EL FANTASMA DEL CAMINO Un joven llamado Mateo Martín que vivía en la ciudad de Burgos, decidió hacer el Camino de Santiago andando. Sabía que sería largo y cansado, pero no le importó porque tenía ganas de conocer nuevas tierras y hacer muchos amigos. Preparó su mochila con lo más necesario para su viaje y además cogió su bastón de peregrino en el que colgó su concha y su calabaza seca para llenarla de agua en las fuentes que encontrara a su paso, así podría calmar la sed. Tenía pensado dormir en los albergues de peregrinos que había en muchos pueblos a lo largo de todo el camino. Comenzó su viaje con paso ligero una madrugada antes de que el sol saliera con gran alegría en el corazón. Caminó cientos de kilómetros en los días que siguieron, andando al amanecer y durmiendo en los albergues por la noche. Cada día, cuando llegaba a su meta, se dirigía a la Iglesia del pueblo para que le pusieran un sello en su credencial. Ya tenía muchos sellos pues había caminado durante largas jornadas, durante las cuales había conocido a gran cantidad de personas de todo el mundo con las que iba hablando animadamente mientras caminaban. Mateo estaba contento pues todas sus ilusiones se estaban cumpliendo: ya tenía muchos amigos más. Un día, después de caminar toda la jornada, llegó a un pueblo leonés llamado Foncebadón. Vio a lo lejos una cruz muy alta clavada en un montón de piedras. Se dirigió al albergue donde pasó la noche en compañía de otros peregrinos con los que estuvo hablando animadamente y contando historias y leyendas del camino hasta la hora de irse a la cama. Se despertó todavía de noche y tras un buen desayuno comenzó su camino acompañado de otros peregrinos que salieron a la vez que él hacia Ponferrada, su próxima etapa. A medida que caminaban el grupo se fue separando: unos caminaban más deprisa, alejándose, otros caminaban más despacio quedándose atrás, y poco a poco el grupo fue haciéndose más pequeño hasta que se quedó solo por completo. Mateo no se extrañó por esto, muchas veces había caminado solo durante un buen tiempo, pero pronto encontraba a otras personas en el camino. Sin embargo, en esta ocasión no apareció nadie. Pasó una hora, dos, tres… y seguía estando solo, nadie por delante, nadie por detrás. El

camino comenzó a discurrir metiéndose en el interior de un bosque de castaños que iba haciéndose cada vez más espeso y oscuro. Las hojas de los árboles apenas dejaban pasar la luz del sol. Mateo comenzó a tener miedo. ¿Por qué no encontraba a nadie? ¿Por qué su camino se iba haciendo tan oscuro? De pronto comenzó a silbar un viento que al soplar entre las hojas de los castaños producía un sonido parecido al de un hombre llorando. Poco a poco se dejaron de oír los cantos de los pájaros y sólo el ulular de una lechuza rompía el silencio fantasmal que inundaba el bosque. La oscuridad era cada vez mayor y su ánimo empeoró al darse cuenta de que no tenía comida ni agua. La noche le sorprendió cuando la oscuridad y el silencio se hicieron absolutos. ¿Por qué se había hecho de noche tan pronto? Tuvo que sacar su linterna para seguir caminando, ya completamente aterrorizado. Cuando estaba a punto de echarse a llorar vio una luz a lo lejos que le animó a caminar más deprisa. A medida que se acercaba empezó a descubrir la figura de un castillo con sus ventanas iluminadas. El silencio rodeaba aquella enorme fortaleza de piedra. Cuando estuvo cerca se dio cuenta de que el puente levadizo estaba bajando lentamente y asomándose al foso vio las bocas de enormes cocodrilos con dientes afilados. Un escalofrío le recorrió su columna vertebral y dudó un momento antes de atravesar el puente, pero no tenía otra opción, estaba perdido y solo en completa oscuridad en mitad de un bosque inmenso de castaños centenarios. Y además hambriento y sediento. Cruzó el puente y unas puertas gigantes de madera de roble se abrieron a su paso con un chirrido que le heló la sangre. ¿Quién viviría en ese castillo? Parecía que le estuvieran esperando. Lleno de temor se metió dentro. Estaba iluminado por antorchas, y siguiendo un largo pasillo llegó a una gran sala donde había una enorme chimenea con un buen fuego encendido. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie. ¿Hay alguien aquí? – gritó. Sólo le respondió el silencio. Aguzó el oído y creyó escuchar un sonido como de pezuñas de animal caminando, y dirigiendo su mirada hacia el lugar de donde venía el ruido, pudo contemplar a un enorme perro mastín que le observaba desde una puerta moviendo el rabo. Parecía un perro amigo, pues no gruñía y poco a poco se fueron acercando el uno al otro hasta estar juntos. Mateo acarició al perro con precaución al principio, pues tenía miedo de que le mordiera, pero este le lamió la mano mientras movía la cola. El animal se dio la vuelta y le miró invitándole a seguirle. Mateo

