Soledad Pereyra

Serie He aquí un secreto, 01

He aquí un secreto: Una apuesta perdida

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Para Abril, por las risas que me trajo su llegada, por esta clase de amor que descubrí el día en que nació.

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ÍNDICE Agradecimientos..................................................4 Prólogo................................................................6 Capítulo 1............................................................9 Capítulo 2............................................................12 Capítulo 3............................................................19 Capítulo 4............................................................26 Capítulo 5............................................................33 Capítulo 6............................................................36 Capítulo 7............................................................40 Capítulo 8............................................................49 Capítulo 9............................................................60 Capítulo 10..........................................................75 Capítulo 11..........................................................82 Capítulo 12..........................................................87 Capítulo 13..........................................................94 Capítulo 14..........................................................102 Capítulo 15..........................................................108 Capítulo 16..........................................................117 Capítulo 17..........................................................123 Capítulo 18..........................................................132 Capítulo 19..........................................................138 Capítulo 20..........................................................141 Capítulo 21..........................................................147 Capítulo 22..........................................................158 Capítulo 23..........................................................163 Capítulo 24..........................................................170 Capítulo 25..........................................................177 Capítulo 26..........................................................180 Epílogo................................................................186 Reseña Bibliográfica...........................................187

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Agradecimientos A mis padres, a mi querida hermana Luciana, a Gabriel y a mi hija. A toda mi familia, por tolerar mis ausencias, por perdonar el tiempo que les robé mientras escribía. Al grupo El Rescate, en el que conocí a mujeres maravillosas para quienes solo tengo palabras de agradecimiento; en especial, a Jaz. También al sitio Gauchas Románticas y al sitio El Rincón Romántico, por su admirable tarea de informar y brindar un espacio de encuentro donde conversar sobre la novela romántica. En último lugar, aunque no por eso menos importante, a María M. por ser una gran amiga a la distancia y a Gabriela B. por alabarme con confianza ciega en que soy una "buena escritora". Y cómo olvidarme de mis editores, a quienes agradezco por brindarme esta oportunidad, por animarme y por apuntalarme cuando lo necesitaba. Mi agradecimiento para todos ellos.

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Ante la certeza de la muerte, es uno capaz de todo. He aquí un secreto. Vicki Baum

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Prólogo Necochea, verano de 1995 La mujer lo miró de reojo pero siguió en su tarea de lavar los platos y guardar la comida que había sobrado de la cena; sin embargo, hacía días que miraba a su hijo esperando algo. Esperaba palabras, pero solo veía gestos. Esos gestos no concordaban con las palabras que quería escuchar. No se sentía tranquila; no podía estarlo. No eran ideas suyas que él la estaba esquivando. Sin embargo, el tiempo se había ido, no podía dejar pasar más días. Terminó de lavar la última olla y se secó las manos en el delantal. Lo oyó abrir los cajones del mueble blanco de madera donde se guardaban las llaves; sin duda pensaba salir. Apoyó las manos encima de la mesa y se miró las uñas cortas. De espaldas, le habló. —Mañana es el día. Nada le hubiera gustado más que no tener que decirlo, pero alguien tenía que hablar. El debía entender que esas cosas no se olvidaban; que por más que no dijera nada, el problema seguía allí. El joven se detuvo en su búsqueda, miró el cajón vacío, la madera pintada. Pensó en qué decir y se tomó un largo rato para hablar. —No quiero hacerlo. Esa declaración perturbó el silencio de la cocina como una piedra arrojada al agua del estanque que rompe la serenidad de la superficie. La mujer tragó en seco y sintió que le fallaban las fuerzas de las piernas. Pensó que era algo muy extraño, algo que rara vez le pasaba. Giró y miró a su hijo. El también la miraba. Ella tomó un paño y lo estrujó entre las manos; luego, lentamente, se sentó en una silla, que crujió bajo su peso. Apoyó los brazos en la mesa y lo miró a los ojos. —Ya hemos hablado de esto. Sabías que este día iba a llegar. El joven asintió. Se movió por la cocina pero no imitó a su madre: en vez de sentarse, se alejó un poco más y se quedó de pie. Vio que la luz ambarina de la lámpara del cielo raso volvía más dorado el cabello de la mujer. —Lo sé, no lo he olvidado en todos estos años; no me lo has permitido — agregó luego de una pausa. El reproche era evidente y no intentó disimularlo. Arabella se sintió culpable. Ninguna madre tendría que hacer lo que ella estaba haciendo y, sin embargo, era su deber. —Pero no quiero irme —repuso el joven después de un rato. Un portazo en la casa les hizo desviar la vista hacia la puerta cerrada que llevaba al cuarto de estar. Por unos minutos esperaron en silencio a que alguien de la familia entrara, pero eso no sucedió. La mujer dejó escapar lentamente un suspiro. Había intuido que aquello podía suceder; adivinaba cuál era el motivo: lo había temido durante mucho tiempo mientras su hijo crecía. Ahora su temor se hacía realidad. Qué ingenua había sido al

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no tomar más en serio la razón de la negativa del muchacho. —Es por ella. El joven metió las manos en los bolsillos delanteros del jean gastado, pero enderezó la espalda, como haciéndole frente a las palabras de su madre. —Sí, es por ella —reconoció con sinceridad—. No quiero dejarla, no quiero separarme. Arabella bajó la mirada. Esperaba que él lo negara, que se escudara en otra cosa, pero su aceptación demostraba que aquello era muy serio. No vacilaba; sabía lo que quería. —Tu tío viene mañana a buscarte —repuso en tono persuasivo, como si aún fuera un niño y debiera convencerlo—. No tienes alternativa, hijo, lo sabes... —Yo la amo, mamá, la amo —la interrumpió alzando la voz, enojándose porque no lo entendía. Pero ella lo comprendía, aunque no pudiera hacer algo al respecto. —Es que tú ya tienes un destino marcado. Eres el último hombre de los Mackay... —Levantó todavía más el mentón—. No puedes esquivar tu futuro. El muchacho apretó la mandíbula al escuchar las palabras "destino marcado". Y le quedaron resonando en la cabeza aun cuando su madre había callado. ¿Cómo olvidar cuál era su responsabilidad para con la Orden? Pero se negaba a aceptarlo, a irse, a dejarla. Abandonar a la única mujer a la que amaba le parecía imposible. Sus sentimientos luchaban entre sí; su mente y su corazón tenían voluntades encontradas y en el medio quedaba la decisión que debía tomar. —Puedo negarme. La madre asintió, sabía que era cierto; que él no solo podía hacerlo, sino que además tenía una buena justificación. No era algo que él hubiera elegido o con lo que él se hubiera comprometido, ni siquiera lo había llegado a aceptar. Claro que podía negarse y quitarse la culpa. Tal vez en ese momento se sintiera chantajeado, manipulado. Pero había algo dentro de él que venía de generación en generación en la familia Mackay. Tenía una responsabilidad. Era por eso mismo que él no podía olvidar la misión, ni dejar de cumplirla. —Sí, puedes, pero no lo harás —aseguró—. Desde pequeño sabes que es la obligación de nuestra familia; sabes que es un honor, que es una tradición que no vas a romper, que no puedes romper —se corrigió. El desafío brilló en los ojos de su hijo. Conocía muy bien ese centelleo. Desde pequeño, había mostrado decisión. Él sentía que siempre podía sacar una tajada más de cualquier circunstancia que pareciera ser un callejón sin salida. Podía revertir lo que quisiera. Pero ella sabía que esa situación no se resolvía haciéndole caso a los caprichos de un niño o de un adolescente; él todavía lo era. Sin embargo, la responsabilidad que debía afrontar era la de un adulto. El muchacho se encogió de hombros, tratando de esconder en ese gesto desenfadado el acorralamiento que sentía. —Puedo olvidarme de la tradición: puedo dejar de ser honorable. La mujer se puso de pie y se acercó lentamente hasta su hijo; las distancias se cerraron y ella le puso una mano en el corazón. Tal como imaginaba, él no estaba tan tranquilo como quería hacerle creer. —Pero ellos no se olvidarán de ti. El muchacho sintió que aquella frase era un último candado sobre la cadena que amarraba su vida a un destino impuesto. Él no tenía miedo; no le preocupaba desconocer lo que vendría. Le dolía dejar de ver a una muchacha que ocupaba su

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vida desde hacía meses. En todo caso, tenía miedo de lo que pudieran hacerle a ella si él desertaba. Sabía que de no haber caído en las redes de su simpatía, no estaría luchando por liberarse de su obligación, pero habiéndola conocido, había sido demasiado fácil amarla. Y él creía que no podría olvidarla, que recordaría por siempre su risa, sus ojos, sus gestos al mirarlo y su voz al llamarlo. El muchacho no bajó la vista, tampoco miró a su madre. Fijó los ojos en la ventana de la cocina y clavó la mirada en los árboles que se movían en el patio. La cocina le pareció opresiva, necesitaba salir. Arabella supo que su hijo batallaba internamente con su corazón. Estaba poniendo en la balanza lo que sentía, en contra de su obligación. Le dolió no poder quitarle aquella carga, no poder aliviar la amargura que debía estar sintiendo, porque sabía que él iba a hacer lo más correcto y eso era salir de la ciudad al día siguiente. El joven dio un paso hacia atrás. Las distancias crecieron.

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Capítulo 1 Necochea, primavera de 2004. El hombre se acomodó sobre el automóvil deportivo negro último modelo y miró con atención a la mujer que salía del discreto edificio céntrico. Siempre había logrado que los hombres la admiraran; no porque tuviera un andar que hiciera que los varones se voltearan a su paso, sino más bien por su presencia. Cuando un hombre le prestaba atención y la escuchaba, inexorablemente caía rendido a sus pies. Eso a él le había molestado en otro tiempo. Se preguntó si todavía tenía ese efecto en él. No era una mujer de belleza perfecta. Intuía que la mayoría de las personas aún no la consideraban una mujer adulta. Su rostro y su cuerpo eran los de una eterna adolescente. Recordaba sin titubeos que tenía veintisiete años recién cumplidos. Ella cruzó la calle en dirección a donde él estaba. No era de las que andaban saludando a diestra y siniestra: usaba sus caminatas para pensar, repasar mentalmente sus obligaciones o debatirse entre algún asunto que la molestara. A veces iba tan absorta que pecaba de antipática y a pesar de saber que no tenía motivos para sospechar que él estaba ahí, le provocó un molesto dolor que siguiera caminando sin notar su presencia, irresistible para otras mujeres. Pero Azul no era una joven como las demás. No llegaba al metro sesenta y cinco, tenía el cabello muy negro y lacio a la altura de los hombros y siempre encontraba una forma distinta de peinarlo. Su piel era de un blanco cremoso, sin pecas ni lunares; su nariz era pequeña y respingada. Tal vez lo más bello y cautivante de su rostro fueran sus intensos ojos azules y sus labios carnosos y rojos que rara vez pintaba. Era de cuerpo menudo y espalda pequeña. Tenía un busto generoso que tiempo atrás la había avergonzado. Sus piernas esbeltas no eran suficientemente bellas para ella por no ser largas y eternas como las de las modelos. El hombre descubrió que aún era la belleza poco usual que recordaba. Llevaba un jean ancho que le marcaba la cintura y una camisa de algodón blanca. La vio detenerse distraída ya cerca de la esquina. Buscaba apresurada algo en la mochila que llevaba colgando de un hombro, hasta que dio con un teléfono. Luego la vio reír y hablar sin parar mientras esperaba que pasaran los automóviles. La siguió observando mientras se alejaba. Cuando ya no pudo distinguirla, se subió al automóvil. Adentro estaba cálido. En ese momento estaba más convencido que nunca de que había hecho lo correcto al buscarla y se creía preparado para lo que pudiera venir, aunque algunas de las cosas que podía descubrir pudieran molestarle. Pero para él, prepararse mentalmente para el abanico de posibilidades que le podía traer el futuro era estar un paso adelante de los acontecimientos. Le gustaba sentirse competente para enfrentar los malos tragos.

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Azul abrió la puerta de la preciosa casa de dos plantas, elegante, bien mantenida y algo anticuada, digna de su dueño médico, y demasiado grande para tan pocos ocupantes. Como siempre que cruzaba el pasillo hacia las habitaciones, apenas se detuvo el tiempo suficiente para ver si había alguien en el cuarto de estar y subió corriendo los diecisiete escalones para llegar al primer piso. Miró de reojo las fotografías familiares colgadas en la pared revestida con un bonito papel rayado en tonos verdes: aun con los ojos cerrados era capaz de adivinar el lugar exacto donde estaba su retrato más querido. Siempre era igual, vivía entrando y saliendo de la casa, sin detenerse mucho tiempo en ningún lado. Le gustaba tener una vida social muy activa y era afecta a almorzar con conocidos. Abrió la puerta del armario y sacó una falda de corderoy rosa, una camisa blanca y se calzó unos cómodos zapatos. Buscó hasta dar con un bonito abrigo liviano y miró el reloj mientras pasaba algunas cosas de la mochila a la cartera a tono con el calzado. Ya casi era la hora: Fernando debía estar por llegar. Unas gotas de perfume y ya estaba lista. Corrió escaleras abajo y se topó con su padre, que salía del estudio. Raúl Maillán miró a su hija con los penetrantes ojos azules que le había legado y frunció el ceño. —¿Ya te estás yendo? Azul sonrió cerrando la distancia; amaba a su padre más de lo aconsejable, por eso le permitía entrometerse demasiado en su vida. Era un hombre encantador. Aunque asustaba a muchas personas por su rostro serio, ella lo conocía bien y podía distinguir cuándo estaba enojado. Meneó la cabeza al ver cómo sostenía los lentes por una de las patillas y los balanceaba peligrosamente. —Un día esos lentes se te zafarán y los irás a buscar a metros de distancia — lo regañó como hacía siempre. Y como siempre, Raúl se detenía al instante y se calzaba los lentes sobre las orejas y la nariz. —¿Te vas? —interrogó, aunque sonaba más bien a acusación. —Fernando ya debe estar por venir —explicó poniéndose en puntas de pie para besar a su padre. —Acabas de llegar —objetó disgustado—. Apenas te estoy viendo —reclamó agachando la cabeza para que su hija le diera otro beso. — Hoy no llegaré tarde —se excusó con paciencia—: lo prometo, solo vamos a tomar un café y estaré aquí para la cena —acotó dirigiéndose hacia la puerta cuando oyó la bocina del automóvil—. No he conocido a nadie tan puntual —comentó sonriendo. —A ver si lo es para traerte de regreso —replicó serio. —No te pongas fastidioso papá—pidió. —Cenamos a las nueve —gritó, pero la puerta ya se había cerrado. Era celoso de su hija, no podía evitarlo. Solo la tenía a ella, su única hija, su familia. Estaba acostumbrado a preguntarle a dónde iba, con quién, a qué hora volvía, y no le importaba que ella ya fuera mayor de edad: mientras viviera en su casa sentía que tenía el derecho de preguntar. El siempre la había cuidado, la había aconsejado, incluso era a él a quien le pedía consejos sobre arte, aunque no conociera mucho de eso. Se alegraba de que Azul tuviera el carácter alegre y luchador de su madre. Le hubiera gustado acapararla para sí, pero se contenía porque entendía que una joven tenía que vivir su vida y porque, en definitiva, no estaba tan solo: tenía dos hermanos, un excelente

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amigo, muchos conocidos y hasta una novia. De todos modos, ningún afecto se comparaba con el que sentía por su hija. Ignacio miró a Azul subirse a un coche, besar alegremente al conductor y acariciarle la mejilla derecha. Recordó lo afectuosa que era. Sabía que aquello era una posibilidad: había tenido en cuenta, aunque no le gustara aceptarlo, que podía haber un hombre en la vida de Azul. Pero jamás en sus pensamientos había sido así, nunca en su imaginación le había dolido tanto como en la realidad. Precisamente porque era consciente del juego, estaba preparado para jugar. Y Azul era la recompensa, aunque ella no lo supiera: estaba en la mira de un hombre que había aprendido a ser despiadado cuando de ganar se trataba. Ya iba a dejar que lo viera y eso era algo que ella no esperaba. Ahora necesitaba tantear el terreno.

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Capítulo 2 Azul entró en la biblioteca de la ciudad, subió los escalones a desgano y enfiló hacia la sala de exposiciones, pasando por la sala de lectura donde saludó a las bibliotecarias. Tenía con ellas una buena relación, eran amorosas, simpáticas y eternamente pacientes con los jóvenes estudiantes que las consultaban una y otra vez con tal de agilizar la búsqueda de información en los libros que ellas les daban. Era la segunda exposición de Azul. Hacía ya tres jornadas que estaba abierta y todos los días pasaba por allí. Había tenido una buena aceptación por parte del público y buenos comentarios de los profesores. Su arte abstracto hablaba por sí solo, goteaba tristeza en una explosión de tonos azulinos. Entró en silencio y cerró la puerta. El olor a limpio, impersonal y frío, le llenó la nariz. Las luces dicroicas estaban encendidas a toda hora para imitar la luz que faltaba por la ausencia de ventanas. Las paredes blancas relucían y la alfombra roja parecía más chillona. Comenzó a mirar los óleos que colgaban de la pared más cercana, confundiéndose entre los observadores, fingiendo ser uno más. No tenía mucho sentido estar allí, conocía al dedillo lo que había pintado, pero algo en sus pinturas la animaba cuando se sentía acongojada. Le gustaba estar sola en momentos así, no podía apreciar el arte si alguien le hablaba. Miró discretamente el resto de la sala. Había quedado solamente un hombre que le daba la espalda. Se relajó y siguió contemplando el enorme cuadro de un mar embravecido, por lo menos así lo había pensado al momento de crearlo. El ruido de un teléfono móvil cortó el silencio. Sobresaltada, por instinto, llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón solo para descubrir que no era el de ella. Meneó la cabeza mordiéndose el labio para tapar la sonrisa que le afloraba en la boca al recordar que, el día anterior, a su amiga Caterina le había sonado sorpresivamente un teléfono en el bolsillo: al parecer, un descarado, prendado de la belleza de su amiga, no había tenido mejor idea que, disimuladamente, deslizarle un teléfono para poder llamarla. Entonces había bromeado con la idea de prohibir el uso de teléfonos móviles en la exposición. Después de oír cómo sonaba el del visitante de la muestra, se dijo que tal vez no fuera una idea tan descabellada. Por curiosidad giró para mirar al hombre, pero no llegó a verlo porque en ese momento salía de la sala. Trató de olvidar el incidente y siguió recorriendo la exposición. Donde había estado el hombre, aún persistía un dejo de perfume: una fragancia que le hizo recordar el mar. Agitó la cabeza. Aquel aroma siempre le traía recuerdos. El cuadro que había estado mirando el hombre era una excepción en su muestra, porque contrastaba con el sufrimiento y la tristeza que reflejaban los otros óleos exhibidos, todos de cielos tormentosos y mares embravecidos. Se quedó un rato más para hablar con la encargada de la sala, que trabajaba en el área administrativa de la biblioteca, y se fue en el mismo momento en que cerraban. Apuró el paso al darse cuenta de que estaba retrasada para la hora de cenar. Pensó una vez más, pensó como siempre, no era que necesitara convencerse,

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no era que tuviera dudas; no sabía por qué lo hacía, pero a menudo le ayudaba pensar en lo bueno que su prometido era. Al menos una vez al día, me dedico a cavilar en lo afortunada que soy, en el magnífico hombre que será mi esposo. No daría las gracias a Dios tan seguido por mi prometido, si no fuera porque sé, por experiencia, que no todos son así, que hay muchos que no toman en serio a las mujeres. Pero no es el caso de Fernando y este convencimiento me llena de orgullo: saber que alguien así no me va a defraudar, que siempre va a estar a mi lado es un alivio, un gran consuelo... Se llevaban muy bien; aunque su relación era reciente, en poco tiempo se hizo muy fuerte y estrecha. Tal vez no fueran la pareja que todos creían que era. Había algunos aspectos que todos desconocían, pero lo más importante estaba a simple vista, se llevaban demasiado bien como para que su compromiso hubiera sorprendido a alguien, a pesar de que no todos sus allegados apoyaban esa decisión. Fernando Gutiérrez había pasado los treinta años. Era un arquitecto muy confiable, que siempre cumplía con sus obligaciones. Nadie podía decir algo malo de él, no se criticaba su labor, no corrían comentarios adversos sobre su personalidad y gozaba de cierta popularidad en los altos círculos sociales. Él era lo que ella necesitaba en aquel momento de su vida. Si había alguien indicado con quien dar el gran paso de comprometerse para toda la vida, ese era Fernando Gutiérrez. Caterina lo había definido como un tipo insípido, bueno, sí, pero soso. "Ni siquiera recibirá un puñetazo porque pocos reparan en él", ironizó la joven. Azul se había enojado al escucharla: era la primera vez que alguien objetaba que no hubiera motivos para criticar a Fernando ni para pegarle. De todos modos, ya había perdido la capacidad de asombro en cuanto a su amiga se refería. Raúl aseguraba que Fernando era un buen hombre, pero no para ella. Decía que con ademanes tranquilos le quitaba mucho tiempo y se apoderaba de la vida de Azul, puras tonterías de un padre celoso a las que se sumaba de tanto en tanto su tío Augusto. Gracias a Dios, en su familia había una rama sensata: el tío Federico. Él respetaba con sinceridad la decisión de Azul y hasta había insistido en pagar el viaje de bodas como regalo de casamiento. Caterina parecía haber recibido un golpe: lo había tomado como una afrenta, como una traición. Enterarse de que su amiga iba a casarse no le había producido felicidad, ni había dado gritos de alegría, pero era de esperarse. Azul ya estaba acostumbrada al humor y al carácter de su amiga. Lo importante era que ella se sentía muy feliz con su compromiso. Fernando había entrado de a poco en su vida. Le resultaba muy agradable pasar el tiempo con él, jamás la incomodaba y sentía que le tenía plena confianza: él le inspiraba seguridad. Sabía que no era tan atractivo como otros novios que había tenido: no tenía un porte orgulloso, apenas si la superaba en altura y tenía una contextura menuda. Pero eso no significaba nada, ni implicaba que no podían tener una felicidad plena juntos, algo que ella deseaba. Apartó los pensamientos de la cabeza y se sentó en la mullida cama. Se quitó las botas y movió los dedos de los pies. El frío afuera era inusual para aquella época del año. En octubre, ya no encendían la calefacción en la sala de la muestra. De todos modos, ella estaba demasiado contenta: la encargada de la exposición le dijo que un hombre había comprado una pintura, que la había pagado al contado y que se la había llevado él mismo, lo que resultaba extraño considerando las dimensiones del bastidor. Poco le importó desconocer quién había adquirido su obra, tal vez

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hubiera preferido conocer la opinión del comprador, saber qué le había llamado la atención de la pintura, pero había algo más importante: sus cuadros eran vendibles. Se quitó el resto de la ropa y se cubrió con una larga bata de seda. Juntó el cabello en la nuca y maniobró con los dedos hasta lograr un rodete que se mantuviera firme. Por primera vez tenía la sensación de que su vida estaba controlada, de que las cosas iban por el camino que ella quería. Nada se salía de su curso y eso le provocaba una sensación de bienestar que la tranquilizaba. Todo cuanto deseaba lo tenía al alcance de la mano: su carrera como pintora progresaba luego de años de estudio y dedicación y su sueño de encontrar un buen hombre con quien pasar el resto de su vida estaba cada vez más cerca. Oyó claramente las voces que llegaban desde abajo. Ojeó el reloj de pulsera y supo que estaba retrasada. Caminó descalza por el piso alfombrado hasta el cuarto de baño; entró y estiró la mano. Encendió la luz y por inercia abrió la ducha. Se enjabonó rápidamente aunque no se mojó el cabello: era un pequeño truco que siempre daba resultado cuando no disponía de tiempo. Se quitó el resto de jabón, se envolvió en una toalla y se cambió apresurada. Como siempre que se miraba al espejo, deseó tener piernas más largas, ser más alta. El vestido rojo le quedaba muy bien. Era para una ocasión más formal, pero le gustaba arreglarse, porque sabía que su padre aprobaba que las mujeres lucieran femeninas: jamás había visto a su madre con un pantalón. El tío Augusto era el menor, el más beligerante de los tres hermanos, o mejor: el único beligerante. Tenía cincuenta años, el cabello lleno de canas, los ojos azules, la odiosa costumbre de decir lo que no debía, hacer lo que no se consideraba correcto y opinar en cuestiones que no le concernían. Por eso y otras tantas razones más siempre terminaba regañado por sus dos hermanos o, en el peor de los casos, por su sobrina preferida. Sabía que era apreciado por la gente: tal vez fuera por su profesión: un pediatra amoroso y por demás divertido que siempre tenía en el consultorio juguetes, una linterna en forma de rana y una nariz roja colgada del cuello con la que terminaba de cautivar a los pequeños más reacios a dejarse examinar. Llevaba encima un divorcio y un hijo de seis años, Pablo, que era un pequeño retrato de su padre y al que era muy fácil adorar. El tío Federico era el mayor y tenía dos hijos. Era el más tranquilo hasta que se enojaba con Augusto, pero sus enojos se iban tan rápidamente como habían llegado. No había estudiado porque al ser el mayor había tenido que ayudar a su padre en la atención del próspero negocio familiar. De modo que había resignado sus ganas de estudiar y siempre se enorgullecía de que tan mal no le había ido. No le quedaba ya cabello, lo que siempre provocaba las bromas de Augusto. Tenía un prominente abdomen y, al igual que Raúl, era viudo. Otra de las bromas del hermano menor era que las mujeres le huían de cualquier forma a los Maillán. Cuando su tío decía esas cosas, Azul inevitablemente pensaba en Caterina y en su sentido del humor: tenían bastantes coincidencias los dos. Tal vez fuera por eso que siempre hacían sonrojar a más de uno. Bajó las escaleras sabiendo que los tres hombres tendrían los ojos puestos en ella: le encantaba ser la adoración de los tres en igual medida. No le avergonzaba reconocer que se desvivían por ella y, aun que dijeran lo contrario, Azul sabía que le perdonaban todo. Sin embargo, no se abusaba del cariño que le profesaban. —Es una suerte que seas una belleza —dijo el menor, adelantándose para saludarla—. Porque esto de que no sepas cocinar es vergonzoso. —Yo sé cocinar, pero la diferencia está en que no quiero hacerlo para ustedes

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—replicó besando primero a su tío a Federico. —Es doblemente hiriente que no quieras cocinar para mí —la siguió Augusto—. Solo una mujer se había negado antes. —Claudia —acotó Federico, en referencia a la ex mujer de su hermano, entrando en la conversación. Raúl, como siempre que tenía a sus hermanos cerca, se volvía un poco más serio y parco que de costumbre, tosco incluso en ocasiones, celoso de que ellos se llevaran la atención de su hija, de que la consintieran tanto. Augusto siempre hacía planes con ella. —Ya les dije que Azul está muy ocupada con ese prometido. La joven lo miró con los ojos entrecerrados. —Otra vez empieza —se quejó sabiendo en qué dirección iba la frase—. La única razón por la que no les cocino es porque me llevaría todo el día complacer a los tres: el tío Federico es vegetariano —lo que parecía increíble por su voluminosa figura—, el tío Augusto no come mis salsas y a papá no le gustan las comidas que a ustedes sí —explicó levantando un dedo por cada motivo—. Es una locura perder tanto tiempo en la cocina para satisfacer a tres hombres que al final me terminarán criticando por algo —agregó. —¿Y cómo anda ese novio? —preguntó el mayor mientras volvía de la cocina con los platos. Algo que estaba más que afirmado en la relación familiar era que todos se sentían a gusto en la casa de todos, nada de llegar y sentirse intimidado o de andar pidiendo permiso. Los hermanos de su padre se manejaban como si vivieran con ellos y lo mismo sucedía con Raúl en la casa de sus hermanos. Azul tenía un juego de llaves de la casa de cada uno. —Muy bien —respondió ella colocando las copas en la mesa, entretenida por la charla y el bullicio. — Supe que te ayudó con la exposición —comentó Augusto mirando de reojo a Raúl—. ¿Cómo hiciste para lidiar con ambos? La joven se encogió de hombros delicadamente, resignada. —Tuve que despedir a uno. ¿Te imaginas a quién? —Al novio —respondieron a dúo Federico y Augusto. El comedor estaba a la derecha del cuarto de estar. Para ir a la cocina, que quedaba en sentido opuesto, había que pasar por el cuarto de estar y por el vestíbulo, un error de distribución imperdonable, de no haber sido porque Teresa, la madre de Azul, lo había querido de ese modo. Nadie, después de su muerte, se había atrevido a cambiar la decisión de la mujer respecto de la decoración del hogar. Los legados de Teresa habían pasado a ser algo sagrado para la familia Maillán. Cuando todos estuvieron sentados a la mesa, eran cerca de las diez de la noche. Como siempre, la mesa estaba demasiado cargada de comida para todos los gustos. Lo único que parecía agradarle a todos era el vino: blanco o tinto, pero nunca rosado. Para cuando la cena llegaba a su fin, Azul había disuelto tres inicios de discusión e intercedido a favor de su novio ausente al menos seis veces. Toda la artillería había provenido de su padre, aunque su tío Augusto metió algún que otro comentario poco halagador. Al ponerse de pie para recoger la vajilla, oyó que Federico le preguntaba a su padre: —¿Tienen dónde vivir? Azul decidió responder la pregunta ella misma. Era más rápido cortar con aquel

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tema de una buena vez, al menos por un tiempo hasta que su querido padre asimilara lo inevitable: su hija se iba a casar. —Si te refieres a Fernando y a mí, no, aún no. Pero comenzaremos a buscar algún lote y construiremos una casa como más nos guste —contó con una gran sonrisa. Raúl se mantuvo en silencio, moviendo la copa de cristal por el pie. —¿Qué me dices de todo esto, Raúl? —Preguntó el menor, recostándose en la silla—. Estás muy callado. —Ya di mi opinión —respondió parco—. Esto es muy apresurado, nada más que cuatro meses para una boda. La joven fulminó a su tío con la mirada. —Está bien para nosotros. Estamos muy seguros de lo que queremos —afirmó a la defensiva. —Yo no digo que él no lo esté, por supuesto que lo está, si eres una belleza — objetó Raúl en voz alta—, pero no pienso lo mismo de ti —manifestó con seriedad. Al fin y al cabo se trataba de la felicidad de su hija, de su futuro, y el matrimonio era algo sagrado, por eso disentía tanto con Augusto, que había terminado separándose de su mujer. —Papá, creí que el tema había quedado claro —advirtió Azul, haciendo gala de la misma terquedad que su padre—. No quiero tener que volver a oír de tu poca confianza en Fernando: nunca dejas de menospreciarlo. Federico se acomodó en la silla, que crujió bajo su peso. —La chica tiene razón, estamos hablando de su prometido, tiene que sentirse dolida por todo esto —razonó Federico en defensa de su sobrina, queriendo poner paños fríos. —Sabes, sobrina, que te adoro. Eres más encantadora que tu padre y me tratas mejor —afirmó Augusto—, pero también veo algo de apresuramiento, ¿no estarás...? —¡No! —exclamó Azul ofendida—. No estoy embarazada. ¿Es esa la única razón que se te ocurre por la que querría casarme con mi novio? —preguntó dolida, logrando avergonzar al menor de los hombres. Molesta, llevó los platos a la cocina. A sus espaldas no había más que silencio. Cuando volvió por el resto, los tres hermanos miraban el mantel hasta que Raúl tuvo la valentía de alzar la vista. —Hubo un solo hombre que te hizo perder la cabeza... —¡Tenía dieciocho años! —gritó furiosa. No ignoraba a dónde iba todo aquello. Detestaba a su padre por su terquedad, por su egoísmo, por querer torcer todas las cosas para que los demás terminaran haciendo lo que él quería. Si estuviera por casarse con aquel novio de su adolescencia, su padre encontraría otro motivo para que no lo hiciera. En definitiva, quería tenerla siempre a su lado. —Se te veía más feliz entonces: tú no amas a Fernando más de lo que amaste a Ignacio. —Aquí vamos... —murmuró Federico mirando a padre e hija. —... por enésima vez —coincidió Augusto poniéndose de pie para levantar el mantel. Siempre que las charlas tomaban aquel rumbo era mejor tomar distancia. —Esto es inaudito —bufó incrédula—. Es inaudito que no quieras a un tipo centrado como Fernando, un arquitecto respetado, que no solo me ama sino que te soporta a ti; y eso dice mucho del gran amor que me tiene —agregó sarcástica—. Por otro lado, no haces más que traerme a colación a Ignacio, que me dejó hace nueve años. ¡Nueve años! —Recalcó alzando la voz—. Ya lo olvidé. ¿Por qué no lo

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haces tú también? —preguntó furiosa antes de caminar detrás de su tío rumbo a la cocina. Raúl soltó un suspiro y miró a su hermano mayor. Jugó con las miguitas de pan que habían quedado esparcidas. En el ambiente había un dejo amargo, un resabio de la discusión. No era frecuente que padre e hija discutieran, siempre habían sido muy unidos. Era habitual que Augusto y Federico renegaran porque Raúl era muy celoso. Tal vez solo se preocupaba en exceso por su única hija. —No lo olvidó —aseguró. Federico no se animó a responder: de la cocina llegaban apagados murmullos; seguramente Augusto estaba haciéndose cargo de la furia de la joven. De vez en cuando el ruido del agua con la que lavaban los platos apagaba las voces. Darle la razón a Raúl era alargar la discusión, darle la razón a Azul era traicionar lo que cada uno de los tres creía. Por eso Federico pensaba que la mejor manera de superar el momento era mantener un discreto silencio y no tomar partido por ninguno de los dos bandos. Si algo había aprendido con los años, era a no meterse en las relaciones afectivas de los demás, ni siquiera en las de sus hijos. Ellos más de una vez se lo habían agradecido.

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Capítulo 3 Azul cerró la puerta del atelier con un portazo. En otra ocasión en la que llevara menos prisa habría vuelto para pedirles disculpas a los demás alumnos que seguían concentrados frente a los lienzos. Pero esta vez el tiempo la apremiaba, algo que le sucedía seguido últimamente. Acomodó el cuaderno y bajó de dos en dos los escalones, pero como siempre, cuanto más se apuraba, más demoraba. Tuvo que volver sobre sus pasos a buscar los lápices que se le habían caído y nuevamente reanudó la marcha. El aire fresco de la media tarde le pegó en la cara y notó que sus mejillas ya estaban destempladas. Se detuvo un momento al salir del pequeño y mal pintado edificio en cuya planta alta daba clases de pintura su profesora. Miró indecisa a ambos lados; no estaba segura de qué camino le convenía tomar para llegar a horario a su cita. Seguía sin decidirse, cuando notó que alguien frente a ella la observaba. Le pareció un rostro conocido: el hombre dio unos pasos y se acercó con calma, como dándole tiempo a que lo reconociera. Entonces sintió que su peor pesadilla se cernía sobre ella, que sus mejillas enrojecían, que todo pensamiento coherente desaparecía de su cabeza y solo era consciente de estar frente a un rostro que podía dibujar hasta con los ojos cerrados, a pesar de que hacía años que había dejado de verlo. Con rabia percibió que su corazón había vuelto a latirle con un ritmo que creyó que nunca más tendría. De a poco la sorpresa inicial fue desapareciendo, no así la sensación de que estaba viviendo un mal sueño. Finalmente, él habló. Solo la llamó por su nombre y ella apenas pudo reconocer la voz que creía recordar tan bien. No había inseguridad, no había sorpresa en la manera de hablar del hombre. Entonces se dio cuenta de que él no estaba allí por azar, sino que había estado esperándola: lo dedujo por su aplomo y por la convicción que transmitía. Ya no era el muchacho de diecinueve años que ella había conocido: ahora era un hombre. Un poco más alto, con mayor masa muscular y vestido más acorde a los años que se le habían sumado. Tenía la expresión de haber visto muchas cosas. Conservaba el mismo cabello rubio con mechones claros y revueltos, porque los remolinos del pelo hacían imposible que permanecieran en el mismo sitio en que él los ponía. Ella sabía que había dejado de peinarse, dándose por vencido en esa lucha banal. Deseó correr y alejarse al descubrir que todos los recuerdos asociados a él, todo lo que conocía, todas esas cosas que creía haber olvidado habían vuelto de golpe a su memoria, a mano para ser usadas cuando quisiera. Saber que su esfuerzo por olvidarlo había sido inútil le provocó un temor que creía desconocer. Dejó caer el cuaderno y todos los bocetos quedaron esparcidos por la acera. Posó su vista un momento sobre los papeles y luego se agachó a recogerlos. Él también lo hizo. No lo miró, solo trató de juntar los dibujos lo más rápidamente posible, pero parecía que sus manos estaban trabadas o las hojas pegadas al piso. Al final se dio por vencida y se puso de pie, dejando que él se hiciera cargo de juntarlos. —Gracias —murmuró impasible, mientras aceptaba la carpeta de la que

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sobresalían las puntas de las hojas. Trató, en vano, de seguir su camino. El se movió y sin tocarla, le cerró el paso. La ingenuidad no era parte de ella, sabía que él no la dejaría ir fácilmente si la estaba buscando por algún motivo. Esperó, entonces, que el motivo valiera la pena para que su sufrimiento tuviera una justificación, porque él siempre había despertado sentimientos en ella: jamás había pasado inadvertido, nunca le había sido indiferente. —¿No me vas a saludar? —preguntó metiendo las manos en los bolsillos delanteros de su jean. La tentación de abrazarla era demasiado fuerte y para no provocar la furia que bullía en el interior de la joven decidió que la mejor manera de controlar sus impulsos era esconder sus manos. Azul tragó en seco; él aún tenía el semblante de un pillo encantador, de aspecto despreocupado y demasiado atractivo con la mand í b u l a cuadrada y la nariz romana, el cabello desordenado y los ojos grises. ¿Cuántas mujeres te habrán encontrado tan atractivo como yo? ¿A cuántas habrás enamorado mientras yo lloraba por ti? El no puede suponer que yo me vaya a alegrar de verlo acá, tan tranquilo como si no hubieran quedado nueve años entre nosotros, separándonos. Hipócrita. Qué desfachatez la de este tipo, y pensar que lo amé tanto... No pude haber estado tan ciega. —Hola Ignacio. ¿Todo bien? —preguntó en un hilo de voz, por cortesía, aunque no creía que mereciera deferencia alguna. Al verlo marcar una ceja con un gesto divertido, se molestó y nuevamente trato de seguir su camino. Nuevamente él se lo impidió. —¿Nada más? ¿No te sorprende verme? ¿No me vas a preguntar que hago aquí? Qué tupé, pensó ella rabiosa y se acomodó con una mano un mechón de cabello renegrido detrás de la oreja. Ignacio vio que con el dedo pulgar golpeaba la carpeta negra, algo que él recordaba como un claro indicio de que estaba conteniendo un enojo o bien una réplica mordaz. —No veo por qué. Todos los días llegan y se van cientos de personas de la ciudad —respondió con voz ronca. Sentía la garganta seca. Ignacio sabía que la pregunta que iba a hacer luego iba a resultar inútil, pero la hizo de todas formas. Era un buen negociador y como tal siempre trataba de llegar a un acuerdo: le daba a la otra parte la oportunidad de arreglar. Obviamente, las primeras opciones eran las más convenientes, aunque la otra parte no lo supiera. Al menos él se quedaba con la conciencia tranquila de haber intentado llegar a un acuerdo justo. —¿Dispones de tiempo para que hablemos? —No, no lo tengo. — ¿Cuándo entonces? —Ja, ja. Nunca —replicó con firmeza antes de rodearlo y seguir el camino que la llevaba a su casa. Ignacio se dio la vuelta y la vio caminar apurada. Se llevó las manos a la cintura en señal de impotencia. Todo aquello también lo había tenido en cuenta, todo estaba saliendo tal cual lo imaginaba. Conocía demasiado bien a Azul como para saber que iba a reaccionar de ese modo. ¿Es posible? ¿Puede volver a presentarse ante mí luego de tanto tiempo? Por

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qué, por qué, por qué..., se preguntó una y otra vez. Le temblaba el cuerpo y sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Apenas si podía ver por dónde caminaba. ¿Por qué, Dios mío, por qué? Una señora que vivía junto a su casa la saludó amablemente y quedó extrañada al no recibir respuesta. Pero Azul estaba en el limbo: no sabía qué era lo que la había golpeado, no podía entender qué hacía él allí después de nueve años. ¿Qué demonios hace aquí? ¿Para qué volvió? Tuvo la sensación de que había reaccionado de modo exagerado por algo que era solo un encuentro. Aquel hombre había significado mucho en su vida como para pretender que verlo no significara nada. Por más que su parte razonable le dijera que aquello era absurdo, sentía que su mundo no podía volver a girar del mismo modo luego de encontrarlo de nuevo. Simplemente se le antojaba imposible. Azul entró a su casa y corrió escaleras arriba con tanto ímpetu como si una horda de demonios la persiguiera. Tal vez fuera así, tal vez los demonios creados por el antiguo sufrimiento habían despertado con la aparición de él y venían a devorarle la paz que había conseguido. El olvido que finalmente le habían traído tantos años de separación parecía evaporarse por la sola llegada de Ignacio. Azotó la puerta en una infantil descarga de emociones encontradas. Se detuvo en el medio de la habitación, agitada, temblando. ¿Y ahora qué?, se pregunto; hundiéndose en la desesperación, en el miedo de que su presencia rompiera la armadura que había creado, de que echara a perder la vida que estaba construyendo. Observó su habitación: tan cambiada de lo que había sido en su adolescencia. No había nada en el presente que guardara simetría alguna con su pasado. Había borrado toda huella que pudiera recordarle a él. Desde la decoración de su habitación hasta la clase de dibujos que hacia, desde el modo de vestirse hasta el modo de ver la vida. Había intentado borrar cualquier cosa que a él le hubiera gustado de ella, todo como una compleja venganza por su abandono, como un modo do cambiar de piel, de transformarse en una mujer diferente; una mujer capaz de conquistar a un hombre de modo permanente y que no la abandonara sin motivo de un día para el otro. Qué bobería... El llegaba y de un plumazo borraba todo, tan solo con una mirada y ella sentía renacer el recuerdo de por qué lo había amado tanto. La reacción de una adolescente, así se sentía: invadida por toda una gama de emociones para las que creía estar ya muy grande o, mejor dicho, a las que ya había renunciado. Estaba prometida en casamiento. Pero había fracasado. Tantos cambios parecían absurdos; si con el regreso de Ignacio se volvían obsoletos, le parecían tontos y perdían sentido. Ninguno había valido la pena. Nada de lo que hice sirvió. Fernando jamás había logrado tantas reacciones en ella: siempre se alegraba de verlo, pasaban momentos agradables y se divertían estando juntos. Pero sentir la excitación, la ansiedad, la fuerza de los latidos del corazón, el estremecimiento en el cuerpo al pensar si los brazos serían igual de fuertes que lo que aparentaban... No, esas cosas Fernando jamás las había despertado y nunca lo haría. Azul arrojó sus cosas como si le quemaran en las manos, pero en realidad lo que le quemaba eran las emociones que bullían en su interior. Trató de serenarse, pero parecía algo imposible de conseguir luego de haberlo visto. La carpeta que había quedado haciendo equilibrio en la punta de la cama terminó de caer al piso.

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Se llevó las manos al rostro, cubriéndose los ojos por un momento. Contó hasta cinco y volvió a abrirlos. Levantó las hojas y la carpeta y las acomodó sin dejar que se estropearan los dibujos: eran joyas para ella. Abrió la puerta del armario y no se tomó la molestia de subirse al pequeño banquito con el que le resultaba más fácil llegar al último estante reservado para sus trabajos. Lo que era comodidad se convirtió en desazón: todas las carpetas cayeron. La alfombra amortiguó el ruido, pero los papeles le golpearon los pies. Por un momento permaneció inmóvil. Lo que estaba caído en el piso la hizo estremecerse. Lentamente, muy lentamente, como si en realidad no quisiera hacerlo, se agachó y tomó una hoja. No quería mirarla, pero la atracción que ese dibujo ejercía sobre Azul era más fuerte que ella. Tomó la carpeta negra de donde había salido el papel; la mano le tembló. Se sentó en la alfombra e hizo a un lado todos los demás dibujos. Puso en el piso el boceto. No quería experimentar qué producía en ella contemplar esos simples trazos. Pero no pudo evitar recordar el día en que los había hecho. Había sido una hermosa tarde de finales ele noviembre. En la playa, una brisa fresca bajaba la temperatura del sol, que comenzaba a calentar más a medida que se acercaba el verano. Ellos adoraban esos días, porque aprovechaban que cursaban a la mañana y a la tarde iban al mar. Ignacio la había pasado a buscar después del almuerzo por su casa. Azul siempre lo esperaba con impaciencia. Metía de todo en su bolso y entre sus muchas cosas estaban sus hojas para pintar, sus carbonillas y lápices. Él nunca se quejaba de que cargara con eso a todos lados ante la posibilidad de que una escena mereciera plasmarse en papel. Habían bajado a la playa en el jeep. Ignacio fue el primero en pisar la arena y desplegar la lona rayada en tonos verdes. Después ella se paró encima y apoyó la mochila y el calzado en los extremos de la lona para que el viento no la volara. Él no se podía quedar quieto: iba y venía a la orilla, la molestaba... Le encantaba molestarla, le arrojaba arena, le pellizcaba las mejillas cuando se enojaba, le daba besos en el cuello cuando se perdía en sus dibujos o simplemente le quitaba el cabello de la cara. Ignacio era muy activo, siempre parecía estar de buen humor, salvo por las mañanas cuando aún no terminaba de despertarse y se enojaba con todo el que le hablara. Nuevamente observó el dibujo. Aquel había sido un día magnífico. Ella no tenía nada nuevo que poner en el papel, entonces Azul lo llamó y él acudió sonriente. ¿Tendrá todavía aquella sonrisa ladeada? —¿Ya viste algo que quieras pintar? Ella también sonrió. —Sí. ¿Qué tal si te pinto a ti? —preguntó inclinando la cabeza para resguardar los ojos del sol. No la sorprendió la cara de asombro de Ignacio. Luego volvió a sonreír. —Hum, ¿me usarás de modelo vivo? Ella golpeó el lápiz contra la carpeta sobre la que apoyaba el papel. —Podría ser. Tengo que practicar. Pero él arrugó la nariz y negó con la cabeza. —No creo que sea el lugar más apropiado para que yo me quede como Dios me trajo al mundo. Ella soltó una carcajada ante la idea. —Ni se te ocurra que te voy a pintar desnudo. Ignacio alzó una ceja. ,

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—¿Y por qué no? ¿No te animas? Ella miró en derredor, recién a cientos de metros se veían algunas personas. —No te atreverías. —¿Probamos? —la apuró. Ella lo observó de cuerpo entero. No tenía mucho que quitarse de encima para quedarse desnudo. —No. —Te echas para atrás. — No. —Sí. Cobarde. —No. Entonces él, sin previo aviso, se quitó la camisa y Azul no pudo evitar reparar en el torso ancho, los brazos fuertes, las costillas detrás de los músculos marcados. Era alto y delgado, con la piel a simple vista muy suave. Ignacio estaba creciendo; aún no era un hombre. De repente, llevó los dedos al traje de baño y ella se puso de pie de un salto, ruborizada y lo miró seria, casi enojada. —Ni se te ocurra hacer lo que tienes en mente. —¿Por qué? — La desafió, pero una enorme sonrisa se le instaló en la boca—. No creo ser muy distinto de los modelos que tú pintas: ¿por qué a ellos los ves desnudos y a mí no? —Ah, por favor. No te hagas el celoso —replicó levantando la camisa tirada en la arena y sacudiéndola—. Eso es totalmente distinto, es... arte —repuso finalmente y le dio la espalda. Pero igual lo oyó. —Ja, cómo no --contestó descreído—. Entonces si es así, mira mi arte — propuso divertido acercándose a ella. Azul no pudo evitar reír, Ignacio era pícaro y terminaba robándole una sonrisa. —No te pintaré desnudo. Pero, ¿qué tal sin camisa? —propuso alejándose un paso —. Tienes buena contextura aunque no como los modelos de verdad. Ignacio abrió la boca para contestar, pero Azul levantó una mano, deteniéndolo. Sabía muy bien que no diría nada muy educado. —Me imagino que estás mejor dotado en otros sitios —lo apaciguó ruborizada, aunque sin poder estarse seria—, pero no quiero pintar esa parte de tu cuerpo. —¿Por ahora? Azul decidió no contestar y se sentó. —¿Por que no te sientas en el capó del jeep y me dejas trabajar? —preguntó y dispuso las hojas y la carbonilla. —¿Y cómo me tengo que poner? ¿Pose de macho o fingir que no estoy haciendo el ridículo? —Ridículo quedarías desnudo encima del capó. Luego él hizo silencio y se sentó a su lado sobre la lona. Azul se había corrido un poco hacia atrás para obtener una mejor visión. Al pintarlo había descubierto más de él que al verlo todos los días. Le había prestado atención a cada pequeño detalle: él tenía el cabello relativamente largo, el viento lo movía a su antojo y ella captó en grises las distintas tonalidades rubias de los mechones; tenía una frente despejada y las cejas rubias estaban particularmente bien formadas, aunque anchas. La boca, que conocía de memoria por haberla besado, estaba bien delineada; la mandíbula perfectamente definida y la mirada perdida en el mar. Las mejillas marcaban los pómulos. Era un niño malhumorado, al que habían puesto en su sitio, pero también un soñador. Tenía los brazos apoyados en las rodillas dobladas. Los huesos de la columna se le marcaban con precisión en

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la espalda, una espalda larga, dorada por el sol. Estaba tenso y eso se notaba en sus hombros. El dibujo final había sido un joven sentado mirando el mar, con un gesto ambiguo, ausente y presente a la vez, adulto y niño juntos: había fuerza contenida en su cuerpo. Está tan cambiado ahora, hoy en la calle lo vi tan... hombre. Ahora ya no le queda nada por crecer; ahora se convirtió en lo que esbozaba años atrás: la promesa de su contextura robusta se hizo realidad. Y no es el mismo, su mirada no es fresca, no tiene arrugas alrededor de la boca, clara señal de que no sonríe mucho. Y sus hombros lo muestran duro. Dudo de que rondando los treinta su pecho aún permanezca estéril de vello. Maduramos separados y me costó reconocer hoy al joven de este boceto. ¿Mirará el mar del mismo modo? Sus ojos hoy no tenían ese brillo travieso de aquella tarde. ¿Lo tendría de no haberme dejado? Esta tarde parecía más alto, está más ancho en la cintura, tenía la espalda cuadrada y tensa la expresión de su rostro. Yo hubiera querido estar ahí cuando el joven le cedió lentamente el lugar al hombre que vi... Ignacio regresó convertido en otro, ni rastros del que dibujé en la adolescencia. Como si el joven hubiera sido una cáscara de este hombre. Sin embargo, el rostro que hoy tuve delante de mino es más que una versión triste del joven alegre que había sido mi novio... Se sentó en la cama y notó que las manos le temblaban. No podía permitir que su vida se desarmara. Tenía que seguir y, por lo pronto, eso significaba ir a visitar a su futura suegra. Se puso de pie, decidida a salir de la casa, pero se dejó caer sobre el colchón, sobrepasada. ¿Qué pretende él al buscarme? ¿Qué quiere después de estos años? ¿Ser mi amigo? ¿Preguntarme cómo estoy? Se pasó una mano por la cara, apartándose hacia atrás el cabello. No estaba en condiciones de ver a nadie y, sin embargo, tenía que seguir con lo que había planeado para esa tarde, era un modo de demostrarse que Ignacio no le importaba. Un modo de engañarme... Para cuando llegó, la noche ya estaba cayendo. Se excusó por el retraso. El encuentro con Ignacio la había alterado de tal modo que finalmente no se había cambiado de ropa como había planeado en un principio y, para peor, no había llegado con puntualidad a la cita con sus suegros. En cierto modo resultaba un alivio, porque nunca se sentía cómoda durante esas visitas. No es que su suegra no fuera atenta y cordial, sino que Azul no estaba acostumbrada a visitar una casa en la que no tuviera confianza. Hacía muy poco que había comenzado a visitar a los padres de su novio y a veces se intimidaba ante el autoritarismo de la mujer. En cambio su suegro era como su novio, Fernando, pero con más años. Hasta tenían el mismo nombre y la misma profesión. Se preguntó si su futuro marido no sería una réplica exacta del padre, algo que lograba inquietarla cuando percibía la pasividad de Fernando padre ante la dominación de su mujer. Amalia, su suegra, tenía una visión estricta de los roles del hombre y de la mujer y, cuando comenzaron a hablar de casamiento, dejó en claro que el vestido de la novia no podía ser comprado en una tienda, sino que debía ser hecho por una modista, de preferencia la modista que le cosía la ropa a ella desde hacía veinte años. Una hora más tarde, y luego de un té con limón, llegó su prometido y ella solo quería que la llevara de regreso a su casa. Tal vez no había sido buena idea visitar la casa de su futura familia política luego de sufrir la aparición de Ignacio. Con una

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gran sonrisa y muchas disculpas rehusó quedarse a cenar.

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Capítulo 4 Al principio de la semana siguiente decidió que necesitaba algunos momentos de solaz. Necesitaba regalarse unas horas para ella, así que empezó a desayunar todas las mañanas en el bar que quedaba a cuatro cuadras de su casa. Rara vez podía hacerlo junto a su padre que vivía apurado. Pocas veces que no fueran los fines de semana podían tomar juntos un café por la mañana y charlar con tranquilidad. Cerró suavemente la novela que estaba leyendo. Se había dado por vencida, porque no podía concentrarse y seguir el ritmo de la trama. Bebió un sorbo del café doble y apoyó los codos sobre la pequeña mesa. Desde la planta alta del bar podía disfrutar del movimiento de la ciudad, degustar un café fuerte sin más compañía que la de un buen libro. Si se ponía de pie lograba ver su casa y el atelier de Ingrid. Hacía varios días que estaba algo tensa, por un lado por el compromiso y la boda y, por el otro, porque temía toparse con Ignacio en cualquier lado. Su regreso le daba vueltas en la cabeza. El teléfono móvil la sacó de sus pensamientos, pero solo le dirigió la vista sin siquiera hacer el amague de atender: sabía que era Fernando. Últimamente lo estaba esquivando y eso la hacía hundirse en la culpa. No es que haberse encontrado con su antiguo novio le hubiera hecho cambiar de parecer respecto de su boda: simplemente tenía ganas de estar sola. Cansada del sonido atormentador, apagó el teléfono y pidió la cuenta a la simpática camarera que siempre la atendía. —¿Te vas tan pronto? —La llamada me recordó que tenía cosas que hacer. —Otro día intenta dejarlo en casa; apenas si has estado quince minutos — comentó, retirando la taza de café sin terminar. —Tal vez lo recuerde —murmuró, mientras se ponía de pie. La música funcional del lugar le trajo a la mente el mensaje que le habían dejado grabado a principios de la semana: era un fragmento de una vieja canción, un éxito de su adolescencia, de la época en que era novia de Ignacio. La canción decía: "Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar... no te olvides que soy, testigo casual de tu soledad... si diez años después no estamos igual, qué le vas a hacer, otros diez años más y luego empezar juntos otra vez". Solamente Ignacio podía haber dejado ese mensaje. Azul salió a la calle decidida a perder los fantasmas en algún lugar. Caminaba deprisa alejándose del centro comercial y también de su casa. Quería alejarse de todo, pero aquello de lo que huía, justamente lo que la atormentaba, lo llevaba en la mente y de eso no podía escabullirse: del recuerdo de los últimos tiempos con Ignacio y del recuerdo de las tardes en que disfrutaban de su mutua compañía, esquivando a todos los demás para poder estar solos. Azul se acordaba con claridad de aquellas tardes; era como si volvieran al presente demasiado reales. Ella disfrutaba de la intimidad que compartían. Recordaba cómo se apoyaba en sus hombros anchos y pegaba un salto para bajarse del jeep. El aire de la costa era

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fresco y húmedo, las nubes bajas se movían ligeras sin detenerse en ningún sitio y ellos las perdían de vista con rapidez. Azul solía inspirar hondamente y eso hacía sonreír a Ignacio. Siempre sucedía lo mismo cuando llegaban a aquel sitio: respirar hondo, purificarse de algún modo, porque el aire del parque era límpido y en aquella zona, bordeando la costa, la brisa tenía un dejo marino. Aquel había resultado ser un lugar de los dos, se sentían dueños del sitio: el final de un camino que habían hecho ellos mismos de tanto andar por la zona, sorteando pinos altos y viejos, pisando las pinas secas; un lugar increíble donde el ruido más fuerte era el de sus risas que rivalizaban con los murmullos de las copas de los pinos al moverse pesadamente por el viento. Ignacio se le acercaba de frente y, como siempre, le subía un poco más el cuello del abrigo. Azul se dejaba arropar como si fuera una niña, porque le encantaba que él la protegiera de aquel modo. Algunas veces lo hacía a propósito, solo para ver si él la observaba y se detenía a cuidarla. Sí, recordaba con claridad aquellas tardes y en especial una en la que le dio un ligero beso en el mentón. Luego ella le dijo: —Que no te agarre la modorra, vamos a caminar por la playa. —Sin embargo, él no se movió de su sitio. Azul en vez de insistirle con la caminata, lo abrazó y se pegó todo lo posible a su torso y escuchó con atención los latidos del corazón. A pesar del frío, Ignacio no iba muy abrigado porque siempre se olvidaba alguna prenda en las casas de sus amigos, siempre andaba apurado. Le pasó las manos por la espalda y las frotó enérgicamente para darle calor. Él le murmuró al oído: —No quiero ir a ningún otro sitio, solo quiero estar contigo. — Luego se apoyó en la carrocería del jeep sin soltarla—. Tú y yo necesitamos estar solos. Ella detuvo las manos. —Estamos solos—dijo. —Sabes a lo que me refiero. Ella entendió entonces a lo que se refería. Azul apuró más el paso para huirle con mayor eficacia a los recuerdos, porque hasta el momento no había dado resultado; seguían allí, intactos. Ignacio se pasó frustrado una mano por la nuca, desordenando los cabellos rubios. ¡Casarse! Ella estaba a meses de casarse. Fernando estaba más limpio que un niño de tres años: no solo tenía una buena profesión, sino que llevaba una vida impecable y para colmo era atento y considerado con Azul. Con un simple llamado había podido rastrear hasta su cuenta bancaria. El golpe que significó descubrir que ella estaba comprometida había precipitado su plan de encarar a Raúl. Siempre se habían llevado bien; aquel tipo le caía muy bien. Se resistió al impulso de golpear el volante de cuero del coche. En el bolsillo del pantalón tenía todos los datos del prometido de Azul, detalladas sus señas personales, su trayectoria profesional, la historia de su familia: un pequeño resumen de su vida. Ignacio perdió en seguida la esperanza de encontrar una fisura, una tacha en la conducta de Fernando. No era que le preocupara que el tipo estuviera más limpio que él, sino que le molestaba que por el casamiento tan próximo tuviera que apurar lo que él hubiera querido hacer sin prisa. Con ese pequeño empujón se estaba asegurando un nuevo enojo de Azul que, sumado a la furia que advirtió en sus ojos cuando se presentó ante ella, reducía las perspectivas de una charla amena.

