Rodrigo

Comedia en dos actos

Adaptación al s. XXI de Carmelo Original de: Juan J. Alonso Millán (1964)

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PERSONAJES Mariano Hortensia Jeremías Anselmo Doña Soraya Don Federico Ramón Julia Teresa Aniceto Don Eleuterio

DECORADO El decorado no varía en los actos en que se divide la pieza. Es la planta baja de un chalet situado en las afueras de Madrid. Hay una gran cristalera al foro, que deja ver un poco de jardín, un jardín muy bien cuidado, alegre y vistoso. A la izquierda y casi haciendo chaflán en segundo término, habrá un pequeño forillo, que sirve de comunicación con la puerta de entrada a la casa desde la calle, es una especie de recibimiento. De lo que se deduce, que la puerta de comunicación con la calle, permanece siempre oculta a los ojos del espectador. Hacia el foro en la parte contraria a esta puerta deberá existir otra, tapada por unas preciosas y llamativas cortinas de cretona, de colores muy alegres; esta puerta tiene la cosa extraña de llevar un enorme cerrojo y el grosor de esta puerta, es mucho más grande que las normales, esto se deberá notar cada vez que se abra la puerta, o se cierre. A ambos lados, en primer término también, existen otras puertas, las dos practicables, que comunican con las habitaciones interiores de la casa. Por la puerta de la izquierda se sube a la otra planta del chalet y la otra se supone da a la cocina, y las habitaciones del servicio. El mobiliario, las paredes y el resto del atrezzo, están totalmente pasados de moda. Aunque todo denota limpieza, se percibe que desde hace mucho tiempo en esa casa no entra nada moderno. Toda la estancia tiene que estar muy recargada de cositas que ya no tienen ninguna utilidad. Hay un piano a la izquierda, un gramófono de bocina, varias macetas muy grandes encima de pies en forma de columnas. Una gran chimenea, varias mesas y sillas sofá paralelo a la batería; además todo está lleno de encajes y las paredes repletas de cuadros de todos los tamaños. Pero todo en un tono dulzón y almibarado, sin que haya una nota fuerte en toda la decoración.

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ACTO PRIMERO (Al levantarse el telón son las siete y pico de la tarde. De una hermosa tarde de primavera. Del gramófono de bocina salen los últimos, compases de «La donna é móbile» de Rigoletto cantada por Pavarotti, que se oye con dificultad y un poco rayado el disco. Al momento, de la puerta de la izquierda, sale HORTENSIA con un cubo en cada mano, que muy contenta tararea el aria de Verdi. Va hacia el picú, quita el disco y lo limpia con mucho cuidado. Suena el timbre de la puerta. Ella sigue tarareando, vuelve a sonar otra vez.) HORTENSIA. — No sé, si es la puerta o el teléfono. Sí debe ser la puerta porque teléfono no tenemos. Vamos a ver... (Deja los cubos en el suelo.) ...será algún pobre. Perdona, Pavarotti, ahora mismo vuelvo. (Va a abrir la puerta.) Buenas tardes... MARIANO. —

¿Vive aquí Doña Soraya Sáez?

HORTENSIA. — Vivir, vivir… ya sabe cómo está todo. Pero si se refiere a si es esta su casa, lo ha acertado. Aunque como verá, está un poco anticuada y algo triste. Si no fuera por Pavarotti, que usted no sabe cómo canta Rigoletto. Se lo voy a poner. MARIANO. —

Por favor, no hace, falta, ya me lo figuro. MarianoME PARECE UNA CASA PRECIOSA Y YO LA ENCUENTRO DE UN GUSTO EXQUISITO. VERÁ, ME LLAMO MARIANO PASTOR.

HORTENSIA. — ¡Qué bonito! Mariano, como el presidente del gobierno. No vendrá usted a hacernos algún recorte, ¿verdad Mariano? MARIANO. —

Señora, por favor. Soy el nuevo cobrador de su compañía médica «La Agonía Hermosa». ¿Qué le parece?

HORTENSIA. — Mal. MARIANO. —

No me va a creer, pero este es el primer recibo que cobro. He entrado hace una semana. Hasta este mes, los ha venido cobrando mi antecesor don José Luis Rodríguez... pero por desgracia, no volverá más por aquí.

HORTENSIA. — (Nerviosa.) Cuánto lo siento. Era un hombre muy simpático. ¿Y se ha sabido algo de él? MARIANO. —

Nada. Un buen día salió de casa por la mañana a cobrar sus recibos... y ya no se supo más de él.

HORTENSIA. — Es que esta profesión de ustedes está llena de tentaciones. MARIANO. —

No lo sabe usted bien... Por eso yo quisiera hablar con doña Soraya personalmente. Es un asunto delicadísimo.

HORTENSIA. — Ahora va a ser imposible. Hace un rato se estaba depilando y usted, mejor que nadie, sabe lo que eso entretiene. MARIANO. —

Pues la verdad... no mucho.

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HORTENSIA. — Es por el tacto y el apurado de las piernas. Saber si le quedan libres de vello o que al menos no asome por encima de las medias, no es tan fácil. MARIANO. —

De todas formas esperaré. ¡Después de venir hasta aquí! (Se sienta.)

HORTENSIA. — Es que no me ha dejado acabar. Después de hacerse la depilación brasileña, salió a la calle. Son las rebajas de primavera. Y doña Soraya no compra nada si no es en las rebajas. Fue a comprar otro disco de Pavarotti. MARIANO. —

Bueno, esperaré. Oiga. Tengo entendido que antes vivían en la calle Montera, en el centro de Madrid. ¿Por qué se han mudado?

HORTENSIA. — Por los autobuses turísticos de dos pisos. Como vivíamos en un primero, el comedor y dos dormitorios daban justo a la parada del autobús ese City Tour y no teníamos ni cinco minutos de intimidad... y además los turistas nos tiraban céntimos de euro. ¡Usted no sabe qué angustia! Cada vez que oíamos el ruido del autobús, teníamos que refugiarnos en el cuarto de baño. MARIANO. —

¿No les gustan los autobuses turísticos?

HORTENSIA. — Todo lo contrario. Al principio, nos poníamos muy contentas cada vez que pasaba uno... y casi, casi lo tocábamos con las manos. Al conductor le dábamos un vasito de vino y cuando se alejaba le decíamos adiós a los turistas con nuestros pañuelos blancos. Pero, en seguida empezaron a tomar confianza. Entonces decidimos venirnos a vivir aquí, a este piso de las afueras. Tiene goteras, claro que sólo cuando llueve. En cambio el ascensor no molesta y no hay problemas con la calefacción, ni con el portero. Está un poco retirado del centro, pero bastante más cerca de Soto del Real, que como todo el mundo sabe, es donde vive Bárcenas y otros corruptos. Bueno, lo que quiera usted decir a la señora, me lo puede usted hacer saber a mí. Yo soy la que administra esta casa, de manera... MARIANO. —

¡Es Una sorpresa! ¡Una gran noticia! ¡La bomba!

HORTENSIA. — ¡Jesús! MARIANO. —

Nuestra sociedad cuenta ya con plasma.

HORTENSIA. — Vaya. MARIANO. —

Como se lo digo. ¡Plasma! ¿No es maravilloso? Por sólo sesenta euros más al mes, plasma, análisis de sangre, transfusiones, análisis de orina... y qué sé yo cuantas cosas. ¡Como en Alemania! ¿Qué le parece?

HORTENSIA. — No sé qué decirle... Tantos modernismos no traen nada bueno. MARIANO. —

Pero, si son los alemanes. ¡No le digo más!

HORTENSIA. — No serán tan buenos cuando nos dicen desde Centroeuropa lo que tenemos que hacer los pobres. ¡Calle! Dios mío. Con su charla se me ha ido el santo al cielo. Perdóneme usted un minuto, pero es que he de seguir con mis obligaciones. (Coge los dos cubos.) Espere si quiere, ya no puede tardar.

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(Con gran esfuerzo corre el cerrojo de la puerta del foro y luego la abre. Antes se ha percatado de que no la veía nadie. Luego se mete con los cubos y cierra por dentro. MARIANO se sienta y espera en una silla con gesto de resignación. Al momento aparece por la puerta de la izquierda un Hombre mayor con andrajos y barba.) JEREMÍAS. —

Buenas tardes.

MARIANO. —

Muy buenas.

JEREMÍAS. —

¿Usted me puede dar una limosna, caballero?

MARIANO. —

No sé... ¿por qué?

JEREMÍAS. —

Eso me da igual. Por «caridad» o «por el amor de Dios» o «por lástima»; a mí con que me dé la limosna, el «slogan» me es indiferente.

MARIANO. —

¿Y por qué voy a darle a usted una limosna?

JEREMÍAS. —

¡Anda mi madre! Pues porque soy un pobre... un vago... un vagabundo... Y a los pobres se les da limosnas o pan... ¡No me irá a decir que eso es nuevo o que me lo he inventado yo!

MARIANO. —

Bueno... bueno... tenga usted. (Le da un euro.)

JEREMÍAS. —

Muchas gracias, caballero. ¡Anselmo! ¡Anselmo! ¡Ven corriendo!

ANSELMO. —

(Desde dentro.) ¿Traigo la trompeta?

JEREMÍAS. —

Sí, pero date prisa. (A MARIANO.) ¿Y Hortensia, dónde está?

MARIANO. —

Se ha metido en ese cuarto, con dos cubos.

JEREMÍAS. —

¡Ah! Bueno, entonces tenemos lo menos un cuarto de hora.

MARIANO. —

¿Y qué hace en ese cuarto?

