Polvo en los ojos Jean Paul Fargier

El vídeo como ruido, como trucaje, como efectos, rompe el espacio, el tiempo, la materia y abandona así el referente realista. Pero tiene paradójicamente la capacidad de profundizar en la realidad.

Paseo a mi hija (dos años) en la silla de paseo hecho para pasearla: cine. Mi hija pasea la silla de paseo vacía: vídeo. La silla de paseo está vacía. Hay que saberlo, hay que decidirse: el vídeo no es una forma que tenga la realidad de estar ahí, es mil maneras que tienen las imágenes de estar en otra parte. Antes de la escritura está la realidad. Pues si no se escribe realidad, ¿qué se persigue? Viento. Y es que, justamente, el problema de la realidad no se plantea en vídeo de la misma forma en que se plantea, por ejemplo, en el cine. Ni siquiera se plantea. De entrada, en vídeo, la realidad deja de ser problema. En el cine siempre se plantea la cuestión de saber si una película la ha alcanzado, captado, reproducido, visualizado (y en lo posible, como nunca, como por primera vez). En vídeo, la realidad no acude nunca a la cita, pues no es a ella a quien se espera. Está ahí, pero desde siempre, disfrazada, irreconocible bajo multitud de ropajes revestidos unos sobre otros. Y aquí, que la realidad esté o no esté da lo mismo. Nadie se fija en ello. En cambio, nos interesa -imposible no advertirlasu porte, su aire, su pinta. La silla de paseo está vacía, pero avanza. Y una vez comprobado que está vacía, nos dedicamos a observar su marcha: sinuosa, a sacudidas, balanceante. Los brazos de la niña, hipertensos para llegar hasta el manillar, también tienen su interés. Aunque tampoco la silla de paseo está tan vacía como pudiera parecer. De tanto no llevar a un solo niño, los transporta a todos. Ahí van, confundidos, no sólo Alice como ella se imagina y como yo la

imagino, sino además la muñeca que podría sustituirla, el hermanito o hermanita a punto de llegar y cuyo nacimiento teme, y además todos los niños que cruzamos, en silla de paseo o a pie,--y-también todos los que no cruzamos de todos los países del mundo en edad de medio andar, más todos esos adultos que contemplan de reojo ese vacío y lo llenan con un recuerdo, una nostalgia, un sueño de regresión. ¡Cuánta gente! Y, sin embargo, no demasiada realidad. Un enjambre de imágenes jamás hará una gota de miel. Pero sí puede hacer un bonito concierto. Las imágenes en vídeo son más ruido que señal. El arte del vídeo es un arte del ruido. La escritura en vídeo, al contrario que la escritura cinematográfica, cuyos múltiples recursos no tienen otro objeto sino obligar a lo real a manifestarse, pone en juego diversas maneras de hacer ruido entre dos imágenes, o, mejor aún, de hacer ruidosa toda imagen. Aquí el “¡Silencio, se rueda!”, no tiene cabida. Sino más bien: “Ruido, se truca!”. Trucajes, efectos especiales: en definitiva, la escritura en vídeo no es más que eso. No hay grafía sin garra. Hay que romper para irrumpir. Desgarro, tachadura, obliteración, estiramiento, rotura, rayado: todo vale para lacerar. Ninguna imagen debe salir entera. ¿Y cuál es la diana de este bombardeo intensivo? De rebote, la realidad, evidentemente. Y en lo inmediato: los medios. La turbamulta de mediaciones superpuestas que se entrecruzan, todas las imágenes que se pegan a su objeto y que a fuerza de cubrirlo lo hurtan. El videasta es un minero de las formas: para llegar al fondo hay que atravesar, traspasar, capas y capas. Pero no es imposible, es cuestión de tecnología, y por lo tanto de efectos especiales, volveremos a éstos. No se trata de coger el cuchillo de la mantequilla para tallar un diamante, o un palillo de dientes para horadar un pozo. A cada herramienta su destino, su impacto. Pero cuidado, hay trampa. En el reino de las imágenes es fácil que un diente sea un diamante, o cavar un pozo en la mantequilla. Y en ese caso, no hay que descartar tan rápido el cuchillo o el palillo de dientes. Cualquier efecto es bueno para quien sepa manejarlo. No hay efecto sin fuego. Tregua de metáforas: volvamos a nuestro punto de partida. Nuestro punto de partida es siempre