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Se había mantenido alejado. Era consciente de que, de por sí, su aparición la iba a conmocionar, y bastante. Esa sensibilidad era parte de la naturaleza de Azul. Se dio cuenta inmediatamente de que su regreso no le había pasado tan inadvertido como ella quiso hacerle notar. Por el momento había sido suficiente. Por lo que había descubierto hacía varios días, Ignacio había resuelto hacer algunas cosas que podían poner un poco más tirante una relación que aún no se había reanudado. Una conocida sensación le recorrió el cuerpo. Siempre había sido un buen jugador: no le importaba cazar o enfrentar al cazador. No desconocía que en cualquiera de las dos situaciones el peligro era la parte esencial: de un instante a otro el cazador era cazado y la presa se convertía en atacante. Raúl Maillán era un buen médico. Tenía una impecable trayectoria en la medicina clínica. La apreciable cantidad de gente que atendía por día en su consultorio privado daba cuenta de ello; no por nada su familia renegaba de lo poco que lo veía. Pero él se resistía a recortar sus horarios, mantenía una relación estrecha con sus pacientes y, a pesar de los cuatro hipocondríacos que se turnaban para importunarlo con inexistentes dolencias, sabía que todas las demás personas sufrían algún que otro malestar. En cierta medida, le confiaban su vida y eso lo llenaba de orgullo. Nelly Martínez entró al consultorio. Tenía veinticinco años, una carrera inconclusa en informática y era consciente del mote de odiosa que le habían puesto los pacientes del doctor. Pero poco mal se sentía por ello, más bien la gratificaba porque era una muestra de lo bien que hacía su trabajo: se negaba a dar turnos después de hora, no recibía pedidos de receta fuera de la consulta, ni le pasaba llamadas al doctor sin previa averiguación del motivo. Raúl reconocía que muchas veces la desautorizaba recibiendo a pacientes cuando ya había terminado el horario regular, porque no tenía corazón para negarles su ayuda y decir que no disponía de tiempo. Pero le concedía a Nelly el esfuerzo de luchar para que él se retirara temprano. La necesitaba para que pusiera orden en la ardua jornada de trabajo y en las tareas administrativas. —¿Cómo va todo allá afuera? —preguntó como de costumbre a mitad de la tarde, mientras degustaba el único café que se permitía en el consultorio. La joven morena masticó con frenesí un chicle y, ante la mirada reprobatoria del doctor, lo escondió al costado de las muelas y habló: —Está Simón con su jaqueca, la señora Ramos con dolor de espalda y dos primeras consultas. Uno de los nuevos pacientes es un caso interesante —agregó con una mueca y dejó las fichas en el escritorio. — ¿Por qué? —preguntó distraído mientras firmaba algunas recetas. —No aparenta necesitar un doctor. A lo que Raúl respondió: —El cuerpo humano es algo sorprendente, probablemente sufra... —Ya me entenderá —lo interrumpió la secretaria dirigiéndose a la puerta—. Ya entenderá por qué lo digo. El primer paciente, Simón, era un joven de treinta y cinco años que trabajaba en un banco. A menudo sufría de acuciantes jaquecas y, a pesar de oponerse, tuvo que aceptar ser derivado a un neurólogo. La segunda paciente, la señora Ramos, era una anciana de ochenta años con una salud prodigiosa que desoía las indicaciones de Raúl y seguía lavando el piso de la casa sin ayuda, lo que le provocaba dolores en la espalda y en la cintura.

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Luego le llegó el turno al tercer paciente, uno de los dos que eran nuevos. Raúl coincidió plenamente con Nelly en que era un hombre interesante: era nada más ni nada menos que Ignacio Estember. No era habitual que muchos padres estuvieran en situaciones similares a la de él: el ex novio de la adolescencia de su hija esperaba para que lo atendiera y no precisamente por eso resultaba un caso especial, de no haber sido porque Estember había abandonado a Azul nueve años atrás y no había vuelto a aparecer por la ciudad. Cuando recibió a su supuesto paciente comprendió la referencia de Nelly a un caso interesante. El ojo clínico del doctor solo pudo reafirmar la suposición de la joven: aquel hombre que tenía enfrente no padecía de ningún dolor físico. El joven que él había conocido como el novio de su hija había desaparecido, ahora tenía delante a un hombre cercano a los treinta años, de mucho más de un metro ochenta de altura y un porte compacto, a simple vista ágil. Con una rápida inspección dedujo que su físico estaba entrenado. Tenía la espalda ancha, las manos grandes y cuando se saludaron con un apretón sintió las asperezas de los callos en las palmas. —Estember —dijo con una leve inclinación de la cabeza—, esto sí que no lo esperaba. —Señor. Los dos hombres estaban de pie, con el escritorio de por medio. La voz también había cambiado, ahora era más profunda. La sencilla palabra que había dicho Ignacio a modo de saludo trajo a la mente del doctor el recuerdo de por qué le había caído tan bien años atrás: había sido el único amigo de su hija que siempre se había referido a él como "señor". —Dudo de que tengas algún problema de salud. —Se sentó en la silla y lo invitó a hacer lo mismo. Ignacio aceptó la invitación y entrelazó las manos sobre su regazo, para nada incómodo por lo que estaba a punto de decir. —He venido a comunicarle que planeo impedir que Azul se case. Raúl se removió inquieto en su silla al oírlo. Normalmente era él con sus diagnósticos el que hacía sudar a los demás. —¿Has venido a decirme que volviste a Necochea para impedir que mi hija se case? —preguntó incrédulo y apoyó los brazos en el escritorio. Miró fijamente al hombre rubio que tenía delante. —Yo volví para recuperar a su hija —corrigió—, pero ahora que sé que está comprometida, supongo que primero tendré que hacer que no se case —explicó directo. Raúl era un hombre inteligente. Movió las manos y abrió la boca, pero no dijo nada. Se recostó sobre la silla. —Estoy sorprendido, me dejas sin palabras —confesó sin entender a qué se debía todo eso—. Yo... no sé qué decir: es poco usual que alguien se presente y diga estas cosas. —Soy consciente de que pasó mucho tiempo. No lo quise así, pero me demoré más de lo previsto en volver —reconoció sabiendo que tendría que hacer concesiones, una de ellas era contar algo. —Azul quedó muy mal cuando desapareciste. Ahora ella está muy feliz o, por lo menos, creo que lo está. Percibió la incertidumbre en la voz del médico. —Puede parecer que no tengo derecho a hacerle esto, pero apostaría mi vida a que su hija no ama a su prometido del modo en que se debe amar a alguien con el

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que se va a pasar el resto de la vida. El hombre mayor se rascó la mandíbula pensativo. —Siempre me caíste bien, pero el modo en la que la dejaste... no fue muy honorable —acotó, mientras recordó la tristeza que había asolado a su hija durante los primeros meses de ausencia de Ignacio—. Ella sufrió mucho y mi deber como padre es evitarle cualquier posible dolor. Ignacio asintió, no esperaba menos de Raúl Maillán. —Salí de Necochea buscando un futuro mejor, para darle a Azul las cosas a las qué ella estaba acostumbrada —argumentó—. No le miento, estaba seguro de poder volver antes de un año, pero hubo complicaciones. Raúl se quedó esperando, pero en ese punto se cortó el relato. —Y no la olvidaste en todos estos años —soltó. El rubio no tenía por qué mentirle, ni siquiera estaba en la obligación de haber buscado nuevamente a Azul. Si no sentía realmente algo importante por ella, bien podría haber formado otra familia donde fuera y no regresar más—. Azul te buscó. Iba a la casa de tus padres y ellos no sabían qué decirle. Resolvió, entonces, dejarles cartas en las que te rogaba que le dieras una explicación, que te pusieras en contacto. Luego ellos también se fueron de la ciudad. —Me fui al sur, a Chubut, a trabajar con mi tío, el hermano de mi madre. Mis padres siguieron mi camino poco tiempo después — explicó—. Trabajé en las embarcaciones de pesca en alta mar. —Vio que Raúl asentía con la cabeza y le observaba las manos: hombre astuto, pensó. De esa manera trataba de buscar marcas que corroboraran la historia—. Al año, mi tío Kenneth murió y me dejó todo, pero su muerte complicó mi retorno —dijo y dejó que el otro imaginara el resto. El teléfono comenzó a sonar. El médico se giró un momento hacia el aparato, luego con alteración levantó el auricular. —No quiero llamadas, Nelly. —Miró a Ignacio significativamente—. No, tampoco me pases a Azul. Ignacio contempló la punta de sus zapatos. Para cuando levantó la vista, Raúl parecía taladrarlo con la mirada. —Y ahora quieres recuperar a mi hija y no te importa destruirle esta felicidad que ella se merece vivir —acusó con rostro serio. Ignacio no se intimidaba. —No. Si yo supiera que Azul ama a Fernando y que va a ser feliz, ni siquiera se habrían enterado de que estuve en la ciudad —afirmó—, pero su hija va a ser nuevamente feliz cuando esté conmigo. Las tupidas cejas de Maillán se arquearon ante la convicción con la que había hablado Estember. —Algún día esa seguridad que tienes te va a meter en problemas —predijo poniéndose de pie. —Ya muchas veces me trajo problemas —reconoció y se incorporó. —¿Qué quieres que haga? —preguntó Raúl. Rodeó el escritorio para acercarse a Ignacio. —Nada, pero sentí la obligación de ser sincero con usted: su hija no se va a casar, no gaste dinero en la fiesta —aseguró con irónico humor. —Esa presunción también te causará problemas. —Solo soy presumido cuando estoy ciento por ciento seguro de lo que digo — replicó sonriendo, para luego ponerse serio—. No quiero causarle problemas con su hija, pero lo respeto y sentí que mi deber era ponerlo sobre aviso. Raúl valoró la sinceridad.

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—No te preocupes por eso —dijo y le puso una mano en el hombro en actitud paternal, mientras caminaban hacia la puerta—. No me cae muy bien ese Fernando y ya de por sí discuto mucho con ella por esa relación. Si se lo sacara de encima, sería un alivio para mí —reconoció. Ignacio le estrechó la mano antes de largarle una advertencia. —No se sorprenda por lo que pueda suceder en los próximos días. Raúl frunció el ceño. —Lograste lo contrario: activaste mis alarmas. —Conmigo no tiene de qué preocuparse —dijo con tono tranquilo. Pero un hombre así no deja de ser preocupante. ¿Cómo puede estar tan seguro de que mi hija lo va a aceptar nuevamente? Porque yo sé que ella no siente nada especial por su prometido, pero de saberlo a que me lo reconozca hay un abismo enorme. Y en el caso de que ella no se case finalmente con Fernando creo que haría falta un milagro para que quisiera volver junto a Estember.

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Capítulo 5 Un fiasco, todo resultaba mal. ¿Por qué su amiga tenia que estar con Lázaro Garguir? ¿Por qué él era amigo otra vez de Ignacio? ¿Por qué tenía que ser que ahora los cuatro, sorprendentemente, estaban conectados entre sí? Corrección. Pensándolo mejor, estaba casi segura de que Lázaro había mantenido algún tipo de contacto con Ignacio en los últimos años. Esa idea era casi un hecho, aunque nunca fuera a reconocérselo. ¿Por qué no se lo había dicho? Era ultrajante; obviamente se sentía traicionada. La situación había sido por demás ridícula. Se habían chocado los cuatro, por un lado ellas dos, que le escapaban a un aburrido día tormentoso y, por el otro, los hombres. Caterina se sorprendió de que Azul conociera previamente a Lázaro, su supuesto novio, y de que Ignacio y él fueran amigos. Era increíble que la sensata de Caterina hubiera ayudado a Lázaro, un completo desconocido para ella, a librarse de un problema de mujeres, haciéndose pasar por su novia. ¡Y para colmo no le había contado nada a Azul! Pero esa era otra historia. A Lázaro lo conocía desde la escuela. Era un moreno atractivo, un donjuán con mucho dinero y el mejor amigo de Ignacio. Las cosas no podían ponerse más enredadas. Ella esperaba que Lázaro al menos le hubiera dicho que, durante esos nueve años, había permanecido en contacto con Ignacio. La iba a oír cuando lo encontrara a solas. Tampoco le iba a permitir que se aprovechara de su mejor amiga. Caterina era una joven por demás ingenua, aunque su lengua afilada suplía esa falencia con creces. De haber sabido que el que la había importunado poniéndole el teléfono móvil en el bolsillo el día de la exposición había sido Lázaro, lo habría llamado para darle una advertencia. Pero ahora era demasiado tarde. No le iba a perder pisada. O tal vez fuera mejor que su amiga se abriera camino sola: ya la había puesto sobre aviso ese mismo día. Tenía los nervios de punta mientras recordaba el episodio entre Lázaro y Caterina. Inspiró hondamente, flotaba en el ambiente un dejo de perfume de las flores que había cortado esa misma mañana en el jardín de la casa. Oyó el sonido de las hojas del diario al ser pasadas y miró a Fernando. Dejó escapar un suspiro y deseó contagiarse de la tranquilidad de su prometido. —¿Qué te sucede? Ella se sobresaltó. —Nada, solo te miro —respondió bajando la vista a la taza de té. —Estos días estás muy tensa --comentó tomándola de la mano—. ¿Ha sucedido algo? Ella se ruborizó, pero negó con la cabeza: —Nada, debe ser por la exposición, ya sabes. También están los planes de la boda y el compromiso. Él hizo a un lado el periódico. —Tendríamos que hacer un viaje —propuso acercándose aun más a ella—. Podríamos relajarnos unos días. —No sé —dijo no muy convencida—, tengo tanto que hacer, no puedo dejar la

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exposición, papá está muy quisquilloso. No creo que sea conveniente. —Podríamos tomarlo como una luna de miel adelantada. Necesitamos un tiempo para estar solos —dijo con una mirada significativa. Azul tragó en seco. Era verdad que no eran una pareja como todas las demás, ellos no habían tenido relaciones sexuales todavía. Su vínculo había empezado tan lentamente, con ella esquiva al principio y de a poco el amor platónico se hizo algo cálido, agradable. Después llegaron los besos y el noviazgo formal, pero jamás terminaban de cruzar la barrera. Era como si él siempre hubiera intuido que ella tenía una espina clavada en el corazón, algún secreto desgarrador que le impedía terminar de concretar la unión entre ellos, y su paciencia, su infinito cariño, la habían terminado de convencer de que no había mejor hombre que Fernando para dejar el pasado atrás y avanzar hacia un futuro estable. —Necesito pensarlo —murmuró en voz baja, sin mirarlo. —Podríamos ir al sur, a Bariloche —proyectó con entusiasmo sincero. Ella se sintió doblemente incómoda. —Te avisaré —respondió con un hilo de voz, antes de darle un sorbo al té que ya estaba helado. La puerta del escritorio de su padre se abrió. —No te preocupes, te esperaré —dijo volviendo a tomar el diario, que era un buen refugio para escaparse de Raúl. Los dos hombres se trataban cortés pero fríamente. Al principio Fernando había tratado de limar asperezas o iniciar conversaciones. Comprendía que un padre viudo fuera celoso de su única hija. Insistía pacientemente en charlas buscando algún punto en común que los pudiera unir o al menos acercar. Ella había sido testigo de la buena predisposición de su prometido, pero su padre era el que se negaba a aceptar al otro. No hacía el menor esfuerzo por incluirlo en la familia, así que Fernando simplemente había copiado el proceder de su suegro y ahora se ignoraban profesionalmente. Pero por supuesto había una diferencia más: su novio jamás criticaba la actitud de su padre, ni su mal humor ni las caras largas que ponía al verlos juntos, algo que Raúl no imitaba. Hasta cuándo, se preguntó, hasta cuándo Fernando va a ser tan paciente. No podía ser tan egoísta de pensar solo en ella. Él había hecho mucho por hacerla sentir cómoda, pero un hombre tiene sus necesidades. Tal vez ese fuera el paso final para dejar fuera de su vida a Ignacio. Una vez casados las cosas iban a ser más sencillas. "No me mientas, no te mientas", las palabras de Caterina le resonaron en la mente. Cuando finalmente le pudo contar a alguien que Ignacio la había buscado, su amiga opinó que había sido mejor haberlo encontrado antes de la boda. Ella no iba a suspender su casamiento solo porque su antiguo amor de la adolescencia hubiera retornado. Pero era cierto, en alguna medida, que se mentía al creer que la llegada de Ignacio no era nada importante. Se conocieron en la escuela donde ambos estudiaban. Él estaba en el último año y ella en el anteúltimo. Había sido mutua la atracción desde el comienzo. Jamás había tenido tan buena asistencia como aquel año. Se habían descubierto en la entrada a clase, en el enorme patio, con muchos estudiantes alrededor de ellos y el ruido incesante de parloteos mezclados con gritos alegres. Se sonrieron. Lázaro era conocido de Azul y fue el nexo entre ambos. De a poco llegaron las charlas en los recreos y más tarde compartieron actividades en la escuela fuera del horario habitual de clases. Azul había aceptado

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con una sonrisa cuando algunos conocidos la codeaban cada vez que él pasaba por donde ella estaba. Un día la acompañó hasta su casa, otro día la llevó al colegio y otro la besó durante un acto escolar: la celebración de una fecha patria. Azul iba dando pequeños pasos hacia atrás para esquivar a la directora que la quería como abanderada, hasta que chocó contra él que, apoyado en una de las columnas, la observaba huir disimuladamente. Al verla girarse con una sonrisa de disculpa plantada en la cara, Ignacio dio rienda suelta a la tentación que había sentido desde aquel día en que se cruzaron por primera vez. No fue un gran beso, pero los otros alumnos miraban mitad incrédulos mitad sonrientes lo que él le estaba haciendo a la mejor alumna del colegio. Ella lucía adorable con su uniforme de falda gris y camisa blanca, siempre impecable. Era una joven con cara de princesa y labios muy rojos; sencilla, querida por todos. Los profesores la estimaban porque era una de las pocas que siempre prestaba atención en clase, respondía las preguntas, estudiaba para los exámenes y se quedaba después de hora cuando era necesario. Ignacio se había prendado de su belleza, de su calidez al hablar y del modo femenino y natural que esbozaba ya fuera para atarse el cabello o para vestirse. Le había robado el corazón al escucharla hablar con pasión del arte y de las pinturas. Le había gustado sentir las pequeñas manos de Azul entre las suyas, porque eran blancas y parecían diminutas, con las uñas muy cortas y algún que otro anillo. La tomó en serio por primera vez la noche en que le contó cómo había enfrentado el dolor de perder a su madre. Fue la primera y única mujer a la que Ignacio amó.

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Capítulo 6 El atelier estaba atestado de pinturas apoyadas en las paredes, en el piso y en el pasillo que llevaba a la puerta. Los grandes ventanales iluminaban de tal modo el salón que a veces parecía brillar. Las paredes estaban pintadas de blanco, pero en algunos sitios la pintura se había saltado y dejaba al desnudo el cemento. Nada de esto parecía molestarle a Ingrid. El aire estaba viciado del olor a esencia de trementina con la que se diluía el óleo y se limpiaban los pinceles antes de usar un nuevo pigmento; se percibía el olor a pintura fresca y a algo más, algo indefinido. Bajo los ventanales había una gran mesa de fórmica blanca, donde los novatos dibujaban y daban sus primeros pasos con la carbonilla y los lápices. Luego venía la eterna galería, larga y ancha, que mostraba con elegancia los siete caballetes dispuestos a lo largo, desde la que se podía disfrutar la vista del centro comercial. Ese era el sector destinado a los alumnos más experimentados, entre los que Azul estaba incluida. Llevaba más de cinco años con Ingrid, una profesora a la que no le conocía el apellido; una mujer de cincuenta años, de cabello entrecano, siempre corto y despeinado; jamás vestía faldas y difícilmente combinara menos de tres colores en sus atuendos. Solía usar un guardapolvo, antes blanco, que no parecía haber sido lavado en diez años y que estaba salpicado por más colores que muchas de las paletas de madera que usaban los alumnos. Ingrid tenía la piel arrugada y la voz ronca a causa del cigarrillo. Los ojos negros eran inquisidores y podían adivinar la pena de una persona con la profundidad de su mirada. Al principio Azul le había temido, había temido que descubriera su dolor, que la atosigara con preguntas, porque Ingrid no tenía tacto. Era tan extrovertida como charlatana y muy tenaz cuando de develar secretos se trataba. Durante la primera clase de Azul, milagrosamente Ingrid solo la apuntó con un dedo índice frente a un salón atestado y sentenció: "Tu pena te consume el alma". El atelier quedó en silencio y la nueva alumna aterrada de que comenzara a bombardearla con preguntas. Supo que más de un compañero hubiera querido que así fuera, pero la profesora batió las palmas y anunció que había llegado la hora de pintar. Desde entonces, Azul había sido asignada al último caballete de la galería: el lugar más tranquilo, más solitario y desde el que podía pintar las puestas de sol y los altos edificios. Había dejado otro curso cuando empezó a sospechar que se estaba acostumbrando a su querido profesor Paulo, quien la había recibido desde pequeña, le había mostrado el arte y le había enseñado a usar el pincel para dejar salir al alma en colores. Su madre la había llevado de la mano una calurosa tarde de verano para que conociera el lugar. Teresa estaba decidida a que su hija tuviera otra actividad además del colegio; sin saberlo, estaba por depositar a Azul en las puertas de lo que iba a ser su pasión: la pintura. Ingrid se acercó sigilosamente a su mejor alumna y golpeó las palmas sobresaltándola. —Lo siento querida, pero mi atelier no sirve para volar: si tienes encrucijadas

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mentales será mejor que las expongas en el lienzo —la aconsejó en voz alta después de haber observado con desaprobación la blancura del bastidor. Azul instintivamente sacó pecho y puso recta la espalda. —Así me gusta: ante todo actitud, querida —la alentó en su manera de plantarse —. ¿Te puedo ayudar? Azul negó con la cabeza y miró la paleta llena de colores. Cuando Ingrid se apartó para poner música clásica, la voz de Caterina le llegó para atormentarla. Habían discutido, porque Azul estaba convencida de que debía irse a Bariloche. También Caterina había identificado su extraño humor de los últimos días y había visto un poco más allá de sus ojeras. Pero Azul no le dio el gusto de reconocer que había estado llorando. No habían sido lágrimas por Ignacio, sino por el destino: furia contra la aparición de su antiguo amor justo cuando las cosas comenzaban a acercarse a un horizonte posible. Caterina había tenido la misma actitud que Raúl: si Azul estaba cansada, podía use de viaje sola. ¿Qué tenía de malo hacer un viaje con Fernando? Después de todo, iba a ser su esposo. El tenía razón: debían concretar la intimidad que la pareja necesitaba. No podía pintar, no podía concentrarse. Dejó con cuidado la paleta y se bajó de la banqueta mirando de reojo a Ingrid. Sabía que ella le iba a recriminar dejar la clase tan pronto, pero no le importaba lo que pensara. Tenía que resolver el dilema y estaba segura de que una vez que se pusiera en marcha hacia el sur todo se iba a aclarar, como si su confusión pudiera disiparse con los kilómetros. Esa era la solución. Confiaba en que fuera así: tenía plena seguridad. Podía utilizar la tarde para hacer compras. Tal vez pasase por la librería, de la que era socia con su mejor amiga, y la ayudara a atender el resto del día. Quizás lograra convencerla para salir a comprar ropa. La idea la hizo sonreír. Su profesora se le acercó moviendo la cabeza ron un gesto negativo. —Azul, Azul. —Chasqueó la lengua—. Una buena pintora no puede permitirse desaprovechar tu estado de ánimo. —Mejoraré. —Te saldrían unas pinturas muy expresivas si volcaras lo que hay en tu corazón. —Sería un cuadro muy sórdido. —Puso sus cosas en la mochila -. Recuperaré esta clase, lo prometo. —La pintura es un espejo de nuestras emociones —sentenció la profesora con sabiduría. —Ingrid, pinto mejor cuando mi mente y mi alma van en el misino sentido — repuso mientras caminaba hacia la puerta—. Estoy algo nerviosa con lo del compromiso, ya sabes que mi padre no está muy de acuerdo... —Ese viejo terco. Azul se rió antes de darle un beso. —En diez días me voy de viaje. —Espero que eso resuelva todo. —Yo también. Lo que acababa de decirle Lázaro era otra piedra, otro obstáculo que lo empujaba a adelantar sus planes. No podía manejar las cosas con el tiempo que le hubiera gustado. Contempló a Lázaro, que conducía el automóvil compacto por las calles tranquilas. Lo reconocía como su mejor amigo desde la adolescencia, como su

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compañero de andanzas: una de las pocas personas en las que confiaba. Y él no había tenido mejor idea que prendarse de Caterina, a su vez, la mejor amiga de Azul. Vaya enredo, se lamentó. Las calles de Necochea estaban poco transitadas, las aceras completamente vacías. Apenas si eran las once de la noche y le costaba creer que todas las personas estuvieran resguardadas en sus hogares. —Ni te creas que esto me desanima —afirmó Ignacio pasándose la mano por el pelo. —Escocés, no tienes la más mínima posibilidad —dijo Lázaro y dobló en una esquina—. No hay una sola cosa que esté a tu favor. Ignacio cerró los ojos un momento: la perspectiva de descargar su furia con un puñetazo en la mandíbula de su amigo cada vez le parecía más interesante. —No habrá viaje de bodas adelantado —aseguró estirando los pies en el pequeño recinto—. Y cómprate un coche de verdad —lo picó. —Oye, conmigo no te la tomes. Mi automóvil es muy confortable y deberías alegrarte de que te cuente lo que supe por Caterina. Claro, ella confiaba en Lázaro. Su amigo no había tenido mejor idea para sacarse de encima a su prima enamorada que meter a Caterina en un juego en el que simulaban ser novios. Ignacio conocía a Caterina porque, cuando era novio de Azul, las jóvenes ya eran muy buenas amigas. —No voy a dejar que Azul se vaya con el tipo. —El tipo es su prometido. —Claro, suerte que me lo recordaste, porque ya lo había olvidado —ironizó mirando por la ventanilla—. Necesito besarla —confesó abstraído. El automóvil se detuvo. —¿Qué diablos es esto? —inquirió con cierta sorpresa porque desconocía el lugar donde se habían detenido. Lázaro lanzó una carcajada, divertido ante la expresión del otro. —Ven, es la cura para tus males —bromeó. —No sabía que estaba tan mal. —Señaló el antro al que su amigo lo había llevado. Después de las primeras copas ya no recordaría su disgusto inicial. Tres horas más tarde salieron con una buena borrachera. Se sostenían en pie pero no con la firmeza que tenían cuando llegaron. Ignacio creyó oír a Lázaro hablar sobre el peligro que significaban los borrachos al volante, pero no se preocupó: él no conducía. No recordaba cuándo había sido la última vez que había bebido tanto, y por Dios que sabía beber. Tenía ascendencia escocesa, era un excelente bebedor de whisky, pero lo cierto es que aquellos tragos parecían haber taladrado su cerebro. Se acordaba apenas de una cosa: había decidido raptar a Azul. Y esa había sido una decisión que había tomado antes de que llegaran los tragos.

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Capítulo 7 La semana previa a irse de anticipada luna de miel se le pasó deprisa y fue algo que agradeció. Azul había visitado a sus tíos porque no le habrían perdonado que se fuera sin despedirse, a pesar de que no estaría más de diez días ausente. También había salido a cenar con el grupo de compañeros del atelier y se tomó todo un día para retirar los cuadros de la exposición en la biblioteca. Tuvo que dejarlos provisoriamente en la casa del tío Augusto, algo que lo ponía contento porque al parecer lo elevaba de categoría frente a sus otros hermanos. Por último, había ayudado a Caterina a arreglar cosas de la librería. Durante ese tiempo no volvió a cruzarse con su antiguo novio. Tal vez Ignacio había regresado al lugar de donde había venido. Ignacio no buscaba comprensión, ni siquiera aceptación. ¿Quién lo haría? Hacía mucho tiempo que no pedía aprobación. No lo deseaba y estaba bien. ¿Quién podía entender su vida? Y como sabía que solo un puñado de personas podían entenderlo, había dejado de pensar qué diría la gente de él. ¿Cuan duramente podía ser juzgado? Pero no estaba dispuesto a pedir consejos ni a preguntar si hacía bien con respecto a Azul. Sus planes no le quitaban el sueño: a diario veía a hombres y mujeres comportarse de modo incorrecto y, sin embargo, no se los juzgaba; aunque no por eso dejaran de ser culpables. Acaso tuviera plena confianza en que su pasado quedaría bien guardado para los demás. Él jamás había pensado en recuperar a Azul con flores en una mano y bombones en la otra. Él no estaba entre los que bombardeaban a una mujer con llamados telefónicos, recitando una pena cierta o fingida. Tampoco iba a invitarla a salir para hablar del tiempo y mirar vidrieras. No estaba en él y, aunque a Azul le gustara algo así, de él no lo iba a obtener. Siempre había sido de la idea de solucionar los problemas de un solo tirón, yendo al frente. Y aunque tuviera sentimientos muy fuertes por esa mujer, aunque ella se mereciera mayores consideraciones, no se creía capaz de jugar a ser un hombre que no era. Su plan inicial había sido estar en cada lugar que ella pisara: hacerle sentir su presencia y dejarla con la sensación de que no había lugar donde estar sin que él estuviera también allí. Ignacio estaba dispuesto a una charla sincera, a demostrarle que el tiempo no había logrado menguar lo que había sentido por ella nueve años atrás. Pero ahora se encontraba con un prometido y un viaje de bodas anticipado. Sentía que no podía dejarla ir, aunque no tuviera derecho a retenerla. No podía quedarse de brazos cruzados esperando a que regresara a la ciudad. Se comportaba como un macho cabrío por pensar solamente en estar con ella, pero no se iba a estar quieto en Necochea contando los días que faltaban para que volviera y poder hablar con ella. Algo que en vistas de lo que estaba a punto de echar a rodar era, como mínimo, ingenuo. Se subió el cuello del abrigo y miró el reloj. Se palpó los bolsillos internos del

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abrigo y salió a la calle silbando bajo una vieja canción escocesa que su madre cantaba cuando lavaba la ropa. El extraño era ágil: lo demostró al saltar el paredón y quedarse quieto por un breve momento. No estaba agitado ni parecía preocupado. Nadie hubiera podido decir que tenía intenciones de meterse en una propiedad ajena. Se tomó el tiempo de volver a su sitio una maceta que se había caído y pasó ambas manos por las suelas de los zapatos. La noche era clara, la luna llena iluminaba más de lo habitual y pintaba el piso del patio de un color azul claro que dejaba entrever las flores con sus capullos ya cerrados. Sin embargo, no se veían los rasgos del hombre, ni el color de su pelo, ni la tez de su rostro. Era una sombra más del lugar. Inclinó levemente la cabeza aguzando los oídos. Esperó un rato sin moverse. Luego avanzó agachado, pero apoyando con seguridad los pies. Se dirigió hacia la puerta de la cocina y la empujó suavemente: al notarla cerrada sacó del bolsillo una ganzúa y sin hacer ruido la giró en el tambor de la cerradura; un segundo después la puerta se abría ante el. La casa parecía vacía. Las luces apagadas, una taza de té olvidada en la mesa, nada más. El único ruido era el de los automóviles que, pasaban por la calle. No se detuvo en ninguna de las habitaciones de la planta baja, sino que fue hasta las escaleras. Antes de dar el primer paso apoyó lentamente el pie: no dejó marcas de suciedad; entonces comenzó a subir despacio por los peldaños. Se dirigió hacia el final del pasillo y apoyó el oído en la puerta. Lentamente la abrió y entró. Vio a la mujer dormida. Trató de percibir si su presencia la había sobresaltado, pero a simple vista comprendió que dormía plácidamente. El hombre se detuvo ante el pequeño escritorio. Con la mano enguantada apartó unos libros y encontró lo que buscaba. Tomó el teléfono móvil y, con la ayuda de una pequeña linterna, modificó configuraciones en el interior del aparato con movimientos cortos y prácticos. Metió la mano en un bolsillo, sacó otro teléfono igual y realizó un procedimiento análogo. Guardó el primero en su saco y lo reemplazó por el que él mismo había llevado. Dio una rápida mirada a la habitación y notó que la mujer seguía durmiendo. La observó no sin cierta ternura y pensó que ese era un gesto de debilidad. Apuró el paso hacia la puerta. Las escaleras las bajó un poco más aprisa de como las había subido y salió de la misma manera en que había entrado. Parecía que nunca había estado allí. Ignacio se duchó sin perder de vista el teléfono móvil, por lo que mojó todo el piso del baño. Era una excitación conocida. El ambiente en la casa estaba sofocante por el vapor. Se anudó la toalla alrededor de la cintura y se rascó las costillas para tratar de hacer desvanecer las raras puntadas de dolor que solían atacarlo sin previo aviso. Tomó el teléfono móvil y marcó el número de Azul: no se oyó nada. Estaba satisfecho. Bajó al escritorio y conectó un cable que unía el teléfono a su notebook. Abrió un programa y esperó unos segundos. Luego comenzó a oír voces, inconfundibles voces de mujeres. Tomó la botella que había en el escritorio y se sirvió una medida de whisky. Lo bebió de un solo sorbo, sin llegar a degustarlo. Luego dejó el vaso al lado de la botella y se sentó en la silla de cuero. Apoyó los pies al costado de su

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notebook y entrelazó las manos detrás de la nuca: aquello iba a ser muy interesante. Oyó ruidos de pasos, carcajadas que lo hicieron deducir que alguna de las mujeres había hecho algo muy gracioso y el comienzo de una charla sin sentido, lo que no era de extrañar cuando las amigas se juntaban sin hombres a la vista. —No puedes ponerte eso, es totalmente indecente. Ignacio meneó la cabeza al identificar la voz de Caterina. —No seas pacata —contestó la otra. Ruido de abrir y cerrar cajones. —¿Lo pensaste mejor? —No —refunfuñó—. Se me rompió el tacón de la bota. Se oyó algo que cayó a lo lejos, como si lo hubiesen arrojado. —¿Podríamos donarla? ¿Y por qué descartas esta blusa? Un jadeo indignado, un susurro de prendas. —Porque acabo de comprármela y me queda chica. Mañana podríamos ir de compras. Un silencio largo, pasos, ruido de papeles. —Estaré ocupada. —Por favor. Otro silencio. Un resoplido. —Está bien. Pero temprano: quiero evitar el grueso de la gente. Una carcajada que le erizó el vello a Ignacio. —Eso se llama civilización, deberías tratar de frecuentarla. Está bien, por favor, no te enojes, no dije nada. A las cuatro de la tarde, ¿te parece bien? — Si no queda otra... Pudo imaginar a la Colorada encogerse de hombros. La música invadió el lugar como si estuviera encendida una radio, pero el sonido provenía de los parlantes de su notebook. Bajó un poco el volumen. —¿No podemos escuchar otra cosa? La voz de Caterina sonaba molesta ante la música pop. —No. ¿Tomamos un té? Hoy dejé uno por la mitad antes de venir a tomar un baño. Una puerta que se abría y otra vez la voz de Azul. —Llevo el teléfono por si me llama Fernando. Es asombroso lo que se puede hacer con dinero y unos buenos contactos, pensó con cinismo mientras quitaba el cable que alimentaba a los parlantes y lo conectaba a un auricular en su teléfono móvil. Las voces se oían aún. Salió del escritorio rumbo a la habitación. Mientras se cambiaba, seguía oyendo el ruido de la charla. Después de un rato las amigas se despidieron. Fernando no llamó hasta la hora en que Azul se fue a la cama. Al día siguiente, Ignacio salió a media mañana de la casa con el único fin de alquilar un automóvil. No era necesario estar en un radio cercano al de ella para poder escucharla, pero él tenía la necesidad de estar cerca de Azul: no quería privarse de ese lujo, ni siquiera con la certeza de que en pocos días iban a estar juntos. La agencia de alquiler de automóviles parecía ser un lugar poco concurrido, casi olvidado. No era de extrañarse: en una ciudad relativamente chica como lo era Necochea nadie andaba alquilando coches. Las distancias difícilmente se podían tildar de largas y era más fácil manejarse en taxi que tomarse la molestia de conducir uno mismo si no se tenía vehículo propio. El negocio parecía poco rentable: un depósito de aspecto descuidado. Lo único que relucía eran los automóviles

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alineados prolijamente frente a los ventanales que daban a la calle. Estaba desierto de clientes. En verano, con los turistas, tal vez fuera distinto. El único empleado se le acercó confiado. Él le estrechó la mano y le explicó lo que andaba buscando: un coche común, que no llamara la atención. Eso era lo que quería: pasar inadvertido. No deseaba algo ostentoso, que atrajera miradas. Una sonrisa le tironeó los labios, aunque no hizo comentarios ante la mirada curiosa del otro hombre; bien sabía él que las mujeres miraban los automóviles caros para ver al hombre que conducía y que los hombres miraban los coches por una admiración hacia la marca. Quince minutos después se había decidido por uno de cuatro puertas color azul, sin nada que lo distinguiera. Lo alquiló por un solo día y pagó de contado. Lo primero que sintió al subirse fue que se había acostumbrado demasiado rápido a lo bueno. Ni el andar ni la tecnología tenían punto de comparación con el deportivo que había dejado guardado en la casa. Azul movió los dedos sobre la correa de la cartera de cuero marrón, clara señal de impaciencia. ¿Era posible que la dejara de plantón? Rogaba que ni se le hubiera ocurrido o tendría que escuchar sus reproches. El viento que golpeaba sobre la esquina céntrica le tiró los cabellos a la cara y con la mano puso en su sitio el mechón que la había incomodado. No entendía por qué Caterina no veía con buenos ojos ir de compras. No podía creer que existiera una mujer que se resistiera a un buen par de botas, a una hermosa cartera... ¡había cosas tan bonitas para comprar! Miró la hora: estaba esperando una llamada de Fernando con los detalles del viaje. Finalmente la Colorada llegó con veinte minutos de retraso y un aspecto que revelaba que había estado haciendo los quehaceres de la casa: jean, alpargatas, suéter rojo y ninguna cartera encima. —¿Podías llegar un poco más tarde? —preguntó en claro tono de reproche, mientras aceptaba rápido el beso en la mejilla y la tomaba del brazo para cruzar la calle. —Tengo cosas que hacer. —El piso que has estado limpiando difícilmente se vaya. Te aseguro que estará allí cuando llegues más tarde. Y no me hagas caras: ya te vi —la atajó. —¿Por qué corremos? —Porque temo que, si no hacemos esto pronto, te me escapes. Caterina se cruzó de brazos y de mala gana se detuvo frente a la vidriera de ropa interior. Aunque tuvo la intención de quedarse en la acera, una rápida mirada de Azul la hizo seguirla. Permaneció de pie, al lado de su amiga, mientras esta movía las perchas de las que colgaban las batas de seda. —¿Comprarás esto? —Preguntó al ver a Azul tomar una de color marfil—. Tu futuro mando no aparenta ser... un león hambriento —susurró junto al oído de su amiga. Azul la fulminó con la mirada. —¿Tenemos que hablar de eso? —He estado pensando: el viaje puede ocasionar una desilusión para ti. ¿No has pensado que tal vez estas vacaciones te demuestren las diferencias que existen entre ustedes? La otra tomó la bata y la puso en el mostrador. —¿Diferencias? —repitió—. Yo no veo diferencias, creo que somos por demás compatibles. —Se dirigió a la sección de camisones sin dejar de hablar—. ¿No es

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precioso? Caterina enarcó una ceja ante la prenda, también de seda, blanca, con un escote pecaminoso y tirantes finitos. Una rápida mirada a la etiqueta le hizo abrir desmesuradamente los ojos. —¿Sabes lo que cuesta? Nuevamente Azul meneó la cabeza y llevó el camisón al mostrador. —¿No quieres ver nada? —No me dejo robar tan fácilmente como tú —opinó Caterina — ¿Crees que Fernando te dejará gastar tanto? Que yo sepa no es muy rico. —¿Te puedes callar? —preguntó ruborizada ante la mirada de la dependienta que le estaba cobrando. Caterina le dio un respiro hasta que salieron a la calle. —Pero es la verdad, no puedes ponerme en mi sitio solo por opinar. ¿Te has fijado que Ignacio parece tener mejor nivel económico que tu prometido? —Sabes que no me fijo en eso —respondió Azul con paciencia, pasando la bolsa de una mano a la otra—. Ven, entremos en esta zapatería. Caterina ya estaba resignada. —En verdad no creo que sea necesario este viaje. Falta tan poco para tu boda, ¿para qué viajar ahora? —Lo necesitamos. —No lo han hecho en este tiempo, ¿para qué ahora? — ¿No me escuchas? Jamás hemos tenido días para nosotros solos y nos van a venir muy bien. —No coincido contigo. A no ser que tú quieras desengañarte ahora. Azul dejó escapar un suspiro. — ¿Por qué no me dices de una buena vez a qué desengaño debo temerle? — la increpó y la llevó a una esquina de la tienda para no armar alboroto. —¿No has pensado que ustedes tal vez...? —Levantó las cejas—. ¿Que tal vez no sean compatibles en la cama? Las dos quedaron ruborizadas, hasta que finalmente Azul dejó escapar una risita nerviosa. —Estoy planteándome seriamente que cometí un error al pedirte compañía. Tus palabras no son muy reconfortantes a días de mi viaje... —El ulular del teléfono interrumpió la reprimenda. Sacó el aparato y se alejó de su amiga—. Fernando — saludó y miró intensamente a su amiga que se encogió de hombros antes de darle la espalda—. Sí, ya me estoy preparando, de hecho ahora estoy de compras. Sí, yo también te extraño. —Levantó una mano para acallar a Caterina que largó una carcajada—. Ahora no puedo hablar mucho, ¿ya has arreglado el viaje? ¿El sábado? Sí, puedo estar allí a media mañana; voy a tener que conseguir un coche que me lleve a Mar del Plata. Está bien, yo me ocupo y esta noche te aviso. Está bien, un beso. — Supongo que se han cortado las compras —comentó Caterina acercándose. —Para nada, me compraré unas bonitas botas y estoy tan contenta que hasta te regalaré unas a ti. La otra hizo una mueca. —No gracias. Ignacio estacionó el coche en pleno centro, en la avenida principal. Se acomodó los lentes de sol sobre el puente de la nariz y el auricular bajo el gorro para

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que no se moviera. Ella estaba en una esquina, a dos cuadras de él. Pudo oír claramente un resoplido de Azul y eso era algo que todavía continuaba asombrándolo. La tecnología que permitía espiar a la gente era cada vez más sorprendente y, de hecho, muy simple. Ahora el teléfono de Azul ya no era privado. En realidad era algo más que un teléfono, aunque ella nunca llegara a saberlo. Difícilmente el nuevo aparato, idéntico al que tenía antes, pudiera desaprobar una revisión minuciosa. Azul llevaba en la cartera lo último en tecnología de espionaje: un teléfono móvil especialmente modificado al cual se le activaba un micrófono de forma remota que solo respondía ante el número de teléfono que tenía Ignacio en el bolsillo. Azul tenía buen gusto, de hecho tenía un equipo último modelo y eso había ayudado a la hora de cambiarlo. Ahora seguía siendo un aparato para recibir y hacer llamadas; solo que cuando Ignacio lo llamaba desde su teléfono captor, el de Azul respondía de forma automática sin inmutarse. La pantalla se congelaba sin generar ningún tipo de alerta como un ring, la clásica vibración o la luz. Y desde ese momento, Ignacio podía oír todo lo que sucedía alrededor de Azul. Cuando ella recibía una llamada, Ignacio dejaba de captar los sonidos del entorno, para escuchar la comunicación que había entrado. Luego, al terminar la comunicación, se volvía a oír todo lo que la rodeaba. Casi todos los teléfonos podían ser modificados y el de ella no había sido la excepción. Y lo que era más importante: no había límite de distancia. Por precaución había colocado un micrófono, más simple, en el teléfono fijo de los Maillán. Tiró los hombros hacia atrás y trató de acomodar la espalda; tenía la leve impresión de que aquello llevaría su tiempo. Intuía que ella seguía teniendo debilidad por las compras. Y finalmente Azul habló: por el reproche dedujo que se había acabado la espera. La voz de la Colorada no la mostraba como a alguien que se sentía en falta. A su pesar meneó la cabeza: no entendía cómo aquellas dos se mantenían tan firmemente juntas si eran tan grandes sus diferencias. Se imaginó la escena cuando Caterina hizo referencia a una bata. Ignacio se moría de ganas por ver qué había elegido Azul, aunque de solo saber que lo estaba comprando para que Fernando la viera le hizo desaparecer el antojo. Pero Caterina tenía más para decir, y entre las quejas por lo que valían las prendas, estaba una referencia a que él tenía dinero. Eso lo hizo sonreír: la advertencia de Azul mostraba claramente que se sentía avergonzada y a punto de matar a su amiga. O sea que la Colorada no quería el casamiento de Azul con Fernando: buen punto para ella. Ruido de bolsas, la voz agitada de Azul para que entraran a una zapatería y la afirmación de que necesitaba un tiempo con su prometido lo llevaron a acomodarse el auricular. No era lo que quería oír. Pero lo siguiente lo hizo sonreír alegremente. La Colorada sabía pegar duro: ¿y si no eran compatibles en la cama? La pregunta que se asemejaba a una afirmación le devolvió el buen humor. Pudo imaginarse a Azul ruborizarse; sin embargo, no llegó a escuchar su respuesta. Se cortó lo que estaba diciendo cuando el teléfono sonó, automáticamente dejó de transmitir el audio ambiental y comenzó con la comunicación entrante. Ignacio oyó la voz del hombre que aseguraba extrañar a Azul, pero no se quedó pensando en eso. Tuvo en claro que el sábado ella tenía que viajar a Mar del Plata para, desde allí, tomar el vuelo de la noche que iba a llevar a la joven pareja a Bariloche. No se molestó al oírla decir que ella también lo extrañaba: ya estaba arrancando el vehículo. Tenía muchas cosas que hacer antes del sábado. Se quitó el gorro, pero se dejó puestos los auriculares. Azul entró haciendo malabares: Caterina no había tenido la amabilidad de acompañarla hasta la casa. Tal vez fuera porque le había gritado que se callara, pero lo cierto es que tuvo que caminar sola con bolsas en ambas manos y un viento

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infernal que la hacía tambalear. Raúl salía de la cocina con una taza de café en la mano cuando vio a su hija: lo primero que pensó fue que la Navidad se había adelantado. Luego dejó con cuidado la taza y fue a ayudarla. —Al fin, papá, te me habías quedado mirando como si hubieras visto todo un suceso —extendió algunas de las bolsas para que la ayudara. —Verte de compras no es un suceso. Pero, ¿tantas? Ella puso los ojos en blanco y apoyó la cartera en la mesa. Se adueñó de la taza de su padre y bebió un sorbo. —Me llamó Fernando: el sábado partimos hacia Bariloche desde el aeropuerto de Mar del Plata, así que tengo que ir hasta allí primero. ¿Me llamas a una empresa de taxis y pides un coche que venga a buscarme a las ocho de la mañana? — preguntó con su mejor cara de pedigüeña. —¿Te vas este sábado? ¿Por qué tan pronto? —Porque al parecer Fernando ya ha terminado con su trabajo. Por favor... —No creo que consigamos un... —La empresa de viajes de larga distancia debe tener algún vehículo disponible —lo cortó—. Por favor, papá. Tengo tanto que ordenar... Raúl largó un bufido, pero accedió sin pronunciar otra palabra. Consultó la guía telefónica y se comunicó con la empresa. Pidió un taxi con destino a Mar del Plata para el día y la hora que le había indicado Azul. Dio la dirección de la casa y su nombre y apellido. Subió para informarle a Azul que ya tenía la reserva hecha. Luego bajó a cenar, pero ella no lo acompañó. Ignacio acababa de devolver el coche de alquiler cuando oyó la conversación y se sonrió. Un plan comenzó a formarse en su cabeza y pudo ver todo con claridad. Cenó. Descorchó un buen vino y durmió como un bebé. Al día siguiente, se fue a la zona del puerto, donde quedaba la empresa de taxis en la que Raúl había hecho la reserva. El encargado de tomar los pedidos en ese turno era un hombre de alrededor de sesenta años, con barba incipiente en las mandíbulas y un abultado vientre que tocaba contra el escritorio frente al que estaba sentado. —¿Necesita un coche? —preguntó luego de una breve inclinación de cabeza. —No, vengo a hacer una modificación. Anoche llamó Raúl Maillán y pidió un coche para el sábado a las ocho de la mañana con destino a Mar del Plata, pero ha hecho un cambio de planes y necesita el servicio a la misma hora y en el mismo lugar, pero hacia otra localidad. El hombre no dio muestras de estar sorprendido. Modificó algunas cosas en la planilla donde se registraban los viajes. —¿Qué destino pongo? —Ruta 3, en la parada de Energía. —Muy bien. ¿El pago se hace al llegar? —Le doy un adelanto ahora y el resto se abonará en destino —respondió. Estiró unos billetes sobre el escritorio y se retiró del lugar. Pero Azul estaba ajena a todo aquello. Era viernes y había pasado casi todo el día preparando su equipaje. Solo podía concentrarse en una cosa: al día siguiente, a aquella misma hora, tomaría un vuelo rumbo a Bariloche y llegaría el momento de enfrentar la verdad. ¿Sería totalmente compatible con su prometido? A pesar de haber desdeñado con tanta tranquilidad las palabras de su amiga, ahora, en la

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soledad de su habitación, la acosaban con tanta fuerza que la hacían vacilar. Pero no podía dudar: estaba construyendo su futuro con un hombre maravilloso, solo tenía que recordar eso. No podía caer en la indecisión. No quería dejarse llevar por las palabras de Caterina, una confesa opositora de todo lo que hiciera Fernando. Estaba demostrado que tanto su amiga como su padre vivían en el pasado. E Ignacio era el pasado. Él había quedado atrás, aunque ahora estuviera en la ciudad. Él significaba dolor y pasado, Fernando era el porvenir, una vida tranquila y sosegada. Fernando era lo que había elegido meses atrás y lo que iba a reafirmar con este viaje. Miró la cama, atestada de ropa para doblar y guardar, y vio en una esquina, junto a los almohadones, la ropa de cama que había comprado, la ropa interior que había elegido. Volvieron las palabras de la Colorada: ella no quería un león, se conformaba con un hombre considerado. Sin embargo sintió una opresión en el pecho que difícilmente pudiera pasarle inadvertida. Quitó la vista de las prendas de seda y encaje y buscó su bolso de mano. Controló que hubiera guardado allí los documentos y la billetera. Enchufó el teléfono móvil para que recargara la batería. Necesitaba dejar de preocuparse por tonterías. No había sido buena idea juntarse con Caterina antes del viaje. Le había llenado la cabeza de temores infundados. Ignacio estaba impaciente: quería que llegara el amanecer en lo que duraba un suspiro. Quería ponerse en movimiento sin más demora. Sacó del armario una pequeña maleta y metió lo justo y necesario: algo de aquello le resultaba vagamente conocido. Una muda de ropa, algunos efectos personales y ya estaba listo. Ahora solo había que esperar que pasaran las horas. Recorrió la casa al tiempo que ponía todo en orden. ¿Cómo estará esperando el viaje Azul?, deseó saber.

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Capítulo 8 —Nos vemos a la vuelta —la despidió Raúl con la mano. Las calles de la ciudad comenzaban a cobrar vida lentamente. No volvió a mirar atrás, no quería ver a su padre aún en la acera: tenía un nudo en el estómago, mezcla de excitación y miedo. Aferró todavía más el bolsito en su regazo y trató de relajarse. Pensó que solo era preocupación lo que la aquejaba. Rogó que el conductor no quisiera hablar: no estaba de humor ni siquiera para una conversación de cortesía. Dentro del automóvil, el penetrante olor a perfume de lavanda se hizo repugnante, aunque la limpieza era admirable: si hasta los vidrios por los que veía pasar las cuadras estaban Impolutos. El paisaje urbano fue quedando atrás lentamente y la periferia de la ciudad se hizo más próxima. Abrió el bolso y buscó un pañuelo de papel. Cuando volvió la vista al camino, notó que algo no estaba bien. —Discúlpeme, pero se ha equivocado de salida —dijo señalando un cartel verde, pero el hombre no pareció oírla—. ¿Me oyó? —Preguntó con educación—. Esta no es la autopista a Mar del Plata. —Se equivocó en la salida. —Giró para señalar a sus espaldas, donde estaba la rotonda en la que tendrían que haber doblado hacia el mar—. ¿Señor, me oye? Algo parecido a la desesperación comenzó a apoderarse de ella. El hombre la observó por el espejo como si estuviera loca. —Pero si esta es la ruta asignada —respondió con calma. —Claro que no, viajo a Mar del Plata. —Lo siento, señorita. —Le mostró una nota que tenía en el asiento del acompañante—. Aquí dice que debo seguir hasta Energía —respondió moviendo el papel. Azul lo miró incrédula. —Bien sabré a dónde voy yo, y no es hacia Energía, sino hacia Mar del Plata; debo tomar un vuelo. —Lo siento, señorita, solo cumplo con lo que me han dicho. No me comprometa por favor. Si cuando llegamos a destino usted tenía razón la llevaré a Mar del Plata lo más rápido posible. Azul bufó indignada y se dejó caer contra el respaldo del asiento. —Le aseguro que no pagaré por este viaje —advirtió cruzándose de brazos. A pesar de su enojo los kilómetros pasaron rápido. La mañana estaba fresca. Había unas cuantas nubes en el horizonte. Ignacio sabía que Azul estaba por llegar. Y no creía que llegara con el mejor humor. Ciertamente no lo tenía cuando el conductor le avisó que habían arribado. Quería bajarse sin importarle dónde estuvieran. Pero no desconocía dónde se encontraban: el pequeño pueblito llamado Energía, que básicamente consistía de dos paradores para camiones, un local de comida rápida y algunas casas. Delante del taxi había un coche deportivo que le resultó familiar, pero estaba tan furiosa por toda aquella confusión que no lo identificó. Los alrededores estaban desiertos, como

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siempre. Un hombre se separó del deportivo y caminó hacia ella. Azul se llevó las manos a la cintura, incrédula, asombrada, irritada... aquello era mucho, no podía ser cierto. —¿Qué diablos es todo esto? —lo increpó al verlo acercarse—. ¿Qué sucede contigo? Ignacio esperaba esa reacción, pero igualmente lo sorprendía que ella fuera capaz de contener una furia tan grande en ese cuerpo pequeño. —¿En verdad creías que te iba a dejar ir a ver a Fernando? Azul abrió y cerró la boca. —Estás loco, estás demente. —Le apuntó con el dedo índice—. ¿Qué derecho crees tener para hacerme esto? —Entonces notó que el conductor pasaba con sus bolsos, rumbo al vehículo de Ignacio—. ¡Espere! —gritó, pero Ignacio se le adelantó y le tendió dos billetes al chofer: el pago convenido más un extra. Le agradeció. —Yo tenía que reunirme con mi prometido y tú... —estalló de furia, pero no pudo continuar, porque el hombre ya se estaba subiendo al taxi y partiendo de regreso—. No puedo creerlo, Ignacio. —Golpeó los muslos con las manos, en un claro gesto de frustración—. ¿Por qué me haces esto? Si crees que me vas a... Pero nuevamente fue incapaz de terminar una amenaza porque el la tomó de los brazos y la subió a su vehículo. —Suéltame, cretino. Ni te creas que me voy a subir. —Pero ya era tarde porque se encontró acorralada entre el asiento y el cuerpo de Ignacio y supo lo que le convenía: difícilmente saliera ganando en una lucha cuerpo a cuerpo. Ignacio sonrió complacido y dio la vuelta para subirse del lado del conductor. —¿Lista para el viaje? —¡Detén el coche! —Exclamó incrédula—. ¡Ignacio, quiero bajarme! Pero solo oyó el conocido ruido de los seguros de las puertas al activarse. —Creo que seguiré mi camino —contestó él con una sonrisa. —Nada te lo impide, tan solo déjame bajar —repuso apaciguándose—. Por favor, Ignacio, mi prometido espera por mí, no es broma —apeló a la buena educación y la serenidad. —Yo también viajo, sería buena idea que me acompañaras —comentó relajado, sin prestarle mucha atención. Azul se tragó sus palabras y decidió hacer algo más productivo: giró y buscó su bolso en el asiento trasero. Si él creía que ella se quedaría tan tranquila, estaba equivocado. Ella no era una niña tonta e indefensa. —No te vas a salir con la tuya. —Tomó su teléfono. Si hubiera mirado a Ignacio algo la hubiera puesto sobre aviso, pero no lo hizo y se perdió su sonrisa segura y tranquila. El aparato parecía muerto, sin señal. Estaba segura de que andaba cuando salió de su casa, totalmente segura. Vencida y sabiendo que no podía ganar, lo guardó en silencio. Él no quería mirarla porque corría el riesgo de besarla o reírse al ver su creciente desesperación, y ella lo abofetearía en cualquier caso. — ¿Cómo se te ocurre hacerme esto? —preguntó indignada mientras veía que dejaban atrás la ciudad. Ignacio creyó que si no se calmaba pronto, ella se ahogaría en su creciente enojo. Puso el guiño al pasar un camión de gran porte. Ultimo impedimento para pisar el acelerador. Azul también sintió el suave aumento de la velocidad. —No hice nada malo. —Me has raptado. —No, no lo he hecho. Jamás haría semejante cosa —aseguró, pero al parecer

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ella no le creyó. Chica inteligente—. Tú te has subido a mi coche, nadie te ha raptado. Azul pataleó dentro del vehículo. —¡Para! —Gritó desesperada—. ¡Déjame salir de aquí! —No te oigo. —¡Déjame bajar! —gritó lo más fuerte que pudo y al oírse se sintió totalmente estúpida. Él ignoró el pataleo. —No está en mis planes. —¡Entonces sí me estás raptando! —volvió a gritar. —Deja de gritar por un momento. Estoy seguro de que hablando llegaremos a un acuerdo. —No habrá acuerdo a menos que sea para dejarme salir de aquí. Ignacio meneó la cabeza e hizo un ruidito con la lengua. Azul sintió que se le estaban agolpando las lágrimas. Él vio por el rabillo del ojo que estaba al borde del llanto. Siempre que no conseguía algo lloraba de frustración. No estaba acostumbrada a recibir una negativa como respuesta. El había sido el único que la hacía llorar de furia. A pesar de no ser una joven caprichosa, siempre había sabido muy bien qué era lo que quería y había sido muy justa, muy centrada y seria. Por eso ni su padre ni sus tíos jamás habían puesto objeción a sus pedidos. Por eso él, con su inflexibilidad, más de una vez había logrado que ella llorara de rabia y frustración. Suponía que durante su ausencia había obtenido todo cuanto hubiera anhelado. ¿Podía ser que casarse con Fernando Gutiérrez fuera un capricho por la oposición de Raúl a la relación? No, le costaba creer que fuera así. Para ser justo, debía decir que no abusaba de la devoción que su padre mostraba por ella. Nunca había oído más que palabras cariñosas de parte de Azul cuando de su padre se trataba: eran muy unidos. Había algo que lo intrigaba: saber que había visto ella en su prometido como para aceptar casarse. —Mira, haremos un trato ahora —dijo sin quitar la vista de la carretera—: detendré el automóvil dentro de unos kilómetros y bajaremos a hablar tranquilamente. Si tú me dices convencida que no quieres hacer este viaje conmigo, volveré sobre la marcha y en media hora estarás en la puerta de tu casa. Azul sonrió satisfecha. —Eso será muy fácil. No veo por qué seguir alejándonos de Necochea más tiempo, cuando recorreremos camino inverso en unos minutos. Ignacio se tragó la sonrisa. Tenía un plan en mente que Azul no había ni siquiera imaginado y era demostrarle que, a pesar de lo que ella decía, podía probarle que no lo había olvidado aún. Fernando miró nuevamente la hora: ya era cerca del mediodía y Azul no había llegado. Tenía el teléfono apagado y ninguna noticia de ella. No era propio de Azul. Siempre era considerada respecto de los horarios, siempre trataba de avisarle si llegaba tarde o se disculpaba si debían cancelar citas. Contempló los boletos de avión y sonrió: estaba impaciente por pasar ese tiempo junto a Azul. Ella era lo mejor que se le había cruzado en la vida. Le costaba creer que se hubiera fijado en él, aún le costaba llamarse prometido de esa mujer. Pero todas sus dudas se disipaban cuando ella estaba cerca, cuando le hablaba. El modo en que reía la hacía parecer un ángel con buen corazón.