JEREMÍAS. —

La verdad, es que nosotros tampoco lo sabemos. Nos lo tienen prohibido. Tenemos toda la casa a nuestra disposición, menos el cuarto del fondo. (Aparece ANSELMO con una trompeta muy vieja. ANSELMO es quizá más viejo que JEREMÍAS. Viste lo mismo, con harapos. Aunque los dos llevan las ropas muy limpias y planchadas.)

ANSELMO. —

Ya estoy aquí... ¿Toco?

JEREMÍAS. —

Claro, Anselmo. Este señor tiene mucho interés en oír tocar la trompeta y luego te dará una limosna. ¿Verdad usted?

ANSELMO. —

Está bien. No sé si me saldrá. ¡Allá va! (Toca algo muy desafinado.) ¿Me da una limosna?

MARIANO. —

Tenga usted.

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ANSELMO. —

¡Mira, Jeremías, es un euro!

JEREMÍAS. —

A mí me ha dado otro. Es un señor muy bueno.

ANSELMO. —

Muchas gracias. ¡Como a esta casa vienen tan pocas visitas!

JEREMÍAS. —

Oiga, no se le ocurra decir de esto ni media palabra a doña Soraya. Nos echaría a la calle.

MARIANO. —

¿Y pide usted con una trompeta?

JEREMÍAS. —

Pedía... Ahora es una persona como Dios manda.

ANSELMO. —

En las salidas de las bodas... ¿sabe usted? cuando los novios se iban a meter en el coche... como siempre se paran a que les hagan fotografías, yo entonces tocaba mi trompeta. A ellos les gustaba mucho, a veces hasta lloraban... y me daban dinero. Aunque aquí estoy muy bien, siento nostalgia y me acuerdo de esas tardes en que da gusto ver las bodas y nunca llueve y los invitados van tan guapos y el padrino reparte puros a todo el mundo. Cuando venga otra vez el buen tiempo, volveré a tocar mi trompeta.

JEREMÍAS. —

¿Y usted es también pobre?

MARIANO. —

¡Qué cosas dicen! Yo soy una persona decente, trabajadora. Aquí estoy precisamente cumpliendo con mi deber. (Suena el timbre de la puerta.)

ANSELMO. —

Esa debe ser doña Soraya... ¿Has hecho ya las cuentas?

JEREMÍAS. —

La multiplicación es la que no acaba de salirme. ¡La tabla del nueve la tengo atravesada! (Sale HORTENSIA del cuarto del cerrojo con los cubos vacíos.)

HORTENSIA. — Pero... ¿qué hacéis aquí? ¿Habéis hecho ya los deberes? JEREMÍAS. —

Nos faltan...humm… las cuentas sólo.

HORTENSIA. — Pues anda... a lo vuestro y no entretengáis a este señor. (Suena otra vez el timbre.) ¡Va... ya va...! Jesús qué prisas... (Va a abrir. Los pobres hacen mutis por donde entraron. Entra DOÑA SORAYA, señora de edad indefinida, vestida un poco bastante pasado de moda. Lleva las ropas algo deterioradas y el sombrerito medio caído. Lleva multitud de paquetes que puede con ellos a duras penas. Detrás de ella entra DON FEDERICO TRILLO, hombre de edad mediana, de aspecto muy distinguido, aunque también pasado de moda; monóculo, botines, corbata de plastrón, etc. Si nos fijamos bien, veremos que lleva los codos agujereados y la ropa muy pasadita. También va cargado con multitud de paquetes.) SORAYA. —

¡Por fin en casa! ¡La verdad es que estas horas es inútil encontrar un taxi en todo Madrid!

HORTENSIA. — Estaba asustada, señora. Salió usted a las cuatro y son más de las siete. ¿Compró usted el disco?

Rodrigo SORAYA. —

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¡El disco! Ya sabía yo que se me olvidaba algo. Hortensia, te van a encantar las cosas que he comprado. Mira, Hortensia, mira qué brasero. ¿Te gusta?

HORTENSIA. — Me parece un disparate. Ahora viene el buen tiempo... ¿Para qué queremos un trasto así? SORAYA. —

No hables así de un brasero, no está bien. ¿Y qué me dices de esta preciosa sombrilla para la playa? ¡Ah! Seis ceniceros de baquelita tamaño normal en colores alegres. Y un juego completo de sierras; tres pequeñas, dos para adultos y un serrucho garantizado por un año... ¡Ah! Y dos macetas, una con tierra y otra sin nada. Porque ahora que me fijo, no es una maceta sino un sacacorchos. ¿Sé comprar o no sé comprar?

HORTENSIA. — Una barbaridad. ¿Y nada más...? SORAYA. —

Sí, este señor, don Federico Trillo.

FEDERICO. —

Servidor de ustedes. (Hace un cortés saludo.)

SORAYA. —

Aquí donde le ves, es un pozo... un pozo... Dígame, don Federico, ¿de qué es usted un pozo, que ya se me ha olvidado?

FEDERICO. —

De teatro de Shakespeare, señora mía. De las tragedias del gran dramaturgo inglés. (Da tarjetas de visita a todo el mundo.) Federico Trillo Figueroa y Martínez-Conde Trillo, para servirles. Las guerras, las artes, la justicia y el destino fatal del ser humano, han encontrado reflejo en el teatro de Shakespeare. Señora mía, señor mío. Un servidor de ustedes es el teatro de Shakespeare. (Saluda.)

SORAYA. —

¿Qué te ha parecido?

HORTENSIA. — Que está muy delgado. No nos va a servir. SORAYA. —

¡Chist! Calla, ya engordará. A todos les pasa lo mismo. Y también sabe de memoria el monólogo de Hamlet. ¿Verdad usted?

FEDERICO. —

Aunque me esté mal el decirlo...

HORTENSIA. — Pero doña Soraya... ¿Quiere explicarme qué significa esto?... salió a comprar un disco y vuelve con un brasero, un serrucho y un señor muy fino. No entiendo nada. ¿Y Pavarotti? SORAYA. —

Hortensia, tú eres mujer y comprenderás. Tú mejor que nadie sabes lo que es ese bosque de tentaciones, que es Galerías Preciados, en sus famosas rebajas extremas del 28 de marzo, San Severino y San Secundino, «día de los cuñados». Qué alegría más grande. En la calle filas interminables de mujeres igualadas por una sola idea fija; comprar lo que sea, que para eso son las rebajas. Dentro el paraíso. Todo al alcance de la mano, los artículos amontonados como si fuera un mercado de verduras. Gritos de mujeres que caen en el tumulto. Llanto angustiado de niños que se pierden entre una multitud en loco desenfreno. Esposas fieles que abandonan a sus maridos por un bolso de ante negro. Y en medio de la lucha... ¡yo! ¡victoriosa! Con una plancha en una mano

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Rodrigo y la oreja del encargado en la otra, como podía haber estado Juana de Arco, Agustina de Aragón o Manuela Malasaña y por fin... ¡el éxito! Las sierras, el juego completo por diecisiete euros. El brasero, ocho cincuenta; en la calle Fuencarral; el mismo y sin rejilla, doce euros. Las macetas dos euros, solo la tierra ya vale más. Y aún me han quitado de las manos seis felpudos para poner en la puerta del jardín.

HORTENSIA. — Pero... ¡si no tenemos jardín! SORAYA. —

¿Y eso qué importa? Por algo se empieza.

HORTENSIA. — ¿Y este señor? SORAYA. —

También de Galerías Preciados.

HORTENSIA. — ¿Otra rebaja? SORAYA. —

No, es un caballero. Me ayudó, a llevar los paquetes, me enseñó un atajo para llegar antes a la caja, me sugirió el calor del brasero y en todo momento tuvo para mí palabras de aliento, frases de buen tono y alguna que otra monólogo de Shakespeare.

FEDERICO. —

No he hecho más que cumplir con mi obligación. El teatro de Shakespeare es mi gran hobby, acompañar señoras en las rebajas es mi profesión. Las auxilio, las estimulo, las aconsejo, las doy aire con un abanico multicolor en verano y castañas calentitas ya peladas en invierno, ayudo a encontrar ese zapato que se pierde siempre, y luego las acompaño a casa, a veces, cantando recitando versos.

HORTENSIA. — ¿Y todo eso a cambio de qué? ¿Cuáles son sus honorarios? FEDERICO. —

Por Dios. Sería incapaz de cobrar un acto tan puro y noble.

SORAYA. —

Hortensia, no ofendas a don Federico.

FEDERICO. —

Esto lo hago sólo por satisfacer mi espíritu y por la merienda. Té y galletitas es lo normal. Una vez en casa de una marquesa, me dieron paté de ciervo y volovanes de salpicón de marisco, claro que no es lo habitual.

HORTENSIA. — Pero... ¿cómo es que un señor tan fino tiene hambre? FEDERICO. —

Es la vida. Los señores finos también tenemos hambre.

SORAYA. —

Naturalmente. Anda, lleva a don Federico a merendar con los pobres. Además, no tenga usted prisa, se quedará en esta casa el tiempo que le apetezca. ¿Tiene usted familia?

FEDERICO. —

No, señora. Soy solo en el mundo.

SORAYA. —

¿Has oído? Estupendo. Vaya, vaya con Hortensia. Ella le indicará... y ya lo sabe. Está usted en su casa.

FEDERICO. —

Muchas gracias, señora... (La besa la mano.) Permítame que le ofrezca esta flor. (Se la quita de la solapa.)

Rodrigo SORAYA. —

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Muchas gracias... es usted muy amable.

HORTENSIA. — Venga, venga por aquí... y nada de té y galletitas. ¿Le gusta, a usted el chorizo? FEDERICO. —

¿El chorizo... el chorizo? Me suena sí, creo que me suena. (DON FEDERICO y HORTENSIA hacen mutis.)

SORAYA. —

¿A usted no le conozco, verdad?

MARIANO. —

Me llamo Mariano Pastor.

