Más allá de la inocencia Emma Holly

RESUMEN: Edward Burbrooke y Florence Fairleigh tienen dos cosas en común: el mismo abogado y un interés urgente en encontrar a la persona adecuada para sus respectivos planes. Edward necesita una mujer que se case con su joven hermano Freddy para acabar con el escándalo que suponen los escarceos homosexuales de éste. Florence busca un marido amable, dulce, y, sobre todo, con la suficiente fortuna como para alejar de ella para siempre el fantasma de la pobreza. Con lo que ninguno de los dos contaba es con la tórrida atracción que surgirá entre ellos, un deseo irrefrenable que puede cambiarlo todo. ELLA BUSCABA UN MATRIMONIO SIN AMOR Cuando pone pie en Londres, Florence tiene claro que no viene en busca de amor, sino de un marido que solucione su vida, y está dispuesta a emplear la mitad de la exigua herencia que le ha dejado su padre para conseguirlo. El matrimonio de conveniencia que le propone su abogado con el joven Freddy Burbrooke le parece una solución práctica, casi ideal. Pero si el amor no entra en sus planes ¿por qué no puede evitar estremecerse cada vez que está cerca de Edward, el frío y distante hermano mayor de Freddy? ÉL LO CALCULÓ TODO, MENOS SU PROPIA Y ARROLLADORA PASIÓN... Desde muy joven, Edward se ha visto obligado a cuidar de su querido hermano pequeño, y se ha convertido en un verdadero padre para él. Eficiente y calculador, le ha buscado incluso una esposa para salvaguardar su honor tras el último escándalo. Pero Edward no lo tiene todo controlado. Quizá si no hubiera visto a su futura cuñada aquella tarde, cambiándose ante el espejo, podría sacársela de la cabeza. Pero ahora, cada vez que está cerca de ella, todo su planeado esquema parece desmoronarse ante una pasión que no conoce límites.

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Prólogo —¡Con un lacayo!— rugió Edward—. ¿Te han sorprendido en tu habitación con un lacayo? La ira lo había impulsado a levantarse detrás de su mesa de trabajo. Ahora apretó con fuerza el borde de roble tallado, como si con la sola presión pudiera conseguir que la confesión de su hermano se desvaneciera. Freddie estaba hundido en una silla de cuero rojo con las piernas cruzadas mientras se miraba detenidamente las uñas bien pulidas. Aquella actitud indolente le sentaba bien a su esqueleto larguirucho. Vestido con una camisa de un blanco deslumbrante y una chaqueta bordada con muy buen gusto, era el niño encantador en persona, con sus gráciles extremidades desgarbadas y su belleza exhibida en una especie de desorden estilizado. Sin embargo, en su rostro se adivinaba un sufrimiento palpable. —Son las pantorrillas —dijo, en un débil intento de tomárselo con humor—. Jamás he podido resistirme a un hombre con un par de bonitas piernas. Edward sintió que algo le apretaba el pecho. Volvió a sentarse, aquejado de una brusca debilidad en las rodillas. —Freddie, si pensara por un instante que lo dices en serio, me abriría las malditas venas. Freddie alzó la mirada, a todas luces sorprendido por el tono de su hermano. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Ahora, como alertado por algo, dejó caer su bota al suelo y se secó las palmas de las manos en la pernera de los pantalones. —Desde luego que no lo digo en serio —dijo—. Ya me conoces, me cuesta desperdiciar la oportunidad de una chanza. Llamémosle demencia pasajera. Como si quisiera recuperar mi época de estudiante, o alguna tontería por el estilo. Edward se tapó la cara. La ligereza de la respuesta de Freddie no mitigaba en nada su conflicto interior. Pensó que jamás debería haber enviado a Freddie a Eton. Poco importaban las generaciones de varones Burbrooke que los habían precedido. Él debería haber sabido que un chico sensible como Freddie no sobreviviría a aquel infierno de la anarquía adolescente. Edward tenía diecisiete años cuando tomó esa decisión, sus padres acababan de fallecer y él se había convertido en mentor absoluto de su hermano de doce años. En ese momento, había creído que era necesario enviar a Freddie a Eton porque, pensaba, de otra manera éste no podría asumir el lugar que le correspondía en la sociedad. Sintió una mano cálida que se posaba en su cuello. Freddie se había acercado a su mesa.

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—Vamos, hermano —dijo, presionándole suavemente la nuca—. No es culpa tuya. Tú ni siquiera estabas. Edward dejó escapar un suspiro y alzó la mirada. Su expresión se endureció. —¿Quién os ha descubierto? Freddie hizo una mueca. Con el dedo dibujó un círculo en la superficie oscura y lustrosa de la mesa. —He ahí el problema, me temo. Fue el hacendado local, lo invitaron a la fiesta porque Farringdon está endeudado con él hasta el cuello.— ¿Cómo se llama? —insistió Edward, decidido a ponerse a la tarea de despejar aquel asunto. —Samuel Stokes. —¿El magnate de la destilería?— Freddie respondió con un mohín. —Exactamente. Después de haber obtenido el título de Sir, se ha hecho un lugar en el vecindario a golpe de sobornos. Según Farringdon, el tipo es un poco careto. —¡Pero eso empeora aún más las cosas! Si hubiese sido uno de los nuestros el que te descubrió, se echaría a correr el rumor de ―on dit que‖, pero no amenazarían con denunciarte. ¿Tienes idea de lo que podría suceder si llevaran esto a los tribunales? ¡Sería tu perdición! Freddie se aclaró la garganta. —La verdad es que Stokes me amenazó con denunciarme ante el magistrado. Dijo que era un mal ejemplo para los estamentos inferiores. —Dios mío. —Pero se retractó cuando supo quién era mi hermano —siguió Freddie, arqueando las cejas—. Al parecer, eres un hombre respetado en el gremio industrial, a pesar de no ser más que un señor elegante e inútil. —Estupendo —gruñó Edward. Echó la silla hacia atrás para incorporarse y cerró los ojos. Sentía latir las sienes bajo el peso de las expectativas de Freddie. —Tal vez se dejaría sobornar—sugirió Freddie—. Podrías patrocinarlo para que ingrese en tu club. —Me reuniré con él—anunció Edward—clavando a Freddie con su mirada más severa—, y si cumple las condiciones, consideraré la posibilidad de proponer su nombre en White's. —Pero, Edward... Edward lo hizo callar poniéndole la mano en su ancho hombro de jovenzuelo. Freddie había sido campeón de remo en la escuela, capitán del equipo, admirado por todos los que le conocían. Todavía lo admiraban. Edward sabía que daría su brazo derecho para que eso no cambiara. Su hermano jamás se convertiría en el hazmerreír de los suyos. —Freddie —dijo—, le daré a Stokes mi palabra de honor de que esto no volverá a suceder, y confío en ti para que la promesa se cumpla. 3

Freddie no desvió la mirada y, en realidad, tampoco articuló palabra. Sin embargo, tenía los labios tan apretados que éstos adoptaron un tinte blanquecino. —Puedes conseguirlo —siguió Edward, dejando que el afecto que sentía por su hermano suavizara sus palabras—. Sólo tienes que proponértelo. ¿Recuerdas cuando eras el primero de la clase en matemáticas? ¿Y cuando aprendiste a nadar? Freddie sofocó una carcajada. —Aprendí a nadar por una cuestión de puro terror. —Entonces vuelve a sentir el puro terror —dijo Edward, suavizando aún más su voz—. La gente no suele ignorar este tipo de asuntos, y menos si no paras de restregárselo por la cara. Los ojos luminosos y azules de Freddie se humedecieron con lágrimas no derramadas. Inclinó la cabeza. —No tenía la intención especialmente a ti.

de

restregárselo

a

nadie

por la

cara,

Edward lo atrajo hacia él y lo abrazó. —Ya lo sé. Pero ha llegado el momento de dejar estos juegos como cosa del pasado —advirtió, y cogió a Freddie por los hombros—. ¿Por qué no te conformas con una de esas jovencitas que debutan en sociedad y se quedan suspirando cuando te ven pasar? —No sé quién querrá relacionarse conmigo cuando esto se sepa —dijo Freddie, con un amago de sonrisa torcida—. Las mujeres que buscan marido ya ni siquiera desean hablar conmigo. Y si tienes en cuenta que, además, soy el hermano menor... —Idiotas —sentenció Edward, haciéndose eco de la sonrisa de Freddie—. Deberían saber que yo jamás permitiría que pasaras privaciones. Freddie dejó escapar un suspiro con expresión pensativa. Edward había intentado impedir que la dependencia económica de su hermano se convirtiera en un problema. Aparte de una pequeña propiedad que su madre había dejado para su hijo menor, el control de las propiedades de los Burbrooke estaba íntegramente en manos de Edward. Éste se había asegurado que Freddie jamás tuviera que pedir dinero a otros y éste, aunque no era ningún tacaño, se cuidaba de vivir dentro de los límites de las rentas que recibía. Sin embargo, la causa del suspiro de Freddie no eran las limitaciones de la condición de primogénito de su hermano. —Escoger a una mujer que sea lo bastante buena para ser tu cuñada no será fácil —dijo. Edward rió y le dio una palmada en el hombro, si bien en su fuero interno, donde se alimentaba su amor por Freddie, sabía que el peligro no había pasado.

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Capítulo 1 Con semblante grave y manos temblorosas, la señorita Florence Fairleigh bajó del hacinado vagón para descubrir una escena digna del hospital psiquiátrico de Bedlam. Una multitud agitada de hombres: obreros, empleados y, aquí y allá, algún caballero con sombrero de copa, se empujaban unos a otros a toda prisa para llegar al tren del que ella acababa de bajar. Por encima de su cabeza, el techo de la estación de Euston se alzaba con las dos vertientes de un tejado de granero, y sus vidrios manchados de hollín filtraban la luz del sol y le daban una textura acuosa más propia del atardecer que del mediodía. Bajo sus pies..., y bien, bajo sus pies el suelo no parecía aún del todo sólido. Frunciendo el ceño, se alisó el vestido negro arrugado de alepín. Ninguna de aquellas observaciones tenía que ver con su objetivo. Su objetivo era su futuro y a su futuro no lo detendrían los miedos propios de una señoritinga. Se volvió para mirar a su compañera. Lizzie, la criada factotum de los Fairleigh, seguía aferrada a la puerta del vagón, cuya suciedad amenazaba con estropear los mejores guantes blancos de su dueña. Un viejo vestido rosado de Florence, otra de las prendas que le había prestado, colgaba de la frágil osamenta de Lizzie. A sus dieciséis años, y ya casi crecida del todo, la criada no representaba más de doce. En realidad, pensó Florence, la única ventaja de viajar con una persona más tímida que una misma era que servía para hacerla más fuerte. Ahora se hizo fuerte y con un gesto le ordenó a Lizzie que bajara. —No pasa nada, es seguro —dijo con toda la firmeza de la que pudo hacer acopio. Con una expresión de inquietud no disimulada, Lizzie bajó, con paso inseguro, como si el tren fuera un dragón que se hubiese propuesto, aunque sin acabar de decidirse, expulsarla momentáneamente de sus entrañas. —Ay, señorita —dijo, con un suspiro de asombro—, qué impresionante es Londres. —Tienes que llamarme señorita Fairleigh —corrigió Florence, cogiendo a Lizzie por el brazo para guiarla en medio del ajetreo de la estación—. Como corresponde a una joven con su señora. Ésa era la historia que ambas habían acordado, puesto que Florence no podía viajar sin una acompañante, y era muy difícil imaginar una acompañante menos imponente que Lizzie Thomas. Con su vestido oscuro y deslavado, Florence pensaba que su propio aspecto se parecía mucho al de una institutriz, aunque por el ancho de las mangas y el grueso del busto no parecía demasiado a la moda. En la penumbra del vagón, todo había transcurrido sin problemas. Sin embargo, cuando habían desembarcado en las sucesivas estaciones para aprovisionarse de agua entre Lancashire y Londres, Florence había sido objeto de miradas curiosas.

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Al parecer, ni siquiera una institutriz pasaba desapercibida a las miradas masculinas. —Ay, señorita —dijo Lizzie, sacándola de sus ensoñaciones—, quiero decir, señorita Fairleigh, ¿Cómo sabremos adónde hay que ir? —Seguiremos a los demás —dijo Florence—. Seguro que se dirigen a la calle. Fue necesaria una breve discusión para convencer a Lizzie que no era ella quien debía cargar el equipaje de Florence. Una vez solucionado el problema, pronto se encontraron bajo el monumental arco dórico de la entrada. Para desilusión de Florence, el gentío en el interior de la estación no hizo más que aumentar en el exterior. Allí la confusión se multiplicaba, entre los coches y carruajes pesados, entre vendedores ambulantes que anunciaban sus mercancías a gritos y un penetrante olor, mezcla de patio de establo y de fuego apagado del día anterior. Florence no tenía ni la menor idea de cómo avanzar a través de ese tumulto. Cuando ya se había tragado unas cuantas lágrimas, un mozo harapiento le tiró de la manga de la capa. Florence vio unos ojos enormes en un rostro sucio pero de expresión tan astuta que, por un momento, tuvo miedo. Se llevó la mano a su bolso. —¿Necesitan un coche? —ofreció el mozo—. Puedo buscarle uno por un penique. —¿Un penique? —exclamó Lizzie, que sintió que su genio recobraba vida al oír esa propuesta de saqueo de sus recursos—. Lo llamarás por un cuarto de penique, bribonzuelo. Florence sonrió al ver su indignación. —Un penique está bien —dijo—, pero te pagaremos después de subir al coche. Esto le pareció justo al mozo, que se mostró diligente en su misión. Al cabo de unos minutos, Florence y Lizzie subían a un elegante coche. Florence le dio la dirección al conductor, dirección que éste afortunadamente conocía. Después de una breve espera para introducirse en el tráfico, se unieron al flujo de carruajes y de ruidosos tranvías de dos pisos. Puesto que el conductor iba sentado en un pescante situado en la parte trasera del carruaje de dos ruedas, sus pasajeras tenían una clara perspectiva de todo lo que pasaba. Florence intentaba mantener la dignidad, pero Lizzie estaba francamente boquiabierta. —¡Mire, señorita! —exclamó, señalando las famosas terrazas de Bedford Square—. Mire a esa institutriz con su delantal—. ¿No le parece la cosa más elegante que haya visto jamás? Por su parte, Florence tomaba cuidadosa nota del sólido y clásico perfil del British Museum detrás de las columnas. Aunque no consiguiera nada con ese horrible viaje, se había prometido a sí misma que vería los mármoles de Elgin. El coche continuó hasta el Strand. A Florence el distrito comercial se le antojó como una mezcla de multitudes y suciedad pero, aún así, emocionante. Sentía leves escalofríos en el cuero cabelludo mientras

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miraba a su alrededor. Todos allí tenían un aire de estar ocupados en algo. Era como si no vieran la cúpula dorada de San Pablo, alzándose por detrás de la niebla cargada de hollín, como una aparición mágica. Cada cual iba preocupado de sus asuntos, supuso Florence, acostumbrados ya a las maravillas de la ciudad. Tal vez algún día ella también se acostumbraría. Mientras se entregaba a estos peculiares devaneos, entraron en una calle menor adoquinada y se detuvieron ante un edificio estrecho con una fachada de ladrillo manchada de hollín. —Hemos llegado, señorita —dijo el conductor. Florence sintió que el corazón, que se le había calmado durante la travesía, reanudaba su ritmo galopante. Apretó contra el pecho un guante humedecido por el sudor. Había llegado el momento en que se decidiría su futuro, y ése era el lugar donde sus sueños se cumplirían o se harían añicos. Respirando pausadamente, contó un número asombroso de monedas que sacó de su cartera y ayudó a apearse a su supuesta doncella. Una pequeña placa en el muro declaraba que el edificio pertenecía al «Señor Mowbry, Procurador», así que Florence cuadró los hombros y tocó el timbre. Abrió la puerta un hombre de aspecto robusto y de edad mediana que se rascaba la barba y bizqueaba. Llevaba la chaqueta marrón de tweed abierta a la altura de la barriga. A juzgar por el grueso reloj de oro que brillaba en su chaleco, a juego con la chaqueta, Florence dedujo que debía tratarse del señor Mowbry. —¿Señorita Fairleigh? —inquirió éste, lanzando una mirada de duda que iba de una mujer a la otra. Florence se sonrojó, entendiendo por su expresión que su aspecto debía ser bastante poco elegante. —Yo soy la señorita Fairleigh—dijo, y le tendió la mano. El abogado la estrechó con un dejo de desconcierto—. Por favor, perdone nuestro aspecto. Hemos venido a verlo directamente de la estación. Ya sé que estas prisas son poco corrientes, pero queremos concluir rápidamente nuestro asunto. La conciencia que tenía de la necesidad de obtener un resultado favorable era tan acusada que la voz le tembló en la palabra final. Ante esa inflexión delatora, el señor Mowbry respondió con una sonrisa amable. —Desde luego —dijo, haciéndolas pasar amablemente—. No tengo ninguna duda de que me complacerá hacer todo lo que esté en mi poder por la hija de mi viejo amigo. Una vez dentro, Florence miró a su alrededor con curiosidad. El despacho del señor Mowbry era pequeño pero ordenado. El revestimiento de las paredes brillaba con un lustre reciente, las estanterías estaban llenas de grandes volúmenes empastados con papel vitela, y la alfombra turca oscura no mostraba la más mínima señal de desgaste, todo lo cual parecía de buen augurio para las expectativas de Florence. La tensión en sus hombros se relajó cuando sirvieron el té y el abogado le presentó sus condolencias. Lizzie se instaló con la criada de la limpieza en una pequeña

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sala que daba al salón y sabiendo que no debería dilatar más su explicación, Florence abordó el objeto de su visita. —Como procurador de mi padre —comenzó—, sabe que me ha dejado una pequeña herencia. El señor Mowbry asintió con un gesto de la cabeza. —Así es. Me ha impresionado la manera tan conservadora en que ha hecho uso de ella. Muchas jóvenes no habrían sido tan sensatas. —Sí —dijo Florence, y retorció los guantes que sostenía sobre el regazo. Temía que cuando el señor Mowbry escuchara su plan, no se le ocurriría tratarla de sensata. Y continuó con dificultad—. He sido prudente en los seis meses que han pasado desde la muerte de mi padre, pero he llegado a entender que el dinero no me durará mucho tiempo. No culpo a mi padre. Era un hombre amable, y su posición como párroco le obligaba a incurrir en ciertos gastos sociales. En realidad, como no se daba cuenta de los gastos de tal o cual pequeño lujo, creía que yo conseguía reservar algo de mis mensualidades para la casa. Permití que lo siguiera creyendo porque era un hombre bueno y cariñoso, y porque no quería que se preocupara. Pero ahora ya he sacrificado todo lo que puedo sacrificar, con la excepción de Lizzie, a quien no me atrevo a despedir aunque renunciara a ella, porque es huérfana como yo, y no sé qué sería de ella. —Ya entiendo —dijo el señor Mowbry. La sonrisa que asomaba en sus labios desmentía su tono serio. Abrió los brazos y dio unos golpes suaves en los extremos de su mesa—. Perdóneme por ser tan atrevido, señorita Fairleigh, pero es usted una joven muy atractiva. ¿No cree que podría casarse antes de que se le acabe el dinero? —Esa es mi intención —respondió ella, esforzándose en mantener la voz serena—. Lo que sucede es que quisiera... Quizá es una actitud egoísta, pero quisiera casarme dignamente. En mi pueblo sólo hay un caballero que podría considerar como pretendiente, y su intención es que done el dinero de papá a una sociedad y que lo acompañe en su labor pastoral en África. Estoy segura de que se trata de una ocupación digna, y si fuera cualquier otro hombre, puede que contemplara la posibilidad, pero él es... es... —¿Un santurrón consumado? —sugirió el señor Mowbry. —Sí, así es —convino ella, sonrojándose violentamente ante aquella franqueza, aunque sin intención de contradecirlo. —Entonces tiene que venir a Londres, donde los caballeros son muchos y variados. —Sí —dijo ella, y se inclinó con gesto decidido en su silla —. He oído decir que aquí hay mujeres que, tras el pago de una cierta suma, patrocinan durante una temporada a muchachas jóvenes sin relaciones, se preocupan de que vayan acompañadas y de presentarlas a hombres respetables. Estaría dispuesta, si usted pudiera recomendarme a una persona de ese tipo, a destinar hasta la mitad de mi herencia a esa empresa.

