miró las manos y las piernas, curvas suaves y graciosas, las cejas levantadas, los labios apretados en un gesto sexy. –¿Pueden creer toda esta mierda? Salvaje Bell. Supongo que los mendigos no pueden darse el lujo de elegir. El escalofrío se inició en mi corazón y luego me hizo estremecer por completo. Sentí una punzada en la cabeza y escozor en la piel. Todavía tenía la mano izquierda aferrada a la de Buttercup. Me había olvidado de todo eso cuando ella, repentinamente, me apretó los dedos con tanta fuerza que se me cortó la respiración. –Poppy… Poppy, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien? ¿Qué te pasó? –las lágrimas caían por el rostro de Thomas, rápidas como la lluvia de afuera. –Estoy muerta –y se rio. Y no era la risa de Wink, no sonaba ni remotamente 149

como la risa de Wink, de susurros y tintineos como las teclas de un piano de juguete. Era fría, dura, burlona e igual a la de Poppy. »Muerta. Estoy muerta y esta casa es mi tumba y quiero que la quemen, quiero que quemen la casa Romano Fortuna hasta que solo queden las cenizas. Ninguno se movió. Ninguno. –¿Dónde estás? ¿Podemos ayudarte? Lo sentimos mucho, no te creímos, no creímos que realmente lo harías… –la voz de Buttercup se sacudió, hacia adentro y hacia afuera, como las llamas de las velas. –Wink y Midnight me amarraron y me dejaron aquí, pero los Imperdonables también hicieron su parte. La pecosa Salvaje tenía razón acerca de ellos –y volvió a reír, hueca, malvada y fría–. Están aquí en este momento, respirándoles en el cuello… salvo que ustedes, tontos, no pueden verlos. Ya no me lastimarán, yo estoy más allá de todo eso, ahora tienen toda su maldad concentrada en ustedes. –¿Quiénes están aquí? ¿Quiénes son los Imperdonables? –soltó Briggs, la voz fuerte y al mismo tiempo temblorosa. Wink suspiró… Quiero decir Poppy… Quiero decir Wink… –Esto es tan aburrido. Estoy harta de responder preguntas. Cállense de una vez, todos, y déjenme hacer lo que vine a hacer. Luego se trepó encima de Thomas, a horcajadas, las rodillas a ambos lados de la cadera y se acurrucó contra él. Lo besó. Él también la besó. Era el cabello rojo de Wink y la espalda flacucha de Wink, pero los labios de Poppy y los gestos de Poppy, era horripilante. Horripilante. Puso la boca junto al oído de Thomas y empezó a susurrar y susurrar. Los ojos de Thomas volvieron a llenarse de lágrimas, su boca se abrió y pareció tan triste… y tan lleno de alegría… Luego ella se puso de pie y continuó. Zoe. Buttercup. Susurros y expresiones afligidas y horripilantes, horripilantes. 150

Briggs, a él también lo besó, las manos pecosas sobre sus mejillas. Se me rompió el corazón al verlo. Se me partió en dos. Y no sabía si era porque Wink lo estaba besando, o Poppy o las dos. Al final de todo, se sentó en mi regazo. Tomó mi pelo entre los dedos y sus rizos se escondieron en mi cuello y su pecho se apretó contra el mío. Y las cosas que dijo, las cosas que dijo, la voz de Poppy brotaba de los labios de Wink. Dijo que lo sentía. Lo dijo una y otra vez. Pero Poppy nunca dijo que lo sentía, jamás. Jamás. No podía soportarlo. No podía soportar un segundo más. La aparté de un empujón. La manta se movió, su pie derribó la vela y luego llamas, llamas y fuego.

ERA NUEVAMENTE YO, y la manta estaba ardiendo y luego el borde del vestido de Zoe. Midnight se levantó de un salto y comenzó a pisotear las llamas para apagarlas, Zoe rodó por el suelo y Buttercup chilló. El fuego se extendió por el piso, subió por las cortinas y por el piano. Thomas y Briggs rasgaron sus camisas y aporrearon las ondas ardientes y anaranjadas, pero el humo crecía y crecía como los frijoles mágicos, hasta el cielo. No podía ver, el humo, las lágrimas que corrían por mi cara. Tropecé, choqué contra el banquito del piano, unas manos me levantaron, volví a tropezar, ¿dónde estaba el ventanal? No veía nada, nada, alguien me jaló del brazo y luego ya estaba ahí, el ventanal, justo delante de mí. Lo atravesé, tosiendo y tosiendo, y caí sobre la tierra, justo al lado de Buttercup. Zoe nos ayudó a levantarnos, los ojos me ardían, parpadeé y parpadeé pero seguía sin poder ver. Tomé la mano de Zoe, Buttercup tomó la mía y corrimos hacia el bosque. Cuando olí a pino, supe que estábamos entre los árboles. Solté los dedos de las chicas y empecé a frotarme los ojos, manchas de sangre atravesaban mis mejillas, 151

las palmas de las manos cortadas por los vidrios del ventanal. Buttercup y Zoe se desperdigaron en la oscuridad. No esperaron. Corrieron como ladronas, como las doce muchachas de Entre el dragón y la ira, sin siquiera mirar hacia atrás mientras desaparecían en la oscuridad. A continuación, Briggs y Thomas pasaron corriendo junto a mí, rostros pálidos y asustados, bocas abiertas y jadeantes. Eché un vistazo hacia atrás, hacia la casa Romano Fortuna, el humo trepaba y trepaba, como si tratara de tocar la luna, no le importaba la lluvia, la tormenta no podía tocar el fuego... Crash. El techo se derrumbó. Crash, crash, crash. Miré alrededor. Quería tomarle la mano... Pero no estaba ahí. Midnight no estaba ahí.

EL HUMO ESTABA por todos lados, tosí y tosí, conté las siluetas, una, dos, tres, cuatro, cinco, todas estaban del otro lado del ventanal, estaban a salvo, me sujeté del borde con cuidado para no cortarme con los vidrios rotos… Y luego lo escuché. Un trueno. Pero no era un trueno, era el techo. Vi la rajadura, el cielo raso. Ya había recuperado la consciencia el tiempo suficiente como para verlo partirse en dos… ver aflojarse el revoque, caer… después polvo… humo… mis pulmones… oscuridad.