SORAYA. —

No importa.

MARIANO. —

Soy el nuevo cobrador de la «Agonía Hermosa», su compañía médica.

SORAYA. —

(Un poco nerviosa.) ¡Ah! Sí... La compañía médica... Siéntese...

MARIANO. —

Pues verá. Nuestra sociedad, doña Soraya, en poco tiempo ha dado un gran salto hacia adelante.

SORAYA. —

Vaya, cuánto lo celebro.

MARIANO. —

Sí, señora, sí... Que un día... ¡Dios no lo quiera!... se pone usted enferma... una operación... un quiste, una embolia, un infarto o quién sabe...

SORAYA. —

Por Dios, qué cosas dice usted. ¿No será usted gafe?

MARIANO. —

Y si un día llegara ese momento... Dios no lo quiera.

SORAYA. —

¿Qué momento?

MARIANO. —

Pues el momento que le hablaba antes. ¡Que todos nos tenemos que ir!

SORAYA. —

Todos, menos usted, por lo visto... Es usted tremendo. ..

MARIANO. —

Y cuando llegue, y si nuestros tratamientos médicos no surtieran efecto…sosténgase para no caerse. ¡Le ofrecemos gratis una esquela en el diario ABC!

SORAYA. —

En Del ABC teníamos nosotros una suscripción hace años…

MARIANO. —

Con unos versos de un servidor que, modestia aparte...

SORAYA. —

¡Ah! ¿Pero... es usted poeta...? ¡Tan jovencito y ya poeta!

MARIANO. —

El año pasado quedé finalista en los juegos florales del cementerio de la Almudena. Gané «La mención especial “Descanso eterno”».

SORAYA. —

No me extraña. Se ve en seguida que es usted muy listo.

MARIANO. —

Y cuando nuestros servicios sanitarios, por desgracia, dejen de hacerle falta por un mínimo precio le ofrecemos: sepultura perpetua, cruz alzada, mesa renacimiento estilo

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Rodrigo español, para elevar el féretro, tres señores de luto con canas que la acompañen hasta la tumba, un prestigioso equipo de plañideras profesionales, vehículos de funeraria de alta gama y... ¡Qué caja doña Soraya! ¡Qué caja de madera de pino barnizada con herrajes de latón!

SORAYA. —

¡Calle, hombre, calle! Sólo por no oírle se pueden pagar esos recibos.

MARIANO. —

Y que me los pague usted mucho tiempo, es el deseo de la «Agonía Hermosa», su sociedad médica.

SORAYA. —

Viviendo en esta casa desde luego, esto no es como la calle de la Montera, aquí no se muere nadie. (Aparece ANSELMO.)

ANSELMO. —

Doña Soraya, ¿puedo tomarme ya el chocolate? Ya he terminado el problema y las cuentas. (Le enseña un cuaderno.) Mire usted.

SORAYA. —

¿Has sacado el mínimo común múltiple con prueba y todo?

ANSELMO. —

Sí, señora, sí. (Aparece HORTENSIA.)

HORTENSIA. — Señora, debe usted regañar a los pobres. Le han pedido una limosna a ese señor. SORAYA. —

¿Y usted se la ha dado?

MARIANO. —

Sí, señora. Les di un euro a cada uno.

SORAYA. —

¡Ah, bueno! ¡Si solo se trata de un euro podéis quedároslo, eso no es una limosna, es casi, casi, una grosería en los tiempos que corren!

HORTENSIA. — Qué, ¿les doy de merendar, señora? SORAYA. —

Sí, anda. A ver si engordan de una vez... Estos dos, son los que más trabajo nos cuestan. Los demás engordaban en seguida,

HORTENSIA. — Vamos. Ya has oído a doña Soraya. Tenéis que comer todo lo que os ponga. (Hacen mutis HORTENSIA y ANSELMO.) SORAYA. —

A Anselmo, va a haber que ponerle unas inyecciones.

MARIANO. —

Oiga... ¿son pobres... pobres... verdad?

SORAYA. —

Sí, pero no me gusta que pidan. Por eso les tengo aquí. Anselmo en una mañana que se nos escapó sacó setenta y ocho euros y si no evitamos esto, ¿con qué fuerza convence una a un muchacho a que haga unas oposiciones?

MARIANO. —

¿Y tiene usted muchos pobres?

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SORAYA. —

Muchos, no. Ahora sólo tengo dos. Jeremías y Anselmo. Anselmo es el más aplicado.

MARIANO. —

¿Y son pobres... pobres... verdad?

SORAYA. —

¿Le extraña?

MARIANO. —

Dentro de una casa... un poco.

SORAYA. —

Es que les recojo. Sí, verá. Yo todo el que viene a esta casa pidiendo limosna, en lugar de parles pan o queso, que sabe Dios para qué lo querrán, les regalo la oportunidad de la cultura.

MARIANO. —

No entiendo ni palabra.

SORAYA. —

Yo quise ser en otro tiempo Maestra Nacional. Siempre me ha encantado esa carrera aunque nunca haya tenido la menor oportunidad de estudiarla. La amo desde que vi la primera pizarra. Pero no vaya a pensar mal, ya intenté estudiarla, sin embargo, fue inútil. Usted no sabe la que se armó cuando se enteró mi padre. Quiso meterme en un reformatorio por tener ideas avanzadas. Por eso toda mi ilusión ha sido dar carrera a alguien que estuviera muy cerca de mí.

MARIANO. —

¿No tiene usted familia?

SORAYA. —

¡Sí, ya lo creo! Mucha. Un sobrino. Se llama Ramón. A pesar de eso le tira más la puntilla, los encajes, los hilos y las cremalleras. El sólo lleva mis tres mercerías de la calle del Marqués de Pontejos y las lleva muy bien. Claro que para eso no hacen falta muchas luces. En cambio, a mí, eso de despachar y tratar con proveedores y clientas me aburre mucho, y como no sé estarme mano sobre mano, un buen día me dije: «Soraya, a partir de hoy todo el que venga a esta casa implorando limosna, le darás la carrera de Magisterio».

MARIANO. —

¿Y le ha dado el título a muchos?

SORAYA. —

A muchos, a muchos... la verdad, no. Claro que llevo muy poco tiempo dedicada a la enseñanza. Sólo quince años y hasta ahora no he visto a ninguno con la carrera terminada. Se cansan enseguida. El problema es el latín... ¿sabe usted? No les entra. Al principio todos quieren aprender, les gusta esta casa, como les doy pollo se ponen en seguida muy coloraditos, y muy gordos, que es lo que a mí me gusta. La gente delgada no es buena... y luego Hortensia, que aunque tenga mal genio, es para ellos como una madre... Pero, en seguida se aburren... quieren ver otros horizontes, y una noche se marchan llevándose alguna cucharilla de plata.

MARIANO. —

No puedo creer, que no tenga usted multitud de alumnos.

SORAYA. —

Se conoce, que se han corrido las voces y ya sabe usted, como ahora todo el mundo estudia, se sienten con un gran complejo de vulgaridad y de pérdida de tiempo. (Aparecen ANSELMO y JEREMÍAS comiendo un bocadillo cada uno.)

JEREMÍAS. —

¿Ha visto, doña Soraya? Ya han levantado la lona del circo. (Miran por la ventana.) No es muy grande, pero ocupa casi toda la explanada.

ANSELMO. —

Sí, nos han dicho que el jueves se inaugura.

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JEREMÍAS. —

Si les deja la censura.

ANSELMO. —

Por lo visto sale una elefante hembra completamente desnuda. Y como esto no es París.

JEREMÍAS. —

Nos hemos hecho muy amigos del dueño, se llama Faustino, como el circo.

ANSELMO. —

A mí un día me va a dejar tocar la trompeta.

JEREMÍAS. —

Pero... hay una cosa... vamos, díselo tú Anselmo.

ANSELMO. —

Doña Soraya, tenemos que pedirle a usted un favor.

SORAYA. —

Si está en mi mano...

JEREMÍAS. —

Mire usted. En el «Circo Faustino», hay una hiena preciosa… se llama “Esperancita”y ellos ya no la utilizan para nada, porque está muy vieja y no puede levantar ya un balón de colores... Entonces la van a matar... y nosotros habíamos pensado...

ANSELMO. —

¡Como es un animal tan alegre...!

JEREMÍAS. —

Siempre se está riendo. Y además se ríe para adentro como su sobrino Ramón. (Se ríen.)

SORAYA. —

¿Sí? Tiene gracia. A todos los de la familia de mi madre, les pasa. Se ríen para adentro y resulta sumamente cómico.

JEREMÍAS. —

Entonces, ¿nos deja que vayamos por ella?

SORAYA. —

No sé... ya sabéis que a Ramón no le gustan los animales.

ANSELMO. —

Pero una hiena, es casi como una persona... ni se dará cuenta... nosotros cuidaremos de ella.

SORAYA. —

Está bien. Si eso os divierte, hijos míos... podéis pedirla prestada... pero si se porta mal la devolvemos.

JEREMÍAS. —

Muchas gracias, doña Soraya, ¿vamos?

ANSELMO. —

Vamos. (Hacen los dos pobres mutis por la puerta de la calle.)

SORAYA. —

Son muy buenos, pobrecillos, qué corazón tan grande tienen.

MARIANO. —

Señora, por favor... yo quisiera.

SORAYA. —

Sí, ya lo sé. Pero ¿a que a usted, su profesión no le gusta nada?

MARIANO. —

No se me ha ocurrido pensarlo.

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SORAYA. —

¿No le apetecería más quedarse a vivir aquí conmigo... y toda esta gran familia...? Porque usted no tiene a nadie que le espera, ¿verdad?

MARIANO. —

Pues no... ¿Cómo lo ha adivinado?