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El señor Mowbry abrió la boca para hablar pero, por primera vez en su vida adulta, Florence interrumpió a un caballero. Ése era el punto clave de la cuestión y el señor Mowbry tenía que entender lo que ella deseaba antes de dejarlo entrar en escena. —No creo apuntar demasiado alto—le aseguró—. Me conformaría con un hijo menor. Incluso con un comerciante. Ya sé que no tengo una formación muy elevada. Algo de música y un poco de francés es lo único que puedo alegar en mi favor. Sin embargo, como usted ha dicho, soy una mujer atractiva y nadie se ha quejado nunca de mis modales. No espero amor, sino sólo ser tratada con cariño. Y más que cualquier cosa, deseo no tener miedo, saber que siempre tendré un techo y que será mi techo, no el de un anfitrión indiferente o de un amigo compasivo. —Y deseo —dijo, para concluir, ocultando las manos temblorosas en los pliegues de la falda—un poco de seguridad. El señor Mowbry había escuchado todo aquello con una expresión de intensa concentración. De hecho, era tan intensa que a Florence le costaba sostener su mirada. —Hmm —dijo ahora, golpeándose en los labios con las manos plegadas—. Creo, señorita Fairleigh, que usted subestima sus encantos. Desde luego, su modestia le honra, y le honra tanto como su atractivo. — El señor Mowbry después de incorporarse, comenzó a pasearse de un lado a otro de la estantería con puertas de vidrio. Su energía impresionó a Florence, al igual que la evidente seriedad de su planteamiento. Ahora lo oyó murmurar para sí, con frases como «sí» y «es la persona indicada» y «de lo más delicado, pero si se aborda de manera adecuada...» Mientras lo observaba, Florence supo que su padre había acertado al llamarlo el Agudo señor Mowbry. Si había alguien que pudiese allanar el camino hacia su futuro, ése era el hombre. Finalmente, se detuvo en medio de su paseo y se giró para mirarla. —Creo que he dado con una solución —dijo y alzó las manos para adelantarse a una pregunta que ella no tuvo la entereza de formular—. No le prometo nada, señorita Fairleigh, pero soy capaz de sacar adelante esta iniciativa... Ay, si así fuera... podría significar la fortuna para los dos. —Oh, no, señor Mowbry. —Florence negó enfáticamente con un gesto de la cabeza—. No tengo necesidad de fortunas, sólo una pequeña... —Calle usted —ordenó el procurador—. Si no me equivoco en mis conjeturas, tendrá precisamente lo que desea, es decir, un impecable anfitrión, un marido amable y el mejor de los techos posibles que la cobije. Sin embargo, primero tenemos que ocuparnos de su ajuar. No puede presentarse ante nadie vestida así. Aunque Florence sabía que ésa era una medida necesaria, no pudo reprimir un gemido para sus adentros. Los vestidos de las damas eran muy caros, y su pequeña cuenta a duras penas soportaría esa sangría. Pero sabía que tenía que ser valiente. Tenía que arriesgarlo todo con el fin de obtener algo. Si llegaba a suceder lo peor y malgastaba su dinero, encontraría un empleo para Lizzie y ella misma se ofrecería como 9

gobernanta. Otras mujeres ya lo habían hecho, mujeres de mejores familias que la suya. Algunas probablemente se habían enfrentado a temores tan grandes como los suyos. Florence no podía ser menos. Puede que fuera tímida pero, al fin y al cabo, no era una cobarde. Habiendo tomado esta resolución, sus manos casi habían recuperado la calma cuando llegó el momento de aceptar una carta que el señor Mowbry escribió en un instante. El lacre de cera roja aún estaba tibio al tacto. En aquellos días, la mayoría de las personas utilizaban sobres, pero quizá la vieja costumbre propia de caballeros era más atractiva para un abogado. Como las hijas de los párrocos, la mayoría no estaban ni aquí ni allá a los ojos de la sociedad. —Ésta es una carta de presentación para una amiga mía —dijo—. Es una modista de mucho talento, recién llegada de París y que ha comenzado a hacerse una clientela. Le he dado instrucciones para que cargue lo que usted necesita a mi cuenta. No —dijo, y se llevó un dedo a los labios para silenciarla—. No proteste, Su padre fue muy bueno conmigo en Oxford y me pagó muchas cenas cuando no tenía ni un par de chelines. Le pido que considere esto un pago de esa deuda. —Con intereses añadidos —dijo Florence, sintiendo desbordaban las lágrimas ante esa muestra de generosidad.

que

se

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—Con intereses añadidos —convino el señor Mowbry, y llamó a su asistente para que fuera a buscar un coche. La amiga del señor Mowbry, madame Victoire, trabajaba en una primorosa casita cerca de las tiendas elegantes de Bond Street. Geranios de rojo vivo asomaban por el alféizar de las ventanas, todas abiertas y en una de las cuales se adivinaba el perfil perezoso de un gato anaranjado. Florence, que había tenido ciertos problemas con los gatos, esperaba que la siesta del felino fuera larga. Una criada de vestido negro y delantal blanco las hizo pasar al salón. Aunque pequeña, la sala era cómoda, sus techos modelados según el vistoso estilo georgiano. La luz que había era la que se filtraba por las ventanas. Los muebles eran antiguos y delicados, una mezcla de dorado y crema, en suma, una habitación bastante más agradable que cualquiera en que la Florence hubiese vivido, a pesar de la afición de su padre a la comodidad. La única señal de que el salón pertenecía al negocio de su dueña era el maniquí de sastre en medio de un círculo de luz tamizada y pálida, y el retazo de terciopelo púrpura plegado sobre una silla. Al entrar, madame Victoire bullía de emoción. Como muchas de sus compatriotas, era una mujer alta y de tez oscura, de gestos nerviosos y una boca grande de labios rojos. —¡Oh, lá lá! —exclamó, cogiéndole las manos a Florence para llevarla hacia la luz plateada—. ¿A quién tenemos aquí que ha venido a visitar mi modesta tienda? Florence no alcanzó a contestar porque madame Victoire la hizo girar inmediatamente y comenzó a hacer aspavientos a propósito de su vestido. —Quelle horreur—dijo, palpando el pesado género—. ¡Y encima negro! Mademoiselle, nunca debe vestirse de negro. Este color no le sienta bien. 10

—Pero si estoy de luto —balbució Florence. —¡Y bien, yo se lo quitaré! —sentenció madame Victoire—. Immédiatement. Es un pecado vestir a una mujer tan bella con algo tan feo. —Hizo un gesto a la criada que observaba—. Regardez su pecho, Marie. ¡Mira sus adorables mejillas! —Con un suspiro de emoción, le quitó los guantes infantiles y gastados—. Sus manos son tan pequeñas como las de un niño. Son blancas y... De pronto, madame Victoire le lanzó a Florence una mirada asesina. Al palparle las manos, le había descubierto los callos. —Mademoiselle —dijo, con voz de tomárselo muy en serio—, esto hay que remediarlo. Se acabó lo de fregar suelos en casa. Es demasiado perfecta para que sufra ni el más mínimo defecto. —Yo... —alcanzó a decir Florence, pero la francesa no le permitió explicaciones. —Una belleza como la suya es una grave responsabilité. No sólo consigo misma sino también conmigo. Usted, señorita, será un anuncio ambulante de las habilidades de Madame Victoire. Será mejor que el hombre del anuncio sándwich. El señor Worth estará fascinado cuando se entere de mi triunfo. —¿El señor Worth? —atinó a decir Florence. Si la modista se refería a quien ella pensaba, Florence no podía aceptar la generosidad del señor Mowbry sin traicionar su conciencia. —Sí, sí—dijo madame Victoire—. El señor Worth, con quien trabajé en París. Es por eso que ha venido, ¿no? Florence se secó las manos en el vestido ya ajado. —En realidad, he venido con una recomendación del señor Mowbry. Pero me temo que no puedo pagar los servicios de una socia del señor Worth. —Bah —dijo madame Victoire—, el señor Worth no es ningún socio mío. Y usted es amiga del señor Mowbry. Ya llegaremos a algún tipo de arrangement. Florence sintió que las mejillas le ardían con el calor de la sangre que fluía como un torrente bajo la superficie. Temía que madame Victoire hubiese llegado a una conclusión equivocada. —Perdone, señora —interrumpió—. No soy ese tipo de amiga para el señor Mowbry. Ante el asombro de Florence, madame Victoire dejó escapar unas breves y sucesivas carcajadas. —Por supuesto que no lo eres, pequeña. Yo soy «ese tipo de amiga» para él. Hay que reconocerlo, es un caballero de mucho vigor, pero ningún hombre es lo bastante vigoroso para pedir más mujer que Amalie Victoire. Esta declaración causó tal asombro en Florence que no consiguió siquiera articular una respuesta, ni apropiada ni de ningún tipo. Lo único que atinó a hacer fue volver a cerrar la boca, que seguía abierta.

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Felizmente, el silencio fue roto por la entrada de un ruidoso niño. No tenía más de tres años e iba vestido con traje de marinero. Pasó corriendo arrastrando sobre la alfombra lo que parecía un oso sin cabeza. —¡Mira, mamá! —gritó, y daba la sensación de que, más que afligirlo, la decapitación lo emocionaba—. Lo ha cogido Kitty. Al ver que su madre tenía una visita, se detuvo en seco. Florence sintió que algo le apretaba el pecho, pero una vez que el pequeño la vio, ella sabía que lo que seguiría era inevitable. El niño vaciló, se la quedó mirando con ojos redondos y desconcertados, con la timidez y el interés debatiéndose en su rostro. Y luego, como un niño incapaz de resistirse al juguete de un extraño, su timidez desapareció y siguió su camino hacia el otro lado de la habitación. Por un momento, Florence temió que el niño la abrazaría por las piernas. Afortunadamente, se conformó con cogerle la mano y tirar de ella. —¡Bonita! —declaró con la franqueza propia de un niño de tres años—. ¡Ven a jugar! Florence tuvo que hacer acopio de una gran entereza para resistir a su llamada. —Dios me libre —dijo madame Victoire—. No suele portarse de esta manera con los extraños. Si hubiera sido posible, Florence hubiera querido que la tragara la tierra. Dio unos golpecitos en la mano del niño esperando que la soltara. —A los niños... les gusto —explicó. —A los niños y a los gatos —especificó Lizzie, como si aquello fuera causa de orgullo. —Y bien —dijo madame Victoire, y los labios se le torcieron en una mueca de diversión—, quizá Marie debería encerrar a Kitty en la habitación antes de que vuelva a sufrir otro ataque. —Sí —dijo Florence, con voz queda—. Aquello sería quizá lo más sensato. Cuando Marie salió a encargarse del gato, Florence recuperó la compostura y recordó la nota del señor Mowbry. Madame Victoire tardó más en leerla de lo que Florence esperaba, al tratarse de un mensaje de dos páginas en lugar de una. Cualquiera que fuese el contenido de lo que el procurador había escrito, inspiró en la mujer un copioso juego de cejas. Cuando madame Victoire término, se golpeó con la misiva en el mentón. Parecía ausente al fragor distante de los truenos en el exterior. —Hmm —dijo, exactamente en el mismo tono que había utilizado el señor Mowbry. Ese «hmm» turbó a Florence aún más que el del procurador. El abogado había escrito algo en aquella carta que no tenía la intención de enseñar a Florence, y por una razón más profunda que no querer crearle expectativas. ¡Cuánto detestaba poner su destino en manos de otra persona! La vida con su padre, a pesar de todo el cariño, le había enseñado a no depender de nadie más que de sí misma. Cómo podía ser

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de otra manera cuando era más probable que su único protector olvidara su nombre antes que olvidar el pago de una factura. Sin embargo, aparte de renunciar a su sueño, no veía otras alternativas. Tenía que confiar en el abogado y en su amiga. Sólo le quedaba rezar para que las intenciones ocultas del señor Mowbry no fueran un peligro para las suyas propias. Edward Burbrooke, conde de Greystowe, estaba todo salpicado de barro. Demasiado cansado para tocar el timbre, entró en su residencia urbana de Belgravia y se dejó caer sobre el banco de mármol junto a la puerta. Por un momento sólo atinó a mirar distraídamente sus botas estropeadas. Se incorporó al oír pasos. Sería Grimby, sin duda, que se asomaba a ver quién había entrado en el vestíbulo. —¡Dios mío! —exclamó éste, a todas luces desconcertado por el aspecto de su señor—. Está usted empapado. Edward se limitó a lanzar un resoplido como respuesta a aquella declaración de lo evidente y le entregó al mayordomo su sombrero de copa mojado. Tendría que haber vuelto cuando había comenzado a llover, pero el caballo quería pasear, el parque por una vez estaba vacío y el ánimo de Edward demasiado sombrío para renunciar a su paseo diario. Aquella mañana se había publicado un poemilla burlón en el Illustrated Times: Érase un joven vizconde de G... Que se pasaba todo el día de rodillas junto a él, su lacayo, sin quitarle las manos del pelo y su... colgando y tomando la brisilla. Cualquiera que conociera a Freddie reconocería el escándalo al que se refería. Edward hubiera querido estrangular al supuesto listillo que la había enviado, por no hablar del director que la había publicado. Como aquello era una idea poco práctica, había desahogado su frustración en los prados de Hyde Park. El goterón que se escurrió de su sombrero le recordó que el mayordomo seguía ahí. —Señor —dijo Grimby—, ¿Desea usted que llame al señor Lewis para que le quite las botas? —Sí —dijo Edward—, y dile que prepare un baño caliente. El aldabón de la puerta sonó en el momento en que Grimby desaparecía hacia la sala de los criados. Edward se incorporó soltando una risa desganada. Que más da, pensó, al menos soy capaz de abrir la maldita puerta. El individuo que había llamado y que ahora fue sorprendido hurgando en sus bolsillos en busca de una tarjeta, quedó boquiabierto. —¿Señor Mowbry? —dijo Edward, al reconocer la figura ancha y barbuda de su procurador en Londres. Aquel hombre había sido abogado de su padre. Después, había pertenecido a un bufete más grande y ahora se había lanzado por su propia cuenta. Por lo que Edward sabía, era un

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hombre francamente fiable. Aún así, no se imaginaba qué motivos le traerían a su casa. —Oh, Dios —balbució Mowbry, recuperando la compostura—. Perdóneme por venir sin anunciarme, pero ha surgido una oportunidad de la que, supongo, le gustaría estar informado. —¿Se refiere a una inversión? Si había alguien capaz de retorcerse sin moverse de su lugar, ése era Mowbry. —No, señor —explicó éste. Es una oportunidad que concierne al vizconde Burbrooke. Un escalofrío se sumó al hilillo de agua que se deslizó por la nuca de Edward. Después del mal rato pasado leyendo el Times, no quería ni pensar en los negocios que Mowbry se traía entre manos. Abrió de par en par la puerta. —Pase usted. Hablaremos en la biblioteca. —Después de dar unos cuantos pasos, Edward se dio cuenta de que iba dejando huellas de barro estampadas en las rosas de la alfombra de Bruselas—. Maldita sea — murmuró, y se quedó donde estaba mientras Lewis, el valet, acudía rápidamente y con gesto consternado. No era el tipo de jornada que tenía pensada para hoy. —¿La hija de un párroco? —preguntó Edward. —Sí —confirmó Mowbry, y sorbió el té con mudo deleite. Estaban sentados con Edward junto al fuego que Lewis había insistido en encender; cualquier diferencia de rango ahora desdibujada por el mutuo regocijo ante el calor. Edward dejó descansar un pie en la rejilla. —¿Recién llegada del campo? —No puede estar más fresca, pero ha sido muy bien criada y tiene excelente carácter. Es aquello que a los escritores de novelas les gusta llamar pequeñas almas femeninas. Edward estabilizó su plato sobre el muslo. —¿Cuán femenina? Los bigotes de puntas blancas de Mowbry se levantaron en una sonrisa. —Imagine usted, señor, si una rosa inglesa del rocío adoptase la forma de Dalila. La señorita Fairleigh es de origen humilde, es verdad, pero tan bella que bien puede ser considerada una conquista. Si el joven lord Burbrooke manifestara alguna debilidad por ella, nadie lo vería con malos ojos. Y, señor, si me disculpa por hablar con franqueza, dudo que ella entendiera los rumores que corren sobre su hermano, aunque llegaran a sus oídos. Edward frunció el ceño. Una inocencia de ese calibre era difícil de imaginar. Además, si era tan inocente, ¿sería capaz de convertir a un potrillo juguetón como Freddie en un auténtico corcel? Aún así, pensó, frotándose los labios con el dedo, valía la pena investigar aquel asunto. Una joven en la posición de la señorita Fairleigh tendría pocas opciones más allá del matrimonio. Trabajar de costurera o de gobernanta no podía compararse con la seguridad de una vida de mujer casada. Desde luego, podía dar con

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alguien peor que un joven amable como Freddie, que ni bebía ni jugaba ni decía palabrotas delante de las damas. Como el agudo señor Mowbry había adivinado, Edward estaba decidido a que Freddie contrajera matrimonio. Sin embargo, en toda justicia, no podía desear que su hermano fuera el único beneficiario de aquella unión. Desde luego, si Mowbry había exagerado los encantos de Florence Fairleigh, todo aquel asunto podía ser más dudoso. Y entonces tomó una decisión. —Me gustaría verla dijo—. Sin que ella lo sepa. El procurador dejó su plato y taza sobre la mesa del té. —Si está dispuesto a dar un breve paseo, señor, creo que podría arreglarlo para que la vea hoy. Edward entrecerró los ojos. Se diría que el abogado había estado esperando su demanda. Su expresión era apacible y tenía algo de sospechosa satisfacción. Edward no podía estar seguro, pero barruntó que acababa de caer en una encerrona. Si Edward hubiese sabido lo que vería, jamás habría pedido que prepararan su coche. Las cosas extrañas comenzaron cuando Mowbry se dirigió con él a la entrada que había en la casa para los criados. Una criada pequeña, silenciosa como una monja, lo condujo a través del sótano y luego por la escalera de la servidumbre, tan estrecha que Edward rozaba con los codos en las paredes al girar en el rellano. En la segunda planta, pasaron por una habitación amplia y bien iluminada donde cuatro mujeres trabajaban inclinadas sobre máquinas de coser. Sus pies se movían diligentemente sobre los pedales mientras sus manos alimentaban metros de tela entre las agujas. Había otras tres máquinas vacías. Todas eran negras y adornadas con rosas amarillas. Edward dedujo que aquella casa debía ser el establecimiento de un sastre. —Casi hemos llegado —susurró su diminuta acompañante. Tenía un acento francés de una agradable sonoridad, pero Edward no tuvo tiempo para pensar qué motivaba los susurros de la mujer porque no tardaron en llegar a una pequeña habitación. La presencia de un secreter y un sofá, sugería que se trataba de algo más que una sala, si bien por ahora el espacio estaba atiborrado de rollos de tela. Vio una silla alta y delgada acomodada entre dos montones de un satén que brillaba corno una piedra preciosa. Con un gesto, la criada lo invitó a sentarse y luego acalló sus preguntas llevándose un dedo a los labios. Edward se sintió algo ridículo, pero esperó sentado, y de pronto se puso tieso cuando ella le rozó el hombro con el brazo. La gente sencillamente no rozaba al conde de Greystowe sin permiso. —Pardon —murmuró ella, y presionó una cerradura escondida entre los pájaros del follaje del empapelado. Apareció una pequeña abertura en la pared. —Observe —dijo la mujer—. Desde aquí, verá todo lo que quiera—. Edward parpadeó ante el agujero y luego a su guía, pero la pequeña criada

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ya se había deslizado por la puerta y salía. El corazón le latió con fuerza bajo aquella primera impresión. ¿Acaso los demás clientes de Mowbry eran personas tan hastiadas de la vida que podían aceptar este tipo de ofertas sin ofenderse? ¡Por qué tipo de libertino lo había tomado el procurador, esperando que espiara a una mujer semidesnuda que podría razonablemente convertirse en la novia de su hermano? Sintió que el rostro le enrojecía de rabia, pero luego se sosegó. Él había manifestado su deseo de observar a la joven sin que ella lo supiera. ¿Qué mejor artimaña que ésta? Además, por lo que sabía, la joven y la costurera estaban sencillamente hablando en la otra habitación, totalmente vestidas, sin que ninguno de sus atributos femeninos fuera visible. A pesar de esa seguridad, sintió una sequedad en la boca cuando acercó un ojo al agujero de la pared. La habitación que ahora miraba era pequeña y luminosa, y la oscuridad estaba neutralizada por la luz de una docena de lámparas. Un espejo alto reflejaba las figuras de dos mujeres de cabello oscuro. Sintió que una ola de calor le recorría el cuerpo. La costurera llevaba un elegante vestido dorado, pero la señorita Fairleigh sólo tenía puestas una blusa larga y las calzas. Era exactamente lo que Mowbry había descrito, exuberante y rosada, con una brillante cabellera color castaño recogida en un moño y sujeta en la coronilla. La costurera acababa de quitarle el corsé. Incluso sin esas prendas, su cintura se estrechaba como la de un reloj de arena. Edward tragó saliva, pero no se apartó. La mujer era de una altura no superior a la media, pero tenía unas piernas que parecían desproporcionadamente largas. Alcanzaba a ver la sombra de su trasero a través de las delgadas calzas de lino. Un parche adornaba la parte superior de una estilizada nalga, una entrañable imperfección que no perjudicaba al encanto de sus posaderas. Tenía las carnes llenas y bien prietas. Un hombre encontraría un agradable asidero si tuviese la oportunidad de tener a su alcance a aquel dechado de virtudes. En realidad, encontraría muchos asideros agradables. Sus pechos eran abundantes, los brazos a la vez suaves y gráciles. Sus pies, Edward tuvo que aflojarse el cuello de pronto demasiado apretado, eran pequeños y blancos, pies que hasta entonces él había creído sólo podían ser obra de un pintor, con el diminuto dedo gordo redondo y unos tobillos que un hombre podría rodear con una mano. Un hombre de suerte. Edward se removió sobre el delgado relleno de su silla. Habían pasado sólo unos segundos desde que miró por primera vez en la habitación, pero su miembro ya se había hinchado a más no poder. Ahora sentía la punta latiendo con fuerza contra el interior de sus pantalones, un miembro pesado y urgente, una criatura con voluntad propia. Pensar que lo que hacía transgredía los límites de la más elemental corrección no hizo más que redoblar la fuerza con que latía el tejido hinchado por la sangre. Cuando su respiración entrecortada se sosegó, se dio cuenta que, además de ver, podía oír. Llegó a sus oídos el ronroneo de un gato que se había instalado hecho una bola a los pies de la señorita Fairleigh. ―Es un

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gato listo‖, pensó, sintiendo una simpatía absoluta por los instintos del animal. —Debemos pedir tres corsés franceses —decía la costurera mientras estiraba una cinta de medir en torno a la primorosa cintura de la señorita Fairleigh—. Dos para el ajuar diario y uno, que llegue hasta más abajo, para un vestido de noche. Con uno de los nuevos corsés, creo. Son trés élégantes. Ya verá que le gustará mucho. La señorita Fairleigh abrió la boca, y luego se sonrojó cuando la cinta se desplazó para rodearle el pecho. Los dedos de la costurera se juntaron en el centro de su hendidura, apretando ligeramente un ex tremo con otro. Bajo el fulgor de las lámparas, Edward observó cómo la turbación coloreaba encantadoramente su pecho. La señorita Fairleigh carraspeó. —Creo de verdad que un solo corsé sería suficiente si, por lo que usted dice, tengo que tener un corsé francés. —¿Por lo que yo digo? —preguntó la costurera, haciendo chasquear la lengua y arrodillándose para medir el largo de las piernas de la señorita Fairleigh. El gato lanzó un maullido de desagrado cuando ella lo desplazó con el codo—. Por lo que yo sé, mademoiselle, tiene que presentar sus armas. Un buen corsé es, en realidad un arma poderosa. —Pero mi dinero... —objetó la señorita Fairleigh, con voz afligida. La costurera la ignoró. —Pare de moverse de una vez —ordenó—. Cualquiera diría que soy la única que le ha visto los tobillos. —Con un suspiro de satisfacción, se incorporó y se apartó un único rizo de su estrecha frente—. Está bien. Sus medidas se parecen mucho a las de un vestido que ahora tengo disponible. Una puntada aquí, una nueva costura más allá y se transformará de inmediato en una mujer elegante. La señorita Fairleigh se llevó sus manos de paloma al pecho tembloroso. —Oh, no, madame Victoire. No puedo adueñarme del vestido de otra persona. —Patrañas —dijo madame—. Esta clienta tarda en pagar lo que debe. Por lo tanto, en esta ocasión seré yo quien tarde en entregarle lo que pide —dijo y, sin hacer más caso de las protestas de la señorita Fairleigh, llamó a alguien, una tal Marie, para que trajera el vestido color burdeos. —¿Burdeos? —El tono de la señorita Fairleigh era de un horror sin nombre. —No, no—la riñó la costurera, mientras le ajustaba rápidamente su corsé inglés, una prenda de calidad reconocidamente inferior—. Usted no se preocupe. Su padre habría querido que siguiera adelante con su vida, ¿no cree? —Sí, pero... —No hay pero que valga. Hará lo que tiene que hacer. ¡Un hombre nunca se casaría con un cuervo!