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YO ESTABA AHÍ, observando. Odiaba odiaba odiaba la casa Romano Fortuna, pero igual estaba ahí. Me moví con las sombras y nadie me vio. Nadie volvió a verme más. Lo observé todo, me reí cuando Wink se rio y me estremecí cuando Wink se estremeció. Fuego. Estaba ahí cuando el techo se derrumbó. Estaba ahí cuando todos pasaron a través del ventanal, todos menos Midnight. Estaba ahí cuando pegó contra el suelo. Lo sujeté, ni siquiera lo pensé, lo sujeté y lo arrastré por el pasillo y a través de la puerta trasera mientras las vigas de madera se desplomaban a nuestro alrededor.

ABRÍ LOS OJOS. El suelo del bosque. Tierra y pinochas. El sol estaba subiendo. Podía ver la luz… Volteé la cabeza. No era el sol, era el fuego. El fuego de Romano Fortuna. A cuarenta y cinco metros, a través de los árboles. Intenté sentarme, pero los huesos me pesaban mucho, realmente mucho. Me ardían los pulmones. Me resultaba doloroso respirar. Sentí olor a jazmín. A humo y a jazmín. Y luego apareció ella, su rostro frente al mío, el pelo rubio me hizo cosquillas en la garganta. –Midnight –dijo. Su voz sonó distinta, hueca y triste. –Poppy. Levanté la mano para tocarla, los dedos se estiraron hacia su mejilla… Pero mi mano chocó contra el aire.

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Ella ya se había ido.

Encontré a Wink en el bosque. Soltó un grito al verme. La abracé. Ambos olíamos a humo, pero en ella resultaba agradable. –No pude encontrarte después de que todos escapamos por el ventanal –Wink susurró en mi cuello–. ¿Qué pasó, Midnight? ¿Adónde fuiste? Sirenas a la distancia, agudas y estridentes. –Me desmayé por el humo justo cuando se desmoronó el techo. Sentí que sus brazos me apretaban con fuerza y me trababa entre los codos. –Wink, alguien me arrastró por la puerta trasera y me llevó al bosque. –¿Quién? –respiración suave en mi cuello. Pero no le contesté.

–¿Te acuerdas de algo? –pregunté media hora después en el granero–. ¿Te acuerdas de lo que hiciste? ¿De lo que ocurrió antes de que la manta se prendiera fuego? Wink hizo un gesto negativo con la cabeza. –En un momento estaba tomando tu mano y al siguiente me desperté en medio de los gritos y las llamas. –¿No recuerdas a los Imperdonables? Volvió a mover la cabeza de un lado a otro. Estaba por llegar el amanecer. Podía sentirlo, más que verlo. El aire era diáfano y helado y olía bien, después de todo el humo. –Eras ella, Wink. La voz, los gestos, las expresiones, todo. No dijo nada durante un rato. Estábamos reclinados contra un fardo de heno y tenía su cabeza en mi estómago. Pasé el dedo pulgar por el interior de su brazo flacucho y me detuve en la muñeca, para poder sentir el pulso. Tic, tic, tic. Se había cortado las palmas de las manos con los vidrios del ventanal y sus manos estaban atravesadas por líneas irregulares de sangre seca. Besé uno de los cortes y se 154

estremeció. –¿Te gustó que fuera ella? –preguntó, suave, suave. –No –respondí. –¿Estás seguro? –Sí. Se dio vuelta, me levantó la camisa y me besó el estómago, justo arriba del ombligo, sus manos en mi cintura. –¿Estás seguro? Sus labios en mis costillas, en mi pecho… –Sí, estoy seguro. Sus uñas treparon por los costados de mi cuerpo, dulcemente, dulcemente. Sus rizos rojos, por todos lados… Después se enderezó y me besó en la boca, sus labios de lleno sobre los míos, más y más profundamente. Y no se detuvo. Deslizó la pierna izquierda encima de mí, apretó las rodillas hacia arriba, justo en mi cadera, una a cada lado… Echó el pelo hacia atrás y arqueó la espalda, solo una vez, exactamente de la misma manera. Y lo supe. Lo supe. Me aparté, justo cuando el primer rayo de sol pegaba en el granero. Me aparté y la miré directamente a los ojos. No tuvo que decirlo. Lo leí ahí mismo en su mirada verde de amanecer, lo leí como la página de un libro. –Poppy no está muerta –susurré. –Por supuesto que no –repuso Wink con otro susurro.

Me fui a casa. Tomé una ducha y me metí en la cama. Mi almohada todavía olía a jazmín. Me desperté pocas horas después. Le preparé un té a papá y se lo llevé al altillo.

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–¿Escuchaste las sirenas de anoche? –preguntó, la nariz sepultada en una antigua edición de Don Quijote. –Sí, la casa Romano Fortuna se incendió. No me preguntó cómo lo sabía. –Deben haber sido los rayos. –Debe haber sido eso. Asintió, pero no levantó la vista. Sabía que yo estaba mintiendo. Sin embargo, no dijo nada. No me interrogó ni me forzó a confesar. Y nunca lo haría. Para bien o para mal, así era mi padre. Bajé a la cocina y tomé un mapa del cajón. Al pasar junto a la granja Bell, todo estaba en silencio, los animales dormidos y los humanos también. Parecía distinta. Todavía se veía tranquila y mágica… Pero ahora tenía un dejo de oscuridad, como una nube negra en el horizonte, como cuando Ladrón camina por el Bosque de los Suspiros y oye el aullido lejano de las Brujas Lobas por debajo del gorjeo de los pájaros, del rumor de las hojas verdes y del murmullo del Río Rojo. Doblé y bajé por el descuidado camino de grava. Izquierda, luego derecha y después por arriba de la colina. Hacia la Mina de la Manzana Dorada.

