OLVIDADAS El miércoles pasado, los talibanes pusieron una bomba en una escuela de niñas en el noroeste de Pakistán (y de paso se cargaron a tres soldados estadounidenses). Ya se sabe que los talibanes prohíben educar a las mujeres; este verano hubo 102 ataques a escuelas en Afganistán y 196 niñas fueron envenenadas. La bomba del miércoles mató instantáneamente a tres alumnas e hirió a un centenar. Es probable que después fallecieran unas cuantas más, pero eso ya no lo recogieron los periódicos. Hoy día importan muy poco estas víctimas. Tuvieron su momento cuando la guerra contra Afganistán, porque daban argumentos éticos a la incursión militar. Así supimos de ese infierno; de la prohibición a salir solas de casa y a estudiar, del burka y la absoluta carencia de derechos. Occidente se horrorizó, pero luego, con esa volatilidad que caracteriza a la memoria humana, nos las hemos apañado para olvidarlo. Y somos tan buenos en esto de la amnesia que ahora la comunidad internacional ha sacado un plan para reintegrar a los talibanes en Afganistán. Basta con que renuncien a Al Qaeda, y entonces les pagaremos 350 millones de euros para que sigan torturando a sus mujeres tan campantes. Es el cinismo de la alta política; y es el incomprensible desamparo de las mujeres en el planeta. Porque, además de los talibanes, hay otros horrores en otros lugares: lapidaciones, ablaciones, adolescentes enterradas vivas por sus padres. Como decía Gabriela Cañas en un magnífico artículo, el mundo es capaz de luchar contra la discriminación racial y, por ejemplo, en su momento se prohibió la participación en los Juegos Olímpicos de los atletas surafricanos del apartheid. Pero 26 países siguen en los JJ OO a pesar de vetar a las mujeres en sus delegaciones, porque la discriminación sexual todavía es una causa menor. Mujeres de la Tierra, olvidadas víctimas.

Las sombras de la conciencia El descubrimiento de que Lech Walesa espiaba a sus compañeros es una noticia de esas que dejan un sabor a cenizas en la boca. El descubrimiento de nuevos documentos que parecen demostrar que Lech Walesa fue un informante de la policía secreta comunista y que, aún peor, espiaba a sus propios compañeros de los astilleros es una de esas noticias lastimosas que te dejan un sabor a cenizas en la boca. Y no porque suponga para mí algo inesperado ni el derrumbe de un mito: nunca me cayó bien Walesa y además lo de su pasado de chivato era algo que se rumoreaba desde hacía años. No, lo desolador no es que este tipo de cosas sean sorprendentes, sino que, lamentablemente, no lo son. Lo triste es que ocurren demasiadas veces y forman parte de la compleja mezquindad del ser humano. Object 1

El asunto de Walesa me ha recordado otro destape ilustre, el de la escritora de Alemania del Este Christa Wolf, autora de magníficas novelas. Partidaria del régimen en su juventud, se fue haciendo más y más crítica con los años, aunque sin abandonar el marxismo. Durante mucho tiempo, antes y después de la caída del Muro, fue un referente ético en la sociedad alemana. Hasta que en 1993 se empezaron a abrir los archivos de la Stasi, la aterradora policía secreta de la RDA, y se descubrió que Wolf había trabajado para ellos como informante de 1959 a 1961. El hallazgo cayó como una bomba; al contrario de lo que sucede con Walesa, de Wolf nunca se

había rumoreado nada. No parece que su carrera como chivata fuera un éxito; en los papeles, la propia Stasi tilda a Christa Wolf de informante “reticente”. Además se diría que el resto de la vida de la escritora fue tan verdadero como parecía; sí se fue distanciando del régimen, sí fue haciéndose más y más crítica, sí sufrió cierta represión por ello. Quien no tenga algún error en su vida, que tire la primera piedra. Pero, claro, lo malo, lo indecente, es atribuirse un lugar de pureza ideológica teniendo todo eso callado a las espaldas. Tras la caída del Muro, Wolf perdió una oportunidad de oro para intentar explicar lo inexplicable, a saber, cómo gente buena e inteligente es corrompida o chantajeada o seducida por un sistema político aberrante para llegar a prestarse a una mezquindad de ese tipo. Quizá Wolf, pese a ser tan crítica y aguda en sus libros, no hubiera llegado como persona a condenar del todo el régimen totalitario en el que había vivido, lo cual ya me parece bastante execrable. Ya se sabe que las novelas suelen ser mejores que los escritores, sobre todo si son autores de talento. Ya se sabe que las novelas suelen ser mejores que los escritores, sobre todo si son autores de talento. Se diría que el caso de Walesa es peor. Su colaboración sería más tardía, más extensa, más grave. Él ha vuelto a negarlo todo, pero sus explicaciones resultan confusas: reconoce vagamente un “error”, haber firmado un papel a la policía, en fin, un relato poco convincente. Ahora bien, sin duda fue un personaje esencial en el proceso de democratización de su país. Qué extraños, qué paradójicos, qué confusos somos los seres humanos. Y qué malignos, qué trituradores de las voluntades son los sistemas totalitarios, que son, me parece, el perfecto caldo de cultivo para este tipo de dobleces. Una de las películas que más me han gustado de todas las que he visto es La vida de los otros (2006), de Florian Donnersmarck, en donde se hace justamente lo que Wolf no hizo: explicar cómo un sistema policial tiránico como el de Alemania Oriental envilece y destruye a las personas, cómo les arrebata su dignidad y les convierte en chivatos. Cómo, aparentando ser críticos con el régimen, y quizá sintiéndolo de verdad en su corazón, terminan delatando a su propia gente y convirtiéndose en la sombra enferma de lo que son. ¿Y por qué llega alguien a traicionarse a sí mismo de ese modo? Debe de haber infinidad de respuestas, tantas como sombras tiene la conciencia. Por miedo, por ejemplo; son regímenes despóticos que pueden hacerte la vida imposible. Pero probablemente sea más eficaz tentar a los sujetos; ofrecerles dinero (al parecer hay recibos de pagos firmados por Walesa) y, sobre todo, algún tipo de poder. Es decir, concederles premios, una carrera mejor, ascensos; pero también el poder de viajar y salir al extranjero, o incluso el de ser un poco disidente sin acabar en la cárcel. Y, en el caso de los artistas, el poder de cultivar su creatividad más libremente. Ah, qué tentador para un buen escritor, para un buen pintor, para un cineasta, para todos aquellos creadores que, conscientes de su talento, saben que no van a poder desarrollarlo a causa de la censura del régimen salvo si colaboran con él a escondidas. Y así es, en fin, como se convierte uno en un miserable: con la excusa de la propia obra o de decir abiertamente críticas que no le perdonarían a ningún otro. Perverso, ¿no? Todavía saldrán más casos de este tipo a la luz, estoy segura. La contradicción humana es infinita. ROSA MONTERO. El País (09-02-2010)

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