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Aquel cruce de palabras hizo sonreír a Edward, a pesar de la poderosa pulsación que seguía sintiendo entre las piernas. Aquella mujer era tan tímida y humilde que los intentos de madame Victoire para estimularla a asumir la condición de femme fátale no dejaban de ser divertidos. La señorita Fairleigh era un melocotón, decidió finalmente Edward, un sabroso melocotón del campo cuya dulzura lo tentaba a uno a hincarle el diente. Eso sí, tuvo que recordarse a sí mismo, no serían sus dientes los que se hincaran. Desafortunadamente, esta precaución no puso fin a su fascinación cuando vio a la costurera arreglándole el vestido a la señorita Fairleigh. ¿Alguna vez había observado a sus amantes cuando las vestían? Si eso había sucedido, no se acordaba. Sin duda, pocas visiones podían ser tan seductoras como la de una mujer ajustándole a otra la enagua, o equilibrando un busto, o dejando caer una falda de seda que hacía frufrú por encima de dos brazos blancos alzados en actitud sumisa. Hasta la propia señorita Fairleigh parecía haberse dado cuenta de la carga erótica. Edward dudaba que alguna vez hubiese tenido una criada de compañía, y pensó que jamás había sido íntimamente tocada por otro ser humano. Sus mejillas hermosas de pómulos salientes volvieron a sonrojarse cuando madame Victoire enganchó el canesú. El vestido en torno a los senos era apretado, pero la costurera parecía más satisfecha con ese resultado cuando se volvió para mirarla de frente. —Con un corsé francés, la caída sería perfecta—dijo y, como para demostrarlo, deslizó sus manos desde los hombros de la señorita Fairleigh hasta su cintura. Con las palmas rozó apenas la punta de los pechos de su cliente. Edward pensó que la señorita Fairleigh no podría sentir una gran presión a través de las capas de tela, pero lo que sí sentía le había hecho sonrojar hasta las orejas y teñirlas de color escarlata. Sintió el impulso casi incontrolable de entrar corriendo y estrecharla contra su pecho. Madame Victoire no debería provocar a la joven de esa manera. Era una muchacha inocente. ¡Lo que se merecía era que la protegieran! Lo cual no cambió el hecho de que, mientras observaba a la francesa tocarla, se había excitado. Tenía las manos cerradas y apretadas sobre los muslos, el sudor le bañaba la cainisa y el bulto más abajo empezaba a humedecerse. No recordaba haber sentido jamás un deseo tan urgente, un deseo tan intenso que le provocó temblores en el cuerpo. Respiraba a intervalos largos y con dificultad. Si no hubiese sabido que la casa estaba llena de gente, se habría desabrochado los pantalones y se habría aliviado. No era un hombre propenso a darse gustos, pero se habría tratado de un asunto rápido. Tal como estaba ahora, estaba a un paso de la explosión total. Pero ahora madame Victoire había terminado de arreglar el plisado de muselina que enmarcaba el escote del vestido. Hizo girarse a su cliente para que se mirara en el espejo y en ese momento Edward quedó tan boquiabierto como la señorita Fairleigh. Vestida con blusa y calzas, la señorita Fairleigh era el sueño perverso de un escolar. Con aquel vestido elegante de color burdeos, lo dejaba a uno sin aliento. 18

Tenía el aspecto de una gran dama de Londres, cada centímetro de ella, desde el rígido cuello hasta la cola de su polonesa. El complicado arreglo de su polisón, parecía reflejar las agraciadas carnes que ocultaba, eso él lo sabía. Sólo su expresión, pensativa e insegura, delataba su origen rural. —Ahí tiene —dijo madame Victoire con las manos sobre los hombros de la señorita Fairleigh—. ¿Cómo se siente con esto? La señorita Fairleigh tocó la cintura de aquel vestido que le delineaba la figura como si la seda quemara. —Creo que me asusta. Madame sonrió, le alisó un bucle caído y lo devolvió a la cabellera de su cliente. El cabello de la señorita Fairleigh era liso y, a juzgar por la expresión de la costurera, bastante agradable al tacto. Una vez más, Edward sintió el temblor oscuro de lo prohibido. La joven no sabía qué hacía madame Victoire. La joven no podía imaginar qué tipo de pensamientos expresaban gestos como ésos. —Lo que está viendo es su poder de mujer—sentenció la costurera—, sin ese horrible vestido negro que le quita la luz. La señorita Fairleigh alzó el mentón como primera muestra de testarudez que Edward había visto en ella. —Una mujer no tendría por qué ser poderosa sólo porque es atractiva. —¿No? —preguntó la costurera con voz aguda y con su divertido acento—. ¿Por qué se preocupa de lo que no debería ser? Así es como son las cosas, chérie. En este mundo, las mujeres caminan por una senda difícil. Tenemos que utilizar nuestras armas donde las encontremos. Así como usted tiene que utilizar las suyas, ¿non? Tiene que cazar a ese marido simpático. Si su belleza lo atrae a él lo suficiente para ver cuán simpático es, ¿qué hay de malo en eso? —Nunca me ha gustado que me miren—confesó la señorita Fairleigh. —Oh, lá —exclamó madame con risa sonora—. Yo le diría que se acostumbre, aunque entiendo que su timidez es parte de su encanto. Como la miel para las abejas. Cuando se estremece y se sonroja, hace que los hombres se sientan fuertes. Sin previo aviso, la señorita Fairleigh rió, como si lo absurdo de su queja acabara de golpearle como una evidencia. El sonido parecía una especie de gorjeo contagioso que nacía en lo más profundo de su pecho. —¡Basta! —declaró entre aquellos brotes de risa—, nunca volveré a sonrojarme. Y la costurera también rió porque el rostro de su cliente seguía reflejando su rubor. Edward se dirigió a su coche a grandes zancadas sin esperar una escolta. Estaba irritado consigo mismo por haberse quedado tanto rato, enfadado por sentirse atraído por la pobre jovencita venida del campo, y enfadado con Alastair Mowbry por exponer a una persona inocente a una situación como ésa. El hecho de que el abogado tuviese razón

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acerca de la señorita Fairleigh no mitigaba en lo más mínimo su enfado, ni tampoco lo calmaba la idea de que era muy probable que en los planes del procurador tuviese cierta importancia su deseo de asegurar el bienestar de la joven. Lo peor era su sentido de la transgresión. Edward sudaba de deseo, aún endurecido bajo sus ropas. En el momento en que Mowbry lo viera, adivinaría lo que sentía, al igual que madame Victoire, o que la pequeña criada, y quizá hasta las costureras que trabajaban en la sala. Para Edward, aquello era intolerable. Por muy indebida que fuera, su experiencia en aquella salita debería haber sido completamente privada. Su ánimo se había vuelto tan tormentoso como el cielo cuando tuvo que inclinarse para subir al coche de Greystowe que lo esperaba. El conductor no esperó instrucciones y azuzó los caballos para emprender la marcha. Mowbry iba sentado en la penumbra del asiento del frente. En silencio. Sabiéndolo todo. —Se encargará de que tapen ese agujero enseguida —dijo Edward, con su voz más fría y oscura. Si algo cambió en la expresión del procurador, Edward no lo percibió. —Sólo es para uso privado —dijo—. Un juego entre madame Victoire y yo. Usted es el primer extraño que lo ha visto. Su voz era completamente neutra, no insinuaba ni censuraba. Edward se obligó a dejar de retorcerse las manos. Era evidente que no estaba en posición de juzgar a aquel hombre. —Es tal como usted dijo —concedió, con un gruñido. El agudo señor Mowbry no aprovechó esto como una invitación para reiterar su juicio sobre los encantos de la señorita Fairleigh. Edward no podría haberlo soportado. En su lugar, el procurador se limpió una suciedad del sombrero hongo que sostenía sobre las rodillas. —¿Ha pensado usted en una anfitriona, señor? —Mi tía Hypatia —dijo—, la duquesa viuda presentarla como una especie de prima del pueblo.

de

Carlisle.

Podría

Mowbry se limitó a asentir con un gesto de cabeza. Seguramente sabía que su aprobación no era ni necesaria ni bienvenida. A pesar de su ira, aumentó la estima en que Edward tenía al abogado. Era indudable que el hombre había tenido una conducta abominable, pero se había desenvuelto con una serenidad poco habitual. —Es usted un hombre de profundidades insondables —dijo Edward. Mowbry acogió la advertencia en sus palabras con una sonrisa breve y seca. —Puede usted llamar a mis insondables profundidades cuando lo desee, lord Greystowe. Están totalmente a su disposición. Este hombre es un ambicioso, pensó Edward, pero no sabía discernir si aquello auguraba algo bueno o malo.

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Capítulo 2 Edward dejó a Mowbry en su despacho y ordenó al conductor que siguiera a casa de Lady Hargreave. La lluvia seguía cayendo regularmente pero sin fuerza y las ruedas emitían un sonido suave y pegajoso rodando por las calles llenas de fango. La ciudad estaba envuelta por un manto de niebla que desdibujaba las aristas de los edificios, hacía disminuir el flujo del tráfico y filtraba los sonidos hasta que Edward tuvo la impresión de que atravesaba un sueño. La suavidad del aire era primaveral, pero el color bien podría haber sido el del invierno. Cerró los ojos y volvió a ver la curva delicada de los hombros de la señorita Fairleigh. Qué vulnerables eran los planos de la espalda de una mujer. De cualquier mujer, pero especialmente la suya, con su blusa remendada y los frágiles trozos de encaje alrededor de las mangas. Sintió que el calor le subía por los muslos a medida que la sangre rugía hacia su centro. Comenzaba a endurecerse con el mero recuerdo de su espina dorsal. Pensó en sus nalgas y quiso morir por sostenerlas en sus manos. Cuando volvió a la realidad, dirigió su mirada hacia la ventana que enmarcaba la niebla. ¿Acaso debería preocuparle la intensidad de su reacción? Quizá debería adoptar una actitud vigilante. Pero no, ella era una mujer atractiva y no había más. Cualquier hombre habría respondido. Le parecía bien que ejerciera ese gran poder de atracción suyo. Quería ver a Freddie feliz. Necesitaba verlo a salvo. Llegaron a Regent's Park y a la explanada de columnas de mármol de Cumberland Terrace, con sus casas adosadas unas con otras de manera que parecían un templo griego. Edward abrió la tapa de su reloj. La hora del té casi había pasado. Pero lady Hargreave no tendría visitas. Le había enviado una nota a Edward aquella mañana, con una delicada esencia, informándole que no se encontraría en casa para nadie más. Su marido, que nunca se mostraba como un tipo posesivo, había viajado a Escocia a visitar sus propiedades. A pesar de que el terreno estaba despejado, Edward dio instrucciones al conductor para que se dirigiera a un establo público más abajo en la calle. Prefería no estacionar su coche cerca de la casa. Una cosa era ponerle los cuernos a un hombre y otra muy diferente, restregárselo en la cara. Se detuvo mientras desplegaba su paraguas, atrapado en la hebra de un recuerdo semiiconsciente. Fuese lo que fuese, no importaba. No importaba nada excepto aliviar el horrible nudo de deseo concentrado en su entrepierna. Imogene esperaba en su tocador. Perfectamente consciente de la mejor manera de exhibir sus encantos, estaba tendida posando artísticamente a lo largo de una chaise longue de color azul témpano, con una novela que probablemente no leía. Su pelo, de color champaña, rubio y suave, se derramaba como la seda por sus brazos delgados. La finísima bata rosada que vestía dejaba poco a la imaginación. Edward alcanzó a ver los pequeños conos de sus pechos por debajo, y la tupida mancha de vello que cubría su pubis. 21

—¡Querido! —exclamó ella, con su habitual actitud de languidez, y flotó hasta la puerta para saludarlo. El beso de Edward fue más intenso que de costumbre. En lugar de dejar que se apartara, la cogió por el pelo para clavarla en su lugar. Descubrió entonces que deseaba que hoy su amante se derritiera, que quería oírla gritar, tenerla a su merced. —Válgame Dios —dijo, cuando finalmente él la soltó. Con las manos buscó por debajo de su chaleco hasta manosear su bulto en expansión—. Alguien ha estado pensando en travesuras. Él no contestó, ni quería que ella hablara. Deseaba fornicar de una vez por todas, una ardiente cópula que durara horas. Quería encontrar el olvido y el alivio y no dudaba de que su amiga Imogene se prestaría a ello sin ningún género de trabas. Ella era hábil con las manos a pesar de la ropa. Encontró la punta de su pene y la pinchó suavemente, presionando el género contra una gota furtiva. Él mantuvo el aliento cuando sus uñas se hundieron para aumentar la presión. —Mi querido Eddie —dijo, y volvió a las caricias que había comenzado. Pero él no era un perro que ella pudiera dominar hasta la sumisión. Desgarró la bata por el frente y la besó cuando ella se atrevió a reír. Como una fuerza avasalladora, la condujo de vuelta al diván de satén. Al diablo con retrasar el asunto hasta llegar al dormitorio. La haría suya aquí y ahora. —La criada —advirtió ella, casi sin aliento, pero su pecho se agitaba arriba y abajo. Edward la observó, diciéndose a sí mismo que no deseaba que fuera exuberante en lugar de deseosa, o morena en lugar de rubia, y que no quería verla temblar en lugar de jadear. —Al diablo con la criada. —Le cogió un pecho en la mano, le mordisqueó su punta rojiza—. Déjala que mire. Imogene dejó escapar una risa y con los brazos le rodeó el cuello. —Sí —ronroneó, acercando su entrepierna al arco que dibujaba su sexo bajo la tela—. Me gusta cuando te pones así. El abrazo se convirtió en una escaramuza, e Imogene intentaba encaramarse sobre él. Edward utilizó su fuerza para impedirlo, algo que no había hecho desde que se conocían. A ella no pareció importarle. En realidad, daba la impresión de que le agradaba. Su languidez la abandonó. Lo cogió como si no tuviese suficiente de sus músculos y de su piel, e intentó desgarrarle la ropa mientras de su garganta escapaban gritos desesperados. —Por favor—le rogó cuando él se negó a dejar que le abriera los pantalones—. Por favor, Edward. En un gesto perverso, él se puso a horcajadas sobre ella, cogiéndola por las estrechas caderas, manteniéndola en su sitio con una mano entre los senos temblorosos. Con la otra, aflojó los botones de su pantalón. Al eliminar la tensión contenida, nueva sangre fluyó rugiendo a los tejidos ya de por sí hinchados. Jamás había estado asi de endurecido, jamás tan

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sediento y, aún así, descubrió que él mismo no estaba del todo presente, como si lo observara todo desde cierta distancia. Lady Hargreave era en verdad encantadora, toda ella rubia y rozagante y ávida, su juventud desperdiciada con un hombre doce aòos mayor que ella. Era Edward a quien necesitaba. Lo había dicho tantas veces. Sólo él podía apaciguar ese escozor que la hacía demorarse en la cama por las mañanas. Se bajó los pantalones hasta la cadera, y aquella leve fricción bastó para estimularlo. Sentía el aire fresco sobre su piel encendida. ―Mira,‖ pensó, ―esto es lo que deseas‖. Imogene miró, y los ojos se le volvieron vidriosos al abarcar la potencia gruesa y enrojecida de su erección. El propio Edward se lo quedó mirando, las gruesas venas, el escroto que se agitaba nervioso, el brillo del hambre en la punta bulbosa. ¿Por qué deseaban las mujeres a esta bestia horrible? ¿Y por qué el sólo verla, sentirla dura y preparada, lo imbuía de aquella sensación de poder? Ella suspiró al verlo latir desafiando la fuerza de gravedad. A pesar de su resistencia, sus manos lograron encontrarlo, acariciarlo, provocarlo hasta que Edward ardía de deseos de penetrarla. Apretó con fuerza los dientes en lugar de ceder. No sabía por qué, sólo que algo lo impulsaba a dilatarlo. —Fóllame —susurró Imogene, retorciéndose entre sus rodillas—. Quiero sentirte dentro de mí. Pero antes, él la tocó, porque no quería mostrarse complaciente. La tocó con sus gruesos dedos masculinos, apartando su vellocino dorado y rizado. La excitación humedeció sus delicados pliegues e hinchó su diminuta perla. Él deslizó los dedos en torno al tierno brote. Ella gimió mientras él la acariciaba, fundida como nunca había estado antes, los rizos rubios cayéndole por las sienes, el cojín frotando contra el diván cuando ella lanzó su cabeza hacia atrás. Esto era lo que él deseaba, tenerla a su merced y, aún así, no satisfacía aquella necesidad informe que sentía en el fondo del alma. Con un gruñido de frustración, le abrió las piernas hacia los lados. Ya estaba bien de prolegómenos. La haría suya y que lo condenaran. Se acercó a su puerta y empujó, pero no encontró resistencia más allá de su naturales límites. —Sí —respondió ella, estimulándolo para que la penetrara con su instrumento—. Oh, sí. Alzó las piernas y le apretó las costillas por debajo de los brazos. Juntos se mecieron, arriba y abajo, hasta que Imogene se relajó y él se hundió en ella, endureciendo las piernas para penetrar hasta el punto final. Ahí paró y se mantuvo dentro de ella, el cuerpo temblando de deseo. —Eres un monstruo —dijo ella, con el aliento entrecortado, el rostro pálido y las pupilas dilatadas cuán grande eran—. En mi vida he sentido en mí un falo tan portentoso. Esta vez, él no dudó de la verdad de aquella absurda declaración. Se sentía el más poderoso. Como si pudiese poseer al mundo entero. Los dedos de ella bajaron por su espalda hasta cogerle las nalgas apretadas.