SORAYA. —

Se le ve en seguida. No tiene usted prisa por marcharse y aguanta toda la historia que yo le cuento. Piénselo, pero yo creo, que usted sería un buen maestro nacional.

MARIANO. —

¡Vamos! ¡Eso es una locura! Señora... yo soy una persona seria y formal. (Aparece HORTENSIA con una bandeja y chocolate.)

HORTENSIA. — ¡Aquí está el chocolatito! SORAYA. —

Ponlo aquí encima. Mira Hortensia, este señor vive solo... no tiene a nadie en el mundo... ¿Qué te parece?

HORTENSIA. — ¡Ay! Señora... ya me parece demasiado... SORAYA. —

¡Tú qué sabrás! ¡Nunca es demasiado! Se quedará usted a tomar el chocolate con nosotras, ¿verdad? Lo hace Hortensia y no es porque esté delante, pero...

MARIANO. —

No, señora, no puedo tomar nada.

SORAYA. —

Pero, si lo hace Hortensia.

MARIANO. —

¡Como si lo hiciera don Matías López! Haga el favor de pagarme y le prometo que para volver aquí otro día, me lo voy a pensar. Prefiero las casas donde me tratan mal.

HORTENSIA. — Debe ser la costumbre. MARIANO. —

Además, me parece que está usted loca.

SORAYA. —

¿Cómo dice usted?

MARIANO. —

¡Sí... loca! Y quiere que todo el mundo acabe como usted.

SORAYA. —

¡Este señor es un monstruo!

HORTENSIA. — ¿Cómo un monstruo...? ¡Es mucho más! Yo creo que es comunista y todo. MARIANO. —

¡Esto es el colmo!

HORTENSIA. — Lo mejor es denunciarle y que le apliquen la ley de vagos y maleantes. SORAYA. —

Vamos a ver... Conteste deprisa. Sin vacilar, ¿qué opina de los círculos de Podemos?

HORTENSIA. — ¿Y de Pablo Iglesias? SORAYA. —

Y el día... de lo del 15-M en la Puerta del Sol ¿dónde estaba usted?

MARIANO. —

Pues yo... no sé.

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SORAYA. —

¡No tiene coartada!

HORTENSIA. — ¡Titubea, no es trigo limpio! SORAYA. —

¡Estos cobradores! ¡Son todos unos populistas que creen que este país es como Venezuela, Bolivia o Irán!

MARIANO. —

Doña Soraya, por lo que usted más quiera... yo solo tengo que llevar cobrado este recibo... si no me echan de la Sociedad... y no tengo nada... nada más que deudas y hambre... y si me echan del trabajo sé que moriré de pena... Yo he nacido para cobrador y no sé hacer otra cosa. Me encanta poner el gesto antipático y gozo al ver las caras de las personas hornadas, cuando me presento yo, con unos recibos. ¡Apiádese usted de mí!

SORAYA. —

Tenga usted cincuenta euros y quédese con las vueltas. Usted no tiene arreglo.

MARIANO. —

¿Cómo con las vueltas? Pero si faltan diez euros, claro que, esos los pone un servidor de su bolsillo como se llama Mariano.

SORAYA. —

Eso está bien.

MARIANO. —

Si a usted le pasara algo esta noche, vamos... un ataque al corazón o un cólico nefrítico sin tener al corriente sus recibos, para mí sería un grave problema de conciencia.

SORAYA. —

¡Bueno! Esto ya es el colmo. Haga el favor de marcharse.

MARIANO. —

Sí, sí, ya me voy. Adiós y hasta el mes que viene.

HORTENSIA. — ¡Vamos! Salga ya. MARIANO. —

Adiós y encantado. (Hace mutis HORTENSIA. Soraya se queda pensativa y algo entristecida. Al momento entra HORTENSIA.)

HORTENSIA. — ¡Qué hombre más odioso! ¿Cómo se puede ser tan torpe en la vida? SORAYA. —

Óyeme, Hortensia. ¿Tú crees que habrá sospechado algo?

HORTENSIA. — Ya he tenido yo buen cuidado, en darle la lata, para que no se enterase de nada. SORAYA. —

Pero... vio a los pobres, ¿no?

HORTENSIA. — Y hasta les dio un euro a cada uno. SORAYA. —

No quiero pensar en lo que ocurrió la otra vez con el anterior que vino... Cuando me ha dicho que era cobrador, me ha dado un vuelco el corazón.

HORTENSIA. — Es que lo tiene usted muy grande. ¡No se puede ser tan buena como es usted doña Soraya!

Rodrigo SORAYA. —

15

No sé... a veces creo que no... Creo que esto que hacemos no está bien. Todo empezó aquel día. ¡Si no hubiera sido por el director de la sucursal de Cajamadrid! (Como con miedo.)

HORTENSIA. — Vamos, vamos... No quiero oiría hablar así. Además, ¿es usted feliz o no? SORAYA. —

Eso sí... mucho, y además, a ellos les hacemos un gran bien. (Suspira.) Bueno, no me has dicho qué te ha parecido el nuevo.

HORTENSIA. — Muy fino, quizá demasiado. No sé... pero algo me dice que éste no es como los otros. Antes de merendar se ha lavado las manos y al ver el embutido, le he tenido que sostener, si no se cae de la silla. SORAYA. —

Eso es que tiene hambre. Tenemos que engordarlo, si no, no nos va a servir para nada. (Por el ventanal se ve la figura de JULIA, mujer muy guapa, de unos treinta años. Elegante y sumamente atractiva, que viste con moderna elegancia. Tiene en la mano una corona de muerto, que enseña en alto. Después de llamar la atención dando unos golpecitos en el cristal.)

SORAYA. —

Buenas tardes... ¡Oh, mira qué cosa tan bonita!

HORTENSIA. — ¡Son preciosas! ¡Qué buen gusto tiene esta mujer! SORAYA. —

Pero... pase... pase usted.

HORTENSIA. — Yo voy a mi trabajo... ya es la hora... de lo que usted sabe. SORAYA. —

Sí, anda... pero ten mucho cuidado. (Soraya ya a abrir la puerta y HORTENSIA hace mutis por el lateral izquierdo. Entran Soraya y JULIA.)

JULIA. —

¿Qué le parece? La acabo de terminar ahora mismo.

SORAYA. —

¡Ay que ver qué bien! ¡Pero qué requetebién le salen a usted las coronas!

JULIA. —

Esta va a ser un grito. La acabo de terminar y no he podido resistir la tentación de traérsela a usted para que la viese.

SORAYA. —

Si no fuera porque ya sabe usted el carácter de mi sobrino, me la quedaba de centro de mesa.

JULIA. —

Pues nada. Se la regalo. Tenga, para usted.

SORAYA. —

No, por Dios, de ninguna manera.

JULIA. —

Estaría bueno. Mire usted, lo difícil en estas cosas, está en la tonalidad de los colores, el dar con las flores apropiadas. Yo tengo la teoría que el lenguaje de las flores evoluciona; no hay cosa más triste que la tradicional corona de crisantemos. Esta es vistosa, amable... da gusto verla.

16

Rodrigo

SORAYA. —

Desde luego. Si casi me está poniendo los dientes, largos. (Aparece HORTENSIA con dos cubos.) Mira, Hortensia, qué preciosidad... Y lo ha hecho doña Julia.

HORTENSIA. — Qué, ¿es para alguna novia? JULIA. —

Ese sería mi ideal. No puedo con el ramo de azahar. Me carga. ¡Me he propuesto implantar la corona de azahar en las bodas y ya veremos si no lo consigo!

SORAYA. —

Mucho mejor, desde luego. Y la novia, tiraría a las amigas la corona, en lugar del ramo; entonces sería sólo cuestión de puntería para que metiera la cabeza.

HORTENSIA. — Pues que sea enhorabuena. Le ha salido a usted muy bien. (Hace mutis al cuarto de cerrojo con los cubos.) SORAYA. —

¿Y su marido?

JULIA. —

Con los centros de mesa. Se pasa la vida envolviendo las flores con papel de celofán como si fuesen vitaminas.

SORAYA. —

Es una profesión la de ustedes que envidio. ¡Tener una tienda de flores! ¡Qué ilusión! Es como tener el parque del Retiro en casa, pero sin gente haciendo footing.

JULIA. —

Usted tiene tres mercerías, que no son moco de pazo. (Se oye la puerta de la calle al ser abierta.)

SORAYA. —

Hablando de pavo, ¡ahí está mi sobrino!

JULIA. —

Bien, yo ya me voy.

SORAYA. —

Quédese un ratito. La invito a chocolate... y eso que éste ya estará frío. (Entra RAMÓN, hombre de unos treinta y cinco años.)

RAMÓN. —

Hola tía. (La da un beso.) Buenas tardes, señora. (A JULIA.)

JULIA. —

¿Qué tal, Ramón?

SORAYA. —

(Enseñando la corona.) ¿Qué te parece lo que ha hecho doña Julia? ¿Verdad que se la van a quitar de las manos? Es una corona finísima.

RAMÓN. —

En efecto. Usted, doña Julia, tiene unas manos para las coronas, que para sí las quisiera la familia real.

SORAYA. —

Bueno, voy a calentarles el chocolatito, que se debe haber quedado frío. ¡Ah! Ramón, te tengo preparada una sorpresa... ¿No adivinas de qué se trata?

RAMÓN. —

No será otro pobre, ¿verdad, tía?

Rodrigo SORAYA. —

17

¡No! Claro que no. Este es un caballero. Y es experto en el teatro de Shakespeare que parece que ha vivido en la Inglaterra del siglo XVI toda su vida... Bueno aún no sabe que se va a quedar a vivir aquí... pero algo me dice... que éste, lo ganamos también para la causa. Ya lo verás. (Mutis.)