VI A MIDNIGHT pasar por delante de casa y supe adónde se dirigía. No me vio, yo era buena para esconderme. Lo había aprendido del libro Sigilos y sombras. También le enseñé a esconderse a Poppy. Era muy lista. La Loba llegó por primera vez a la puerta de casa del brazo de mi hermano Leaf. A ella le gustaba porque era muy salvaje y primitivo. Ella también llevaba eso adentro, aunque la mayor parte estaba encerrada y bloqueada, como la mujer narcotizada en Sangre roja y blanca. En ese entonces, la Loba era más joven. Era simplemente Poppy. Era simplemente una chica, como el resto de nosotras. Y 156

Leaf podía controlarla. Sabía a lo que se enfrentaba. No tenía un corazón grande y blando como Midnight, con todas sus puertas y ventanas bien abiertas y formas fáciles de acceso. El corazón de Leaf tenía alambre de púa, alarmas y perros feroces y ladradores. Estaba a salvo de sus garras. Afuera del granero, yo era invisible. Era un fantasma. Pero adentro del granero, era distinto. La primera vez que Poppy subió al granero mientras yo les leía a los Huérfanos, ella estaba con Leaf. Después, comenzó a venir al granero para encontrarme. Dijo que quería escuchar mis historias. Dijo que le gustaba mi manera de leer, la manera en que se rizaba mi pelo y la manera en que mis pecas le recordaban a mi hermano. La Loba me llamaba Salvaje afuera del granero, pero adentro me llamaba Wink. Me enseñó a mantener los labios suaves al besar. Me enseñó a acariciar la piel con las yemas de los dedos para que se erizara la piel. En Narnia, la Bruja Blanca le dio a Edmund una Delicia Turca y lo convenció de traicionar a su hermano y a sus hermanas. La Loba me besó y me pidió ser mi amiga. Pero, a diferencia de Edmund, yo sabía que no era un pedido desinteresado. Siempre lo supe. Yo sabía lo que quería. Yo no caí bajo su embrujo como los demás, con palabras mágicas y agitando una varita sobre la cabeza.

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ME ARROJÉ AL Recodo Azul. Pensé que podría querer ahogarme, como Virginia Woolf, aun cuando ese no fuera el plan, ni nunca lo hubiera sido. Pero no me llené los bolsillos con piedras, de modo que tal vez no estaba totalmente decidida. El agua me hizo dar vueltas y vueltas y justo cuando estaba a punto de abrir la boca y dejar que me llenara los pulmones, el río me lanzó contra un árbol añoso y me detuvo. Me arrastré hacia afuera, el vestido negro pegado al cuerpo como pegamento. Me desplomé en la orilla del río y miré hacia arriba, nunca me sentí tan llena de vida. Después de eso, solo estaban los caballos Bell, la vieja Mina de la Manzana Dorada junto al arroyo, y yo. Dormía sobre el heno y comía ciruelas silvestres. Cantaba a todo pulmón en el bosque, completamente sola, como hizo Leaf aquel día. Pensé que estaría demasiado malcriada, al estilo de La princesa y el guisante, como para lograr sobrevivir en soledad, tantas cosas habían pasado desde aquella vez en que me había escapado a la cabaña de mi abuelo. Pero Wink tenía confianza en mí y eso me dio confianza en mí misma, y la confianza fue algo que no sabía que era necesario hasta que la recibí de ella. Un día pesqué a Wink copiando mi letra. Imaginé que andaba en algo raro, pero hay que reconocer que yo siempre andaba en algo raro, de modo que quién era yo para juzgarla. Me visitaba todos los días, y también todas las noches, me trajo una caña de pescar, granos de café, huevos duros, fruta, emparedados, queso y libros para leer. Y leí todos sus cuentos de hadas, hasta el último, una y otra vez, hasta que comencé a entenderlos. Me gustaba hacer bailar a la gente. Me gustaba mover sus hilos y hacerlos marchar de un lado al otro del escenario al ritmo de mi propia música, clara y distinta. Pero Wink también lo hacía. Más que yo, incluso. Ella me lo prometió.

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Sabía dónde estaba él. Leaf. Yo tenía que ser la loba, decía. Fue su idea, su plan, la ropa interior de unicornios, la prueba del beso, los insultos, la repugnante casa Romano Fortuna y convertir a Midnight en un héroe. Tenía que dejar que me amarraran al piano, permanecer ahí toda la noche, luego desaparecer durante un tiempo y después ella lo mandaría a buscar. Lo traería de vuelta. Y yo acepté, así nomás, sin vacilar, fue fácil para mí, tan fácil como los atardeceres, tan fácil como las tormentas, las crecidas de los ríos, los chicos que se marchan y dos chicas leyendo juntas en un granero.

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PROPAGUÉ EL RUMOR de que Leaf estaba buscando una cura en el Amazonas, pero, en realidad, se marchó a California, a los Bosques Rojos. Estaba viviendo en el bosque con otros Héroes, durmiendo en carpas durante la noche y luchando contra los Leñadores durante el día. Poppy quería a Leaf. Lo quería tan desesperadamente que se arriesgó a acurrucarse junto a mí en el granero para averiguar dónde se encontraba. La Seductora, palabras suaves y gestos premeditados. Se suponía que debía sentirme halagada, tímida y abrumada, y así me sentí. Pero no lo suficiente. Finalmente, dejó de lado a la Seductora y comenzó a utilizar su voz normal. Habló de Leaf, pero también habló de otras cosas. Me habló de los Amarillos. Me contó que le daban ganas de gritar cada vez que sus padres la llamaban su dulce angelito. Me contó que había leído todos los libros de Laura Ingalls Wilder seis veces en secreto y que fantaseaba con cortarle los bucles a Mary. Me contó que habría deseado tener un hermano o una hermana menor. Me contó que odiaba la forma en que la miraban todos en la escuela, como si ella tuviera todas las respuestas. Me contó que a veces se quedaba despierta toda la noche solo para escuchar el momento en que los pájaros comenzaban a cantar a todo pulmón al llegar el amanecer.