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—Ahora —pidió, anhelante—, hazlo. Finalmente él estaba dispuesto a complacerla. Con un rugido mutuo, se hundieron los dos, vigorosamente, suavemente, los dos ardiendo en deseos egoístas de llegar a su propio clímax. Más allá de todo control, Imogene le hundió las uñas en la espalda y arañó la superficie de su piel. Edward lanzó un gruñido y se cogió a la cabeza del diván para adentrarse aún más, para empujar con más vigor. Imogene arqueó el cuello por encima del cojín y su respiración se convirtió en un aullido. —No pares —dijo, jadeando, acoplando frenéticamente sus caderas con las de él—. No pares. No pares. Él volvió a hundirse en ella, sintiendo que su carne se apretaba alrededor de su miembro mientras su placer aumentaba. En la ferocidad de su ardor, sentía que su miembro era de acero, tan ferozmente endurecido que apenas podía soportarlo. Cerró los ojos y apoyó la frente en el pequeòo cojín bordado junto a la cabeza de Imogene. Las imágenes pasaron como un relámpago de este lado de los párpados. Un trozo de encaje, un pie diminuto, un pecho que asomaba por encima del corsé. Los músculos de su vientre se tensaron. Ahora la añoraba. Hasta el dolor. Entonces su compañera arrancó, y él sintió el poderoso estremecimiento del orgasmo que lo estimuló hasta el límite del abandono y le hizo rechinar los dientes. Se separó en el último momento, y se derramó en un borboteo espeso sobre uno de sus muslos. Después, se quedó suspendido por encima de ella apoyándose en los codos, sacudido por un miedo que no podía explicar. —Válgame Dios —murmuró ella, acariciándole lánguidamente los rasguños en la espalda—. Si la gente supiera lo apasionado que puedes llegar a ser, jamás te llamarían Edward Corazón de hielo. Él casi sucumbió a la tentación de inquirir quién lo apodaba así, puesto que se trataba de un insulto que jamás había oído. Pero al final ni siquiera se molestó en preguntar. Miró a Imogene desde arriba. Tenía la piel sonrosada de saciedad, y sus ojos grises brillaban. No tuvo la fuerza para detenerlo cuando él se separó, sólo maulló como un gato decepcionado. Edward, que era demasiado correcto para partir inmediatamente, se sentó junto a ella y le acarició el brazo. Su atracción sexual siempre había sido poderosa, pero nunca habían compartido un encuentro tan intenso. Él no se había entregado con tantas ganas desde que tenía diecisiete años, ni tampoco había tomado jamás a una mujer con tan poca delicadeza. Tampoco parecía que a Imogene le importase demasiado. —Edward —suspiró, y sus rizos dorados cayeron sobre su rostro—, tú solo bastarías para hacer que una mujer pida el divorcio. Él no se la tomó en serio, pero la declaración le quedó dando vueltas. No se sentía más cercano a Imogene. Se sentía vacío. E inquieto. Y cansado de los placeres de la vida. Se apartó el pelo a un lado con un suspiro. Pensándolo bien, se sentía solo. Tampoco estaba de mejor ánimo a la hora en que fue a visitar a su tía Hypatia. El miércoles era el día de descanso de su tía en casa y él se vio 24

obligado a sentarse, con el sombrero en mano, mientras una condesa idiota y sus dos hijas por casar intentaban entablar con él una conversación que, previsiblemente, carecía de sentido. Al final, se despidieron, mucho después de transcurrido el cuarto de hora convencional, y no con demasiadas ganas. Edward asintió con gesto rígido hacia las jóvenes, pero no tuvo la presencia de ánimo para levantarse. —Edward —dijo tía Hypatia—, si no fuera tan evidente que has venido por algún asunto importante, te llamaría la atención por tu rudeza. Te estás poniendo demasiado viejo como para ignorar a cual quiera de esas chicas que te miran con ojos coquetos. —Dio unos golpecitos a su lado en el sofá blanco y dorado—. Acércate, querido. Tienes un aspecto de pocos amigos que no es habitual, ni siquiera en ti. Espero no tener que lamentar algún problema con mis inversiones. —No —negó él, y con gesto brusco ocupó el sitio, aún cálido, que había dejado la condesa. Durante los últimos años, era él quien administraba el dinero de la duquesa—. Tus inversiones están a salvo. Es este asunto con Freddie. —Hmm —dijo su tía, y la serenidad de su respuesta alivió algo la presión que Edward sentía en el pecho. Hypatia era una mujer atractiva, delgada y de espaldas erguidas a pesar de sus años, con una corona de pelo blanco plateado que le era muy característico. En su juventud, no había sido ninguna belleza, pero con su elegancia y su orgullo había dado la impresión de lo contrario. Ahora plegó las manos sobre su falda de pálido satén lavanda—. Me preguntaba cuándo te acercarías a pedirme consejo. —Es algo más que consejos lo que necesito. —Edward se inclinó hacia adelante y se dio unos golpecitos en la espinilla con el sombrero—. Me temo que he venido a requerir tus servicios como anfitriona social. —Conque se trata de eso —dijo Hypatia, y cogió su sombrero y guantes y llamó a John, su sirviente, un hombre delgado como una escoba. —¿Sí, Excelencia?—pregunto éste, con su tono sepulcral característico. —Llévese el abrigo de lord Greystowe —ordenó ella—. Traiga el oporto y cierre la puerta. Hoy estaré indispuesta. —Como usted diga —respondió él y desapareció con lo que podría haber sido el fantasma de una sonrisa. Hypatia no dejó hablar a Edward hasta que el criado trajera el oporto y él hubiese bebido una copa llena. —Veamos —dijo ella—, supongo que tu necesidad de mi patrocinio social significa que has encontrado a alguna muchachita lo bastante tonta o lo bastante desesperada para pensar en casarse con el azote de los criados. —¿Es así como le llaman a Freddie ahora? ¿El azote de los criados? —Y bien, sólo me viene a la cabeza un solo criado que no lo llame así. Por lo que he oído, se lo estaban pasando en grande antes de que entrara ese maldito fabricante de cervezas. Por favor, no pongas esas

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caras conmigo, Edward. Soy más vieja que tú y he visto cosas bastante más chocantes que el pecadillo de nuestro joven Freddie. De hecho, hasta las he protagonizado. Tras darle unos golpecitos en el hombro, volvió a llenarle la copa con oporto. Edward frunció el ceño ante aquella profundidad color rubí. Y entonces le asaltó una idea más feliz. Si la duquesa veía aquel escándalo con ligereza, la posición de Freddie quizá no era tan insalvable como temía. —Cuéntame algo de esta joven —dijo su tía—. ¿Es un caso muy imposible? —No demasiado, no lo creo, pero sí todavía verde. Es la hija de un pastor. Creció en alguna parte de Lancashire. Es más pobre que una rata, desde luego, pero muy atractiva. —¿Muy atractiva? —inquirió tía Hypatia, con un rictus sardónico. Edward ignoraba qué podría significar el énfasis involuntario con que se había expresado. —Hay que pulirla —siguió—, y necesita a alguien que la acoja durante esta temporada. —¿Qué es eso de una temporada si dices que se casará con Freddie? —No sabe que se casará con Freddie. Quiero que él la corteje. Quiero que la gente crea que se trata de una historia de amor. —¿Freddie está informado de tus intenciones? —Lo estará —afirmó Edward—, y hará lo que yo diga. —No me cabe duda de que lo intentará, pero... —Tía Hypatia se detuvo sin acabar la frase. Perdida en sus pensamientos, puso las manos sobre la tapa de cristal esmerilado de la botella de oporto—. No —dijo pausadamente—, tienes razón, Freddie tiene que sentar cabeza. Será mejor que lo haga ahora, antes de que le sea imposible. —¿De modo que nos ayudarás? Ella lo miró conservando su ancha sonrisa. —Ya me conoces, querido. Es mi familia, en lo bueno como en lo malo. Además, ¿cómo podría no ayudar a mi sobrino favorito si se encuentra en un apuro? Edward sintió que el doloroso aguijón se clavaba demasiado repentinamente para ocultarlo. Era verdad que Freddie poseía el encanto de la familia, y Edward estaba acostumbrado a que su hermano pequeño fuera el preferido. La única persona que había demostrado cierta debilidad por él era su padre, un cumplido que no tenía mayor valor porque el viejo conde había sido un sinvergüenza. Eso sí, de las personas que el propio Edward respetaba, siempre había pensado... Tragó saliva y apretó las manos. Siempre había pensado que tía Hypatia sentía cierta debilidad por él. Al comprender esa mirada involuntaria de dolor, ella le cogió la cara en sus manos frescas y rugosas.

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—Verás, Edward, Freddie es sólo mi preferido porque necesita la aprobación de la gente más que tú. La verdad es que a veces pienso que tú hasta serías capaz de sobrevivir al diluvio universal si te lo propusieras. —Bajó las manos y estrechó el puño tenso de Edward—. Querido, te quiero a ti de la misma manera. Además, es a ti a quien buscaría en caso de necesidad. La preocupación que vio en sus ojos hizo que Edward entendiera lo ridículo de su actitud. Desde luego, el primer lugar tenía que ser para Freddie. Él mismo siempre ponía a su hermano en primer lugar. Retiró suavemente sus manos y se aclaró la garganta. —No hay por qué hablar de estas insensateces —dijo—. Soy un hombre maduro, no un niño. —Todos somos niños cuando se trata del amor —sentenció su tía—. Cuando tengas mi edad, espero que sepas eso tan bien como yo lo sé ahora. Edward deseó que no sucediera, pero sólo el tiempo lo diría.

La duquesa viuda de Carlisle era la mujer más imponente que Florence jamás había conocido. Era tan alta como un hombre, más de un metro ochenta, y aún se mantenía bien erguida a pesar de la edad. Sus ojos de color azul claro eran agudos como diamantes y mucho más penetrantes. Vestía exquisitamente, una pieza de sastre de rayas azules y plateadas con un canesú de cuerpo largo y un busto tan restringido que daban ganas de quemar los propios trapos. Al menos ésa es la sensación que tuvo Florence. Sus rodillas habían comenzado a flaquearle desde el momento en que el criado la condujo al salón. El techo era dos veces la altura de una habitación normal, con molduras doradas y una araña de lágrimas que, sin duda, los sirvientes tardaban días en limpiar. Lo único que la salvó del terror absoluto fue una curiosa coincidencia. La duquesa tenía los mismos muebles dorados y blancos estilo Luis XV que madame Victoire. Eso sí, los muebles de la duquesa no eran una imitación de cartón piedra. —Mantente erguida —le espetó cuando vio la amenaza de una sonrisa brillar en los labios de Florence—. ¿Cómo puedo saber qué aspecto tienes si te curvas de esa manera? Florence abrió desmesuradamente los ojos porque sabía que se mantenía erguida. Sintió que las mejillas le enrojecían cuando la duquesa comenzó a dar vueltas a su alrededor con un elegante bastón de marfil. Florence tuvo la sospecha de que a la anciana aquel bastón le agradaba más por su sonido que por el apoyo que le proporcionaba. —Hmm—dijo la duquesa, y el desagradable sonido del bastón se detuvo en seco. Se había parado justo detrás de Florence, pero ésta no se atrevía a girarse. Se sentía como un soldado indisciplinado a la hora de la inspección. —¿Quién te ha hecho ese vestido? —preguntó la duquesa.

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—Madame Victoire, de Brook Street, Excelencia, una antigua socia del señor Worth. —Jamás he oído hablar de ella. —La duquesa volvió a plantarse ante Florence con ayuda de su bastón. Le palpó el cuello, sus manos sorprendentemente suaves sobre el género plisado—. Está bien, pero es demasiado oscuro para una muchachita recién salida de la escuela. —Fue hecho con mucha premura—dijo Florence, sin amilanarse. — Siempre le había resultado más fácil defender a otros que defenderse a sí misma y no quería ver cuestionado el juicio de la costurera—. Era lo único que tenía a mano. —Ya —dijo la duquesa. Sus ojos de diamante parecían medir cada costura. Volvió a pasearse con el bastón—. ¿Tocas el piano? —Soportablemente bien, Excelencia. —¿Cantas? —Ni por todo el té de China. —El bastón se detuvo. Florence respiró con dificultad, y esperó. Era como si la mirada de la duquesa le horadara la frente. —¿Acaso intentas hacerte la graciosa conmigo, niña? —No, Excelencia, lo he dicho espontáneamente. De la nariz de la duquesa salió un sonido que parecía una especie de resoplido de risa poco habitual en ella. —Muy bien —dijo con el tono de alguien que concede una verdad de mala gana—. Creo que lo conseguirás. Siéntate y toma un té. Yo me muero de sed, aunque tú quizá no. Y deja de llamarme «Excelencia». Para ti, soy tía Hypatia. —¿Tía Hypatia? —Florence sintió que se le aflojaban las piernas cuando se hundió en una de las sillas. —Sí—dijo la duquesa—, sería muy difícil presentarle la hija de un simple párroco a la reina. —Oh, Excelencia... Tía Hypatia, yo no me atrevería a... —Será mejor que aprendas a atreverte. No quiero que ninguna de mis protegidas vaya por la vida arrastrándose como un ratón asustado. —Yo no soy un ratón —dijo Florence, aún cuando apretó las rodillas para que éstas dejaran de temblar. Tía Hypatia le lanzó una mirada dura. Florence alzó el mentón. No era un ratón. Vergonzosa, tal vez. Tímida, sin duda. Pero no un ratón. Los ratones no se ocupaban de gestionar la casa de sus padres. Los ratones no viajaban hasta Londres. Los ratones no arriesgaban todo lo que tenían para construir un futuro más sólido. Después de lo que pareció una eternidad, el rostro de la duquesa se suavizó con un dejo de satisfacción. —Bien —dijo—, al menos tienes carácter. No mucho, pero algo tienes. Lo cual da lo mismo. La mayoría de las personas ejercen su carácter con demasiada frecuencia. Y luego, cuando realmente necesitan ser firmes, se derrumban. 28

Florence asintió con un gesto de la cabeza. —Intentaré recordar eso, Excelencia. —Tía —corrigió la duquesa y cogió la tetera para servir el té—. De hecho... —Su expresión se volvió distante—, Creo que serás mi ahijada. En ese momento, la duquesa podría haber tumbado a Florence con una pluma. Soltó una risa cuando vio la expresión de la joven, sus ojos parpadeando con la malicia de una niña. —Apenas puedo esperar para salir contigo —dijo, frotándose las manos con regocijo—. Causarás sensación, causarás verdadera sensación. Habrá tantas narices dislocadas que tendremos que contarlas al por mayor. Aquella no era una predicción que Florence acogiera de buena gana. —La verdad es que no me interesa causar sensación —murmuró—. Sólo conocer a un hombre agradable y disponible. —Eso harás querida —le aseguró la duquesa—. Los tendrás a montones. Pero antes —dijo, y le dio un golpecito a Florence en el mentón—, antes vamos a divertirnos. La generosidad de tía Hypatia no había hecho más que comenzar. Le asignó a Florence una habitación espaciosa en la segunda planta, cuyas ventanas miraban al parque vallado en el centro de Grosvenor Square. Lizzie tenía una habitación pequeña justo al lado. La chica no cabía en sí de entusiasmo porque sería instruida por la propia asistente de la duquesa para convertirse en la criada de una dama. —Es un sueño —suspiró al oír las noticias—. ¡Ay, señorita, no me pinche o me despertaré! Florence deseaba que su propio goce fuera igual de puro. ¿Qué tipo de nobleza, se preguntaba, era aquella que aceptaba a una desconocida en su casa y la trataba no como a una prima sino como a una hija perdida desde hacia tiempo? La duquesa sostenía que el señor Mowbry le había hecho un favor, pero el señor Mowbry debía de ser un procurador importante si entre sus clientes tenía a una duquesa. Hypatia tampoco parecía el tipo de mujer que dedica su vida a causas caritativas. Era generosa, pero difícilmente llegaba al sacrificio. Florence no pudo sino llegar a la conclusión de que tenía que haber algún beneficio para ella en aquel arreglo. Quizá tenía una rival en los círculos sociales cuya hija pretendía eclipsar. Florence era capaz de pensar eso, aunque sabía que sospechar así no hablaba muy bien de ella. Su padre la había criado para pensar lo mejor de las personas, a decir «gracias» en lugar de «por qué». Ahora le diría que agradeciera su buena fortuna, no que cuestionara los motivos de quien la había rescatado. Sin embargo, cuando tía Hypatia quiso que Florence se convirtiera en cliente de su modista, una mujer establecida en Bond Street, no en una de sus calles aledañas, Florence tuvo que poner coto a sus intenciones. —Soy yo quien paga —dijo la duquesa, ofendida—. Lo menos que puedes hacer es permitir que se haga a mi manera. Sin embargo, aunque madame Victoire fuera un poco rara, Florence no podía traicionar su confianza.

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—Si me caso —advirtió—, podré pagarle lo que le debo. Quizá no todo enseguida —agregó, pensando en el hipotético comerciante—. Pero con el tiempo sí podré. No cedió terreno a pesar de las miradas de ira de la duquesa. Finalmente, su benefactora accedió con un bufido de contrariedad. —Después querrás que te deje pagar comida y alojamiento. —Si así lo desea, Excelencia. —Eso es un descaro —murmuró la duquesa—. Ya no sabe una cómo se comportan las muchachas hoy en día. Felizmente, cuando madame Victoire llegó, la duquesa se sintió rápidamente tranquilizada. Florence había temido que la manera de ser de la costurera sería demasiado familiar, pero su tratamiento de la duquesa fue impecable, casi obsequioso, aunque a la duquesa no parecía importarle esto último. Sus juicios coincidían perfectamente. Como resultado, Florence no tenía nada que decir. Tendría tres nuevos corsés, todos franceses, cuatro vestidos de viaje, seis vestidos de noche, otros seis más apropiados para veladas con baile y Dios sabe cuántos chalecos, blusas y zapatos. Un solo par de zapatillas de satén habría sangrado la cartera de Florence, pero tía Hypatia no tenía la intención de que la locura se detuviera allí. —Si se los lleva, compraremos más —aseveró—. Y es que la gente recordará lo que llevaba puesto. —Ya me siento como si tuviera suficiente —se quejó Florence—. Comienzo a compadecer a mi pobre marido. Su mujer tendrá unas deudas escalofriantes. Tía Hypatia rió y le estampó un beso en la frente, pero Florence no había hablado en son de broma. El sábado fue el día que presentó sus credenciales. O, mejor dicho, las cartas con las tarjetas de la duquesa de Carlisle fueron presentadas con el nombre de Florence escrito más abajo. Uno de los sirvientes habituales las entregó. —Sólo he enviado treinta —dijo tía Hypatia—. Estamos siendo selectas. A Florence, treinta le parecía un número muy elevado, pero asintió como si lo juzgara poco. Era aquella hora apacible antes de retirarse a dormir. Estaba sentada a los pies de la duquesa en su tocador, con sus nuevas faldas de muselina a su alrededor, ayudando a enrollar una madeja de lana de cachemira. Era curioso no tener otras tareas. Los Fairleigh, incluso en su época más espléndida, nunca habían poseído suficientes sirvientes para eximir a Florence de la tarea nocturna de lavar platos, acarrear agua o alimentar y cuidar de la lumbre. Ahora no tenía otra cosa que hacer que oír a tía Hypatia, admirar las alfombras orientales, las preciosas acuarelas y el brillo del fuego en la chimenea que alguien había encendido para mantener las frías noches de mayo a distancia. Empezaba a sentirse cómoda aquí. Demasiado cómoda, a decir verdad. —¿Qué tipo de selección hemos hecho? —preguntó, volviendo al hilo de la conversación.

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—Los poderosos —dijo la duquesa—, y aquellos que son tan interesantes que no podemos resistirnos. Desafortunadamente, son dos círculos que rara vez se juntan. —Excepto en su caso, tía Hypatia. La duquesa recompensó su provocación con un golpecito de su abanico—. No soy yo quien te ha enseñado a decir ese tipo de cumplidos. —No, Excelencia —se atrevió a decir ella—. No ha tenido tiempo de hacerlo. Tía Hypatia ahogó un risilla. —Ay, niña, qué agradable es verte sonreír. Cuando tienes miedo, te ves demasiado delgada. —Es preferible a demostrar que una está aterrorizada, según creo. —Sí —dijo la duquesa, con un suspiro apagado—. Así es. Acarició la mejilla de Florence donde el fuego no la había calentado. Fue una caricia breve y, cuando acabó, la duquesa se quedó pensando. Florence miró su regio rostro ajado por el tiempo, la nariz altiva y aguda, los ojos sabios y penetrantes. No conocía a aquella mujer y, aún así, se sentía como sí la conociera. A pesar de sus sospechas, no podía resistirse a su corazonada. Florence no recordaba a su madre. Sarah Fairleigh había muerto demasiado joven. Sin embargo, pensó que la tierna mancha por debajo de su pecho debía ser la sombra del amor de una hija. En ese momento, su resistencia flaqueó. Ni el cínico más consumado —y Florence difícilmente podía ser tachada de cínica— podía dudar del afecto de Hypatia. Era un afecto ofrecido con demasiada calidez como para ser impostado. Si la duquesa deseaba utilizar a Florence de alguna manera, y bien, que así fuera. Florence juzgaba que su patrocinadora se lo merecía con creces. El domingo por la mañana, la duquesa entró a grandes zancadas en la habitación de Florence mientras Lizzie luchaba con los cordones de su corsé. Los nuevos tardarían semanas en llegar, pero Lizzie estaba decidida a que la cintura de su señora estuviese a la altura de los cánones de Londres. —Acércate y agárrate a los pies de la cama ordenó la duquesa—, y deja que Lizzie dé un tirón. Florence dejó escapar un grito al ver que aquella técnica funcionaba, pero la duquesa no demostró piedad alguna. —Ya te acostumbrarás —dijo—, y si te desmayas, aflojaremos los cordones. Desde luego, Florence no miraba con buenos ojos la perspectiva de desmayarse. Se juró que de alguna manera aprendería a respirar. —¿Necesita mi ayuda? —preguntó, reteniendo el aliento a causa de la presión en las costillas—. Ya sabe que me agradaría ayudar de cualquier manera posible. —No necesito tu ayuda—respondió la duquesa con un bufido—. Quiero que estés presente a la hora del desayuno. Con el vestido de tarlatana

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crema con los lazos de terciopelo verde. Los jóvenes se reunirán con nosotros. Tendrás tu primer ensayo. Florence se puso el primero de muchos chalecos. —¿Los jóvenes? —Mis sobrinos, tus primos —dijo la duquesa golpeando con su bastón—, de modo que nada de «mi señor» aquí y «vizconde» allá. Para ti son Freddie y Edward, y no lo olvides. —Oh —dijo Florence, con el corazón acelerado. Iba a desayunar con hombres, hombres con títulos, parientes de la duquesa viuda. Consciente de sus nervios, Florence esperaba sinceramente que el desayuno no acabara sobre su vestido. Pero desaparecieron sus preocupaciones, porque el sobrino de la duquesa, Freddie, inmediatamente la hizo sentirse cómoda. —Hola, prima —dijo, incorporándose cuando ella entró en el comedor. Era el hombre más atractivo que jamás había visto, como un héroe salido de una novela, el pelo rizado de tono castaño dorado, intensos ojos azules y una sonrisa tan luminosa como la soleada mañana. —¿Cómo está usted? —respondió Florence tímidamente, incapaz de resistir el impulso de devolver la sonrisa. Su hermano era una sombra alta y robusta junto a la ventana. Florence no se habría fijado demasiado en él si no hubiese sentido un ligero escozor en los dedos, una sensación rara que tuvo al darle la mano. —¿Cómo, está usted? —dijo Edward, inclinándose sobre su mano. Tenía los mismos ojos azules que su hermano, pero sus pestañas eran negras como el carbón. En aquel rostro casi amenazador, su mirada era notablemente penetrante. Una calidez peculiar se derramó por el pecho de Florence. Es la vergüenza, pensó ella, pero no era precisamente eso. —Venga, bésale la mano. —Era la condesa, la encarnación misma de la impaciencia la que hablaba—. Esta chica tiene que acostumbrarse a las galanterías. Con un gesto de severa solemnidad, su sobrino obedeció. Era un hombre elegante pero tieso, y cuando presionó levemente los labios contra su mano, Florence no pudo evitar un estremecimiento. Su boca era cálida, casi caliente. Cuando se enderezó, ella alcanzó a ver que el color afluía a sus mejillas. —Basta ya —rió su hermano—. Edward, no adoptes esa actitud de joven encantador, que es mía. Dicho esto, cogió a Florence por el brazo para conducirla hasta la mesa, donde un impresionante despliegue de alimentos les esperaba servidos en bandejas de plata. Florence se quedó mirando el plato de higadillos asados con picante y huevos, el pescado desmenuzado y el arenque ahumado, y los cereales y las tostadas y los bollos, además de los frascos de mermelada que brillaban como piedras preciosas. Dudaba que cuatro personas pudiesen comer todo aquello en una semana, aunque fueran todos hombres.