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Dio dos o tres vueltas por el hall del aeropuerto. Quince minutos después, impaciente y preocupado, decidió llamar a Raúl. Tal vez él supiera algo, tal vez ella había tenido una demora de último momento y no había podido avisarle. Debía ser eso. Azul prestaba poca atención al paisaje. Seguía tamborileando con los dedos sobre sus piernas. Esperaba el bendito momento en que Ignacio detuviera el coche. No le pasaba inadvertido el insistente perfume que despedía su cuerpo: le recordaba al mar. A veces creía que su regreso era una especie de sueño: una pesadilla matizada por su atractivo aspecto, pero al fin y al cabo una pesadilla que le traía al presente el antiguo dolor que había vivido por culpa de Ignacio. Los pensamientos la hicieron enojar. Le dieron ganas de descargar con llanto aquel dolor que, si lo traía al presente, le provocaba el mismo sufrimiento. Por eso, cuando él detuvo el vehículo, se precipitó al exterior para dejar que el aire fresco le golpeara las mejillas y le trajera un poco de sosiego. Ignacio la imitó y rodeó el automóvil hasta acercarse a Azul, que estaba apoyada sobre la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho, en una auténtica pose defensiva. —¿Y bien? ¿Qué debo decirte para que regresemos? —lo encaró sin perder tiempo. No era saludable para su mente prolongar aquel encuentro. El suéter negro le quedaba como una segunda piel. Tenía un cuerpo prodigioso: el vientre plano y el pecho ancho. Dios, por qué tiene que tener ese cuerpo, se preguntó desesperada. Se consideraba una mujer que sabía apreciar un buen físico y el de Ignacio lo era. —Nada, no quiero que me digas nada —dijo acercándose hasta que con su pecho tocó los brazos cruzados de Azul. —Bien —repuso satisfecha. Dudaba de que sintiéndolo tan próximo pudiera decir algo coherente. Aun así, no le iba a dar el placer de escucharla pedir un poco de espacio. Si lo que él quería era intimidarla con aquel magnífico cuerpo, estaba equivocado. Ignacio no pudo menos que sonreír al ver los esfuerzos que ella hacía por contenerse. Conocía de memoria lo que significaba ese modo de morderse el labio inferior de Azul. Le tomó el rostro entre las manos y la contempló un momento disfrutando de los últimos instantes antes de terminar con aquella tortura. Había esperado demasiados años para volver a sentir esos labios y calló la protesta que ella iba a dejar escapar con un beso. La besó suavemente apoyando la boca, instándola a recibirlo. Sintió que ella cedía y lo buscaba. ¿Cómo podían seguir deseándose de aquel modo? Cuando las lenguas se tocaron, él dejó escapar un ronco gemido. Azul lo oyó y se estremeció. Pasó los brazos alrededor del cuello de Ignacio y sintió que las manos de él se apoderaban de su cintura, acercándola aun más a su cuerpo. A continuación estaban pegados. Ignacio seguía besando tan bien como ella recordaba: de pronto el tiempo parecía no haber pasado, podía creer que todavía eran aquellos adolescentes que se besaban tranquilos sobre la arena de la playa. Pero allí no había tranquilidad, había deseo puro, crudo: una necesidad física primitiva que ninguno de los dos podía negar. La bocina de un camión que pasaba la sacó de sus pensamientos y también a él de ese magnífico beso. Al abrir los ojos, descubrió que él la estaba mirando y a pesar de estar preparada para ver una mueca de satisfacción y machismo, solo vio un reflejo de deseo y añoranza. No llegó a definir qué había sentido al verlo, porque

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Ignacio la abrazó y enterró su cabeza en el cuello de Azul. Por segunda vez en un minuto ella se estremeció. —Ya no podemos volver —anunció con la boca sobre la perfumada piel del cuello de Azul. — ¿Eh? ¿Por qué no? —Porque si ese beso pudiera traducirse en palabras, habría dicho que no quieres volver a Necochea. —Qué fe la tuya —replicó con sorna, alejándose de él y del coche. —Seguiremos viaje—le ordenó. —Yo no voy a ningún lado contigo. —Sí lo harás. ¿En verdad piensas que luego de ese beso te voy a dejar volver con otro hombre? —preguntó, algo incrédulo de la inocencia que ella exhibía. —Estás loco. Yo me quedaré aquí si no me quieres llevar. —Hizo el intento de abrir la puerta trasera donde descansaba su equipaje, pero Ignacio se movió con rapidez tomándole la mano —. Suéltame. —Trató de liberarse. Ignacio la atrajo hacia sí y la hizo chocar contra su cuerpo. —Pasemos unos días juntos —pidió en un susurro. —No —negó rotundamente—. Estoy comprometida —le recordó alzando la mano para mostrarle el anillo—. Quiero hacer este viaje con mi novio. —Quieres hacer este viaje conmigo, solo que aún estás tan enojada que no quieres reconocerlo. —¿Enojada? ¿Enojada? —repitió anonadada—. ¿Cómo puedes hacer que todo parezca tan simple? —preguntó con frustración. —Porque pasaron nueve años y no puedo continuar viviendo en el pasado, y tú deberías seguir mi ejemplo. —Te has tomado mucho trabajo para raptarme. Lamentablemente para ti, ha sido un verdadero fiasco —replicó con furia—. Te has pasado de la raya y... Pero Ignacio la tomó de los brazos y la arrastró hasta la puerta del acompañante. Ella intentó zafarse pero le fue imposible. Él rió divertido ante los débiles esfuerzos de Azul. Finalmente abrió la puerta y la obligó a sentarse. —Suéltame —gritó queriendo salir. —No —corno hasta su asiento frente al volante. Para cuando Azul atinó a abrir la puerta, él ya las había trabado. —Te denunciaré, llamaré a la policía —amenazó buscando el teléfono. —No tiene señal en la autopista —dijo Ignacio con tranquilidad. —En algún momento volverá. El coche empezó a cobrar velocidad y Azul pensó que aquello no podía estar sucediéndole. No tenía duda alguna de que Ignacio había hecho aquello de modo intencional, pero ¿cómo se había enterado de cuándo tenía planeado viajar? Mucha gente lo sabía. Se sintió frustrada. Ahora entendía por que él no había vuelto a mostrarse. Le había dado la falsa confianza de su ausencia; le dejó creer que ya no volvería a verlo. ¿Qué forma había de escapar de un vehículo que iba a más de ciento setenta kilómetros por hora? Por no decir que el hombre que la retenía parecía tener todo minuciosamente planeado. La quería a ella y lo estaba logrando. —Mi padre se preocupará, Fernando llamará a la policía y me estarán buscando en un par de horas —comentó sonriendo ante la posibilidad. —Tu padre te vio subir al taxi muy sonriente, Fernando gruñirá porque te has ido con otro, pero cuando sepa que ese otro soy yo se dará por vencido. —No lo creas. Fernando no sabe nada de ti. ¿Crees que a todos les contaba mi triste historia de cómo fui abandonada? Ja, por supuesto que me dolió, pero todo

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se supera. Como bien has dicho, solo fue un amor adolescente —murmuró no muy convencida—. En todo caso, mi papá me conoce y sabe que yo sería incapaz de hacerle algo así a Fernando; sabe que soy una mujer responsable y madura. —Tu padre también sabe cuánto nos amábamos; siempre me cayó muy bien. —Él también llegó a odiarte por lo que me hiciste. Él no creerá que me escapé contigo —dijo en un hilo de voz, cada vez más preocupada al darse cuenta de que Ignacio no pensaba hacerle una broma, de que los kilómetros eran devorados a gran velocidad y de que él no había pensado dejarla en Necochea ese mismo día. —Tu padre no se molestará por esta escapada. —Este rapto, querrás decir. —¿Por qué te quieres casar? Ella no se volteó a mirarlo, aunque esa había sido su reacción inicial, pero logró controlarla. Por el rabillo del ojo vio que él no quitaba la vista del camino. —¿Lo conoces? —Solo de vista. —Habla media hora con él y me entenderás —dijo—. Es bueno, me brinda tranquilidad, me adora y sé que nunca me abandonará. —¿Solo eso? ¿Solo por eso quieres casarte? Ella se enfureció. —¿Tú tienes todas esas condiciones? O mejor dicho, ¿tienes alguna de ellas? —preguntó con sarcasmo, aunque no lo dejó contestar—. No, creo que no. Azul se hundió en el asiento. Una parte de ella no se entregaba, no quería que él la obligara a hacer ese viaje. Más allá de que la perspectiva de hacer el viaje con Ignacio tenía cierto sabor y le quitaba la presión que había sentido los días anteriores al imaginar lo forzosas que iban a ser las cosas con Fernando. Sí, en cierto sentido era mejor hacer aquel viaje con un ex novio. Pero una parte de Azul no quería que él pensara que podía hacer lo que quisiera con ella, y esa zona de su mente era la que no se rendía y la instaba a luchar. A Raúl casi se le cae el teléfono de la mano cuando Fernando le dijo que Azul no había llegado al aeropuerto. ¿Que si estaba con él? Por Dios, ¿qué le podía haber sucedido a su hija? No supo si se despidió de Fernando: la preocupación por saber de ella le nublaba la razón. Llamó al primer lugar que le vino a la mente: la agencia de taxis. Ella había salido de la casa, él la había despedido en la puerta. ¿Y si había sucedido algo en el viaje? ¿Y si el coche había tenido un desperfecto? ¿Y si habían chocado? Se pasó las manos por los ojos y buscó el número de la empresa. —Mi hija tomó un coche de su compañía hoy a las ocho y aún no ha llegado a destino —barboteó olvidando el saludo. —¿Me daría su nombre, por favor? —Habla Raúl Maillán. Yo pedí el jueves por la noche un coche para mi hija con destino a... —Energía —terminó la frase la mujer—. Efectivamente su hija llegó a destino y a horario. No tiene de qué preocuparse, señor. —¿Energía? —repitió asombrado—. Pero... —¿No mandó usted ayer a un hombre por un cambio de planes? —Preguntó la mujer cambiando el tono de voz—. Eso consta en la planilla. —¿Cómo era el hombre? —Un momento.

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Raúl oyó cuchicheos a lo lejos y nuevamente la voz de la mujer. —Un hombre alto, rubio, bien educado. ¿Hay algún problema? Raúl tenía el corazón desbocado, aunque ya no temía por la vida de su hija. —No, no. Olvidé que habíamos cambiado el destino. Qué tonto, por Dios —se disculpó antes de cortar. Pasado el mediodía y habiendo dejado atrás la ciudad de Bahía Blanca, se detuvieron en un parador. —¿Qué quieres comer? Ella no le contestó, decidida a convertirse en la peor compañía posible. Él pareció no molestarse, porque igualmente se bajó e hizo Unas compras muy rápidas. Al cabo de cinco minutos estaba nuevamente dentro del automóvil con dos bolsas repletas de comestibles. Azul siguió ignorándolo y se concentró en la música que sonaba en la radio. El coche se puso nuevamente en marcha. Con movimientos diestros sacó hamburguesas, botellas de agua y otras bolsas con contenidos poco sanos pero igualmente deliciosos. —Ten. Ella miró lo que le entregaba: dos chocolates rellenos con menta, sus dulces preferidos. Tragó en seco al tomarlos: él todavía se acordaba de ese sencillo dato, el tierno gesto, hizo que bajara momentáneamente la guardia y le sonrió. —Gracias—contestó en voz baja. —En otra bolsa quedó el café. Amén por los hombres con memoria. Ella podía prescindir de muchas cosas, pero no de su dosis diaria de cafeína, y él tampoco había olvidado eso. Buscó hasta encontrar dos vasos herméticamente cerrados y tomó uno dejando escapar un suspiro. Mientras ella degustaba el café, ya muchas veces recalentado, pero que le sabía a gloria, vio de reojo que él devoraba una hamburguesa, tres medialunas y un chocolate, todo regado con agua mineral. ¿Cómo puede mantener tan buen estado físico comiendo esas dosis de grasa?, se preguntó. Azul terminó el café y utilizó una bolsa para meter todos los envoltorios vacíos que habían quedado del suculento almuerzo tardío. Extrajo del bolso uno de los libros e intentó leer pero, al cabo de unos minutos, la tarea parecía imposible. Algo dentro de ella la llevaba a espiar a su captor. Era muy atractivo: le resultaba imposible ignorar ese dato. Tenía un rostro masculino: la mandíbula dura y la nariz romana eran rasgos fuertes, pero sus ojos grises suavizaban el rostro. El pelo era un rasgo puramente suyo, siempre tan difícil de manejar. Fijó la vista en el paisaje. El cielo estaba cubierto de nubarrones y el sol salía de a ratos. Las primeras gotas de lluvia hicieron ruido sobre el parabrisas: se estrellaban con fuerte estruendo al chocar a gran velocidad. Nuevamente miró de reojo a Ignacio, pero él no parecía preocupado por tener que conducir en aquellas condiciones. Ignacio siempre había sido bueno al volante. Había perfeccionado su estilo en los médanos de Quequén, en largas tardes de ocio haciendo piruetas con el jeep. El sonido de un teléfono la sacó de los recuerdos. Buscó en su bolso, esperanzada de que fuera el suyo, pero resultó ser el de Ignacio: apenas balbuceó dos palabras y cortó. —¿Cómo es que el tuyo anda y el mío no? —preguntó en tono acusador.

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—Distinta tecnología. Yo que tú no lo intentaría —aconsejó sin quitar la vista del camino mientras dejaba el moderno teléfono sobre el panel de control. —¿Qué cosa? —Pensar que puedes tomar mi teléfono y llamar a Necochea. —No lo había pensado —mintió. —Tanto mejor. Tú no sabes el código de seguridad para desbloquearlo. Ella bufó. —Tu desconfianza puede resultarnos catastrófica si llegara a suceder algo y yo no pudiera usar el teléfono para pedir ayuda —argumentó. —No soy tan poco inteligente como para ponerte en peligro le retrucó. —Los accidentes automovilísticos necesitan la negligencia de un solo conductor: bien podrías no ser tú, tal vez otro. Él siguió con la mirada en el camino, mientras el limpiaparabrisas trabajaba al máximo y el viento se hacía fuerte. —Yo siempre te voy a cuidar; no me voy a morir y dejarte a tu suerte. Ella giró para mirarlo. ¿Qué puede llevar a un ser humano a hablar con esa indudable convicción?, se preguntó extrañada. El Ignacio que ella había conocido era un joven como los demás. Si bien era cierto que siempre, de un modo u otro, lograba lo que quería, nunca había Nido tan temerario como se mostraba ahora. ¿Será capaz de hacer algo unís arriesgado que raptar a una mujer comprometida de la puerta de su casa?, caviló Azul. —Tu seguridad asusta. —No eres la primera que me lo dice —contestó guiñándole un ojo. No la había preocupado: ella confiaba en él aunque no quisiera reconocerlo. Siempre había confiado en él. —Entonces, si tenemos un accidente —supuso—, no te mueres, no caes inconsciente y solo tú usarás el teléfono —manifestó sin ocultar su fastidio—. ¿Algún parecido con un superhéroe machista, minutario y omnipotente? El sonrió, pero no la miró. —Solo sangre escocesa. No tenía dudas de que los highlanders de la antigüedad con la tecnología de ahora se comportarían como lo estaba haciendo Ignacio. Imaginar a su compañero en un kilt, con las piernas al aire, era una forma de ocupar la mente, pero no la mejor. Abrió nuevamente el libro. La novela romántica que había elegido era de una excelente autora estadounidense, pero con el correr de los párrafos descubrió que era de... ¡escoceses! Cerró con fuerza el libro y fijó la vista en la lluvia, sin prestar atención a la ceja levantada del conductor. —Si quieres puedo conducir un rato —se ofreció. —Dudo de que conduzcas en el sentido en que yo voy —replicó divertido por el intento. —Podrías confiar en mí —propuso. —Te entregaría mi vida con los ojos cerrados, pero en este momento no el coche. Caso cerrado. Ella acomodó mejor la espalda al asiento y dejó caer los párpados. No sabía hacia dónde él quería llevarla, y Dios era testigo de que se había resistido de todas las formas posibles. De alguna manera, intuía que podía confiar en Ignacio.

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Miró el reloj y calculó que el mensajero debía haber dejado el sobre en la casa del doctor Maillán unas horas después de que Azul saliera de Necochea. Luego la observó dormir tranquilamente en el asiento y buscó con la vista un lugar amplio al costado del camino donde estacionarse. Cuando se bajó sintió el cambio de temperatura. La carretera estaba desierta. El silencio parecía inmenso. Digitó el número y esperó pacientemente a que se realizara la conexión. Cuando finalmente Raúl se puso al teléfono, notó que parecía agitado. —¿Se encuentra bien? Un largo suspiro: el hombre había esperado aquel llamado todo el día y se lo notaba nervioso. —¿Bien? Bueno, no es la palabra con la que describiría mi estado desde hoy a la mañana, mucho menos después de recibir el llamado de Fernando. Llamé como desesperado a la empresa de taxis —contó—. Tu sobre me llegó tarde. ¿Cómo está Azul? —Y yo que creía que lo tranquilizaba... —Mira, muchacho, ya me esperaba algo de tu parte pero no creí que te la fueras a llevar de ese modo. Me podrías haber avisado —reclamó sin ocultar el tono de reproche paternal. —Lo hice. —El sobre llegó después de que te la llevaste. Y, por cierto, ¿qué quieres que haga yo con estos datos? —Preferiría que nada. Solo quiero que se quede tranquilo. Ya sabe dónde encontrarme y puede estar seguro de que su hija está en buenas manos. Conoce hacia dónde voy y tiene mi número de teléfono, y eso no es algo que tengan muchas personas. Un bufido. —Yo estaba de tu lado, pero esto no me cayó bien. —Yo no pido permiso. — ¡Pero es mi hija! —Y ahora está conmigo. Tiene todos los datos para poder hallarla, si no confía en mí. Un silencio en la línea. —No dije eso —cedió—, pero no me gustó esperar tanto para saber de ella. —Azul está bien. Ahora duerme. Convengamos que verme al bajarse del coche no fue lo que más placer le dio... —Fernando ha llamado a casa para saber si yo estaba al tanto de lo que había sucedido. -¿Y? —Desconecté el teléfono —admitió—, pero no tardará en regresar a Necochea. Él siempre fue muy... considerado con ella, siempre preocupándose —explicó. —Si está esperando una disculpa, la busca en el hombre equivocado. —¿Y ahora qué? —Me voy a quedar en el sur, con Azul. ¿Usted qué va a hacer? —¿A qué te refieres? Ignacio miró con atención el coche, no quería que, Azul se, despertara en ese momento. —Con la información que le di. Raúl observó el papel que le había llegado ese día. Nada muy elaborado: el nombre de una provincia, el número de una carretera, la descripción de un camino privado y un número de teléfono. La simple firma de Ignacio.

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—La voy a reservar para un caso de extrema urgencia. Si no es por una razón así, no la voy a utilizar. Ignacio se pasó una mano por la nuca. —Estoy seguro de que su hija no quiere que Fernando sepa dónde está. ¿Puede manejarlo? —Inventaré algo. —Bien. Otro silencio, este incómodo. —La voy a cuidar —prometió antes de cortar sin saludar. Cuando se subió nuevamente al vehículo, bajó la calefacción y sacó del bolsillo del pantalón el inhibidor de teléfonos portátiles. Era un pequeño dispositivo que anulaba las comunicaciones: una tecnología militar que poco a poco había llegado al ámbito civil. Emitía unas ondas de radiofrecuencia en forma constante que bloqueaban la recepción de llamadas y las rechazaba con un mensaje pregrabado. Tampoco dejaba que el usuario se comunicara a través del teléfono bloqueado. Volvió a guardarlo. Estaba cansado, pero faltaba poco para llegar a destino.

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Capítulo 9 Azul abrió los ojos, sacada del sueño por un insistente golpecito en el brazo. Lo primero que percibió fue la oscuridad y el recuerdo de quien estaba a su lado. Y allí, frente al coche, se encontraba el destino final: una gran cabaña de dos pisos, rodeada de pinos y nieve con su majestuosidad. La primera idea que le vino a la mente, al observarla fue una noche de Navidad: una cabaña de madera, las luces amarillas que refulgían en el interior, el frío, los copos de nieve cayendo. Tal como en las películas. —¿Por qué no me despertaste antes? —recriminó ella enderezándose. —¿Y hacer a un lado mi gran suerte? Claro que no la iba a despertar: de ese modo Azul ni siquiera sabía cómo habían llegado y, por lo tanto, no podía irse así nomás. A simple vista, ella distinguía detrás de ellos un largo camino sinuoso, pero lo más seguro era que se conectara a otro camino con ramificaciones, alguno de esos daría a una carretera interna que no sabía a dónde llevaba. —¿Te gusta? —preguntó acercándole un abrigo. Ella se dio cuenta de que le ofrecía el suyo y se lo puso con gusto. Necesitaba volver a oler su esencia en algo que hubiera tocado su cuello desnudo, algo de él. —No era lo que yo imaginaba —contestó con sinceridad cuando se bajó del automóvil—. ¿Qué hora es? —Casi medianoche. ¿Qué esperabas? ¿Algo más grande? —Un hotel —dijo—. El hotel donde tenía las reservas —replicó con una mirada furiosa. Una corta escalera llevaba a una galería cubierta de nieve. El silencio reinaba, solo interrumpido por las voces de ellos. La inquietó pensar que estaban solos. No era una mujer miedosa, pero estar en una cabaña, aparentemente en el medio de la nada y sin otros signos de vida alrededor, no era algo que le agradara sobremanera. Generalmente no estaba mucho tiempo sin compañía y si lo estaba, tenía vecinos pared de por medio y un teléfono con el cual llamar a la policía, que sabía que no demoraba más de cinco minutos en llegar. Dudaba de que en ese lugar las autoridades tardaran menos de medio día en acceder a la cabaña. —No te haré trabajar —aseguró divertido desde atrás. —¿Por qué tan grande? ¿No pudiste alquilar algo más pequeño? Él se le puso a la par y buscó las llaves en el bolsillo del pantalón. —La cabaña es mía y la hice construir grande porque pienso tener una familia numerosa. Azul casi perdió el paso al escucharlo. No sabía qué la sorprendía más: si saber que la hermosa cabaña, a primera vista demasiado costosa, era de él, o su deseo de tener una familia numerosa. Ella esperó en silencio a que él abriera la puerta. Adentro las luces estaban encendidas al igual que la chimenea de leños. —¿Dónde estamos exactamente? —Esquel.

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—¿Esquel? ¿En qué parte? —Interrogó, molesta por lo escueto de la respuesta —. ¿Sabes la cantidad de pueblitos que hay en los alrededores de la ciudad? —No. ¿Tú sí? Ella no le hizo caso. Si él quería ponerla de peor humor que el que tenía, lo estaba logrando. No creía que pudiera tener un enojo más poderoso o una cara más larga: simplemente era imposible predisponerla peor. Dejó que él bajara el equipaje y se decidió a mirar la casa. La chimenea de leños que se encontraba empotrada en la pared a la derecha de la puerta estaba rodeada de unos preciosos sillones de colores terrosos, todos unidos, mullidos y con muchos almohadones en tonalidades rojas y marrones, desde donde se podía disfrutar del fuego y del paisaje. Había ventanales en casi todas las paredes. Un tabique de madera, no muy alto, hacía de pequeña división entre la cocina y el comedor, que ostentaba una gran mesa de madera y sillas fuertes. Hacia la derecha del cuarto de estar había un escritorio y un cuarto de baño y, dividiendo estos sectores, una gran escalera de madera llevaba a la planta alta: dos cuartos de baño y tres habitaciones. Todas daban al exterior, bien amuebladas aunque siguiendo una línea sencilla y en colores cálidos, que contrastaban con el paisaje que los rodeaba. Ella bajaba de las escaleras cuando él terminó de entrar el equipaje. —¿Cómo es que todo está tan cuidado? —Hay alguien que lo hace por mí. Por eso estaba el fuego encendido y hay comida en las alacenas y se mantiene en estado óptimo el funcionamiento del grupo electrógeno, el depósito de leña siempre lleno y los tanques de gas también — explicó frotándose las manos. —¿Hasta cuándo vamos a jugar? —Preguntó impaciente dejando atrás los escalones—. Y no te atrevas a poner esa cara —ordenó furiosa. Lo conozco, aún lo conozco, esa cara de póquer significa que su mente trabaja aprisa. Él sonrió como un niño al que se lo pilla en una travesura. —Dame un respiro —pidió satisfecho de que no hubiera olvidado esas cosas de él. Significaba más de lo que ella suponía, por lo menos para él, que se estaba aferrando a cualquier esperanza para justificar aquella locura. —Yo no te metí en esto —le recordó—. Quiero que hablemos. —Y lo haremos —aseguró él—. Mañana. Azul golpeó el piso con el pie y se plantó en la sala. —No. Quiero saber qué hago yo aquí, ahora. Me lo merezco después de lo bien que me he comportado. Ya lo creía, pero lamentablemente él necesitaba una cena, una ducha y una cama, en ese orden. Azul subió las escaleras. Abrió la puerta del medio, una habitación muy grande con cuarto de baño y una amplia cama en el centro, que ya había visto en la rápida inspección que había hecho mientras él se ocupaba del equipaje. —¿Te gusta esa habitación? Ella la miró. Sabía que era grande, que tenía cama y cuarto de baño, lo único esencial que reconocía su enojo; más tarde la inspeccionaría. —¿Quieres que hablemos aquí? —preguntó ella a su vez. —Sí, mañana —dijo antes de dejar los bolsos en el piso de madera e ir a la puerta— ¿Te gusta la habitación? Ella se mordió el labio ante la insistencia. —Sí, me gusta. ¿Satisfecho?

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—Mucho. Es la mía. Por hoy te la presto, mañana la compartiremos. Azul se quedó con la boca abierta ante semejante osadía. Caminó hasta la puerta y la azotó con fuerza, como para ratificar su enojo. —Qué audacia, por Dios, qué audacia —exclamó en voz alta. Él la raptaba de la puerta de su casa, prácticamente ante las narices de su padre y con su prometido esperándola, y lo único que le preocupaba era si le gustaba su habitación, ¡su habitación! Claro que lo había recalcado. No se le fuera a olvidar ese detalle. La habitación era bonita, pero era de él. Muy grande. Una cama amplia parecía ser el eje central del dormitorio. Un acolchado rústico caía hasta el piso de madera y unos almohadones en distintos tonos terrosos lo adornaban. Dos pequeñas alfombras a cada lado de la cama y las mesitas de noche de madera clara completaban ese centro. Del techo, de gruesas y largas vigas de madera dura, colgaba una araña de hierro negro que despedía una luz ambarina y cálida. Sobre la pared opuesta al cuarto de baño, dos armarios empotrados y un perchero dominaban el sector. Con reticencia, abandonó su posición y quitó la espalda de la puerta, como si fuera un modo de protegerse de la llegada de Ignacio. El cuarto de baño era bonito, no muy grande, pero lo suficiente como para que el sector de la bañera estuviera separado por una mampara de vidrio. Una ventana estrecha y rectangular daba a la parte trasera de la casa. El lavabo era de mármol negro y el espejo que estaba encima no tenía ningún marco. Los sanitarios eran blancos y había una bata colgada en la puerta. Sí, el dormitorio era precioso, no lujoso pero cómodo y cálido, acorde con la naturaleza. Por curiosidad abrió uno de los armarios: estaba completamente vacío. El siguiente tenía ropa, que supo que era de él. Tenía su estilo, muchos suéteres en lana suave, donde predominaban el negro, gris, azul y verde, uno blanco y uno rojo, jeans, camisas y algunos abrigos. Abajo, donde estaban los calzados, las botas de gamuza y las zapatillas llevaban la delantera. También encontró dos pares de náuticos y uno de borceguíes: ningún calzado de cuero muy normal. Sonrió al abrir el cajón de la ropa interior: muchos boxers y ningún slip. Se mordió el labio para no reír en voz alta. Algunos gustos nunca cambian, pensó divertida. Dejó de husmear entre la ropa y puso sobre la cama el bolso de mano: quería llamar a su padre, saber cómo andaban las cosas por allí. No pensaba desarmar las maletas, de seguro al día siguiente él entendería razones y se irían. Su teléfono no estaba. Se dejó caer en la cama y apretó las manos sobre su regazo. ¿Cuál es la pena por un homicidio? Le había quitado el teléfono cuando bajó las cosas del automóvil. Desgraciado, no dejaba nada al azar. Un libro en la mesita de noche le llamó la atención: Escocia. El libro era de la tierra natal de la madre de él; Arabella Mackay. Arabella, recordó, era una mujer de contextura grande, eso la había sorprendido. Porque su madre había sido de hombros menudos y rostro delicado, pero la madre de Ignacio era una mujer curtida. No encontraba mejor palabra para describirla. Mentía si decía que era una mujer fea, pero era bella de un modo particular. Tal vez su belleza no la hacía el conjunto sino cada aspecto por separado. Tenía unos bellísimos ojos grises y pelo rubio que adivinaba lacio, aunque parecía estar siempre contenido en un rodete. A simple vista era una mujer práctica, no había rastros de maquillaje en su rostro y aun así sus mejillas tenían un saludable color sonrosado. La tarde que la conoció había mirado a su hijo con amor pero no le dijo nada. Sonrió al verlos llegar y habló con voz suave,

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en claro contraste con su aspecto de mujer que lleva las riendas de una casa. Ignacio había abrazado a su madre rodeándole el hombro, y a Azul ese detalle le llegó al corazón. Decía mucho de él, de la relación que tenía con Arabella. Una simple caricia bastaba para que el otro sintiera el cariño que le ofrecía. Pero Azul descubrió esa tarde varios gestos velados de preocupación del hijo para con la madre: la seguía con la mirada cuando la mujer maniobraba con las pesadas ollas, le hizo un té porque sabía que a esa hora Arabella tomaba uno. Ignacio era un muchacho independiente, no quería ser un niño mimado, pero era más fuerte que él preocuparse por su madre. Tal vez un simple espectador no llegara a ver cuánto amor corría entre madre e hijo. Azul la veía preparar con gran esmero lo que a simple vista era un banquete y cada plato parecía tener su ceremonia, sus secretos. No podía dejar de mirarla, trataba de concentrarse en el estudio pero la observaba una y otra vez. Finalmente, cedió a sus ganas y apoyó el mentón en una mano, la mujer le sonrió. —¿Te intriga por qué cocino tanto? —preguntó señalando con una cuchara de madera la cocina. Azul asintió con la cabeza. —Mañana festejamos el día de San Andrés. —Es el patrono de Escocia —apuntó Ignacio sin levantar la mirada de su libro. —Para los que nos sentimos lejos de casa, es una fecha para celebrar — explicó Arabella—. Y yo siempre hago un almuerzo en honor a esa fecha, tal como lo hacía mi mamá cuando vivíamos en Inverness. —¿Qué cocina? —Azul dejó definitivamente los libros y se acercó a la mesa, totalmente cubierta de fuentes y ollas. —Ah, cosas muy ricas. —Señaló una olla que ya bullía sobre el quemador más chico—. Esto es cock-a-leekie: una sopa de carne, pollo y puerros —Meneó la cabeza al ver a Azul hacer una mueca—, Y siempre le pongo ciruelas, aunque creo que ya no se usa mucho. Luego la condimento con sal y pimienta. —Debe ser rica —comentó sin mucho convencimiento. —No te preocupes. A mi marido tampoco le gusta. Para él hago cullen skink, que es una sopa más tradicional: lleva abadejo, leche: es muy suave. ¿Quieres probarla? Ya la tengo hecha. Azul nuevamente meneó la cabeza. —Gracias, pero no creo que sea la hora. —¿Por qué no invitas a tu amiga a que venga mañana a almorzar? —propuso la mujer hablándole a su hijo. Ignacio sonrió e hizo una mueca. —No va a querer, mamá, creo que le damos miedo —bromeó. —No es cierto. —¿No? Te invité un montón de veces y recién hoy pude convencerte. —Gracias señora, pero no puedo. —Tú te lo pierdes —replicó Ignacio, sabiendo que ella se negaría —. Mi mamá también está preparando forfar bridies... —Es solomillo a la olla y la debilidad de Ignacio —explicó la mujer. —Stoved chicken... —Es pollo al horno —intervino nuevamente la mujer, tratando de no confundir más a la joven que miraba hacia uno y otro lado. —Y por último dundee cake. —Se llevó los dedos a la boca e hizo un ruidito—. Que es una torta de nueces y almendras: realmente una delicia. —Como verás, mi hijo tiene buen comer.

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—Sí, lo he notado. —Eso es porque ella cocina muy bien, siempre está haciendo sus platos escoceses. La mujer les dio la espalda y volvió su atención a la preparación de las comidas. —Cuando llegamos a Chubut, mi mamá nos siguió cocinando como si estuviéramos aún en las Tierras Altas, las Highlands. Ya de grande aprendí a cocinar otras comidas argentinas —dijo Arabella. Azul se sentó junto a Ignacio y acercó los libros que había hecho a un lado para mirar a la madre de Ignacio. —¿Sabe que lo llaman el escocés? —le preguntó. Él le guiñó un ojo ante la mención. —Mi mamá lo sabe. Cuando llaman a casa nunca preguntan por Ignacio. —¿Quién le puso el sobrenombre? —El padre, los vecinos... lo veían tan rubio cuando era niño y tenía rasgos muy diferentes de los demás. Con el tiempo le fue quedando y supongo que él habrá hecho algo para que sus amigos lo sigan llamando igual. —¿Aparte del mal humor y su terquedad? Bueno, también puede ser porque es el que más resiste a la hora de beber. Entonces Ignacio la fulminó con la mirada. Arabella observó a su hijo pero no dijo nada. Tal vez ya suponía que Ignacio, como buen escocés, podía beber mucho más que cualquier otro joven. No había abierto el libro que le había disparado esos recuerdos. Antes de apagar la luz, Azul se preguntó qué había sido de aquella familia. Partieron de Necochea poco después que Ignacio y nunca más había vuelto a tener noticias de ellos. Ignacio la despertó a media mañana: tres golpes en la puerta y ella ya estaba sentada en la cama con las sábanas hasta el cuello. Pero solo fue un modo de despertarla. Cuando vio que él no entraba, corrió al cuarto de baño, se duchó, se puso un jean, un suéter de cuello alto y unas botas de cuero que pensaba estrenar en el lujoso hotel que siempre visitaba cuando iba a Bariloche. Cuando se aventuró escaleras abajo, le llegó el aroma a café. Ignacio estaba de espaldas, poniendo las tazas en la mesa. Llevaba el pelo mojado y una camisa oscura. —¿Cómo has dormido? —¿Cómo sabías que estaba detrás de ti? —Tu perfume te delata —contestó él señalando una silla. Siempre que viajaba llevaba su champú, sus cremas, su perfume y hasta su jabón preferido. Tal vez era por eso que su equipaje terminaba siendo abultado y voluminoso aunque el viaje fuera corto. —¿Qué haces cuando estás aquí? —quiso saber. Se sentó frente a la ventana, la mesa les quedaba tremendamente grande para ellos dos. El café estaba fuerte y dulce. —Descansar, salir a caminar por la nieve, leer, relajarme —sintetizó y se acomodó frente a ella mientras tomaba la mermelada para untar el pan tibio. —¿Dónde te metiste durante este tiempo? —preguntó finalmente Azul. Era algo que siempre la había atormentado y ahora que estaba próxima a develar aquel misterio no se sintió tan eufórica como creía que estaría.

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—En Comodoro Rivadavia, trabajando con mi tío en los barcos pesqueros — contestó antes de terminar con el pan y darle un trago al calé humeante. A ella la respuesta le sonó apurada, como una grabación. Se había ido a la provincia de Chubut, donde estaba la familia de su madre, aquel también estaba en la misma provincia, pero en la cordillera, Comodoro Rivadavia quedaba en la costa del Océano Atlántico. —¿Qué más quieres saber? —Había llegado el momento de justificar su larga ausencia. —¿Cuándo nos vamos? —preguntó para sorpresa de Ignacio. Bien, le gustaba sorprenderlo. No se había abalanzado como mujer histérica, queriendo saber dónde se había metido, por qué se había ido, qué razón había habido para dejarla, sin llamarla, sin contactarse durante tanto tiempo. Por más que esas preguntas bulleran en su mente desde hacía mucho tiempo, decidió esperar: las había reprimido durante años, un poco más no le haría mal y bien valía la pena si veía sorpresa en el rostro de Ignacio. —En algunos días. —Metió la cuchara en la miel sin mirarla. —¿Días? Yo no voy a pasar días contigo encerrada aquí adentro. —Podemos esquiar —propuso de buen humor. —Yo que tú no bromearía conmigo. Sigo teniendo los mismos enojos, Ignacio —le advirtió antes de llevarse la taza a los labios. —Lo único que quiero es pasar un tiempo contigo —dijo con seriedad, mirándola a los ojos. —Estoy comprometida. Llegas tarde. ¿No crees? —Por favor. —No era su mejor tono de súplica, pero era algo. No estaba acostumbrado a pedir, sino a ordenar—. No me lo puedes negar, solo te pido este tiempo juntos. Que podamos volver a charlar, comer, divertirnos como antes y luego te dejo en Necochea. —Quieres hacer trizas mi reputación —lo acusó. —No. —Sí. ¿Qué crees que pensará mi novio si permanezco contigo de buena gana en unas vacaciones que debería estar pasando con él? —Yo confiaría en ti. —Claro. Y por eso te tomaste nueve años en volver — contraatacó dolida: no podía evitarlo. —Volví. Es cierto que me demoré, pero volví por ti. No me niegues el placer de estar un tiempo juntos antes de que te unas a otro hombre. Ella soltó una risa nerviosa. —¿Crees que con los años me volví idiota? —Preguntó indignada, alzando la voz—. Después de lo que hiciste, no creo que estés dispuesto a dejarme casar con otro, consolándote con las migajas que suponen pasar unos días como amigos de vacaciones: charlas, chocolate y calor de la chimenea de leños —ironizó y se puso de pie—. Al menos me debes el respeto de no subestimarme, Ignacio. Se puso de pie él también y la atajó antes de que se fuera. —Lo siento, ¿sí? No estoy manejando muy bien esto. De hecho, no sé cómo hacerlo. —La tomó de las manos. Ella estaba tensa—. Sé que no tengo el derecho de pedírtelo, pero necesito estar contigo —confesó—. Tengo necesidad de volver a sentirte junto a mí, de oír tu risa, de ver tus ojos, de oler tu perfume. No me prives de eso, al menos por estos días. ¿Cómo una mujer que ha amado tanto a este hombre y ha llora do su abandono pretende ser inmune a semejante declaración? Y él lo sabe. Todo conjura

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contra mí, desde su pedido inocente hasta el tono de voz. La soledad que nos rodea y que crea la sensación de que somos dos náufragos en una isla desierta es una invitación a ceder a los impulsos. ¿Por qué yo habría de ser la excepción? ¿Por qué contenerme? Quiero dejarme llevar por el momento. Aquí puedo olvidarme de todos los demás, hasta de mi novio. Qué broma absurda, por Dios. —Ignacio... —Tienes razón. No sé si luego podré dejar que te cases con otro —reconoció sin dejar de mirarla a los ojos—, pero lo único que me importa es que me des estos días —habló con voz calma. Había perdido la batalla cuando él fue sincero y dijo, sin vergüenza, que no sabía si podría dejarla casarse con otro. Ella necesitaba confiar en él. —¿Mi teléfono móvil? —quiso saber. Era un modo de hacer tiempo, de esquivar aquellos ojos que parecían querer mirar dentro de su alma. —En algún lugar de la casa —respondió distraído. —Quiero llamar a mi padre. —Te presto el mío, el tuyo no tiene señal. —¿Entonces por qué lo tomaste? —Prevención —replicó tendiéndole su propio teléfono móvil. —¿Puedo hablar? —Está desbloqueado. —¿A solas? —pidió con timidez. Él sonrió y le dio un ligero beso en el cuello antes de subir las escaleras. Azul cerró los ojos. ¿Es necesario que sea tierno? ¿Cuánto puedo aguantar antes de ceder a la tentación? Quiso revisar la lista de contactos que tenía el teléfono, solo por el hecho de correr los límites de lo permitido, pero luego se arrepintió. No le importaba qué tantas mujeres figuraran en la lista. Tal como imaginó, su padre atendió antes de que llamara tres veces. —¿Azul? Parecía afligido. —Sí papá, soy yo. ¿Cómo estás? —Preocupado. ¿Dónde estás? —En Esquel, en una cabaña con Ignacio Estember. ¿Te acuerdas de él? Pobre hija. Si llegara a enterarse qué tanto sé, me mataría. —Sí querida, tu antiguo novio. Se ve que lo llamamos con el pensamiento de tanto nombrártelo —intentó bromear, pero su hija sonaba preocupada. —Papá, ¿qué sabes de Fernando? —Bueno, él... quedó un poco confundido. Cuando llamó desde Mar del Plata, yo no entendía qué sucedía. Los dos estábamos muy preocupados —explicó fingiendo un desconcierto inexistente. —Me imagino —murmuró y tuvo que sentarse—. ¿Ha vuelto a llamar? —Hoy todavía no —respondió con cautela—. Anoche regresó a Necochea exhausto. Pero tú no te preocupes por él, yo veré qué le digo. —No menciones a Ignacio, por favor —pidió ruborizada, como si estuviera cometiendo adulterio, y en cierto modo lo hacía. —No, claro que no, querida. ¿Tú estás bien? —Ofendida —replicó—. Mira papá, tal vez más tarde vuelva a llamarte o lo haga mañana, ahora no sé muy bien qué hacer —dijo—. Toda esta situación es muy difícil. Ignacio no me ha preguntado si quería viajar con él. Estaré en contacto, lo

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prometo. Cortó la comunicación. ¿Y si llamo a Fernando? ¿Y si le pido que me busque en Esquel, que avise a la policía que he sido raptada?, se preguntó Azul. La idea jugó peligrosamente en su mente. Era una rápida solución, la única manera de no perder a su prometido y de no caer ella en un abismo del que jamás lograría salir. Era imposible pasar un tiempo con Ignacio y luego querer retomar su antigua vida. La desesperación y la duda la pusieron en una encrucijada horrible. Abrió el teléfono, el teclado se había bloqueado al cerrar la tapa para terminar la comunicación. Alivio. Eso fue lo único que sintió. Sentir que había tomado la decisión correcta, pero que algo externo le impidió actuar, era una manera tramposa de parecer menos culpable, de quitarse los remordimientos. En todo caso podía decir, sin faltar a la verdad, que intentó llamar y que no pudo. Azul se quedó en el cuarto de estar, sentada frente a la chimenea mirando los leños consumirse. Podía ir a desarmar sus bolsos, ya que tendría que quedarse, o podía tratar de ser una pésima compañía: aburrirlo, demostrarle que ella ya no era tan amena como en los viejos tiempos. Pero algo le aconsejaba tratar de disfrutar ese tiempo. Pasarlo realmente bien para no tener un reproche en el futuro, para que cuando la relación terminase al cabo de esos días de fantasía ambos tuvieran un buen recuerdo. Podía soñar con la posibilidad de descubrir que este Ignacio no era tan bueno como el de la adolescencia. Podía ser que ya no le gustara, que llegara a detestarlo y que, cuando volviera a Necochea, corriera a abrazar a su prometido. Sí. Era una gran posibilidad. Oyó que él bajaba las escaleras. —Bien, juguemos a ser amigos —propuso al lanzarle el teléfono que él atrapó en el aire y guardó en el bolsillo de su pantalón. —¿Qué quieres hacer? —preguntó acercándose. —Salir de compras, hablar con los demás turistas, esquiar desde la cima... Ah, lo siento, me olvidaba de que eso pensaba hacerlo en mis otras vacaciones — contestó con sarcasmo. Trataba en vano de ser una molestia—. Bueno, ¿qué hacemos? Ignacio debía reconocerlo: seguía siendo luchadora. Abrió un arcón que estaba a un lado de los sillones y sacó unos abrigos negros. —Ponte esto. Vayamos a caminar. Estaba ansiosa por salir, así que se abrigó, se puso botas forradas en piel y sonrió cuando él le tendió un gorro, guantes y una bufanda. Estaba nevando. El frío era infernal y el sol brillaba por su ausencia. Bajaron los escalones e Ignacio la tomó del brazo, indicándole por dónde ir. Al lado de la casa había dos galpones. Uno, le explicó, era el depósito donde estaba la leña, el grupo electrógeno y demás víveres; en el segundo, estaba guardado el automóvil. El silencio era en cierto modo intimidante. Solo podía oír su respiración. Ignacio se movía sin dificultad a pesar de que la nieve ya es llegaba a las pantorrillas. Ella se detuvo un momento y miró hacia atrás: la cabaña ya no se veía. —Esto no es muy divertido, solo veo pinos, nieve y más nieve —se quejó acomodándose los guantes. —Ven, caminemos otro poco, más adelante hay un claro —dijo y la tomó del brazo. Ella intentó zafarse sin tener en cuenta que él podía soltarla. Cuando lo hizo, Azul terminó sentada sobre su trasero en la nieve. Él se rió con ganas al verla. Ella tomó nieve y se la arrojó a la cara. De pronto

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estaban haciendo una batalla de bolas de nieve. Azul se puso de pie y corrió a refugiarse detrás de un pino muy viejo. Desde allí podía dirigir mejor su ataque. Ignacio juntó nieve a su alrededor e improvisó una pequeña barricada. El silencio había quedado roto por sus risas y jadeos. Ella recibió en plena cara una bola helada. — ¡Alto! ¡Detente un momento! —Gritó sofocando la risa—. Te tengo un chiste. —Al ver que él dejaba a un costado su bola y se aprestaba a oírla, tosió para aclararse la garganta—. "Un escocés vuelve del dentista y su esposa le pregunta: '¿Qué tal te ha ido? ¿Te ha dolido?' '¿Que si ha dolido? Me ha sacado siete dientes.' '¿Siete? ¡Pero si solo tenías una caries!' 'Sí, pero es que no tenía cambio.'" ¿Te gustó? —preguntó ella entre risas, pero solo recibió otra bomba de nieve. —No era muy bueno —dijo, mientras salía de su barricada y corría hasta donde ella estaba. Azul gritó al ver que él la estaba alcanzando y trató de correr por la nieve en dirección a la cabaña. Cuando se dio cuenta de que sus probabilidades de escaparse de él eran pocas, se escudó detrás de otro pino. — ¡Ya! Por favor, dame una última oportunidad —pidió estirando los brazos—. Te contaré otro chiste y, si te hace reír, me dejarás llegar a la cabaña sin molestarme —propuso observando a Ignacio que estaba a escasos cinco metros de ella, con una bola en cada mano, y la miraba divertido. —Está bien, pero más vale que sea bueno —aceptó no muy con vencido. Ella buscó en su mente. Se frotó las manos con los guantes y se mordió el labio para no reírse: —"Un escocés está llorando. Lo ve un amigo, se acerca y le dice: '¿Qué te sucede?' 'Es que a mi peine se le ha roto una púa y ahora tendré que comprarme uno nuevo.' 'No es para tanto. Puedes seguir peinándote con ese peine aunque le falte una púa.' 'No, no lo entiendes: es que era la última'". Ignacio no solo le arrojó las dos bolas, sino que corrió con agilidad hasta ella y la arrojó en la nieve. Rodaron riendo, uno sobre el otro hasta que él se detuvo encima de ella. —¿Tratas de decirme que provengo de un pueblo de tontos? Ella jadeó y contuvo la risa. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto. —No, claro que no. ¿De verdad no te gustaron? Él bajó la cabeza y le besó los labios. —No, no me gustaron—dijo entre un beso y otro. La respiración de Azul cambió. No estaba bien aquello, supuesta mente eran vacaciones de amigos: pero esos besos tenían un poder sobre ella. Se miraron en silencio. Él le apartó los cabellos de la cara, con un gesto tierno. —No tienes idea lo que extrañé esto —confesó. Le dio un beso más y se puso de pie, ayudándola a incorporarse. Caminaron en silencio hasta la casa. Se quitó el abrigo que él le labia dado y huyó escaleras arriba. Sacó un poco de ropa y se metió en el cuarto de baño para cambiarse. Quería despojarse de las prendas mojadas por la nieve. Se entretuvo un buen rato maquillándose y arreglándose el cabello. Calculaba que serían las tres de la tarde cuando filió del cuarto de baño y encontró una bandeja con comida sobre la lima y una nota: "Estoy en el estudio trabajando". Ella enarcó una ceja y quitó la servilleta que cubría una jarrita con chocolate, un sándwich y una porción de pastel. Mientras almorzaba, decidió hojear el libro sobre Escocia que había visto la noche anterior. No parecía muy interesante, al menos en las primeras hojas. Le llamó la

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atención la leyenda por la cual el cardo era la flor nacional de Escocia: una bonita historia de cómo un invasor danés, a punto de atacar un campamento de los escoceses, pisó con su pie desnudo un cardo y gritó de dolor, lo que sirvió para que todos los escoceses se despertaran y pudieran repeler el ataque. Desde entonces se lo había llamado el "cardo guardián" y se había convertido en la flor nacional. Tan importante era, que se había convertido en la insignia de la guardia escocesa y de los Highlanders de la Reina. También era el más alto honor pertenecer a la Orden del Cardo y, justamente, el patrono de la orden era San Andrés. Se quedó mirando largamente una fotografía del cardo. De pronto se le antojó que había mucho en común entre esa flor y el hombre que estaba en la planta baja. El Ignacio que ella había conocido en el pasado era el cardo en flor: alegre, jovial y divertido como el púrpura de la flor; era abierto, dado. Pero ahora Ignacio parecía ser espinoso, cerrado, de alguna manera no era agradable y ciertamente podía lastimar. Aun encerrado en su capullo, Ignacio se mantenía erguido. Era oscuro, inalcanzable. No tenía nada en común con el joven del que se había enamorado perdidamente: el Ignacio de aquella época era un desfachatado, un joven que no conocía el límite cuando le decían que no. Ciertamente Ignacio ya no era alegre ni abierto, no tenía bromas en los labios, aunque seguía imponiendo su opinión. Cerró un momento los ojos y se sumergió en el pasado, cuando sabía que él era solo un joven despreocupado. El ruido de la fiesta que se realizaba en el parador de la playa le llegó hasta los oídos como si estuviera allí. El calor y la humedad no habían disminuido en toda la noche. Se oían carcajadas, charlas animadas, gritos de jóvenes que bailaban al son de la música de moda y que comenzaban a silbar cuando surgía alguna canción antigua que ya era un icono. Ella levantó la vista y lo vio, en el mismo sitio en el que lo había dejado hacía un rato. Estaba absorto, algo alejado de todos los demás amigos que bebían cerveza, cerca de la pista de baile. Le extrañó que no se hubiera unido al grupo. Él era uno de los más divertidos en esos encuentros. No solía perderse entre sus pensamientos. Se acercó sin prisa, sabiendo que él no tendría ninguna objeción en salir de allí. Les gustaba escaparse de todos. El calor en el parador era pegajoso e incómodo. Ponía en evidencia la excesiva cantidad de gente que había en un sitio tan pequeño. Él sonrió al verla. Ella sintió la misma secreta vanidad de siempre: le daba placer aquella sonrisa que reservaba para ella, solo para ella, y eso la convertía en especial; un regalo que le había hecho desde que se hicieron novios. Un gesto perezoso, una comisura apenas levantada. —Vamos a caminar —propuso dejándose abrazar, perdiéndose entre sus brazos. Ignacio asintió y le besó la coronilla. Salieron de allí en silencio, tomados de la mano, sin llamar la atención de nadie. Estaban todos demasiado bebidos o divertidos como para fijarse en quién salía de la fiesta. Afuera la noche los golpeó con silencio, y les produjo un pasajero malestar en los oídos por la ausencia de música. La oscuridad estaba regalando sus últimas horas de esplendor antes de ceder protagonismo al amanecer. De a poco comenzaba a soplar el viento. Al bajar las escaleras, Azul acusó la falta de abrigo, arrugó la nariz y miró a Ignacio: el solo tenía una camisa pero a comparación de ella parecía no notar la brisa fresca del sur. —¿Qué te sucede? —Nada —respondió Ignacio sin dejar de caminar, aún la sostenía de la mano y

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ese lazo la instaba a seguir, como si huyeran del bullicio, como si supiera con seguridad hacia dónde se dirigían. Ella aceptó de momento la escueta respuesta y siguió caminando. Sin proponérselo se mantuvieron alejados de la orilla y la arena mojada, que debía estar fría e inmaculada, solo visitada una y otra vez por las lenguas interminables de agua. Azul sentía en la mano la caricia de los dedos de él mientras marchaban con lentitud en línea paralela al mar, en dirección a la escollera: era un sueño pensar siquiera en alcanzarla; a pesar de poder verla, estaban muy lejos. Poco a poco se alejaban de todo para entrar en una franja media donde no había nada que no fuera naturaleza costera, solitaria y momentáneamente olvidada. Azul dejó de caminar para quitarse las sandalias. Él se detuvo a su lado. El parador estaba tan lejos que ya no se distinguía la estructura de madera pero sí se veía el reflejo brillante de las luces amarillas. La luz de la luna mostraba claramente la línea de la costa; con tan pocas olas no había espuma, solo un brillo húmedo que simulaba ser un espejo turbio del cielo estrellado y más claro de lo normal. El sonido monótono de las pequeñas ondas que lamían la playa dominaba el lugar y la serenaba. Era una noche de verano perfecta. Al otro lado estaban los tamariscos y, más allá, los médanos y dunas de arenas tibias que aún guardaban el calor del día. —¿Te sientes bien? Él le dio un beso fugaz antes de contestarle. —Sí. Siempre me siento bien cuando estoy contigo. —Esta noche no hubiera dicho lo mismo. Él se puso de espaldas al parador y la tomó de la cintura, regalándole otra de sus sonrisas. —¿Cómo puedo remediar eso? —preguntó besándole las comisuras de lo labios. —No puedes. Aún no se puede recuperar el tiempo perdido. Veremos, pensó Ignacio. —¿Y si te regalo un tiempo mejor? —¿Podrías? —Aceptó su beso y dejó caer las sandalias que llevaba en las manos. Por esta noche puedo. La boca de él sabía a alcohol, pero los labios estaban salados, aun así ardientes y húmedos luego de besarla. Ella hundió todavía más los dedos de los pies en la arena, intentando en vano aferrarse. La lengua de Ignacio reclamaba el comienzo de un juego, ambos lo sabían. Los sentidos se le llenaron del perfume que despedía el cuerpo caliente. La camisa estaba abierta desde el cuello hasta dos botones más abajo, como una inocente provocación para que lo tocara. Azul inspiró profundamente y se regodeó con el aroma de él mezclado con el olor del mar. La brisa del sur llegaba cargada de humedad, enfriaba la piel que tocaba. Trató de contener el estremecimiento y lo abrazó pegándose a él. Le pasó las manos por la espalda y la tela, suave y resbaladiza, se movió cuando ella lo acarició. Azul se preguntó cómo iban a reaccionar sus sentidos cuando no hubiera ropa entre ellos, cuando las pieles se tocaran sin trabas. Metió una mano debajo de la camisa y la paseó por el largo de la espalda, le gustaba que no hubiera prisa. Ignacio respiró en busca de aire; todo, hasta ellos mismos, estaban bañados por la luz de la luna, única testigo del encuentro. No había más color que ese, una especie de gris agridulce. Hizo a un lado el escote del vestido; la tentación de bajarle los tirantes se le cruzó por la cabeza, pero algo lo hizo contenerse: no quería asustarla. Tampoco tendría más tiempo para asustarla. Recordó la charla que había

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tenido por la tarde con su madre. Bajó la cabeza y con pereza lamió el largo del cuello de Azul, desde el lóbulo de la oreja hasta los hombros, logrando exquisitas sensaciones que se repartían en todo el cuerpo de ella. Sabía que era una zona erógena, sabía que Azul era muy sensible allí. Ella movió la cabeza para dejar más espacio para esos besos. Él pudo sentir con los labios las agitadas pulsaciones en el cuello que besaba. El viento suave le trajo a la mejilla mechones del pelo de Azul, una femenina caricia involuntaria. Azul llevó sus manos al pecho de Ignacio, tocó la piel del torso y se detuvo en las tetillas. Lo oyó gruñir y lo sintió apoderarse nuevamente de su boca. Ignacio ahondó el beso: las lenguas se encontraron en un juego sensual, pero él estaba impaciente, excitado. No se conformaba, quería algo más de ella, lo necesitaba. Esa noche más que nunca. Sintió que las manos de él iban por su espalda, bajaban hasta sus nalgas y las apretaban pegándola con fuerza al cuerpo de Ignacio. No fue capaz de alejarse. Sintió nacer en ella un nuevo deseo. Se acercó aun más a él, incluso cuando las manos dejaron de aprisionarla y se movieron por su cintura, inquietas. Percibía el calor de las palmas que atravesaba la fina tela del vestido floreado y ascendía hasta sus pechos. Aunque se avergonzó, sintió que los pezones se le endurecían y anheló algo más a pesar del miedo por lo que pudiera suceder. Las manos no se quedaron quietas, acariciaron con reverencia la plenitud de los pechos y encontraron sin dificultad los pezones erguidos. Instintivamente ella dio un paso hacia atrás, pero sin que las bocas se despegaran. Ignacio se quejó y la atrajo nuevamente: la besó con más fuerza, jugueteó con la lengua en las comisuras de los labios y se afirmó más a ella haciéndole sentir la dureza de su excitación. Un pequeño gemido escapó de la garganta de Azul. Ignacio deseaba saborearla más, mucho más. Con suavidad reverente hizo a un lado la fina tela que cubría los pechos hinchados. Azul sintió el fresco del aire acariciarle la piel y supo que la boca de Ignacio había abandonado la suya. Lo tomó del cabello cuando él bajó la cabeza para besar un pezón erguido pero no lo alejó, solo tiró de sus bucles cuando sintió que la lengua húmeda creaba maravillosas sensaciones allí donde lamía y mordisqueaba. Ignacio oyó el gemido, Azul se sorprendió por su propia reacción: la piel de los senos estaba sensible, registraba cualquier cambio. Nuevamente Azul se retiró. Y esta vez dejaron de besarse. El quejido de los tamariscos al golpearse unos a otros por el viento que comenzaba a aumentar los hizo tomar conciencia de dónde estaban. La marea seguía subiendo y de allí también venían nuevos ruidos, aun más cercanos. El rompiente era como una serie de chasquidos inquietos, entrometidos, que no los dejaban solos: volvían y volvían y los espiaban en cada regreso. Ignacio apretó la mandíbula, tenía una necesidad inexplicable de tenerlo todo con ella, deseaba todo; no quería ver salir el sol sin sentir que Azul le había regalado los secretos de su cuerpo. Vio que por sobre sus cabezas pasaba la luz del faro de Quequén. Bajó la vista y se encontró con la de ella. Se miraron con amor y algo más, cada uno con un sentimiento distinto. Azul pedía tiempo y comprensión y él solo podía regalarle uno de los dos. Azul vio tristeza en la mirada de Ignacio y no supo cómo interpretarla. —No puedo seguir. —Creyó que tenía que explicar—. Necesito más tiempo. Ignacio asintió, pero era apenas un gesto. Le estaba mintiendo con aquel silencio. Ya no nos queda más tiempo...