TUVE LA IDEA de que, tal vez, todos estarían mejor sin mí, al menos por un tiempo. Buttercup y Zoe, Briggs y Thomas, y Midnight. Que si yo desaparecía, tal vez todos serían más felices, y yo también sería más feliz, y no era solamente mi veta autodestructiva la que hablaba. Algunas personas tenían que estar solas, Thoreau, Emily Dickinson y yo. Leaf dijo eso una vez, y luego agregó que Thoreau y Emily eran mejores personas, mucho mejores, aun cuando hubieran muerto hacía mucho y él no hubiese conocido a ninguno de los dos en persona, solo había leído sus

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escritos, y sin embargo eso no le impidió continuar elogiando sus supuestas brillantes personalidades, comparadas con la mía, negra y podrida hasta la médula. Cuando Midnight me encontró finalmente en la Mina de la Manzana Dorada, llevaba un pañuelo en la cabeza, uno azul, y estaba lavando la ropa en el arroyo frío, las pantorrillas del color de la luz de la luna metidas en el agua. Sé qué aspecto tenía, parecía una saludable lechera trabajando alegremente bajo el sol o algo por el estilo, sacada de una pintura en tonos pasteles, las mejillas rosadas, la punta de la nariz ligeramente torcida. Él permaneció allí durante un rato, creo, observando cómo golpeaba una vieja camiseta enjabonada contra una roca. –Tú me salvaste la vida –dijo cuando mis ojos se encontraron con los suyos. –Así es –repuse con calma. Y él sonrió.

HABÍA UNA VEZ en que yo pensaba que podía cambiar las historias, hacer que sucedieran como yo quería y no de la forma en que sucedían realmente. Leaf me advirtió que no lo hiciera. Me dijo que no encontraría mi propia historia hasta que dejara de interferir en las de los demás. Yo planeé reunir a Midnight y los Amarillos en la casa Romano Fortuna. Siempre lo tuve planeado. Era el Capítulo Final. Las pistas… Los Amarillos las habrían desentrañado pronto. Juntos, habrían desentrañado todo, como cuando Percival Rust reúne a los Huérfanos Bandidos y juntos descifran el código y encuentran a la niña perdida en El secuestro macabro. Pero las pistas eran para Midnight, no para los Amarillos. Eran solo para él. El jazmín. Sumergía las velas en el aceite y luego, al encender la mecha, el calor esparcía el aroma por toda la habitación, fácil, fácil, fácil. Trepaba todos los días por la ventana de Midnight y rociaba el aceite sobre su cama, fácil, fácil, fácil. Hacer de Poppy… eso también era fácil. La había observado. La conocía de memoria, de principio a fin, como a La cosa en lo profundo. 161

PASÉ EL DÍA con Poppy. Yo la escuché. Ella me escuchó. Envejecí como unos veinte años. Más tarde, encontré a Wink en el granero. Estaba en el borde de la ventana, esperándome, como si supiera. –Me mentiste –dije, las palabras brotaron de mi boca cuando los pies aún se encontraban en la escalera–. Tramaste todo esto con la única persona que yo quería olvidar. Me manipulaste... Wink retrocedió uno paso, dos. –Le ofreciste a Leaf como incentivo y luego la llevaste hasta el límite. Dejaste que todos pensaran que se había matado. Y casi se mata. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste hacerlo, Wink? –apoyé las manos en el suelo para impulsarme y entré. Me puse de pie y la miré desde arriba pero, esta vez, no se movió, no se alejó–. ¿Creíste que si inventabas un cuento de hadas y nos obligabas a todos a seguirte la corriente, me forzabas a mí a derrotar a un monstruo y a convertirme en héroe… obtendrías un final feliz como la princesa de una de esas historias que lees en el granero? El pelo rojo enmarcaba sus mejillas, los largos rizos cubrían las pecas, y lo único que yo alcanzaba a ver eran sus malditos ojos verdes, como dos rayos de luz, más inocentes que nunca. No se movió ni se disculpó. Había esperado mentiras de Poppy. Pero no de Wink. Llevé la mano al corazón, cerré los ojos e incliné la cabeza hacia atrás… No había gritado en toda mi vida. Nunca le grité a Alabama ni a mis padres, ni siquiera a mamá cuando dijo que se mudaba a Francia con mi hermano. Nunca me enfurecí ni levanté la voz. Pero ahora sentí que la furia crecía dentro de mí. Iba a gritar. Iba a gritar hasta que el corazón me estallara y la sangre brotara hacia todos lados. Iba a gritar hasta que no quedara nada en mi interior, absolutamente nada. El sonido subió por mi garganta y emitió un zumbido detrás de los 162

dientes… Abrí la boca… Y aullé. Era tembloroso, ronco y descarnado. Pero era un aullido. Fueron tres segundos y quedé agotado. Me derrumbé en el piso del granero y permanecí inmóvil. Luego de un rato, Wink se acercó. Se sentó sobre el heno, las rodillas apretadas debajo del mentón, pelo rojo por todos lados. –¿Puedo contarte algo? –preguntó. Me encogí de hombros, sin mirarla. El aullido me había dejado oscuro por dentro. Vacío. Hueco. –Pa era alto y delgado, con cabello y ojos castaño oscuros –dijo. No me moví. No dije nada. –Era hermoso. Ya de pequeña lo sabía. Solía pasar los dedos por su pelo cuando me leía. Me maravillaba la piel suave y aceitunada de sus mejillas, al lado de mis manos pálidas y pecosas. Recuerdo que pasaba el pulgar por sus largas pestañas y me agradaba que me hicieran cosquillas en la piel. Ella hizo una pausa. Yo suspiré. Ella continuó. –Pa me leyó La cosa en lo profundo por primera vez cuando tenía la edad de Bee Lee. Mim le estaba leyendo las cartas a alguien, Felix estaba durmiendo junto a ella y Leaf estaba errando por el bosque, cosa que empezó a hacer apenas pudo caminar. Algunas personas son así, dijo Pa. Llevan el vagabundear en la sangre. Él también tenía un corazón errante que provenía de una larga estirpe de vagabundos. Bee Lee es la única de nosotros que heredó su aspecto, aunque Leaf se le parece en todo lo demás. Es imposible retener a un vagabundo, solía susurrar Pa a mi oído. Puedes amarrarlos, encerrarlos en una jaula como a los pájaros, y funcionará durante un tiempo, pero tarde o temprano se liberarán. Y luego correrán hasta morir. 163