una cinta de vídeo. O varias. Esta mañana he puesto Clouds of Glory en el vídeo. Es una gira por los Estados Unidos, realizada en 1984 por Patrick De Geetere y Catherine Maes. Con música de Martin Rev, nueve secuencias hacen desfilar vistas convencionales de rascacielos, autopistas, espectáculos de rodeo, calores del Sur, desierto, palmeras, rótulos, grandes automóviles, Nueva York, etc. Imágenes tomadas a toda velocidad, con la certeza de no fallar nunca su objetivo, pase lo que pase. Imágenes hechas sin la menor pretensión de originalidad. Pero imágenes deshechas -es ahí donde empieza la verdadera tarea- con el evidente propósito de sorprender. ¿Qué? Primero, veamos cómo.

ATRAPAR EL MOVIMIENTO Ni una sola imagen queda intacta. Todas vuelan hechas trizas. Escisión perpendicular, cuadro superpuesto como máscara, cuadrícula, filtrado, estiramiento, temblor, borrón, estroboscopia, remanencia: procesos de incrustación, de sobreimposición. Cada imagen está siempre parasitada por otra u otras imágenes: se aglomeran ante el portón. Al encuadre que destaca y contempla algo único le sucede la cuadrícula que encadena trozos dispersos, de una totalidad imposible de recomponer. Lo que importa es la impresión de saturación y de desparramo. El mundo, cuando surge, surge en flashes, salpicaduras, surtidores de gotas. Riega las imágenes, que no se bañan en él. Hay siempre varias imágenes, varias cosas, para ver al mismo tiempo. Nunca demasiadas. A fuerza de cortes a lo ancho, a lo largo y a través, la pequeña pantalla se convierte en autopista de tres vías, en intercambiados donde los vehículos se lanzan en todas las direcciones, pulsan a todos los ritmos. Todos menos uno. Las 24/25 imágenes por segundo del cine/televisión. Porque, para forzar a lo real a presentarse, aunque sólo sea en el instante de un relámpago, no basta romper el marco como contenido homogéneo, hay que romper el tiempo como desarrollo continuo. Imágenes paradas, ralentizadas, aceleradas (y también se acelera una imagen cuando se multiplican las cosas que en ella hay que ver): todo vale para salirse del efecto de las 24 imágenes por segundo, efecto que consiste en dar ilusión de continuidad de movimiento a una sucesión de imágenes fijas. Aquí se prefiere atrapar el movimiento -a través de sus huellas, de