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Azul levantó la vista del libro. Ella no supo entonces que aquella sería la última noche juntos antes de perderlo. De haberlo sabido, tal vez no se habría alejado, tal vez se habría entregado, tal vez... "Tal vez" era una frase fundada sobre la nada, porque lo cierto era que ella no lo había intuido, no había tenido por qué hacerlo. ¿Cómo podía imaginarse que el estado retraído de Ignacio se debía a que al día siguiente se iba, a ir de la ciudad por muchos años? Tal vez de haberlo sabido hubiera hecho lo imposible por retenerlo, tal vez seguirían juntos, tal vez se habrían peleado. No lo sabía, eso quedaría para siempre entre las estelas de lo supuesto, de lo que podría haber sido y nunca resultó cierto. Volvió a pensar en aquella noche. Ambos se veían como en una fotografía en blanco y negro: no quería aquel recuerdo tan triste. Ignacio la tomó de los brazos y la abrazó con fuerza. Ambos oyeron el primer retumbar fuerte de las olas en la playa, el primer ruido de un tambor que no se iba a apagar en todo el día. Azul le dio un beso en el cuello y alzó la cabeza. Ignacio miraba el horizonte donde el mar se amigaba con el cielo y simulaban ser uno solo. —Mañana será un estupendo día de playa —comentó ella cuando él la soltó. Ignacio recogió las sandalias y se las puso en la mano. —Así parece. Ven vamos. Ya es tarde y tu padre debe estar mirando la hora. Ella sonrió. Comenzaron a desandar el camino con la misma lentitud con que lo habían recorrido un rato antes. —¿Quieres venir conmigo a la playa? —Sí, quiero. Pero no voy a hacerlo. Ya no tengo más tiempo

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Capítulo 10 Azul cerró el libro y lo dejó donde lo había encontrado. A la tarde se le había pasado en recuerdos. Todavía no percibía que era de noche. Quería hablar con Ignacio, hacerle preguntas. Necesitaba una explicación. Fue hacia el estudio y abrió la puerta sin golpear. —¿Mucho trabajo? Él miró la puerta abierta, Azul estaba apoyada en el marco. —Lo normal. —Dejó sobre el escritorio un bolígrafo y se puso de pie. —¿Qué trabajo es? —Pesca en alta mar. ¿Quieres que te cuente? —Al ver que ella se encogía de hombros, de modo muy femenino, supuso que eso significaba que sí—. Me fui a Chubut porque mi tío me había ofrecido trabajar en los barcos pesqueros. Kenneth nunca se casó, no tenía hijos y yo era el único descendiente varón por parte de su hermana —explicó rodeando el escritorio—. Mi tío murió de un ataque al corazón un año después de que yo comenzara a ayudarlo y me dejó todo su negocio —terminó ante el silencio que ella había mantenido. —Qué bien —murmuró ella. No era la historia que esperaba. Quería oír algo más enmarañado, algo que justificara verdaderamente su lejanía. ¡Estaban hablando de nueve largos años! —No me crees —adivinó él. Le puso una mano en los hombros y fueron hacia el cuarto de estar. Ella iba descalza, en vez de los zapatos tenía gruesos calcetines tejidos. Se había cambiado de ropa y llevaba un atuendo más cómodo. —¿Por qué no volviste después de su muerte? —preguntó deteniéndose en los sillones. —Porque no era tan fácil —respondió—. Mi tío tenía dos barcos y muchos empleados. No podía cerrar su negocio, vender los dos navíos y echar a los marineros —replicó y observó la noche cerrada a través de los ventanales—. Estás decepcionada —afirmó. Ella no le pudo mentir. Se dejó caer en el sillón y miró los leños que ardían e iluminaban toda la sala. —Sí. Porque cuando volviste, cuando me buscaste, pensé que había una historia detrás que te había impedido llegar a mí antes... —Y la hubo. Cuando me encontré dueño de todo eso, me volví ambicioso, lo reconozco —dijo—. Tenía al alcance de la mano la posibilidad de hacerme rico y ese fue mi error: querer amasar una fortuna con la que empezar una vida contigo — finalizó. Después se volvió hacia ella: —¿Lo amas? No se sobresaltó al escucharlo. Lo miró por largo rato pero no dijo nada. No sabía qué decir. —Dime, ¿lo amas?—insistió. Ella continuó mirándolo. —Basta —dijo finalmente. — Contesta.

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—Déjame en paz —pidió en voz baja. No lo ama: si lo hiciera no tendría más que decírmelo y sabe que me mantendría fuera de la habitación. Sería tan fácil hacer que yo la llevara de regreso a Necochea: con solo darme un "sí, lo amo" me dejaría afuera. Pero no lo dijo. No quiere o no puede mentirme. El silencio vale más que una explicación. Gracias a Dios. Raúl se quitó los lentes y trató de ignorarlo, pero la paciencia se le agotaba rápidamente. Se movió por el comedor y elevó los ojos al techo, por detrás oía un ruido similar al que hacían sus zapatos. Caminó alrededor de la mesa y el eco de otros pasos lo siguió. —Detente ya —gritó al girarse. Augusto se llevó las manos a la cintura, plantándose ante su hermano. —Entonces haz el favor de soltar alguna palabra. —Es imposible hablar contigo si te tengo pegado a mis espaldas —replicó caminando hacia los sillones. Para su alivio, su hermano no lo siguió. —Estás muy susceptible —dijo sin dejarse amilanar—, y yo que creía que hacía una obra de bien al venir a saludar a mi hermano —dijo y se acercó hacia donde estaba Raúl, pero se detuvo ante su mirada—. ¿Estabas llorando? Raúl no se caracterizaba por bromear seguido. —¿Ya atormentaste a Federico hoy? ... —Intenté, pero no estaba en su casa. —Le siguió el juego—. ¿Qué tal si me invitas un café?—sugirió. —Se me terminó. —No tengo. —¿Agua? ¿O tampoco tienes? —preguntó sarcástico. —Azul es la que hace las compras. —Era lo más cerca que podía estar de una disculpa, se dijo en silencio mientras iba hacia la cocina. Oyó un suspiro detrás. —Sí, mi sobrina es una maravilla. Pero será mejor que te acostumbres o cuando ella se case morirás de inanición. —¿Cuántos vasos tomarás antes de irte? Augusto largó una carcajada, pero en realidad no estaba contento: su hermano lo decía en serio. Alabado Dios que había derramado en él todo el sentido del humor. No quería estar en las mentes de sus hermanos, siempre tan serios y responsables. La única forma de que se rieran con sus chistes era que alguien estuviera haciéndoles cosquillas por detrás. La imagen le causó gracia y se atrevió a sonreír. —¿Te tragaste algún payaso del consultorio? —preguntó Raúl tendiéndole el segundo vaso de agua. Augusto se llevó una mano al pecho. —¿Estás siendo irónico o bromista? Y yo que pensaba que no tenías sentido del humor. El ruido del timbre lo salvó a Raúl de tener que darle una contestación. Se acercó a la ventana y lo que vio no le gustó para nada. El coche de Fernando estaba estacionado y el muchacho delante de la puerta. —Yo voy a abrir —propuso Augusto saliendo de la cocina. Lo último que le faltaba al dueño de casa era tener que lidiar con esos dos tipos juntos: la imagen de uno desesperado y del otro pesado le causó una aceleración en

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el corazón poco saludable. Se apresuró y tomó del cuello del suéter a su hermano. —Ey, me vas a ahorcar —se quejó llevándose una mano al cuello. —Vete a la cocina—ordenó plantándose delante. —Pero... El timbre sonó nuevamente. —No seas chiquilín —replicó, pero al ver el rostro furioso de su hermano lo pensó nuevamente—. ¿Me lo estas diciendo en serio? —Sí, vete a la cocina. —Me vas a esconder —lo acusó. —Exactamente. Es un paciente... muy tímido —inventó—, y no quiero que lo apabulles. Augusto aceptó ser empujado hacia la cocina. No le resultaba grato que pensaran que podía hacer sentir mal a un paciente, pero él también era médico y sabía lo difíciles que podían ser. Ciertas veces los adultos eran peores que los niños. Se volvió para decirle algo y chocó contra la puerta que el dueño de casa había cerrado. De curioso apoyó la oreja contra la madera: la tentación era más fuerte que él. Raúl inspiró hondo y abrió. Tal como se imaginaba, el rostro de Fernando no era el tranquilo y sonriente que estaba acostumbrado a ver. Se hizo a un lado mostrando sus mejores modales y luego cerró. —¿Azul está aquí? El hombre negó con la cabeza. —No, ella no está aquí. —Hizo una pausa y estiró una mano en un claro gesto para que se sentaran, pero Fernando se negó. Se lo veía impaciente, preocupado, casi enojado—. Ella viajó al sur. —¿Pero por qué no fue a Mar del Plata? —se quejó sin entender qué había sucedido—. Yo la estaba esperando, hablé con ella el día anterior, ¿me espera en el sur? —No, Fernando. Azul quiere estar sola. Ella se vio avasallada por la proximidad del casamiento... No está contenta con lo que ha hecho, pero debes entenderla — pidió tratando de usar el mayor tacto posible. Augusto casi gritó de alegría al saber que su sobrina había dejado plantado a su prometido. No era que el muchacho no le cayera bien, pero para un tío celoso siempre era mejor saber que su sobrina estaba de vacaciones sola y no con un hombre. Ya sabía él que ella era muy inteligente. —Pero tendría que haber hablado conmigo. Ella al menos tendría que haberme llamado —reprochó Fernando, mientras se llevaba una mano a la cabeza, frustrado. Augusto decidió que debía ir en socorro de su hermano. Tenía que ayudarlo a lidiar con ese hombre desesperado. Vaya si sabía que su sobrina era una buena pieza para cualquier hombre, pero era una Maillán, ¿por qué no había sido más selectiva al elegir novio? Abrió la puerta y entró al comedor, con lo que atrajo la atención de los otros hombres. Su hermano lo fulminó con una mirada que era una clara advertencia para que no hablara. —Fernando, querido, ¿cómo estás? —Le dio una palmada en la espalda—. ¿Quieres tomar algo? En estos casos nada mejor que algo fuerte. ¿Dónde tienes el whisky? —preguntó a su hermano, pero nuevamente, si las miradas pudieran matar, ya estaría muerto. —Fernando no quiere tomar nada —replicó Raúl. Lo último que quería era un novio borracho. —¿Cómo sabes si no le has preguntado?

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—¿Escuchabas detrás de la puerta? Fernando miró a los dos hermanos y se refregó la cara. Se aclaró la garganta llamando la atención de ambos. —Azul no contesta el teléfono móvil. ¿En qué hotel se hospeda? No está en el que teníamos las reservaciones. Augusto miró a su hermano. —No creo que sea el momento de charlar, mi sobrina debe estar realmente confundida si ha decidido hacer silencio. Lo más prudente es esperar a que ella regrese. ¿Qué dices Raúl? ¿No es cierto que tengo razón? La primera cosa coherente que dice, pensó el otro. —Augusto tiene razón. Mejor esperemos a que ella vuelva. Fernando asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. —Si llega a hablar con ella, dígale que me llame. Yo tampoco estoy bien con todo esto. Malditos, cómo se ve que no son ellos los que quedaron esperando como estúpidos. Ya los quisiera ver en mi lugar, a ver si se sentaban a tomar whisky y esperar a que llegue Azul. Pero, ¿dónde la ubico? Si ellos no me dicen nada, no tengo a nadie más a quien preguntarle. Caterina no me va a decir nada; está totalmente en contra de mi relación con Azul. Pero ¿por qué habrá hecho esto? ¿Por qué? Si estábamos bien. Ella tendría que haber venido a hablar conmigo; yo tenía que enterarme de lo que le sucedía, si yo la voy a comprender. Estamos hechos el uno para el otro... —¿Con que un paciente, eh? —lo encaró Augusto. Raúl se fue a la cocina, estaba seguro de que su hermano lo iba a seguir. —Es poco adulto escuchar detrás de las puertas. —¿Y qué me dices de mentirle a tu hermano? —Se tocó el pecho—. A mí, que soy tu hermano menor, quien recibió a tu hija al nacer; a mí que la quie... —Basta de teatro, Augusto, la cabeza me estalla. —Y te va a doler más luego de mis preguntas. ¿Dónde está Azul? —En el sur, es cierto que se tomó unos días para pensar. Está muy confundida con la proximidad del casamiento. —Lo tendría que haber pensado antes. —¿Acaso no eres el que más la quiere? —le recordó. —Porque la quiero pienso que no tendría que haberse ido tan lejos. De haberse refugiado en mi casa yo no hubiera dejado siquiera que el ascensor llegara a mi piso. — Sobre mi cadáver. Ella tiene padre y casa donde refugiarse. Augusto aceptó el vaso de agua que le ofrecía Raúl. En tres tragos lo vació y se lo devolvió. —Ya no quiero más. Con este, seguro que tendré que evacuar detrás de algún árbol. Por primera vez Raúl no lo reprendió por la descripción. —Entonces, ya que no quieres tomar nada más, ¿te vas? —¿Seguro que Azul está bien? —Muy bien, ya me oíste —aseguró poniéndole una mano en el hombro y llevándolo hacia la puerta. —En cuanto hables con ella dile que tiene mi apoyo. —No le voy a decir que ando comentando sus cosas personales con todos. —Pero soy su tío—argumentó al llegar a la puerta. Raúl puso los ojos en blanco. —Ni me lo recuerdes. Como para olvidarlo, si me lo dices continuamente.—

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Abrió la puerta. Qué mal humor. —Y se pondrá peor si sigues aquí. Augusto salió de la casa y se encogió de hombros al oír el tazo a sus espaldas. Cascarrabias. Azul lo siguió a regañadientes a la cocina. La pregunta de si amaba a Fernando había quedado flotando en el aire, sin respuesta. Ignacio simplemente había decidido cambiar de tema y de lugar. Se quedó rezagada, indecisa. Ignacio no le prestó más atención; la cocina se convirtió en su territorio. Pensar en eso le robó una sonrisa. Despacio, sin hacer ruido, queriendo pasar inadvertida, se acercó más. La mesa era amplia. El recuerdo de lo que hacía en su casa de pequeña le dio el empujón final y se sentó en una de las puntas de la mesa. Preparó una réplica defensiva por si él acotaba algo, pero Ignacio no dijo nada. Parecía totalmente concentrado en su nuevo rol de cocinero. Y no lo hacía tan mal, notó con cierto asombro. Sabía dónde estaba todo. No abrió dos veces el mismo cajón, ni devolvió nada de todo lo que sacaba. Un paño colgaba del bolsillo derecho del jean. Una botella de vino tinto descansaba ya descorchada junto a una olla. De manera seductora vertió el precioso líquido rojo en una copa y se la tendió con una media sonrisa. Azul tomó la copa, la giró levemente, se llenó los sentidos con el fragante aroma del vino y probó un sorbo, exquisito. Ignacio puso una sartén sobre el quemador y echó unas gotas de aceite. Luego ralló con rapidez una zanahoria y picó con destreza una cebolla. Puso todo en la sartén y el fuego hizo su trabajo. El sonido de las verduras al cocinarse y el delicioso aroma que llenó la cocina aparecieron como magia. Azul se mordió el labio, encontraba toda la escena muy placentera. ¿Qué más sorpresas tendrás guardadas, Estember? A cada rato te descubro una nueva faceta: hay algo más que me muestras y que me sorprende. ¿Por qué me sorprende tanto? Lo sé, porque nunca pensé que serías tan considerado de saber cocinar. Nunca imaginé que cerca de los treinta años un jean viejo y una camisa te quedaran tan bien; Dios, qué guapo que te ves así... Azul sorbió un poco más de la copa, tragó el líquido y se pasó la lengua por los labios. Jamás había creído que ver cocinar a un hombre podía ser tan... sensual. Él echó una pizca de pimienta a la sartén con los dedos y ella pudo imaginar a esos mismos dedos sobre su cuerpo, deslizándose por la piel, despertando sus sentidos, sus manos haciendo maravillas por donde la tocaran... Estoy delirando, esto no está bien. No puede parecerme sensual que él corte una cebolla. Es comida, por Dios. Azul, reacciona: solo está cocinando. Pero ella veía más que el procedimiento de cocinar, ella notaba las mangas de la camisa adherirse a sus músculos, veía que, cuando él giraba, la tela del pantalón le marcaba la cadera y la mano que bajaba a limpiarse en el paño era grande, de dedos fuertes. Y esa misma mano podía tocarla, si ella se lo permitiera. Detente, Azul. Esto es una locura. Él no va a hacerte el amor, solo está cocinando para ti. Él sabe cocinar, conducir y mil cosas más que saben hacer un millón de hombres en este mundo... Ignacio la miró un momento y ella aún tenía la vista fija en sus dedos. —¿Qué te sucede? Azul levantó la vista con brusquedad, ruborizada, la había descubierto.

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—Nada, nada. ¿Por qué? —Porque estás sonrojada. ¿En qué pensabas que mirabas con tanta insistencia mis manos? En que tienes unas manos fuertes para sostener el cuerpo desnudo de una mujer... —Nada, es el vino que me da calor. Sabes que no soy buena bebiendo —le recordó alzando la copa. Él negó con la cabeza, pero si no le creyó, no dijo palabra. Revolvió con una cuchara de madera la salsa que ya estaba condimentada , y le dirigió una mirada y un guiño mientras mojaba un dedo en la sartén. Azul lo vio aproximarse a ella y acercarle el dedo a la boca. El modo en que la miró implicaba un claro desafío. Tragó en seco y no le quitó la vista. Aceptaba el reto. Se estiró un poco hacia delante e inclinó los labios hacia el índice de Ignacio. Abrió la boca y chupó el dedo; no dejó de mirarlo en ningún momento. El olor del cuerpo de Azul lo golpeó cuando ella se echó hacia delante; fue como una ola invadiéndole los sentidos, excitándolo. Sentir la lengua de Azul fue el detonante de su reacción, ¿qué hombre no lo haría con una mujer así? Se acercó aun más y se acomodó entre las piernas de ella. Azul se tiró hacia atrás, pero él la tomó de la cintura: no la iba a dejar retirarse tan fácilmente del juego. Era un bocado que difícilmente alguien dejara pasar; se sentía como un lobo hambriento. Azul posó sus ojos en la boca de Ignacio. Lentamente le llegó a la nariz el perfume de él. Le puso las manos en el pecho pero lejos de alejarlo, sentía la necesidad de tocarlo; los latidos del corazón de Ignacio le llegaban a las palmas. No volvió a echarse hacia atrás cuando presintió que iba a ser besada; necesitaba ese beso con desesperación y no se iba a privar de ese placer: Ignacio la deseaba del mismo modo que ella a él. Engañarse no servía de mucho en aquel lugar. La lengua de el rozó sus labios antes de que las bocas terminaran de tocarse. Para los sentidos de Azul aquello fue demasiado. Resistirse a él era un trabajo poco gratificante. Le pasó las manos por el cuello atrayéndolo y terminó de entregarse. Sintió los dedos de él apretarle la cintura en reacción al beso. Las lenguas jugaron sensualmente; ninguno supo en qué momento el beso se volvió exigente y desesperado. El placer de besarse los llevaba a profundizar lo que hacían, a querer más, mucho más. Ella le mordió suavemente el labio inferior y oyó el gruñido de aprobación: aquello no bastaba. Ignacio se retiró con la respiración agitada y el corazón desbocado. Apoyó su frente contra la de ella. Las ganas de llevarla escaleras arriba eran poderosas. —¿Qué tal está? Azul tardó un poco en reaccionar y le llevó un poco más poder dejar salir su voz. —¿Qué cosa? —La salsa. Y el beso —agregó dándole otro, corto. —Exquisitos. Fin del juego, era mejor así. Por el momento, se prometió. —Soy muy hábil —contestó vanidoso mientras sin esfuerzo la bajó de la mesa, pero sus manos siguieron en la cintura. Azul quitó las manos del cuello, pero no dejó de mirarlo. —En ambas cosas —coincidió antes de intentar alejarse. Pero él la retuvo. Le tomó una mano y la miró. El anillo de compromiso brillaba odiosamente, un permanente recuerdo de que ella estaba prometida a otro hombre,

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y para él eso era impensable. Era de él, únicamente suya. Con cuidado le quitó el anillo que salió sin dificultad: el destino decía que no lo tenía que llevar. Azul lo miró hacer y no pudo detenerlo, no quiso. Realmente jamás había pertenecido a otro hombre que no fuera a Ignacio.

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Capítulo 11 El miedo a lo desconocido, la ansiedad por conocer el temor a que no le gustara, los nervios por actuar bien. Todo aquello se filtró en su mente en el mismo instante en que él la tomó de la mano, ahora despojada del anillo de compromiso, y la condujo hasta la habitación. Podía echarse atrás, estaba segura de que él la respetaría; pero ¿quería? ¿Realmente quería seguir viviendo en aquella ignorancia, sin saber si podían llegar a complementarse tan bien como lo había soñado esos años? ¿Sentiría lo mismo o más que cuando la besaba? Tenía que ser así, tenía que ser mejor. Ese hombre provocaba algo en ella de solo observarlo. Sentía necesidad de él, una necesidad nacida de la nada porque no conocía mayor intimidad que la de los besos y abrazos robados en una adolescencia demasiado ingenua y cuidada. Vio la mano de Ignacio elevarse sin prisa y supo que acabaría con lo que había empezado hacía muchos años, demasiados. Ignacio apoyó la mano en la nuca de Azul y sintió la rigidez del pequeño cuello: ella estaba expectante. En lo único que pensó el momento previo a besarla fue en la calma: no había apuro, tenía todo el tiempo del mundo. Pero la falta de prisa no actuó como freno a la hora de saborearla. Hacía años que convivía con la necesidad de tenerla así, allí, rendida ante él; y ahora que había llegado el momento, la necesidad se volvía imperiosa, no se calmaba, no disminuía su hambre, su deseo mal acallado durante nueve largos años. La boca de Azul tenía un dejo de sabor a vino. La lengua suave, pequeña y juguetona no se mostró tímida ante aquel encuentro. Aquel no era un beso robado, era un beso dado por placer, por necesidad: un beso que mostraba el principio del fin de aquel alejamiento. Aún no terminaba de poseerla, ni siquiera había comenzado, pero ya quería que aquello fuera para siempre. Azul lanzó un gemido como queja cuando Ignacio alejó sus labios de los de ella. Aspiró aire por la boca en un intento por recuperar el aliento. Se sentía curiosa, con el corazón desbocado y sin ganas de calmarlo. Quería que Ignacio hiciera algo más, quería que él se hiciera cargo de la situación. También quería participar, pero no sabía por dónde empezar. Ignacio la miró, sus ojos jamás habían tenido tanta profundidad, tanta oscuridad. —No tengas la menor duda: te voy a hacer el amor. Ella le puso las manos alrededor del cuello e intentó besarlo, pero Ignacio se echó hacia atrás, esquivándola. Quería perderse nuevamente en el sabor de su boca, quería disfrutarla, descubrirla. Ella aceptó su juego con una tímida sonrisa. Él desabrochó uno a uno los botones de la camisa, el ruido metálico sonaba extraño y electrizante. Pero Ignacio no tenía prisa. Con suavidad, lentamente, se dedicó a desprender los botones y sus reservas. Estaba dándole tiempo para que lo alejara, para que se arrepintiera, pero ella seguía sumida en el silencio; hipnotizada, no dejaba de mirarlo. Finalmente ambos lados quedaron separados, la camisa abierta, y un sostén de encaje blanco se mostró en su esplendor. Aquella vista del cuerpo de Azul lo excitó: la piel sedosa, la voluptuosidad de

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los pechos plenos. Pasó los dedos por sobre el borde del encaje, la piel estaba tibia, el pecho subía y bajaba agitado. La vio morderse el labio inferior y supo que había cerrado las manos en dos puños. Ella se estaba excitando con ese comienzo. Dios, cuánto la deseaba. Por sobre todo quería tenerla en ese mismo momento sobre la cama y, sin embargo, algo se lo impedía, aquella iba a ser la primera vez que se acostarían juntos y no quería un rápido revolcón, sino una noche de placer: degustarla con calma, tenían todo el tiempo del mundo. Pasó los dedos por sobre el encaje y aquella simple caricia obró como magia: el pezón se endureció al instante, reclamando su atención. Hizo a un lado la tela, dejando al descubierto el seno, la corona rosada estaba turgente, ya sin restricciones. Cerró la mano sobre el pecho. Estaba caliente y firme. Él la miró. Azul tragó en seco y cerró los ojos. No podía mirarlo, no así, no en aquella situación. Un dejo de vergüenza comenzó a asomar, pero lo hizo a un lado con rapidez. —¿Deseas esto? —preguntó acariciando con los dedos los costados del seno: la piel era fina, suave. No le salieron las palabras al primer intento; al segundo, la voz sonó ronca. —¿Por qué me lo preguntas? —inquirió levantando los párpados pero sin mirarlo directamente a los ojos. ¿Acaso no era demasiado obvio lo que él estaba despertando en ella? No quería creer que fuera de los que se vanagloriaban de cada gemido que le arrancaban a una mujer. —Me deseas. ¿Quieres saber cómo se siente tu cuerpo desnudo contra el mío? ¿Sentir finalmente que vas a ser mía? Ella no lo entendía. Él no dejaba de acariciarla, como si necesitara un incentivo. Se inclinó hacia delante buscando más de esas caricias. —¿Qué quieres saber? —Tengo miedo de estar avasallándote con mi llegada. Sé que no te di elección, que soy autoritario por haberte traído hasta aquí. Fue mi decisión raptarte y desoí tus deseos de volver a la ciudad. Pero reconocerlo no me lleva a arrepentirme —le advirtió. Azul esbozó una sonrisa: descubrir esa inseguridad la alivió. No era la única que tenía temores acechando en las profundidades de la mente. —Es nuestra primera vez, no me estás llevando por delante en esta ocasión pero... —Todo estará bien —aseguró destruyendo la última barrera de dudas que se mantenía en pie. Ignacio no tenía prisa, salvo en una cosa: quitar toda la ropa que se interponía entre ellos. Tomó las solapas de la camisa de ella y las deslizó por los brazos con lentitud. Sus miradas se cruzaron y Azul le robó un beso mientras liberó las manos de las mangas, abrazándolo. —Esto será mi ruina. —Conmigo jamás caerás —le susurró al oírla. Pero igualmente se dejaron caer en la cama y se sonrieron como dos eternos adolescentes. Él le besó el cuello, bajó por el escote, mordió suavemente la piel del pecho y quitó con suavidad el sostén. Ella se llevó instintivamente las manos a los senos. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho largó una carcajada y lo tomó de los cabellos. Pero él no se detuvo, buscó un pezón con la boca, lo degustó y luego hizo lo mismo con el otro: lo mordisqueó suavemente arrancándole gemidos de placer. Azul deslizó las manos por la camisa de él y se la fue subiendo, dejando

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que los abdómenes se tocaran. El roce de la piel contra la piel la hizo pegarse aun más. Las manos de Ignacio bajaron lentamente hasta la cintura y se detuvieron en el pantalón que ella llevaba. Ella sentía la necesidad de liberarse de todo lo que tenía puesto y le apartó las manos para sacarse ella misma el pantalón. Ignacio hizo lo mismo con el suyo. Se oían las respiraciones agitadas. Cuando cayeron nuevamente en la cama, no había nada que se interpusiera entre ambos. El la tomó de la cintura y la acostó sobre su cuerpo. Un estremecimiento los recorrió a ambos. Ignacio cayó en la cuenta de lo menudo que era el cuerpo de Azul: allí tendida sobre él parecía una criatura, una muy femenina y sensual criatura que se refregaba contra él aumentando su erección, si es que eso era posible. El juego apenas había comenzado, pero ¿cuánto más podía durar? Quería hacerlo eterno por ella pero su parte primitiva buscaba la satisfacción inmediata, aunque sabía que eso no era justo ni caballeroso para con Azul. Además, ese era el primer encuentro sexual que tenían y quería causarle una buena impresión. Recorrió de largo a largo la pequeña espalda. Las nalgas estaban apretadas porque Azul no dejaba de mover su cadera contra él y no tenía idea de cuánto estaba logrando con aquel simple movimiento. Entonces comprendió que era un aprendizaje mutuo: saber lo que le gustaba al otro, descubrir las zonas sensibles, conocer qué caricia robaba un suspiro. Ignacio la tomó del rostro y quiso besarla, pero la boca de Azul se entretuvo con su dedo índice y lo mordisqueó: la lengua recorrió la yema, succionando, chupando. —No creo que sepas lo que estás consiguiendo —dijo dándose la vuelta y aprisionándola contra el colchón. Apartó el cabello negro de Azul y le lamió el lóbulo de la oreja. Deslizó la lengua por el cuello, bajando por el valle entre los senos. Besos mojados recorrieron el vientre plano y se detuvo al comienzo del oscuro vello que resguardaba su intimidad. Azul se apoyó en los codos y lo miró con la respiración agitada: ya no sentía pudor. Las miradas se cruzaron un momento, luego se dejó caer suavemente sobre la cama, permitiéndole que hiciera lo que deseara en su cuerpo. Cerró los ojos y se entregó a las placenteras sensaciones que comenzaron a recorrerla. Se contorsionó cuando sintió la lengua caliente y húmeda tocar su feminidad y gritó de placer ante esa nueva sensación que le hizo levantar las caderas, pidiendo más de eso que no sabía qué era. Instintivamente comprendió que buscaba algo y rogaba que Ignacio supiera dárselo. Entonces sintió que él se erguía. El colchón se movió por el cambio del peso. Sintió que él se colocaba entre sus piernas: iba a penetrarla y sus miedos fueron reemplazados por la urgencia de tener algo que no podía describir: levantó las caderas y salió a su encuentro. El dolor del himen roto la atravesó de lado a lado. La sensación le recorrió todo el cuerpo, aunque se concentró en su vagina. Finalmente abrió los ojos. Ignacio la miraba con asombro y nuevamente el miedo la hizo encogerse; él también lo vio. Metió una mano entre ambos y le acarició suavemente el clítoris robándole una respuesta que no sabía que era capaz de darle luego del dolor que había sentido. Cuando cerró los ojos, el ardor continuaba allí, pero estaba haciéndose a un lado por la vuelta de la necesidad de algo más, cediéndole su puesto al placer. Sin quererlo, levantó las caderas. Él se dejó caer sobre ella y la besó con pasión, devorándole la boca. Apenas la dejaba respirar. Llevó sus manos a los pechos y los acarició sin detenerse mucho en ningún lado: sus manos no se quedaban quietas y su boca tampoco. Las respiraciones eran jadeos y ya nada que no fuera la búsqueda del placer importaba. El comenzó a moverse dentro de ella con un ritmo suave al principio, pero que iba ganando intensidad a medida que ella le clavaba las uñas en la espalda. En algún momento se había aferrado a él como si fuera una tabla de salvación, como si

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temiera que él la dejara. Las piernas de Azul estaban abrazadas a la cintura de él. Los embates eran cada vez más cortos, más fuertes, más bruscos, y Azul supo que la liberación estaba cercana, aunque aquella fuera su primera vez: simplemente lo sabía porque estaba llegando a un punto en el que no podía acumular más sensaciones. Entonces explotó en su vientre lo que había estado reteniendo y, sin ser consciente de ello, gritó mientras experimentaba pequeñas pulsaciones en sus partes íntimas y, en un intento por retener aquella marea de estremecimientos, apretó en su ser al miembro de él, logrando lo que no desconocía que podía obtener: que Ignacio alcanzara su liberación y eyaculara en su interior. El se arqueó y se contrajo. Luego se dejó caer al lado de Azul. El silencio era roto solo por las respiraciones agitadas, que poco a poco se iban calmando. Azul echó de menos el calor del cuerpo que había tenido sobre el suyo. Sintió frió y no le importó tener que ser ella la que lo buscara. Se acurrucó contra él. El la tomó de la cintura para tenerla un poco más cerca. El silencio reinó en la habitación, cada uno respiraba sin hacer ruido. —No creí... Nunca imaginé que fueras virgen. Pasaron tantos años y eres realmente una mujer hermosa... Ella sonrió, liberada de la preocupación que le había producido su inexperiencia. —Supuse que te alegrarías. —Entre todo lo que siento, también está la satisfacción de saberme primero y único. La sintió estremecerse en una risa silenciosa. Le gustaba que ella estuviera contenta; él también lo estaba. Era asombroso que le llegara aquel regalo para su hombría. No lo había imaginado, ni siquiera había soñado con aquello. La acercó todavía más y la apretó contra su cuerpo: era imposible tenerla más cerca; era suya. Finalmente suya.

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Capítulo 12 Mentía si decía que recién se despertaba. Estaba segura de no haber logrado pegar un ojo en toda la noche. Hicieron el amor tres veces y cada vez parecía no ser suficiente, como si en cada encuentro no llegaran a degustarse lo suficiente: les sabían a poco los besos y las caricias. Cerca de la madrugada había caído en un ligero sueño del que salió con la sensación de que algo no estaba bien. Ignacio dormía a su lado boca abajo, despatarrado, ocupando todo el ancho de la cama, las sábanas apenas le cubrían los muslos. La habitación estaba en penumbras, aun así la culpa la encontró. Ya está. Ya lo hice: no puedo dar marcha atrás. Cálmate, Azul. Cálmate. Yo que creía que jamás iba a volver a tocarlo, a sentirlo... Me tiemblan las manos de recordar lo que hicimos. ¿Cómo podía explicarle a su prometido que se había acostado con su antiguo novio? Al ponerse de pie sintió un leve dolor en sus partes íntimas. Sonrió con tristeza, ciertamente su primera noche de amor dejaba una huella en su cuerpo. La sensación de haber caído muy bajo la acechaba, encerrándola como a una presa indefensa. Aquello era un sueño que no podía durar: aquella escapada llegaría a su fin y ella tendría que enfrentarse al desastre que su aventura había causado a cientos de kilómetros de allí. Si tan solo pudiera quedarse el resto de su vida enclaustrada en aquel paradisíaco lugar con un hombre atractivo y un hogar en el cual pudieran ser felices, entonces no tendría que arrepentirse de aquella noche. Pero ni siquiera sabía qué era lo que él esperaba una vez que regresaran a Necochea. En el piso estaba tirada su ropa: una maraña de tela donde distinguía entre sombras las prendas de Ignacio. Alzó el suéter y se lo llevó a la nariz, olía a él. Una fragancia perdurable. Buscó a tientas un pantalón y un abrigo, tomó su bolsito de mano y salió sigilosamente de la habitación. Se apoyó en la pared del pasillo. No podía enfrentarlo. Se vistió allí, sintiéndose una fugitiva que no hace ruido y echa miradas furtivas hacia el dormitorio. Bajó las escaleras con sumo cuidado: había muchos escalones que crujían. El sol comenzaba a salir, pero sin fuerza; la mañana se estaba poniendo gris. Levantó la tapa del arcón de donde lo había visto sacar ropa y buscó el abrigo, los guantes y el gorro. Las manos le temblaron al pensar en lo que iba a hacer. Sacó del bolsito dinero y pañuelos desechables y los metió en uno de los tantos bolsillos. Hurgó en varios cajones con cuidado hasta que dio con unos cuantos chocolates que también guardó. Se resistió al deseo de dejarle una nota: su ausencia sería suficiente explicación. Abrió la puerta apretando los dientes. Claro que tenía miedo, pero estaba dispuesta a correr algunos riesgos en el camino antes de tener que ver la cara de Ignacio y hablar de lo que habían hecho. No, no podía ni siquiera mirarlo. Era como reconocer que él había ganado.

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Tenía suerte, estaba nevando lo suficiente como para cubrir sus huellas. Bajó con cuidado los escalones de la galería y se detuvo sin saber para qué lado seguir. Tanteó primero para ver qué tan profunda era la nieve y luego comenzó a apurar el paso. Cuanto más se agitaba, más blanco se hacía el vapor de su respiración. Su única oportunidad era seguir el sendero y esperar llegar a algún sitio. No sabía cómo manejarse en la nieve. Había perdido la noción del tiempo y se preguntó cuan largo podía ser el trayecto hasta un camino principal o un poblado. Ya comenzaba a sentir el cansancio. Estaba helada a pesar de llevar mucha ropa y el mechón que se había escapado del gorro estaba empapado. El lugar ciertamente era precioso: una cabaña apartada de las miradas, sin ruido de coches ni de tránsito; solo el murmullo de los pájaros y el viento. La vista se perdía entre el verde de los pinos, el blanco de la nieve y el gris del cielo. Era el lugar soñado por los amantes de la tranquilidad. Se preguntó cómo había dado él con aquel lugar. Creyó oír ruidos y se detuvo aguzando el oído. Era el ronroneo de un motor: la había descubierto. Miró en rededor, en un inútil gesto de buscar un escondite, un refugio, pero solo tenía un monte a su izquierda. No lo dudó ni un instante: abandonó el camino y comenzó a correr hacia los árboles. Por fuera del sendero la nieve acumulada le llegaba casi a las rodillas. Se desesperó al ver que con cada paso se enterraba un poco más. El ruido se hacía más fuerte. Su pánico se hacía más intenso. Pero algo estaba mal, el deportivo de Ignacio era silencioso y le pareció poco probable que pudiera rodar por aquel camino nevado. Él no podía haberle colocado las cadenas a los neumáticos del coche en tan poco tiempo. Haber llegado a esa conclusión solo sirvió para asustarla más. ¿Y si no era Ignacio?, pensó. Podía pedir ayuda, se tranquilizó mientras llegaba a un pino. O podía ser que el desconocido no fuera de fiar. Respiró hondo tratando de recuperar el aire y continuó avanzando al siguiente arbusto. Se internó un poco más y se detuvo. Nadie la podría oír si llegaba a meterse en problemas. La cabaña había quedado a tres o cuatro kilómetros y no sabía cuánta distancia podía haber hasta el próximo lugar habitado: sus gritos no serían oídos. Tembló de miedo. El ruido del motor había cesado. Se apoyó de costado en un tronco y trató de pensar con claridad. Miró la hora, había pasado mucho tiempo desde que había salido de la cabaña. Iba a esperar quince minutos y si no escuchaba nada... Alguien la tomó del hombro por detrás y la tiró de espaldas. Gritó llena de terror, hasta qué sintió que le tapaban la boca. Lo siguiente que vio fue la cara de Ignacio, pegada a la de ella: el rostro distorsionado por la furia, los ojos grises fríos y con una extraña expresión siniestra que la impresionó. —Nunca más en tu vida vuelvas a hacerlo. —La voz sonó como un látigo. Se puso de pie y tiró de ella con brusquedad. Azul tenía lágrimas en los ojos, estaba pálida y temblorosa. —No te atrevas a llorar —le advirtió Ignacio. —Me has asustado. —Fue solo un susto y da gracias a los cielos que haya sido solo eso. Si hubiera sido otro, podrías estar pasándolo mal. Al oírlo hablar así se estremeció e involuntariamente dio un paso hacia él. —Ahora no tiene caso que cuides tus espaldas —le reprochó con dureza—. No suelen andar extraños por esta zona —agregó en un débil intento por calmarla.

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Ella no se atrevió a mirarlo. —¿C-cómo me encontraste? Él esperó a que ella lo mirara. —Tus huellas, tu ropa oscura, tu respiración agitada, la bufanda que perdiste —enumeró punzante—. Por no hablar de tu pésimo escondite. Ella se quitó la nieve que tenía en la ropa, avergonzada. Entonces vio el mango del cuchillo que sobresalía de la bota. —¿Qué es eso? —preguntó cautelosa. Ignacio miró, haciéndose el distraído, aunque no ignoraba a qué se refería Azul. —Eh..., yo no sabía qué había sucedido y tomé lo primero que encontré en la cocina. Genial excusa le vengo a dar. ¿Qué puedo decirle? ¿La verdad? Dudo de que se tranquilice al saber que lo que tengo encima es un arma letal en manos diestras, que lejos de ser un cuchillo de cocina es uno de combate y que lo he preferido antes que a la pistola porque puedo matar sin hacer ruido en caso de tener que enfrentarme a un enemigo sin levantar voz de alarma. No, no puedo decirle la verdad. Azul se contentó con la explicación, hasta se sintió conmovida por la preocupación de él. —Lo siento, Ignacio. No puedo hacerlo. Al despertar y recordar lo de anoche, yo... me sentí terriblemente avergonzada —se disculpó—. ¡Estoy comprometida! Y le he sido infiel a un hombre que ha sido bueno y paciente. —Tomó aire—. Y él no se lo merecía. Ahora lo he hecho quedar como un tonto y no me perdonará... —No me arrepiento y no me voy a disculpar. —La cortó enojado, furioso. Ella se quedó sin saber qué decir. El aprovechó el silencio para quitarse el abrigo y se lo colocó sobre los hombros, mientras que con movimientos diestros le arreglaba la ropa. La nieve había vuelto a caer en abundancia. Azul se dejó abrigar como lo hacía en la adolescencia. El recuerdo la hizo estremecerse. —Te congelarás —notó cuando lo vio solamente con un suéter. —No me digas —bufó. La tomó de la mano y la instó a caminar—. Sería una buena forma de que sintieras pena por mí. Ella se dejó arrastrar. —Hace un r-rato oí un ruido de motor. —Le castañetearon los dientes al hablar. —Era yo —dijo sorteando un pino tras el cual apareció una moto de nieve—. Estaba en el garaje —explicó antes de que ella preguntara. El trayecto a la cabaña lo hicieron en silencio. Ella se abrazó a él y escondió la cabeza en su espalda, protegiéndose del frío y la nieve. Se sintió culpable al palpar que el abrigo que él llevaba puesto no era lo suficientemente grueso. Entraron, él cerró con llave la puerta y subió las escaleras sin dirigirle palabra. Azul se quedó de pie en la sala, sin saber qué hacer. No tardó en seguirlo escaleras arriba. Entró a la habitación cuando él se estaba sacando el suéter mojado. Se sentó en la cama y lo observó. La noche anterior no había podido mirarlo con detenimiento, la noche anterior había sido pura necesidad de sentirlo, se ruborizó. Cuando se quitó la ropa, los cabellos mojados le quedaron desordenados y se le pegaron a la frente. Tenía los hombros gruesos al igual que los brazos. Azul había sentido los callos de las manos. Vio que su pecho estaba más ancho y musculoso que como lo recordaba. Tenía muy plano el vientre y marcados los abdominales. No

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pudo dejar de notar la cicatriz que tenía debajo de las costillas del costado derecho: era una línea blanca, dentada, de más de cinco centímetros. Dio por sentado algún accidente con la pesca. Era muy común entre los marineros. Él no le hablaba. Se agachó para quitarse las botas y le dio la espalda para irse al cuarto de baño. Entonces Azul vio el tatuaje en la base de la espalda, cerca de la cintura. Curiosa, se puso de pie y se acercó. Ahí leyó en letras negras no muy grandes: "Nemo me impune lacessit". Pasó una mano por las letras, la piel estaba lisa y fría. Ignacio se sobresaltó y se dio vuelta. —¿Qué es? El la miró un momento. —Un viejo refrán que mi madre solía decirme —respondió esquivo antes de meterse al cuarto de baño. Azul habría jurado haber visto aquella frase en algún otro lado. Mientras tanto, bajó y calentó chocolate. Sacó unos panes y los puso a dorar. En la mesa dispuso la miel y la mermelada y se quedó esperando a que él bajara. Cuando lo hizo, no tenía el mejor humor. Apenas la miró cuando se sentó frente al tardío desayuno. —Quiero regresar —dijo de pie. Intentó sonar amable. —No —respondió él de manera contundente. —No puedes retenerme aquí —alegó y sintió que empezaba a perder la batalla de la sensatez contra la cólera. —Dímelo dentro de unos días. Azul apretó los puños a cada lado de su cuerpo. —¡No voy a volver a ser tu novia! —exclamó. Ignacio golpeó la mesa con la palma abierta, con lo que hizo saltar los potes de mermelada y volcó el chocolate. —¡Basta! ¿Quieres hablar? Hablemos —repuso con dureza—. ¿No quieres hacerlo? Bien —exclamó—. No lo hagas, pero no me digas que te lleve a Necochea porque todavía no lo haré. ¿Está claro? —Al ver que ella se mordía el labio y no contestaba, redobló la apuesta—. Y, al menos por hoy, trata de no querer huir. Ya hice de caballero salvador y no tengo más ganas de pasar frío por ti. Azul corrió escaleras arriba. —Mierda. Azul permaneció en la habitación el resto del día. Cuando oyó que él subía las escaleras, se tapó hasta la cabeza y fingió dormir. No creía tener la entereza suficiente para aguantar más tiempo allí. Era una competencia en la que iba perdiendo: por un lado estaba ella con su culpa, sus sentimientos caóticos y su terquedad que le impedían preguntar claramente qué había sucedido en aquel tiempo, por el otro estaba Ignacio, tan controlado, tan seguro, sabía lo que necesitaba y daba por sentado que con su aparición nada podía ser mejor para ella que él. Era un choque constante: unas vacaciones así estaban destinadas al fracaso. No me va a doblegar, no lo puedo dejar entrar tan fácilmente en mi vida. ¡Reacciona, Azul! Este tipo es el mismo que te abandonó. Recuerda tu dolor, recuerda lo que pasaste, lo que sufriste, lo que perdiste. .. Piensa en Fernando, en ese hombre tranquilo que te adora. Lo elegiste por eso, porque tienes la seguridad de que no te abandonará, de que no será otra pérdida más. Él te ha tenido paciencia, ha sido comprensivo, no te ha presionado y ciertamente jamás intentaría forzarte a hacer algo que no quieres. Trató de traer a la mente la imagen de su prometido, pero el rostro atractivo del escocés se le mezclaba y las voces se confundían. La seguridad con la que actuaba

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uno ridiculizaba la parsimonia y permisividad excesiva del otro. Su mente era un caos. Ella misma no sabía qué hacer. Le parecía una locura luchar contra aquello. La comparación sonaba a burla, descubrió para su propia conmoción. Al día siguiente se hablaron lo justo y necesario. Desayunaron en silencio, almorzaron en silencio y cenaron en silencio. Para cuando se fueron a dormir estaban irritables, irascibles. Aunque sabían que era mejor que no se hablaran, a riesgo de no poder medir las palabras, se buscaron en una inútil guerra verbal por el uso de la habitación que les consumió más de media hora y que ninguno ganó. Ella se fue a dormir al sillón frente a la chimenea y él se recluyó en la otra habitación. Al tercer día, Azul bajó a desayunar luego de ducharse en el dormitorio del conflicto. Tomó el café en el sillón mirando arder el fuego. Ignacio salió del escritorio hablando por teléfono. La ignoró los diez minutos que duró la conversación y luego se sirvió café y se sentó junto a ella. Estuvieron un largo rato en silencio. —Es inevitable el choque —dijo finalmente—. Tu terquedad no nos va a ahorrar este mal trago. Ella le dirigió una larga mirada. —Orgullo, supervivencia, ponle el nombre que quieras. A mí me sirve y eso es lo único que me importa —aseguró con voz firme. —¿De verdad te está sirviendo? —preguntó con excesivo sarcasmo—. No le veo el rédito. Azul tuvo la dolorosa certeza de que Ignacio era un hombre atormentado por fantasmas desconocidos. Tuvo la primera impresión de no conocerlo realmente. Obviamente quería pelea. —¿Una discusión conmigo te hará sentir mejor? —le propuso ella. —¡Lo hice por ti! —¿Por mí? —preguntó con tono contenido—. ¿Me estás diciendo que en nombre del amor me dejaste? —Te estoy diciendo que me fui a buscar un futuro para los dos. Ella rió, rió con ganas al escucharlo. —Me abandonaste —le recordó—. Saliste de la ciudad después de besarme y prometerme que iríamos juntos a la playa el día siguiente. Jamás supe nada más de ti —agregó con amargura, mientras dejaba la taza en la mesa baja. No estaba en condiciones de tener un líquido hirviendo en sus manos. —Dejé una nota. —¡Que decía que me amabas pero que debías irte! —ironizó—. Ni siquiera me dejaste un teléfono. —Si lo hubiera hecho, con solo oír tu voz me habría vuelto. —Me podrías haber llevado. —¡No! No quería darte esa vida que yo sabía que debía llevar en los primeros tiempos. No lo merecías. —Eso debía decidirlo yo —exclamó furiosa. —Fui a buscar un porvenir para los dos. —Para ti. No me metas a mí en esto. —Yo contigo quería todo: quería darte la vida a la que estabas acostumbrada. Ella bajó los hombros y frunció el ceño confundida, derrotada. —¿Fuiste a buscar fortuna? —Sí; y la conseguí. —Tú no eras pobre —retrucó—, y de haberlo sido tampoco me hubiera importado. No, claro que no. Eso lo sabía bien, pero ella era hija de un doctor, a su casa entraba gente importante y él quería darle todo. No olvidaba una tarde de verano en

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la que ella le había dicho que quería tener una familia con él. ¿Qué le podía dar?, se había preguntado aquel día. Sus padres integraban la clase media. En Necochea no conseguía un empleo que le permitiera ganar suficiente dinero. La propuesta de trabajo del tío Kenneth le había llegado en un momento inmejorable. Solo había pensado pasar un año lejos y volver. —Yo sé que tú no eres materialista. —Me ofendes —repuso y fue hasta la ventana—. Y mucho. Es imposible que pretendas que crea esto. —Es la verdad. Antes yo no estaba a tu altura. Ella sacudió la cabeza: él hablaba en serio. ¿La había dejado para ganar más dinero? Inaceptable, no quería aquella historia. ¿Los había separado el afán de hacer fortuna? ¿La había lastimado solo para irse a trabajar? Se asombraba a sí misma de lo desilusionada que se sentía de Ignacio. Creía que cuando era su novio, él no pensaba en el dinero, no estaba corroído por la ambición. Ahora se explicaba el coche importado, de valor altísimo. Tenía sentido que él hubiera invertido en una cabaña en Esquel que reconocía que no usaba con frecuencia. A pesar de que a simple vista quedaba comprobado que le había ido bien, que había logrado lo que había ido a buscar, él no había cambiado: ni su forma de vestir, ni su sencillez en el modo de relacionarse con los demás. —Esto es una broma. No eras indigente, ibas a una escuela privada, tenías un jeep de tu propiedad y eso no lo tenían todos los jóvenes. Jamás pedí ni soñé grandes cosas. No me mientas —pidió girando para verlo. Él se acomodó los cabellos. —¿Crees que en nueve años no habría encontrado una excusa mejor si esta no fuera la verdad? Le mientes, susurró la voz de su conciencia. Se apartó de ella y quiso salir de sí mismo. No podía enfrentar a Azul y a su espíritu al mismo tiempo.

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Capítulo 13 Azul le dio vueltas y más vueltas a la situación. Siempre había necesitado afecto, tal vez por haber sufrido la temprana pérdida de su madre, Teresa, que fue víctima de un cáncer de estómago que terminó con ella de forma rápida y dolorosa, cuando Azul aún no había cumplido los diez años. Había visto a su madre consumida, sin rastros de la mujer que había sido. Pasó sus últimos días en la cama de una clínica, sonriendo, tratando de que su pequeña no descubriera hasta el final que le quedaba poco tiempo antes de perderla. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y caminó lentamente por la nieve. Inspiraba hondamente a cada paso. Recordaba que en aquellos tiempos creía que jamás volvería a reír; no le encontraba gracia a nada. Se sentía perdida, sola, terriblemente sola. Todo le preocupaba: desde quién le iba a planchar el uniforme del colegio hasta quién le iba a cocinar o quién la iba a acompañar a comprar los óleos, quién le iba a leer, ¿quién podría amarla más que su madre? Todo aquello le preocupaba cuando su papá la despertó una noche para decirle que su mamá se había ido al cielo. En un primer momento ella no entendió, no lloró: aún no la extrañaba. Pero con el paso de los días, descubrió que su mamá no volvía y las jornadas se le hacían largas. Y llegó el llanto y las preguntas cuyas respuestas un padre desconsolado, totalmente perdido, no sabía darle. Desde entonces, el temor de perder a un ser querido la había llevado a volcar en las pinturas su angustia, su soledad y sus miedos. Observó la cabaña: la luz de la habitación estaba encendida. Notó que las luces del día se iban diluyendo; de seguro él estaba vigilándola desde la ventana. Estaba paseando hacía largo rato, caminando sin rumbo fijo, llegando a los pinos y volviendo, deteniéndose ocasionalmente para juntar un poco de nieve y deshacerla entre las manos enguantadas No podía darle a Ignacio lo que él quería: el inicio de una relación. ¿Qué cimientos podía llegar a tener un noviazgo así? ¿Amor?, ni siquiera sabía si había amor. Ella tenía una vaga idea de que este repentino interés de Ignacio hacia ella se debía al casamiento; tal vez había llegado por casualidad a Necochea y había leído en el diario local el anuncio del compromiso o visto en las tiendas la lista de regalos: había muchas posibilidades. No creía que él se hubiera ido para hacer fortuna. Era cierto que Azul provenía de una buena familia con comodidad económica. Tal vez por eso nunca había necesitado preocuparse por dinero, pero si de algo estaba segura era de que a Ignacio jamás le había pedido nada. Nada más que el cariño y la compañía. Agitó la cabeza esperando que los pensamientos se fueran. No tenía ningún sentido tratar de dilucidar cosas del pasado. Porque lo cierto era que ninguno había hablado de amor: él había dejado en claro que la había extrañado, que había querido volver el año siguiente a su partida. Pero eso no había sucedido, él se había tomado mucho tiempo para regresar y Azul no podía desarmar sus planes de casamiento así como así, con la sola presunción de que si no era con él, no podría ser feliz con nadie más.