RAMÓN. —

¡Hermoso día...!

JULIA. —

Si usted lo dice. A mí me duele el costado.

RAMÓN. —

Trabaja usted demasiado.

JULIA. —

En este tiempo no tenemos hora de cerrar. (Pausa embarazosa.) Y usted... por las mercerías, ¿qué tal marcha?

RAMÓN. —

Como siempre. Ahora voy a poner conjuntos de puntilla y combinaciones de nylon... A lo mejor este verano hago reformas y vendo colonias y jabón de tocador.

JULIA. —

¡Qué cabeza la suya, Ramón, para el comercio! ¡Es usted un genio! No deje su imaginación suelta, puede darle un disgusto. (RAMÓN en esta conversación se ha percatado que nadie les oye. JULIA está nerviosa.)

RAMÓN. —

(Se acerca a JULIA y la toma por los antebrazos. Visiblemente excitado.) ¡Julia...! ¡Qué percha... qué percha! ¡Julia! (La besa en la boca como un loco.)

JULIA. —

¡No podía esperar en la tienda más tiempo! ¡Es primavera!

RAMÓN. —

Calla, Julia.

JULIA. —

No pienso más que en ti... ¡No miro las flores como un objeto de venta, sino con dulzura! Empiezo a comprender el lenguaje de las flores y ellasme hablan de ti.

RAMÓN. —

Calla, Julia.

JULIA. —

¡Tengo los nervios deshechos, amor mío! Hablo a todo el mundo con pasión y estoy segura que Aniceto va a sospechar algo. Esta mañana me he comido un gladiolo.

RAMÓN. —

Calla, Julia... eso es muy malo para el vientre.

JULIA. —

Ramón, esto no puede continuar así. Ya no puedo soportar verte sólo a través de los cristales, cruzar con tu traje gris por delante de mi escaparate.

RAMÓN. —

De eso precisamente quiero hablarte.

JULIA. —

A mí la primavera me hace mucho daño. ¿Tienes alguna solución?

RAMÓN. —

Sí, Julia, la tengo. (La mira con deseo.) ¡Qué percha, Julia... qué percha...!

18

Rodrigo (Se besan largo y tendido. Aparece HORTENSIA del cuarto del cerrojo y cierra la puerta. RAMÓN y JULIA ni se han dado cuenta.)

HORTENSIA. — (Cruza la habitación.) ¡Qué mano tiene su mujer, don Aniceto, para las coronas! Debe estar usted loco con ella... ¡Ya se ve, ya! ¡Mujeres así no abundan hoy día! (Hace mutis por la izquierda.) JULIA. —

¡Quieto, Ramón! (Se suelta.) Bien, dime ya lo que sea. (RAMÓN con misterio cierra todas las puertas y comprueba que no es oído por nadie después de tomar toda clase de precauciones.) Pero..., me estás preocupando... Di ya de una vez lo que sea.

RAMÓN. —

Es sobre mi tía.

JULIA. —

Mal empezamos.

RAMÓN. —

Tú sabes su manía. De recoger pobres, ayudada por Hortensia y darles la carrera de Magisterio.

JULIA. —

Claro. Y me parece precioso. Algún día tu tía tendrá una estatua en medio de un parque y miles de maestros le recitarán y dedicarán poesías. Me figuro que eso no será todo lo que me tienes que decir.

RAMÓN. —

Julia. Tú vas a ser la primera persona extraña que va a conocer el secreto, que desde hace cinco años, envuelve a esta familia.

JULIA. —

¡Bueno! Esto de las familias... Si te cuento yo algo de mi padre, era juez, y por las noches bebía como un carretero y se peleaba con cualquiera que le dijera algo y a mi madre le daba por robar en los supermercados y centros comerciales, metiéndose cosas en el bolso sin ton ni son... y luego esta el caso de un tío mío que se hizo rico vendiendo...

RAMÓN. —

Mi tía siempre ha sido una mujer muy avanzada. Mi madre me contaba que cada quince días se marchaba de casa y siempre con un hombre distinto, de moralidad a cual más dudosa; con un teniente de la guardia civil, con un bajo que tocaba en un grupo de rock, con un fontanero que casi no sabía español, con un taxista de derechas del barrio de la Concepción… ella decía que no era el amor lo que le impulsaba a irse con ellos, sino las ganas de enseñarles ética, buenos modales y etiqueta para desenvolverse en sociedad.

JULIA. —

Una mujer admirable. Sin prejuicios y con unas ganas rabiosas de vivir la vida con todas sus fuerzas. Me figuro que habrá algo más de esto que me cuentas...

RAMÓN. —

Todo empezó un día como el de hoy, hace cinco primaveras. Finalizaba el invierno de 2011. Vivíamos aún en la calle Montera... cuando apareció el director de la sucursal de Cajamadrid.

JULIA. —

Mejor sería que hubiera aparecido un carterista de los que trabajan en el Metro.

RAMÓN. —

Pues era un director de sucursal de Cajamadrid de no más de cuarenta años, con un portafolios de cuero negro y contándole a mi tía que le ofrecía una oportunidad única, un producto de gran rentabilidad y nulo riesgo para invertir sus ahorros. Ella se negó a

Rodrigo

19

firmar ni contratar nada, ya sabes que no se fía de los chollos financieros. El caso es que el director traía también un perrito que acababa de nacer... ¡Un caniche decía aquel hombre! JULIA. —

(Se ríe.) Seguro que sería un chucho... A mí una vez, uno del BBVA me vendió un depósito a plazo fijo y me regaló un edredón nórdico que decía que era de plumas y resultó ser sintético.

RAMÓN. —

Julia, esto es más serio de lo que te imaginas. Aunque la tía no le contrató el producto ese, preferentes creo que se llamaba, le dio pena aquel animal y se lo compró en doscientos euros.

JULIA. —

Me parece espléndido. El perro, como el inspector de Hacienda, es el amigo del hombre, mientras que no se demuestre lo contrario o le ataques, claro... ¿Y cómo le llamabais?

RAMÓN. —

(Después de una pausa.) «Rodrigo».

JULIA. —

Precioso. Tiene nombre de ex-ministro de Economía. Sigue, me está entusiasmando la historia.

RAMÓN. —

A medida que pasaba el tiempo, «Rodrigo» iba creciendo.

JULIA. —

Normal.

RAMÓN. —

Y saliéndole un pelo cada vez más pardo y tupido.

JULIA. —

No hay nada como un perro de raza para esto del pelo.

RAMÓN. —

No ladraba nunca. En cambio tenía atemorizados a todos los perros de la vecindad con sus gruñidos... se ponía en dos patas para jugar de vez en cuando y teniéndolos colmillos y las zarpas cada vez los tenía más largos y afilados. Hasta que una mañana se comió al pit-bull del vecino.

JULIA. —

¡Qué bestia!

RAMÓN. —

Aquello nos escamó un poco. Hasta que un día... un día... (Baja el tono de voz.) Se comió a un señor en menos de cinco minutos.

JULIA. —

(Se ríe.) Vamos Ramón... No me hagas reír. Y resultó que el perro se convirtió en un hermoso príncipe, que...

RAMÓN. —

Don José Luis Rodríguez. No quedó de él más que un zapato castellano de suela de goma y el carnet de la agrupación socialista de León... Entonces nos dimos cuenta que no era un perrazo, como nos dijo el director de la sucursal de Cajamadrid, sino... sino... un...

JULIA. —

(Se pone de pie.) ¡No!

RAMÓN. —

¡El rey de los bosques!

20

Rodrigo

JULIA. —

Pero en el exilio... Tiene gracia... de manera que «Rodrigo», resultó ser un oso. Tiene todo el sentido, el director de la sucursal de Cajamadrid os colocó al oso antes de convertirse en Bankia.

RAMÓN. —

¡Exacto! Es un oso. Mejor había sido contratar las preferentes.

JULIA. —

(Divertida.) Qué cosas... esto lo leemos en los periódicos y no lo creemos... ¿Cómo? ¿Pero sigue viviendo? ¿Dónde está?

RAMÓN. —

(Con miedo.) En aquella habitación. Detrás de esas cortinas. Tiene cuatro años y...

JULIA. —

Anda... calla... calla... Me estás asustando. ¡Qué fantasía tienes!

RAMÓN. —

¡Pobrecillo! Es muy bueno y a todos nos ha tomado un gran cariño. Sólo le falta hablar y entender de fútbol para que parezca un ser humano.

JULIA. —

No comprendo la broma, Ramón

RAMÓN. —

En mi vida te he contado algo con más seriedad.

JULIA. —

¿Pretendes hacerme creer que tenéis recogido a un oso de cuatro años, que se pasea por las habitaciones?

RAMÓN. —

¡No! No se pasea por ningún sitio, porque lo tenemos encerrado en aquella habitación. Por eso tiene ese cerrojo y no puede entrar nadie ahí, además de Hortensia

JULIA. —

¡No le veo la gracia!

RAMÓN. —

Porque no la tiene. Ahora está un poco inquieto porque está con asma.

JULIA. —

¡Ramón! Ya está bien. Di que mientes... Di que es una broma, pero no sigas el juego. Yo soy de las mujeres que se asustan con un ratón.

RAMÓN. —

Ven a verlo si quieres. Hoy está más calmado, le deben haber puesto a Pavarootti; cuando oye alguna de sus canciones se convierte en un perro faldero. (Va hacia la puerta.)

JULIA. —

¡Quieto, Ramón! Si das un paso más... empiezo a gritar con todas mis fuerzas.

RAMÓN. —

Pero Julia... amor mío... cálmate. Te has puesto palidita. Siéntate, toma... (Le da una copa de coñac. JULIA tiembla.)