sus estelas de fuego- en una imagen fija. Se navega por debajo o por encima de la velocidad ideal, idealizante, sobre la que descansa todo el cine. El espacio, el tiempo... también la materia. Esta, a su vez, pierde densidad. Volúmenes difusos, colores que resbalan de un cuerpo a otro, aligerados por prismas, paralelos a sus pesos. Lo real es una mariposa de la que no nos queda entre los dedos más que un poco de polvo de colores, nunca las alas. Se impone la idea de un mundo inaprehensible. La rabia que recorre todas esas tachaduras es como un intento de acumular en los ojos tal cantidad de esos polvos alados que acaben por convertirse en polvo explosivo, que al estallar no deje de los ojos sino órbitas abiertas, dolorosas, pero innegables. ¿Polvo en los ojos los efectos especiales? Sin duda. Entonces, la escritura es lo que permite pasar de un polvo a otro. Del que maquilla al que hiere. Sin su machaconeo de imágenes (visualmente) ruidosas, la banda de imágenes traída de los Estados Unidos por Patrick de Geetere y Catherine Maes no valdría mucho más que todos esos kilómetros de informaciones que las televisiones emiten interminablemente. Sus golpes de bisturí electrónico nos devuelven la vista. La vista de la vista. Después de ver lo que no nos muestran, lo que nos evitan, sabemos mejor qué es ver, vemos mejor qué es saber. Y esto se debe a una utilización mitad instintiva y mitad consciente (la secuencia de los cuerpos enlazados/fragmentados es buena prueba de reflexión, al menos en el sentido de abismo) de un conjunto de figuras que componen lo que llamamos escritura en vídeo, videografía. Figuras repertoriables, y repertoriadas, aunque no exhaustivamente (se descubren otras nuevas con cada obra importante, y también con cada salto tecnológico), y que se enriquecen de ejemplos siempre variados a cada aplicación de las mismas. Pero es también escritura en otro sentido, en el sentido de estilo, de rúbrica personal. De obra en obra, Patrick de Geetere (con o sin Catherine Maes) descubre movimientos que acaban por parecérsele. Una forma muy propia de hacer hablar a las imágenes. No, hablar, nunca. Chillar, sí, murmurar, crujir. Si tuviera que caracterizar, de un rasgo el estilo de De Geetere diría: hace crujir las coyunturas.

LA ESCRITURA EN VIDEO La escritura en vídeo no se reduce al arte de utilizar los efectos, aunque no se podría definir sin relación con éstos. La mejor demostración es Bill Viola, que utiliza pocos efectos en sentido estricto. Sus efectos predilectos no son ni los efectos de mesa (división de la imagen en dos planos en Reflecting Pool, multiplicación de fundidos encadenados en Ancient of Days), ni los efectos de magnetoscopio (ralentizados bastante frecuentes), sino los efectos naturales, obtenidos mediante condiciones especiales de grabación de imágenes. Citemos el columpio de Semicircular Canal (una cámara situada en el extremo de una tabla de columpio encuadra a Bill Viola sentado en el otro extremo, mientras el columpio gira 360° sobre su eje) y el super zoom (800 mm) de Chott-el Djerid. En ambos casos, las imágenes obtenidas se salen de los cánones del realismo para producir un efecto de escisión interna que tiende a separar los cuerpos del escenario que los rodea, como en las incrustaciones que se obtienen en estudio. En el primer ejemplo, es el contraste entre la fijeza central del rostro y el busto de Viola y el movimiento de cuanto le rodea lo que da esa fuerte impresión de que el paisaje y el cuerpo no están en un espacio homogéneo, sino en dos imágenes diferentes superpuestas. En el segundo ejemplo, la disolución de los cuerpos por el calor del desierto provoca al mismo tiempo su separación del escenario, en el que parecen flotar, y su desintegración como entidad: están sometidos a efectos de desdoblamiento verticales (efecto de espejo del “espejismo”) y de amalgama laterales, y no se llega, en esa masa compacta, a distinguirlos unos de otros, como atrapados en un irreversible feedback que los funde como caucho. Si en este caso se puede hablar de escritura en vídeo (y no sólo se puede, sino que se debe), es porque el trabajo de Bill Viola pretende marcar ciertas formas de inscripción de los cuerpos (de los cuerpos como imagen) que no existen más que en el contexto electrónico, pero que la electrónica ha elevado a la altura de una escritura, hasta tal punto que se confunden con ella. Al producir efectos de incrustación sin incrustación, Bill Viola hace algo más que utilizar sabiamente una figura básica: contribuye a hacer de esta figura una abstracción, una generalización.

Es como si pasáramos de golpe del jeroglífico al alfabeto. La autonomía del cuerpo y del paisaje (y la consiguiente autonomía de cada parte del cuerpo) adquiere el rango de cifra. Cifra de toda una serie de números que pueden entrar en todas las combinaciones posibles e imaginables, como una nota de la escala con la que se fabrican miles de millones de melodías. Y cifra simbólica de una determinada visión del mundo -ligada al advenimiento de la electricidad-, cuya clave es la parcelación infinita. Si mi punto de partida (teórico) es siempre una cinta de vídeo, mi punto de arribada, mi meta, se define igual. La teoría sólo me interesa para entender lo que hago (cuando ya lo hice, cuando lo tengo hecho, pues cuando se hace no siempre se sabe lo que se hace, se descubre después). Por tanto, y en tercer lugar, quisiera evocar mi última experiencia concreta: Robin des voix.