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Despacio comenzó a caminar nuevamente hacia la cabaña. La sala y el comedor estaban vacíos. Se puso el camisón y vagó por la habitación: ¿estaría siendo muy severa al juzgarlo? No, no soy dura. No puedo ceder así porque sí. El me dejó, me dejó... ¿Cómo puede pretender que yo lo reciba con tanta alegría como si los años no fueran más que meros días? Fueron tantos meses que dejé de contarlos. Tuve que aprender a convivir con el dolor y la preocupación de las primeras semanas y convertí todo eso en enojo para hacerme fuerte, para que la humillación de saberme abandonada no me marcara, no me dejara amargada a los dieciocho años. Yo lo quería tanto, lo amaba con la fuerza del enamoramiento recién descubierto, y a él no le importó hacerme a un lado por un motivo tan tonto, una excusa que era innecesaria. Yo no pensaba en el dinero, yo pensaba en verlo todos los días. Mi futuro era verlo a diario. ¿Entonces por qué te cuesta tanto apartarte de él? Estás loca por ese hombre, más de lo que quieres reconocer. Azul, tú sientes algo por él. Por eso no aceptas una simple noche de sexo, por eso no te alcanza el sexo y buscas hacer el amor. Te contradices porque no aceptas lo que en verdad quieres: una parte tuya no acepta que te gusta tenerlo cerca, que te plazca todo lo que descubres de él. Sí, sí. Me cuesta aceptar que este Ignacio me guste, porque tendría que detestarlo, tendría que odiarlo por haber aparecido, por creer que lo voy a aceptar de solo verlo, porque tuvo la osadía de raptarme y quitarme unos días con mi prometido. Lo detesto porque cree que voy a ceder ante él y me detesto aun más porque no puedo resistirme, porque el enojo se hace lejano cuando lo veo haciendo las cosas más simples como cocinarme o regalarme una simple mirada. Yo también quiero decidir, yo quiero demostrarle que no me puede dominar, que no puede tener la última palabra sobre mis sentimientos. Yo ya no soy la chiquilla que él dejó, yo soy la mujer que reemplazó a esa adolescente mientras él estaba ausente, y él aún no sabe qué tanto maduré... Se pasó las manos por el cuello, apartando hacia atrás el cabello. Llegaban ruidos sordos desde abajo. Se mordió el labio, indecisa. A una parte de ella le urgía verlo, tan solo un rato o todo lo que quisiera, pero esta vez Ignacio no iba a decidir, se prometió mirándose en el espejo. Estaba sentado en el sillón, mirando el fuego arder, parecía exhausto como un hombre que descansa sin poder hacer nada concreto. Las lámparas estaban apagadas y el único centro de luz provenía de los leños encendidos, que derramaban su calidez naranja por los alrededores. Se acercó lentamente, tratando de no hacer ruido. Ignacio se quedó quieto. Sabía que ella se estaba acercando: las escaleras habían crujido, a pesar de que Azul había bajado por el lado izquierdo, que era el más silencioso. Nuevamente su perfume invadió el ambiente y él supo que asociaría para siempre aquel olor al tiempo en la cabaña. Estaba seguro de que iba descalza. Tenía el oído entrenado. Ella se quedó un momento más de pie. No para ganar serenidad porque la hubiera perdido al bajar las escaleras, pero la escena tenía un encanto difícil de describir: ver a un hombre como Ignacio, que siempre daba la impresión de contener la fuerza de su mirada, sometido a la belleza de una chimenea donde la leña ardía sin más remedio en un fuego intenso era contradictorio, porque para ella, él se asemejaba al fuego. Él la encendía. Lo vio vestido apenas con un pantalón de algodón y se permitió una tímida sonrisa. Ignacio se veía bien en cualquier ropa o sin ninguna. Sus pasos fueron seguros cuando se acercó más. Él tenía el cabello mojado y el torso desnudo. Se le

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aceleraron los latidos del corazón. Él apartó los ojos del espectáculo de los leños al consumirse y la contempló: apreció su belleza simple, de cara lavada y pelo suelto. Por ella, él se sentía identificado con la chimenea: esa mujer lo consumía. Por las cenizas inextinguibles había vuelto y ella no iba a poder sacarlo de su vida. Era imposible que quisiera apartarse de esa mujer. ¿Qué hombre lo haría? Él ya había sido tonto en el pasado, esta vez la recuperaría para siempre. Azul se detuvo cuando su pie chocó contra el de él. Las miradas estaban entrelazadas. Aceptó la mano que él le tendía pero no tomó asiento a su lado, sino que se sentó en su regazo a horcajadas, de frente. La falta de palabras acentuaba aun más cada momento, cada gesto. La luz anaranjada le oscurecía el cabello rubio y regaba sombras en el rostro de Ignacio. En el mismo momento en que puso sus manos en la mandíbula fuerte y cuadrada, un leño se quebró y el ruido de las brasas al desparramarse por la chimenea no provocó reacción alguna en ninguno de los dos. No había otro mundo que no fueran ellos. Azul sabía qué hacer y se lo dejó ver. Había ido a él por propia voluntad y había tomado una agradable iniciativa. El aceptó los besos que le cubrieron los párpados y reaccionó al sentir la cálida respiración en su oreja. Azul estaba siendo suave y delicada. La sensualidad de su cuerpo lo excitaba por la sutileza con la que se movía: lo hacía volverse consciente de su propio cuerpo, de cada pequeño movimiento, de cada roce inocente de los senos contra su pecho. Los pequeños avances solo lograban inflamarlo más que un ataque directo. Trató de robarle un beso, pero ella se hizo a un lado. Azul negó imperceptiblemente con la cabeza y apoyó una mano para echarlo hacia atrás. Esa misma mano se movió levemente por el torso, sintiendo la textura de la piel, la suavidad y la dureza de los músculos. Ignacio se sorprendió de la actitud seductora, del juego sensual de las simples caricias que rozaban la piel. Le gustó que ella decidiera en aquel encuentro: que fuera ella quien buscara sus reacciones. Finalmente Azul lo besó. Al acercarse más fue consciente de la dureza que empujaba contra su cuerpo: no pudo contenerse y comenzó a moverse lentamente. Ignacio la tomó de la cintura al mismo tiempo que ahondó el beso, en reacción a ese sutil movimiento. Deslizó las manos encima de la seda: ella no tenía más que piel debajo; saberla totalmente desnuda, sin otra cosa que aquella tela delgada, solo servía para dispararle la imaginación. Cerró los ojos e inspiró hondo. Ella dejó de besarlo y la mano en el pecho descendió por el vientre, llegando al pantalón. Lo besó otra vez y le arrancó un gruñido como respuesta al tocar su sexo hinchado. Hizo a un lado la tela para liberarlo. Se levantó lo suficiente hasta sentirlo en la entrada de su cuerpo y luego bajó lentamente, recibiéndolo con delicadeza, volviendo a los dos conscientes de las sensaciones de calor y humedad al envolverlo en su interior. Ignacio metió las manos por debajo del camisón y abrazó la cintura pequeña en un vano intento por retener aquel momento, pero ella tenía otras ideas cuando movió las piernas hasta que él se enterró completamente en su cuerpo y comenzó a moverse sin prisa, tomándose el tiempo para pasarle las manos por el cuello y besarle la mandíbula, para jugar con sus labios pero sin juntar las lenguas. El no hizo otro intento de tomar el control: le gustaba que ella le hiciera el amor, que marcara el ritmo con el suave contoneo de sus caderas. Azul aceptó las caricias de las manos de Ignacio sobre sus pechos. Le dolieron los pezones duros en respuesta, pero anhelaba cada caricia que él le daba y aun así

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quería ser ella la que dominara. Siguió su instinto, acató los pedidos de su cuerpo y cuando sintió crecer la urgencia en su interior no la acalló sino que se movió con mayor apremio enterrando su cara en el cuello de él. Sintió en el pelo la respiración agitada de Ignacio y, cuando él llegó a su liberación, lo sintió estremecerse en su interior y ella alcanzó su orgasmo apagando el grito contra la piel de Ignacio, aferrándose a él como si fuera el único hombre en el mundo que pudiera darle calor y seguridad. Es el único hombre en el mundo que puede darme eso, se dijo mientras se apegaba aun más. Él no hizo ningún intento por quitarla de su regazo. Lo maravilló la idea de que ella permaneciera allí toda la noche. Azul fue vagamente consciente del calor que sentía en la espalda por el fuego que ardía. Fuego en la chimenea, fuego en la relación... ¿Será que el fuego también le da más vida a un amor que todavía no termina de decidir qué quiere hacer? No quisiera que este calor me consuma, no quiero que este fuego me queme y me lastime como antes. ¿Pero con qué se apaga un fuego así? ¿Qué remedio puede haber para combatir a un hombre como Ignacio? Las manos de él le acariciaron las nalgas y comprendió que lo había sorprendido, que él estaba satisfecho. Pero no fue capaz de disfrutar con plenitud de aquel descubrimiento, de aquella batalla ganada a sus fantasmas internos. Aquel juego le había demostrado algo que ella no había querido ver: ya no se podía casar. Raúl miró el papelito que acababa de entregarle su secretaria. Un nombre se leía en letra minúscula. Cómo olvidarse de Silvia, se preguntó moviendo el cuello para estirar los músculos. Silvia Ordoqui era su novia desde hacía tres años y estaban muy bien juntos: era una relación que le daba paz y amor. Le había costado enamorarse, la imagen de Teresa lo acosaba si miraba a otra mujer, sintiéndose infiel cuando ya era viudo, algo que era por demás tonto. Había empezado terapia para quitarse aquella sensación de incomodidad. Era un hombre abierto y creía en la psicología, esperaba sinceramente que un tratamiento lo ayudara a salir a flote. Silvia había sido su primera y única psicóloga. Sonrió al recordar aquellos tiempos. El amor había tardado en nacer y, cuando lo descubrieron, él dejó de ir al consultorio y ella de analizarlo. Ninguno de los dos se animó a negarlo: al cabo que era algo que no habían esperado. Pero el sentimiento estaba allí y era demasiado bueno como para dejarlo pasar. Su novia era una mujer separada. Tenía dos hijos y poco tiempo. Por eso, de vez en cuando se exigían postergar las obligaciones para poder estar juntos. Si Azul no la hubiera aceptado, él la habría dejado. No tenía ninguna duda con respecto a eso. Su hija lo era todo. Esa noche iba a cenar con Silvia para celebrar el cumpleaños de ella. Iban a ir a un restaurante muy tranquilo donde podrían hablar largamente de toda la semana, de las cosas que sucedían sin que ellos pudieran comentarlas, porque estaban demasiado apurados o queriendo disfrutar de la mutua compañía como para recordar lo que había sucedido en el día. A Silvia le había contado de la visita de Ignacio al consultorio y de la posterior llamada: con ella no tenía secretos. No había estado de acuerdo con la actitud de Raúl: insistió en que Azul era adulta y que tenía que resolver sus propios problemas; aun si estos eran no saber que Fernando no era el mejor hombre para ser su esposo. La había escuchado, como hacía siempre, pero no había cambiado de opinión.

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Él se sentía en la obligación de hacer lo posible para que su hija no cometiera un error que la marcara de por vida. No pensaba tratar de cambiarle su modo de pensar, había tomado la decisión de tratar de revertir la situación sin que ella se enterase. Solo rogaba que Ignacio Estember nunca dijera palabra sobre el conocimiento que había tenido él de toda la situación... No hice nada, solo fui prevenido de que ella no se casaría. Eso no es pecado. Solo sé dónde está y el número de teléfono del hombre que la retiene, pero eso tampoco es pecado. No tenía nada que ocultar. Su hija sabía bien que no le gustaba su casamiento con Fernando Gutiérrez y hasta sus hermanos habían estado presentes cuando él le recordó a Ignacio. Constaba también que Caterina coincidía con él y no por eso ella la acusaba de intervenir en modo alguno en el viaje sin su prometido. No tenía por qué sentirse intranquilo. Terminó de firmar las recetas y guardó el sello. Miró el reloj, aún le quedaban tres horas más antes de terminar su jornada de consultorio. Augusto miró con la ceja levantada la sala de espera llena de gente. Pasó de largo la recepción donde estaba sentada la secretaria y con una mirada ceñuda contuvo el ataque de Nelly. No iba a dejar que aquella niña que mascaba chicle de forma vulgar detuviera su avance. Necesitaba hablar seriamente con su hermano que se iba a sorprender de verlo tan decidido. Solo por ser colegas y saber lo irritante que era cuando entraban al consultorio sin aviso golpeó la puerta, pero no se detuvo a esperar la respuesta. Raúl meneó la cabeza al ver entrar a su hermano menor y dejó escapar un suspiro: ya se imaginaba por qué estaba allí. Saberlo no lo tranquilizó, no era el mejor momento para aquella charla. El recién llegado se quitó el guardapolvo blanco de su consulta y lo puso en el respaldo de la silla antes de sentarse. Miró seriamente a los ojos de su hermano antes de hablar. —Cuéntame qué sucedió con Azul —ordenó juntando las manos sobre el escritorio. Raúl arqueó una ceja: no le gustó el tono. —¿Qué quieres saber? —preguntó y siguió con la vista puesta en las recetas, aunque ya no tenía nada más que hacer con ellas. —Por qué ella está de viaje y su prometido aquí. Raúl lo miró con impaciencia. —Porque se asustó —replicó—. Estabas en casa cuando se lo dije a Fernando. —Pero no pensabas decirme nada si yo no escuchaba cuando hablabas con él. —Te lo iba a decir después —mintió. Augusto se arremangó la camisa mientras negaba con la cabeza. —Yo no me como esa mentirilla. Acabo de ver a la Colorada en la librería. Azul no se pasaría sola este tiempo allí sin llamar a Caterina. El otro se encogió de hombros, volviendo la atención a los papeles. —Azul sabrá por qué lo hace. Augusto resopló audiblemente y le quitó los papeles. —No me mientas, hay algo más en esto —aseguró y le arrebató también el bolígrafo—. Cuéntame. Raúl se preguntó cuánto podía confiar en su hermano. Augusto era un trastorno: uno nunca estaba seguro de cómo iba a reaccionar, pero sabía que esta vez no lo engañaría con cualquier excusa tonta. Decidió correr el riesgo y decirle la verdad, confiaba en que la poca afinidad que había entre tío y prometido jugara a su

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favor. Augusto supo que iba a escuchar algo importante al ver el modo en que Raúl se inclinaba hacia delante para hablar. —Lo único que te pido es que tengas mucho cuidado con lo que vas a escuchar, es algo muy delicado que... —Habla ya. —Lo cortó impaciente. —Azul se fue al sur con Ignacio Estember y si alguien más llega a saberlo... —¿¡Qué!? Raúl alzó la cabeza cuando Augusto se puso de pie como un resorte. Ya se estaba arrepintiendo por haber hablado. Levantó las manos en un intento de aplacarlo. —Siéntate y déjame hablar. —¿Hablar? Querrás decir responder. ¿Cómo has dejado que ella se vaya sola con ese hombre? ¿Sabes quién es? ¿Te acuerdas de quién es? Raúl abrió la boca pero no pudo hablar. —Ese tipo la abandonó, Raúl. Azul habla mal de él por años y ahora se va justamente con Estember y deja aquí tirado a su prometido. ¿Le viste la cara de desgraciado cuando le diste la noticia? Raúl temió que las voces llegaran a la sala de espera. — Cállate y escucha. Y, por Dios, baja la voz —le advirtió. Augusto se sentó nuevamente y asintió arrepentido del exabrupto. Pero ella era su niñita y se había ido con un lobo. —Ella está bien. Yo sé dónde están y no tengo ninguna duda de que está pasando unos buenos días. Es cierto que no es la mejor forma —concedió apaciguando la creciente ira del otro—. Pero prefiero destrozar los sentimientos de un hombre y no arruinarle la vida a mi hija. —Pero ella, en todo caso, tendría que haberse ido sola y no con Ignacio. ¿En qué pensabas? Ese hombre no es Fernando, ese hombre la lastimó. ¿Qué seguridad tienes de que no la dejará nuevamente? Tú no piensas en ella —lo acusó en voz baja—. Tú solo quieres que no esté con Fernando y la tiras en los primeros brazos que ves... y da la maldita casualidad de que es uno que ya la hizo sufrir. Raúl se indignó con la acusación. —Eso no es cierto. —Sí que lo es. Si sabes dónde está deberías traerla de vuelta y lo único que haces es mentirle al prometido y mentirme a mí —aseguró golpeándose el pecho con el dedo índice. —Ah, eso es lo que te duele, que tú no lo sabías. —Me duele que no hagas nada. Tan desesperado estás para que Azul deje a Fernando, que te has transformado en cómplice de esto. —No. —Sí. La acusación y la negación quedaron flotando en el aire. Augusto no podía creerlo, no quería creer que Azul estuviera con ese hombre. Cierto que Fernando no le gustaba pero al menos era... era más simple. Ignacio parecía ser todo un hombre, no dudaba de que iba a acaparar toda la atención de su sobrina. Lamentablemente, todos los hombres Maillán tenían cierta debilidad por Azul, todos se creían con el mismo derecho de contar con su presencia, obtener su cariño e importunarla con celos. Pero eran celos protectores, nacidos del amor familiar. Su sobrina era un ángel, siempre buena, cariñosa, aunque ella solía engatusarlos y muchas veces los hacía quedar como tontos. Pero siempre que

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pensaba en ella le venía a la mente como una chiquilla de siete años, con uniforme de colegio y piernas flacas, llenas de moretones y una risa contagiosa que aún hoy le arrancaba una sonrisa. Claro que entendía que ahora era una mujer adulta, que los hombres la miraban de modo distinto, pero tampoco tenía que casarse con el primer novio. Su hermano tenía la culpa. Era demasiado crédulo, pero en cuanto él tuviera la oportunidad de hablar con su sobrina la aconsejaría bien. Ella sin duda lo iba a escuchar. Los hombres que abandonan a sus novias en la adolescencia no son buenos tipos. Se volvían cretinos, mentirosos y con tendencia a hacer siempre lo mismo. No, eso era mentira. Pero igualmente hablaría con Azul, ella le haría caso. —¿Cuándo vuelven? —No lo sé. —¿Dónde están? —No te lo voy a decir. —Tú tienes más participación en esto —acusó nuevamente. —No, pero voy a respetar este tiempo que se están tomando. —Por Dios, qué necio. No te reconozco como el tipo celoso que sé que eres. Ella está con otro pasando vacaciones y su novio está aquí como un tremendo idiota sin saber nada de ella. ¿Cómo crees que se siente el tipo? —¿Y desde cuándo te importa tanto? —contraatacó—. A ti no te interesa Fernando, te preocupa que ella termine quedándose con Ignacio, porque sabes que allí perderás la atención de tu sobrina. Muchas mujeres harían de lado a un tío gruñón por estar con un tipo así. Augusto se puso de pie. —Más te vale que ella vuelva pronto y dile que me vea ni bien tenga tiempo — ordenó antes de dirigirse a la puerta. Aún no podía creer del todo que ella estuviera en el sur con Estember. Si le llegaba a poner las manos encima a ese tipo... Ya lo iba a poner en su sitio. Nadie jugaba con su sobrina. Él ya la había dejado una vez y Augusto se iba a ocupar de que no le quedaran dudas de que eso no se le hacía a su sobrina preferida. Ella debía estar muy confundida para no darle una explicación a Fernando, no dudaba de eso; siempre había sido responsable y considerada con los sentimientos de los demás. Le dirigió una última mirada a su hermano y salió del consultorio más preocupado de lo que había entrado.

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Capítulo 14 Azul despertó sola en la cama, a pesar de que Ignacio la había cargado escaleras arriba y se había acostado con ella. Estiró las piernas y las movió por todo el colchón, desperezándose sin prisa alguna. Esto iba en contra de sus principios pero empezaba a disfrutarlo. Comenzaba a pasarla bien. Una parte de ella estaba tranquila porque había hecho cuanto creía posible para no ceder ante el encanto de Ignacio, si hasta había intentado escapar... Pero eso fue después de acostarse con él, no valía como defensa, llegaba tarde. Sonrió a su pesar. Si las cosas ya estaban destinadas a cambiar a su regreso a Necochea, ¿qué sentido tenía no disfrutar del momento? Era un buen modo de razonar, de sacarse la culpa. Mentirosa, te estás embaucando a ti misma. Pero ya no le importaba: estaba mal, pero sus ideales, su fidelidad, su prometido y todo lo demás parecían estar muy lejos. Giró para mirar por la ventana solo para descubrir que era otro día con copos de nieve cayendo del cielo, eran las últimas nevadas del año en el sur. Podía acostumbrarse a vivir en un lugar así, lamentablemente en Necochea no encontraría nevadas, solo había sucedido una vez y había sido toda una noticia en la ciudad. Tenía que llamar a su padre. Dejó caer la cabeza en la almohada, el perfume de Ignacio afloró y flotó en el aire, rodeándola. Se avergonzaba en parte de lo que había hecho la noche anterior, pero a la vez se sentía satisfecha. Una sonrisa se le plantó en el rostro: había sido una noche estupenda. La puerta se abrió de golpe, la cabeza de Ignacio apareció antes que su cuerpo. —¿Esquiamos? Azul se incorporó, sonrió y se pasó una mano por el cabello. —¿Esquiar? —Intentarlo. No hay ninguna pendiente, pero está cayendo buena nieve. Sería una pena no aprovecharla. —¿Me servirías el desayuno mientras me visto? —Quieres echarme porque estás desnuda —adivinó él. —No lo quería decir con esas palabras. —Conmigo no disfraces la verdad —pidió antes de salir silbando alto. Si tuviera que decirte la verdad... Sacudió la cabeza, inconscientemente, como hacía cada vez que quería olvidar aquello. Ella se puso un pantalón blanco, suéter de cuello alto negro y se ató el cabello en un rodete. Se puso unas gotas de perfume detrás de las orejas y donde latía el pulso en el cuello, y pintó sus labios con un brillo antes de estar lista para unirse al hombre de la casa. Estaba de excelente humor, aunque no apostaba que fuera a durarle. Encontró a Ignacio sentado a la mesa, leyendo unos papeles. —¿Trabajo? —preguntó tomando la taza de café, pero sin sentarse.

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—No; imprimí la edición digital de un periódico. Ella se sorprendió: no había imaginado que a él le gustara estar informado. Cuando eran más jóvenes, ninguno reparaba en las noticias, no querían perder el tiempo en aquello. ¿Qué joven de dieciocho años quiere leer el diario? —¿Algo interesante? —Nada que nos preocupe a nosotros —dijo indiferente y dejó las hojas en la mesa, boca abajo—. ¿Dormiste bien? —¿Hace mucho que te levantaste? Él sonrió divertido ante el cambio de tema; obviamente Azul tenía pudor de que él quisiera hablar de lo de la noche anterior. —Sí, mucho. En el sillón hay unas cosas para ti. —Apreciaba que ella llevara la cara lavada, le gustaban las mujeres que no gastaban mucho tiempo en arreglarse. Azul había sido siempre así. Apenas se ponía perfume y se coloreaba los labios. Ella se acercó y vio los paquetes. —¿Eso quiere decir que estamos cerca de la ciudad? —quiso saber y la curiosidad le hizo levantar una ceja. —Eso quiere decir que tengo un buen conocido que me trae lo que le pido hasta aquí —corrigió. —¿Y los esquíes? Un paquete tenía un hermoso suéter de lana en colores claros y marrones; era precioso, muy abrigado. Los otros paquetes eran chocolates y una botella de licor de limón, que no pensaba probar estando junto a él. —Estaban en el depósito. Ella levantó la cabeza. —Gracias. —Se resistió al impulso de acercarse y darle un abrazo. Solía ser muy demostrativa, le gustaba dar abrazos y besos y andar de la mano: en pocas palabras, sentir afecto, darlo y recibirlo. Ignacio se puso de pie. Contrariamente a lo que Azul esperaba, no se dirigió a su lado, sino que abrió el arcón y sacó los abrigos. Pasaron el resto de la mañana esquiando, o al menos, intentándolo. Los alrededores no tenían grandes colinas, sino apenas unas pendientes no muy pronunciadas. El esfuerzo que requería esquiar sobre terreno plano lo pagaban sus muslos. Ignacio era incansable. Cuando ella llegaba adonde él se había detenido, lo perdía nuevamente. Al cabo de un rato abandonó la idea de seguirlo y se dispuso a crear un enorme muñeco de nieve frente a la casa. Ignacio aprobó su iniciativa y terminó ayudándola. Ya sin esquíes en los pies lo bombardeó con bolas y acabó nuevamente tirada en el suelo, aunque esta vez no contó chistes. Parecían dos niños inquietos: los grititos de Azul rompían el silencio y el vapor que despedían sus bocas daba cuenta del frío que estaba haciendo. Cuando comenzaron a sentir la molestia de la ropa mojada, Ignacio dio por terminado el juego. Si hubiera sido por la joven no habrían regresado a la casa. Al mediodía prepararon entre los dos el almuerzo. Comieron pastas con salsa y de postre unas peras en almíbar. A pesar de sus protestas, debió limpiar la cocina mientras él se fue al escritorio, justo cuando llegaba un fax. Luego de una hora en la que no lo vio, se sentaron en los sillones frente al fuego a leer en silencio. El la sorprendió esa noche mientras preparaban la cena. Azul estaba picando unas verduras y él vigilando la carne que se cocinaba en el horno cuando le sirvió una copa de vino tinto al mismo tiempo que le anunciaba:

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—Mañana regresamos a Necochea. Azul se quedó con la copa por la mitad. —¿Por qué?—No esperaba estar desilusionada. —¿No era lo que querías? —Sí. Claro que sí —afirmó deprisa—. Lo que sucede es que me sorprendiste, no esperaba que me dijeras esto. —Puedes empacar esta noche. De todos modos no saldremos muy temprano. Azul volvió la atención a las verduras. Él no dijo nada más. ¿Se iban? ¿Regresaban? ¿Recién se acordaba de concederle algo que le había pedido a gritos una semana antes? ¿Qué sucede aquí?, se preguntó mirando las cebollas como si las primeras veinte páginas de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde estuvieran escritas en ellas. ¿Se le acabó la pasión, el deseo, y quiere devolverme a Fernando? Calla, calla, silenció sus caóticas preguntas. —Es una cabaña preciosa —comentó con una naturalidad que no sentía, como si él no hubiera dicho algo que la angustiaba—. ¿Vienes seguido? —La compré como inversión y la uso muy poco para relajarme. Hacía más de un año que no venía. —¿Y tus padres? ¿La conocen? —No. Ellos ya no quieren salir de Comodoro Rivadavia. —¿Están bien? —Muy bien. Azul lo miró de reojo. Trataba de convencerse de que no estaba desilusionada, pero perdía la batalla. Le había encontrado el sabor a aquel lugar. La casa y el paisaje eran una maravilla. Con Ignacio las cosas no estaban de lo mejor, pero no cabía duda de que, cuando querían, podían hacer cosas buenas, entre ellas hacer el amor. No pudo evitar preguntarse si él se había aburrido, pero luego de esa pregunta le sobrevino la preocupación: al día siguiente debía enfrentarse a Fernando. —Yo hablaré con Fernando. ¿Hablar? ¿De qué quiere hablar? ¿Qué puede decirle que deje contento a Fernando? ¿Acaso cree que mi novio no me ama, que no le va a doler saber que he estado con otro hombre? Esto sería cómico, si no estuviera yo metida en la historia. No quiero que llegue ese momento: no saldrá nada bueno si ellos se enfrentan. Sería una burla para Fernando, un golpe a su hombría, una crueldad. Él me ama tanto. Siempre sentí su amor sincero. ¿ Cómo le voy a pagar con este desprecio?; ¿cómo puedo permitir que Ignacio Estember, con todo lo que fue y es en mi vida, hable con él? La sola idea de que estén frente a frente me asusta; la imagen de uno contra la del otro haría evidente por qué uno me gana y otro me pierde. Imaginarlo a Ignacio usar tacto para decirle la verdad a su rival me hace sudar: no podría volver a mirar a la cara a Fernando nunca más en la vida. Es imposible, en esta no saldrás ganador, Estember. Aunque no sea lo que más me guste hacer, me toca a mí romperle el corazón a mi prometido. Por Dios, y cuánto me va a doler. Fernando siempre ha sido tan bueno, tan comprensivo, tan paciente y yo le voy a pagar con esto... —No quiero que hables con él. El estaba apoyado en la mesa, con las manos cruzadas en el pecho. —No te lo estoy preguntando, te estoy contando. —No lo voy a permitir. —Y yo no voy a permitir que cargues con la culpa. Yo te traje al sur.

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Ella se puso de pie, se sentía en desventaja estando sentada. —Él no sabe que me fui contigo, sólo lo sabe mi padre. —Pero debe suponer que no te fuiste sola. —Ya inventaré algo. —Después. Yo hablaré primero. —Claro que no. ¡Qué comedia! —se burló—. Mi amante justificando mi ausencia a mi prometido. Ignacio apretó los dientes. —Punto uno: no soy tu amante —aseveró con rostro serio—. Punto dos: Fernando ya no es tu prometido. Ahora le tocó el turno a ella de enfurecerse. —Punto uno: tienes razón, no eres mi amante, no eres nadie en mi vida — afirmó—. Punto dos: Fernando no salió de mi vida para que entraras tú. —Quisiera verlo —se ufanó. —Entonces mira bien. —No me provoques —le advirtió saliendo de la cocina. Ella sacó la carne del horno y tomó un trago de vino: necesitaban llegar a un acuerdo, ella no podía permitir que él hablara con Fernando. Era descabellada la idea por cualquier lado que se la mirase. Su novio ya debía de estar bastante furioso, confundido, en la más absoluta ignorancia de la existencia de Ignacio. ¿Cómo podía reaccionar un hombre en ese estado, si tenía que aguantar la explicación de un tipo atractivo que afirmaba haber estado con su novia, en una cabaña aislada? Era demasiado. Por más bueno y pacífico que fuera Fernando, nadie le recriminaría si golpeaba a Ignacio. Ella no podía permitir que ocurriera aquello. Era cierto que no tenía ninguna culpa de haber llegado hasta allí, pero sabía que no podía hacerse la inocente: ya no lo era. —No te provocaré si respetas mis decisiones —aceptó acercándose al cuarto de estar, donde él seguía removiendo brasas, con la mirada completamente perdida entre el fuego avivado. —Ponte en mi lugar —pidió y giró la cabeza para verla—. ¿Cómo puedo dejar que te enfrentes al enojo de un hombre, si tú no tuviste la culpa? —Yo no pienso lo mismo. ¿Crees que no tengo algo de culpa de lo que ha sucedido aquí? —preguntó sin mirarlo. —Eso no viene al caso: sucedió porque yo te traje al sur. ¿Hubiéramos hecho el amor en Necochea? —Ella no respondió, él no necesitaba escucharla para saber la respuesta—. Claro que no. Déjame hacerme cargo. Azul caminó hacia la cocina y puso los platos en la mesa. —No. Es mi prometido. —No le importó si él se enfurecía al escucharla—. Yo le voy a explicar y, por supuesto, no te voy a mencionar —agregó. —Bien. Ya que estás decidida, te dejaré hacerlo con dos condiciones: que hablen en tu casa y que haya alguien más. Azul abrió la boca para protestar, pero la cerró sin soltar palabra. Le gustaba que él se preocupara, pero esas preocupaciones eran innecesarias con Fernando. Le dijo que sí, no tenía modo de saber que no cumpliría una parte de lo acordado. —Si eso te deja tranquilo... —se encogió de hombros. —No me deja tranquilo, solo trato de adecuarme a tus decisiones. Jamás quería perder una batalla, nunca quería reconocer que otra persona se podía salir con la suya. —¿Cenamos?

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Comieron en silencio. Cada uno metido en distintos pensamientos. Ignacio sabía que ella no había esperado el anuncio de volver a Necochea. Pero, aunque deseaba pasar más tiempo en aquel lugar, ya no era posible postergar el regreso. Cuanto más tiempo pasaran allí, más dura sería la charla con Fernando. No era que le preocupara el otro tipo, pero sabía que Azul se estaba sintiendo culpable. Ese día había sido una jornada maravillosa, pero Ignacio era consciente de que ella se sentía culpable al dormir con él. Alargar la estadía, entonces, no hacía sino empeorar la vuelta. Aunque la joven no lo supiera, él estaba haciendo aquello por consideración a sus sentimientos. Por otra parte, lo que él había buscado con aquel viaje lo había conseguido con creces: sabía que no le era indiferente a pesar de lo que ella le quería hacer creer. Descubrió que Azul no lo iba a perdonar tan fácilmente, que podía llevar más tiempo del previsto. La química seguía intacta, pero ahora eran adultos, cada uno tenía sus responsabilidades, otras preocupaciones. Aún no podía asegurar que fueran más sensatos, él ciertamente no lo era. Seguía actuando por impulso, bajo la premisa de que tenía que conseguir cada cosa que quería. El único ruido que llegaba era el del crepitar del fuego. Por primera vez, Azul extrañó que no hubiera televisión en la cabaña. Podía ser una excelente distracción. La tensión en el comedor era palpable. Azul comía sin hambre y estaba abusando del alcohol. Tenía un nudo en el estómago. Ya no estaba tan segura de querer volver a su ciudad. Su cabeza era un caos, sus ideas un desorden total. Él no podía hacerle aquello: traerla contra su voluntad y luego regresarla sin más, según sus tiempos. Pero no podía quejarse, no podía decirle que no estaba lista para enfrentar a su novio. No quería servirle en bandeja la oportunidad de jactarse, era lo último que quería hacer. Nada estaba claro y esa noche no se iba a privar de horas de sueño pensado en qué iba a hacer, qué iba a decir para justificar lo que había hecho. Iba a usar el trayecto de regreso para eso.

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Capítulo 15 Dejarla en la puerta de su casa fue lo más correcto pero no lo menos difícil. Sentía que le estaban quitando algo que le pertenecía: se imaginó como un macho primitivo. No era propio de él. Debía analizar las cosas, pensar objetivamente, aunque cuando se trataba de Azul, perdía el enfoque de la lógica. Hago bien, hago bien, hago bien... De todas formas no se tranquilizó. No bastaba, no era suficiente. Si la noche anterior ella se había quedado hasta tarde, observando los leños consumirse en la chimenea, mirando el fuego sin verlo, con la esperanza de no tener que dormir con él. El plan se le vino abajo cuando Ignacio se sentó a su lado: no la tocó siquiera, no hablaron, solo disfrutaron el momento. Finalmente se durmió y entonces él la llevó escaleras arriba, hasta la habitación que compartían. Su plan de hacerle el amor una última vez en la cabaña se había esfumado. Tenía la certeza de que ella lo esquivaba. Sin duda ya estaba pensando en lo que iba a suceder cuando llegaran a Necochea. Se debía estar haciendo problemas de antemano y no tuvo corazón para despertarla. Se acostó a su lado y la abrazó con fuerza. Desde esa mañana, ella apenas si lo había mirado. Ni siquiera al momento de partir para Necochea bajo un cielo plomizo del que no caía nieve. El viaje había sido tenso, silencioso. De a ratos ella dormitaba y él se hundía en las suaves garras del rock que salía de los parlantes. De vez en cuando le dirigía rápidas miradas solo para comprobar que seguía durmiendo con el pelo negro caído sobre la mejilla derecha. Cuando entraron en territorio de la provincia de Buenos Aires, no pudo evitar seguir su impulso y, porque faltaba poco para separarse, detuvo el automóvil al costado del camino, en el medio de la nada. La tomó de la nuca y la besó con una pasión mezcla de furia, ansias, deseo. Todas las sensaciones juntas, un beso brusco lleno de ímpetu. Ella no se retiró aterrada o disgustada, simplemente le apoyó una mano en la mejilla y lo calmó: esa sola caricia bastó para que el beso se volviera tierno. Cuando se separaron notó que ella tenía la boca hinchada y los labios muy rojos. Faltó poco para que deshiciera el camino y volvieran a la cabaña. Al pensar, horas más tarde, en el portazo que dio al bajar del coche la última maleta, esbozó una sonrisa ladeada. Se estaba volviendo desfachatado. Sabía que ella tenía que estar molesta, que la había dejado sin explicaciones nueve años atrás. Pero su partida había sido una obligación, algo impostergable. Azul no creyó que su regreso del Sur fuera de esa manera. Ni siquiera creyó al salir de su casa que iba a retornar sola, ni que Fernando ya no fuera su prometido. El panorama no le resultaba nada agradable: ¿a quién podía gustarle tener que pensar en decirle a un hombre que no solo lo había dejado plantado, sino que se había vuelto atrás en la idea del matrimonio y, además, que lo había cambiado por otro? Porque aunque no fuera idea de ella dejarlo sin viaje, por más que ella no

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había querido irse con Ignacio, lo cierto era que los días pasados en Esquel, lejos de reforzar su amor hacia Fernando, habían tirado abajo todos sus planes y le habían mostrado la verdad de sus sentimientos: no amaba a su prometido. Haber creído que podía ser feliz a su lado era errado. El matrimonio hubiera sido tranquilo, sí, era cierto, pero no le hubiera dado plenitud y eso lo había descubierto junto a Ignacio. Aun con sus muchas diferencias, con los dolores que surgían del pasado, junto a Ignacio todo parecía mejor. Se quedó un momento en la entrada con temor por lo que iba a venir. Sintió que la vía que le había propuesto Ignacio ya no era tan mala, pero era cobarde: un final poco honorable, indigno, humillante para con un hombre que había sido bueno con ella. No podía darle ese final, al menos le debía la sinceridad, aunque para ella eso supusiera una angustia terrible. Pero comprendía que no había otra manera de hacer desaparecer la culpa y la desazón que se le habían clavado en el pecho desde que Ignacio le dijo que regresaban. Y su familia, ¿qué diría la familia de todo esto? Porque que rompiera su compromiso no suponía una falta tan grave. De hecho, tal vez fuera un alivio para sus tíos; y de su padre no dudaba que iba a obtener apoyo. Se preocupó, sin embargo, por lo que pudieran opinar el tío Federico y el tío Augusto cuando se enteraran de que había estado con otro hombre mientras Fernando la esperaba. ¿Qué pensarían de su querida sobrina? ¿La culparían? ¿Le creerían? Sí, le creerían que ella no había tenido nada que ver y que Ignacio había tomado en sus manos la decisión de alejarla de su prometido. No conseguía apaciguar las preguntas que salían a borbotones: ¿se imaginarían lo que había sucedido en la cabaña? ¿Recordarían su enojo con Raúl cada vez que le nombraba a Ignacio? Porque ella ni siquiera había querido escuchar su nombre. Durante años, pocos se atrevían a recordarle el trago amargo de hacerle oír el nombre "Ignacio". ¿Qué pensarían de ella ahora que no solo había vuelto a oír su nombre sino que lo había dicho muchas veces, incluso entre gemidos? Ella que se sentía ofendida tan solo al oír su nombre, había comenzado a sentir algo más que rencor por Ignacio. Se sintió portadora de un doble discurso, como si la vuelta de él empezara a desenterrar a la antigua Azul, aquella que se alegraba de verlo y anhelaba estar con él a cada instante, ¿Cómo se había atrevido a hacerle esto? ¿Por qué no podía ser un hombre común que con su regreso solo hubiera generado indiferencia? Por Ignacio sentía muchas cosas, pero ninguna de ellas se parecía a la indiferencia. Azul apoyó los bolsos en el piso del recibidor y arrojó las llaves al suelo. Se escuchó un ruido metálico y el silencio que le siguió fue enorme. El comienzo de un fuerte dolor de cabeza se le hizo presente. No quería ver a nadie, necesitaba un tiempo a solas para ordenar las ideas, para tratar de poner en perspectiva lo que en ese momento parecía ser un embrollo demasiado complicado para arreglar en diez minutos. Raúl salió de la cocina con el ceño fruncido al oír abrirse la puerta de calle. Azul también sintió culpa al ver a su padre, porque las líneas de preocupación que le surcaban el rostro se borraron al verla y apareció una sonrisa tranquilizadora. —Querida. No me dijiste que llegabas hoy. Azul no contestó. Solo disfrutó del abrazo cariñoso de su padre, soñando que era niña y que las travesuras quedaban olvidadas. Si fuera tan simple... —Anoche me enteré de que volvíamos. No quise llamarte y preocuparte más. ¿Y Fernando? —preguntó al separarse. Su padre sintió pena por la culpa que atenazaba a su hija, era tan visible...

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—No te preocupes, no le he dicho nada. —La tranquilizó, aunque sabía que eso no bastaba—. Vamos, te prepararé un té. La joven se dejó llevar a la cocina. Había olor a carne asada. Sobre la mesa de vidrio con patas de hierro, donde casi siempre comían los dos solos, había un plato, un vaso y cubiertos. Pobre Raúl, qué solo se iba a quedar el día que ella se casara... Solo entonces tomó conciencia de que su padre tendría que empezar a darle más cabida en su vida a Silvia y cayó en la cuenta de que ella ya no se iba a casar, por lo menos no en los próximos meses. Mi vida está volviendo a cambiar... y siempre es por Ignacio. Se sentó y esperó a que el té humeante se enfriara: un olor a frutos rojos subía con el vapor. El hombre la miraba expectante y a duras penas podía mantenerse callado. —¿Y? Cuéntame. La joven se tapó la cara con las manos. —Casi me muero papá. Cuando el taxi se detuvo en el parador de Energía, jamás me imaginé que el causante de toda la confusión fuera Ignacio. ¿Cómo puede haberme hecho esto? —preguntó molesta. —¿No te quiso traer de regreso cuando te diste cuenta de quién era? Azul bajó la vista y disolvió dos cucharadas de azúcar en el té caliente. —Algo lo convenció de que yo en realidad no estaba preparada para encontrarme con Fernando ---respondió esquiva. No pensaba decirle que la respuesta a un beso la había traicionado. —¿Pero te trató bien? La joven lo miró seria, casi indignada por la pregunta. —Eso no se pregunta, papá —se quejó —. Ignacio sería incapaz de maltratarme, él es... era muy atento conmigo. ¿Lo recuerdas? Lo recordaba bien. Pero de todas formas era una pregunta que un padre nunca se cansaba de hacer. —Sí. Recuerdo que siempre estaba pendiente de que estuvieras bien, de que llegaras a casa sana y salva. Azul hizo un silencio. —Él sigue igual de atento —confesó en voz baja. Raúl sintió que le dolía el corazón al verla. Ella tenía los ojos vidriosos por las lágrimas contenidas. —No sé qué voy a hacer —reveló dejando escapar un dejo de angustia en la voz—. Estoy tan enojada, papá. Él no tenía ningún derecho a hacerme esto, ninguno. Hubo un silencio que no se atrevieron a romper. Desde la calle llegaban los ruidos de los coches pasando y algunas bocinas lejanas. Eran poco más de las nueve y media de la noche. —Tengo tanto miedo —reconoció en un susurro—. ¿Cómo voy a enfrentar a Fernando? Su padre le tomó las manos, estaban frías. —No debes quedarte en eso, Azul. Lo que sucedió ya está hecho y no se puede cambiar. Ahora hay que seguir. Azul le retiró las manos enojada. —¿Qué voy a seguir? —inquirió exasperada—. Yo sé que tú no lo quieres a Fernando y que mucho problema no te haces por lo que ha sucedido, pero eres hombre: apiádate de él al menos. ¿Tienes una idea de cómo debe sentirse? Lo sabía. Pero no quería decírselo para no ponerla peor. Tal vez debería

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reconocer en voz alta que el tipo no se debía sentir muy bien, pero no era su problema. Estaba más preocupado por su hija que por Fernando. —Yo debo velar por ti, no por un hombre de más de treinta años que ya sabe cómo cuidarse solo. —Qué típico de ti —se quejó y se puso de pie—. La verdad es que no me ayudas. —Le besó la frente —. Me voy a mi habitación. Necesito pensar qué voy a decirle. La pieza estaba impecable, eso era lo bueno de no tener hermanos. Mentira, le hubiera gustado tener con quien compartir cada etapa y pelear un poco, pero, por sobre todo, sentirse acompañada. Había dos habitaciones desocupadas, siempre se preguntaba si de no haber muerto su madre habría llegado a tener hermanos, porque ella deseaba más hijos. Recordaba haberla oído decir que iba a continuar intentándolo, porque no podía quedar embarazada. Luego cayó enferma y todo quedó en el olvido. El dormitorio de Azul era muy bonito y amplio. Una gran ventana comunicaba con un balcón que interrumpía el techo de tejas rojas y daba a la calle, sobre la puerta principal. Tenía una gruesa alfombra de color claro que se mantenía siempre libre de manchas porque ella era muy cuidadosa de la limpieza. Las paredes estaban pintadas en un tono que no a todo el mundo le caía bien y cortaba la continuidad con espejos, cuadros y algunos accesorios. La cama tenía una colcha y almohadones de distintos tonos, en armonía con los colores de la habitación. Era muy personal. Sobre una de las paredes tenía un tocador de madera oscura y una silla de estilo a la que había hecho tapizar con un brocado con dibujos de rosas rojas. Se quitó las botas y se desvistió. Se puso una bata de seda y se ató el cabello en la coronilla, Frente al espejo del cuarto de baño se lavó la cara con agua helada y mojó un algodón con un tónico facial. No era amante de las cremas pero había aprendido a cuidarse la piel. Se miró con ojo crítico. Tenía ojeras... y miedo. ¿La habría encontrado bonita Ignacio? Antes se lo decía a menudo: le gustaba el color de sus labios, los ojos. Muchas veces jugaba con sus manos, le decía que tenía huesitos muy pequeños. Habían sido absolutamente compatibles. Tanto que sintió que a ningún otro hombre le podía dar lo que le había dado a él: su corazón. Azul se había enamorado de la postura y personalidad del escocés. En aquella época era el rubio que siempre llegaba al colegio con las carpetas bajo el brazo y expresión fastidiosa. Un joven alto y rubio que por la mañana temprano hacía gala de un mal humor que lo volvía huraño durante la primera hora de clases. Nunca había sido un alumno sobresaliente y de hecho desaprobaba las asignaturas muy seguido. Su conducta en clase era buena, aunque eso no lo transformaba en un buen estudiante. Tenía pocos amigos, muchos conocidos y numerosas chicas suspiraban por él. Constantemente parecía estar en el lugar justo cuando ella lo necesitaba y le agradaba que él se creyera capaz de conseguir todo lo que quería, porque se contagiaba de su entusiasmo e imaginaba que podía tener un buen futuro como pintora. Junto a Ignacio la vida le había parecido más atractiva, más divertida y mucho más apasionante. Habían sido la parejita de novios más popular del último año, recordó con añoranza. El era protector y tierno. En los recreos siempre estaba tomándola de la mano y ella espiaba a ambos lados para darle un rápido beso antes de meterse a la

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clase. Fuera del colegio eran inseparables. Coincidían en el gusto por las tardes en la playa, los paseos en las dunas con el jeep y las fiestas de fin de semana. No solían discutir mucho o pelear en público. Ambos eran bastante serenos, aunque las pocas veces que se enojaban se terminaban sacando chispas. Pero eso solo lo sabían ellos dos: a Ignacio nunca le había gustado que los demás se enteraran de que estaban enemistados. También en eso coincidían. Salió del cuarto de baño y abrió la cama. El equipaje que permanecía junto a la puerta le recordaba su paseo por el sur. Aún no sabía qué iba a hacer. No había cumplido su promesa de pensarlo durante el trayecto de vuelta. A la mañana siguiente, iba a tener que hablar con Fernando. Se arropó hasta el cuello y largó un prolongado suspiro. ¿Por qué volviste? ¿Por qué? Justo ahora, justo cuando mi organizada vida iba a sellarse. Vienes, rompes mis esquemas, haces todo lo posible para que mi futuro matrimonio se vea amenazado, haces otro tanto para que ya no quiera casarme y luego, tranquilamente, me dejas en la puerta de mi casa y te vas. Arrojó los almohadones al piso. —Te odio, Ignacio. Te odio. Al día siguiente, luego de una pésima noche de dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, sin apenas un poco de tranquilidad mental, se había dado por vencida y había bajado los pies de la cama poco después del amanecer. Se sintió inquieta, con un dolor en el estómago, llena de nervios, ansiedad y ganas de huir. Todo eso y un poco más le estaba jugando una mala pasada; así que, cuando finalmente llegó su mejor amiga, sintió que iba a poder descargar parte de la tensión con una charla sincera. Azul estaba sentada frente a su amiga en la cocina de su casa con la mesa de vidrio de por medio y dos tazas de café vacías luego de una conversación banal previa. Se miraron. La Colorada enarcó ambas cejas preguntando en silencio como lo hacían quienes eran viejas amigas. —¿Y? —dijo por fin. Azul entendió sin necesidad de más palabras. —Sucedió lo que tenía que suceder —contestó. —¿Y eso es...? Azul se ruborizó y ella no hacía eso delante de Caterina. —Ya sabes qué: me acosté con Ignacio. ¿Contenta? La sonrisa de su amiga fue la respuesta más rápida y efectiva. —¿Cómo le voy a decir eso a Fernando? —Yo que tú no le digo eso —sugirió—. Dile que lo pensaste mejor y que la idea de pasarte los próximos años junto a él no te satisface como antes, todo por obra y gracia de Estember... —¡Caterina! —le gritó enojada, furiosa porque su amiga se lo tomaba tan a la ligera—. ¿Cómo puedes pensar que estoy contenta? Esto es terrible, Fernando fue tan bueno conmigo; yo lo quiero mucho. ¿Cómo voy a darle esa noticia? La Colorada sabía que su amiga sinceramente le tenía gran cariño a Fernando, que en verdad lo quería, pero ese amor no bastaba para un matrimonio, alcanzaba tan solo para una amistad. —Ay, bueno sí... Yo también lo lamento. —Lo pensó mejor—. Bueno, no tanto pero... —¿Quieres callarte? Eres tan fría, Caterina. —No lo soy. Simplemente me importas tú. —Mi papá dice lo mismo, pero sus actitudes no me ayudan para lo que viene.

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—Que se haga cargo Ignacio. La frase pareció activar un resorte en Azul. Se puso de pie y caminó hasta la mesa. Se cruzó de brazos y taladró con la mirada a la otra joven. —¿Disfrutas esto? — Por supuesto que no. Pero, lo siento, yo no adoro a Fernando. Nunca me ha caído muy bien y no quiero verte sintiéndote culpable. Estás tensa e irascible por pensar en qué le vas a decir. —Porque me siento mal. —Con más razón: que Ignacio hable por ti. —Jamás le haría eso a Fernando. Yo tengo la obligación, yo tuve la culpa. Caterina negó con la cabeza, se puso de pie y se acercó a su amiga. —No, Azul. Puede ser que sea tu obligación, pero no es tu culpa —aseguró con voz tranquila—. Tú también mereces estar con una persona a la que realmente ames. Él comprenderá que no puedes regalar tu vida por compasión: no sería justo para ninguno de los dos. Es cierto que le va a doler —concedió al ver que Azul iba a replicar—, pero es mejor que suceda ahora, Azul. Y por lo que me contaste, tú no programaste lo que sucedió. En eso échale la culpa a Ignacio, aunque para mí estuvo muy bien. —Se rió —. Ya no me retes —pidió deprisa dándole un ligero abrazo—. No te enojes. Es cierto que no será fácil, pero es lo mejor. Azul supo que Caterina tenía razón, aunque no le gustara el modo en que decía las cosas. Sin embargo, el apoyo que le dio no la hizo más fuerte. Había tenido muchos planes con Fernando; había mucho cariño en el medio y los sentimientos de Fernando eran fuertes. Necesitaba un poco más de tiempo para juntar coraje. Iba a ser muy difícil decírselo. Decidió que iba a esperar un día más para encarar la conversación con Fernando. Jamás le había gustado ser la que rompiera las relaciones, prefería que fuera al revés. Lamentablemente siempre encontraba actitudes detestables o diferencias insalvables que la llevaban a romper con los pocos hombres con los que había salido después de Ignacio. Hasta la llegada de Fernando, con quien se había atrevido a planear un futuro, nunca se había sentido del todo a gusto con nadie. El tiempo juntos había sido agradable, placentero, pero ahora descubría que también insulso. Ahora, al volver a tratar a Ignacio, se daba cuenta de que a todos los hombres les faltaba el condimento secreto que tenía Estember: un secreto que ni ella sabía cuál era. Tal vez fuera solo cuestión de piel. Él hacía más de quince minutos que había llegado a la casa y no le había podido negar un beso: sintió que, al menos, se lo debía. Le debía también tantas otras cosas y, al pensar en la forma en que estaba a punto de pagarle, se le formó un nudo en la garganta. Hubiera dado muchas cosas con tal de poder ser distinta, de poder conformarse con lo que él le ofrecía, con su amor. Pero no podía, con el cariño no alcanzaba. Fernando intuía que algo no iba bien: ella estaba nerviosa, intranquila y se la notaba preocupada. Algo iba muy mal. Ese algo que la había llevado a huir de él. Hizo el intento una vez más de que ella se abriera. Llevaban medio té y cinco minutos de silencio, cuando se acercó a ella y le tomó las manos. —Puedes confiar en mí, Azul —dijo con voz suave—. Dime qué ha sucedido. Yo sabré entender. No, no, Fernando. No creo que puedas ser comprensivo esta vez. ¿Cómo

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puedo ser tan mala cuando tú has sido tan bueno? —No, Fernando, no entenderás. —Haz el intento. Sé que antes del viaje no te sentías bien. Te noté fría, esquiva. La joven se ruborizó. Todo lo que planeaba decirle se había borrado de su mente al momento de verlo, de verlo allí esperando, creyendo que ella no tenía nada malo para contarle. Le partía el alma. —Yo me sentí muy presionada y esperaba que el viaje me ayudara... No sé cómo explicarte lo que sucedió. Te juro que yo no lo sabía, no creía que algo así pudiera sucederme. —Era un tonto comienzo para una justificación—. De haber tenido una sospecha, yo... Se detuvo sin saber cómo seguir. Sintió que él le apretaba las manos para darle valor. —Te arrepentiste —adivinó comprensivo. Azul dejó escapar aire lenta y silenciosamente. ¿Podía ser tan ingenuo? Era una fracción de segundo en la que tenía que decidir si le decía la verdad y lo lastimaba, o le daba la razón. Aunque eso implicara mentirle, al menos no lo iba a humillar. —Sí —aceptó bajando los ojos. No iba a volver atrás en lo que respectaba a esa mentira—. Nosotros nunca habíamos tenido intimidad y me sentí presionada, sentí pánico. —Y eso era cierto—. Lo siento tanto, tú no te merecías esto. Sintió que él seguía acariciándole la mano. Esperaba que dijera algo. —No te niego que me sentí desconcertado cuando no llegaste y cuando llamé y tu padre no sabía nada de ti, me preocupé. Luego me enojé, me enojé mucho, porque tenías que haber hablado conmigo y lo hubiéramos podido resolver de otro modo. Me sentí un idiota... Azul se hundió en la culpa al escucharlo. No pudo controlarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas y tenía ganas de llorar. —Pero no te pongas mal, Azul. Ya pasó —la consoló—. Yo me enojé pero puedo entenderlo. Tampoco es fácil para ti; pero ya lo resolveremos. Verás que ahora será distinto y tal vez con los años nos reiremos de esto. Shh, no llores, hermosa, ya está. Azul se llevó una mano a la boca y alzó la mirada. —No me quiero casar. Lo siento tanto, Fernando pero... —Se detuvo cuando él le soltó la mano. La miró como si no la conociera, como si se le revelara un demonio ante sus ojos—. Yo no quise que esto llegara tan lejos... Fernando se apoyó en el respaldo de la silla. El enojo fue borrando la comprensión, la tonta comprensión que siempre había tenido para con ella. —Me dejas plantado como un idiota, te vas sola sin tener la decencia de llamarme para tranquilizarme y ahora dices que no te puedes casar. —Apretó los labios y le quitó la vista de encima. No podía verla llorar: ella jamás había llorado por él—. Es lo mejor entonces. Yo tampoco quiero atarme a una mujer que no sabe si me quiere. Tal vez la culpa la tuve yo por ser tan bueno, tan amigable. —Se puso de pie con brusquedad. Azul se limpió los ojos con manos temblorosas. —No me amas, ¿verdad? Azul bajó la vista. —No tiene caso que me mientas. Ya no me importa; nunca me amaste. La acusación estaba allí. —Yo te quiero mucho, créeme.

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—No me sirve, no quiero cariño. Yo merezco amor, Azul. Aunque tú no lo creas. Ella se puso de pie y trató de tocarlo pero él la esquivó. —Tú mereces todo lo que yo no puedo darte... Él asintió con la cabeza. Se miraron en silencio. Azul no quería hablar más, no podía decirle nada que lo hiciera sentir mejor. —Hay otro hombre. —No lo dijo como una pregunta, sino como una afirmación. Azul temía aquella frase. No respondió nada. ¿Había otro hombre? Sí, lo había. Pero no sabía por cuánto tiempo. —No necesito respuesta —dijo no con enojo sino con furia—. No la necesito, no me sirve. He sido el perfecto infeliz. Ella negó en silencio. Vio que él caminaba hacia la puerta y se volvía para hablarle. Azul solo quería que se fuera, quería poder descargar su llanto sin testigos. —No tendríamos que haber llegado tan lejos. Tendrías que haber roto el noviazgo antes, al menos para ahorrarme este mal trago.

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Capítulo 16 La casa no era pequeña, pero tampoco demasiado grande. Sabía por experiencia que cuanto más espacio, más huecos había: lo pequeño era fácil de controlar. Era una casa típica de los últimos años, de estilo minimalista: muchas ventanas y aberturas, blancas, techo de chapa negra a dos aguas y fachada discreta. Estaba a la moda y le resultaba funcional. Estaba situada en un barrio residencial del parque, lejos del centro comercial y del bullicio de las grandes avenidas, y muy cerca del mar. Rara vez se oían ruidos pasadas las diez de la noche. Los vecinos por lo general comenzaban a llegar del trabajo alrededor de las ocho. Demasiado recatado para él, pero sus vecinos llevaban una vida muy sana y hogareña. La casa tenía dos plantas. Un dormitorio, escritorio, cocina amplia, cuarto de estar, comedor, recibidor y un cuarto de baño en la planta baja. Una escalera pintada de blanco a la izquierda de la entrada llevaba a la planta alta: las dos habitaciones tenían sus respectivos balcones y un cuarto de baño compartido. También había un ático que había transformado en sala de juegos. En el exterior, una pileta y un amplio garaje para tres coches lo habían terminado de convencer de adquirir la propiedad. Había hecho construir un pequeño galpón, detrás de la piscina, que había provocado que sus vecinos lo miraran de mal modo por el aspecto descuidado que tenía, algo que le fue totalmente indiferente. No hacía mucho que se había instalado en la casa. A lo sumo había pasado un mes desde la compra. Algunas estancias permanecían sin decorar y otras, directamente, no tenían nada. Él no servía para esas cosas. Las únicas habitaciones que habían merecido su atención habían sido el escritorio, que usaba continuamente, y el dormitorio de la planta alta. El resto lo pensaba ir llenando de a poco. Arrojó en el vestíbulo desnudo de muebles el bolso y recogió del piso los sobres del correo: publicidades, cuentas a pagar y un sobre negro. Sobre negro sin su nombre, sin remitente. Diablos. Ya estaba cansado de aquello. Estaba hastiado de todo y eso no era bueno. Pero especialmente no lo era en aquel trabajo que había hecho. El hastío podía llevar a que un hombre corriera el límite de lo posible solo para encontrar un poco de diversión, y la diversión a ciegas, en esas altas esferas se pagaba con la muerte. No tenía casi comida, las alacenas sin nada más que algunos cacharros; necesitaba urgentemente poner un poco de orden en la casa y visitar el supermercado sin falta. Precisamente porque su antigua vida no era compatible con la que buscaba al lado de Azul, se había desvinculado luego de haber completado el último trabajo. Había entregado más años de los pactados en un principio. Supo que había llegado el momento de dejarlo todo cuando la cara de Azul se le apareció mientras tomaba un café en el barrio cristiano de Beirut esperando a un individuo que no había visto en su vida y al cual necesitaba con la misma desesperación que el otro a él.