JULIA. —

Bien. Voy a tratar de ordenar mis ideas. Supongamos que me creo lo del director de la sucursal de Cajamadrid, supongamos que me creo lo del pit-bull del vecino, supongamos también que me creo que esté en esa habitación... Pero... lo que es increíble, es que se haya comido a un señor... y más siendo de la agrupación socialista de León. ¡No, Ramón, tú te burlas de mí!

RAMÓN. —

¡Yo te juro que todo es cierto! ¡Pero espera, que esto es sólo el principio!

Rodrigo

21

JULIA. —

Pero... ¿hay más?

RAMÓN. —

Mi tía y Hortensia... son dos asesinas. Esta casa es como el chalet donde vivía la familia Corleone.

JULIA. —

Habla claro. Ya que has empezado, di lo que sea.

RAMÓN. —

El oso es un animal irracional, mamífero y omnívoro. Y sistemáticamente, cada quince días aproximadamente... desaparece un pobre... no se vuelve a saber más de él.

JULIA. —

Se irá de esta casa y por eso…

RAMÓN. —

Al día siguiente, la tía compra seis kilos de bicarbonato.

JULIA. —

En una casa, cuando hay comidas fuertes el bicarbonato es un artículo de primera necesidad.

RAMÓN. —

Pero es que el pobre que desaparece deja algo muy personal, objetos que la tía guarda en un baúl del desván.

JULIA. —

Será que se le olvidan antes de irse.

RAMÓN. —

¿Un zapato?

JULIA. —

Si estaba roto…

RAMÓN. —

¿Un mechero?

JULIA. —

Usará cerillas... o habrá dejado de fumar... ¡Ay, Dios! ¡Hasta luego, Ramón! Encantada de haberte conocido. (Va a irse muy de prisa. Aparece DOÑA SORAYA con DON FEDERICO.)

SORAYA. —

Pase, don Federico. Mire, voy a tener el gusto de presentarle a mi sobrino, que es el administrador de mis mercerías y a doña Julia de Ortiz, de profesión sus flores. Don Federico, un caballero y estudioso de la obra de Shakespeare.

FEDERICO. —

Es un verdadero placer el que embarga mi ánimo en estos momentos. Y me siento feliz al conocer a tan grandes e insignespersonas. Un servidor es la experto en el teatro del bardo inglés.

SORAYA. —

Le he convencido y se queda a vivir con nosotros, ¿no es magnífico? Resulta que es abogado y le convalidan casi todas las asignaturas de Magisterio. ¡Por fin voy a conocer a alguien con la carrera terminada!

FEDERICO. —

Para mí es un honor compartir este bello techo con personas tan cultas y bien educadas. En la pensión donde he vivido hasta ahora era tratado como un huésped más, sin tener en cuenta ni mis gustos, ni mi espíritu, ni mi sensibilidad.

SORAYA. —

También sabe de memoria el monólogo de Hamlet. Ahora venga usted por aquí, don Federico, que le voy a enseñar su habitación. Usted ocupará el cuarto que perteneció a Gervasio.

22

Rodrigo

JULIA. —

¿Y si vuelve don Gervasio?

SORAYA. —

(Se ríe.) ¡Qué cosas dice usted! ¡Volver don Gervasio! No se preocupe que ese no vuelve más. Venga usted por aquí... venga. (Se ríe.) ¡Mira qué ocurrencia, creer que el pobre Gervasio vaya a regresar, qué cosas... qué cosas...! (Hacen los dos mutis, ella riendo.)

JULIA. —

¡Qué barbaridad! No he podido evitarlo. He mirado a don Federico con la misma tristeza que miro al pavo cuando entra en casa antes de Navidad.

RAMÓN. —

¿Estás ahora convencida?

JULIA. —

Pero... es sencillamente monstruoso. ¿Tú cómo lo has consentido?

RAMÓN. —

Cuando se comió al primero, a don José Luis Rodríguez, no te lo vas a creer, pero me hizo gracia. Es uno sin ser oso y casi... casi... Era un ser insulso: con los ojos saltones, la ceja con forma de arco, con un aspecto de bambi… Y venía siempre a las horas de las comidas con la manía de cobrar su recibo de la compañía médica “La agonía hermosa”. La tía, en venganza, le hacía esperar, y él se sentaba en el recibidor y sonreía estúpidamente. «Rodrigo» se paseaba por su lado y nunca pasaba nada. La verdad es que es un oso cariñoso, como hay pocos. Aquel día le dijo, pretendiendo ser gracioso, «qué perro tan grande, ¿por qué no le cepillan un poco el pelo?» Y se lo comió. Es lo único que no tolera «Rodrigo», que le llamen perro.

JULIA. —

Hombre Ramón, eso no justifica...

RAMÓN. —

Aquel día yo acababa de salir para la tienda... cuando llegué me encontré con lágrimas, disgustos... y el carnet de la agrupación socialista de León en el suelo. Mi tía me convenció y a lo más que accedió fue a meterle en ese cuarto... con unos barrotes en la ventana y una buena biblioteca en las paredes.

JULIA. —

Y luego... empezó a recoger pobres... ¿no?

RAMÓN. —

Eso es. Primero los engorda y luego... desaparecen. El día primero de noviembre, en vez de ir al cementerio, como hace la gente piadosa, Soraya y Hortensia se visten de negro, se ponen un velo, compran flores y se sientan al lado de esa puerta a rezar un rosario.

JULIA. —

¿Tú has hablado alguna vez con tu tía de esto?

RAMÓN. —

Ya sabes cómo es... parece que no entiende nada. Una vez que estaba solo, registré la casa y en el desván, dentro de un baúl, me encontré con objetos rarísimos que pertenecieron a los pobres que nos han ido dejando: una bufanda, un lápiz, un pañuelo, un mechón de pelo, un calcetín agujereado, un zapato. Y prendido de cada objeto un papel con el nombre y una fecha... la fecha de las desapariciones. ¿Te queda alguna duda ya, de lo que está ocurriendo en esta casa desde hace unos años?

JULIA. —

Pobre mujer. Y bien, Ramón... ¿qué piensas hacer? Porque esto no se puede prolongar indefinidamente. Se sabrá y entonces...

RAMÓN. —

Sí... se tiene que saber. Pero antes «Rodrigo» se tiene que comer a otra persona. Será la última víctima. Ya uno más no importa.

Rodrigo

23

JULIA. —

¿Te refieres a don Federico? Y así... tendrías pruebas definitivas para...

RAMÓN. —

Estás totalmente despistada. ¿Es que no adivinas por qué te he contado todo esto?

JULIA. —

La verdad... es que no... no lo sé.

RAMÓN. —

Entré tú y yo... se interpone... una barrera infranqueable, con forma de ser humano, que fuma, lleva bigote y es de Móstoles.

JULIA. —

¿No estarás pensando en Aniceto, mi marido?

RAMÓN. —

Hace un mes que no tengo otro pensamiento.

JULIA. —

¡Ramón! ¡Qué barbaridad! Aniceto es una lata, pesadísimo y es mi esposo, pero no es razón suficiente que sea de Móstoles para que lo entreguemos como merienda a un oso.

RAMÓN. —

¡Julia! Lo haría porque te quiero... ¡Julia... qué percha... qué percha, Julia! (Se abrazan y besan.)

JULIA. —

¡Ay, qué daño me hace la primavera... Yo no sé por qué no la prohíbe el gobierno... (Después de una pausa.) ¿Pero tú crees que «Rodrigo»...? Mira que Aniceto está muy delgado.

RAMÓN. —

Engórdale. Dale aceite de hígado de bacalao y comidas y cenas de dos platos con entrante y postre.

JULIA. —

Pero es que además tiene los pies planos, es zurdo, no ve bien por un ojo…

RAMÓN. —

«Rodrigo» no es una agencia de modelos.

JULIA. —

¡No, no, no puede ser! ¿Te olvidas que soy una mujer decente?

RAMÓN. —

Pues precisamente por eso lo digo. Jamás has engañado a Aniceto. Pero si te quedas viuda, sería para ti la floristería. Nos casaríamos y viviríamos como Dios manda. Esto que hacemos a escondidas no está bien y tú lo sabes. Esto sí que no es decente, Julia.

JULIA. —

¿Te parece más decente engordar a un marido para después entregarlo como ración a un oso?

RAMÓN. —

Tú lo dices siempre. Cualquier cosa antes que un adulterio. Está todo pensado y no puede, fallar. Tú vienes con él, una tarde, de visita, yo procuraré que no haya nadie en casa. Yo le diré... ¿ha visto, don Aniceto, que mecedora tan bonita? Le sentamos y...

JULIA. —

Eso no servirá. Le da vértigo y empieza a marearse. Con las mecedoras y los aviones siempre le pasa.

RAMÓN. —

Bueno, ya inventaremos otra cosa. El caso es que entre en ese cuarto, y entonces tú y yo, tranquilamente, nos ponemos a jugar al parchís. Luego ponemos Rigoletto a todo volumen y cuando acabe Pavarotti, de tu marido no quedan ni los tirantes.

JULIA. —

¿Y si «Rodrigo» ese día está inapetente?

24

Rodrigo

RAMÓN. —

Ya me encargaré yo de estimularle.

JULIA. —

Pero seguiremos con ese horrible animal encerrado ahí dentro... y yo me conozco, me pierde la ternura... Sé que acabaré como tu tía... con un velo negro y llevando flores a esa puerta.

RAMÓN. —

Aguarda. Que aún no he terminado de contarte mi plan.

JULIA. —

Espera que me siente. Me sudan las manos y todo me da vueltas.

RAMÓN. —

Aniceto, tu marido, estará envenenado. Esto es lo que tiene este asunto de obra de arte. Aquí está la mano maestra. Tu marido tomará un veneno fortísimo y en cuanto «Rodrigo» se lo haya tragado, el oso durará una siesta. Así nos cargamos dos pájaros de un tiro.