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—¿Quieres que te sirva, Florence? —sugirió Freddie, sonriendo para suavizar la pronunciación de su nombre de pila. —Sí... Freddie —respondió ella y fue recompensada con una risa infantil. —Tú y yo nos entenderemos —dijo él con un guiño amistoso—. Veo que eres una chica sensata. No podría haber escogido mejor cumplido, y la comida continuó con asombrosa fluidez. Freddie era un ingenioso contador de anécdotas, tal vez un poco travieso, pero nunca sobrepasaba los límites. —Mi hermano —dijo, en tono confidencial, mientras el aludido cortaba sus higadillos con metódico cuidado— trae locas a todas las madres de Londres. —¿Ah, sí? —dijo ella, aunque no estaba segura de que debiera estimular a Freddie a expensas de su hermano. Edward, tal como ella se obligó a pensar en él, no parecía el tipo de persona que abundara en provocaciones. —Sí —dijo Freddie, y chocó el hombro con ella en un gesto de complicidad—. Intentan darle caza para sus hijas, pero él nunca cae. Ni siquiera conseguimos que flirtee. Edward frunció el ceño mirando el plato, pero no demostró enfado alguno. —No todos los hombres nacieron para flirtear —observó Florence, y se sintió rara por haber salido en su defensa—. Tal vez él... quiero decir usted... oh, Dios. Perdóneme lord Greystowe, no debería hablar en su nombre. —Edward —corrigió él, con un tono demostraba que era el sobrino de Hypatia.

de

gélida

autoridad

que

—Edward —dijo ella, y las mejillas se le encendieron cuando percibió su mirada extraña y calculadora—. Estoy segura de que sus razones para no flirtear con las hijas de las madres son muy razonables. —¡Ajá! —exclamó Freddie, aparentemente sin temer la ira de su hermano—. Edward está casado con sus responsabilidades. Con su maíz, con sus ovejas y su fábrica textil en Manchester. Edward dejó su cuchillo y tenedor. —Freddie —dijo con expresión perfectamente comedida—. No está bien decir que un hombre está casado con sus ovejas. Florence se atragantó con un trozo de tostada. Uno de los criados tuvo que darle unos golpecitos en la espalda hasta que dejó de toser. —Vamos a ver —bromeó Edward—, seguro que una chica del campo como usted está familiarizada con el lado más animal de la vida. Florence estaba casi segura de que bromeaba. Vio que una leve emoción torcía la comisura de sus labios sorprendentemente sensuales. Sin embargo su tono de voz era completamente serio.

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Presa de una confusión sin nombre, Florence arrugó la servilleta sobre su falda. Cualesquiera que fueran las razones por las que esta familia la había acogido, no quería que pensaran en ella como una mujer vulgar, ni que su padre no le había brindado protección como era debido. Si alguna vez había oído a los jóvenes de su pueblo bro meando sobre estas cosas, había sido puramente por accidente. —No sé nada de eso —balbució—. Diría que cuando papá cortaba el pavo, siempre preguntaba si quería una tajada de la pechuga. Florence había querido probar con esto la buena educación que regía en casa del párroco, pero su declaración provocó en Freddie una ruidosa tos que ahogó en un puño cerrado. En cuanto a Edward, aunque no sucumbió a la risa, fue muy visible el chispeo en su mirada. —Muy apropiado —acotó—, la carne blanca es la más tierna. —Tenía la cabeza inclinada sobre el plato, pero cuando alzó la mirada a través de sus pestañas, fue como si ésta se derramara como una risa sobre su chaleco. Florence nunca había visto un hombre reír de esa manera, sólo con los ojos. Era a la vez desconcertante y atractivo, y le fue totalmente imposible no llevarse la mano al nacimiento del pecho. —Edward —le riñó Hypatia—, estás haciendo que la chica se sienta incómoda. Lo más correcto habría sido negarlo, pero Florence en ese momento experimentaba dificultades para articular. —No hay por qué preocuparse —dijo Freddie, recuperado de su acceso—. Nuestro viejo Edward ha hecho su broma de la temporada. No temas, que no volverá a intentarlo de nuevo hasta agosto. —¡Freddie! —advirtió Hypatia, que tampoco celebró aquella broma suya. A pesar de la desaprobación de la duquesa, Florence sintió que el calor abandonaba sus mejillas. El efecto de los hermanos en ella no podría haber sido más diferente. Gracias a Dios por Freddie. Sus palabras volvieron a hacerla sentirse como parte de la diversión en lugar ser el objeto de ella. Cuando Edward avanzó una lacónica disculpa, ella la aceptó con un leve gesto de dignidad. —Ya ves, Edward —dijo Freddie—, no sólo es bonita sino que también sabe perdonar. Florence le devolvió su amable sonrisa. Qué joven más agradable, pensó. Si era un ejemplo de lo que Londres tenía que ofrecer, su búsqueda de un marido no sería nada difícil.

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Capítulo 3 La semana siguiente fue dedicada a la actividad de recibir y devolver visitas. Florence dudaba del adjetivo «fascinante» que usaba tía Hypatia al hablar de ella. La nebulosa de rostros y nombres la confundía y rara vez se le ocurría algo que decir. ¿Cómo podía empezar a hablar? No conocía a las personas de las que los demás hablaban, ni sabía de moda más allá de lo que madame Victoire había empleado para vestirla. Sin embargo, tía Hypatia daba muestras de estar absolutamente contenta. —Modesta y nada de presumida —sentenció cuando el lacayo les ayudó a subir al carro después de una visita a la muy elegante Park Lane. Con aire de satisfecha, desplegó su vestido más cómodamente a su alrededor y luego rió ante la mueca de Florence—. No deberías tener miedo de parecer aburrida, querida. Sólo parecerías rara si intentaras ser una persona muy desenvuelta. Lo importante es que las personas te conozcan y vean lo atractiva que eres, lo cual no podrían dejar de ver aunque fueran ciegos. Estas declaraciones hacían sentirse incómoda a Florence pero, considerando lo generosa que había sido la duquesa y cuán poco tenía que ofrecer ella, Florence sentía que realmente no tenía de qué quejarse. Cuando no estaba ocupada con las visitas, Freddie reclamaba el privilegio del primo para oficiar de escolta, y la llevaba a montar a caballo a los parques o a salir en barco por el Támesis. Florence se divertía enormemente porque Freddie era un compañero encantador, sabía multitud de historias ingeniosas pero también era capaz de hacerla hablar de sí misma. Hacia el final de la semana, sabía más de ella que casi cualquier otra persona viva. Florence tenía que recordarse a sí misma que el objetivo de la duquesa no podía ser que ella dirigiera sus afectos hacia él. Su sobrino, según dedujo Florence, se casaría con una heredera, una de esas muchachas risueñas de Estados Unidos, tal vez, que no lo obligaría a formular constantemente cumplidos. —¿Eso es lo que piensas? —preguntó él cuando ella compartió con él su teoría. Se la quedó mirando con una expresión extraña y elocuente que no le aclaraba las cosas a Florence, y eso la irritaba. Estaban inclinados sobre la barandilla de un barco de placer que avanzaba traqueteando hacia el oeste desde la laguna de Londres. Más adelante quedaban el Victoria Embankment y las torres marrones y puntiagudas del Parlamento. Estaban tan cerca el uno de la otra que los codos casi se tocaban pero, como siempre, ella se sentía cómoda con ese contacto suyo. —¿No te gustan las mujeres de Estados Unidos? —preguntó para sondearlo, esperando que su respuesta sería una más de sus ocurrencias. Pero él volvió su mirada hacia un barco carbonero en las inmediaciones. El pesado navío se bamboleaba bajo su carga y la expresión de Freddie no era mucho más clara que el carbón, De pronto su mirada se volvió tan triste que Florence sintió que la compasión le oprimía el pecho. 35

—Las jóvenes inglesas me gustan —fue lo único que dijo—. Las guapas, de pelo negro liso y ojos verdes como el vidrio. Dicha por un galante como él, la insinuación no era para tomársela en serio. Sin duda, alguna americana superficial le había roto el corazón y aquello era la fuente de su tristeza. Pero si así había sucedido, él no lo reveló. Pasó el momento y Freddie recuperó la alegría habitual. Su hermano los acompañó en unas cuantas salidas, lo cual no era necesariamente motivo de alegría. Florence no sabía por qué, pero Edward parecía haberle cobrado antipatía. La observación de Freddie de que su hermano no era capaz de formular más de una frase ingeniosa por temporada parecía acertada. No es que Florence quisiera seguir escuchando bromas tontas sobre las ovejas. Con la primera había bastado. Aún así, no consideraba que fuera necesario fruncir el ceño cada vez que la miraba. Si hubiese sido por ella, habría estado tentada de evitarlo, pero no quería privar a Freddie del visible regocijo que le provocaba su compañía. Éste adoraba a su hermano mayor, y a pesar de los modales parcos de Edward, Florence veía que el sentimiento era mutuo. Tampoco podía culpar a Edward de pecar de falta de corrección. Fuera donde fuesen, él la presentaba como su prima. Tímida como era, ella no podía dejar de sentirse agradecida de que la vieran en compañía de esos dos hombres imponentes. ¡Si sólo el mayor hubiese demostrado algo más de calidez! Florence había llegado a la conclusión de que Edward no era un hombre feo. Desde luego, su constitución no era tan frágil como la de Freddie, pero era igual de alto. Tenía hombros más anchos, miembros más pesados y poderosos. Su rostro era interesante si uno era capaz de mirar más allá de su ceño. Su expresión tenía una intensidad e inteligencia que era imposible ignorar. En realidad, las cejas le colgaban por encima de los ojos y su nariz era tan aguda como la de tía Hypatia. Sin embargo tenía una frente verdaderamente noble y una mandíbula fuerte, y ni el crítico más exigente de la belleza humana podría haber encontrado un defecto en la perfección sensual de su boca. Sus manos, pensó con un estremecimiento interior desconocido, también eran agradables. Eran grandes y cuidadosas y hábiles. A Florence le resultaba difícil imaginar una tarea que no pudiesen realizar. Cuando los tres salieron juntos a pasear por Rotten Row, Florence se sentía tan orgullosa de la compañía de los dos hermanos que sospechaba que el brillo de sus mejillas la delataba. El estilo ecuestre de Freddie llamaba la atención de todos y Edward, que montaba un magnífico corcel negro de pechos poderosos, era tan imponente que otros caballos se apartaban al verlo venir. Sus manos apenas parecían mover las riendas. El caballo de Freddie jugueteaba con excelente ánimo, pero el de Edward se comportaba como si fuese demasiado orgulloso para hacer cualquier cosa excepto precisamente lo que Edward le demandaba. Florence encontraba esto asombroso. Según su experiencia, los caballos eran animales destinados casi exclusivamente a los locos y a los fanfarrones, y era evidente que Edward no era ni lo uno ni lo otro. Su caballo se llamaba Sansón, por su larga melena de color caramelo. La yegua baya de Florence, alquilada en un establo local, parecía demasiado atraída por el gran caballo negro. Era una criatura hermosa, con un andar tan ligero como el de un gato, pero si Florence dejaba de prestar

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atención por un momento, ésta se acercaba a Sansón y rozaba su hocico contra el cuello del animal. —Está enamorada ——dijo Freddie, riéndose de ella la décima vez que Florence intentó apartar a la yegua—. Edward, tendrás que llevar a Buttercup de vuelta a Greystowe para el harén de Sansón. Desde luego, Florence ya había escuchado conversaciones de ese cariz. En las charlas del pueblo, los caballos y su crianza eran un tema tan importante como el tiempo. Nada de lo que pudiese decir Freddie la avergonzaría. Sin embargo, por alguna razón, quizá porque Edward tenía la mirada fija en ella, o porque la yegua escogió ese momento para acercarse a Sansón con renovados ardores, Florence se sintió totalmente invadida por una repentina ola de calor. De los pies a la cabeza, todo su ser latía con aquella marea ardiente. Florence nunca había experimentado algo así. El sudor se condensó entre sus pechos y ahí donde su muslo se apretaba contra el de Edward, sintió que le quemaba como si la pierna de él fuese una brasa de carbón. Con un leve grito, extendió la mano para impedir que fuera aplastada entre ambas monturas. Con la palma de la mano, dio contra la cadera de Edward, justo ahí donde sus pantalones color ante le cruzaban la entrepierna. Su pierna era más dura de lo que ella esperaba. Contrajo los dedos al tocarla y cuando sintió un músculo que reaccionó físicamente al contacto, aquel calor desconocido y punzante aumentó. Edward se apartó al tiempo que lanzaba una imprecación. —¡Por lo que más quieras! —exclamó, ruborizado— ¿Por qué no te fijas dónde pones la mano? —Yo... Yo —balbució Florence, pero antes de que pudiese formular su disculpa, él ya se había lanzado entre los árboles hacia las orillas del Serpentine, arrancando trozos de césped en la estela del galope de Sansón. Afligida, Florence intentó contener las lágrimas. En toda su vida, nadie le había hablado con tanta animosidad. La verdad, no podía negar que se lo merecía. Edward debía pensar que era tonta por partida doble: primero, por no controlar su caballo, y segundo, por la temeridad de tocarlo donde ninguna dama debería osar. El hecho de que no hubiese sido intencionado apenas tenía importancia. Lo peor de todo era que había testigos de su vergüenza. Dos mujeres jóvenes de sombreros de coloridas plumas se habían detenido junto al camino arenoso y ahora reían tontamente, ocultas tras sus manos enguantadas. Florence tuvo la desagradable certeza de que las había conocido en una de sus visitas. Las señoritas Wainwright, según recordaba, cuya madre había hecho tantas y tan directas preguntas sobre Freddie y su hermano. Aquella mujer había sido de lo más avasalladora, y Florence había pensado que quizá tía Hypatia había decidido que la nariz que quería torcer era la suya, y por eso la había lanzado a ella en sociedad. Desde luego, Florence no había cooperado en nada para consumar esa ambición. Ellas también arrancaron a medio galope, antes de que Florence decidiera si debía saludarlas o no con un gesto de la cabeza.

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Lo único que la aliviaba era que Freddie no había sido testigo de la burla de las dos mujeres. —No te preocupes por Edward —dijo Freddie, dándole a su caballo unos golpecitos en la cruz—. Dios sabe que lo quiero, pero tiene un genio detestable. —Tiene razón —dijo ella, sintiendo que temblaba de arriba abajo—. Mis defectos como jinete saltan a la vista. —¡Bah! No digas eso —dijo Freddie, desechando la idea con un gesto de la mano—. Montas tan bien como cualquiera. No es tu culpa que Edward haya escogido una yegua que sienta atracción por su caballo. Ante esas palabras, el corazón de Florence dio un vuelco. —¿Edward escogió el caballo? —¡Claro que sí! No confía en nadie para ese tipo de cosas. Volvió loco al hombre en la feria de Tattersall. No demasiado lento, dijo, pero no demasiado rápido y, no, aquella no es ni de lejos lo bastante mona. Y al final, mira lo que recibe por sus esfuerzos, esta criatura enamorada. La yegua dio un respingo como si se sintiera ofendida. Florence sintió que la mayor parte de su dolor se perdía en la risa que compartió con Freddie. Pero no todo. La censura de lord Greystowe era como una poderosa mordedura. Edward siguió galopando hasta que llegó a los tranquilos jardines de Kensington. Hasta entonces, la necesidad de hacerle el quite a faetones y calesas lo había hecho olvidar la marca que la palma de la señorita Fairleigh había dejado impresa a fuego en su muslo. Aquella joven era demasiado inocente para su propio bien. Demasiado inocente para el bien de él. Ahogando una imprecación, desmontó bajo los sauces que crecían en las orillas de Long Water. Su erección menguante le provocaba cierta incomodidad, pero él la ignoró. A estas alturas, ya estaba acostumbrado, o debería estarlo. Le bastaba sólo pensar en la muchacha y su sexo comenzaba a irrigarse. Peor aún, la joven comenzaba a gustarle. La mayoría de las chicas en su posición eran unas pícaras o unas codiciosas, pero Florence era una criatura encantadora, y daban tantas ganas de provocarla. Cien veces al día pensaba en alguna ocurrencia para provocar su sonrojo, y luego tenía que recordarse que cortejarla era asunto de Freddie. Con un suspiro, se quitó el sombrero y se peinó con la mano el pelo sudoroso apartándoselo de la frente. Una garza surcaba las plácidas aguas del lago ante sus ojos, y la visión de su lento avance calmó su nervios agitados. Como si quisiera recordarle cu ánto había trabajado, Sansón sopló impaciente en su oreja. —Sí —dijo Edward, frotando el morro espumoso del caballo —. Eres un buen chico. Mejor que su amo. Sansón no había perdido el control cuando la yegua se frotó contra él. Tampoco pensaba Sansón en volver a visitar Cumberland Terrace. Ya iban tres veces esa semana, y cada encuentro era más desinhibido que el anterior. Imogene no cabía en sí de placer. Edward sacudió la cabeza con un gesto de repugnancia y se abrió el 38

cuello para sentir la brisa. No podía seguir utilizando a su amante para exorcizar la lujuria que sentía por la prometida de su hermano. Y aunque Imogene no lo supiera, no estaba bien. No, tenía que luchar contra ese demonio para sentar cabeza. Florence no era para él. Florence era para Freddie. Y se llevaban admirablemente bien. Siguiendo sus instrucciones, Freddie había puesto en escena una imitación bastante buena de un hombre cada vez más prendido de una dama. Tampoco su interés parecía fingido. Sentía afecto por aquella muchacha, verdadero afecto. Repetía cosas que ella había dicho, planeaba excursiones para complacerla y, por lo que Edward veía, disfrutaba del tiempo que pasaban juntos. Sin ir más lejos, hacía unos días le había contado a Edward cómo había dejado fascinado al duque de Devonshire y a su caballo. —Esa bestia insensata quiso comerle el sombrero a la pobre muchacha — había dicho riendo—. ¿Sabes lo que dijo ella? «Y bien, Excelencia, no tenía idea de que este sombrero estuviera hecho de tan buena paja.» Eso demuestra agallas, Edward. Agallas. Especialmente para una muchacha que tiene miedo de hasta su propia sombra. —Freddie estaba orgulloso de ella, como un hombre debería estar orgulloso de su futura mujer. Pensándolo bien, el plan de Edward no podía gozar de mejores perspectivas. Si él mismo no se hubiese sentido tan atraído, estaba seguro de que aquello le habría causado alegría. Freddie, Florence y la duquesa aún se encontraban en el patio de atrás de un enorme edificio paladiano en Piccadilly, esperando a Edward. Durante los últimos cuatro años, aquella mansión marrón y blanca había alojado a la Royal Academy of the Arts. Según tía Hypatia, la exposición privada de primavera, a la que ahora asistirían, era el primer gran acontecimiento de la temporada. El aspecto de la multitud confirmaba su afirmación. A su alrededor, la crema de la sociedad de Londres se dirigía lentamente hacia la entrada, vestida con ropas exquisitas, y con un talante orgulloso difícil de superar. La duquesa, que siempre era objeto de atención, saludaba con un gesto a muchos de los que pasaban, todos los cuales parecían felicitarse de su saludo. Sorprendentemente, muchos también saludaban a Florence con un gesto de la cabeza. Ella hacía lo posible por sonreír e inclinarse, pero se sentía demasiado agitada para intentar un saludo más animoso. Para su alivio, no vio a las señoritas Wainwright. —No juegues con el vestido —dijo tía Hypatia, y quiso suavizar su comentario con un golpecito. Florence apenas la oyó. No sabía si se alegraba o si lamentaba que Edward hubiese decidido asistir a la exposición. La duquesa se afirmaba en su brazo, era verdad, y Freddie siempre estaba feliz de contar con su presencia. En cuanto a Florence, empezaba a pensar que la compañía de Edward se volvía cada vez más opresiva para su estado de ánimo. Era como si no pudiera respirar normalmente cuando él estaba cerca. Si por casualidad él la rozaba, comenzaban a temblarle las manos. La sola visión de sus hombros, enfundados en una de sus tradicionales chaquetas negras, le provocaba unas palpitaciones desconocidas.