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En la cocina, que daba al jardín trasero y a la pileta, había una costosa mesa que aún no mostraba ni una cafetera ni una tostadora. Solo tenía encima un receptor con un pequeño monitor a color. Pesaba menos de medio kilo y parecía de juguete. Sin embargo, mostraba lo que captaban algunas de las cámaras que había instalado en la casa. Una verdadera maravilla de la tecnología. Lo tomó y lo guardó dentro de un cajón que había bajo la mesa. Se rascó la nuca y se despeinó un poco más de lo habitual. El reloj daba las diez de la noche. Otra noche. Hubo una época en la que había vivido el momento, sin saber si a la misma hora del día siguiente aún estaría con vida. Había caído en un vicio, un juego peligroso, un círculo del que de a ratos no quería salir y se embarcaba en empresas que luego no lo dejaban libre por bastante más tiempo. Habían sido épocas en las que era increíblemente bueno en lo que hacía, asombrosamente maduro para la edad que tenía, pero irónicamente ese discernimiento se volvía inmadurez cuando de poner un freno se trataba. La adrenalina era una droga, y había caído profundamente en esa red. Cuando llegaba a su casa de Comodoro Rivadavia luego de un viaje se decía que iba a retirarse, que iba a ordenar las cosas de la empresa y regresar a Necochea a buscar a Azul. Y entonces se encontraba aceptando un nuevo trato que lo alejaba por meses, incluso hasta un año. Estaba acostumbrado a no dormir mucho, a aguantar varios días a base de café y alcohol alternativamente, pero aquella época había quedado atrás y se estaba convenciendo de que ahora era un tipo más, un simple ciudadano más. Buscó en el escritorio la botella de whisky escocés y subió la escalera rumbo a su habitación. Arrojó el suéter y la camisa al piso y le siguió el resto de la ropa. Se arrojó en la cama completamente desnudo. Se quedó quieto un minuto escuchando, reconociendo cada sonido, solo hasta estar seguro de que cada ruido de la casa era ya algo conocido. No tenía por qué seguir probando su fortaleza como hacía años atrás, cuando todavía estaba en Chubut. Se puso un brazo detrás de la cabeza y empinó la botella. El líquido quemó como siempre en el primer trago, pero ya conocía de sobra el sabor y el aroma. Apoyó la gruesa botella sobre su estómago plano, miró el color del whisky y se sintió fascinado por los tonos dorados. Trató de relajarse, pero siempre llegaba a un punto en el que no le era posible estar más tranquilo. Sabía que nunca lo iba a estar completamente como cuando era adolescente. Alguna cosa invariablemente rondaba en su cabeza, aunque fuera una tontería, algo que persistentemente lo hacía pensar y pensar. Ahora podía dormir lo que quisiera, cuando quisiera y aunque no tuviera sueño tenía que acostarse igual que todos los demás hombres, acostarse hasta que llegara el cansancio. Sonrió con cinismo. Ni él mismo se creía capaz de cambiar tanto como para parecerse a uno más. Azul miraba el techo y se concentraba en una pequeña mancha que había al lado de la lámpara de papel de arroz. La mancha gris la había hecho ella misma al cambiar el foco con las manos sucias. Si su padre fuera distinto, no habría tenido necesidad de hacerlo, pero Raúl era la clase de hombre que no sabe hacer nada en la casa y que por cualquier cosa llama a alguien más para que le solucione los

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problemas. Se escudaba diciendo que para eso había plomeros, electricistas y demás técnicos que merecían ganarse el sustento. Pero ella no pensaba llamar a un electricista por un cambio de foco. Así había ensuciado también el inmaculado blanco del techo. Soltó un largo suspiro y movió la espalda para enterrarla mejor en el colchón. La voz volvió a sonar en la habitación, dándole la sensación de no estar sola, la voz parecía llenar el aire del dormitorio: "Quiero saber cómo estás, llámame". Sí claro, cómo no, pensó con sarcasmo. Ignacio había dejado dos mensajes a la tarde, aquel era el tercero. Ella lo sabía porque se había pasado toda la jornada encerrada en la casa, al igual que los cuatro días anteriores. Se estaba pareciendo mucho a cierto animal asustadizo que escondía la cabeza bajo la tierra. Así se sentía: cobarde, extrañamente triste y sin ganas de ver a nadie ni enfrentar a Fernando en el caso de que la buscara. No era de extrañar que lo hiciera, porque los hombres siempre volvían una o dos veces creyendo que la ruptura bien podía ser un paso en falso, una equivocación, un error o cualquier otra cosa que justificara la decisión de la mujer. Esperaba fervientemente que no fuera el caso de su ex prometido; algo le decía que él no volvería. Se subió la manta hasta el cuello a pesar de que no hacía una pizca de frío y acomodó mejor la cabeza en las suaves almohadas. No pensaba llamarlo y él estaba pecando de ingenuo si creía que lo haría. Se lamentó por no haberse preparado un té. Necesitaba algo caliente. Tenía el estómago vacío y nada de hambre. Estaba sola. Su padre había llamado diciendo que luego del consultorio saldría a cenar con Silvia, o sea que seguiría estado sola unas horas más. El teléfono que estaba en el piso volvió a sonar y nuevamente el contestador tomó el recado: "Por Dios, Azul, se que estás en la casa. Atiende". La voz había sonado impaciente y la última orden no la había hecho cambiar de parecer, más bien la había rebelado a no hacerle caso, Ella tenía una línea privada para no tener que lidiar con los pacientes de su padre. Y estaba segura de no haberle dado el número a Ignacio, tampoco estaba en la guía telefónica. ¿Nuevamente Lázaro? El teléfono volvió a chirriar y la máquina a trabajar. Ahora la voz se oía colérica; ya no sonaba condescendiente y persuasiva: "Mierda. Estás en tu habitación con la luz encendida, la cortina corrida y apuesto a que estás acostada. —Tanteó —. Estoy afuera de tu casa, o me atiendes la llamada o..." Azul ya estaba de pie luego de que adivinara que estaba acostada. Tomó el auricular y tragó antes de hablar. —¿Qué quieres? —preguntó cortante. —Solo saber cómo estás —respondió divertido. La sola mención de que estaba en la puerta había tenido mejor resultado que las peticiones. —¿Crees que me siento bien? —No precisamente —respondió con tacto. —Notable deducción —se burló—. Me alegro de que lo entiendas. ¿Me dejas seguir descansando? —preguntó conteniendo el enojo, cuidándose de no provocarlo de más. ¿Sabría él que estaba sola? —Necesitamos hablar. —Estamos hablando. Él sonrió, mirando la luz en la ventana. Ella estaba de pie, dedujo al ver una sombra. —Quiero que hablemos sobre nosotros, frente a frente —explicó—. ¿Quieres

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hacerlo ahora? Esa pregunta sonó muy íntima. Ella se sonrojó. Había muchas cosas que podían contestarla. —No. —Entonces mañana. Yo te llamo. —Hizo una pausa—. Y, por Dios, intenta salir. Llevas días encerrada. Azul se quedó con la boca abierta. ¿Quién le estaba contando lo que hacía? Miró atónita el auricular, como si de allí fuera a salir la respuesta. Se acercó a la ventana y observó hacia abajo: no había nadie en la acera de enfrente. Cuando Ignacio viera que ella no caía rendida a sus pies luego de lo ocurrido en Esquel se iba a hartar e iba a buscar nuevos horizontes. Se acercaba Navidad, el tiempo soleado, los días de calor. Tendría que comenzar a comprar regalos, lo que le recordó la llamada del tío Augusto, Era una pena que no pudieran pasar todos juntos las fiestas. El tío Federico siempre lo hacía en compañía de sus hijos y la familia de su mujer. A pesar de que ella había fallecido hacía años, lo pasaba con sus cuñados como un modo de recordarla. El tío Augusto había decidido, luego de la separación, pasarlo con amigos ya que su mujer le pedía por favor todos los años que dejara al pequeño al cuidado de ella durante las fiestas y él decía que no tenía corazón para negarle eso. Algo que Azul encontraba por demás admirable. Cuando murió Teresa, el padre de Caterina, Manuel, y el padre de Azul decidieron que bien podían unir sus soledades. Algo que a las pequeñas les pareció por demás afortunado. Y de a poco, año tras año, habían empezado a disfrutar un poco más de la Navidad. No era que los cuatro no pudieran juntar a más personas para llenar la mesa del comedor, pero no tenían muchos amigos en común y en una fiesta tan familiar no resultaba muy agradable sentar más gente a la mesa. Azul esquivó con maestría a Ignacio no solo el día siguiente, sino el otro y el otro y los que le siguieron. Había comenzado a creerse que de verdad él se había dado por vencido. El plan había sido por demás sencillo. Se levantaba muy temprano y salía a desayunar a una confitería. Leía con tranquilidad y pasaba un rato por la librería. —Esto es infantil —afirmó un día Caterina al verla entrar a la librería hora después de que había abierto. —¿Que te venga a ayudar? —Que cambies tu rutina por esquivarlo —corrigió y le señaló una pila de libros. —Lo voy a hacer desistir —afirmó con seguridad, arreglándose la falda floreada. —¿No te deja mensajes? La joven se encogió de hombros, lo que provocó que la Colorada la mirara con más atención. —Desconecté el aparato. No hay más mensajes. —Por Dios, qué necia eres —rezongó—. Tienes la oportunidad de estar nuevamente con un tipo que es terriblemente atractivo. —Elevó una ceja bien definida—. Fue tu amor hace tiempo y me has dicho que el sexo fue estupendo. —¡Caterina! —la reprendió —. ¿Puedes comportarte? —Era una pregunta sin sentido: su amiga jamás se comportaba—. Ese tipo, que tienes razón que es muy atractivo, me dejó antes. —Hace nueve años —acotó—. Dale una oportunidad. ¿Dónde más conseguirás a un buen ejemplar de metro noventa con un rostro encantador y un cuerpo tan bien proporcionado?

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Azul dejó los libros que había empezado a ordenar. —Cuando empiezas a fastidiarme te detesto. Me voy —dijo tomando su bolso de gamuza. —No me detestas, solo te incomoda que alguien te haga ver el tipo encantador que estás dejando pasar. Azul bufó y le lanzó un beso con la mano. —Mejor cuídate de Lázaro, ese moreno tan atractivo que también te va a traer problemas —la previno antes de salir. Lo cual podía no ser cierto. Lázaro Garguir era un hombre encantador, tranquilo, que resolvía los problemas sin levantar la voz y podía dar miedo solo elevando una ceja. Pero su querida amiga había estado demasiado tiempo encerrada en la librería y los libros como para ponerse al día de lo avispados que estaban los hombres. Y justamente Caterina, que detestaba a los guapos con dinero, había caído en la mira de uno de los más codiciados de Necochea. Lo menos que podía hacer era prevenirla, pero, por otro lado, la empujaba suavemente a que se lanzara a una aventura con él: mientras ella pudiera vigilarlo, todo estaba bien. Caterina merecía ser feliz. Además de aquellas charlas con su amiga, en las que la mayoría de las veces se escapaba para no escucharla, tenía muchas formas de ocupar su tiempo y una de sus preferidas era almorzar en la casa del tío Federico, porque él no la molestaba con preguntas como Augusto. Él le cocinaba y luego ella lavaba los cacharros. Después de la limpieza, se sentaban a tomar un café y a mirar la telenovela de las dos de la tarde, algo que de común acuerdo mantenían en secreto. Las veces que almorzaba con Augusto, se la pasaba poniéndole freno a las preguntas que le hacía, retándolo cuando hablaba mal de sus hermanos y, por último, se iba antes de la una y treinta para mirar la novela en algún otro sitio. Por la tarde no tenía inconvenientes en ir a tomar un café sola o la pasaba caminando por el centro comercial mirando vidrieras. Algunos días lograba sacar a Caterina, pero nunca llevarla de compras. De todos modos, cuando le llegaba la inspiración, no importaba que no fuera el horario de la clase de pintura o que estuviera lejos del bastidor. Si andaba por la calle volvía deprisa a su casa para plasmar con carbonillas lo que pensaba hacer más tarde con óleos. Las veces que llegaba al atelier con una idea en la mente, corría por las escaleras, saludaba apurada y pasaba directamente a su caballete, el último de la galería. En esas ocasiones las cejas de Ingrid se arqueaban interrogantes, pero no decía nada ni se aproximaba hasta que la joven hubiera dejado la paleta sobre la banqueta auxiliar. Lo que le llamaba la atención en los últimos días era que su padre no la celaba, no la controlaba, no le preguntaba con quién salía, a qué hora volvía y, por sobre todo, no había vuelto a mencionar ni a Fernando ni a Ignacio. A pesar de estar distraída con otras cosas, no dejaba de llamarle la atención la actitud de Raúl.

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Capítulo 17 En los últimos años se había separado mucho de su familia. La separación comenzó cuando él se fue a trabajar con el tío Kenneth. Su madre había sido quien más había sufrido; su padre, en cambio, lo había aceptado. La mayoría de las veces que volvía del extranjero se recluía en su hogar algunas horas, era lo que necesitaba para quitarse de la mente, en parte, las cosas que había vivido. Llegó a darse cuenta de que era una forma de mutar la piel, de sacarse de encima los restos de aquello que lo ensuciaba cuando salía de la Argentina. Y luego volvía a su tranquila vida de dueño de barcos pesqueros. Se reunía con los marineros a tomar alguna que otra cerveza y pasaba las noches cenando con sus padres o sacaba a pasear a sus cinco sobrinos. Ahí rozaba casi la vida normal y rutinaria. Hasta que llegaba otro mensaje. En Comodoro Rivadavia tenía una pequeña casita cerca del centro comercial, que al comienzo había alquilado y luego, con la llegada de sus padres, el fallecimiento del tío y la prosperidad de la empresa había comprado. Los años fuera de Necochea habían sido vertiginosos, porque cuando recibió en herencia la empresa de su tío, supo que aquello podía tomar buen camino si sabía hacer buenos negocios. Los consejos de Lázaro habían sido invalorables, le debía muchísimo de cuanto había conseguido. Pero también estaba lo otro, lo que lo había arrancado de Necochea y de lo que no podía zafarse. Se perdió entre la adrenalina que le brindaban sus salidas al exterior y los negocios que debía realizar al regresar. Sus padres se habían ido a vivir a Comodoro Rivadavia con la excusa de seguir a su hijo menor, pero Ignacio no se dejaba engañar: a ellos ya nada los retenía en Necochea. Su hermana mayor ya vivía en Chubut y Estela, la menor, estaba casada con un contador y vivía en Puerto Madryn. Los abuelos querían estar más cerca de sus nietos, lo cual era por demás entendible. Él siempre disponía de un día para preparar todo y salir del país. En esas horas dejaba las directivas para lo que quería que se hiciera en su ausencia y para eso se había apoyado mucho en el esposo de su hermana Mary, delegaba el mando en él. Tal vez lo más tragicómico antes de cada salida era recordar que había dejado su testamento en orden, y una parte de su corazón le traía el recuerdo de Azul. Recordaba la tarde en que había discutido con su madre, negándose a aceptar su destino escocés, la Orden a la que pertenecía su familia y que lo obligaba a hacer los viajes, a hacer algo que, en el fondo, detestaba y que lo alejaba de Azul. Ya estaba curtido en pasar las fiestas lejos de la familia. En realidad, no le molestaba porque, de hecho, odiaba esas fechas. Se sentía como un niño fastidioso al ver tantos preparativos. Si fuera por él, esos días se acostaría a dormir y se levantaría en enero. Una vez lo había hecho, pero suponía que en Necochea buscaba la normalidad, estar tranquilo, lejos de su vida pasada. Había llegado la noche de Navidad, algunos días antes había recibido la llamada de sus padres para convencerlo de que viajara y se les uniera en los

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festejos. Había recibido también un mensaje de la familia de Lázaro para que cenara con ellos. Había rechazado ambas propuestas. Ya tenía una cita, pero su compañera no tenía idea de que iba a acompañarlo. Estaba impaciente por volver a verla, porque hacía mucho tiempo que se mantenía alejado. El reloj dio las doce treinta de la noche. El coche ronroneó suavemente cuando lo aceleró al salir de la casa. Como siempre, escudriñó más allá de las calles que cruzaba: un instinto grabado a fuego con los años y que tal vez nunca llegara a desaparecer, aun en aquella tranquila ciudad de la costa de la provincia de Buenos Aires. La noche era calurosa y húmeda, rara vez llovía en esa época del año, lo que era un gran alivio para los vendedores de pirotecnia. En el aire aún flotaba el olor a los juegos artificiales y se veía en las esquinas de las calles céntricas a la gente reunida en grupos; personas de todas las edades que se saludaban y conversaban alegremente. Todo lo que veía le era indiferente. Se sabía cínico, tal vez demasiado, endurecido por cosas que había visto: por tener el conocimiento de que no toda la gente del planeta en aquella fecha disfrutaba tanto como los parroquianos que ahora veía, sin más preocupaciones que alguna deuda en el banco o la planificación de las vacaciones de verano. Azul se abanicó el rostro con las manos al entrar a la casa de Lázaro. Hacía calor afuera y estaba un poco peor adentro. El cuarto de estar estaba atestado de gente, conocía a algunos, aunque saludaba a todos. Era tan agradable pasar un rato así, rodeada de gente amena y caras sonrientes. Las fiestas de Lázaro, después de la medianoche, eran casi una tradición en Necochea. Se sentía muy relajada, en parte por el vino de la cena y otro tanto por la compañía de Caterina. Le daba un pequeño mérito a la ausencia de Ignacio. Estaba completamente segura de que él estaba en Comodoro Rivadavia, pasando las fiestas con su familia. Aquel respiro le caía del cielo. Instó a Caterina a que avanzara un poco más. Estaba impaciente por llegar al parque de los Garguir. Intuía que mucha gente había salido a buscar un poco de brisa y no dudaba de que los padres de Lázaro estaban tomando fresco. Se oían carcajadas, demasiado agudas si no eran producto del exceso de alcohol. Tocó en la espalda a su amiga para señalarle a una conocida en común y siguieron con el lento caminar. Para cuando llegaron al exterior, cada una aceptó una copa de champaña y caminaron hacia el césped. —Detesto estas fiestas. Azul meneó la cabeza al escuchar a su amiga. Dio un sorbo a su bebida y miró distraída las enredaderas que crecían en los altos paredones. —Es el primer momento, luego encuentras conocidos. —Conocidos veo por todos lados, hasta algunos que no pensaba ver —replicó la Colorada saludando con la mano a un hombre que se acercaba a ellas. —Es lo que yo te digo, después de un rato ya te sientes cómoda — aseguró y la miró—. ¿Lo viste a Láza... —Se olvidó de lo que estaba por preguntar al ver una figura conocida caminar por el césped y acercarse a ellas. —¿A Lázaro? Sí, acabo de verlo. Hola Ignacio, adiós Azul. El recién llegado sonrió ante la partida de Caterina, que le hizo un guiño al pasar por su lado, —¿Esa cara es por mí? Qué cara se suponía que pusiera, se preguntó. ¿De asombro? ¿Incredulidad?

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Por supuesto, no esperaba encontrárselo. A pesar de no querer verlo, no pudo ignorar el placer que le dio tenerlo delante. Pero, por Dios, ¿por qué no puedes actuar como los demás? Se supone que debes pasar estas fiestas con tu familia. Todos lo hacen. ¿Por qué tú no? Para variar, podrías conducirte alguna vez corno yo imagino que lo harás. —Te creía lejos. ¿Para qué mentir? El acortó las distancias y acercó su cara a la de ella. Azul temió ser besada, pero lo quería. Y obtuvo lo que quiso: un beso en la mejilla, un beso en la comisura de los labios y estaba segura de recibir a continuación un beso en la boca cuando dio un paso hacia atrás. —¿Qué haces aquí? —Se hacía difícil recuperar la compostura luego de ese saludo. Él sonrió y la dejó en paz, de momento. —Lo mismo que todos, saludando a una familia amiga. —Miró en derredor—. Pero creo que se está llenando demasiado la fiesta. ¿Salimos un rato? Azul abrió grandes los ojos. ¿Salir? Qué tupé el de este hombre, pensó. Ella no tenía intenciones de moverse de allí, menos con él. —Acabo de llegar. —¿Me tienes miedo? Ja, qué más quisieras. —No, por supuesto que no. —Deberías contagiarte más del espíritu navideño —aconsejó quitándole de las manos la copa vacía—. ¿Hacemos una tregua? Ella se pasó la lengua por los labios. —No sabía que estábamos en pie de guerra. —Yo creo que ya estamos en plena batalla —la corrigió y observó su boca húmeda. Lo reconocía, él estaba muy atractivo, pero eso no era nuevo porque ya no se mentía, siempre le gustaba verlo. Él tenía razón, no había motivo para pelear esa noche. —Está bien, haremos una tregua. Él nuevamente sonrió. La misma sonrisa que era solo de ella. —¿Y qué me dices de salir de aquí? Vayamos a algún sitio tranquilo. ¿Me tienes miedo? —la desafió al verla negar. Miedo, miedo, miedo. Tampoco es para tanto, Estember. Soy cautelosa, que no es lo mismo. —Después de lo que me has hecho, digamos que no confío mucho en ti. —Entonces me tienes miedo. —No. —La réplica fue demasiado rápida y ella misma se acorraló—. ¿A dónde quieres ir? Niña tonta, falta que tú sola te empujes fuera de la casa. De no querer saber nada con él, ahora ya estás planificando una salida. Pero es que este hombre me puede, me provoca constantemente con ese jueguito de si le temo... Pero él no pensaba decirle a dónde iban a ir, así que abusó de la confianza que ella le tenía y la tomó de la mano. Sintió la inmediata resistencia. —Prometo portarme bien. Salieron de la casa un poco más rápidamente de lo que había tardado ella en ingresar. Se subió al coche y mantuvieron un cómodo silencio hasta que llegaron a la zona costera. Entonces miró a Ignacio, pero él no dijo palabra. Azul supo a dónde se dirigían aun antes tic-haber llegado; reconoció el camino del parque, ahora con

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notorios rasgos de ser muy transitado. Ella jamás había vuelto a pasar por allí y le entristeció descubrir que lo que antes había sido su lugar en el mundo, ahora quedaba expuesto al ir y venir de la gente y los vehículos. —¿Te acuerdas de este lugar? Azul asintió en silenció; el motor del coche seguía en marcha. Algo cambió en ella al saber que él también lo recordaba, que no olvidaba lo importante que había sido aquel sitio en su noviazgo. —¿Quieres bajar? — No—respondió deprisa. Ya no había mantas ni posibles caminatas, ya no había silencio que se rompiera con sus risas. Suponía que ahora aquel sitio le pertenecía a los nuevos adolescentes. Él no dijo nada más y se puso en marcha. Salieron del parque sumidos en sus pensamientos. Ella no se dio cuenta de que no retomaban la avenida de la costa, sino que se desviaban por las callecitas de los barrios residenciales, muy cercanos al parque y al mar. Quedó desconcertada cuando él estacionó el coche en la entrada de una residencia. Observó la casa tenuemente iluminaba por las lámparas colocadas en la entrada. El vecindario era muy tranquilo, aun en esa noche especial. Las luces de la calle eran amarillas, de modo que no llegaban a distinguirse con claridad todas las casas ni los cuidados jardines que apenas se dejaban ver. No pudo menos que reparar en que la calle era de tierra, típica de aquellos barrios residenciales donde ni siquiera pasaba el asfalto y, sin embargo, la gente pagaba astronómicas sumas por los terrenos y las casas con tal de vivir en un lugar tranquilo, apartado del bullicio y muy cerca de la naturaleza. —¿Y esto? —Mi casa. ¿Te gusta? —Le importaba mucho su opinión. Salió del coche y la ayudó a descender. Azul estaba demasiado bonita como para apartar los ojos de ella. Llevaba un vestido de seda, con un profundo escote que dejaba ver el valle entre sus senos. Los tirantes finos dejaban al descubierto la tersa piel de los hombros y la espalda. El ruedo del vestido terminaba en un volado por debajo de las rodillas. El pelo suelto brillaba bajo las luces. —Me gusta, me encanta la sencillez de la fachada —repuso sin tratar de alejarse cuando Ignacio le pasó una mano por la espalda. Estaba totalmente sorprendida, gratamente asombrada de que aquella fuera su casa. Hasta ese momento no había pensado dónde estaba viviendo, había dado por sentado que estaría quedándose en la casa de los Garguir. Por dentro, la casa parecía deshabitada, aunque pulcramente limpia. El vestíbulo estaba delimitado por una exótica alfombra que estaba segura de que no se conseguía en la ciudad. Más allá le llamó la atención la escalera, que le trajo recuerdos de la cabaña. —¿Por qué todo está vacío? —Porque no soy amante de la decoración —respondió con sinceridad al cerrar la puerta. Azul dio un paso hacia el costado, cohibida por el lugar y por la cercana presencia de él. La vestimenta que llevaba lo destacaba: no se había vestido elegantemente, pero la camisa gris oscuro y el jean gastado le daban un aspecto de hombre joven despreocupado que le traía a la mente los años de adolescentes. En los pies llevaba unos livianos zapatos en tono claro. Entrelazó las manos por delante y miró con curiosidad las molduras de yeso

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que adornaban el techo. —¿Te animas a una copa de champaña? Azul lo miró con una ceja levantada. Nuevamente bromeaba. La champaña siempre había sido su debilidad y no resistía muy bien los efectos del alcohol. —Francesa —agregó. Ella cerró los ojos y elevó apenas los hombros en un claro gesto de placer. —Supongo que podemos brindar —aceptó haciendo a un lado el buen juicio que le aconsejaba no beber. Ignacio la condujo a la cocina y nuevamente ella asintió con la cabeza como una forma de aprobar todo lo que veía. Allí había más cosas que en el resto de la casa: al menos había horno, microondas y sobre la mesa, algunos pequeños electrodomésticos. Ignacio sacó la botella y buscó en la alacena dos copas alargadas. —¿Con quién cenaste? --preguntó luego de oír el sonido del corcho al salir. —Con mi sola compañía. —Negó con la cabeza al verle en la cara la expresión extrañada—. No me compadezcas. Rechacé invitaciones para unirme a los festejos, no sirvo para esas cosas. No pudo evitar preguntarse por qué había decidido quedarse solo. Imaginarlo sentado a la mesa a las doce, cuando en toda la ciudad se oía la sirena de los bomberos que marcaba la medianoche, le provocaba pena. De haberlo sabido no hubiera dudado en invitarlo a su casa, aun al costo de tener que responder muchas preguntas. —No recordaba que te disgustaran las fiestas —comentó aceptando la copa. —Antes me daban lo mismo. —¿Y ahora? —También ahora. De estar en Comodoro Rivadavia, estaría con mis padres, todavía comiendo —agregó con una mueca—. No gastes tu lástima en mí —pidió perspicaz, guiñándole un ojo. —Me cuesta creer que un hombre como tú quiera pasar una fecha así en soledad —dijo sin negar que sentía pena. —Un hombre como yo —repitió pensativo — . ¿Cómo soy? La mesa y las sillas estaban a la entrada de la cocina, separadas del sector donde se cocinaba. El conjunto era una sala lujosa y cálida, donde primaba la madera oscura en ¡os muebles y las alacenas, y la mesa parecía presidir el ambiente. Se sentó antes de responder. —Un tipo sociable, siempre estabas dispuesto a conversar con los demás, nunca te oponías a salir en grupo. —He cambiado. Tras esa afirmación se hizo un silencio. —Como todos. ¿Por qué parece que no lo conociera realmente? —Tú ya no pintas como antes —manifestó volviendo alienar las copas. Azul bebía distraída. —¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendida. —Visité tu exposición y me sorprendió mucho. Ella jugó con el estilizado pie de cristal de la copa. —¿No te gustó? La champaña estaba deliciosa. Las burbujas la hacían sentir ligera. Claro que no eran las burbujas, sino el alcohol lo que la hacía marearse. Debería rechazar una

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próxima copa, se aconsejó. —Dije que me sorprendió —las mejillas de Azul estaban sonrosadas—. Me parecieron increíbles esos cuadros. Acabó con el contenido de su copa. —Trabajar bajo la vista de mi maestra Ingrid es todo un reto, pero me identifico mucho con ella. —Pero ya no pintas retratos —a pesar de que ella apartó la copa para que no le sirviera, él le mostró lo poco que quedaba en la botella y terminó por convencerla. —No, ahora me volqué a lo abstracto y descubrí que es el estilo que me permite expresarme totalmente. —Yo esperaba encontrar bailarinas y barcos. Los dos se sonrieron, levantaron las copas e hicieron un tardío brindis. —¿Los recuerdas? —La pintura de la bailarina a la que Ignacio se refería era especial y Azul aún la conservaba. Se había inspirado cuando vieron a una compañera de la escuela haciendo una danza árabe en una fiesta. Había sido su mejor pintura en aquellos tiempos, había podido captar la sensualidad del momento, los colores brillantes de las vestiduras, los reflejos dorados que despedían las monedas engarzadas en el cinturón que colgaba de la cadera y que hacía un contagioso sonido que los había invitado a seguir el ritmo con el batir de las palmas. En su momento había estado muy orgullosa de aquel cuadro y él también. —Recuerdo los barcos que observábamos detenidos en el río y que luego me quitaban de mi lado a mi novia cuando los quería plasmar en la tela. Ella también sonrió al recordarlo. Ignacio protestaba cuando Azul posponía una salida por la pintura, gruñía cuando por el mismo motivo se pasaba el día sin verla y la felicitaba, sin ocultar el orgullo, cuando veía la obra terminada. Él jamás se quejó de su pasión, más bien protestaba un rato pero interiormente la comprendía. —Esos están en poder de mis tíos —contó con una mueca, alejando la copa vacía—. Pero estos se venden. No debí beber —agregó mientras se pasaba una mano por los ojos. —¿Tan blanda eres? —bromeó. —Probemos —replicó. Se puso de pie y caminó hasta donde estaba la mesa. No estaba borracha pero sí muy achispada, y sus pasos eran inseguros, aunque no llegaba a tambalearse. Al llegar a la mesa se quitó las elegantes sandalias con un respetable tacón de siete centímetros. Los pequeños pies se lucían con las uñas pintadas de rojo, el llamativo color volvía la delicada piel aún más blanca de lo que era. Lo miró risueña. —Supongo que no estoy para una competencia. Ignacio se acercó sin perder el buen humor. Le rodeó la esbelta cintura con las manos y sin esfuerzo la sentó en la mesa. Ahora estaban un poco más nivelados en la altura. Le pasó un dedo por el labio inferior. Reconocía nuevamente la suavidad que tenía la boca carnosa: no la había olvidado. Ciertamente se había tomado revancha en Esquel, pero siempre era una nueva experiencia sentir los labios bajo la yema de los dedos. —Diría que no serías una buena catadora de vinos —coincidió. Había sido una tontería aceptar beber tanto, aunque fuera una botella de champaña francesa. Sentía la mente ligera y el cuerpo pesado. Tan relajada estaba que no podía alejarlo y poner un poco más de distancia. Simplemente no conseguía actuar de modo coherente. Ignacio se acercó y le besó suavemente el cuello: olía a flores blancas, un

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rezago persistente de perfume. La delicada piel estaba cálida y muy tersa. Subió un poco la cabeza y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, provocándole un estremecimiento. Todas las terminales nerviosas de su cuerpo parecieron cobrar vida al instante, cuando él comenzó a jugar en su cuello. Era algo tan íntimo y a la vez increíblemente inocente. Era lo que ella siempre definía como buena química: responder a caricias castas como si fuera un estímulo apasionado, hacer de lo sencillo un juego exquisito de placer. Rodeó con los brazos el cuello de Ignacio. Fue como si sus extremidades cobraran vida por sí solas y no le respondieran. Tenían voluntad propia. Las manos de Ignacio bajaron hasta el escote del vestido y se amoldaron a la forma de los senos. Ignacio dejó escapar un gruñido al notar que detrás de la tela de seda no había nada que le sostuviera los pechos. Azul se acercó un poco más a esa fuente de calor y soltó un suspiro. Las finas tiras que sostenían el vestido en su sitio cedieron bajo la maniobra de los dedos de él. Ignacio admiró una vez más la pálida piel libre de imperfecciones: los senos llenos que se erguían orgullosos con los pezones duros en respuesta a sus caricias. El vestido estaba plegado hasta el regazo. La exquisita tela le llegaba a cubrir tan solo el ombligo y quedó entre los dos cuerpos cuando ella se pegó a él. —Quiero estar dentro de ti. Eres una droga de la cual jamás tengo suficiente — declaró antes de besarla. Ella sabía a champaña. La abrazó y sintió la espalda desnuda. Estaba completamente excitado y oírla gemir en medio del beso, mientras se apretaba contra su pecho no le servía para detenerse el tiempo suficiente hasta llegar a la planta alta. Azul escuchó a lo lejos el chisporroteo de los fuegos artificiales, fue un ruido lejano que le llegaba amortiguado por el deseo y el alcohol que le obnubilaba los sentidos. Recuperó el mínimo de compostura necesaria para darse cuenta de que si no hacía algo pronto acabaría, nuevamente, haciendo el amor con Ignacio. Sufriendo por anticipado, cortó el beso y puso las manos entre los dos. Se subió el vestido sin mirarlo a los ojos. El silencio fue mutuo: solo se oía la respiración agitada de los dos. Ignacio apretó la mandíbula y apoyó ambas manos sobre la mesa, una a cada lado de los muslos de ella. Azul contempló la cabeza gacha, los cabellos rubios y supo que él estaba tratando de aceptar este repentino retroceso que ella había dado. Cuando finalmente elevó la mirada y la enfrentó, Azul se mordió el labio. Los ojos de Ignacio la perforaron, aunque la sonrisa que tiró de sus comisuras la dejó totalmente descolocada. Si él podía reírse de la frustración que sentía, se había ganado su admiración. —Eres perversa. —La ayudó a acomodarse los tirantes sobre los hombros y luego le puso las manos en la cintura y la bajó. —Aunque no lo parezca —aclaró—, quiero mantenerme lo más lejos que pueda de ti. Ignacio pareció sinceramente asombrado. —¡Qué tontería! —Es cierto—aseguró. —¿Apostamos? —No.

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—¿Tienes miedo? No. No te tengo miedo, Ignacio. Tengo miedo de ilusionarme de nuevo y encontrarme sola cualquier mañana de estas. —Jamás —solo pavor, reconoció interiormente. Pero era imposible echarse atrás ante un desafío de Ignacio—. ¿Qué quieres apostar? —Esto se pone interesante. Ella alzó una ceja. —Me alegra que lo disfrutes. ¿Me llevas a mi casa? —El alcohol aún no había afectado su prudencia. Trató de agacharse para recoger sus zapatos pero él la detuvo. —Antes dejemos en claro la apuesta. Ella apretó los dientes. —Será frustrante para ti—le advirtió Azul. —No me digas —se burló—. ¿Te echas atrás? —¿Sabes qué?, redoblaré tu apuesta. —Casamiento. —¿Qué? —preguntó azorada. —Si yo me acerco, si te robo un beso. —No. —Lo cortó tajante. —Muy bien. Si te robo una noche como la de Esquel, entonces tú te casas conmigo —propuso. —Estás loco. —Si yo no lo consigo en dos meses... —En un mes —negoció. —Está bien, en un mes —concedió—, me voy, te dejo y ya no vuelvo a entrometerme en tu vida. —¿Te irías? — Sí, de regreso al sur. Azul se quedó sin saber qué decir. ¿Cómo habían llegado a aquel punto? Repasó los términos confundida: si él le robaba antes de un mes una noche como la de Esquel, entonces tenían que casarse; si él no lo lograba, en cambio, se volvía al sur para siempre. —Esto es una mala idea, producto del alcohol y el espíritu festivo. —Yo no creo que lo sea. ¿Qué tiene de malo? Si estás tan segura de poder resistirte a mí, no hay problema: en un mes ya no te molestaré más. ¿Aceptas? —Claro. Es pan comido. Ahora, ¿me llevas a mi casa?

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Capítulo 18 El conocido ruido de los coches al pasar por la calle fue lo primero que quebró la niebla de su sueño y, aunque trató de seguir durmiendo, no pudo con su sentido del deber. Era cierto que no tenía grandes cosas para hacer, pero suponía que ya era muy tarde y que no podía quedarse más tiempo en la cama. Claro que una cosa era pensar en levantarse y otra muy distinta llevar a cabo la tarea. Se sentía abrasada por el calor debajo de las sábanas, pero los miembros no le respondían con tanta diligencia como antes: estaban pesados, demasiado perezosos. Sin embargo, la parte más fea de su despertar se relacionaba con el insistente dolor de cabeza que la atacaba. No podía definir con precisión dónde estaba, pero aparecía en la frente, en las sienes y en la nuca. No había un punto que no le doliera, o tal vez fuera la sensación de tener un padecer indescriptible bailando en su cerebro. Con valentía abrió los ojos y los cerró rápidamente para alejar la luz que llegaba de la ventana. Tenía mal sabor en la boca: definitivamente era la peor resaca que recordaba. Al poner los pies en el piso y pararse, se llevó las manos a las sienes, esperando detener el dolor que le estalló en la cabeza. Se llevó las manos a los ojos y permaneció de pie, al lado de la cama, asegurándose de tener la suficiente estabilidad para no caerse al piso. Pensó que si se caía, se lo tenía merecido por haberse excedido con el alcohol. Nadie la había mandado a beber en la cena, aunque estaba justificado por la reunión familiar y la celebración por las fiestas. Nadie la había obligado a beber esa copa en la casa de los Garguir, aunque solo había sido una. Nadie le había aconsejado beber media botella de champaña y mucho menos si estaba con un hombre guapo y ese hombre había sido su novio. Pero no había sucedido nada de lo que tuviera que arrepentirse, no había hecho nada malo. Había dormido en su cama y más que algún chiste sin gracia, alguna risa sin motivo o algún tropiezo sin justificativo, no creía haber cometido algo que la pudiera avergonzar. Tengo muy buena memoria, se dijo mientras caminaba hacia el cuarto de baño. Claro que recordaría si había hecho algo que pudiera cambiar el rumbo de su vida. Abrió la ducha y dejó que el vapor llenara el recinto. Ella no era capaz de olvidar haber provocado algo que la uniera nuevamente a Ignacio. Se aplicó el champú y se masajeó con vigor. Ella andaba con pies de plomo en lo que a él se refería, estaba completamente segura de no haber cometido tontería alguna que le diera ventaja a ese hombre. Quince minutos después de meterse en la ducha y de relajar el cuerpo con las caricias del agua, se envolvió en la bata y salió de la habitación, totalmente segura de que nada la ayudaría más que un te livianito y una tostada sin nada encima. Ya tenía edad suficiente para dejar de hacerse la niña. Vertió el agua en la taza y agregó un poco de limón al té. No podía ser que un hombre la trajera a su casa y la besara en la puerta de entrada sin que ella ofreciera resistencia. Pero bueno, era lo único que habían hecho. Aunque también estaban esos besos que se habían dado en la cocina de Ignacio. Se ruborizó. Es por el calor del té...

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Pero solo habían sido unos besos y unas caricias. Se apoyó en la mesa. Lo que sucedía era que él sabía qué cosas hacer para provocar en ella la excitación. De todos modos, por unos besos no se comprometía a nada, unas caricias no llevaban al casamien... La taza de té estuvo a punto de caérsele de las manos. No, no. No puede ser cierto. ¿En verdad hice una apuesta? Azul se sentó con cuidado en una de las sillas y apoyó la taza sobre la mesa de vidrio. Tenía el corazón desbocado. Las palabras de Ignacio resonaban como un eco en su mente. "¿Apostamos?" Y el eco seguía, seguía y seguía. Se tiró el cabello mojado hacia atrás, tratando de recordar más, pero era imposible, faltaban retazos de lo sucedido la noche anterior. No, no faltaba nada. Ella había apostado. Y había hecho un mal negocio. Un mes no era poco tiempo en lo que se refería a Ignacio. Debería haber puesto como plazo una semana o, mejor aún, un día. Pero él también podía haber estado bebido, aunque lo dudaba. Él también podía estar arrepentido y, deseó, tal vez ni siquiera se acordase de la conversación. Solo había un modo de averiguarlo. Buscó el teléfono y marcó el número. Él no tardó en atender. —Era broma. —Lo atajó antes de que él dijera palabra. —¿De qué estamos hablando? —De nuestra charla de anoche —le recordó mordiéndose el labio. —La apuesta —la corrigió. No la olvidó. —Claro, ¿qué más va a ser? —No era broma. Ya aceptaste —la acorraló—. Confío en tu palabra. Puedo confiar en ti, ¿no? —Claro que soy confiable, pero... —Tarde, lo sabía, él había manejado la charla con pocas palabras y ella se había enredado sola. —Entonces no hay problema. Adiós. —Espera, espera —pidió, pero fue en vano. La comunicación se había cortado y él ya había obtenido lo que quería. Ella había dicho que era confiable y que iba a cumplir su palabra. —¡Qué tonta! —se gritó frustrada. ¿Cómo? ¿Cómo pude subestimarlo? ¿Es que yo no aprendo nunca? Azul tenía ganas de llorar por haber caído en su juego, tenía ganas de abofetearse por haber sido tan ingenua y tenía que aplaudirle por haber sido tan astuto. Porque no le quedaban dudas de que él la había llevado a un terreno donde ella no estaba tan segura y había caído sobre su mente cuando menos lucidez tenía... Pero él no la había obligado a beber. Él no se había aprovechado de ella. Él la había depositado en su casa sana y salva. Tampoco era justo que le echara a Ignacio toda la culpa por una niñería de la que ella era en gran parte responsable. No tendría que haber bebido, ahí estaba el problema. Porque por supuesto que la champaña tenía la culpa. ¿Quién más? Tú, Azul. Tú eres la única culpable de haber entrado en este juego. Ella había negociado un mes, un mes. Puedo resistirme a él un mes. El método es creer que no está en Necochea. Pude vivir nueve años sin él: sin duda puedo durar un mes. Solo son treinta días y ese tiempo pasa volando. Puedo hacer algún viaje, puedo ayudarla más tiempo a

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Caterina en la librería y hasta puedo irme a la casa del tío Augusto o a la del tío Federico, hay muchas opciones. Puedo dedicarle más tiempo a mis pinturas o puedo encerrarme en casa bajo siete llaves y poner un cartel en la puerta que diga que estoy en cuarentena. Era solo un hombre. Ella ya estaba prevenida sobre lo que tenía que hacer y lo que no: debía evitarlo a toda costa, como si fuera la peste, mantener las distancias. Lo que no tenía que hacer era simple: estar en el mismo lugar que él, hacer el amor con él, besarlo, desear verlo. Si lograba mantener esa distancia, todo iba a funcionar bien. Era un plan simple y era solo un mes. Cuando quisiera recordarlo, el tiempo habría pasado, habría ganado la apuesta y él se iría de Necochea. Aunque estaba segura de que podría ser magnánima y permitirle quedarse en la ciudad siempre y cuando no la importunara. Esto es por demás sencillo, se tranquilizó poniéndose de pie. Me he hecho problemas por nada. Qué tonta... ¿Dónde estaba su padre? No, a él no podía contarle esto. Raúl vagaba distraído por su despacho. No sabía estar sin hacer nada y siempre le sucedía algo similar en los días que no trabajaba. Era una mañana apacible para salir a caminar un rato, pero estaba por llegar Silvia para compartir el almuerzo y tal vez después de comer pudieran salir juntos un rato. Luego de oír el timbre y mirar el reloj adivinó que no debía ser su novia la que llamaba a la puerta. Cuando oyó la voz del menor de los Maillán, alzó los ojos al techo. Lo último que necesitaba era que Augusto pasara a visitarlo. No tardó en escucharlo conversar animadamente con su hija. Le costaba entender la afinidad que había entre esos dos y, en cierto sentido, admiraba a Azul por tenerle tanta paciencia, por divertirse con su hermano más revoltoso. Parecían dos niños. Normalmente lo hubiera esquivado, pero necesitaba hablar con Augusto, aunque estaba seguro de que, a los minutos de comenzada la charla, se iba a arrepentir. Pero era más peligroso dejarlo solo con la joven, en cualquier momento podía soltar palabra sobre algo que lo hacía sudar. Abrió la puerta de golpe y atrajo la mirada de ambos: estaban tirados en el sofá, riendo seguramente de alguna tontería. —Ey. El hombre canoso sacó la vista del rostro de su sobrina y, aunque mantuvo la sonrisa, en la mirada se notó que no estaba contento con la interrupción. —¿Y ahora que hemos hecho de malo? Azul rió divertida ante la pregunta. —¿Qué haces aquí? —preguntó Raúl sin acercarse a ellos. —Visitando. ¿Que crees que hago? El dueño de casa negó con la cabeza. —Entra al despacho, necesito hablar contigo. Augusto frunció el ceño. —¿Ahora? —Sí —respondió con paciencia. —¿Tan importante es que no puede esperar? —Necesito hacerte una consulta. El canoso abrió los ojos, poco creído, como siempre, de que fuera cierto. —¿A mí?

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—Estás lento para entender —replicó su hermano—. ¿Vienes o no? El pediatra se puso de pie. —Lo siento cariño, tu padre está un poco apurado. ¿Te parece que está insoportable? —preguntó en voz baja. —Solo lo normal —contestó la joven, también poniéndose de pie—. Ve a hablar con él. Prepararé algo de tomar para cuando terminen. Augusto asintió y entró al despacho, pero cuando traspasó la puerta su hermano la cerró. Mala señal, ¿y ahora qué había hecho de malo? —¿Qué sucede? —Nada. —¿Seguro? —Raúl asintió con la cabeza—. Pero ya que estamos déjame decirte —alzó un dedo acusador— que me molesta que no me hayas llamado para terminar cierta charla pendiente que había entre nosotros. Raúl fingió desconocimiento. —¿Charla pendiente? ¿Acerca de qué? —Has llegado lejos para que te crea tan tonto, pero, si quieres que te lo recuerde, supongo que una sola palabra bastará: Azul. El otro no dijo nada. —El sur... Silencio. —¡Estember! —Al ver la palidez de su hermano, sonrió satisfecho—. Aja, veo que finalmente recuerdas, aunque te estás poniendo lento. Ayer cuando la vi a Azul... —¿Hablaste con Azul?—lo interrumpió. —Por supuesto que hablé. ¿Qué te sucede? —¿Sobre qué? Augusto frunció el ceño. —Hay algo que no termina de convencerme —murmuró Augusto mirando a su hermano que, a su vez, lo observaba ansioso—. Tú tienes miedo de que yo hable con ella. ¿Qué es lo que yo sé que te pone tan nervioso? —Vamos, contesta —ordenó Augusto y avanzó hacia su hermano. El mayor dio el último tranco en retroceso antes de pegarse contra el escritorio. —Ignacio la convenció a mitad de camino para que se fueran juntos. —Me sigues mintiendo. —Basta —se apartó de su hermano y se arregló nerviosamente el cuello de la camisa como si lo hubieran estado ahorcando—. Yo sabía que él no la iba a dejar casarse y no era nada malo de saber. ¿Quieres la verdad? Me puse contento — afirmó sin sorprender a su hermano—. Ignacio me hizo llegar su número de teléfono y el lugar donde estaban luego de que se la llevara al sur. Y eso no es complotarse ni... —¿Llevársela? ¡Llevársela! ¿Ese cavernícola secuestró a mi querida sobrina y a ti ni se te movió un pelo? ¡¿La raptó?! —Exclamó alzando la voz y los brazos—. Claro, ahora está todo más claro. Por eso parecías tener un cartel que decía "culpable" grabado en la frente —dijo después de haber relacionado todo—. Y mi pobre pequeña no sabe nada de todo esto, ella que... Raúl le tomó la oreja como lo hacía treinta años atrás y tiró de ella hasta que su hermano se calló. —Somos tres personas las que sabemos esto: Estember, yo y, para mi desgracia, tú. —Tiró más fuerte para que el otro se inclinara—. Si mi hija llega a saber de esto, solo podré acusarte a ti y te juro, Augusto, que no te va a gustar lo que te haré.

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El menor frunció el ceño y se mantuvo en silencio hasta que le soltaron el lóbulo de la oreja. Luego le llegó el turno de advertir. Le pegó en el pecho con el dedo índice a su hermano. —No me amenaces, querido hermanito. Ante todo, mi deber está con tu querida hija y si creo necesario en el futuro hacerle saber de este acto poco digno de ti... —Dile una sola palabra, Augusto, y te acogoto —prometió- . Tú no entiendes. Si yo no lo hubiera permitido, a esta altura tu sobrinita estaría con Fernando y ahora está sola, ¿o no? Y se la ve muy bien. En eso tenía razón, pero no había justificativo para confabularse con aquel cretino. Justamente con Estember. Si hubiera sido él, habría conseguido un muchacho joven y buen mozo y lo hubiera puesto en el camino de Azul. Pero no, su hermano le interpuso a ese escocés y ahora Azul iba a caer rendida nuevamente ante él. Pero eso estaba por verse. Ella no había mencionado a Ignacio y estaba seguro de que Azul no le iba a ocultar que estaba nuevamente enamorada. —La vigilaré de cerca —prometió. Por lo pronto, pensaba dejar las cosas corno estaban—. Me voy a conversar con Azul. Quédate tranquilo que no hablaré del tema. —Comenzó a caminar hacia la puerta pero se detuvo—. Y ponte algo más liviano que esa camisa, mira como estás sudando. Ja, se creen que pueden engañarme. Pero me tomaré mi tiempo. Un buen tío cuida de su sobrina y se asegura de que familiares insensibles no la lastimen. Claro que reconocer que mi hermano haya perdido de tal modo la cabeza no es algo agradable, pero gracias a Dios estoy yo aquí para poner en equilibrio las cosas. Vigilaré la situación un tiempo para ver cómo anda todo. Si entiendo que no hay razón para preocuparse, me olvidaré de esta charla y me dedicaré a mimar a mi sobrina. Más adelante la alentaré para que consiga un novio. Un hombre bueno, trabajador, preferentemente siempre ocupado en sus negocios para que no le quite tiempo a Azul para hacer sus cosas: pintar y estar con la familia... Raúl salió del despacho luego de una hora, cuando escuchó que su hermano salía de la casa. Sentía un fastidio general. Se quedó esperando a que llegara Silvia, con ella mejoraría su humor. Temía lo que ese desquiciado fuera a hacer con lo que sabía. Era un peligro y, de solo imaginar que una palabra de él podía convertir la apacible vida familiar en un caos de peleas, le provocaba pavor. Pero iba a esperar a ver qué hacía su querido hermano menor. ¿Por qué Augusto no podía ser más reservado, como Federico?

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Capítulo 19 Se sentía acosada, al límite de sus fuerzas. Supuso que mujeres tenían que vérselas con sensaciones similares todos los días. Pero de seguro no todas debían lidiar con un sujeto de metro noventa y de impresionantes ojos grises, que no solo tenía el porte de los escoceses, sino que se comportaba como uno muy persistente. Y ella ya no sabía cómo zafar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿No salir de su casa? ¿No ir a hacer compras ni a tomar un café? ¿Debía dejar de ir al atelier y pintar? ¿Renunciar al placer de comprar ropa? Ignacio parecía estar donde ella estuviera y, si no estaba él, veía el coche estacionado a escasas cuadras. Le producía una sensación difícil de explicar, mezcla de excitación y enojo. La fortaleza de su decisión parecía flaquear, era como estar sitiada. Se suponía que los hombres tuvieran piedad del sexo débil. Azul sabía que no tendría que haberlo hecho, que no era sano, inteligente ni prudente enfrentarlo. Pero ya su paciencia había pasado a la historia. Lo que menos necesitaba era que él le besara el cuello mientras compraba un bastidor en una casa de materiales para artistas. Lo tomó del brazo y lo apartó del vendedor que los miraba expectante sin disimular el interés. —No lo vuelvas a hacer —pidió cerrando por un momento los ojos, rogando encontrar las palabras mágicas—. Detén todo esto. —No sé de que hablas. Si no hubiera estado tan furiosa, se habría reído. —¡Claro que sí! —afirmó—. Estás por donde yo miro, no hago otra cosa más que encontrarte en todos lados. Ignacio miró a una señora que entraba. —Lo siento, cariño, —No era cierto — . Pero la ciudad no es muy grande y yo no tengo la culpa. —Vale, acepto que encontrarnos tan seguido sea una casualidad — ironizó —. No así tu actitud para conmigo. —¿De qué hablas? —Puntualmente de que me dejaste nueve años atrás sin miramientos y ahora vuelves como si nada, queriendo meterte nuevamente en mi vida. —¿Qué te hace pensar que aún sigo con esa idea? —Fingió que no habían apostado nada. Le pareció que ella necesitaba desahogarse. —Un fuerte presentimiento —argumentó sarcástica—. Déjame en paz, Ignacio. Me costó tanto quitarte de mi mente, lloré tanto por tu abandono... —Azul. Ella no podía detener las palabras. —Me costó más tiempo del que crees olvidarte, pero lo conseguí y ahora estás fuera de mi vida. —¿Me dejas hablar?

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Pero ella siguió con su descargo. —¿Cómo explicas que no volvieras antes por mí? No quiero volver a verte — sentenció y un momento después le dio la espalda dispuesta a pagar su compra y salir de allí. Pero cuando giró hacia la puerta, aún estaba Ignacio allí. Muy cruzado de brazos, como si esperara algo. —¿Terminaste? Porque tengo que comprar un esténcil. —Hizo una pausa y continuó hablando—. Ignacio Estember, estás usando un doble discurso conmigo: me acosas, no me acosas, pero sigues mis pasos y cuando me das a entender que me dejarás en paz atacas con más fuerza. Chica lista, pensó con orgullo. —Tu problema es que piensas mucho. —Mi problema comenzó con tu regreso —replicó con voz contenida. —No me puedo evaporar. —No lo pido. —Sonrió con fingida dulzura—. Me conformaría con que hagamos las compras en distintos días. —Si no quieres verme, bien puedo darte mi agenda. Pero ella no le contestó, lo golpeó en el brazo al pasar a su lado, furiosa. Ignacio hizo su compra y volvió a su casa. Su distracción de arreglar el jeep que se había traído de Chubut se vio interrumpida por la llegada de Lázaro. Al parecer su amigo estaba empezando a volverse atrevido. Ellos eran diferentes, muy diferentes. Ignacio era el arriesgado, el que no creía en los imposibles, el descarado que siempre encaraba las situaciones con temeridad y conseguía lo que se proponía sin medir esfuerzos ni recursos. Lázaro era el conquistador de mujeres, el dandy que siempre iba impecablemente vestido y con una agudeza para los negocios que sorprendía por la juventud que tenía. El moreno difícilmente hiciera algo en contra de la ley, nunca había chantajeado a nadie, más bien era de convencer naturalmente: tenía ese don pacificador que hacía que los demás aceptaran sus planes creyendo que nadie los había estado empujando. El rubio era el que modificaba las fronteras de la ley para adecuarlas a sus gustos. Se respetaban y ayudaban y, sobre todo, eran leales entre los dos. Pero no eran de esos que se meten en los líos del otro sin permiso. Cada uno, de distinto modo, creía que podía solucionar los problemas sin ayuda y siendo compatibles en ese sentido, era lógico que respetaran esa regla. No intervenir si no se pedía ayuda. A pesar de ciertas ligeras discusiones que pudieran haber tenido, nunca se habían peleado. Y eso era porque había un límite invisible, no marcado, que decía hasta dónde se podía meter uno en la vida del otro. Y hasta ese momento había dado resultado: ambos eran muy independientes. Decidió que lo mejor que podía hacer, después de haber hablado con su amigo, era volver al galpón donde reposaba su preciado jeep, desnudo de pintura, y comenzar el trabajo que Lázaro insistía hiciera un profesional: pintar. No podía estarse quieto, no servía para holgazanear. Llevaba más de una hora y cuarto corriendo por el parque, internándose cada vez más, saliendo de los pintorescos caminos y esquivando pinos, subiendo y bajando las pequeñas colinas cubiertas de pinas rotas. La humedad a las seis de la mañana era sofocante. El sol que estaba saliendo pondría las cosas peor; no quería estar fuera cuando finalmente se pusiera

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abrasador. La ropa estaba empapada, pero tenía la respiración ligera y llevaba buen paso. Fue acortando camino hasta comenzar a divisar el mar y oír las gaviotas. Apuró el tranco e hizo los últimos doscientos metros antes de llegar a la orilla del mar en una carrera demoledora que le dejó las piernas temblorosas y la respiración agitada por el esfuerzo de correr sobre la arena seca. Justo lo que necesitaba para poder dormir, finalmente. Estaba en una mala racha, de vez en cuando lo atacaban noches en las que no conseguía conciliar el sueño: los fantasmas del pasado lo perseguían y cuando finalmente caía exhausto despertaba acosado por los recuerdos, las caras, los nombres, los lugares; todo se cruzaba, se mezclaban los olores con los pensamientos que tuvo en aquellas situaciones. Era como volver al infierno y ver desde afuera lo que había vivido: se veía a sí mismo arriesgando el pellejo, sintiendo de nuevo el temor de morir y la adrenalina corriendo por el cuerpo, incontrolable, ante el peligro. El mar estaba calmo, sin olas. A medida que el sol seguía subiendo en el cielo, el calor se iba intensificando. La respiración estaba completamente normalizada. Se quitó la ropa, quedándose con el traje de baño. Luego corrió hacia el mar, a calmar sus demonios, a enfrentar, una vez más, a sus miedos.