fue tras él y juntos llegaron a otra habitación más pequeña con una cama muy grande y cómoda. Otra chimenea encendida daba calor a esta nueva estancia. El perro le volvió a mirar y le condujo por otra puerta a un cuarto de baño donde había una bañera llena de agua humeante lista para ser usada, con todo lo necesario para su aseo después del camino: jabón, champú y una toalla limpia. El perro le tiró de la ropa indicándole que podía bañarse si así lo deseaba. . Mateo dudó un momento pero su cansancio era tan grande que decidió utilizar la bañera, ya que no podía hacer otra cosa. Se desvistió y se dio un baño relajante que le dejó como nuevo. El mastín se tumbó junto a la puerta vigilando a su nuevo amigo. Cuando Mateo terminó su baño se dirigió al dormitorio donde encontró sobre la cama un pijama calentito y unas zapatillas. Dejó su mochila junto a la cama y siguiendo la mirada del perro fue de nuevo a la gran sala de la chimenea enorme. Se maravilló al ver una mesa junto al fuego llena de ricos manjares: Macarrones con tomate, pollo asado, patatas fritos, fruta fresca, una deliciosa tarta de chocolate y agua. Como estaba hambriento y tras mirar al perro que movió la cabeza como dándole permiso, se sentó a la mesa y comió con enorme apetito toda la comida de la que disponía. Cuando terminó de comer se sintió mejor y mirando a su alrededor descubrió un sillón junto al fuego. Encima de una mesita baja encontró un papel con estas palabras: Querido amigo peregrino: Hace 200 años, cuando el Camino de Santiago se hallaba ya lleno de peregrinos, una noche de fuerte tormenta acudieron a las puertas de mi castillo dos hombres que se habían perdido en el bosque y que me pidieron refugio para pasar la noche. Como yo era un hombre malvado no les di alojamiento y a la mañana siguiente descubrí que habían sido devorados por los cocodrilos, pues en la oscuridad cayeron al foso. Una maldición cayó sobre mí y fui convertido en perro. Desde entonces y cada año estoy condenado a dar alojamiento y comida a un peregrino que llega sin saber como a mi castillo. Puedes dormir tranquilamente en la cama sin temor pues yo vigilaré tu sueño y nada malo te ocurrirá. Que tengas un buen camino, peregrino. Firmado: El Conde de los Dientes Afilados.

Mateo muy asombrado por lo que acababa de leer se fue a la cama donde cayó rendido y durmió toda la noche arropado por suaves sábanas de seda y agradables mantas de lana mientras soñaba cosas bonitas. Cuando se despertó por la mañana se encontró tumbado en medio del bosque en un lecho de hojas. El castillo había desaparecido. Su mochila estaba llena de comida y su cantimplora llena de agua. Enseguida vio una flecha que le indicaba por donde debía continuar y tras andar unos metros encontró de nuevo el camino. Miró por última vez hacia atrás y vio a lo lejos la silueta del mastín que le despedía moviendo la cola. Un grupo de alegres peregrinos le saludaron: ¡Buen camino, peregrino! Se unió a ellos y siguió su marcha hasta Ponferrada. Mateo nunca olvidó este extraño suceso que tuvo lugar en las tierras de Ponferrada.

Henar Bartolomé Martín