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Hoy fue su sombrero de copa lo que la sedujo. Edward lo llevaba con absoluta prestancia, y su brillo casi igualaba al de su pelo ondulado, cortado tan cerca de la línea del cuello que los bucles no alcanza ban a tapar la camisa. ¿Qué podía llevar a un hombre a tratar a su pelo como si corriese el peligro de convertirse en un salvaje? ¿Y que pasaría, se preguntó Florence, si él lo dejara crecer? La pregunta, desde luego, no tenía sentido, y la respuesta no era asunto suyo. Decidida a no seguir pensando en ello, plegó las manos por delante y se preparó para saludarlo. Él se presentó con su habitual y rígida inclinación de cabeza y ceño fruncido, un ceño que se volvió más profundo cuando le dedicó una mirada a su vestido color damasco de talle bajo. Florence llevaba uno de sus nuevos corsés franceses, ajustado sólo un poco más de lo que le era habitual. El color le favorecía, como le favorecía el encaje de seda que adornaba el cuello y las mangas. El busto era modesto, la curva de su polonesa no más extravagante de lo que podría llevar cualquier mujer de su edad. Su sombrero era una maravilla de simplicidad: un sombrerito de satén inclinado con una sola pluma blanca en el borde, tan pequeòa que quedaba prendida de su peinado en alto como un platillo a una taza. Freddie había sufrido una especie de rapto al verla y había declarado que superaba a cualquier cosa inventada por los pintores. Y Freddie sabía de moda. Por eso, Florence se negaba a creer que el ceño fruncido de Edward se debía a su vestido. Por deducción, eso significaba que el ceño estaba dirigido a ella. —Florence—dijo Edward, y no dijo más, tras lo cual se giró para servir de escolta a su tía. La desilusión que ella sintió en cuanto él dejó de mirarla fue completamente inexplicable. —¿Estás seguro de que quería venir? —susurró al oído de Freddie cuando, como el resto de la multitud, comenzaron a subir por la doble escalera que daba al salón—. ¿Supongo que no lo habrás amenazado? —¿Quién, yo? —Freddie abrió desmesuradamente los ojos llenos de sorpresa—. Dios, no. No pude impedir que viniera. Edward es un auténtico patrón de las artes. Espera y observa. Todo el mundo empezará a cotillear sobre cómo va vestido cada cual y quién corteja a quién, y ya verás que nuestro viejo Edward se queda mirando los cuadros. Al parecer, Freddie pertenecía a los grupos del cotilleo. En cuanto entraron en el salón, Florence lo perdió entre un grupo de hombres que reían. Él le hizo señas para que se acercara pero ella no quiso acudir, no sólo porque sus compañeros parecían un tanto superficiales, sino porque deseaba ver la exposición. Eso era, para ella, el atractivo que tenía Londres. No las fiestas, ni las cartes de visite, sino hundirse en el corazón del arte y la cultura. Cuando no divisó a Edward ni a la duquesa, se resignó a dar una vuelta a solas. Y, felizmente, nadie le prestó la menor atención mientras visitaba una sala tras otra. Cada pared requería un largo momento de reflexión, porque los cuadros estaban encaramados unos encima de otros, hasta el techo. A Florence no le importaba la confusión. Le fascinaba ver aquellas obras en persona, en lugar de verlas reproducidas como grabados en una revista.

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Incluso le agradaban los cuadros malos, porque adivinaba las pinceladas y los colores e imaginaba al pintor de carne y hueso trabajando. Qué maravilloso debía ser, pensó, tener esa habilidad para crear. Algunos cuadros eran muy buenos. Durante largos minutos se quedó embelesada por el retrato de la gran seòora Bischoffshein, pintado por Millais. Su carácter quedaba tan bien retratado que Florence pensó que la conocía. Arpía, pensó, pero con sentido del humor. También se detuvo cuando llegó frente al cuadro titulado Too Early' que, por s uerte o por accidente, colgaba, solitario, por encima de un hermoso hogar de mármol. En el cuadro aparecían cuatro muchachas encantadoras pero con una actitud que delataba su incomodidad, esperando con sus acompañantes en una sala de baile vacía. —¿Te gusta? —preguntó una voz grave y familiar. Florence sintió que el corazón se le disparaba. No recordaba ninguna ocasión en que Edward le hubiese pedido su opinión antes. Lanzó una mirada de reojo en su dirección pero, felizmente, él tenía sus severos ojos azules fijos en el cuadro. Contestó con la voz más serena posible. —Me gusta mucho —dijo. El pintor ha capturado muy bien ese sentimiento embarazoso de llegar entre los primeros, cuando una apenas puede hacer otra cosa que sonreír. Edward se alisó las solapas. —¿Te gustan los cuadros que cuentan historias? —Siempre y cuando se trate de una historia interesante. —¿Y qué opinión te merece ese francés Monet, o Sisley? —Por primera vez, Edward la miró directamente a los ojos, y la intensidad de su mirada, al igual que su tono de voz, eran desafiadoras. Florence sintió una agitación conocida en la boca del estómago. Ningún hombre debería tener pestañas tan gruesas. Por un momento, sintió el rostro tan caliente que pensó que se desmayaría. Tuvo que tragar antes de volver a hablar. —Creo que no conozco su obra. Edward asintió, como si su respuesta fuera exactamente lo que esperaba. —Ven conmigo —dijo—, tengo algo que mostrarte. Para su sorpresa, la cogió no por el brazo sino por la mano. Incluso a través de sus guantes, Florence sintió la calidez de su piel, y sintió sus propios dedos tragados por la enorme mano. Sólo podía rezar para que él no sintiera la repentina humedad en la palma. Edward la condujo a través de un laberinto de puertas abovedadas hasta la más pequeña de las galerías. Ahí, le pasó unos gemelos de teatro de plata y le señaló un cuadro que colgaba, como si la Academia se avergonzara de haberlo aceptado, en un rincón sucio y en lo alto, cerca del techo. Florence se llevó los gemelos a los ojos.

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—Lo que estoy viendo es Monet o Sisley? —Ninguno de los dos —dijo él, con ese tono perverso al que ella ya estaba acostumbrada—. Es un cuadro de Whistler. Florence lo sentía respirar, lenta y regularmente. Edward se había situado justo detrás de ella, sus largas piernas rozaban apenas su vestido, mientras con las manos inclinaba los gemelos para orientar su mirada. Florence sintió que sus brazos comenzaban a temblar. Sólo pararon cuando enfocó el cuadro. —Oh —suspiró, incapaz de guardarse para sí esa sensación maravillosa. El cuadro era un puente justo después de la puesta de sol, una noche nebulosa, con la sombra de un solitario remero alejándose corriente abajo. Nunca había visto nada parecido. Era algo completamente nuevo, una mezcla de sutiles colores que, de alguna manera, creaban un mundo. Sintió que su mente se abría de una forma desconocida. Este cuadro pensó, es un cuadro del futuro. Edward parecía compartir su emoción. —¿No te parece magnífico? —preguntó, pronunciando sus palabras pausadamente. —¡Es extraordinario! Si no son más que manchas de azul oscuro y claro, pero uno sabe exactamente qué es, lo ha captado todo con precisión. El agua por la noche, incluso cómo se siente, como si todo el mundo estuviese durmiendo menos tú. Me dan ganas de llorar con sólo mirarlo y, sin embargo es muy, muy bello. Perdida en medio de su admiración, ni siquiera se sobresaltó cuando Edward depositó sus manos brevemente sobre sus hombros, sólo un apretón rápido y cálido, y ya no estaban. —Pensaba que quizá lo compraría —dijo él. Florence no pudo impedírselo. Dejó los gemelos y se volvió hacia él. Tenía una expresión pensativa, y su exquisita boca estaba relajada. Por primera vez, parecía tan joven como Freddie. Podría gustarme, pensó ella. Si sólo se portara así más a menudo, estoy segura de que podríamos ser amigos. —¿Sabes?, nunca he conocido a alguien que haya comprado un cuadro —dijo. Él rió con esa confesión, un sonido suave y abierto que le rozó los oídos como el gruñido de un cachorro. —Tenga usted cuidado, seòorita Fairleigh. Con este tipo de declaraciones, delatará sus orígenes. Sus ojos chispeaban tan amablemente que Florence supo que estaba bromeando. Aún así, le resultó imposible sostener su mirada. Era demasiado azul, demasiado cálida. En su lugar, se miró las manos, que aún sostenían los gemelos. —Es difícil ocultar mis orígenes —dijo, y también sonrió ligeramente—. Tía Hypatia dice que ni siquiera debo intentarlo.

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—Bueno, si lo dice tía Hypatia... —convino él, y echó suavemente hacia atrás la pequeña pluma blanca de su sombrero inclinada hacia adelante. Era un gesto que podría haber tenido su hermano, un gesto amable y protector. Florence se estremeció al sentirlo como nunca le había sucedido con Freddie. —¿Tiene frío, señorita Fairleigh? —preguntó Edward, en voz baja y curiosamente ronca. Se había inclinado hacia delante para mirarla a la cara, un gesto necesario debido a su mayor altura. Ella veía la sombra de sus bigotes por debajo de su piel, olía el aroma selvático de su colonia. No se le había ocurrido que un hombre tan sobrio como él usara esas esencias. Descubrir que sí las usaba la había sumido en una especie de remordimiento. Tiene secretos, pensó. No es el hombre que parece. —¿Señorita Fairleigh? —preguntó Edward. Con un gesto tan ligero que a Florence le pareció haberlo soñado, le palpó con el dedo la curva de la mejilla. Su punta era ligeramente rugosa. Debía de haberse quitado los guantes. El estómago se le apretó ante aquella intimidad inesperada. —Estoy bien —dijo, quizá un tris demasiado alto—. Bastante bien. Edward se puso rígido ante aquella advertencia y retrocedió medio paso. Se abrochó su elegante chaqueta y se la alisó. —Tal vez debiéramos rescatar a tía Hypatia del salón de té. —Sí dijo ella, a la vez aliviada y decepcionada. Esta vez, él le ofreció el brazo, sosteniendo el codo bien alejado del costado. Cuando Florence pasó la mano, la actitud amable de Edward había desaparecido. Su brazo bien podría haber sido un bloque de madera. Un suspiro escapó de sus pulmones encorsetados. Había pensado que el hermano de Freddie era cálido con ella, y había sido lo bastante ingenua como para acoger el cambio. Debería haberlo sabido. Era evidente que serían necesarios muchos minutos de intercambios amistosos para derretir a aquel hombre de piedra. Lewis llamó a la puerta de la habitación justo en el momento en que Edward deslizaba un corcel de ónix en su impecable camisa blanca. Estaba pensando en su estrategia para el baile de esa noche, una estrategia que no contemplaba ese gesto de abandonarse como lo había hecho en la Academy. Sería civilizado con la señorita Fairleigh, nada más. No la tocaría. No le sonreiría. Sobre todo, no bailaría con ella. Hasta que encontrara una manera de controlar esas reacciones suyas que se habían vuelto inquietantemente imprevisibles, no volvería a acercarse a ella. Poco le importaba que sus ojos fueran tan verdes como los prados de Irlanda. No le importaba que estuviese de acuerdo con que Whistler era un genio, ni que su manera de sonrojarse le dieran ganas de estrecharla contra su pecho y besarla hasta la inconsciencia. A partir de ahora, la clave de su relación sería la distancia. —¿Señor? —dijo Lewis. Al no obtener respuesta de su amo, el ayuda de cámara se atrevió a entrar—. Me temo que ha surgido un pequeño problema. Edward pensó inmediatamente en Freddie y los criados, pero desechó el pensamiento tan rápidamente como pudo. Freddie le había dado su

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palabra de honor. Era lo único que Edward necesitaba saber. Se ajustó el corcel por debajo del cuello en punta y cogió su corbata de lazo blanca. —¿Qué pequeño problema? —Se trata de la señorita Fairleigh. A Edward le dio un vuelco el corazón. Maldita sea. Su solo nombre bastaba para que se le tensaran los músculos de la entrepierna. —¿Acaso la señorita Fairleigh no se encuentra bien? —No precisamente, señor. —Lewis cogió la corbata de manos de Edward antes de que éste acabara de arrugarla—. Al aparecer, se ha puesto tan nerviosa pensando en su primer baile formal, que se encuentra... postrada. —¿Postrada? —Edward alzó el mentón para que Lewis anudara la corbata. Una imagen de la señorita Fairleigh desmayándose cruzó inquietantemente por su cabeza. Casi se vio a sí mismo cogiéndola cuando desfallecía. —Un trastorno de estómago —aclaró Lewis. A pesar de un impulsó de simpatía, Edward rió. —Quieres decir que está tan asustada que ha decidido retirarse. —Sí, señor —dijo el ayuda de cámara—. Su valentía la ha abandonado, jura que volverá a Keswick mañana, en lugar de quedar en ridículo esta noche. —¿A Keswick? —Frunciendo el ceño, Edward se sometió a un ligero arreglo de su pelo. —Es su pueblo —explicó Lewis, y Edward experimentó una curiosa punzada de desagrado porque su criado estuviese enterado de ese detalle y él no—. La duquesa de Carlisle ya no sabe qué hacer. Ha enviado a su criado para ver si el joven lord Burbrooke puede hacerla entrar en razón, pero su hermano ya ha salido para su cena en casa de los Brawleighs. —Seguro que mi tía podría... —Ella dice que es tarea para un hombre. La voz de la autoridad que atrae a lo que hay de racional en una mujer. —Daba la impresión de que Lewis dudaba de que esta cualidad existiera entre las mujeres. Aún así, durante todo el año, el ayuda de cámara había intentado sin éxito llevarse a la jefa de las criadas a la cama. —Hablaré con ella—dijo Edward, aunque sabía que aquello contrariaba sus resoluciones—. Lo más probable es que sólo necesite que alguien le asegure que no se quedará sin bailar los valses. —Sí, señor. —Lewis le sostuvo la chaqueta para que él deslizara los brazos en las mangas. Era un diseño muy común, con un suave cuello de seda y la espalda de satén. Le sentaba como una segunda piel. Edward ignoró el cosquilleo de excitación que le subió por la espalda. Aquella misión de buena voluntad no planteaba peligro alguno. Al fin y al cabo, ¿cuán atractiva podía ser una mujer postrada?

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—Lávese los dientes —dijo Lizzie, sosteniendo el frasco de polvo dentífrico. Florence hundió la cabeza en la almohada. Jamás saldría de esa habitación. Los Varice esperaban la asistencia de quinientas personas al baile de esa noche. Su estómago se retorcía con sólo pensarlo. Había sido valiente hasta ahora. Realmente valiente, pero aquello era demasiado esperar. ¡Quinientas personas! Y tía Hypatia quería que ella los deslumbrara. Tendría suerte si conseguía sobrevivir. —Me los he lavado dos veces —farfulló. —Una vez más, antes de salir—insistió Lizzie—. Son órdenes de la duquesa. —Pero si no pienso ir. ¡No pienso ir! ¡No pienso ir! —Sabía que se estaba portando como una niña malcriada, pero no podía impedirlo. No podía ir. Simplemente no podía. Puede que fuera una joven atractiva pero se sentía irremediablemente inepta. Con un gruñido, se puso la almohada sobre la cabeza. —Francamente —resopló Lizzie, y Florence sabía que se había llevado las manos a sus delgadas caderas—, me da vergüenza conocerla, señorita Florence. —Y a ti también debería darte vergüenza —dijo una voz que la hizo girarse como un rayo con la almohada cogida al pecho, a pesar de que su bata era de un corte perfectamente sobrio. Tenía el pelo suelt o y le caía sobre los hombros. Y aquélla era su habitación. Todo lo cual bastaba para sumirla en el pánico. —¡Lord Greystowe! —dijo, con voz ahogada. Él se sentó tranquilamente en el borde de la cama como si ella fuera una inválida. Florence pensó que le cogería la mano pero él se limitó a acariciar la manta junto a su cadera. —Dime, Florence —empezó—, cuéntame qué es lo que te ha asustado. Con sólo formular su pregunta, Edward la había hecho sentirse como una tonta. Pero no era eso. Nadie entendía lo terrible que eso era para ella, y aquel hombre menos que nadie, porque probablemente jamás había tenido miedo en su vida. Se colocó la almohada sobre el regazo y sorbió una lágrima. —Tía Hypatia ha dicho que vienen quinientas personas al baile de los Vance. —¿Y? —preguntó él, como si quinientas personas no fueran nada. Volvieron a brotar las lágrimas de Florence, pero ahora eran lágrimas de enfado. —Se pondrán a mirar —dijo, hundiéndose las uñas en la palma de la mano—. Se pondrán a mirar y a sonreír y hablarán detrás de sus abanicos como si yo fuera una vaca en una feria de pueblo. —Porque eres muy atractiva —aclaró él, con aquel mismo tono exasperante de hombre razonable.

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—¡Sí! —exclamó ella, al borde del chillido. Edward sonrió y el humor de Florence cambió de inmediato. ¿Cómo se atrevía a burlarse de sus temores? Antes de que pudiese impedírselo, le golpeó el pecho con ambas manos. Edward se las cogió antes de que ella pudiese dar un segundo golpe. —Ven —elijo, y estampó un suave beso en los nudillos de cada puño. Este gesto la asombró de tal manera que ni pensó en retirar las manos. Los ojos de Edward brillaban con humor y algo que, tratándose de cualquier otro hombre, ella habría dicho que era cariño—. Si me permite, le explicaré las estadísticas, señorita Fairleigh. Con quinientos invitados, al menos la mitad de ellas mujeres, puedes estar segura de que... digamos... unas veinte serán más guapas que tú. Muchas otras tendrán joyas más deslumbrantes que las tuyas. Un buen número de ellas estarán vestidas tan fuera de tono que cualquiera que las vea no podrá apartar la vista. Añade a eso los invitados que son los protagonistas o destinatarios de los cotilleos, y verás que ni siquiera la décima parte de los presentes te mirará. —Y una décima parte son cincuenta —intervino Lizzie, orgullosa de sus habilidades en matemáticas. Florence no se sentía ni impresionada ni segura. —Lo único que sé bailar son bailes típicos del campo —dijo, con voz todavía temblorosa—. No recuerdo ni un solo paso de los que el maestro de danza de tía Hypatia intentó enseñarme. Edward le apretó las manos. —Ya los recordarás. En cuanto empiece la música, te acordarás de todo. Vamos, Florence. ¿Dónde está aquella joven que fascinó al duque de Devonshire con su ingenio? ¿Donde está su valentía? —En la bacinica —farfulló Florence. —No digas sandeces —dijo Edward—. Eso sólo era la comida. —Y ahora que ha salido—añadió Lizzie, con su típica mentalidad práctica y campestre—, ya no tiene que preocuparse de ponerse enferma. Florence tenía los hombros hundidos. No quería ser fuerte. Quería ser débil e indefensa y quedarse donde estuviese a salvo. Pero Lizzie contaba con ella, al igual que tía Hypatia, y, en cierta manera, también Edward. Si su «prima» resultaba ser una cobarde, él no quedaría nada bien. —Supongo que no tengo alternativa. —Ninguna alternativa —convino Edward, y le sonrió. Florence vio en su mirada un dejo de orgullo y pensó que, finalmente, quizá no fallaría.