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Capítulo 20 Se desperezó en voz alta y siguió disfrutando del placer quedarse en la cama un rato más sin hacer nada. El aire que entraba por la persiana entreabierta dejaba percibir que afuera estaba húmedo y pesado. Tal vez si no hubiera viento, sería otra pegajosa jornada. Por la noche, la tormenta que había amenazado con desahogarse sobre la ciudad había desaparecido y la luz de la mañana hacía imaginar que tampoco había nubarrones en el cielo. Inspiró profundamente y abrió los ojos: un conocido olor le llenó los sentidos. Estoy loca. Giró y golpeó contra algo. Se sentó rápidamente sobre la cama y descubrió que no estaba sola. Con una mezcla de incredulidad y enojo miró al tipo que estaba recostado a su lado: Ignacio Estember dormía muy plácidamente junto a ella. ¡Qué manera de comenzar el año!, se dijo. Llevaba ropa deportiva que se veía húmeda. Azul podía haberse encolerizado porque, de seguro, le estaba arruinando la ligera colcha sobre la que se había recostado Ignacio o, simplemente, porque él estaba allí, salido de la nada sin una explicación válida que justificara su presencia; pero no pudo hacerlo. Tenía un brazo doblado debajo de la cabeza y el otro cruzado sobre el pecho. Los cabellos estaban húmedos y caídos naturalmente hacia atrás, como si antes de acostarse hubiera pasado los dedos por ellos. Se le habían aclarado aun más con el sol. No parecía estar descansando muy bien, probablemente estaba soñando: sus ojos se movían bajo los párpados con rapidez, típica imagen de quien está soñando. Sabía que si tomaba una carbonilla y papel para dibujarlo, podría captar el reposo intranquilo. La mandíbula no estaba completamente relajada y no tenía los labios separados. La mano sobre el pecho estaba en un ángulo, levemente encorvada, como aprisionándoselo suavemente, aunque él no fuera consciente de todo aquello. La respiración era leve, profunda, pero no roncaba. Parecía estar a punto de levantarse. No se animó a ir por su cuaderno de dibujo y sus carbonillas. Sin embargo, su mente acostumbrada a ver modelos vivos y a tener que retener imágenes para pintar después captó las pequeñas sutilezas de su rostro descansando. Pero ella tenía la vista entrenada para ver los detalles que otros pasaban por alto: era un buen ejercicio para darle vivacidad a sus pinturas y lograr que para el espectador fueran reales. Las manos eran anchas y los dedos no muy cortos pero gruesos. Se le notaba la piel curtida, señal de haber sido expuesta al trabajo duro y a las inclemencias del tiempo. Era un hombre alto, pero a pesar de no ser robusto, no era ni flaco ni desgarbado. Tenía una buena masa muscular. A simple vista se veía que tenía músculos duros y el pecho ancho. Los había tocado y se sentían maravillosamente bien bajo sus manos. Siempre había sido atractivo; no era de los rubios desabridos de mejillas coloradas, él se bronceaba con facilidad. Era aún muy joven para tener arrugas, pero el entrecejo se veía marcado y notó que el hueso de la nariz tenía una pequeña curvatura, probablemente jamás nadie reparara en ella,

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pero por supuesto que Azul la había registrado en su escrutinio de artista. Los modelos con los que había trabajado eran siempre hombres y mujeres que cobraban muy buen precio por dos horas durante las que cambiaban de posturas en cortos períodos de tiempo. La primera vez que había aparecido un hombre sin ropa, se había inquietado de vergüenza. Para su consternación recordó que estaba en la primera fila y no había forma de que no viera todas las partes del muchacho, que resultó ser un simpático modelo de ropa interior. La segunda vez ya no se había ruborizado catastróficamente, aunque la vergüenza había persistido, pero ya no estaba en el frente sino en la última línea y jamás había llegado a pintar el miembro de un modelo vivo, algo que Ingrid encontraba por demás cómico. Pero era un ejercicio muy bueno para el pintor: siempre se elegían hombres esbeltos y musculosos, porque justamente era lo que tenían que aprender a dibujar: los nervios, los músculos, el cuerpo humano al desnudo, perfecto en su anatomía. A decir verdad, Ignacio podría ganarse algún dinerillo extra si decidía posar sin ropa para las clases de pintura. Azul decidió que aquella visión del gran cuerpo de Ignacio le había llevado más tiempo del necesario y que había sido totalmente improductiva: podía estar levantada hacía rato. Con mucho sigilo salió de la cama, no tenía por qué, pero no quiso despertarlo. Tal vez necesitaba dormir, se lo veía cansado. Ya le iba a dar su opinión cuando se despertara. Ignacio abrió los ojos en cuanto sintió bajo su espalda que los resortes del colchón se movían sutilmente. Le resultaba instintivo reconocer cualquier pequeño cambio a su alrededor. Nunca dormía con un sueño profundo. —Gracias por dejarme descansar. Azul se dio vuelta algo sobresaltada. — ¿Te desperté? —Ya dormí suficiente. —Me alegro —repuso poniéndose una bata, que no le llegaba a las rodillas y tenía mangas cortas—. ¿Cómo llegaste aquí? —¿Magia? Ella no pudo evitar reír. El intento de él por no decirlo era muy pobre. —¿Cómo? —Magia —afirmó. —Ignacio... —advirtió. ¿Qué le podía decir? Entrar por el patio de atrás había sido sencillo, el pastor alemán del vecino estaba alimentado por demás y ni siquiera lo había oído trepar la medianera. —Consíguete un buen perro, la seguridad de tu casa es deplorable. —Será porque es la casa de mi padre —replicó enojada —¿Desayunamos?—preguntó poniéndose de pie. Azul se metió en el cuarto de baño y cerró con un portazo. Se tomó todo el tiempo del mundo para lavarse la cara, ponerse una liviana emulsión en el cuerpo y una crema humectante con protección solar en el rostro. Luego alzó el cabello y lo juntó en un rodete; se lavó los dientes y tardó cinco minutos para salir esperando que él se cansara y se fuera. Cuando no sintió ningún ruido proveniente de la habitación salió, solo para encontrar a Ignacio parado junto a la puerta, apoyado en el marco de madera. —¿Quedó algo más por hacer en ese cuarto de baño? —Si no quieres decirme cómo entraste, al menos dime a qué viniste. —A verte, obviamente—replicó sonriente.

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Ella abrió el armario. —Estoy decidida a mantenerme lejos de ti —anunció buscando dónde estaban colgados los vestidos—. Además no está en mis planes perder la apuesta. —¡Qué tontería! Sabes que no vas a ganar. Azul apartó la puerta para mirarlo con seriedad. —No voy a discutir contigo —aseguró antes de volver a concentrarse en la ropa—. Lo único que puedo ofrecerte en este momento es un desayuno. Pero como iba a descubrir dos días después, las cosas no solo podían empeorar, sino que iba a encontrar consuelo en ese hombre al que quería esquivar. Azul estaba esa mañana en la librería, se había comprometido a abrirla y esperar la llegada de su amiga para ordenar libros. A veces se asombraba del orden que tenía Caterina: llevaba cuadernos con pedidos y en ellos detalladas las fechas de llegada, los teléfonos de los clientes, la forma de pago. Había una carpeta especial para los depósitos bancarios y había hecho imprimir carteles con los títulos de los libros más vendidos y las novedades según el mes. También había tareas que preferían hacer juntas, eran más llevaderas y las terminaban más rápido. Pero la mañana se había pasado lentamente, el calor iba en aumento y el sol pegaba fuerte sobre la vidriera, por lo que tuvo que forcejear con el toldo hasta poder bajarlo de los soportes. Las cajas con libros esperaron intactas hasta el mediodía y luego empezó a abrirlas de a poco y a sacar novelas. El negocio marchaba bien, las novedades eran muchas y casi todos los días estaban recibiendo cajas con pedidos. Y tal vez Caterina decidiera aprovechar la playa, quién podía saberlo, lo más probable era que Lázaro hubiera decidido llevarla a pasear un rato. La Colorada adoraba la playa, los días de calor y el mar, pero, por la blancura de su piel, debía cuidarse de las horas en las que se exponía a los fuertes rayos solares. No le parecía mal, pero al menos le podían haber avisado. Así que a la hora del almuerzo, llamó algo ofendida a Lázaro y le recriminó que estuviera entreteniendo a su amiga por tanto tiempo. Pero él aseguró que no tenía prisionera a Caterina. Azul no supo si creerle. Esas fueron las únicas noticias que tuvo hasta que Ignacio pasó a buscarla más tarde. Algo había sucedido con su amiga. La clínica estaba atestada de gente en la pequeña sala de espera de los consultorios externos. Un recinto de paredes amarillo suave, asientos pegados al piso, una máquina expendedora de bebidas y un teléfono público completaban el escaso y austero mobiliario. Para cuando llegaron, Lázaro se había peleado con un residente y enemistado con la mayoría de los médicos: quería soluciones inmediatas para la mujer que había llevado en brazos hasta la puerta del hospital. Caterina había sufrido un principio de asfixia como consecuencia del incendio de la habitación en la que estaba. Eso era lo primero que le había dicho Ignacio cuando la pasó a buscar por la librería. El trayecto hasta la clínica le había parecido eterno. La desesperación de no saber cómo se encontraba su amiga le impedía hablar e Ignacio parecía comprenderla porque se mantuvo en silencio. Todo estaba muy confuso, nadie decía nada; los médicos entraban y salían de la habitación donde le brindaban primeros auxilios. Lázaro se había transformado en un ser totalmente diferente del que todos estaban acostumbrados a tratar: irreconocible, cerca de perder completamente el control, dejando ver sin reparos cuánto le importaba la mujer que se debatía por sobrevivir. Manuel estaba en un rincón, perdido en las capas del dolor, de pie apoyado en la máquina expendedora. Un ligero temblor le recorría, de tanto en tanto, el cuerpo. Ignacio la tomó de la mano y la llevó hasta un asiento. Tal vez intuyendo que no

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podía estarse mucho tiempo quieta, se sentó a su lado y no le soltó la mano, acariciándosela distraídamente. Luego de lo que pareció una eternidad, salió un médico y dijo que debía ser ingresada a la unidad de cuidados intensivos. Finalmente, el padre de la joven se sentó. Azul miró a Ignacio totalmente acongojada, llena de terror. No podía creer que, de verdad, algo malo pudiera ocurrirle a Caterina. Era desconcertante desde todo punto de vista: su amiga jamás se enfermaba, pocas veces había estado en cama. Habían hablado por teléfono la noche anterior, tenían que haber estado juntas al momento en que le había sucedido el accidente. Le costaba aceptar la situación. Él la envolvió entre sus brazos y la aprisionó contra el amplio pecho. Detuvo de ese modo los sollozos que la desgarraban. —Tranquila. Verás que la Colorada sale de esto. Pero ella no sabía qué creer. ¿Por qué nadie explicaba lo que había sucedido? ¿Por qué Caterina estaba en la unidad de cuidados intensivos? ¿Por qué Lázaro gritaba y había increpado a un médico? ¿Cómo era que debían hacerle además un examen por un golpe en la cabeza? ¿Por qué tenía un principio de asfixia? ¿Por qué solo su habitación había sido consumida por las llamas? Tantas preguntas y, por el momento, debía dejarlas sin respuesta. Nadie estaba de ánimo para sacar conclusiones o pensar qué hubiera sucedido sin la milagrosa llegada de Lázaro que había entrado a la habitación en llamas para rescatarla. Si él no hubiera llegado a tiempo ni siquiera estarían en la clínica. Ignacio la sacó a medianoche de la sala de espera y la subió al coche como si se tratara de una niña. Raúl había llegado unos minutos antes de que Azul partiera, alertado por su amigo Manuel, y habló con los médicos. Entró a examinar a la paciente y luego tranquilizó a la familia: Caterina estaba en cuidados intensivos por la cantidad de humo inhalado, por las quemaduras que pudiera haber sufrido en las vías respiratorias y para monitorear mejor ese golpe en la cabeza que ya había sido suturado. Azul se había quedado al lado de Manuel cuando Ignacio arrinconó a Lázaro en uno de los pasillos: no sabía de qué podían haber estado hablando. La expresión corporal de Lázaro era de furia e impotencia. El rubio había hablado en susurros, le había puesto una mano en los hombros. Luego de un rato, se separaron y de vez en cuando se cruzaban miradas. Azul no protestó cuando Ignacio le rodeó los hombros con un brazo y la instó a levantarse de la silla en la que estaba sentada. Raúl pensaba quedarse a acompañar a Manuel. Había pedido que le dieran una habitación donde descansar. Por supuesto que Lázaro no se había movido de su sitio en el pasillo, al lado de la puerta vaivén donde comenzaba la zona de cuidados intensivos, cuyo acceso estaba vedado a toda persona ajena al plantel de médicos y enfermeras. —Le dije a tu padre que pasarías la noche en mi casa. —Rompió el silencio del interior del coche al ponerse en marcha, pero ella seguía con la cabeza apoyada contra el respaldo. —¿Qué crees que haya sucedido? —No me siento tranquilo si estás en tu casa. Ya te dije que debes conseguirte un perro para cuando estés sola. —Caterina es muy prudente, esto no tiene una explicación lógica —razonó como si no hubiera oído lo que él le había dicho. —Ahora te prepararé algo de comer —comentó para distraerla. La veía cansada.

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El podía cuidar muy bien de ella y así lo haría. La Colorada estaba a salvo de momento, sin duda le esperaría una temporada en la clínica y luego Lázaro no le perdería pisada... Cuando llegaron, lo primero que notó Azul fue que Ignacio tampoco tenía perro, pero sí un sistema de alarma que la noche de Navidad se le había pasado por alto. —Ponte cómoda. Haré algo de comer —No quiero nada. ¿Tienes vino? La pregunta lo sorprendió. —Sí, hay algunas botellas. Ella le regaló una larga mirada, pensativa, indecisa. De pie en el medio del vestíbulo parecía muy pequeña. —Nunca probé verdadero whisky escocés. No pudo evitar sonreírle. Tuvo deseos de abrazarla. Sabía lo que ella quería: una copa de alcohol que le provocara sueño. Que la ayudara a dormir. Al parecer coincidían en la forma de escaparle al dolor. —Te traeré un vaso, pero antes comerás unas galletas saladas— ordenó yendo a la cocina. Muy despacio ella lo seguía—. No me animo a darte alcohol hecho en Escocia si no tienes algo en el estómago. Una sonrisa apareció en los labios de Azul. — ¿Tan blanda me crees? Él se acercó y le enmarcó la cara con las manos. La miró a los ojos y notó las líneas de cansancio, los rastros del llanto. —En lo que respecta a las bebidas alcohólicas eres una gelatina — afirmó rozándole suavemente los labios. Ella no quería lagrimear, pero le pareció que él era demasiado bueno, demasiado cariñoso y ella estaba sensible. No quería llorar, pero ese simple gesto le provocó que los ojos se le llenaran de lágrimas. —Come. Ella asintió y se metió a la boca una galleta, luego otra y otra. Él volvió al rato con una reluciente botella de líquido color oro oscuro que depositó sobre la mesa. Le recordó al color de las hojas del otoño. Era una hermosa botella de vidrio grueso y la etiqueta en ingles hacía alarde de las dotes del preciado líquido. Ella miró el whisky que caía al vaso de boca ancha. —¿Me despertarás si algo ocurre? —Caterina pasará una buena noche —la tranquilizó. —¿Pero prometes despertarme? —Lo prometo. —¿Está mal lo que hago? —No. No tienes por qué soportar la incertidumbre y quedarte en vela injustificadamente. Nada puedes hacer desde aquí —aseguró sirviéndose una medida para él. Probablemente era la primera vez que se iba a emborrachar con una mujer, solo por emborracharse. La iba a acompañar, a demostrarle que no estaba mal tomar de más para dormir mejor. Diablos, él sabía muy bien lo que era eso. Ignacio no caería en un sopor tan espeso como el de ella. Lázaro lo podía llamar y tenía que estar lúcido también por si Azul lo necesitaba. —Una vez vomité por tomar de más. —Entonces ni siquiera sabes emborracharte —la provocó haciendo chocar ambos vasos antes de que cada uno bebiera del suyo. Ignacio vació el contenido de un trago. Azul tosió después del primer sorbo y contrajo el rostro.

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—Dios, cómo pueden tomar esto. —Se alejó de la mesa donde estaba apoyada la botella y la bandeja de galletas. —Somos highlanders, si no podemos con esto... Azul sonrió, tenía las mejillas sonrosadas. Se acercó nuevamente y bebió otro sorbo, un poco más largo que el primero. —Dime una sola cosa: ¿qué graduación alcohólica tiene esto? El se encogió de hombros. Tomó la botella, leyó la etiqueta y le hizo una seña para que se sentaran. —Cuarenta grados. —Cielos —murmuró.

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Capítulo 21 No estaba tan mal ese despertar. Abrió los ojos con recelo, y sin saber qué esperar, pero se llevó una agradable sorpresa. Al elevar la cabeza no le pulsó. La siguiente prueba era poner los pies en el suelo y la pasó con éxito. Hasta ahora nada se movía de su sitio. Probablemente comenzara a emborracharse más seguido con whisky: al menos no estaba descompuesta ni mareada y soportaba bien el café que le habían dejado sobre una bandeja al lado de la cama. El muy tonto también había dejado una nota: "No me manches la alfombra" y un cesto de aluminio. Ciertamente no tenía pensado vomitar. Ahora que estaba más lúcida podía decir que la habitación era impresionante, la luz natural mostraba la belleza de lo que la rodeaba. Un dormitorio muy amplio, con dos ventanas que daban a distintos lados de la casa, una ventana al frente con un balcón y otra al costado. Afuera estaba nublado, aunque al mirar a los vecinos que andaban por los jardines de sus casas o conducían por las calles, supo que el clima estaba pesado, probablemente caluroso: todos iban vestidos con mangas cortas y algunos con bermudas a pesar de que el sol se escondía de a ratos detrás de grandes nubes grisáceas. La alfombra era color hueso y la cama, la más ancha que había visto jamás. El estilo despojado se imponía, aunque los objetos y los accesorios parecían de muy buena calidad. Las cortinas dobles tenían un sistema automático: la posterior parecía muy pesada y de color oscuro para detener tanta luminosidad, dándole el toque masculino; y la otra más liviana en blanco. Bajo la ventana lateral había un pequeño escritorio que servía para colocar cosas que no tenían un puesto fijo. Por lo que pudo ver: un libro, una máquina de afeitar, llaves: lo típico de los hombres. Se puso de pie e inspeccionó lo demás. En un rincón había dos sillones y supuso que ese no era el lugar que hubiera elegido un decorador. Una de las paredes, que era la más pequeña porque estaba cortada por el armario, tenía un espejo. Un baúl cuadrado de madera oscura estaba a los pies de la cama y encima había una manta del mismo color que la alfombra. Las mesitas de noche eran de estilo minimalista, aunque de madera oscura, y se asemejaban a dos cuadrados con los cajones disimulados. Le pareció una habitación masculina y personal aunque Ignacio no hubiera puesto nada por demás llamativo. Era una habitación en la que le gustaría despertar, concluyó. Mientras se lavaba la cara pensó que debía darle las gracias por sentirse en tan buen estado. Solo le había dejado tomar tres medidas de whisky antes de mandarla a la cama, pero ella quería más. No se sentía lo suficientemente achispada y, sin embargo, cuando apoyó la cabeza en la almohada, olvidó todo lo demás y cayó en un sueño profundo. Habían dormido juntos porque había despertado en mitad de la noche y estaban uno al lado del otro, tapados con una liviana manta. Él la tenía abrazada con fuerza. Que no se hubiera aprovechado de la situación, no la sorprendió. Luego de una pasada por el cuarto de baño supuso que la mejor forma de que su vestido dejara de estar arrugado era quedarse de pie y esperar que el peso de la tela hiciera el resto. No llegó a salir de la habitación cuando Ignacio estaba de

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regreso, en el vano de la puerta. —Caterina pasó una buena noche. Los días siguientes fueron extraños, la rutina cambió por completo. Solo podía pensar en una sola cosa: Caterina y lo demás era secundario, poco importante. Pero encontró un resquicio para darse cuenta de que el hombre que la acompañaba, que permanecía a su lado, que estaba hacia donde mirase, era un hombre nuevo. Descubrió un Ignacio que no sabía que existía. Ignacio era quien la sacaba a almorzar, quien le colocaba una taza de café en la mano, era el que no la escuchaba cuando ella aseguraba que estaba bien e igualmente la llevaba para que tomara aire. Era él quien la pasaba a buscar cada mañana para ir a ver a su amiga y quien la llevaba hasta la librería; quien la arrancaba prácticamente de la habitación de la Colorada y la depositaba en la puerta de su casa; donde un aliviado Raúl lo saludaba con la mano. Que su amiga estuviera fuera de peligro la tranquilizaba a medias. Seguía estando continuamente en la clínica. O bien en la sala de espera, o bien haciéndole compañía a Manuel o en silencio con Lázaro. Y a él le tocó darle la novedad a Caterina: no iba a poder, de momento, irse a la casa porque no había quedado nada de la habitación que se había incendiado. Azul debía reconocer que el enojo que tenía con Lázaro había desaparecido. Era imposible no ablandarse, cuando pagó por la habitación contigua a aquella en la que estaba internada la Colorada. Al principio no lo había creído, hasta que Ignacio la llevó para que lo viera con sus propios ojos. En el pequeño armario estaba colgada la ropa de Lázaro como si fuera un enfermo más. Pobre hombre, a veces daba pena. Había cambiado tanto y estaba segura de que él no se daba cuenta: de a poco había dejado de lado su almidonada ropa elegante y había pasado a los jeans. Se le notaba la adoración por Caterina, que a simple vista no era para él, y vivía el día en función de ella. Como su amiga, Azul había conocido a varias de las mujeres con las que había tenido fugaces relaciones. Eran todas jóvenes profesionales o hijas de hombres importantes. Vestían bien, iban exquisitamente arregladas a cualquier hora y no eran de las que hacían mandados o entraban en librerías, mucho menos de las que trabajaban detrás del mostrador de una tienda. Caterina era todo lo opuesto a aquellas mujeres, era una pelirroja con el cabello tan llamativo como lo era su afilada lengua. Tenía un carácter fuerte y pocas veces seguía el consejo de guardarse para sí lo que pensaba. No soportaba pagar mucho dinero por la ropa, al final era simplemente tela cosida, decía. Religiosamente todos los años regalaba sus cosas viejas en la iglesia y tenía de protegidos a pequeños que pedían en la puerta de la casa de Dios. Caterina cargaba con el dolor de haber sido apartada de su madre por decisión de la mujer y, aunque ahora se veían, era algo que no perdonaba, porque había sufrido su ausencia. Eran amigas desde la infancia, no se habían apartado aun cuando asistieron a distintos colegios. Cada una encubrió a la otra durante los primeros noviazgos para que no se enteraran Manuel y Raúl, dos padres celosos que no sabían cómo manejar a sus hijas adolescentes, ni aceptar que comenzaran a ponerse brillos en los labios y pedir dinero para salir a bailar. En los años de adolescencia se confiaban todo y los fines de semana alguna se trasladaba a la casa de la otra. Entonces estaban todo el tiempo contándose chismes, caminando por donde estaban los muchachos que les gustaban, leyendo novelas románticas y adorando a cantantes y actores de películas. Caterina fue un apoyo incondicional cuando Ignacio la abandonó. Fue la única amiga que estuvo tan cerca como para ver el derrumbe

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emocional y el nuevo renacer. La Colorada era su hermana: perderla era impensable. Con los años aprendieron a lidiar con los defectos de cada una: se querían y defendían como si fueran de la misma sangre. Ambas se sentían así. Hermanadas al no poder disfrutar del cariño de una madre. Hablaban abiertamente de eso. La Colorada no era huérfana, tenía una madre que la había abandonado y para Caterina eso era lo mismo que no tenerla. En cierto modo, Azul coincidía con ella. De cualquier modo, pasar tiempo completo en la librería supuso un buen cambio porque generalmente se turnaban entre las dos, aunque Azul solía escabullirse de la tienda y en definitiva los tiempos que le dedicaban nunca eran equivalentes. De todos modos, Caterina lo aceptaba con simpatía. Habían decidido que lo mejor era no pasar mucho tiempo juntas en la librería, porque comenzaban a discutir sin razón. Caterina tenía una lengua mordaz y soltaba réplicas irónicas en cualquier dirección. A veces, durante la internación, por un simple comentario se generaba un cambio de opiniones que hacía que las enfermeras levantaran las cejas o que los doctores sacudieran las cabezas. No fue el caso de Augusto, cuando fue a saludar a Caterina. Había pocas cosas que pudieran hacerlo sentir incómodo, según decía él. Cuando una semana después Caterina fue dada de alta, y ante el problema de que su habitación había quedado calcinada y no había forma de que pudiera, usarla nuevamente hasta que un equipo de albañiles pasara por allí haciendo magia, no hubo modo de convencer a Lázaro para que la dejara alojarse en la casa de los Maillán hasta que su habitación fuera reconstruida. El moreno se plantó y no quiso negociar. Caterina debió quedarse unos días con la familia Garguir. A pesar del mal humor, en parte justificado, de la Colorada, Lázaro seguía firme; nada lo hacía desistir. Caterina iba a permanecer en su casa a pesar del humor y las réplicas agrias o las quejas por no poder salir siquiera a tomar un poco de aire fresco en el parque. Para Azul era una grata sorpresa ver a ese donjuán de Lázaro tan preocupado por una mujer. Ignacio se bajó del coche y no le molestó el viento del sur que le golpeó el cuerpo. Ya estaba acostumbrado a aquel cálido viento estival, distinto del de Chubut. Cerró el coche y comenzó a caminar por el puerto, mirando indiferente las lanchas amarillas de los pescadores que se balanceaban sobre el agua, rozándose unas a otras como en una danza. Más adelante ya estaban las grandes moles de metal cargando fertilizantes y cereales. El trajín del puerto a aquella hora tan temprana de la mañana de algún modo le hacía poner todo en perspectiva, le aclaraba las ideas, pero había algo que en él surtía mejor efecto: sentir el viento en la cara. Las ráfagas lo hacían sentir mejor, le quitaban las penas que lo acobardaban. El viento tenía el poder de hacer que volvieran a él sus principios, sus ideales. No le hacía falta mirar el reloj para saber que eran poco más de las cinco de la mañana. El mal tiempo mantenía el puerto cerrado y no se permitía a los barquitos amarillos salir de pesca, ni dejar entrar a ningún barco para cargar. Sabía todo eso y mucho más, y no tenía ganas de salir al mar abierto: no extrañaba embarcarse y perderse por semanas en la inmensidad del mar; no extrañaba nada de todo aquello que jamás había sido su sueño. Nueve años atrás se le había perdido la juventud que no era eterna. Comenzó a caminar a lo largo del puerto, bordeó la zona donde cargaban los

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barcos de grandes esloras; luego venía el lugar donde estaban los remolcadores estacionados. Tenían unas figuras imponentes con la proa preparada para que el roce contra los enormes cargueros al guiarlos por la entrada del puerto fuera suave. Sabía de sobra cómo era el rugido de los poderosos motores: era uno de los navíos que más le gustaba. Pasó por la zona de vallado exclusivo donde descansaba la pequeña colonia de lobos marinos y luego caminó por la franja donde los pescadores se sentaban y esperaban a que los peces picaran: una quimera con los lobos tan cerca. Siguiendo por la ribera del puerto venía el sector donde anclaban los pequeños yates y tenían la bajada al río. Finalmente llegó a la entrada de la escollera. De un lado el río, del otro lado el mar. Se quedó parado allí, disfrutando de la soledad. Le llegaba, traído por el viento, el ruido de las grúas que trabajaban para alargar la escollera. No hacía muchos días había estado con Lázaro en la escollera de Quequén. Su amigo estaba atormentado y no era para menos. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y siguió caminando, agachando de vez en cuando la cabeza a modo de saludo cuando se cruzaba con algún que otro pescador. Había intentado ayudar a Lázaro, pero no había resultado. Ni siquiera pudo decirle nada porque se negó de plano a escucharlo. Sabía lo que iba a hacer su amigo, era cuestión de quedarse a un costado y esperar. Obviamente aquello influiría en su relación con Azul, pero su vínculo era nulo, estaba estancado. La apuesta había quedado olvidada de momento y no estaba dispuesto a reflotarla por algunos días más. Tenía que viajar, había asuntos que arreglar y no podía postergarlos. Apenas serían dos días, pero no quería irse. No me sorprendí cuando Caterina dijo que Lázaro no era después de todo, tan mal proyecto para su futuro. Yo ya lo sabía y ella se había tomado su tiempo para analizarlo. Pero finalmente se había dado cuenta de que el heredero de los Garguir era un buen hombre. No me asombré cuando ella dijo que Lázaro le había propuesto casamiento y oculté la sonrisa para que mi amiga no creyera que me burlaba, ¿Pero cómo no me iba aponer contenta si después de tantas idas y vueltas que habían tenido esos dos al fin iban a estar juntos? Porque Caterina venía con mala racha últimamente, parecía que estaba destinada a padecer unos meses infernales, pero bien habían valido la pena si ahora era recompensada con semejante declaración de amor. Era cierto que podía haberlo hecho antes, pero a Caterina le costaba reconocer lo bueno, tal vez porque nunca creyó que también a ella le llegaría el amor y la felicidad. Porque había estado en el destino que dos personas que jamás se habían visto terminaran enamoradas aun sabiendo de sus grandes diferencias. Caterina era una joven que había sufrido, que resentía la ausencia de su madre a pesar de que detestaba reconocerlo. Azul adoraba a su amiga y deseaba que llegara a ser feliz junto a Lázaro, sabía que a él no le costaría mucho complacerla. Caterina giró sobre sus talones y la larga falda que colgaba de sus caderas hizo un delicado susurro de tela. Era un precioso día para estar en la playa, pero no tenía ni el ánimo ni el tiempo para disfrutar del verano. Azul supo que su amiga rezumaba enojo, impotencia, mucha frustración. Lo peor era que no le parecía tan grave lo que le estaba pasando: solo estaban de compras. Terminó de doblar la preciosa chaqueta que se había comprado: tenía un delicado bordado con canutillos a lo largo del borde y el color blanco la transformaba en un básico para su guardarropa. —¿Cuánto has pagado por eso?

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Otra diferencia entre ambas. Su amiga Caterina no gastaba mucho en ropa, no consentía que la gente pudiera comprar algo que costara una cifra elevada, mientras que Azul adoraba ir de compras. Le encantaban los colores y las texturas. Tenía muchas marcas favoritas y abusaba cuando salía con la tarjeta de crédito. —Lo que diez faldas de la que llevas puesta. Caterina hizo cuentas. —¿Todo eso gastaste? Como siempre, la de pelo negro puso los ojos en blanco. No quería discutir. —Sí. —Es una cifra astronómica por una simple chaqueta que solo usarás en verano. —Me la pondré para tu matrimonio por civil. —Tal cual pretendía, esa sola mención hizo que su amiga olvidara la banalidad y se concentrara en su problema inmediato. —No estoy de humor para bromear con eso, para mí es algo muy serio. —Por supuesto que lo es y no entiendo qué tiene de malo. Hacen muy bonita pareja y Lázaro es un buen hombre. —Ya lo sé, pero igual me da un poco de miedo... —No es un paso dado de improviso. Ustedes ya hace bastante que vienen en un tira y afloje... —¡Basta con eso! —Te estás preocupando demasiado: es tu boda. Tienes que disfrutar planeándola. —Se puso de pie y atajó el frenético ir y venir de la joven—. Detente un minuto. Piénsalo de este modo: Lázaro es un hombre excelente, de una excelente familia que, como si fuera poco, te tiene verdadero cariño. —Pero hay tantas cosas en las que no somos iguales. —Pensar así es un error. Ahora bien, da gracias que ese hombre es muy bueno y hay muchas cosas que uno empieza a hacer por un tonto juego y luego se vuelven serias y bien pueden convertirse en algo permanente en la vida y para siempre — concluyó. —¿Ah, sí? ¿Cuáles? —preguntó suspicaz. Azul desdeñó la intención de la pregunta con un rápido moví miento de manos. —Ahora no se me ocurre ninguna, pero que las hay, las hay Piensa, con una mano en el corazón: ¿qué tiene de malo casarse con Lázaro? —El es... La detuvo poniéndole una mano en la boca. —Es rico desde que nació y no va a dejar de serlo porque no te guste. ¡No es un pecado! —exclamó—. No tiene nada de malo. Te trata como todas quisieran ser tratadas. A simple vista se nota que te adora y te ha propuesto matrimonio... —No me lo propuso, lo hizo él solo: literalmente él decidió que nos teníamos que casar y ahora tengo una fecha en la iglesia —replicó ofuscada caminando hasta la ventana—. ¿Tienes idea de lo mal eme se sentirá mi padre cuando descubra la verdad? —No se sentirá mal, se sentirá feliz. Su hija se casa con el hombre al que ama. —Se acercó a su amiga—. No seas terca, se nota que lo amas, no te sigas negando a la felicidad que te mereces —repuso tomándola de las manos—. Yo sé que estás enamorada de él, ¿por qué simplemente no disfrutas de este momento y dejas que las cosas pasen? —Propuso con suavidad—. Yo te quiero mucho, eres mi mejor amiga y te aseguro que tienes derecho a pasarla bien junto al hombre que amas.

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—Lo pensaré —prometió dándole un ligero abrazo—, Y tú también podrías hacerlo. —¿Qué cosa? —Ser feliz. Ignacio tampoco te va a dejar por más que trates de apartarlo. —Me olvidaba de que estamos acorraladas por las decisiones de hombres que creen saber lo que nos conviene y... oh casualidad, son amigos. —No es casualidad que lo sean. Ellos se juntaron al verse iguales —bromeó Caterina más tranquila. Hacía mucho tiempo que esos dos se conocían. Sin lugar a dudas ya a esa altura no iban a dejar de apañarse mutuamente. Cerró la puerta de los armarios y se puso las manos en la cintura. —¿Qué te parece si cenamos? Mi padre no está en casa. —¿Está trabajando? —Cenando con Silvia, me sorprende. Le está dedicando cada vez más atención, ya era hora. —¿No sería genial si tu padre se casara? —Sí, podríamos hacer una fiesta doble y celebraríamos tu casamiento. Esa propuesta le valió un codazo. —No quiero volver a oírte decir eso. —Sí, señora Garguir —agregó esquivando otro pequeño golpe. Era muy fácil provocar a su amiga cuando estaba de mal humor o furiosa, y ahora tenía ambos ingredientes. Caterina estaba acostumbrada a arreglárselas sola, había crecido bajo el cuidado de su padre, Manuel, un excelente profesor de literatura que era reconocido por sus colegas como un amante de la lectura y, lo más importante, siempre conquistaba el aprecio de los alumnos, una tarea titánica si se pensaba en el comportamiento de algunos jóvenes dentro del aula: pero Manuel era Manuel. Un hombre de pelo blanco, con andar de anciano que le sumaba más años a la edad que realmente tenía. Le prestaba poca atención a cómo se vestía y se pasaba horas sumergido en los libre Era un encanto para llevar adelante conversaciones. Tenía un gran corazón que lo había llevado a empujar a su hija para que no dejara de visitar a su ex mujer y, gracias a ello, Caterina, para bien o para mal, aún mantenía un frágil vínculo con su madre Ernestina. Tal vez de la convivencia con su padre proviniera la aversión de la joven mujer por gastar mucho dinero en ropa o su extremo sentido práctico al vestirse. A veces Azul se lamentaba de que se dedicara tan poco tiempo a ella misma, atendiendo la librería y lidiando con una madre que no aceptaba que su hija fuera dueña de una tienda y no una profesional. De saber que Caterina estaba de novia con Lázaro Garguir y con una fecha en la iglesia, ya estaría anunciándoselo a quien quisiera escucharlo. Difícilmente la mujer pudiera encontrar un mejor partido para su hija o un mejor yerno a quien presentar. Lázaro, simplemente, provenía de una familia tradicional de Necochea, tenían poder, estaban bien posicionados en la sociedad y eran una familia respetable de la que jamás se oían malos comentarios. Poseían una antigua mansión hermosa y bien conservada y, por si fuera poco, el heredero del matrimonio Garguir poseía un excelente olfato para hacer más dinero con las inversiones a largo plazo. Todo eso era un cóctel delicioso para Ernestina, que había anhelado toda la vida vivir entre los ricos y codearse, en las fiestas de fin de semana, con amigos de su nuevo marido médico y las mujeres de estos. Azul entendía el resentimiento de su amiga para con aquella mujer: que una madre pudiera irse de su casa y dejar al cuidado de su ex marido a una niña de cinco años era algo asombroso.

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Suponía un terrible dolor de cabeza lidiar con todo lo que se le avecinaba: un novio presumido que deseaba imponer sus ideas, una madre deseosa de entrometerse en la familia Garguir y un padre totalmente encantador que no sabía guiar a su hija. Pero Azul se sentía realmente feliz por su amiga. No se preocupaba tanto por lo que pudiera suceder, estaba convencida de que ese matrimonio funcionaría, aunque Caterina rezongara porque no había tenido mucho que ver con la elección del lugar y la fecha. Pero lo cierto era que él quería casarse y ella también. ¿Qué más se necesitaba si no eran las ganas de los novios? Ignacio regresó a Necochea y lo primero que hizo fue buscar a Azul. La encontró cerca de la librería, sentada en el banco de una plaza hojeando un libro de pintura. El pelo suelto le caía en la cara y el viento se lo levantaba. —No te doy más plazos. Azul levantó con brusquedad la cabeza y el pelo negro se movió graciosamente. Se puso de pie e instintivamente se arregló para lucir bien. —¿Cuándo llegaste? —Hace unas horas. Ella se acercó a él. —¿Me extrañaste? —preguntó con picardía en los ojos. —¿Me extrañaste tú? —interrogó él, quitándole el pelo de la cara. —Más de una vez —confesó antes de recibir el beso. Él la tomó de la cintura y la acercó aun más. Oyó ruido de voces en la acera y la abrazó, dándole la espalda a la calle. Azul dejó escapar un gemido. Se dio cuenta de que lo deseaba con fervor. Las lenguas se entrelazaron con frenesí; las bocas húmedas se buscaban con desesperación. Era una locura, aquel deseo. Sin duda debía ser ilegal que dos personas se besaran así en la vía pública. Sintió las manos de Ignacio tocar la piel desnuda de la espalda y se pegó aun más a su pecho. —No vas a resistir. Azul sabía de lo que hablaba; apoyó nuevamente en el suelo los talones que durante el beso había elevado hasta ponerse de puntillas para alcanzar los labios de él. —Soporté en pie tres medidas de alcohol de cuarenta grados: tú eres pan comido. Se estremeció de placer al sentir la carcajada. —Amor, compararme con whisky escocés es insultarme. Ella frunció el ceño. —Eres escocés. —Pero yo soy simplemente fuego. —Presumido —replicó poniéndose colorada—. ¿Estábamos en una tregua? — preguntó alzando el libro del suelo. —Creí que no sería honorable aprovecharme de ti cuando estabas demasiado fácil de seducir. Tenías las defensas por el piso —agregó metiendo las manos en los bolsillos delanteros del jean. —Qué caballero —bufó—. Ahora que sé que volvemos a jugar ya no te daré esos besos. —Los besos están permitidos —le recordó. —Pero lo que viene después es mi perdición. Él se encogió de hombros. —Esa es la gracia del juego: tantos besos que en algún momento cedas.

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Porque vas a ceder. —¿Recuerdas lo que está en juego? —Casamiento. —Tu partida. —Será casamiento. —Sabes: puedo ser magnánima. Si yo gano puedes quedarte, aunque ya no tendrás entrada a mi casa de forma sigilosa —replicó. El negó con la cabeza. —No necesito caridad, hermosa. Nos vamos a casar. Azul tragó en seco. Él lo daba por descontado y esa seguridad la hacía estremecerse antes de tiempo, como si ya hubiera perdido. —¿Me buscabas? —cambió de tema. —Planeemos un poco. ¿Quieres una gran fiesta? Ella negó con la cabeza. —No me gustan las grandes celebraciones, soy pudorosa. —Lo recuerdo—dijo sin quitarle los ojos de encima. Fue como si de pronto ambos se quedaran sin palabras. De pronto los dos cayeron en la cuenta. Había una gran diferencia: Ignacio sabía lo que quería, sabía cómo conseguirlo y no le daba miedo. Azul era una joven frágil que se expresaba con el arte, que no terminaba de decidirse si darle una nueva oportunidad a Ignacio era lo más acertado, por más que lo extrañara, le alegrara verlo y la pasión entre ellos fuera más fuerte que antes. No encontraba una señal suficiente para dejarlo entrar nuevamente en su corazón. Había una diferencia entre los dos: Ignacio era el cazador y Azul, la presa indefensa. —¿Te enteraste de todo lo que sucedió por aquí? Él aceptó la pausa. —Lázaro me llamó para contarme. Ya estaba en camino. —Así que aceleraste un poco más —adivinó—. ¿Lo sabías de antes? —Sí. ¿Te llevo a algún lado? —No, tengo que ir al atelier —contó. —Entonces te llevo, no sea cosa que te pierdas. —¿No confías en mí? —Cuando quiero proteger lo que me importa, solo confío en mí —respondió agachándose para darle un ligero beso en la mejilla —. Y no me gusta El Greco — comentó antes de alejarse. —No te andas con pequeñeces. —Suspiró mirando distraída el libro. A ella tampoco le gustaba El Greco, La vista de Toledo era demasiado oscura, en el aire parecía flotar un mal ambiente, algo tenebroso y lúgubre que nunca la había llegado a impresionar, más bien terminaba deprimiéndola. Pero ciertamente le encantaba que él cuidara de ella.

Federico miró a su hermano revolver en la lata frunciendo la nariz. Elevó los ojos al techo y movió los regordetes dedos sobre la mesa: clara señal de que su paciencia estaba llegando a los confines de lo soportable. El repentino calor le hacía sudar la espalda y sabía que tenía la camisa empapada. El exceso de grasa se volvía desagradable cuando tenía esos efectos

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secundarios. Mientras tanto, Augusto seguía hurgando de manera maleducada en la lata de dulces. —Elige de una vez —gritó exasperado sobresaltando al menor que quedó con la mano dentro de la lata y con cara de azorado. —Está bien. No es para que me grites —se quejó eligiendo un dulce al azar. —Eres peor que un niño. Mamá siempre te consintió por ser el menor y te hizo por demás maleducado. Jamás permití a mis hijos que hicieran lo que tú haces de grande —aseguró sacando la lata de la mesa y poniéndola arriba de un estante. —Azul elige los dulces —reprochó. —Es distinto. —A Azul la dejas y a mí no —acusó y se sentó—. Hablando de ella: ¿que sabes de tu sobrina? —Que está con la exposición y prepara su boda —respondió totalmente resignado a demorar el baño. —La exposición se levantó hace más de dos meses —replicó. Se ve que no te preocupas por nuestra sobrina, y... —se puso aún más serio— ya no está comprometida. ¿Qué me dices ahora? Federico entrelazó las regordetas manos sobre el mantel. ¿Tanto tiempo había pasado? —Que podía suceder... —Siempre apañándola —saltó molesto. —Solo digo lo que me parece. Raúl mismo se oponía a la boda —se defendió y se puso de pie para buscar la lata—. Toma, elige todos los que quieras, con tal de no escucharte celoso como un niño por el trato que te doy. Augusto tomó la lata y miró de costado a su hermano. —¿Sabes por quién lo dejó? ¿Sabes que se fue al sur y dejó plantado a su novio? —No lo creo. —Ni siquiera te he dicho quién es el tipo —exclamó enojado. —No lo creo —volvió a negar, sin darle lugar a su hermano. —Ignacio Estember —anunció triunfal el menor y observó la cara de sorpresa de su hermano. —¿Aquel Ignacio? —El mismo Ignacio de siempre —afirmó acentuando con un enérgico gesto de cabeza. —No me lo creo. . . —Ya veo. Será mejor que cuanto antes tengamos una charla con esa niña — propuso antes de volver la vista a la lata y comenzar a hurgar nuevamente. —Será pura coincidencia. —¡Federico! Tienes sesenta y un años, no seas ingenuo. —Sesenta —lo corrigió—. Y me cuesta creer que mi chiquita haya roto su compromiso y no nos haya avisado. —Pero no te cuesta creer que ella se haya ido al sur con el otro, patán y dejara plantado a Fernando —reprochó contrariado. —Eso ni siquiera lo creo. El hombre más joven hizo una mueca. —Estás completamente perdido por tu sobrina. —¡Mira quién habla! Eres tú el que la llama para que pase a almorzar por su casa así no come sola —le recordó en tono burlón. —El padre la descuida —se defendió.

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—Tiene veintisiete años. Bien puede comer sola. —Entonces con sus veintisiete años bien puede ser infiel. —No es a mí a quien le molesta, sino a ti. Ambos hombres se miraron enardecidos. El ruido que hacía el ventilador de techo al cortar el aire era lo único audible. —Siempre fuiste un tremendo celoso. Augusto revoleó los ojos y desdeñó con la mano la acusación. —Si te hace sentir mejor —replicó encogiéndose de hombros. —Tengo libre el jueves de la otra semana —dijo el mayor—. Yo te llamo para decirte a qué hora y la vamos a visitar. —Está bien. —Ahora vete que me quiero dar un baño. —Jamás echas a tu sobrina. —No empieces —advirtió mirándolo con el ceño fruncido. Augusto escogió los últimos dulces y se puso de pie. —Llámame y que no pasen dos meses más.

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Capítulo 22 Azul observo el plato y arrugó la nariz. Miró de reojo a Ignacio, que estaba de espaldas, solo para estar segura de que no la había visto. Había recibido el llamado y la invitación para almorzar cuando ya estaba por irse a la casa del tío Augusto. Al oír la voz de Ignacio en el teléfono, no pudo evitar que las conocidas cosquillas en el estómago aparecieran. El aire acondicionado mantenía fresca la cocina a pesar de que el horno estaba encendido y de que la luz del sol entraba por las ventanas, que seguían sin tener cortinas. —¿Lo vas a comer o solo lo quieres asustar? La había visto. —¿Qué es esto? —preguntó moviendo la comida. —Salmón kedgeree. Ella lo miró elevando ambas cejas. —Salmón ¿qué? —Kedgeree. —No me gusta —declaró deslizando el plató hacia el centro de la mesa. —Te gustaba el pescado. —Esto no. Dime qué tiene. —Cómelo —ordenó, mientras colocaba uña botella de vino sobre la mesa. Ella negó con la cabeza. —No puedo comer algo que ni siquiera puedo pronunciar. —Entonces aprende: salmón kedgeree. —Tampoco beberé vino —repuso señalándolo con el cuchillo. —Solo una copa —la persuadió sirviéndole. Ella paseó la vista por la cocina; de a poco se iba poblando de más objetos. Ahora la mesa ya tenía mantel y sobre la mesa había una bandeja con frutas. —¿Quién te enseñó a cocinar? — Lo esencial, mi padre; lo tradicional, mi madre. —¿Qué es lo esencial? —preguntó distraída acercando el plato y levantando un trozo de algo que no era pescado. —Huevos fritos, carne asada y salchichas con puré —contestó mientras se sentaba y se apresuraba a comer el salmón. Ella lo miró saborear apenas la comida, más bien se la tragaba. Del plato manaba un aroma que, debía reconocerlo, era bastante agradable. —Lo justo y necesario para no morir de hambre. Y esto es lo tradicional — adivinó Azul moviendo el tenedor. —Es comida escocesa —corrigió con paciencia. —Me lo temía. ¿Qué más tiene, aparte del salmón que veo? —Arroz, huevos —enumeró acercándose un trozo a la boca—. Te gustará. Ella observó la comida, entre dubitativa y tentada, y finalmente probó un poco de pescado. —No está mal. —La delicada salsa suavizaba mucho el sabor.

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Él le regaló una brillante sonrisa y levantó la copa. —Brindemos. —Porque sabes cocinar. —Porque es nuestro primer almuerzo en Necochea. —Por las dos cosas —repuso ella y dio un pequeño sorbo— ¿Qué harás por la tarde? —¿Por qué?, ¿haremos el amor? Ella no esperaba semejante contestación: él parecía disfrutar cuando ella se sonrojaba y su cara pícara indicaba a las claras que no se sentía apenado por provocarle vergüenza. Le recordó que faltaban poco más de diez días para que venciera el plazo de la apuesta y que no pensaba claudicar por tan poco. Luego se dedicó a dejar limpio su plato. Azul no le contestó, sino que terminó su único plato, mientras que él se sirvió tres. A mitad de la comida había reemplazado la copa de vino por un vaso de agua y él la llamó cobarde, pero no le molestó; prefería mantenerse bien lúcida cuando estaba frente a hombres guapos. Al terminar de comer ella lavó la vajilla, mientras él quitaba las cosas de la mesa y sacudía el mantel en el piso. Cuando ella le dirigió una mirada ceñuda, se defendió asegurando que lo barrería más tarde. —Hermosa piscina —comentó al verla desde la ventana de la cocina—. ¿Podemos ir un rato a tomar sol? Él asintió. El parque estaba cuidado con esmero, seguramente un jardinero estaría a cargo de mantenerlo. La piscina tenía el agua tan limpia que dejaba ver el fondo azul, y los asientos reclinables estaban dispuestos sobre uno de sus lados. Era uno de esos días pesados de calor, aunque el pronóstico anunciaba descenso de temperatura y lluvia para el día siguiente. —Vayamos a nadar. Él se quedó de pie y ella se sentó. —No. —Podemos ir a la escollera y bajar por las rocas —propuso con una gran sonrisa aventurera y los ojos brillantes; él ya llevaba su traje de baño, solo era cuestión de sacar el coche. —Eso no está permitido. —Cierto. —Era ilegal por el peligro de las piedras escondidas bajo el agua y las corrientes que podían hacer que un hombre se estrellase contra las rocas—. Entonces vayamos a la playa. Nunca habían ido a nadar juntos. —No quiero nadar. —Pero yo soy muy buena nadadora —aseguró jactanciosa, mientras se cubría los ojos con una mano para protegerse de los rayos del sol. —Yo también. —¿Entonces? —No me gusta el agua. Ella puso los ojos en blanco. —Alquilemos unas motos de agua y recorramos la costa. —Se estaba impacientando y ya casi no se le ocurrían ideas. —Dije que no quiero meterme en el agua. —Has sido marinero, eres dueño de barcos, ¿y me dices que no te gusta el mar? —lo acorraló suspicaz.

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—Solo lo justo y necesario. —No me lo creo. —¿Qué tiene de malo? Mucha gente no se siente a gusto en aguas profundas —replicó defendiéndose. —Pero tú... tú te embarcabas. —Y no lo disfrutaba. Eso habla muy bien de mí, ¿no crees? De pronto no le gustó el rumbo que tomaba la conversación y decidió salirse de aquel terreno. —Te contaré otro chiste —anunció mientras se acomodaba mejor al sol y se quitaba los zapatos. —No, por favor. —Aquí va: "Un domingo por la mañana, en una iglesia de Inglaterra, el cura hace la colecta y ve tres monedas de un penique entre los billetes, así que dice: 'Hermanos, hoy tenemos entre nosotros a un escocés'. Al fondo de la iglesia se oye que alguien murmura con voz tímida: '¿Le decimos que somos tres?'". Él elevó una ceja. —¿Ahora también somos tacaños? Ella no pudo evitar reír. —¿Qué haces? —preguntó sin dejar de reírse cuando él se le acercó. —Te voy a dar una lección —respondió y la levantó de la silla sin el menor esfuerzo. —Oye, bájame. —Pero él caminó hasta el borde de la piscina con ella en brazos—. Detente, por favor, no me arrojes al agua. Arruinarás mi vestido. —Es de algodón, difícilmente se arruine por el agua. —No te atrevas. —No entiendo lo que me dices, solo soy un bruto escocés —dijo y se zambulló en el agua con ella en brazos. Ella gritó al sentir el choque del agua muy fría contra su piel acalorada, pero pronto cerró la boca cuando el gusto a cloro impregnó sus labios. Con los pies empujó sobre el estómago de Ignacio y se impulsó para alejarse. Él no intentó sujetarla, sonreía demasiado complacido consigo mismo como para perseguirla. —Maldito mentiroso —vociferó y le echó agua a la cara cuando salió a la superficie—. Te metiste, dijiste que no te gustaba el agua. —Dije que no quería nadar ni en el mar ni en el río. —Hubieras empezado por ahí. Todos los escoceses son unos brutos poco pensantes que no saben cómo tratar a las mujeres —aseguró enojada, mientras trataba de quitarse el vestido y se quedaba con un bikini que había traído de su casa. —Muchas cosas que usas a diario son inventos escoceses —declaró con superioridad. —Cómo no —se burló. Finalmente logró quitarse el vestido y se lo arrojó a él; no alcanzó a pegarle, pero al menos lo salpicó en plena cara. E1 lanzó una carcajada y se movió con comodidad en el agua. Ella tenía un traje de baño verde, que le quedaba muy bien. —Quédate quieto —ordenó entre risas nerviosas al verlo nadar a su alrededor. —La bicicleta es algo escocés —contó. —No es gran cosa—replicó despectiva. —Los logaritmos. De solo escuchar la palabra se puso de mal humor. —No me los recuerdes. Por culpa de los logaritmos me pasé un mes encerrada

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para poder aprobar el examen. —La televisión —retomó—; tú adoras mirar televisión. Ella se encogió de hombros. —Últimamente prefiero internet. Los ojos de él se iluminaron. — El teléfono, el radar, la penicilina, las telas impermeables... —Ya basta, no quiero saber nada más. —Solo defiendo una parte de mi sangre. —Y lo haces muy bien. Ahora, la próxima vez que te cuente un chiste, solo dime que no te gustó. —Pero es que eres muy mala contando chistes, yo no tengo la culpa. Azul nadó hacia el borde de la piscina y con un ágil movimiento salió del agua. —¿Para qué usas ese galpón? —Estoy arreglando mi jeep —explicó y salió detrás de ella mientras dejaba tirado en el pasto el vestido empapado. —¿Uno como el que tenías antes? Ella se escurría el pelo de espaldas al sol. —Sí, muy parecido. Este lo tenía en Chubut y le estoy arreglando la pintura: el salitre le ha dañado la chapa. —El teléfono móvil que había dejado en la galería, a la sombra, comenzó a sonar—. Ya regreso. Azul lo observó apoyar un brazo contra la pared mientras hablaba seriamente. No llegaba a oír lo que decía, pero tenía el ceño fruncido y de vez en cuando golpeaba los dedos contra la pared. En esa pose se le dibujaban los músculos laterales del abdomen. Azul se cruzó de brazos al sentir que los pechos se le endurecían de solo pensar en él. Mirar a Ignacio era un deleite para la vista, tenía un cuerpo perfecto, muy atlético a pesar de la gran altura. Sin duda, el traje de baño le quedaba muy bien. Algunas nubes comenzaron a aparecer lentamente, escondiendo el sol de a ratos. Debían ser más de las tres de la tarde, habían almorzado pasada la una. Él volvió al cabo de unos minutos. —Debo salir un rato. ¿Me esperas en casa? Ella tardó en contestarle. "Esperarlo en casa" era una expresión tan familiar, tan íntima e implicaba tanto... —No, si puedes déjame en la mía. Caterina iba a pasar al caer la tarde — explicó como si fuera necesario hacerlo—. ¿Me prestas ropa seca?

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Capítulo 23 Azul llevó la fuente humeante y pesada a la mesa. No era una tarea sencilla cocinar para tres hombres con gustos tan distintos, pero de vez en cuando hacía el esfuerzo de complacerlos a todos, aunque ello implicara cocinar toda la mañana y limpiar muchas ollas después de comer. Ya desde la cocina podía distinguir la voz de Augusto elevarse por sobre la de sus hermanos, siempre queriendo sobresalir; sin embargo, su padre estaba algo callado desde que llegaron Augusto y Federico. Azul suponía que se debía a que siempre lo ponían un poquitín de mal humor los domingos en los que comían todos juntos, porque cuando terminaban el almuerzo ya era media tarde y sus tíos se iban al caer la noche. Pero ella hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparse por eso, el mal humor de Raúl desaparecía inmediatamente después de que quedaban solos. Augusto miró con aprobación al ver el sobrio color del vestido de Azul, por cierto muy recatada, y le sonrió mientras se refregaba las manos al ver la fuente de comida. Como siempre, Raúl ponía su mejor cara de gruñón. —¿Cómo andas preciosa?—dijo Augusto. Ella colocó la fuente justo al lado de su plato. —Bien, tío. ¿Y tú? —Yo bien, y mejor si me has cocinado. —Nos cocinó a todos —le recordó Raúl, señalando las otras fuentes. —Se te ve muy bien —La elogió ignorando el comentario de su hermano. —Gracias. ¿Quieres fideos? —Claro. Federico miró a Raúl, totalmente acostumbrado a las adulaciones del menor de los Maillán para con su sobrina. —Hoy te envié un paciente —comentó. —Si, mencionó que te conocía. Augusto interrumpió la charla. —¿Y por qué nunca me mandas pacientes a mí? —¿Será porque tienen más de dieciséis años? —observó Federico. —¿O porque tus hijos ya están grandes? —siguió Azul. —¿Por qué no pruebas la comida que te hizo tu querida sobrina? —Preguntó Raúl—. No irás a herir sus sentimientos, ¿no? —Esperaba que captara su indirecta, aunque era como pedirle peras al olmo. —Yo jamás podría herir a mi sobrina, a diferencia de otros — agregó alzando el tenedor y hundiéndolo en la pasta. —¿Por qué siempre pelean? —preguntó la joven. —Debe ser el síndrome del médico —intervino Federico—. Yo no lo soy y jamás estoy de mal humor. —Gracias a Dios —dijo la joven tirándole un beso cariñoso. Augusto notó el gesto y desvió la atención. Como decía, a mí nunca nadie me deriva pacientes. —Atenderás a los hijos de Azul y a los de sus amigos. Azul miró suplicante a su padre para que hiciera silencio. —Y claro, si continúas con tu divina intervención no tardará en tenerlos — replicó sin medir las palabras. Azul levantó la vista de golpe. Raúl lo fulminó con la

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mirada. Federico no vio nada extraño. —Cállate y come —respondió Raúl y se concentró en la carne. —¿De qué habla el tío? —Seguramente de nada interesante —respondió el mayor de los Maillán. Azul apoyó la servilleta sobre la mesa, sin siquiera haber llegado a usarla. —¿El habla de Ignacio? Sí, habla de él. —La joven miró a su padre, pero este le esquivó la mirada—. ¿Has estado en contacto con él? El tono cambió. —De haberlo hecho debe haber sido pura casualidad. —Que conste que te ayudo, pensó Augusto—. La ciudad es pequeña; sin ir más lejos, el otro día me crucé con un compañero de la universidad que creía que estaba en Estados Unidos. Lo que son las casualidades, ¿no? Pero eso no bastaba para Azul. De pronto todo cobró otra dimensión. —¿Por qué no me dijiste que lo viste? ¿Cuándo lo viste? —Hace ya tiempo. —Entonces lo viste antes de que me fuera al sur. —Su padre mentía mal, se ruborizaba cuando mentía—. Papá, ¿dónde lo viste? Raúl sintió que su hora de decir la verdad había llegado y, en cierto modo, era un alivio. —Me visitó en el consultorio hace unos meses. —¿Qué te dijo, papá? —De pronto se abría una puerta y le brindaba claridad a todo, hasta la aparente tranquilidad con que Raúl se había tomado el viaje de ella con un hombre que no era su prometido—. ¿A qué fue a verte? ¿Por qué? Se creó en el ambiente un silencio largo que ni siquiera Augusto se atrevió a romper. —Él fue... —Dime la verdad —exigió Azul golpeando con el puño la mesa. No soportaba descubrir que le habían ocultado aquella información. —Fue a prevenirme de que no te ibas a casar. Azul jadeó, sorprendida, incrédula. —¿Por qué no me dijiste eso? ¿Por qué? ¿De qué lado estás, papá? —Del tuyo por supuesto, pero él solo dijo eso. No sabía lo que iba a suceder hasta que recibí aquel sobre. — La joven frunció el ceño. —¿Qué sobre? —aquello oscurecía todo aun más. —Él solo me dijo que no dejaría que te casaras con Fernando y cuando tú estabas camino a Esquel me llegó una nota con la dirección de la cabaña y el número de teléfono. —Listo, ya lo había dicho. Esperaba que Augusto estuviera satisfecho. —¿Tú sabías esto cuando yo estaba allí? Augusto tragó en seco, sintiendo que la conversación se desviaba. —Y tú jovencita, ¿te habías ido con ese hombre? —Augusto simuló estar sorprendido y trató en vano de distraerla y ponerla en un brete. Pero Azul lo ignoró. Todos sabían algo, o al menos su padre y su tío Augusto. —¿Qué les sucede que están así? —preguntó Federico. Decididamente el aire del almuerzo se había transformado, las caras se habían tornado serias. No quedó nadie sin sorprenderse. —Yo sabía dónde quedaba la cabaña cuando estabas en Esquel. —¿Tú sabías? ¡Tú sabías más que yo! —No es para tanto —intervino Augusto—; es solo un dato.