DE UNA FORMA A UN SENTIDO En Robin des voix, evocación de la personalidad de Armand Robin, poeta y radioescucha, sólo utilizo una figura, pero suficiente por sí misma para desplegar una escritura que separa a este ensayo tanto del cine como de la televisión (y que lo instala en un tiempo y un espacio propiamente videográficos). ¿De qué se trata? Del paso de un plano a otro, cada plano lo bastante largo como para formar plano-secuencia, no por corte o por fundido, sino por basculamiento. Una imagen desaparece, como del revés, apareciendo otra como si estuviera inscrita por detrás, en el reverso de la anterior. De este modo, nada surge desde fuera de campo; todo viene del interior del propio cuadro. Todo está ahí, infinitamente. Y lo que aparece por continuidad (cosa que inducen el fundido o el cut), sino por salto, sobre un agujero (se pasa siempre por el negro, una vigésima quinta parte de segundo). La situación que se describe es la de un hombre que escucha la radio en veinte idiomas (lo ha hecho durante veinte años, publicando dos veces por semana un boletín político de sorprendente clarividencia). AL bascular de cada plano, caemos sobre una lengua distinta de la anterior, en un clima sonoro e histórico diferente. Este basculamiento evoca el paso brusco de una emisora de radio a otra. Es además el paso

instantáneo de un momento de la vida del personaje a otro, como si todos esos momentos coexistieran simultáneamente, en un eterno presente. AL cabo de la tercera o cuarta repetición, esta figura de desaparición/aparición sitúa el desarrollo visual y sonoro en un campo que ya no debe nada a un sistema descriptivo correspondiente a la psicología o al mundo de los hechos. Este reiterado basculamiento encierra una energía inaudita, que desplaza a todas las otras formas (narrativas, simbólicas) utilizadas. Pasa a ser no sólo una forma, sino un sentido. Es la imagen de un hombre que pasó su vida desapareciendo, saltando bruscamente de una actividad a otra (poeta, traductor de poetas, crítico literario, radioescucha, orador de radio, crítico de la televisión naciente), y que arrastró con todas. Entre todas estas actividades, este basculamiento crea al mismo tiempo un vínculo y un abismo. Un abismo fácilmente franqueable. Para él. Es su misterio. Sin la utilización de esta figura, mi Robin des voix no sería sino otro blablabla sobre otro personaje más. Con el uso de esta figura, se convierte en indisociable de aquello con lo que se escribe. Impide que se hable de su sentido sin citar su forma. Uno se resume en la otra como en una cifra. ¿Polvo en los ojos este basculamiento? Sí, pero como una detonación que estalla entre cada imagen. Y cuyo ruido impide que se armonice lo que se da en ráfagas (de una vida, de un arte, de un mundo, de un alma). Y, a todo esto, ¿qué ha sido de la silla de paseo? Alice -con este nombre se pasa del todo al otro lado de la trama- tiene dos maneras de empujar su silla de paseo vacía. La mayor parte del tiempo se dedica a conducir su vehículo, demasiado grande para ella, en línea recta, como si fuera sentada y la empujara yo. En cambio, cuando lanza la silla contra las palomas, muy por delante de ella, se me hace como que sueña en el vídeo digital, imaginándose que la silla va a echar a volar siguiendo a las palomas, victoriosa como ellas, un instante, lo que dura un batir de alas, sobre la atracción terrestre y todo su cortejo de consecuencias. Ya sabemos que el vídeo, el analógico, por lo demás, tanto como el digital, posee la propiedad de liberar la imagen (y los cuerpos en ella inscritos) de la gravedad. Deseándoos la gracia, Amén.

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