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Capítulo 4 Un escalofrío ardiente barrio los hombros desnudos de Florence. Edward la observaba bajar por la escalera circular de tía Hypatia. Tenía pintada en la cara una expresión de absoluta estupefacción. —Quizá —dijo, con un tono inhabitualmente débil—, te he informado mal. Florence no sabía cómo tomarse su reacción, ni la suya propia. Edward nunca la había mirado de esa manera, como otros hombres, como si fuera un bocado que quisieran devorar. Normalmente, aquella mirada la ponía incómoda. Ahora, no entendía por qué en él le halagaba. Sin duda, no deseaba su atención. Era lo opuesto de todo lo que ella valoraba en un hombre. No era ni gentil, ni afectuoso y, desde luego, nada de seguro. Sí, ésa era la verdad. Lo más probable era que su respuesta fueran simplemente nervios. —¿Qué me has informado mal? —preguntó, y su tono se acercó peligrosamente al chillido. —Sí —murmuró él y se llevó la mano a la impecable pechera. El anillo de rubí con el sello de su padre brilló en su dedo meñique—. Temo que serás la mujer más guapa esta noche. —Ya, basta —dijo la duquesa, haciendo sonar su bastón de marfil—. Hazte a un lado para que pueda ver. Al oírla, Florence se giró lentamente. Sabía que se había sacado el mejor partido posible. Su vestido era de satén color narciso, con un corte bajo en los hombros y una cola de tul moteado. Por debajo de esta delgada capa, el vestido engullía metros y metros de tela, una extravagante muestra de cuyos pliegues surgían enredaderas de rosas de seda rosadas. Otras rosas decoraban su fino moño. Al cuello llevaba una gargantilla formada por miles de aljófares urdidos para dibujar flores. La cintura del vestido exigía unos lazos tan apretados que Florence se sentía como si dos grandes manos la enlazaran y rodearan por las costillas. Era una sensación muy placentera, pero el resultado es que sus pechos quedaban tan exageradamente elevados que temía que su escote fuera demasiado pronunciado. Si así era, tía Hypatia no mostró desaprobación alguna. En su lugar, tocó el collar con un dedo rígido ya por la edad. Asintió con un gesto brusco. —Te queda bien —aseveró—. Nunca me han convencido las muchachas que llevan cintas en torno al cuello. No si tienen algo mejor que lucir. —Le agradezco que me lo haya prestado —dijo Florence, que sabía que la duquesa se había puesto la misma gargantilla de joven—. Sabré cuidarlo. —Estoy segura que sabrás —dijo tía Hypatia. La luz proveniente de un candelabro en la pared brilló con una chispa repentina en su mirada. ¿Acaso pensaba en su querido duque ya fallecido o en alguna otra conquista de su juventud? No cabía duda de que las había vivido. La duquesa era una persona demasiado segura de sí misma para que hubiera

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sucedido de otra manera. Sin embargo, Florence dudaba de que algún día compartiera el secreto. Y luego, en cuanto Hypatia parpadeó, el brillo desapareció de sus ojos. Cuando recuperó el control de sí misma, le dio al criado un golpe seco en la pantorrilla con el bastón. John, ¿a qué espera? —dijo con voz seca al hombre en cuestión—, dígales que traigan la calesa. —Sí, Excelencia —contestó él con su voz ceremoniosa, como si recibir golpes de su ama fuera una cuestión de todos los días. Florence se preguntó en qué se había metido cuando dejó a la duquesa tomarla bajo su tutela. Si no conseguía vivir para cumplir con los planes de Hypatia, ¿acaso acabaría también con las pantorrillas doloridas? Su corazón tuvo tiempo suficiente para agitarse antes de que el coche se acercara pausadamente siguiendo la línea de coches hasta la puerta. ¡Aquellos vestidos que pasaban ante su vista mientras esperaban! ¡Esas sedas y piedras preciosas y nubes de perfumes caros! Esta vez se alegró de que madame Victoire no hubiese parado mientes en los gastos de sus vestidos. Al menos tendría el aspecto de alguien que pertenecía a ese círculo. Cuando llegaron a la elegante entrada de las puertas cocheras, Edward la ayudó a bajar del coche. El contacto de sus manos le dificultó aún más la respiración que el corsé. Nunca había imaginado que un hombre podía tener tanta fuerza, porque parecía no pesar nada en sus brazos. Cuando Edward la dejó sobre el pavimento, sus miradas se cruzaron. Los ojos de Edward brillaban como dos intensas y misteriosas llamas azules y calientes, completamente concentrado en ella. Florence sintió un calor que se le derramaba sobre los pechos. Por mucho que lo deseara, era imposible mitigar la reacción. Avergonzada, se tocó el tul que le cubría el canesú. Edward desvió la mirada. —Cuidado con la cola del vestido —le advirtió, con la misma sequedad de siempre, y ayudó a bajar a la duquesa. Cuando ésta estuvo preparada, se dirigieron juntos hacia la escalera. Agradecida por la distracción, Florence no podía contener su curiosidad. Jamás había estado en una casa tan elegante. A sus ojos, aquello parecía un palacio. Un par de antorchas en forma de ninfas, con bolas de gas balanceándose sobre los hombros, alumbraban la zona de recepción, una vez cruzada la puerta. Mientras el criado de librea anunciaba sus nombres, Florence miraba con ojos desorbitados. Las ninfas no llevaban más indumentaria que una tela vaporosa como un pañuelo que parecía ajustarse a sus partes íntimas. Tenían desnudos los pechos, cuyas puntas acababan en unos pezones gruesos, no rígidamente gruesos, puesto que las ninfas tenían frío, sino suaves, como si la brisa que soplaba sobre los pañuelos besara suavemente su piel. De pronto, sintió un impulso irracional. Le hubiese gustado tocar aquel bronce pulido. Y luego, lo que parecía aún más intrigante, pensó que le hubiese gustado ocupar el lugar de las ninfas, igualmente desnuda, y ser besada por la suave brisa y admirada por los invitados. Al fin y al cabo, una estatua no podía comportarse como una tímida. Una estatua sólo

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podía ser adorada. Tocó la base metálica, y se sorprendió de lo fría que estaba. —Florence —advirtió la duquesa con un silbido de voz. Ella apuró el paso con el aliento entrecortado. ¿En qué estaba pensando? Sin duda, sus temores más recientes le habían trastornado la cabeza. A su manera, la casa de los Vance era tan laberíntica como la estación de Euston. Aquella mansión de Knightsbridge había sido diseñada por Robert Adam en un estilo opulento y clásico. En todos los salones abiertos a los invitados (y había muchos) se alzaban columnas marmóreas y doradas y magníficos techos estucados y espléndidas taraceas. Los cuadros eran de tan buena factura como cualquiera de los que Florence había visto en la Academy of the Arts. Con dificultad, se abrió paso entre Gainsbouroughs y Reynolds y siguió a una criada por unas escaleras hasta llegar al cuarto de aseo de las mujeres. En aquel concurrido tocador, una atenta criada cogió su capa, le arregló el pelo y, lo mejor de todo, le enseñó un rincón tranquilo donde podía sentarse. Ahí, al resguardo de una pantalla de palmeras plantadas en maceteros, mientras el aire suave de la noche entraba por una ventana abierta, Florence cerró los ojos e intentó recuperar el aliento. Se dijo a sí misma que lo haría de la siguiente manera: se tomaría la velada con calma; hablaría cuando le hablaran; hablaría cuando se lo pidieran y, sobre todo, prestaría atención a cualquier caballero que le presentaran. Cuanto antes estuviera instalada en su propia casa, más rápido podría pagar a tía Hypatia por la fe depositada en ella, por no hablar del dinero. Se le había comenzado a refrescar la cara cuando tres mujeres jóvenes se detuvieron al otro lado de la tupida cortina de plantas. Para consternación de Florence, eran las dos señoritas Wainwright, vestidas con idénticos vestidos de tarlatana. Estaban tan cerca que le iba a ser imposible salir sin que la vieran. Quizá se quedaría otro rato donde estaba. Al fin y al cabo, la discreción era la cara más preciada de la valentía. Una vez justificada su cobardía de esta manera, Florence se dio ánimos para esperar lo más tranquilamente posible. —Dicen que está locamente enamorado —decía la mayor de las hermanas Wainwright. Se llamaba Greta, según recordaba Florence, y la menor se llamaba Minna. Las dos hermanas eran atractivas, y parecían amazonas, con su pelo oscuro y brillante y sus ojos igualmente oscuros y brillantes. Sus bucles, que Lizzie había renunciado a proponerle a Florence para su pelo, colgaban en perfectos tirabuzones que les llegaban a los hombros. Las dos cantaban admirablemente y tenían todo un repertorio de afectaciones. Su único defecto, si es que era un defecto y no un producto de la imaginación de Florence, era una cierta petulancia que asomaba en sus bocas. En realidad, cualesquiera que fueran las ambiciones de Hypatia, Florence no podía imaginarse eclipsando a estas encantadoras jóvenes. —Me cuesta mucho creer que sus afectos estén comprometidos. —dijo una tercera mujer que Florence no conocía—. Todo el mundo sabe que es un galanteador incorregible. Seguro que sólo intenta portarse como un buen primo.

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—Quizá —objetó la señorita Minna con un tono altivo y superior—. Pero uno de los dos primos no aprueba la relación. Yo misma lo vi cuando la rechazó. Arrancó galopando sin decir palabra cuando la pobre chica chocó contra su caballo. Pensé que estallaría en lágrimas ahí mismo. Dios mío, pensó Florence, y quiso levantarse de la silla. Estaban hablando de ella, de ella y Edward. Con el corazón latiéndole a toda prisa, se encogió en su sitio y esperó que las mujeres no la vieran. Afortunadamente, éstas estaban demasiado enfrascadas en su cotilleo para mirar a su alrededor. Y mientras Florence mantenía el aliento, la tercera susurró furiosamente en el oído de Minna. Cuando acabó, los bucles le temblaron de pura indignación. —Y bien, eso —dijo—, es la calumnia más horrible que he oído. Freddie Burbrooke adora a las mujeres. Cualquiera que lo haya conocido lo sabe. En cualquier caso... —dijo, dando un golpecito con su abanico pintado a mano—, no sé por qué tendríamos que preocuparnos por una perfecta desconocida. Si no fuera por esa vieja bruja decrépita que la lleva a todas partes, nadie le prestaría atención. —La verdad es que es atractiva —dijo Greta, con el tono de quien se siente demasiado segura de su propia belleza como para ver una amenaza. —Pero es un atractivo de lechera —le reprochó Minna—. ¿Y quién de nosotras puede estar segura de que esas mejillas sonrosadas no son producto de algún potingue? Si el trío hubiese visto a Florence en ese momento, hubiesen constatado que sus mejillas sonrosadas eran verdaderas. Hasta las orejas le quemaban. Sintió alivio cuando vio a las mujeres dirigirse a la puerta. Eso sí, la tercera lanzó su frase final. —Es una atracción animal — dijo, cuando se alejaron con el frufrú de sus vestidos—. Es basta y regordeta, y los hombres son los peores animales de todos. ¿Habéis oído lo que hizo el caballo de Devonshire con su sombrero? Florence se llevó las manos a las mejillas con un gesto brusco. ¿Realmente la gente se dedicaba a hablar de eso? Una risa suave y musical la trajo de vuelta a la realidad. Florence alzó la mirada. Una muchacha delgada de pelo rubio encrespado y pecas se apartaba unos rizos junto a la oreja, como un cazador africano que ha encontrado su presa. —Por su mirada de terror —dijo—, creo que usted es la infame señorita Fairleigh. Las palabras de aquella muchacha eran tan hirientes que Florence sólo atinó a reír. Se incorporó y la saludó con una ligera inclinación. — Así es —dijo—. Con las mejillas de lechera incluidas. —Y yo —respondió la muchacha—, soy Meredith Vance, la debutante menos agraciada de Londres. —Estrechó la mano de Florence con un gesto seco y poco femenino—. ¿Quiere que salgamos juntas y les

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demostremos a esas pobres engreídas que las chicas normales y corrientes y las lecheras saben comportarse? Florence no había conocido a la señorita Vance, pero sabía que era la hija del anfitrión y, por lo tanto, la hija de un duque. Por eso, su oferta la desconcertó por un momento. —Será un honor para mí, señorita Vance consiguió recuperar el habla.

—respondió cuando

La señorita Vance frunció la nariz. —Llámame Merry —dijo, como si Florence fuera la hija de uno de los pares de su padre—. Así me llaman todas mis amigas y estoy segura de que nosotras dos lo seremos. La generosidad de la señorita Vance cautivó a Florence. Por mucho que añorara Keswick, su pueblo no había sido más que el hogar de numerosas ancianas muy refinadas. Florence no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido una amiga de su edad. Desde luego, pensó más calmada, la generosidad de la señorita Vance le impedía pensar en esconderse en el cuarto de aseo de las damas t oda la noche. —Ya verás como mis hermanos se te lanzan encima —predijo su salvadora. Florence intentó adoptar una actitud que demostrara que para ella ésas eran buenas noticias. Edward estaba apoyado contra la pared con su copa de champán, observando un interminable desfile de hombres girar en torno a Florence Fairleigh en el salón. Tal como ella había advertido, era una bailarina especial. Y no tenía nada de sorprendente que a ninguno de sus acompañantes pareciera importarle. Más bien, la miraban con ojos perrunos, intentando con sus comentarios ingeniosos que ella levantara sus tímidos párpados. Incluso los hombres mayores se prestaban a este juego, como si Florence, en su inocencia, les hiciera recordar la propia. Sólo Freddie tuvo éxito. Llegó tarde con una avalancha de disculpas y de inmediato invitó a Florence a bailar un vals. En pocos minutos, ella sacudía la cabeza riendo, sintiéndose más cómoda en sus brazos que con ningún otro hombre. Su sonrisa deslumbró a Edward desde el otro lado del salón. Freddie era bueno con ella. Freddie le permitía ser ella misma. Incluso cuando la apartó para presentarla a sus amigos, ella conservó aquella mirada radiante. Edward la vio hablando con ellos y los vio reír ante cualquier ocurrencia de Florence. Gracias a algún subterfugio, Freddie había encontrado una manera de compartir su encanto con ella. Sus temores anteriores bien podían haber sido un sueño. Desde luego, ya no necesitaba su ayuda. Edward hundió las manos en los bolsillos, más cabizbajo de lo que jamás recordaba haber estado. No debería mirarla de esa manera. Sólo conseguía torturarse. Pero ¿cómo podía dirigir su mirada hacia otro lado? Peter Vance bailaba con ella ahora, una alegre polka que no podría haber puesto mejor en evidencia su rigidez en el baile. ¿Por qué le cautivaba

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aquella torpeza suya? Sentía el corazón latir con violencia cuando ella inclinaba su delgado cuello para mirarse los pies vacilantes, cuando su vestido rozaba la pierna de Vance, cuando la veía —Dios se apiade de su alma— sonrojarse después de que Vance se inclinara para murmurar alguna provocación en su fino oído de caracola. Edward hizo rechinar los dientes. Era un idiota. Un verdadero y absoluto idiota. La obsesión que sentía por aquella muchacha no tenía absolutamente ningún sentido. No le hacía ningún bien. Ni a él, ni a ella, ni a Freddie. —La gente comienza a hablar de desaires —dijo una voz afónica e infantil a su lado. Cogido por sorpresa, Edward se giró y descubrió ante él la sonrisa ancha y pecosa de la hija menor de su anfitrión. Recordó haberla conocido en la feria de Tattersall, una niña loca por los caballos, tan llana en su lenguaje como en su aspecto. —Señorita Vance—dijo, y se inclinó con un gesto de cortesía para besarle la mano—. Perdóneme por no haberme percatado de su presencia. Ella le dio un golpe seco con su abanico que le hizo pensar más en tía Hypatia que en una mujercita coqueta de diecisiete años. —¿Acaso no me ha oído? La gente dice que Florence Fairleigh no le agrada. Confundido, Edward entrecerró los ojos. —¿Conoce usted a la señorita Fairleigh? —Claro que sí —dijo ella—. Su prima y yo somos grandes amigas... desde que oí a esas brujas Wainwright hablando mal de ella en el tocador de las damas. Edward sintió que se le tensaba toda la columna. ¿Alguien había herido a Florence? ¿Alguien se había atrevido? ¿Quiénes eran las brujas Wainwright? Su gruñido involuntario hizo reír a su acompañante. —Las brujas Wainwright, cuya madre no ha dejado de perseguirlo a usted estos últimos dos años. —Ah —dijo él, y frunció inconscientemente los labios con un gesto de desagrado—, Greta y Minna. —Sí, Greta y Minna. Y si usted no baila con su prima, todo el mundo quedará convencido de que la desaprueba. —La muchacha entrecerró los ojos y le apoyó la punta de su abanico en medio del pecho—. No es verdad que a usted no le gusta, ¿no? No me agradaría nada pensarlo. Porque es evidente que es una buena muchacha y es igual de perfecta para su hermano. —Si su intención fuera ser cruel, me vería obligada a disminuir en una buena medida el aprecio que le tengo. Edward se sorprendió al enterarse de que la señorita Vance tuviera algún aprecio por él. Al ser cogido por sorpresa, sólo tuvo la presencia de ánimo suficiente para parpadear cuando ella lo cogió por ambas muñecas y tiró de él hacia la multitud en el salón. ¡Qué impertinencia la suya para comportarse con ese descaro en público! —Bailaremos hasta llegar donde

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está ella—dijo, obligándole a alzar los brazos hasta la posición adecuada—. Ahora está con ella mi hermano Peter, y ya le ha pedido dos bailes. Si vuelve a hacerlo, mamá se asustará y pensará que piensa hacerle una declaración. Él sabrá que tendrá que cedérsela. Al contrario de lo que Edward esperaba, la señorita Vance, la muchachita pecosa y loca por los caballos, resultó ser una bailarina consumada. Casi antes de que se diera cuenta, lo había hecho girar entre las otras parejas hasta llegar junto a Florence. No estaba seguro, pero sospechaba que era la señorita Vance quien había tomado el mando. El mundo de Florence se encogió hasta abarcar una sola alma. Edward estaba ante ella. Edward, el Alto. Edward el Grave. Edward, el de los ojos como ascuas y labios sensuales. Peter Vance se desplazó y desapareció de su horizonte visual, aunque no había alcanzado a apartarse más de un metro. Florence sólo atinaba a ver al hermano mayor de Freddie. Aquello no era buen augurio, pensó, nada bueno. —Oh —dijo, con una voz ridícula, y se llevó una mano al pecho para impedir que el corazón se le saltara por la boca—. Edward. —Florence —respondió él, con una leve y formal inclinación de la cabeza. Sus hombros eran verdaderamente anchos. ¡Y la chaqueta de su frac negro ceñía perfectamente la delgadez de su cintura! Con la dignidad que le era habitual, Edward se enderezó—. ¿Me concederías el honor de este baile? Florence parpadeó. —¿Quieres bailar conmigo? Él frunció el ceño Y ella se sintió enseguida más aliviada. Era el Edward ceñudo al que estaba acostumbrada. —Sí, quiero bailar contigo. ¿Tienes alguna objeción, prima? —Oh, no —respondió ella—. Estaría... estaría encantada. —En ese caso... —dijo él. Como si se lo hubieran ordenado, la orquesta comenzó un vals. Florence sintió que la piel se le erizaba cuando él la cogió en sus brazos. Supo de inmediato que aquel baile era diferente. Edward la tenía cogida con completa seguridad, como si hubiese nacido para reinar en los salones de baile. La mano con que le sujetaba la cintura casi la levantaba en vilo a cada paso que daba. —Deja de mirarte los pies —susurró él, y por un momento acercó su mejilla a la suya. Ante aquel contacto, Florence sintió que sus extremidades se convertían en miel, líquida y caliente, como si la hubieran dejado derritiéndose al sol. —Oh —dijo, fascinada, a pesar de todas las ideas razonables que le aconsejaban callar—. Pero si bailas divinamente. Él soltó una risa, la segunda vez que ella se lo veía hacer. Tenía ganas de volver a oír ese alegre sonido. Quería oírlo todos los días. Edward estrechó su abrazo y, de pronto, los senos de Florence le tocaron ligeramente el pecho. Aquello, pensó ella, mareada, era todavía más agradable. Sus piernas, tan largas, tan seguras, rozaban los pliegues de su