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—Tú te callas. Tú también sabes algo y se te fue la mano molestando a mi papá. Todos se cruzaron miradas, intentando adivinar qué información tenía cada uno. Federico finalmente dejó de comer ensalada y miró con rostro serio a sus dos hermanos. —¿Qué sucede aquí? ¿Por qué Azul está tan molesta y qué es eso que ustedes saben? Augusto y Raúl tomaron unas copas de vino al mismo tiempo y ambos bebieron el contenido con ansias. —Pasa, tío, que papá y el tío Augusto me han mentido. Augusto dejó la copa con prisa, deseoso de quedar fuera del asunto y sabiendo que aquello había comenzado por su culpa. —A mí no me metas jovencita, solo enójate con tu papá. Yo no me comploté con nadie ni te entregué a las garras de aquel depravado. Esa fue la gota que hizo rebasar el vaso. —¿Tú sabías que él me iba a secuestrar? —¿Qué secuestro? —preguntó Federico, cada vez más descolocado por lo que oía. —No, claro que no —aseguró Raúl. —No te creo. Azul se levantó. —Esto es imperdonable. Cuando yo te hablé ni siquiera sabía bien dónde estaba, ¡y tú sí! Podrías haber hecho algo para traerme de regreso y permaneciste cruzado de brazos viendo cómo mi compromiso se rompía. —Espera... —No quiero escuchar explicaciones, no quiero saber nada de ti ni de Augusto. —Se puso de pie con brusquedad. —¿Pero yo qué hice? Azul salió del comedor sin siquiera responderle. —Abrir la boca, idiota —lo acusó Raúl. Luego, Un pesado silencio cayó en el comedor, hasta que finalmente el padre miró al pediatra. —Supongo que estarás de lo más contento con esto, ¿no? Azul se ha enojado, ha entendido todo mal y ahora está muy dolida. —Lo hubieras pensado antes —se defendió. —Vaya almuerzo de domingo —dijo Federico. Azul arrojó las sandalias sobre el rincón de la habitación y no se molestó por si en la planta baja oían ruidos. Necesitaba descargar su enojo y nadie le iba a decir cuál era el mejor modo. Esto es imperdonable: ¿cómo me pudieron hacer algo así? Y yo como una estúpida preocupada por mi papá, comunicándome para que no se pusiera mal y él muy tranquilo, porque y a sabía dónde estaba yo, dejándome hacer malasangre. Pero esto tiene un culpable: Ignacio Estember. Maldito manipulador. ¿Cómo se le ocurre meter en esto a mi papá?, ¡a papá! ¿Pero es que no mide sus acciones con tal de salirse con la suya? Por supuesto que no lo hace. Estaba demasiado ocupado tratando de recuperarme: tarde. Nueve años tarde. Pero esta vez había excedido el límite de lo que podía soportarle, de lo que podía perdonarle. Él no podía manipular a sus seres queridos: eso no se lo iba a permitir. Una cosa era el juego entre ellos y otra muy distinta, meter a su familia, a su padre. No soportaba la idea de que el enojo que sentía no pudiera pasársele. No

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sabía si iba a ser capaz de perdonar a Raúl por la mentira y el engaño, y por eso también lo culpaba a Ignacio. Si algo en la relación con su padre se rompía, Ignacio no volvería a saber de ella aunque cada día de la vida que le quedaba le doliera la distancia. Para ella había cosas intocables, que debían mantenerse libres de mentiras y engaños, y una de esas era su familia y la relación con su padre. Ya no tenía madre, no quería perder a su padre por las maquinaciones de otro hombre. Se quitó el vestido y lo arrojó en la alfombra, se vistió con un cómodo jean y una camisa. Buscó con furia unas zapatillas y ni si quiera se ató los cordones. Estaba realmente alterada por el engaño, por su ingenuidad, porque tontamente había estado pensando en él y porque, mientras se devanaba los sesos lamentándose, todos cargaban con mentiras a sus espaldas y eso no lo iba a perdonar ni a olvidar. Los tres hombres se mantenían inmóviles en la mesa, con la falsa esperanza de que ella bajara a unírseles. Cuando oyeron ruidos en el piso de arriba, las miradas se dirigieron a Raúl, quien no hizo más que volver a llenar la copa con vino y tragarlo de un sorbo. Luego se escuchó un portazo que resonó en los vidrios y los tres elevaron los ojos: la joven bajaba las escaleras con prisa, con furia. Augusto juntó las manos en su regazo. Raúl miró el plato rebosante de comida. Federico miró a su sobrina que buscaba las llaves. —¿Te sientes bien? —preguntó el mayor. Azul lo miró como si no hubiera sabido que seguía allí, de hecho no había mirado hacia la mesa del comedor. No le extrañó ver que los causantes de todo aquello no eran capaces de sostenerle la mirada. Como pudo, sonrió. —Gracias tío, pero a veces es difícil seguir de buen humor cuando hay tantos mentirosos en una misma habitación. Portazo final y salida. —¿Por qué no la detuviste? —preguntó Augusto a Raúl. —¿Y tú por qué no te callaste? Siempre queriendo ser más que nosotros, tratando de quedar bien con ella y echarnos lodo. ¿Viste lo enojada que estaba? —Yo no hice nada malo. —Hablaste, no te... Federico juntó su liviano abrigo. —Que el último limpie la cocina. Me siento totalmente estafado con la actitud de los dos. Lamentablemente para Azul deberá seguir lidiando con ambos, pero no creo que vaya a olvidarse de lo que le han hecho. Los dos hermanos vieron al mayor retirarse sin demasiado ruido, pero haciendo notar su ausencia. —Imbécil —murmuró Augusto. —Tienes un minuto para salir de esta casa. Si te quedas un segundo más, me das permiso para pegarte un puñetazo. Augusto salió de la casa al instante. Azul se bajó del taxi antes de que se hubiera detenido por completo. Se asustó de su enojo, porque no recordaba otra vez en que no hubiera podido controlarse. Sentía que podía ponerse hiriente y no le importó. Ignacio abrió la puerta y su sorpresa al verla quedó dibujada en su rostro. Azul no esperó a ser invitada. No quería un saludo ni una sonrisa de bienvenida. Puso una mano en la puerta y terminó de abrirla. Se dio vuelta para mirarlo e ignoró su aspecto, su atractivo, y por primera vez

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sintió que no la iba a manejar. —¿A qué se de... Ella alzó una mano y con eso lo detuvo. —¿Cómo pudiste? Ignacio se preguntó qué había hecho, pero se avergonzó al reconocer que se sentía en falta por tantas cosas que no sabía cuál de todas ella habría descubierto. Fingir no saber era la única forma de manejarse. —No sé de qué hablas. —¿Estás seguro? Y yo que creía que con tu regreso solo podía salir lastimado mi corazón. Pero hace una hora descubrí que también puede quedar muy mal parada la relación que tengo con mi familia y eso, Ignacio, es algo que jamás podría perdonarte. ¿Lo entiendes? O sea que por ese lado viene este enojo. Otro más. ¿Cuántos estás acumulando, Azul? ¿Cuánto sabes? ¿Por qué lo sabes? —¿Me quieres decir de qué estás hablando o seguirás amenazándome sin un motivo? Azul apretó los puños con tanta fuerza que le dolieron las manos. —¿Me crees tonta? ¿En verdad quieres recuperar a una mujer a la que crees tan idiota? No me provoques, Ignacio. ¿En verdad no sabes de lo que hablo? —No lo dejó contestar—. Hablo de la participación de mi padre en mi rapto, hablo de que hasta mi tío Augusto lo sabía y yo, que soy la que padeció todo esto, quedé como idiota delante de todos. ¿También meterás en tu obsesión por recuperarme a mi padre? Por una fracción de segundo no se escuchó ruido alguno, ni dentro ni fuera de la casa, pero el momento se perdió en los acordes de música que llegaban del escritorio, en una bocina de la calle, en un perro ladrando en la acera. Ignacio tuvo que reconocer que ella tenía motivos para estar molesta, ni siquiera se había preocupado para que no lo descubriera. Tan seguro estaba de que no había modo de que se enterara, porque nadie salía ganando si ella sabía lo que había sucedido, que no había tenido en cuenta que Raúl se podía poner en evidencia él mismo. Cuando Azul nombró al tío entrometido, todo quedó más claro. —Escucha. Yo sé que ahora estás enojada. No sé exactamente lo que te contaron, pero no creo que haya sido para que te enojes tanto. Tal vez lo dimensionaste demasiado o... —Estás empeorando las cosas con cada palabra que sueltas, así que bien puedes mantenerte callado. No vine a buscar excusas, disculpas o una confirmación. —Lo detuvo —. No necesito nada de eso porque sé que eres un farsante, porque no perdono que hayas involucrado en tus mentiras a mi padre. Te aprovechaste de la relación forzada que tenía con Fernando y ustedes se burlaron de mí mientras estaba contigo en Esquel. El notó que los ojos de ella estaban brillosos y también supo que Azul era capaz de morderse la lengua y tragar sangre antes de dejar caer alguna lágrima. Comenzó a tomar en serio el enojo de Azul cuando supo que se tenía que mantener alejado para no recibir una bofetada. Y lo hizo, no por miedo a un golpe, que tal vez se merecía, sino para no provocarla, para no ahondar la sensación de engaño y traición que debía estar sintiendo ella en ese momento. Lamentaba que se sintiera mal, porque cuando hizo lo que hizo no pensó en el después. Ella tenía razón: en cierta forma él estaba obsesionado, pero por más que ahora la comprendía, no podía cambiar lo que había hecho, no después de los días vividos en Esquel, no después de las noches que habían pasado y del tiempo que había recuperado. Por

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esas mismas cosas conseguidas, sabía que mentía si decía que se arrepentía. Podía lamentar la pelea, podía entender el enojo, pero no podía arrepentirse de lo que habían pasado juntos. Si supieras, Azul, que hay pocas cosas de las que me arrepiento. Te asombrarías si descubrieras que ni siquiera me arrepiento de haber hecho cosas peores, mucho peores, casi imperdonables. Ciertamente que no me arrepiento de la forma en que te llevé, ni de a quienes involucré. Para ganar en el amor también hay que ser despiadado. —Lamento que te sientas tan ofendida. Ella no quería escuchar eso, ni siquiera sabía qué deseaba escuchar. —No me digas nada, porque no te creo. Te quiero lejos Ignacio. Te quiero lejos de mí y de mi padre. Te quiero lejos de todas las cosas y personas que adoro, porque temo que seas la clase de hombre que solo sabe destruir. —Se acercó a la puerta con calma, sabiendo que él no iba a hacer nada para detenerla—.No sé qué sucedió en estos nueve años, pero a veces me cuesta conciliar la imagen de este hombre que eres con la del adolescente que fuiste. Azul volvió a su casa cuando ya caía el sol en el horizonte. No lo había hecho como una manera infantil de mortificar a su padre, preocupándolo por su ausencia. Tan solo se había pasado la tarde caminando sin rumbo fijo, desilusionada con los hombres, con dos hombres. Pero el tío Augusto quedaba excluido, no dudaba de que él sabía algo pero adivinaba que no tanto. Él no se habría dejado manipular por Ignacio: era demasiado celoso de su sobrina como para ceder ante los caprichos de un hombre como Estember. Pero su padre... Eso le molestaba mucho, le dolía, no le encontraba un justificativo y, sin embargo, ya sabía que lo iba a perdonar, porque con él no podía estar mucho tiempo enojada. Al fin y al cabo, eran ellos solos los que vivían en la casa. Además, prefería echarle el fardo de la culpa entero a Ignacio y dejar algunas hebras para su padre. Con Ignacio era fácil enojarse, porque últimamente no hacía más que provocarla. Pensó que la situación debía ser la inversa: si era él quien quería recuperarla definitivamente, entonces tendría que haber hecho las cosas mejor. La casa estaba en silencio y se alegró de no ver a su padre, por que, a pesar de que lo absolviera en cierto punto y le concediera el perdón en otro, no podía ser tan inocente como para restablecer la relación ese mismo día. Su padre necesitaba una lección: debía aprender de una vez por todas que su hija era una mujer y que tenía derecho a elegir con quién estaba y cuándo lo estaba. Pero, por sobre todo, debía aprender a dejar de meterse en su vida. Ignacio estuvo tentado de llamar a Raúl para terminar de comprender qué había sucedido, cómo era que Azul se había enterado de todo, para poder terminar de entender qué tanto sabía ella. Pero entonces le volvió a la mente la advertencia de no acercarse a Raúl que Azul le había dado. Lo pensó y se dio cuenta de que lo mejor, por el momento, era no desobedecerla. Si por algún motivo ella se enteraba, solo se iba a profundizar el conflicto. No podía seguir tentando la buena suerte con respecto al perdón de ella. Esa noche pensó en Azul. Ya no como si estuvieran alejados por una discusión como las que tenían en la adolescencia: sabía que ahora era distinto, comprendía que esta vez había jugado con algo que era sagrado para ella.

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Capítulo 24 Necochea era digna de mirar cuando los cielos y el parecían haberse fundido en un cuadro de negros y celestes con el viento como pincel para mezclar los colores y esfumarlos con la sutil gracia de un buen pintor. Y fue en uno de esos magníficos días en que finalmente Caterina se dejó ver. Cuatro jornadas después de haber desaparecido, se presentó en la casa de su amiga con una enorme sonrisa en los labios y dos noticias. Azul se había preocupado por la partida de su amiga hasta que Manuel la llamó para decirle que Caterina había salido de la ciudad en un repentino viaje con Lázaro Garguir. Suponía que Ignacio debía saber algo más, pero decidió mantenerse lejos de el. No le dirigía la palabra después de haberlo visto en su casa. A simple vista la Colorada estaba radiante: las mejillas sonrosadas, los ojos brillosos. Azul no recordaba una ocasión en que la hubiera visto más bonita o más feliz. Caterina contagiaba alegría con solo estar en la misma habitación. —Al fin te veo. Ni siquiera me llamaste para decirme que te ibas. —No tuve tiempo. Todo fue tan rápido: un momento estaba caminando por la calle, al siguiente estaba escuchando una declaración de amor y al otro estábamos en la carretera —explicó sin poder borrar la sonrisa, segura de que la estaba sorprendiendo. —Bueno. Supongo que eso significa que ahora están juntos — dijo entrando en la cocina. —Sí y tengo dos noticias. —¿Te casas? —preguntó solo por preguntar, estaba segura de que la respuesta iba a ser afirmativa. —Sí —contestó mientras aceptaba el abrazo de su amiga—. Y que vas a ser madrina y no solamente de bodas. Asombrada: así debía verse. Se quedó con la boca abierta y los ojos grandes, no era lo que pensaba escuchar de su amiga. —¿Estás segura? —Muy segura: voy a ser mamá. No sabía qué decir, no le salían palabras. Su amiga iba a ser mamá y ella madrina. Era lo que siempre habían dicho. Se le llenaron los ojos de lágrimas, no lo podía evitar. —Azul, no te pongas así —pidió su amiga. —Lo siento, soy tan tonta. ¿Lázaro está feliz? —Mucho. Le cuesta terminar de creerlo. —Miró con atención a su amiga—. ¿Qué te sucede? Azul sonrió. —Estoy por demás asombrada. —Pero hay algo más. ¿Qué sucedió? Azul dejó caer los hombros. —Lo que jamás creí que pudiera suceder —vio que la Colorada elevaba las cejas—. Deja, no me hagas caso. Estoy tan feliz por ti.

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Caterina la tomó de las manos. —Eso no hace falta que lo digas, pero cuéntame: ¿qué te han hecho los hombres esta vez? —¿No quieres saber quiénes son? —¿Para qué? Ya sé que se trata de Ignacio —repuso resignada. —Y no solo de él. Mi padre también tuvo que ver. —Eso sí que no lo creo —replicó negando con la cabeza. Tu padre es incapaz de hacer algo que te disguste. —¿Sí? Bueno. Déjame decirte que Ignacio y mi papá se complotaron contra mí: Ignacio fue a ver a mi padre y le advirtió que no me iba a dejar casar, ¡y mi papá no hizo nada! —contó indignada—. ¿Puedes creerlo? —La verdad que no. —Y eso no es todo. Cuando yo estaba en el sur, mi papá no solo sabía que estaba en Esquel, sino que hasta tenía el teléfono de Ignacio y tampoco hizo nada por traerme de regreso. Por primera vez la Colorada se quedó sin palabras. —Me cuesta aceptarlo —dijo finalmente. —Entonces imagínate cómo lo tomé yo —hicieron un mutuo silencio—. Ya dejemos este tema. No me sirve de nada hablarlo. Me amargo aun más. ¿Cuándo se casan? —El viernes veintiuno de enero, en cuatro días. Lázaro había pedido la fecha hace un tiempo y nunca desistió de ella, a pesar de mis negativas. Estaba tan convencido que hasta encargó la comida para la fiesta. Y tres días son suficientes para organizar algo íntimo. Ignacio no apuró el andar, no tenía por qué hacerlo. El parque se mostraba ante sus ojos interminable y solitario. No tenía nada que temer. No él. Oía el crujido que producían las ramas caídas que se rompían con sus pisadas, el viento que mecía los pinos, el trinar de algún que otro pájaro, la marcha de los coches que andaban por la calle paralela al sendero. La carrera por los caminos internos había sido gratificante, sobre todo para gastar energías y liberar tensiones. Pero en vez de irse a caminar por la orilla del mar, como era su costumbre, se paseó por entre los árboles, esperando. Sabía que estaba allí y saldría de la nada. De la nada... eso era una ilusión. Sabía de dónde iba a salir, dónde estaba, dónde lo esperaba. Y prefería dejar que siguiera creyendo que podía ser invisible. Diez minutos después, y antes de que pudiera retomar el pequeño caminito que lo llevaba hasta la calle transitada, el hombre se dejó ver. —No has contestado mis señales. No se saludaron y mantuvieron entre sí una escasa distancia. —No. El otro no se sorprendió ni por el tono poco amistoso ni por lo escueto de la respuesta. —Te estoy necesitando. No me quedó más remedio que venir por ti. Ignacio se detuvo un momento antes de responder. Dejó vagar la mirada por el paisaje que había a espaldas del sujeto. —No tengo intención de volver —replicó sin siquiera pensarlo—. Yo ya di mis años, te entregué incluso un poco más de lo acordado —le recordó. El hombre sonrió, cínico, muy cínico.

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—Puedo darte un poco de tiempo para que lo pienses mejor. ¿Y por qué no? Qué más da... parece que no he hecho nada bueno desde que volví a Necochea. —Búscame en una semana en Comodoro Rivadavia. El desconocido volvió a sonreír, seguro, satisfecho. Sabía que había cosas que nunca podían dejarse. —Será un placer. Ignacio no respondió, solo asintió con la cabeza antes de pasar por su lado. No corrigió el curso y los hombros de los dos se chocaron con brusquedad. Jamás había consideraciones entre ellos. Luego se separaron. No era tan mal negocio irse de Necochea, dejar que Azul masticara su enojo en soledad. Él no podía hacer nada para aplacarla porque intuía que haber metido a Raúl había sido una jugada poco inteligente, Pero antes de decírselo, pensaba dejar las cosas como estaban. ¿Que podía ganar? Ella estaba furiosa. Tenía razón en cierto sentido, pero él no servía para sentarse a esperar. No podía estarse sin hacer nada, dejando pasar el tiempo para que ella lo perdonara. ¿Cuándo lo perdonaría? Claro que tal vez no lo hiciera nunca, tal vez comenzara a detestarlo realmente. Él no podía seguir transformando las cosas imposibles en posibles solo para lograr sorprenderla, para robarle momentos juntos. Él quería que Azul también le demostrara si realmente le importaba. No era tan mala idea irse una temporada a Comodoro Rivadavia, después de todo. Aburrido no iba a estar. Luego de la conversación con Caterina, Azul estuvo todo el día fuera de su casa y al volver, ya casi de noche, se encerró en su habitación con la excusa de hacer un orden general para no tener que cruzarse con su padre. No creía que estuviera siendo muy dura. Tal vez un poco, reconoció mientras quitaba todas las cajas de zapatos que había apiladas en el armario. Jamás habían estado tanto tiempo sin hablarse. Nunca antes había pasado más de dos días enteros sin hacerlo. No importaba por qué pudieran estar enojados, llegaba un punto en que alguno de los dos soltaba la primera palabra, lanzaba la primera pregunta y a partir de ahí se hacía fácil arrancar y olvidar lo que hubiese sido que los había hecho discutir. Un golpe en la puerta le hizo levantar la cabeza. Luego volvió la vista a los estantes de donde salían mangas de abrigos y cuellos de camisas en total desorden. —¿Puedo entrar? Azul se sentó en el piso y le quitó la tapa a una caja. —Sí, puedes —contestó finalmente. Raúl miró a su hija y se le hizo más difícil decir lo que tenía pensado, pero no soportaba aquella situación y estaba en manos de él, como culpable que era, dar el primer paso para que al menos volvieran a hablarse. —¿Estás muy ocupada? Azul acomodó un par de sandalias. —Al grano, papá. Raúl contuvo la sonrisa. Teresa solía hablarle de igual modo cuando estaban enojados. Su hija nunca había oído aquellas discusiones, porque eran de alcoba. —Te debo unas disculpas. —¿Por qué serán? —Preguntó alzando los ojos—. ¿Por ayudarlo o por engañarme? Raúl se acercó hasta donde estaba su hija y se sentó en la silla, abarrotada de

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prendas que cayeron al piso. —Yo no lo ayudé, a pesar de lo que crees. —Alzó una mano para impedirle que hablara—. El fue a verme al consultorio y me avisó que no iba a permitir que te casaras. ¿Qué podía decirte? Tal vez omití esa información. —Qué conveniente —ironizó. —Yo no sabía que él iba a interceptar el taxi. De hecho, yo llamé a la empresa y, al parecer, él luego cambió el destino al que te tenían que llevar. No me preguntes cómo lo hizo. Sí es cierto que él me llamó cuando estaban camino a Esquel. Dijo que tú dormías. Yo había recibido un sobre con las señas de dónde estaba la cabaña y el número del teléfono móvil de él. —¿Y por qué no hiciste nada? No puedo entender que no hayas hecho nada. —El quería dejarme tranquilo y me dio carta libre para hacer lo que quisiera — confesó—. Pero tú sabes que yo no te veía enamorada de Fernando y... —No hiciste nada —terminó por él—. Pero era una decisión mía, papá. A nadie le correspondía decidir por mí. Odio que creas que sabes mejor que yo qué debo hacer con mi vida. Y que Ignacio también lo haya creído. —Nos tomamos esa atribución. —¿Qué tal si yo juego así con tu vida? ¿Qué tal si te digo que Silvia no es para ti? No puedo creer que le hayas hecho caso a Ignacio. ¿Qué tiene ese hombre de especial? —No sé. Dímelo tú. Fue por ti que lo conocí. Es por ti que hace lo que hace. Tal vez haya que preguntarse qué le has hecho tú a él para que no quiera perderte. —Él me perdió cuando yo más lo amaba —replicó poniéndose de pie—. Mi corazón no tiene interruptor: no se puede encender y apagar el amor. —Pero tú jamás pulsaste ese botón, jamás lo olvidaste del todo. —Pero no lo seguí amando durante nueve años. La joven se ató el cabello en un rodete, tratando de escapar de la mirada de su padre. —¿Estás segura? —Esto no viene al caso: aquí quien está en el banquillo eres tú. —¿Me vas a perdonar? —preguntó poniéndose de pie. Por supuesto que lo iba a perdonar. ¿Quién podía resistirse a perdonar a un papá tan comprensivo? —No lo vuelvas a hacer papá. —Lo prometo. Azul asintió y volvió su atención al armario. No lo miró cuando, le dijo: —Desconfío de las promesas tan rápidas. —No volveré a meterme en tu vida. —Eso me preocupa un poco más. Ignacio creyó conveniente decirle en persona a su amigo que no podría asistir a su casamiento. Era el gesto mínimo que le debía, por lo que a la mañana siguiente fue a la casa de los Garguir. Como esperaba, su amigo ya había desayunado y estaba revisando unos papeles. Después de media hora de charla intrascendente le dijo por qué había ido a verlo. —Me voy a Chubut. —¿Por? Ignacio se encogió de hombros y jugó con un cortapapeles. —La pregunta se formula al revés: ¿por qué debería quedarme? Ahí ya

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obtienes la respuesta. —¿Ella aún sigue enojada? —No hacía falta mencionarla. No hacía falta tampoco una respuesta directa a esa pregunta. —No te ofendas, pero me necesitan más en Comodoro Rivadavia que aquí. No me voy a quedar para asistir a tu boda. Lázaro meneó la cabeza. —Vete después —pidió, con tono apaciguador. —No, ya no quiero seguirle dando más vueltas al asunto. Mi presencia tal vez la haga sentir incómoda, furiosa. Por no decir que también será delicado para Raúl verme allí: Azul no lo va a tomar a bien. —Yo puedo hablar con ella, pedirle que por ese día deje de lado los rencores. Ignacio se puso de pie. —No, no tiene sentido. Solo quería decírtelo antes y... bueno, yo sé cuan importante es esto para ti. Lamento no estar pero sé que es lo mejor. Lázaro también se levantó de la silla. —¿No darás marcha atrás? Después de todo lo que hiciste, retirarte así es poco común en ti. —En algún momento tenía que suceder —respondió y se encaminó hacia la puerta—. ¿Están tus padres en la casa? Quiero despedirme de ellos. —¿Cuándo te vas? —Mañana a la noche. Azul dejó el teléfono en su sitio. La llamada de Caterina la había tomado desprevenida. La noticia que le dio la dejó confundida, hasta un cierto sentido desilusionada; no sabía qué pensar. Ya estaba haciéndose a la idea de que vería a Ignacio en la boda, que probablemente tuvieran que saludarse y hasta había contemplado algún roce, que sin duda se disolvería rápidamente por la importante ocasión que los iba a unir; pero ahora todo aquello se solucionaba: Ignacio volvía a Chubut y no iba a estar en el casamiento. Varias cosas a la vez la asombraban: que él faltara a la boda de su mejor amigo, que hubiera algo tan importante en Comodoro Rivadavia que lo hiciera irse y, finalmente, la más importante: que renuncian a la apuesta, que la dejara ganar, que se rindiera y no siguiera peleando por ella. Por más que eso era para ella algo muy importante, por más que no pudiera manejar su enojo, se dijo que tenía que ser más considerada y pensar más en sus amigos que en sus sentimientos. Ella se creía en la obligación de tratar de convencer a Ignacio de que al menos se quedara para la boda. Por supuesto que no le importaba qué iba a hacer después. Si él había perdido su espíritu competitivo y ya no quería seguir con la apuesta, era cuestión de él. De todos modos iba a perderla. Miró el reloj y vio que ya era cerca del mediodía, su padre no almorzaría en casa y de seguro Ignacio estaba en la suya. No lo pensó dos veces: debía ceder un poco en pos de la felicidad de sus amigos. Faltaban dos días para ese momento. Ignacio no podía irse. En un principio temió haber llegado tarde. La casa estaba aparentemente cerrada y, luego de tocar timbre, no obtuvo respuesta. La angustia se le presentó de improviso. ¿Por qué él se había ido tan rápido? Estaba dejando atrás la galería cuando finalmente la puerta se abrió. Ignacio se

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quedó mirándola sin decir una palabra, solo le hizo lugar y esperó a que ella entrara a la casa. Azul metió las manos en los bolsillos y jugó con las llaves. Ahora que lo tenía enfrente no sabía cómo pedirle que se quedara. Él elevó una ceja ante el silencio pero no lo rompió. —Me enteré de que te vas y no vas a estar en la boda. —Es cierto —respondió finalmente. Otro incómodo silencio. —¿Por qué? —¿Por qué no? No hay mucho por qué quedarme. Ella no respondió. —¿Viniste a preguntarme esto? —No puedes irte. —Ante esa orden nuevamente Ignacio elevó una ceja, asombrado. —¿No puedo? —preguntó y se cruzó de brazos. —No, no puedes. No es justo para Lázaro. Ellos no se merecen esto. Él se pasó una mano por el pelo, como si algo lo estuviera volviendo loco. —Yo creo que les hago un favor. Por cómo están las cosas entre nosotros, no sería bueno estar juntos en un mismo lugar por mucho tiempo. —Yo puedo hacer a un lado mi problema contigo por ese día. ¿Puedes tú? —Por ese día —repitió—. Bueno, eso suena muy magnánimo de tu parte, pero la clave está en que no quiero quedarme, no quiero pasar por esa fiesta estando mal contigo. —No puedes pedirme que haga las paces definitivas —contestó molesta—. Hagamos una tregua hasta que pase el casamiento. —Y luego volverás a odiarme con renovadas fuerzas como si el día anterior no hubiéramos reído juntos. —Estás iniciando un chantaje. —¿Yo? —preguntó evidentemente sorprendido—. Yo no estoy ni siquiera aceptando tu proposición. ¿Cómo puedo chantajearte? —Justamente. Porque no la aceptas para que yo te perdone definitivamente con tal de que no le robes la alegría de tu presencia a Lázaro y a Caterina. Él negó con la cabeza. —Estás haciendo de esto un problema que en realidad no existe. Yo ya hablé con Lázaro y me entendió. —¿Y qué te puede decir? Él no tiene que pedirte que te quedes. Tú tienes que tener la consideración de quedarte hasta que pase la boda. ¡Es tu mejor amigo quien se casa! —Ya lo sé. No me lo repitas más. Además de esto, ¿quieres decirme algo más? —Dime que me perdonas. —No. Ya me voy. La única respuesta de Ignacio fue abrirle la puerta, ella se detuvo un momento a su lado y luego salió. Ignacio sintió el perfume de siempre. Él tuvo la enorme tentación de descargar su furia golpeando la puerta, pero finalmente se decidió a inspirar profundamente y dejar que el momento pasara, para luego cerrarla con calma. Era mejor irse a Comodoro Rivadavia cuanto antes.

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Capítulo 25 Miró el vestido de gasa verde que le llegaba justo debajo de la rodilla, el corte entallado se veía acentuado por la amplitud de la falda: una prenda preciosa de gasas superpuestas que había comprado en compañía de la novia y de la cual, extrañamente, Caterina no se había quejado por el precio. Mientras se preparaba para asistir a la iglesia tenía un sentimiento amargo en el corazón. No podía pedir más para su amiga, estaba completamente segura de que sería tan feliz como lo merecía, ni tampoco tenía dudas de que Lázaro se llevaba a la mejor mujer para su forma de ser. Pero había algo que empañaba el festejo y sabía que sus amigos se sentían de la misma manera: Ignacio no estaría allí, de no ser así ya hubiera recibido una llamada de Caterina para contárselo, pero hasta la mañana, cuando la vio por última vez en la peluquería, nada se sabía de él. Aun así se propuso disfrutar del casamiento, había muchas cosas por las que festejar y pensaba que valía la pena intentarlo. No podía dejarse ganar por una tristeza que tal vez se ahondara con el correr de los días. En vano buscó con la mirada el coche de Ignacio afuera de la iglesia, como suponía, no estaba allí. Se convenció de que no le importaba tanto. Ser madrina de bodas la llevó a separarse de su padre y a ubicarse en el banco delantero. Con paciencia se dispuso a esperar la llegada de los novios. La iglesia parecía extrañamente vacía con los pocos concurrentes, no encontró a muchos de los conocidos de Lázaro. Conocidos no significaba buenos amigos por lo que supuso que había primado el deseo de Caterina de tener un casamiento muy privado y sin pompa. Azul juntó las manos y esperó poder dejar de temblar de los nervios. La brisa cálida y fragante del atardecer se colaba por la puerta abierta y movía las flores colocadas a cada lado de los bancos. Nadie tenía previsto que hiciera una tarde tan agradable: el calor era mínimo, sin humedad. Sonrió a la madre de Lázaro y desvió la vista hacia la puerta del costado por donde tenía que salir el novio y su padrino. Estaba tratando de adivinar quien ocuparía el lugar de padrino que había quedado vacío de improviso, cuando vio una cabeza rematada por un cabello rubio que conocía de memoria: Ignacio caminaba detrás de Lázaro y se ubicaba en la misma posición de Azul, apenas unos centímetros más lejos. No pudo ni quiso obligar a su corazón a tranquilizar el enardecido latir. Se sentía demasiado contenta como para regañarse a sí misma por su reacción. En verdad se alegraba de verlo. El padre Ramón, conocido de Caterina, salió por la misma puerta y todos lo miraron expectantes. Azul quería que Ignacio le dirigiera una mirada, pero el pareció no reparar en ella. Caterina entró unos minutos después del brazo de su padre. Es taba radiante y hermosa con un vestido blanco que tenía como único adorno una pedrería en el escote y en el ruedo. Sencillo y elegante, acorde a su forma de vestir, y no desmerecía al novio, que envuelto en un traje negro no dejaba de mirar con adoración a quien se iba a convertir en su mujer.

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A medida que fue avanzando la ceremonia, se volvió consciente del olor dulce que despedían los arreglos florales, de los cuchicheos de los invitados y de lo cautivador que estaba Ignacio en un traje negro de impecable corte. Como toda boda emotiva, sencilla e íntima, resultó ser tan buena que terminó demasiado pronto. Cuando los novios, luego del intercambio de anillos y el esperado beso, se encaminaron a la salida, Azul supo que tenía que caminar del brazo de Ignacio y se mordió la parte interna del labio, temblando de anticipación. Él solo esbozó una fría sonrisa y cumplió con el ritual. Ella inclinó la cabeza, se prendió a él y comenzaron a caminar lentamente detrás de los recién casados. Al llegar afuera saludaron a los novios, a algunos otros invitados y se separaron sin decirse una sola palabra. Caterina y Manuel se dirigieron a la casa de los novios, una casa de dos plantas no muy grande aunque sí confortable. Lázaro la había comprado un tiempo atrás como inversión y fue Caterina la que lo animó a que se mudaran allí: estaba bien para el comienzo de la nueva familia. Se encontraba apartada del centro comercial de Necochea, lejos de donde vivían ambas amigas y a menos de veinte cuadras de la casa del padrino de boda. Allí se hizo una cena íntima a la que estaban invitados los más allegados a los novios. Cuando Azul llegó, buscó con la mirada nuevamente el automóvil de Ignacio, pero no se extrañó de no verlo, porque tampoco estaba en la iglesia. Una vez dentro, saludó a algunos de los pocos invitados, a los familiares de Lázaro, a amigos cercanos y a otros que no conocía. Era tan bonito ver a dos personas enamoradas finalmente juntas que no podía evitar emocionarse. Su amiga no cabía en sí misma de la alegría y no se le quitaba la sonrisa del rostro. Azul comenzó a ayudarla en pequeñeces como acomodar platos o servir alguna que otra copa y, cuando sonó el timbre, fue a abrir sin consultar a los flamantes dueños de casa. Allí se encontró con la persona, a quien sin querer reconocerlo, estaba esperando. Ignacio le sonrió con más calidez que la vez anterior y no hizo movimiento alguno para entrar. Se quedaron allí, congelados, perdidos en las miradas cruzadas. —Hola —saludó finalmente él, acercándose y dándole un beso en la mejilla. Azul cerró los ojos un momento, ante el fugaz roce de los labios. —Pasa —dijo y se hizo a un lado. A metros de ellos comenzaban a circular las bebidas y la gente iba tomando asiento alrededor de la mesa. Ninguno de los dos se movió. —No te fuiste. —Ya ves que no. Ellos hicieron silencio, no así los demás invitados y eso los excluía de la fiesta. —¿Sirvieron mis palabras? —preguntó ella juntando ambas manos delante de la falda. —Algo tuviste que ver —concedió él. Le hubiera encantado estirar una mano y acomodarle detrás de la oreja un mechón de cabello negro que insistía en caérsele sobre la frente—. Yo sé que no estuve bien y que... tienes derecho a estar enojada. Ella asintió. Él no fue capaz de darse cuenta de qué tan importantes eran aquellas palabras. No supo qué responder. La intervención de Manuel la salvó. —Acérquense y demos comienzo al banquete. El padrino era el único que faltaba. Ignacio miró al hombre y luego a Azul. Esperó un momento. Solo necesitaba un segundo para que ella abriera la boca en un intento de decirle algo. Pero no fue así y no quiso seguir de pie esperando un perdón que seguramente ella no le quería dar.

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Así que, mostrando su mejor educación, estiró una mano para cederle el paso a ella y luego la siguió a la mesa. Tuvo la suerte de que los hubieran ubicado en mesas separadas. Azul supo que debía haber dicho algo, aunque no sabía bien qué. Pero ese silencio había sido... poco justo, por decirlo de algún modo. Ella se lamentó de que no estuvieran juntos al sentarse y, por más que lo intentó, se encontró durante toda la noche buscando excusas para mirar hacia donde él estaba, ya fuera conversando con alguien que estaba a su lado o riendo por algún comentario. Le resultaba extraño verlo vestido tan formalmente, tan distinta la ropa de la que llevaba siempre y, sin embargo, su postura desenfadada seguía allí, intacta. No estaba incómodo ni hizo gesto de quitarse la corbata. Él la escuchaba reír, conversar alegremente, bromear con algún que otro invitado. Hubiera jurado que ella estaba coqueteando: el tiempo se le hacía interminable así que, cuando el segundo invitado partió, él se puso de pie y siguió el mismo rumbo. La elegí, tuve la oportunidad y ella pesó más que cualquier otra cosa. Y porque sus palabras fueron más que un pedido, di marcha atrás con mi plan de irme, pero nada alcanza. Por ahora, nada parece calmarla, nada la satisface y... al diablo con ella y su enojo, yo no quiero más peleas. Ya estoy cansado de luchar.

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Capítulo 26 Azul se decepcionó cuando el partió. Había estado callado, casi ausente y, aunque había participado de las charlas, no se había mostrado como el mismo de siempre. No había sido el que ella conocía. Después de verlo partir, ella también deseó irse a su casa. Terminado el divertido y cálido festejo, volvió a su hogar con su padre. Mientras subía las escaleras pensó que Raúl apenas si había conversado con Ignacio, como si no quisiera enojarla. Ella no había querido provocar eso y se sintió avergonzada. Había muchas cosas que no le gustaban. Cerró la puerta de la habitación y se quitó los zapatos negros. Tenía en el cabello olor a cigarrillo y en la boca sabor a alcohol. Se arrojó sobre la cama, sin hacer el esfuerzo de quitarse el vestido. La cabeza le retumbaba, pero no por el recuerdo de los ruidos; le retumbaba por los pensamientos. Ahora que la alegría se aplacaba, ya no se sentía tan dichosa. Su repentina tristeza se debía a que ahora su amiga era una mujer casada y una etapa de sus vidas se había cerrado. Ya no podía llamarla a cualquier hora para pedirle un favor. No podía hacerle comentarios mordaces sobre Lázaro y, ciertamente, ya no podrían justificar comportamientos poco maduros por ser jóvenes, porque ahora una de ellas ya era esposa. Para ella el casamiento de Caterina cambiaba muchas cosas: temía no verla tanto como antes o que la relación entre ellas se modificara. Nada tenía que ver su tristeza con que Ignacio hubiera estado cortés, deferente y frío. En lo más mínimo le había incomodado que no bromeara con ella. No le había molestado que en ningún momento hubiera hecho un intento por acercársele ni que se hubiera marchado de la cena relativamente temprano. Tenía muchas cosas que hacer en los siguientes días como para entretenerse con aquellas nimiedades. Ignacio le había regalado al matrimonio una luna de miel en el sur. Caterina se lo había contado cuando estaban juntas en el cuarto de baño retocándose el maquillaje. Así que, si su amiga iba a estar algunos días fuera de la ciudad, ella debía encargarse de la librería, amén de encontrar tiempo para seguir pintando. Pero no le preocupaba hacerse cargo de la librería por un tiempo; sabía que jamás podría igualar a su socia en lo que a dedicación y atención concernía, pero iba a poner su mejor esfuerzo en no espantar a los clientes, muchos de los cuales estaban habituados a tratar con la Colorada. Como vislumbraba agitadas jornadas en los siguientes días, estaba decidida a no prestarle atención a pensamientos inservibles sobre el posible motivo por el que él la había ignorado de forma tan clara, cuando había sido él el culpable de la pelea y del enfriamiento de lo que hubiera sido que tuvieron. Para ser honesta consigo misma, debía reconocer que nadie había notado que él la había tratado distante. En general había estado con todos de la misma manera. Ignacio tenía aspecto cansado y algo preocupado ese día. Le hubiera gustado poder hablar con alguien, extrañaba a su madre. Sin duda ella la habría aconsejado. A veces imaginaba de qué modo su madre le habría

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hablado de estar viva. De qué modo le habría arreglado el cabello como hacía cuando era pequeña, cómo le habría dado las buenas noches; siempre la recordaba. Ya no la extrañaba con ese dolor agudo de los primeros tiempos. Ser mayor y entender cómo era la vida ayudaba en parte, pero había algo relacionado con el corazón, con el lazo entre madre e hija que nunca se podía cortar, aunque su madre ya no estuviera. Habían sufrido mucho por la partida de Teresa. Le constaba que Raúl había tardado mucho tiempo en pensar siquiera en recomenzar una vida con otra mujer que no fuera la madre de su hija, su amor de la juventud, la mujer a la que había jurado amar hasta la muerte. Sucedía que Teresa había sido una mujer de esas que no son fáciles de olvidar, mucho menos de suplantar. Tal vez por eso, Silvia se había ganado un lugar en el corazón de los Maillán. No había querido reemplazar a nadie, más bien había pedido un lugar distinto del de Teresa. Azul sabía que su madre había sido una de esas mujeres especiales que siempre mueren jóvenes, vaya uno a saber por qué. En vida fue una mujer delicada, femenina, que adoraba abiertamente a su familia y lo demostraba en cada acto cotidiano. Esos recuerdos la habían ayudado más de lo que creía. Saber que mientras la tuvo, la disfrutó era algo que le daba paz. Siempre había querido ser como ella y no lo había logrado. Tenía acciones cotidianas en las que muchas veces se identificaba con su madre, pero había rasgos propios de Azul que no eran heredados, sino nacidos de su carácter. Era por naturaleza sensible y vulnerable, como Teresa, y de ella había adquirido el gusto por la feminidad y la sencillez. Pero a veces se sorprendía siendo más fuerte de lo que esperaba y tenía un claro sentido del humor y de lucha que en Teresa jamás se había manifestado. No le gustaban las comparaciones, tal vez porque siempre temió que su padre las hiciera al mirarla, que sus tíos la identificaran con su madre fallecida o algún conocido del matrimonio se detuviera junto a ella en la calle y dijera: "¿Tú eres la hija de Teresa?". Pero no lo habían hecho. Le gustaba que Raúl pasara más tiempo con Silvia, porque el tiempo se iba deslizando implacable y ella, en algún momento, iba a seguir los pasos de Caterina y la idea de dejar completamente solo a su padre no era la que más le gustaba: quería que él también tuviera a alguien con quien envejecer, una compañera con quien pasar los años. Se lo merecía. Estar todo el día atendiendo una tienda en la que entraban decenas de personas por hora y luego tener tiempo para pintar era algo totalmente diferente de lo que había planeado. Lo descubrió el mismo lunes después de que su amiga partiera. Se levantaba temprano, paseaba con su té mientras iba ordenando de a poco la casa. Al menos las cosas elementales, porque a media mañana llegaba una mujer que hacía la limpieza. Abría la librería a las ocho y media y cerraba al mediodía. Corría para preparar el almuerzo, porque a su padre se le daba por almorzar en la casa, y a las tres de la tarde volvía a la librería donde se quedaba hasta las nueve. Para cuando salía, su cena consistía en una hamburguesa, que comía deprisa mientras su padre la regañaba y enumeraba los daños que provocaba semejante alimentación. Subía las escaleras con el último resto de energía que le quedaba y se arrojaba en la cama a esperar que el sueño llegara. Ella no se sentía bien y no era por la exigencia que soportaba. Tenía que ver con el corazón, no lo sentía cansado, sino vacío. Esa era la mejor definición de cómo se sentía: sola. Muy sola. No sabía qué era lo que extrañaba más, si la

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presencia de Ignacio o el tira y afloje con él, porque ahora él la había dejado en paz, como tantas veces Azul se lo había pedido. Tenía cumplido su deseo y no estaba feliz. Nada sabe a como lo había imaginado. ¿Será que nuevamente volvió a convertirse en algo más importante que cualquier otra cosa para mí? Tanto querer alejarme para no llegar a enamorarme y cuando finalmente me deja, ya es tarde, ya caí nuevamente en sus garras... Porque no se sentía aliviada, porque esperaba en vano descubrirlo alguna que otra mañana en su cama, porque le molestaba no verlo en el centro comercial, no encontrarlo de casualidad en las tiendas: le molestaba que se mantuviera apartado. Porque aún estaba en la ciudad. Lo sabía. No necesitaba verlo: lo intuía. Era decepcióname cada día que llegaba a su fin sin haberlo visto. Extrañaba más de lo normal oír su voz, sus preguntas, su molesta certeza, su seguridad para todo lo que hacía. En cada hombre que miraba encontraba ausencias de lo que en Ignacio sobraba, ya fuera en la personalidad, en el lenguaje corporal, en la intensidad de la mirada, en lo que hacía que su corazón latiera desenfrenado de solo saberlo cerca. Y en verdad se esforzaba para no dedicarle tantos pensamientos. Se le terminaban las fuerzas haciendo todo lo que quería para olvidarlo y terminó por resignarse a que Ignacio seguiría en su cabeza por algún tiempo más. Iba a terminar acostumbrándose, como lo había hecho años antes, al cabo que la historia volvía a repetirse del mismo modo, aunque por diferentes causas. Nuevamente herida por él, nuevamente extrañándolo. Habían pasado los días y vencía ese mismo martes el plazo de la apuesta. Había marcado el almanaque y esperado señales de él. Estaba resignada y, sin embargo, no quería que el tiempo pasara, porque lo que la unía a él era la apuesta. Sentía que, con el correr de las horas, se disolvía lo que habían pasado juntos. Ingrid la visitó en la librería luego de recibir su llamado. No quería que su mejor alumna perdiera clases, era algo inaceptable para ella, así que le había dejado sobre el mostrador un juego de llaves del atelier para que fuera en las horas que tuviera libres. Una parte de ella se negaba a aceptarlas porque era mucha responsabilidad, allí adentro había tantos objetos preciados por los demás artistas, era como una colección de joyas con significado personal para cada pintor. No se quería imaginar qué podía suceder si algún día llegaba a entrar alguien al atelier y se sabía que ella tenía las llaves. Pero estaba tan deseosa de poder pintar que no le importaba correr ese riesgo, después de todo si Ingrid se las daba era porque confiaba en ella. Además, esa noche quería concentrarse en la pintura y no pensar en despedirse mentalmente de Ignacio. Tenía una fotografía de una tormenta que le había estado rondando en la cabeza ya hacía muchos días: la había inspirado para plasmar una imagen que podía ver tan claramente que sentía iba a poder pintarla con los ojos cerrados. Cuando cerró la librería llamó a su padre para no preocuparlo y se fue para el atelier. Debía darle las gracias a su maestra, el lugar a aquella hora era precioso. Las luces daban la sensación de que era de día y la galería donde estaban los caballetes mostraba una vista excepcional de la ciudad, con las luces amarillas de las calles como si fueran luciérnagas estáticas. Miró el bastidor en blanco y como siempre tuvo la sensación de que jamás llegaría a llenarlo. Era mentira, trabajando a un buen ritmo en un par de horas

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estaría totalmente terminado, ni un rastro de blancura que no fuera puesto a propósito con el óleo. Mientras se preparaba para pintar puso música clásica y sintió que ya comenzaba a relajarse. Era como sacarse las últimas capas de la mujer que era cotidianamente y dejar salir su verdadera personalidad. La primera pincelada fue para dividir el lienzo a la mitad: una línea negra quebró el bastidor de modo definitivo. Se perdió por horas antes de ver concluida su obra, se dejó llevar por la paz que iba ganando a medida que pintaba. Su inspiración fue en aumento hasta que puso el amarillo sobre el fondo tormentoso. Se alejó unos pasos para admirar la obra terminada y cayó en la cuenta de que tenía la cabeza vacía de ideas y el cuerpo extrañamente suelto, como si aquello que había plasmado fuera una carga que la había perseguido por días. Despacio, sin prisa, fue juntando los pomos de óleo vacíos y arrinconó la banqueta. Lavó los pinceles antes de sacarse la camisa de pintor. Se detuvo una última vez a mirar las luces de la ciudad. Luego juntó el bolso y el abrigo. Miró la hora, faltaba poco para la medianoche. —¿Terminaste? Azul se sobresaltó y, con una mano en el corazón, trató de recuperarse del susto. Jadeó intentando normalizar la respiración al mismo tiempo que miraba al hombre que la observaba desde un rincón en penumbras. —¿Qué haces aquí? Ignacio sonrió. —Es casi la hora —dijo haciendo girar la muñeca para que ella viera el reloj—. No me olvidé de nuestro pequeño asunto. Azul aún no lograba bajar las pulsaciones. —Ah, nuestro asunto. Tendrá que esperar. Me estoy yendo a casa. —¿Cómo piensas llegar? —Caminando. —¿Sola? ¿Te parece prudente cruzar la ciudad sin compañía a esta hora? —No me obsesiono, de lo contrario no atendería una librería por miedo a que me robaran, no pintaría sola en el atel... ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? — preguntó perspicaz. —Desde que pusiste la Quinta Sinfonía. Debía haberlo imaginado, él la iba a perseguir hasta el último segundo. Tan típico de escoceses. —Deberías postularte para algún puesto de guardaespaldas —replicó. —Si necesitas uno, llámame. Azul lo ignoró y buscó con la vista un libro que Ingrid había dejado para que ella lo viera. A pesar de que no miraba a Ignacio, tenía el oído puesto en lo que sucedía a sus espaldas. Escuchó que él trababa la puerta. Se dio vuelta para encararlo, porque sabía que él no se había ido. —¿Y ahora? —Preguntó dejando caer las manos a los costados—. ¿Qué crees que haces? Ignacio se alejó de la puerta y comenzó a caminar hacia ella. Azul estiró una mano tratando de conservar la distancia, aunque no sabía si era lo que deseaba. —Ni te atrevas a acercarte a mí —advirtió retrocediendo—. Lo digo en serio, Ignacio. Él solo avanzó y ella caminó hacia atrás. Sabía que estaba acorralándose ella sola.

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—No tienes derecho a aparecerte de la nada cuando no has dado señales de vida en los últimos días. Azul se detuvo al chocar contra la banqueta en la que había estado sentada mientras pintaba. —¿Me escuchas? Dime algo —exclamó vehemente. Él se detuvo tan cerca que sintió el calor del cuerpo de Azul. Le llegó el perfume de ella y eso le recordó los días en la cabaña. La distancia dolía; aun más luego de volver a saborear la felicidad en su compañía. Le tomó el rostro entre las manos, le apartó con cuidado el cabello del cuello, vio cómo Azul se humedecía el labio inferior y algo similar a la excitación comenzó a nacer en él. Cuando bajó la cabeza, la besó con pasión, sin contener las ansias que había estado reteniendo en los últimos días: él no servía para extrañarla. —Te extrañé —confesó apartándose el tiempo suficiente para decirlo. Azul respiró profundamente, sintiendo que su aroma reemplazaba el vacío de los últimos días. No hablaron más, ella no necesitaba oír más que eso. Volvió a capturar su boca y la tornó de la cintura para sentarla en la banqueta. Azul le rodeó el cuello con los brazos y separó las piernas. Ignacio se acomodó entre ellas, aceptando la silenciosa invitación. No podía detenerse, devoraba su boca con avidez. Habían pasado mucho tiempo alejados y los besos no eran suficientes para saciarlos. Sabía que tenía que ser más paciente, pero no quería; no quería detenerse, no quería pensar: solamente sentir. Lo invadía la necesidad de hundirse en ella. Azul se entregó a la pasión, al deseo, a saciar la necesidad de volver a estar con él. Percibió las manos de Ignacio que se deslizaron por sus muslos y le subieron la falda del vestido. Se tensó cuando él rozó el encaje de su ropa interior. Ignacio sintió los senos pegados a su torso. Escuchaba la respiración agitada de Azul. Corrió lentamente el escote del vestido, dejó al descubierto la sedosa piel de los hombros y la mordisqueó. Ella tuvo la leve conciencia de lo que estaba haciendo y no le importó en lo más mínimo lo que iba a venir después: solo conocía la necesidad que tenía de estar con él. De aferrarse para siempre a aquel momento. —¿Sabes lo que va a pasar ahora? —preguntó con la respiración agitada, como si le hubiera leído la mente. —Voy a perder la apuesta. —Sí. Vas a perderla —coincidió mientras terminaba de quitarle el vestido.

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Epílogo ¿Quién puede dudar de que nos amamos? Aunque hayamos olvidado el arte de decirlo en voz alta, no tengo dudas. Él es el hombre indicado. Él es el hombre por quien viví dormida durante nueve años. Viví a medias, soñé con una vida que no podía llevar si no era con él. Porque con su regreso las cosas volvieron a tomar un color diferente, color de pasado perfecto, de placer en cada sentido de la vida: placer de piel, placer de verlo, placer al besarlo y al sentir que me mira eligiéndome en cada oportunidad. Placer de tener al lado al hombre que siempre quise, al que nunca pude olvidar. Placer de saberlo mío. Solo mío. Después de tantos años, esa vanidad sigue intacta y tiene el gusto de los buenos momentos, del tiempo perfecto: y el desafío está en elegirnos cada día de nuestra vida juntos. El futuro, incierto en muchos aspectos, tiene la certera predicción de que estaremos unidos. Porque es imposible que nos dejemos escapar nuevamente. Porque yo lo elegí en todos los aspectos. Porque la pérdida de una apuesta fue la recompensa de nuestro amor: ¿y cómo no voy a perder una pizca de orgullo si gano años de felicidad? Porque este escocés es para mí. Porque está escrito en el destino que tenemos que querernos uno al lado del otro y no a la distancia. Porque quiero estar junto a él todos los días. ¿Qué mejor que un matrimonio para sellar un amor tan fuerte? Nada. ¿Qué otro epílogo para una pasión como la nuestra? Ninguno. ¿Puede esgrimir el futuro razón alguna para que no podamos estar juntos? Yo tengo la respuesta para esa pregunta: sí, claro que puede. Pero yo no lo voy a dejar. Porque luché demasiado para conquistar nuevamente a esta mujer que me ganó el corazón. Ella desconoce otro problema que no sea el del amor. Ignora que muchas veces la mentira se disfraza de verdad, verdad a medias, casi vacía. Porque a veces el hombre que ama demasiado oculta para no causar más dolor, para no terminar de perderlo único que puede devolverle la felicidad perdida. Parque Azul es una hechicera que cura. Aun en sus gestos más simples, siempre me regala la paz que hace tiempo extravié. Yo sé que los secretos vuelven como oleadas llegadas del mar del pasado: la marea crece y trae una espuma que no se puede ocultar. Pero por Azul hago el intento de cambiar el ritmo de las mareas, por ella sería capaz de crear una nueva naturaleza. El amor y los secretos rara vez van de la mano. Y sin embargo, yo apuesto a que jamás podamos separarnos, porque el verdadero amor puede hacerse más fuerte ante la adversidad, puede curar, puede crecer, puede traer olvido. He aquí un secreto.

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Reseña Bibliográfica Soledad Pereyra Soledad Pereyra nació en San Cayetano, Argentina, en 1977. Actualmente vive con su familia en Quequén, Necochea, una ciudad de la provincia de Buenos Aires junto a las playas del Océano Atlántico. Ávida lectora de literatura romántica y otros géneros, se dedica a escribir desde hace varios años. He aquí un Secreto es su primera novela publicada.

He aquí un Secreto: Una apuesta perdida Hay tradiciones que marcan el destino de un hombre. Ignacio Estember sabe que está obligado a seguir la tradición escocesa de su familia y que debe huir de la ciudad, aun si eso lo fuerza a abandonar a la mujer que ama. Azul Maillán vive en una ciudad a orillas del mar y se inspira en el océano para sus pinturas. Su vida parece perfecta: su carrera como pintora empieza a despegar, su familia la adora y está comprometida en casamiento. Pero cuando Ignacio regresa nueve años más tarde, todo comienza a desmoronarse para ella. Azul sólo puede pensar en él y en los sentimientos que todavía le despierta. Pero no está dispuesta a perdonarlo, después de que la abandonó sin ninguna explicación. Como un viaje de bodas anticipado, Azul decide partir al sur del país junto a su prometido. Ignacio está convencido de que debe impedir ese viaje a cualquier precio y apuesta todo a ello: una apuesta tan arriesgada que pondrá en juego sus chances de reconquistar a Azul. Sin embargo, es el secreto del amor que tuvieron el que decidirá el futuro de los dos. Un secreto que puede separarlos o unirlos para siempre.

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