12.- LA NIÑA Y EL TIGRE
12 La niña y el tigre, por Santiago García Dils. Durante las navidades pasadas conté un cuento a una niña. A medida que iba improvisando el relato, la historia se fue haciendo realidad. Durante las navidades pasadas coincidimos con un matrimonio al que acompañaban sus hijos, la más pequeña era una niña de unos seis años. Desde el primer momento no paraba de mirarme, con curiosidad no exenta de admiración, como si esperase de mí algo extraordinario. No podía defraudarla, me agaché y le dije “¿Sabes?, cuando yo tenía tu edad cabalgué a lomos de un tigre”. No sé porqué se lo dije, fue lo primero que se me ocurrió. Ella abrió desmesuradamente sus ojos y me hirió con una mirada expectante, llena de admiración e intriga. “¿Sí?”, preguntó. Se me pusieron todos los vellos de punta: ¡con la magia de su fantasía había hecho realidad mis palabras! Su padre me dijo “La has hecho buena, los tigres son su debilidad”. Entonces, yo, arrastrado por la mirada de la niña, le conté que siendo niño como ella hicimos un viaje a Tailandia, y que visitamos un monasterio budista que le llamaban “de los tigres”. Le conté la historia que una vez hubo un incendio en la selva y que los campesinos del lugar encontraron crías de tigre y que al monasterio los llevaron. Los monjes con biberones los criaron como si fuesen bebés. A partir de entonces les siguieron llevando los cachorros de tigre que huérfanos se quedaban, y que crecieron en familia con las personas.
»”Cuando fuimos a visitar el monasterio un tigre me lamió y yo me abracé a su cabezota, tenía una gran lunar de pelo blanco en la frente. Yo tenía ganas de jugar con él y el tigre conmigo, yo le ataqué primero y él respondió con fiereza lanzando un rugido terrorífico, nos enzarzamos en una lucha a muerte y rodamos por el suelo. Cuando mis padres vieron mi gorrita y un zapato tirados por el suelo, y nuestros cuerpos que eran una confusión de piernas, patas, manos y zarpas, y la enorme boca del tigre cerrada sobre mi hombro, dieron un grito, mi madre se desmayó. Los monjes corrieron a nuestro encuentro. Cuando consiguieron separarnos yo estaba lleno de tierra, la camisa rota y mojado por los bocados del tigre. Nunca olvidaré esa pelea, — me erguí, miré al cielo y alcé el puño, sentí como una corriente eléctrica me sacudía de los pies a la cabeza. Me volvía a agachar y continué con el relato—. Mis padres no me dejaron volver a su lado. Por la noche salí de mi habitación sin hacer ruido y me deslicé hasta el patio. Brillaba la luna llena, a mi encuentro vino un gran tigre, tenía un lunar en la frente. Me monté en él y a sus lomos cabalgué a través de la selva, los animales más peligrosos se apartaban con temor de nuestro camino, saltamos profundos barrancos y escalamos montañas con nieves perpetuas. Antes del amanecer volvimos al monasterio, mis padres nunca supieron lo que habíamos hecho por la noche, se habrían muerto de miedo, fue un secreto entre el tigre y yo”. La niña me escuchaba atenta, sus ojos desbordantes de ternura, curiosidad y admiración me hicieron sentir la emoción de cabalgar a lomos de un tigre, hasta llegué a sentir el aire en la cara cuando saltábamos por encima de los precipicios. Su mirada me hirió como un dardo que se hubiese clavado en mi corazón. ¿Cómo expresar lo que sentí? ¿Con un relato? No, de la herida brotó un poema.
A esa niña. ¿Qué tienen tus ojos, niña mía? ¿Qué tienen tus ojos que los míos han perdido? Cuando yo te cuento mis historias Tú giras tus grandes ojos negros llenos de curiosidad y de fantasía y los clavas en los míos, ya envejecidos de tanto llorar sin lágrimas. ¡Por favor, no me mires! ¡No me mires, te digo! En tu vida veo mi muerte, en tu alegría mi tristeza, en tu curiosidad mi hastío. ¡No me mires, niña mía!
¿Dónde está ese muchacho de corazón valiente que volaba más alto que las aves del cielo?, que tenía por caminos los finos rayos de las estrellas, que sus alas el viento envidiaba. Más bravo que el toro, que a la muerte de frente mira, y que en su busca se arranca… y la muerte retrocede con espanto. Que por sus venas galopaban caballos desbocados de aventura, de valor y de audacia que al miedo arrollaban. ¿En qué se han convertido esos caballos, niña? El miedo se ha convertido en algo negro y denso… ¡Ya nada galopa, niña mía! Por mis venas ya sólo fluye el gélido veneno del vencido, y una niebla fría y húmeda penetra por mis huesos. El sol hace tiempo que dejó de brillar. ¿Sabes, niña? ¡Yo tenía una espada! Una espada terrible. Una espada que al empuñarla la tierra temblaba con el retumbar de mil truenos en sus entrañas. Una espada que al desenfundarla las tinieblas se rasgaba con el fulgor de mil soles. Pero ahora, niña, ya no tengo la espada. Ahora arrastro el peso de su funda vacía. ¿Qué ha sido de la espada que hacía temblar la tierra? ¿Qué ha sido de la espada que daba luz al cielo? No lo sé, niña mía, no sé qué ha sido de ella. Quizás la haya perdido en una lucha inútil. En la lucha contra los días sin rostro. En la lucha contra mi propia indiferencia. Contra el desamor de mi amor. Contra la traición de mis guerreros. ¡Ay! Contra la frialdad de los míos. Dime, pequeña, ¿dónde está quién yo era? ¿Qué ha sido de ese niño y su espada? Yo no lo sé, vida mía. ¿Qué fue de él, ángel mío?
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