»Yo pensaba que él era el Héroe. Lo imaginaba dentro de mi mente cuando me leía los cuentos de hadas. Era el aventurero, el explorador, el espadachín, el campeón. Era Calvino, Rey del Trece, y Paolo, el heredero perdido del Fin del Mundo. Era Redmayne, cantor de los dioses, y era Gabriel, el pastor, y Nathaniel, el constructor de ciudades. Dejó de hablar durante un largo rato y se quedó mirando el heno. Estaba diciendo la verdad. Podía sentirlo. Esta vez, no se trataba de cuentos de hadas ni de mentiras. Y volví a creerle, totalmente. –¿Qué le sucedió? –pregunté. –Se marchó la mañana en que Peach nació. Recuerdo… recuerdo que la neblina bajaba de la cima de la montaña y le confería al sol una luz misteriosa. Leaf dijo que era un día mágico y yo pensé lo mismo. Mim salió del hospital temprano y nos pasó a buscar por lo de Beatrice Comb, que vivía sola al pie de Jack Tres Muertes. A veces nos cuidaba, hasta que murió mientras dormía, hace algunos inviernos. Cuando llegamos a casa, él se había ido. Me miró, los ojos verdes, verdes. –Tres meses después, yo estaba jugando con Leaf en el bosque a “Sigue los gritos” y vi algo en la casa Romano Fortuna, alguien que se movía. Me acerqué y espié por el ventanal curvo y ahí estaba, sentado en el sofá verde de la sala de música, leyendo el diario y bebiendo una taza de café, una pila de ropa en el rincón, platos sucios en el suelo. Pa había estado viviendo ahí todo ese tiempo. Todo ese tiempo. Ni siquiera había ido a ver a su nueva bebé. Pausa larga. –¿Y después…? –pregunté suavemente. –Y después me vio en el ventanal, en puntas de pie, los ojos por encima del alféizar. No me sonrió ni pronunció mi nombre. Vete. Eso fue todo lo que me dijo. Vete. »Le conté a Leaf y él le contó a Mim. Después de eso, Pa se fue, como Romano Fortuna, se marchó durante la noche. Se marchó de verdad. Para siempre. Otoño, Martin Lind y el asesinato, todo eso eran cuentos imaginarios. Pero yo sí vi a un hombre en la casa Romano Fortuna. No mentí. En eso no mentí. Se puso de pie lentamente y caminó hacia la ventana del granero. La seguí. Miró 164

la luz del atardecer. Los mellizos estaban otra vez en el techo de la granja arrojándole manzanas a Peach, que estaba en el piso y las eludía fácilmente, aunque estaba muriéndose de la risa.

Esa noche, Wink leyó el último capítulo de La cosa en lo profundo, y yo me quedé para verla. Necesitaba que terminara el libro. Necesitaba el final. Cuando acabó, cerró el libro y se dirigió a la pared más lejana. Se puso en puntas de pie y lo colocó en una de las polvorientas vigas de madera transversales. –No voy a leer esa historia nunca más –anunció–. Se terminó para mí, Midnight. Para siempre. Papá me dijo una vez que lo más honorable que se puede hacer en la vida es perdonar. En ese momento, no le creí, y tal vez todavía no le crea. El honor surgía de derrotar a los enemigos en la batalla. De realizar viajes largos y nobles para ayudar a los necesitados. De vencer al mal y proteger a los inocentes. ¿No era así? Me marché. Caminé hasta el Recodo Azul. Solo. Me quité la ropa y me arrojé desnudo. Arriba, el cielo nocturno. Abajo, el agua fría y oscura. Me dejé hundir hacia abajo, abajo, abajo, hacia las suaves piedras del río, hacia la negrura, hasta que el río corrió por encima de mi cabeza y el pelo se dispersó como las llamas. Wink no era una villana. No era una heroína. Las personas no son una sola cosa. Nunca, nunca lo son. Wink era de carne y hueso. Era mala. Y era buena. Era real. Y, al menos, ahora finalmente iba a conocerla. A la verdadera Wink.

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La misma que viste, calza y piensa.

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MIS PADRES REGRESARON del congreso, marcharon hacia la Mina de la Manzana Dorada y me exigieron que volviera a la civilización, igual que la otra vez, cuando estaba en la cabaña de mi abuelo. Pero, esta vez, me mantuve firme y continué limpiando la trucha que había pescado un rato antes. Mamá miró la sangre de mis manos y se estremeció, pero yo era fuerte como Anton Harvey, su vivo retrato. Les dije que los quería, pero que vivir con ellos ya no era una opción para mí. Yo estaba hecha para pescar, dormir en el suelo y estar mucho tiempo sola, así era yo; y hacer las otras cosas, ser su angelito, me hacía infeliz, y ser infeliz me volvía mala. Papá masculló algo acerca de que siempre lo había sabido, que yo había tenido los ojos de Anton desde bebé, que había mirado a todos de la misma forma directa y que él sabía que yo terminaría así… Aunque por supuesto no lo sabía, el muy mentiroso. Mamá sollozó y trató de convencerme, pero cuando eso no dio resultado, apoyó la cabeza en las manos con tristeza, pero yo ya la había visto hacer lo mismo después de pasar el día con mi abuelo, cuando él estaba vivo, y ella siempre se recuperaba perfectamente, de modo que no me preocupé. Observé el auto mientras se alejaba y luego me quedé mirando durante un rato las huellas que dejó en la hierba. Regresarían. Pero hasta ese momento, iba a disfrutar del silencio, hasta el último segundo de pacífico y solitario silencio. Estaba comenzando a anochecer. Saqué la bolsa de dormir del piso de madera de la mina y la extendí sobre la hierba, bajo las estrellas, tan cerca del río que me quedé dormida con las puntas de los dedos dentro del agua.

LES CONTÉ A los Amarillos que Poppy estaba con vida. Les conté que estaba viviendo por su cuenta en la Mina de la Manzana Dorada, y que quería estar sola.