JULIA. —

¡Ramón! ¡Eres un genio! Si en vez de darte por el crimen te da por la economía, qué bien estarían a estas horas el país y la prima de riesgo.

RAMÓN. —

¿Estás dispuesta a hacer lo que yo te diga?

JULIA. —

No sé. Estoy como aturdida. Hasta hace cinco minutos, pensaba que si Aniceto desapareciera para siempre, sería como si me tocase el gordo de Navidad, y de pronto...

RAMÓN. —

Nunca vamos a tener una oportunidad como ésta, nos ponen el crimen al alcance de la mano, sin peligro ni riesgo, está casi hecho, no hay más que dar un pequeño empujón.

JULIA. —

¿Lo has pensado despacio? ¿Sabes lo que te juegas? ¿Lo que nos jugamos? El crimen perfecto no existe.

RAMÓN. —

Eso es sólo un slogan y el título de una película.

JULIA. —

Entonces….¿crees que nuestra solución está tras esa puerta, no?

RAMÓN. —

No hay más que abrir la cerradura del ingenio, y ponerla al servicio de nuestra felicidad. (Aparece DOÑA SORAYA.)

SORAYA. —

Estoy entusiasmada con don Federico. Es un encanto de persona. Y un hombre educadísimo. Y solo, Ramón... solo, completamente solo, no tiene a nadie en el mundo.

JULIA. —

Así... si desaparece, nadie le va a echar de menos, ¿no?

SORAYA. —

Pues no sé... Pero ¿por qué va a desaparecer? Si aquí va a estar mucho mejor que en la pensión en la que vivía. Y va a poder ver el sol todas las mañanas y salir al parque a dar paseos, que es lo que un espíritu como el suyo necesita. El contacto con la Naturaleza.

RAMÓN. —

Julia lo dice por tus otros pobres. ¡Como de pronto han desaparecido!

SORAYA. —

Bueno... eso también es verdad. Estarán por ahí, recorriendo mundo. Además, a lo mejor la culpa de que desaparezcan la tengo yo. No se puede obligar a la gentea que estudie lo que una quiere.

Rodrigo JULIA. —

¿Y no le parece a usted raro que ninguno de esos pobres que se han ido haya vuelto jamás por esta casa?

SORAYA. —

No me preocupan. Cuando no han vuelto será porque no les hago falta... y estén donde estén, seguro que son más felices que aquí. Ellos saben que las puertas de esta casa las tienen siempre abiertas. Al principio, todos vienen muy delgaditos y ojerosos y tristes y al poco de estar viviendo en esta casa, les cambia el carácter, se afeitan, engordan y son felices. Lo malo es el latín. Les aburre... y a quién no. Pero ¿qué voy a hacer? si el nuevo plan de estudios lo exige... y yo lo comprendo... porque eso del latín... Bueno, voy por el chocolate, que ya debe estar calentito.

JULIA. —

No se moleste usted. En este momento me estaba despidiendo de su sobrino. Otro día...

SORAYA. —

Nada de eso. Ya que está usted aquí, no se va sin probarlo. Lo hace Hortensia, y cuando lo haya tomado, tiene usted que decir que es el mejor chocolate que ha probado en su vida. Si no la pobre se enfada mucho, se lleva un disgusto muy grande y se pasa toda la noche llorando y yo tengo que contarle historias y leyendas antiguas, que son las que le divierten. Espere, voy a por él; es sólo un minuto.

25

(Vase muy de prisa.) JULIA. —

Es increíble.

RAMÓN. —

¿Te das cuenta?

JULIA. —

¿Y dices que lo tienes todo pensado?

RAMÓN. —

Absolutamente todo. En la mercería se piensa mucho.

JULIA. —

¿Y no puede fallar nada?

RAMÓN. —

No temas, nada fallará. Lo único que falta es que tú estés de acuerdo para ayudarme en todo.

JULIA. —

Está bien, Ramón. Sea.

RAMÓN. —

Julia...

JULIA. —

Lo que quiero es que todo esto no sea una quimera, y que lo recordemos como una pesadilla absurda, que no ha pasado nunca. Que yo no haya conocido nunca en los toros a Aniceto, que tu tía tenga un precioso perro caniche, de pura raza, que sea una monada. Aniceto nunca haya salido de Móstoles y que la tienda de flores me la hubiera montado mi madre, para que me fuera más fácil encontrar marido. Que tu tía recogiera pobres y les diera la carrera de Magisterio, que todos seamos muy felices. Esta es la verdad... la única verdad.

RAMÓN. —

No hay otra, Julia. Qué buena eres, amor mío. ¡Qué bien te va a salir envenenar a tu marido!

JULIA. —

Dime, ¿qué es lo que tengo que hacer?

26

Rodrigo

RAMÓN. —

Lo primero, hacer que tu marido engorde cinco kilos. Así como está, lo ve «Rodrigo» y le entra un ataque de risa.

JULIA. —

Eso no es difícil. Le llevaré a la sierra, se le pondrá un color más apetitoso y ganará en carne. El aire de los pinos le va de maravilla. ¿Cuándo tienes pensado que sea el festejo?

RAMÓN. —

Dentro de un mes. Es el tiempo que tengo calculado para todo. Yo me encargaré que en estas semanas que quedan «Rodrigo» no pruebe bocado.

JULIA. —

Si quieres te doy una fotografía de Aniceto y se la enseñas de vez en cuando a la fiera, para que se le vayan afilando las zarpas y poniéndosele los colmillos largos.

RAMÓN. —

No hará falta. Cada media hora, Hortensia le lleva cinco kilos de carne, ya me encargaré de que no llegue a las fauces de «Rodrigo».

JULIA. —

Armará mucho escándalo... Se inquietará al faltarle el alimento.

RAMÓN. —

Creerán que es otro ataque de asma. No temas, déjame a mí los pequeños detalles y todo saldrá bien. (Aparece HORTENSIA con un par de cubos. RAMÓN y JULIA, nerviosos, tratan de disimular.)

HORTENSIA. — Señorito. ¿Le importa poner a Pavarotti? Ya sabe usted por qué se lo digo... ¡La ópera aquí a todos nos vuelve locos! ¿No es verdad, don Ramón? RAMÓN. —

Desde luego... ¡Cómo será que todas las noches vamos por la noche al Teatro Real! (RAMÓN pone el disco y HORTENSIA se mete en el cuarto de «Rodrigo»)

JULIA. —

Eso... es el tentempié que toma el angelito, ¿no?

RAMÓN. —

Ya has visto, que no exageraba. (Aparece Soraya con la bandeja y el chocolate.)

SORAYA. —

¡Aquí está el chocolatito! Ya verá usted cómo se va a chupar los dedos.

JULIA. —

Lo siento, pero ya se me ha hecho un poco tarde... otro día...

SORAYA. —

¡Vaya por Dios!

JULIA. —

Es por mi marido… le he dejado solo en la tienda... y ahora hay mucho trabajo. Otro día, le prometo tomar esa taza de chocolate.

SORAYA. —

Bueno, bueno. La obligación es antes que la devoción. Vaya, vaya, no tarde; no sea que esté inquieto su marido. ¡Ah! Dele muchos recuerdos y dígale que la corona me ha parecido preciosa. Y de un gusto delicadísimo.

JULIA. —

Pues ya es suya. Se la regalo.

SORAYA. —

No faltaba más. No puedo consentirlo.

Rodrigo

27

JULIA. —

Haga el favor.

SORAYA. —

Muchas gracias, qué bonita es... y ¿estas cosas dónde se ponen?

JULIA. —

En cualquier sitio. Donde usted quiera.

SORAYA. —

Al lado de esa puerta. (Por la de «Rodrigo».) Ahí puede ir muy bien.

JULIA. —

No podía haber elegido un sitio mejor.

SORAYA. —

(La pone.) Sí, eso es... queda preciosa... y además, da a la habitación mucha más alegría... ¿No le parece a usted?

JULIA. —

¿Qué le voy a decir? Bueno... Adiós, señora...

SORAYA. —

Adiós y muchos recuerdos a su marido y dígale que venga por aquí cuando quiera a echar una partidita de parchís. Me la debe.

JULIA. —

Descuide, se lo diré... Adiós, Ramón.

RAMÓN. —

Adiós... doña Julia. Ha sido un placer su visita.

JULIA. —

Igualmente. Espero que siga usted bien. (Abre la puerta de la calle para salir, cuando entra ANSELMO que viene muy agitado y muy contento.)

ANSELMO. —

¡Buenas tardes, doña Soraya! ¿Usted sabe donde podíamos encontrar por aquí carroña, estiércol, animales en putrefacción o cosas un poco corrompidas?

JULIA. —

Pase usted... pase, ahí le indicarán.

ANSELMO. —

Es para la hiena... Ahora la verán... Jeremías la trae ahora para acá. El dueño nos la deja para siempre... ¿No es estupendo?

SORAYA. —

Sí... ya lo creo, hijo... es lo que aquí nos estaba haciendo falta.

RAMÓN. —

¿Y dice usted que sólo come carroña?

ANSELMO. —

Nada más... Y además se pasa el día muerta de risa... Es un animal muy alegre.

JULIA. —

Esto ya es demasiado. ¿Quién da más? El número completo. Yo creo que deberíais cobrar entradas. Adiós, Ramón. Si sigo cinco minutos más en esta casa, creo que me voy a volver loca. (Mutis.)

SORAYA. —

Anselmo... has asustado con lo de la hiena a doña Julia... la pobre es muy buena y muy sensible... acostumbrada a estar todo el día rodeada de flores, tú vienes y hablas de animales en putrefacción.

ANSELMO. —

Pero si es la verdad. Ya verá qué bonita es... se llama «Esperancita».