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Les conté que las cartas eran pistas pero que habían sido escritas por Wink y no por Poppy. Wink me había dejado pistas para que yo pudiera seguir la historia hasta el final, como Ladrón cuando juega a “Cinco mentiras, una verdad” con la anciana en el Puente Sin Fin. Les conté que la sesión de espiritismo había sido un engaño y que Wink había estado detrás de todo. Los Amarillos se desbandaron. De todas maneras, pienso que eso era lo que Wink quería. Thomas encontró a otra chica a quien amar, una muchacha dulce llamada Katie Kelpie, que tenía bonitas curvas, una bonita sonrisa y siempre estaba riendo. Lo llevaba por el pueblo en el asiento de atrás de su motocicleta Vespa roja y había comenzado a enseñarle a tocar la flauta irlandesa, para que se uniera a su banda irlandesa punk. Katie hablaba a mil kilómetros por hora y solo se detenía lo suficiente como para mirar a Thomas y asegurarse de que estuviera contento, y normalmente lo estaba. A veces, veía a Buttercup y a Zoe en el cementerio entre las lápidas susurrándose al oído, como siempre, como si todo siguiera igual. Briggs. Me topé con él en el bosque. Era un día ventoso y estaba por anochecer. Estaba sentado junto a una carpa verde y a un fueguito, mirando al vacío. –Si para Poppy es bueno estar solo en medio de la naturaleza, entonces lo es también para mí –dijo después de un rato. Asentí. –Nunca nos quiso, sabes. A ninguno de nosotros. Asentí otra vez. –Briggs, ¿cuánto tiempo piensas quedarte aquí en el bosque? Se encogió de hombros. –El que sea necesario. Lo dejé junto al fuego. Me encaminé a la granja Bell y crucé la puerta de la cocina, sin llamar, porque así eran las cosas ahora. Mim estaba derritiendo algo sobre la hornalla, algo que olía a manteca, a miel y a rosas. Llevaba el cabello rojo sujeto atrás con un pañuelo verde y las mangas de su camisa negra estaban dobladas por arriba de 168

sus pecosos codos. –Estira la mano –dijo sin levantar la vista. Lo hice. Dejó caer una cucharada cremosa en el medio de la palma de mi mano. –Es crema de sueño de Karité. Ayuda a dormir. Me froté las manos. –Huele bien. ¿Con qué me hará soñar? No respondió, pero me dedicó una sonrisa misteriosa por encima del hombro. Y se parecía tanto a Wink cuando lo hacía, que se me erizó la piel. –Hay tanto silencio –dije–. ¿Dónde están todos? –Felix vio a ese ciervo blanco esta mañana y todos salieron a perseguirlo. Wink preparó un picnic para los Huérfanos, así que es posible que tarden un poco. Me senté en la mesa. Había un tazón de arvejas chinas recién peladas. Tomé un puñado de las semillitas verdes y las llevé a la boca. Mim comenzó a llenar recipientes transparentes de vidrio con el bálsamo del sueño, una cuidadosa cucharada por vez. Se detuvo un segundo, las manos en la cadera. Se alejó de la mesada, se inclinó sobre la mesa y apartó el tazón de arvejas. –Midnight, voy a leerte las cartas. –Muy bien –dije. –No, voy a leerte las cartas de Wink. Me sorprendí. Pero Wink me dijo que ya no les lees las cartas a tus hijos desde que se las leíste a Bee Lee y supiste que iba a morir joven. Mim me miró y frunció el ceño, con fuerza, los bordes de los labios se metieron hacia adentro. –Esas no eran las cartas de Bee Lee. Eran de Wink. Se me detuvo el corazón. Realmente. Llevé la palma de la mano al corazón y apreté hacia adentro. –Nunca se lo conté –explicó Mim–. Pero comenzó a leer las cartas a los doce y lo averiguó por sí misma. Pensé que conocer el futuro podría ayudarla. Hacer que se comprometiera con la vida, que la viviera intensamente. Estaba equivocada. Y luego su padre se marchó inesperadamente, y eran tan unidos. Apreté con más fuerza, con toda la mano sobre el pecho. 169

–No creo en el tarot –dije–. No creo en adivinar el futuro. De todas maneras, ella tomó las cartas, un rápido tirón del bolsillo secreto, y las puso sobre la mesa. Un esqueleto. Un hombre muerto atravesado por espadas. Una figura con capa, cinco cálices dorados. Dos perros aullando a la luna. Un corazón con tres dagas, hundidas hasta el fondo. –Sí –dijo Mim en voz baja. Yo no sabía el significado de las cartas, ni lo que Mim veía en ellas, pero la tristeza ardía en sus ojos, verdes como los de Wink. –Las cartas podrían estar equivocadas –arriesgué. –Tal vez –recogió rápidamente las cartas con una mano y las volvió a poner en el bolsillo. Se volvió hacia los recipientes de vidrio y hacia el bálsamo del sueño, se detuvo, y luego me miró por encima del hombro–. Equivocadas o no, Wink cree en ellas. Y eso cambia todo.

Encontré a Wink en el granero. Habían mandado a la cama a los Huérfanos a medianoche y solo quedamos nosotros dos, una manta sobre el heno y la luz de la luna que entraba por la ventana. Hablamos durante horas: solo la verdad, nada de cuentos de hadas. Yo estaba casi dormido cuando ella me besó. Me besó el cuello, el mentón y las orejas y todo lo que había entre medio. Me desabotonó la camisa y yo desabotoné su overol con fresas. Me envolvió con sus brazos desnudos y me aferró la espalda, con fuerza, y juro que pude sentir sus pecas apretadas contra mi piel, cada una de ellas. No arqueó la espalda ni se echó el pelo hacia atrás. Me aparté. La miré y sonrió. Su sonrisa penetró dentro de mí, sentí cómo resonaba en mis costillas, como un grito, como un suspiro muy, muy profundo. Su cuerpo se curvó dentro del mío, pecho con pecho, mi rostro en su cabello.

170

–Wink –susurré cerca del amanecer, todo en silencio pero el cielo todavía negro–. Wink. Apoyé la mano en su corazón y esperé que latiera. Latió y latió. Se retorció y levantó la mirada hacia mí. Y pude verlo en sus ojos. Lo sabía. –Mim te leyó mis cartas. Asentí. Sentí que se encogía de hombros, su piel se movió contra la mía. –A mi corazón podrán quedarle mil millones de latidos o doscientos –suspiró–. Pero no es tan importante. En serio. Solía pensar que yo tenía que formar parte de una historia, una gran historia, una con pruebas, villanos, tentaciones y recompensas. Así lograría conquistar a la muerte. Suspiró otra vez y se acurrucó más cerca de mí. –Al final, lo único que importa son las cosas pequeñas. La forma en que Mim pronuncia mi nombre al despertarme cada mañana. La forma en que Bee me toma de la mano. La forma en que el sol proyectó mi sombra ayer a través del jardín. La forma en que tus mejillas enrojecen cuando nos besamos. El olor del heno, el sabor de las fresas y la sensación de la tierra negra y fresca entre los dedos de los pies. Esto es lo importante.

Vi al ciervo blanco al regresar a casa. Estaba junto a los manzanos y brillaba como si estuviera hecho de estrellas. Me miró largamente y luego se marchó dando brincos en la oscuridad. Cerré los ojos y pedí un deseo.

171

EL FIN DEL verano. El fin de esta historia. Cumplí la promesa que le hice a Poppy. Le pedí a Leaf que viniera. Mandé una carta hacia el oeste, hacia California, a una cabaña en los Bosques Rojos. Leaf se manejaba con sus propios criterios y no escuchaba a nadie. No sabía si mi carta tendría éxito. Una parte de mí deseaba poder pedirles a los pájaros que lo trajeran, que lo arrebataran con sus garras y lo transportaran por el cielo, como a Andrés en La guerra del cuervo. Pero otra parte de mí también esperaba que Leaf regresara por su cuenta, porque yo se lo pedía. El coyote supo antes que yo que había regresado. Lo vi al final del bosque mirando el sendero de Romano Fortuna. Leaf sonrió cuando nos vio a las dos esperando por él, el coyote y yo. Más tarde, una vez que hubo abrazado a Mim y a Bee Lee, dejó que Felix le presentara a su novia y jugó a “Sigue los gritos” con Peach y los mellizos… Leaf fue a verla. Los dejé solos un rato, pero al final sentí la necesidad de observar. Me escabullí a la Mina de la Manzana Dorada y me escondí entre las sombras como solía hacerlo. Estaban allí, sentados junto al arroyo mirando la puesta de sol, hombro con hombro, rubia y pelirrojo.

LEAF. –¿De modo que es así como vives ahora? –preguntó. Sentí sus ojos en mí, en la espalda, a través de la ropa, abrasándome la piel. Lo miré por encima del hombro. Estaba apoyado contra el marco de la puerta de la vieja Mina de la Manzana Dorada, pelo rojo, pecas y miembros huesudos, y me observó mientras yo encendía el fuego. Sonreí, una verdadera sonrisa Poppy,

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no una de esas sonrisas falsas que había venido utilizando durante tantos años. –Sí –respondí–. Lo descubrí. Descubrí quién era yo. Leaf se rio. Se rio, con fuerza y alegría, como nunca lo había hecho antes, por lo menos no conmigo. –Demuéstramelo –dijo. Y lo hice.

173

ESTABA LEYENDO JUNTO a los manzanos, los pies descalzos en la hierba verde, cuando escuché el rugido. Miré hacia arriba: se acercaban unas nubes negras. El granero era el lugar para las tormentas eléctricas. A Wink y a mí nos gustaba escuchar el golpeteo de la lluvia en el techo, y observar el zumbido del relámpago al atravesar el cielo. Me tomé mi tiempo para caminar hasta el granero, me detuve a mirar las nubes y dejé que la explosión del trueno llegara directamente a mi corazón. Subí la escalera, asomé la cabeza por la abertura y allí estaba ella, sentada sobre el heno comiendo fresas de un tazón verde con una mano y pasando las páginas de un libro con la otra. Estaba sola. Los Huérfanos debían estar en el bosque jugando a uno de sus juegos de Huérfanos. Abrí la boca para decir su nombre… Y vi la cubierta del libro. Un chico con una espada al costado, en una colina, frente a un castillo de piedra oscura y un fondo de montañas sombrías. Cerré los ojos. Los abrí. Bajé la escalera sin hacer ruido. Caminé hasta casa. Subí directamente al altillo. –¿Papá? –¿Sí? –Quiero ir a Francia a ver a mamá y a Alabama. Levantó la vista. No sonrió, pero sus ojos se arrugaron en los extremos. –De acuerdo –dijo. –Y quiero que tú vengas también. –De acuerdo –dijo otra vez, sin pensarlo.

Francia. 174

Tomé café au laits. Recorrí castillos. Caminé junto a la orilla de los ríos franceses bajo la luz de la luna francesa. Pasé largas tardes con mamá y Alabama, entre el sol y la brisa con aroma a lavanda y las lejanas campanadas de una iglesia, y hablando del libro de mamá. No me había despedido de Wink. No le había escrito una carta. No la había llamado. Silencio. Le conté a Alabama. Le conté todo, hasta el último detalle. No buscaba su consejo. Solo quería compartir, como hacen los hermanos. Nos sentamos en el patio, en la parte de atrás de nuestra vieja casa de piedra, en el límite de Lourmarin. Mamá estaba adentro escribiendo y papá estaba en un remate de libros en Avignon. Durante el día, cada uno andaba por su lado, pero más tarde… cenábamos al aire libre apaciblemente en la plaza del pueblo y luego dábamos una larga caminata juntos a la hora del crepúsculo. Alabama levantó los brazos morenos y se ató el pelo lacio dejando su rostro despejado. Pensé en lo poco que me parecía a él, pero esta vez no me importó. Le hablé de mi verano, la casa Romano Fortuna, los Imperdonables, las cartas de tarot, La cosa en lo profundo y de Wink. Wink, Wink, Wink. No dijo una sola palabra, hasta que llegó el final. Sus ojos oscuros se encontraron con los míos. –Deberías haberte despedido. –Lo sé. No dijo nada más durante un rato. Escuchamos cantar a los pájaros en los cuatro limoneros cercanos y bebimos café expreso en dos tazas oscuras y gorditas. Finalmente, mi hermano lanzó un silbido bajo y prolongado y sacudió la cabeza. –¿En este momento? Esa pelirroja necesita sus cuentos de hadas. Tienes que dejar que siga con su vida, Midnight. Analicé sus palabras. –¿De la misma forma en que estás dejando que Talley Jasper siga con su vida? ¿A eso te refieres? Alabama esbozó una sonrisa traviesa, lenta y relajadamente. 175