28

Rodrigo

SORAYA. —

¡Si tú lo dices...!

RAMÓN. —

Esto ya me parece demasiado, tía. ¡No pretenderás meter en casa otro animal!

SORAYA. —

Andad, llevarla por la puerta de atrás y meterla de momento en el cuarto de baño de Hortensia.

ANSELMO. —

Sí... lo que usted quiera... Pero no se olvide que hay que buscarla el alimento... (Hace mutis muy de prisa.)

SORAYA. —

(Mirando por el ventanal.) Pues es verdad... qué bonita es... y se ve que tiene carácter... como a mí me gustan los animales.

RAMÓN. —

¡Tía...!

SORAYA. —

Sí, ya sé lo que me vas a decir... (Abandona el ventanal y va hacia una mesita. De un burean saca un jersey gigantesco y se pone a tejer.) Pero... me ha dado mucha pena. Está muy vieja... ya la van a matar.

RAMÓN. —

Sí, ya sé. La hiena por vieja y el otro porque acababa de nacer, pero esto tiene que terminar. Esta casa parece un zoológico

SORAYA. —

Sé que no te falta razón. Pero, ¿tú mismo no te alegras de que «Rodrigo» viva aquí con nosotros y sea ya como uno más de la familia? A ver si le termino pronto la bufanda, pues yo creo que no es asma lo que tiene, sino catarrito, y el calor de la lana en el cuello le hará mucho bien al pobre. (Se oye un gran rugido.) Anda, Ramón, pon el disco.

RAMÓN. —

(Pone otra vez el disco.) Hortensia hace un momento que entró a darle el piscolabis. (Se siguen oyendo los rugidos.)

SORAYA. —

Ya no le calma ni la buena música al animalito. (Cesan los rugidos y aparece DON FEDERICO.)

FEDERICO. —

¿Ustedes no han oído nada?

SORAYA. —

Sí. A Pavarotti. Escuche, escuche que entonadito lo hace.

FEDERICO. —

No; me refería a... como un...

SORAYA. —

¿Tú has oído algo, Ramón?

RAMÓN. —

Nada, tía.

FEDERICO. —

Ya estoy seguro. Ha sido un rugido.

RAMÓN. —

¿Un rugido ha dicho usted?

SORAYA. —

¡Qué señor tan raro! ¡Mira que oír esas cosas!

Rodrigo

29

FEDERICO. —

¡Eran rugidos de oso!

RAMÓN. —

Hombre, claro... No van a ser rugidos de persona.

FEDERICO. —

En esta casa ocurren cosas muy raras.

RAMÓN. —

(Mirando por la ventana.) ¡Ah! ¡Ya está! ¡El circo! Por eso usted... desde su ventana le ha parecido oír rugidos.

SORAYA. —

Sí, eso será... Nosotros nos hemos traído una hiena.

FEDERICO. —

Puede que tengan razón. Pero no sé... Por si no lo saben, yo he sido cazador de osos hace más de treinta años. El rey me condecoró varías veces y le acompañé en diversas batidas por la estepa rusa. Después se pasó a la caza del elefante y desde ese momento dejó de contar conmigo.

SORAYA. —

Vaya por Dios... Lo que faltaba... ¿Por qué no me lo dijo eso en Galerías...? Y ¿mataba usted a los osos por manía o por acompañar a su majestad y reírle las gracias?

FEDERICO. —

Por el placer de la aventura. Aún hoy día siento no tener una escopeta... e irme a buscar osos. No hay nada comparable a hacerse un selfie junto a la cabeza de la fiera.

SORAYA. —

Calle... calle... Me está usted poniendo enferma...

FEDERICO. —

Voy a ver si en ese circo hay algún oso... y si es así... nadie puede saber lo que ocurrirá... Al oír los rugidos hace un rato, se me ha vuelto a subir la sangre a la cabeza, como antaño. ¡Y qué rugidos, señora!

RAMÓN. —

Es raro, porque nosotros no hemos oído nada.

FEDERICO. —

Pues yo he tenido que agarrarme a la mesilla de noche para no caerme de la cama. El segundo ya me ha cogido desprevenido y me ha tirado del colchón.

SORAYA. —

Una prima mía veía todas las noches al acostarse a seis enormes elefantes en fila india que paseaban por delante de su cama, ir al cuarto de baño a beber agua.

FEDERICO. —

¿Y qué hicieron con su prima?

SORAYA. —

Con mi prima nada. Lo que hicimos fue recomendarle que dejará de vivir al lado del zoológico.

RAMÓN. —

Habrá que cambiar a don Federico de habitación. ¡Si oye usted esas cosas! (Aparece HORTENSIA con las ropas hechas jirones, maltrecha y despeinada.)

HORTENSIA. — ¡Te voy a matar, criatura! ¡Hay que ver qué cosa más revoltosa y juguetona! SORAYA. —

Hortensia... por fin.

HORTENSIA. — Es que es muy pesado. Se empeña en no tragar y no hay manera... Y eso que le he dado cerveza, pero se ha dejado medio cubo.

30

Rodrigo

FEDERICO. —

¿Algún enfermo?

RAMÓN. —

«Rodrigo», que tiene asma.

FEDERICO. —

Y mucho genio, por lo que veo.

HORTENSIA. — ¡Huy! Y esto no es nada... Si yo le contara. RAMÓN. —

¡Hortensia!

FEDERICO. —

Bien, con el permiso de ustedes, voy a hablar con el dueño del circo. Si tiene un oso, harán bien en alejarlo de mi alcance o no respondo de mis actos. (Hace mutis a la calle.)

SORAYA. —

Pobrecilla... ¡cómo te ha puesto! (La cura.)

HORTENSIA. — Si he tenido yo la culpa. En mi afán de que comiera me he olvidado de que el pobre está delicadito y de que no tiene el cuerpo para nada. RAMÓN. —

Este señor don Federico no me gusta nada, tía. Puede ser un peligro tenerlo en esta casa.

SORAYA. —

No seas mal pensado, Ramón. Si es un señor muy bueno. Además, un intelectual... y un intelectual es incapaz de matar a un animal, por muy oso que sea. Hazme caso, que yo de señores entiendo más que tú.

RAMÓN. —

Pero si acaba de decir que era cazador y compañero de batidas de Su Majestad.

HORTENSIA. — ¡Jesús! ¿Es verdad eso? SORAYA. —

No hagas caso. Lo ha dicho para deslumbrarnos. Con eso se cree más hombre. (Llaman al timbre de la puerta.) ¡Ya está ahí!... Seguro que ahora nos declama un monólogo de Shakespeare. (HORTENSIA va a la puerta y hace mutis por el forillo.)

RAMÓN. —

Tía... tengo que hablar muy seriamente contigo. Es referente a «Rodrigo». Me he dado cuenta de vuestros sentimientos y estoy dispuesto a cuidarlo personalmente, vosotras con vuestros mimos lo estáis echando a perder.

SORAYA. —

¿Tú crees, Ramón?... Puede que tengas razón. (Aparece HORTENSIA y TERESA, una chiquilla de unos dieciocho años, muy mal vestida, descalza y con un hatillo. Va bastante sucia y delgada.)

HORTENSIA. — Pasa, hija... pasa... Mire, señora... mire qué preciosidad. SORAYA. —

Pero Hortensia... ¿qué es esto?

HORTENSIA. — Mire, señora... quería un trozo de pan. Dice que hace dos días que ni prueba bocado.

Rodrigo SORAYA. —

Adelante, hija... adelante...

RAMÓN. —

¡Tía... no pensarás!... Es una criatura.

31

HORTENSIA. — Siéntate aquí, salada. ¿Te gusta el chocolate? (La muchacha mueve afirmativamente la cabeza y se sienta en la silla, al lado de la mesa y delante del chocolate. Se oyen rugidos. Ella mira a todas partes con timidez.) ¿Ha visto, señora, qué bonita es? SORAYA. —

Anda, sírvele el chocolate y tráete más picatostes. ¿Cómo te llamas, criatura?

TERESA. —

Teresa... Teresa para servir a Dios y a usted.

SORAYA. —

¡Muy bonito! Me gusta. ¡Teresa! Anda, Teresa, come... come, ya verás qué bueno está. No te lo vas a creer, pero lo habíamos hecho para ti. (La chica tímidamente empieza a comer muy despacio y a medida que comprueba lo suculento del chocolate va aumentando la velocidad en comérselo. Se llena toda la cara de chocolate.) Y qué, ¿te gustaría vivir en esta casa?

TERESA. —

¿Como chica de servir?

SORAYA. —

¿Como chica de servir? ¡Qué disparate! Dime, Teresa... ¿Te espera alguien en tu casa?

TERESA. —

No, señora. No tengo casa.

HORTENSIA. — ¡Bravo! ¿Has oído, Ramón? No tiene a nadie en el mundo. RAMÓN. —

Pero... ¿no estaréis pensando?

SORAYA. —

Come, hija, come sin prisas. Tú ya eres como de la familia.

HORTENSIA. — Señora... Esta chica... ¿no le recuerda a alguien? SORAYA. —

Sí... puede ser... quizá a Jacobo... nuestro primer pobre. Sí... estoy segura... y tiene hasta sus mismos ojos tristes. (Sigue comiendo. Las dos viejas la miran riéndose. Ella se ríe también muy complacida. RAMÓN se acerca a la puerta de «Rodrigo», y con la corona empieza a quitar una a una las flores de dicha corona. Se oyen los rugidos de «Rodrigo». Las tres mujeres ríen y muy despacio va cayendo el)

Telón

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Del gramófono de bocina salen los últimos, compases de «La donna é. móbile» de Rigoletto cantada por Pavarotti, que se oye con dificultad y un poco rayado.

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