–Exactamente. Tenemos tiempo, hermano. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Esa noche vi a una chica que se parecía a Wink. Era pequeña y su cabello largo era lacio pero rojo. Rojo, rojo, rojo. Leía un libro mientras paseaba a dos perritos negros entre los árboles, cerca del castillo, en las afueras de Lourmarin. Estaba anocheciendo. Imaginé a Wink con las botas negras y el vestido color amarillo azafrán de la muchacha. Imaginé a Wink en el bosque, sombras azules, niebla gris, cielo oscuro. Los dos perros se transformaron en las Brujas Lobas, pegadas a sus talones, gruñendo y mordiendo el aire. Cerré los ojos… Y, de repente, estaba ahí, en el bosque de Romano Fortuna. Wink. Pasé las manos por su pelo y sentí que sus gruesos rizos tironeaban mis dedos. Las lobas gruñeron, pero las ignoré. Wink besó la parte interna de mis muñecas; primero la derecha, después la izquierda. Suspiré. Luego apoyó la mano en mi corazón. Las lobas comenzaron a aullar. Levantó la mirada hacia mí, ojos verdes, verdes. –Adiós, Midnight –dijo–. Adiós por ahora. Y luego Wink y sus lobas fueron desvaneciéndose de a poco en la niebla hasta que desaparecieron por completo. Abrí los ojos. La chica francesa me observaba mientras yo permanecía ahí entre los árboles con los ojos cerrados, soñando con una chica de cabello rojo que estaba a millones de kilómetros de distancia. Me sonrió. Le sonreí.

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TODAS LAS HISTORIAS necesitan un Héroe o una Heroína. La Heroína de esta historia estaba sentada en un granero, rodeada de libros. Apuntó su mentón puntiagudo hacia las vigas y gritó en la noche. Las pecas danzaron por sus mejillas como danzaban las estrellas en el cielo. La Heroína encontró al muchacho en el bosque. Tenía cabello oscuro y ojos de distinto color: uno azul y uno verde. La Heroína pensó que el chico podría ser el Villano. Todas las historias necesitan un Villano. Pero… Pero el chico estaba sentado junto a una pequeña fogata y tenía una mirada perdida en sus ojos azul y verde. El muchacho le hizo recordar a Ladrón… Ladrón, quien solía sentarse junto a su pequeña fogata y cantar viejas canciones para ahuyentar la soledad. La Heroína se sentó al lado del muchacho. Él empezó a hablar de su verdadero amor, la chica del cabello dorado que había perdido ante un valiente guerrero llamado el Rey Rojo. La Heroína también había perdido a su verdadero amor. Se escapó durante la noche, cruzó un océano y se fue a vivir a un lugar con gatos embusteros, príncipes encantados y esposas colgadas de las paredes por hombres de barba azul. La Heroína habló con el muchacho durante toda la noche. Compartieron una manzana roja y crujiente, un tazón de leche dorada y un trozo de pan de jengibre. Y luego, cuando llegó el amanecer, el chico desarmó la carpa, le sonrió a la Heroína –una sonrisa segura y sincera– y se marchó a su casa. La Heroína se quedó sola en el bosque, el cabello rojo suelto en la espalda. Extendió los brazos y sintió sobre su piel el soplo de la brisa suave del amanecer. Supo, de repente, que esa historia no sería como las demás historias. No habría espadas ni monstruos ni pruebas. No habría enigmas ni venganzas ni resurrecciones. Pero habría redención. Y amor. Y vida. 177

Y por siempre jamás.

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AGRADECIMIENTOS Jessica Garrison. Editora, amiga. Toda la gente de Dial y Penguin, especialmente Bri Lockhart, Kristin Smith y Colleen Conway. Mi incomparable agente: Joanna Volpe. Gracias por el tarot en Nueva Orleans y por disfrutar del baile gitano. Klindt’s Booksellers. Katharine Mary Briggs, la reina de los cuentos de hadas. Mandy Buehrlen. Kenny Brechner. Nova Ren Suma. Victoria Scott, por el círculo de fuego. Megan Sheperd: ¿qué haría sin ti? Kendare Blake, por llamarme la bruja de la cocina. Alistair Cairns y Kelly Cannon-Miller, por la observación de cráneos. Los chicos Hicks. Papá. Nate.

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ACERCA DE LA AUTORA

APRIL GENEVIEVE TUCHOLKE es la autora aclamada por la crítica de Between the Devil and the Deep Blue Sea y Between the Spark and the Burn, y la curadora de la antología de horror/suspenso Slasher Girls & Monster Boys. April ha vivido en diversos lugares alrededor del mundo. Actualmente reside en Oregón con su esposo.

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Título original: Wink Poppy Midnight Traducción: Silvina Poch Edición: Leonel Teti con Erika Wrede Diseño de interior: Tomás Caramella Arte de tapa: © 2016 Lisa Perrin Diseño de tapa: Kristin Smith Armado de ebook: Tomás Caramella © 2016 April Tucholke © 2016 V&R Editoras www.vreditoras.com Todos los derechos reservados. Prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento o transmisión por medios electrónicos o mecánicos, las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la misma, sin previa autorización escrita de las editoras. Argentina: San Martín 969 100 (C1004AAS) Buenos Aires

Tel./Fax: (54-11) 5352-9444 y rotativas e-mail: [email protected] México: Dakota 274, Colonia Nápoles CP 03810 - Del. Benito Juárez, Ciudad de México Tel./Fax: (5255) 5220-6620/6621 e-mail: [email protected] ISBN: 978-987-747-123-6 Mayo de 2016 T u ch olk e, A pr il Gen ev iev e W in k poppy m idn ig h t / A pr il Gen ev iev e T u ch olk e. - 1 a ed . - Ciu da d A u t ón om a de Bu en os A ir es : V &R, 2 01 6 . Libr o dig it a l, EPUB A r ch iv o Dig it a l: desca r g a y on lin e T r a du cción de: Silv in a Poch . ISBN 9 7 8 -9 8 7 -7 4 7 -1 2 3 -6 1 . Lit er a t u r a In fa n t il y Ju v en il Est a dou n iden se. 2 . Nov ela s de Mist er io. I. Poch , Silv in a , t r a d. II. T ít u lo. CDD 8 1 3

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Índice Midnight Wink Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Midnight Wink Poppy Midnight Wink Midnight Poppy 184

Wink Midnight Poppy Wink Midnight Wink Midnight Wink Midnight Wink Midnight Wink Poppy Midnight Poppy Midnight Wink Midnight Poppy Wink Midnight Poppy Wink Midnight Wink Midnight Wink Midnight Poppy Midnight Wink Poppy Wink Poppy Wink Midnight Poppy Midnight Wink Poppy Midnight 185

Wink Agradecimientos Acerca de la Autora

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