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vestido. Ella sólo tenía que seguir su movimiento, sólo tenía que dejarse llevar. —Es como volar—dijo, incapaz de ocultar su sonrisa para sí. Él le devolvió la sonrisa, su rostro acompañando su mirada, sus ojos azules brillantes y encendidos. —Así es el baile, Florence, es para esto que lo han inventado. Ella retuvo el aliento con placer cuando él giró aún más rápido. Las demás parejas parecían apartarse como las aguas a su paso. La orquesta aceleró el ritmo vertiginoso y mágico de la música. Ella se agarró con firmeza a sus hombros y cerró los ojos. —Eres bella como una rosa —murmuró él, justo lo bastante alto para que ella lo oyera. Con un suspiro silencioso, la atrajo aún más hacia él. Ella sintió la calidez de su cuerpo, la dureza de su pecho. Ahora respiraba aceleradamente debido al esfuerzo. Hacia adentro. Hacia afuera. Agitándole el pelo, sintiendo el calor en su mejilla. La música la embrujó. Algo latió dentro de ella, un dolor, unas ansias indescriptibles. Creyó que él murmuraba su nombre. Sí, pensó, y pronunció la palabra con labios mudos. Quizá él la había visto. Edward apretó la mano de Florence en la suya, sus fuertes dedos le enviaron un mensaje que su cuerpo no podía dejar de leer. Sin previo aviso, una ola de calor la bañó entera. Las rodillas le flaquearon y cedieron y tropezó sobre los pies de Edward. Él la cogió antes de que se precipitara. —Dios mío —dijo ella, avergonzada por su caída—. Temo que de tanto girar he acabado mareándome. Esta vez el ceño fruncido de Edward era más signo de preocupación que de censura. Le estrechó la cintura hasta que recuperó el equilibrio. —Vamos, ven a tomar un poco de aire. Edward no quiso prestar oídos a sus objeciones, y la condujo fuera del tumulto y de la sala de baile por un pasillo hasta un gran invernadero. A Florence le hubiera gustado ver aquella maravilla durante el día. Con su alta bóveda por encima de sus cabezas, la estructura de hierro blanco brillaba débilmente a la luz de la luna. Quizá, como el Crystal Palace, la había diseñado el gran Paxton. La estructura era, sin duda, lo bastante imponente. Pequeñas lámparas japonesas con forma de pagodas doradas y negras iluminaban los caminos serpenteantes. Con sus botas haciendo crujir las piedrecillas, Edward la condujo y dejaron atrás enormes palmeras y bancos de helechos y una gran laguna con lirios en cuyas aguas dormitaban peces naranjas. Finalmente, se detuvo bajo una fresca bóveda de vidrio donde crecían rosas de todos los tonos y colores imaginables bañándolo todo en la fragancia sus aromas. —Ven aquí dijo, y la hizo sentarse en un primoroso banco de hierro forjado—. Cierra los ojos y respira. —Florence se sorprendió al ver que se sentaba junto a ella y le daba golpecitos en la mano—. Lizzie te ha apretado demasiado fuerte los lazos, ¿no es eso? —Oh, no—dijo ella, y abrió rápidamente los ojos para encontrar su mirada—. La criada de tía Hypatia no la habría dejado. Ha sido el baile, 54

creo. Tantas vueltas. Ha sido maravilloso, sin duda, pero de pronto tuve mucho calor. Él relajó el ceño y acostumbró sus ojos a la oscuridad. Tenía una expresión de lo más peculiar. —Dices que te dio mucho calor. —Sí. —Florence se abanicó al recordarlo—. Un calor asombroso. Como si alguien me hubiese dejado caer en una olla de vapor. Supongo que no estaré enferma, ¿qué crees tú? Sabía que las palabras no tenían sentido. Aunque el baile no había sido tan desastroso como ella temía, hubiese querido volver a casa. —No —dijo él, pero le tocó la mejilla con el dorso de la mano. —¡Ahora vuelvo a sentirlo otra vez! —exclamó Florence, con la voz ahogada. —Florence —interrumpió él, su voz una mezcla de risa y gruñido—. No puedes ser tan ignorante como para no saber por qué te ha dado tanto calor. —Y bien... —comenzó a decir ella, y su mirada se detuvo en sus labios sonrientes—. Estoy segura de que no es... He conocido a otros hombres atractivos antes, para que sepas, ¡pero nunca me han afectado así! —¿No? —Sus ojos eran pesados, su tono un gruñido suave e insinuante—. ¿No te hicieron sentir calor de adentro hacia afuera? ¿No te hicieron desear y sentir como un dolor, pensar que morirías si no los abrazabas? Edward acercó la cabeza, y con los labios le rozó la mejilla como un trozo de satén ardiente. —Edward —reclamó ella con voz ahogada, y un estremecimiento remplazó su sonrojo. Florence hubiera querido que él no dijera esas cosas, que no se acercara tanto—. ¡No tendrás intención de besarme! —Eso es, precisamente... —dijo él con la misma mezcla de risa y gruñido, y deslizó la boca a lo largo de su mentón—. Te aseguro que no tengo la intención. El sentido común lo prohíbe Y también la decencia. Y cada gota de afecto que mi corazón derrama por mi hermano. Ella no entendía que tenía que ver Freddie con todo eso, pero estaba segura de que lo que él hacía ahora se podía describir como un beso. Había deslizado los labios por encuna de los suyos, suaves pero firmes y se había separado para respirar rápidamente. Ella alzó las manos hasta su pecho con las palmas por delante, con intención de rechazarlo, pero sintió que, misteriosamente, no lo conseguía. Se sentía como la víctima de un hipnotizador, atrapada en el embrujo de su magnético poder. Su pecho era tan duro, tan cálido. Incapaz de resistirse, hurgó con los dedos en la tela almidonada de su camisa. —Deténme, Florence —murmuró él, temblando bajo su contacto—. Deténme antes de que nos haga daño a los dos. —Deténte tú mismo —advirtió ella, aunque no podía ni imaginar de dónde había sacado el descaro para hablar de esa manera.

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Al menos no estaba enfadado. Con una risilla leve, le besó el mentón, y entonces hizo algo que nunca nadie había hecho. Primero le lamió el labio inferior, luego presionó más allá con la punta de su lengua, hasta finalmente abrir el pliegue exterior de sus labios. —Qué dulzura —dijo, y volvió a hacerlo, más profundamente que antes. Florence estaba anonadada más allá del miedo. Aquella curva suave y húmeda se deslizó entre sus dientes antes de que tuviese la fuerza de voluntad para detenerla. Ahora sintió el gusto del ponche de champán que él había bebido, sintió la textura de su lengua cuando se frotó contra la suya. El efecto era peculiarmente seductor. Le daban ganas de lamerlo a su vez, ganas de cerrar los ojos y suspirar. Pero aquello era una intimidad que daba vergüenza, algo a lo que ni siquiera un marido se entregaría. Y ahora él la chupaba, tirándole de la lengua como si quisiera arrancársela de la boca. Los hombros se le tensaron y con las manos se aferró a los brazos de Edward. El corazón le latía como un zorro al final de la cacería. Un beso ya era bastante serio, pero esto... esta invasión carnal descarada... No podía permitirlo, simplemente no podía. —Déjame —susurró él, cuando ella volvió la cabeza a un lado—. Oh, Dios, Florence, me volveré loco si no puedo besarte. De su garganta escapó un sonido, un gemido apagado. Su dulce y ronca plegaria la hizo estremecerse de arriba abajo. Tenía razón, se sentía atraída por él. Aquella calidez melosa fluía por sus venas, demorándose en el bajo de su vientre y sus muslos, como una marea que ninguna fuerza podía detener. —Déjame —repitió él, como si intuyera su progresiva debilidad. Le besó el cuello, y luego el lóbulo de la oreja—. Un beso, Florence. Un beso para satisfacernos a los dos. Nadie nos verá. Jamás dejaría que alguien nos viera. Ella intentó pensar en tía Hypatia, en los quinientos invitados a los que de pronto se les podía ocurrir salir a tomar el aire. Intentó pensar en lo que había venido a buscar aquí. Un hombre agradable y seguro que se convirtiera en su marido. No un granuja malhumorado y perverso que primero la insultaba y luego le rogaba que le concediera un beso. Lamentablemente, sus esfuerzos fueron en vano. —¿Sólo uno? —inquirió, en una bocanada vergonzosa para tomar aire. Él le cubrió la boca con un gemido que pareció un suspiro, buscando con la lengua, acariciándola, rodeándola lentamente por la espalda. Esta vez, ella le devolvió el beso. No pudo resistirse. El era suave pero imparable, como la melaza deslizándose por una sartén caliente. —Sí —la felicitó él por su tentativa de penetración—. Florence. Bésame lo más profundamente que puedas. —Deslizó una mano por su espalda hasta cogerle la cabeza en el cuenco de la mano. Le inclinó el cuello, guiándola, pensó Florence, sintiendo una alarma peculiar y cálida, de modo que su vulnerabilidad ante su posesión sería absoluta. Además, su cuello no era lo único que se inclinaba. Edward la había empezado a doblar hacia atrás, y ella se sintió mareada cuando él la dejó descansar sobre la madera del banco. Los géneros y el satén se frotaban y silbaban. Ella tuvo

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que cogerse de su espalda para no caer, y luego descubrió que deseaba cogerse de su espalda. Era ancha y era un placer al que no podía resistirse. Su calidez, el movimiento lento y cambiante de sus músculos. Edward alzó la boca para coger aire, y volvió a hundirse. Ay, la cabeza le daba vueltas. Él la había cogido por la cintura, luego bajó hasta la cadera, y finalmente se introdujo por debajo del bulto de su polisón para cogerle el trasero como si añorara la textura de la generosa carne. Su gemido no fue la protesta que debería haber sido. Su peso era tan agradable entre las piernas. Esto era lo que hombres y mujeres estaban destinados a hacer. Su dureza era el opuesto adecuado a su suavidad, su presión a su falta de resistencia. Sucumbió a la necesidad de apretarlo con fuerza, y deslizó los brazos por debajo de su chaqueta. Para sorpresa suya, sintió la camisa húmeda que se le adhería a la piel. —Florence —gruñó él—, no sabes lo que haces. Pero entonces volvió a besarla, esta vez con más fuerza, como si su vida dependiera del desaforado pillaje de su boca. Edward apretó los dedos sobre su cuello, y los deslizó por debajo de la gargant illa de tía Hypatia. Cuando con el anillo del sello de su padre le rozó la piel, Florence sintió el calor febril del metal. Su olor se derramaba sobre ella, no sólo la colonia, sino también un olor sutil y animal. Él comenzó a empujar sus caderas contra las de ella, lentamente pero con fuerza, frotando arriba y abajo el centro mismo de su ardor. El calor pareció redoblar cuando ella se dio cuenta de que su viril miembro no era tan suave. Más bien era grueso y palpitaba, duro, como una criatura que necesita aparearse. De pronto, presa del pánico, intentó desprenderse, pero él redobló la fuerza de su abrazo. Había comenzado a murmurar su nombre, clavándola con su dureza. Parecía que su cuerpo había escapado a su propio control. Florence no podía esperar a que lo controlara, no podía detenerse a pensar. Tuvo que recurrir a aquello sobre lo cual había oído bromear tantas veces a los muchachos del pueblo. Buscó en su entrepierna y le propinó a sus partes un fuerte apretón. Al parecer, lo había hecho como era debido porque, ahogando un grito, Edward reculó bruscamente como si lo hubieran apuñalado. El brillo oscuro de su mirada fue suficiente para que Florence temblara. Se llevó la mano ardiendo a la boca mientras intentaba incorporarse. —Lo siento —dijo, casi incapaz de articular palabra—. ¿Te he hecho daño? —¿Que si me has hecho daño?! ¡Por el amor de Dios? —exclamó él, alisándose el pelo con las dos manos. Luego dejó caer la cabeza y respiró varias veces, largo y profundo para levantar el vientre y el pecho. El lugar donde ella había apretado aún hacía bulto entre sus piernas, la tela negra tensa latiendo como un corazón vivo. Al verlo, Florence volvió a sentir calor y supo que había perdido la cabeza. ¡Era evidente que no podía reprocharse haber puesto fin a su afrenta!

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Como si Edward intuyera su mirada, abrió los ojos. A diferencia de ella, parecía haber recuperado la calma. —Has hecho exactamente lo que tenías que hacer —dijo—. Soy yo quien debe pedir disculpas. He bebido más champán de la cuenta, me he aprovechado de tu falta de experiencia. Mi actitud ha sido del todo indignante, y te prometo que jamás volverá a suceder. Edward le estaba diciendo que sólo la había besado porque había bebido demasiado. La confesión la debería haber aliviado, pero no fue así. Florence plegó las manos sobre la falda. —Lo que has hecho no es absolutamente horrible. —Él dejó escapar una risa ronca. —Me alegro de que no haya sido horrible, pero no ha sido correcto. No debes dejar a otros hombres estar contigo a solas donde puedan intentarlo. —No soy tan inmadura como para no saber eso—respondió ella, seca, con un correspondiente asomo de ira—. Sólo que... y bien, ¡se supone que eres mi primo! —Así es. —Edward suspiró y volvió a mesarse el pelo, dejando unas mechas hacia arriba que le daban un aspecto cómico. Tenía razón al preocuparse de sus rizos. En realidad, sí, podían volverse salvajes. Pero él no se había dado cuenta. Señaló el camino con un gesto de la cabeza—. Quizá deberías irte. No quisiera que nadie te eche en falta. Ella sabía que tenía razón. Se incorporó y se alisó los pliegues del vestido, aunque sentía un perverso rechazo a la idea de irse. —¿Estás seguro de que te encuentras bien? —Sí —respondió él, severo—. Ahora, vete. Florence dio un par de pasos vacilantes y se volvió. —Tu pelo. Él frunció el ceño y la miró. —Tienes unas mechas apuntando hacia arriba. Tendrías que peinarte. —Eso haré —le aseguró él. Y Florence no tuvo más excusas para quedarse. En cuanto la vio partir, a Edward se le aflojaron las piernas. ¿Cómo podía haber sido tan irresponsable? Cualquiera podría haberlos visto. Florence habría protagonizado la ruina de su reputación, por no hablar de sus planes para salvar a Freddie. Edward no podía ni imaginar cómo había llegado tan lejos. Toda su vida había respetado el valor de la disciplina. Incluso antes de que sus padres murieran y lo dejaran solo para cuidar de Freddie, había sido dueño de sus pasiones. Edward no lloraba cuando lo reñían, ni cuando se pelaba las rodillas, ni cuando era objeto de burla de sus compañeros porque se negaba a acosar a los chicos de condición inferior. Edward era un Greystowe, un duque inglés. Cuando se fijaba un objetivo, lo seguía. Desde luego no solía provocar situaciones en que la hija de un párroco se veía obligada a apretarle los testículos.

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—Maldita sea dijo, y hubiera querido saber exactamente qué era lo que maldecía. Con un suspiro largo y lento se incorporó. Se arregló el pelo tan bien como pudo y apreció la consideración de Florence por habérselo advertido. No conseguía hacerse una idea de lo que Florence pensaría de él, ni tampoco podía darse el lujo de lamentarse por haber caído en desgracia a sus ojos. Si ella permanecía apartada de él, tanto mejor. Era evidente que no se podía confiar en él para cumplir sus propias decisiones. Imogene lo arrinconó a medio camino en el pasillo que iba hasta el salón de baile. Edward no pudo evitarla. Con la excepción del ruido lejano de la algarabía y un querubín de mármol con un ramo de rosas en los brazos, estaban solos. —Al fin te encuentro —dijo ella con voz suave, haciendo trepar los dedos por el pecho de Edward—. Charles se quedará en su club esta noche. Pensé que quizá querrías hacerme rodar por los suelos. Él le cogió la mano y la mantuvo a distancia. Su pelo brillaba como la linaza en la luz incierta de las lámparas de gas, y su piel era de color marfil. Estaba tan seductora como siempre, tan bella y hábil, pero no despertaba en él más sentimientos que una estatua. —Pensaba retirarme. —¿Ah, sí? —Imogene dejó escapar una risilla—. Reconozco que las veladas de los Vance son un poco aburridas, aunque debo decir que tu tía y su pequeña pupila parecen estar divirtiéndose. Esa muchacha es toda una sensación. Será mejor que te cuides o tendrás más que una prima en tus manos. Tu hermano se está portando como un enamorado. Edward se volvió rígido al oír su tono de voz. —Florence Fairleigh es una mujer perfectamente respetable. Si mi hermano decide cortejarla, la duquesa y yo difícilmente lo reprobaríamos. Imogene abrió desmesuradamente los ojos. —Pues, por supuesto. Estoy segura de que es una joven tan agradable como tú dices. —Lo es —insistió Edward. Imogene inclinó la cabeza hacia un lado, y luego desechó su perplejidad. Le acarició el brazo. —Vamos, amor mío, no hablemos de nuestros parientes. Deja que te lleve a casa —dijo, y alzó las cejas con un gesto sugerente—. A mi casa, si quieres. Edward vaciló. No tenía ninguna duda de que la intención de Imogene era que la velada acabara en su cama, un lugar que él se había jurado no volver a frecuentar. Por otro lado, si se llevaba el coche en que había venido, tendría que enviarlo de vuelta a buscar a Hypatia. Partir con Imogene le ahorraría al conductor un viaje. Además, dejaría de aplazar la conversación que tenía pendiente con ella. —Pensaba volver a casa —advirtió—, pero si la oferta se mantiene, estaría encantado.

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—Desde luego que se mantiene—dijo Imogene, propinándole un golpecito juguetón en el hombro. Tal como él había sospechado, ella tenía la intención de cambiar de opinión. El coche aún no había salido de la propiedad de los Vance cuando Imogene se deslizó hasta su asiento y cerró las cortinas. La linterna que se balanceaba en el pescante por encima de la puerta daba al interior un aire de nido iluminado. El tapizado del coche era azul, u n satén brillante de tonos pálidos que hacía juego con los ojos de Imogene. —Ahora sí —dijo ella, y estampó en su boca un beso profundo y experto—. Así está mucho mejor. Él no la detuvo. Esperaba, más bien sospechaba, que lo suyo era una plegaria, que su beso tuviera en él el mismo efecto que el de Florence. Pero la verdad era tal como había temido. El recuerdo del contacto con Florence, a pesar de su inocencia, era más excitante que la Imogene real. Aquel placer había sido más fresco, más agudo, más corre cto, y que Dios se apiadara de su alma. Besar a Imogene era incorrecto en ciertos sentidos que él no había tenido el valor de analizar. Al cabo de un momento, se reclinó en su asiento. —Tenemos que hablar. —Válgame Dios —dijo ella con una risa aguda y nerviosa—. Estoy segura que no me gusta cómo suena eso. Él puso su mano sobre la de ella, que descansaba suave y relajada sobre su muslo. —Sabes, te admiro, Imogene. Eres una de las mujeres más bellas y vitales que jamás he conocido. No puedes imaginarte lo agradecido que me siento por el tiempo que me has dedicado. —Edward —dijo ella, soltándole la mano, mientras un rubor ligero le teñía las mejillas—. No quiero tus agradecimientos. ¿Por qué haces esto? Estamos bien juntos. La pasión que compartimos es especial. Edward miraba su mano ahí donde tenía cogida la falda de satén. No había manera de decir aquello sin herirla, pero quizá era lo mejor. Quizá lo más correcto en un caballero sería dejar que ella lo odiara. —Para mí no es especial —confesó, lo más pausadamente que pudo. Ella negó con la cabeza, como si no pudiese creer lo que oía. —Mi tía tenía razón cuando hablaba de ti. Eres un bastardo perverso y desalmado. Como todos los Greystowe. A menos que exista otra mujer dijo, y entrecerró los ojos encendidos—. Dime que no es Milicent Parminster, esa perra de doble cara. Le arrancaré el maldito cuero cabelludo. —No hay nadie —dijo él, mientras se preguntaba cuándo había conocido a la tía de Imogene—. Simplemente no puedo seguir con esto. Ella soltó un bufido. —Me creeré que no puedes seguir con esto el día que me cuenten que se te han caído los testículos.

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—Se ha acabado, Imogene —siguió él—, estoy cansado de sentirme sucio. Se arrepintió de haber pronunciado esa palabra en el momento en que salió de sus labios. Ella repitió, muda, aquella última palabra suya. Luego, se cubrió la cara con las manos. —¿Es tu prima, no es cierto? La chica que se ruboriza y que no deja de lanzarle miradas coquetas a tu hermano. Ésa sí que es una muchacha limpia. ¡Lo bastante limpia como para chillar! —No hay nadie —repitió él, y su negación se convirtió en un gruñido amenazador. Pero a Imogene no la engañaba. —¡Maldita sea! —rió, una risa que parecía de vidrio—. ¡El poderoso Edward Burbrooke se ha enamorado de la ratita de campo de su hermano! Él la cogió, por el brazo. —Si se te ocurre hablar de esto con alguien, me encargaré de arruinarte la existencia. En ese momento, creía en su propia amenaza, aún siendo injusta. Pero, afortunadamente, daba la impresión de que Imogene le creía. —Oh, no lo repetiré —dijo ella en tono burlón—. Esa pobre imbécil asustadiza se encargará de urdir toda la venganza que necesito. Espero que te pudras sin mí, Edward. Espero que te pases toda la maldita vida soñando con una mujer que no podrás tener. Acto seguido, dio un golpe en el techo con su abanico y ordenó al conductor que lo dejara al lado del camino. Edward estaba a kilómetros de casa, pero no protestó. Sabía que el paseo de vuelta no sería tan desagradable como el recuerdo de su maldición.

Capítulo 5 El picnic había sido idea de Freddie. Una recompensa, eso fue lo que dijo, porque Florence había pasado la prueba de tres bailes en una semana, sin mencionar una presentación ante la reina. Inclinarse frente a la monarca había sido de lejos el trance más fácil, a pesar de haber tenido que practicar cómo caminar hacia atrás con un vestido de cola. No tenía nada de aterrador. La reina Victoria le había traído a Florence a la memoria el recuerdo de las viudas rechonchas y amables de Keswick. En cualquier caso, se alegraba de haber superado esa experiencia. Ahora, momentáneamente libre de obligaciones, extendieron la manta sobre el césped en el jardín de la casa de tía Hypatia, una pequeña extensión cercada por un muro alto de ladrillos. La sombra de un reloj de 61

sol le daba a Freddie en el hombro y de una pintoresca urna brotaba una cortina de hiedra que recubría un pedestal de piedra. El ánimo relajado de Florence tenía tanto que ver con la presencia de Freddie y la ausencia de cualquier otra persona como con la copa de vino de pasas de Corinto que él le había puesto en la mano. Tranquila por primera vez desde que Edward se había abandonado a sus sentidos en la velada de los Vance, estaba sentada en medio del círculo de su falda de chintz negro, ropas de andar por casa en sus tiempos de Keswick, y observaba a Freddie picar de vez en cuando entre los restos de la comida fría. Él estaba acostado de espaldas, con la chaqueta abierta y la camisa arremangada hasta los codos. Su perfil era el de una moneda griega. Su físico era el de un joven atleta. Sin embargo, más que cualquiera de esos rasgos, a Florence le atraía su buen carácter, siempre tan a flor de piel. Pensó que tenía el rostro más agradable que jamás había visto. Hoy había estado callado, en más de una ocasión ella lo había sorprendido mirándola con un semblante de profunda reflexión. No tenía el aspecto de un hombre enamorado. Afectuoso, sí, pero no enamorado. Fuera por despecho o no, al parecer, la amiga de las Wainwright tenía razón. Pero a Florence eso no le importaba. No tenía el mas mínimo deseo de poner coto al corazón de Freddie, —Un penique por tus pensamientos —dijo él, y le dio en su pamela con una bolita hecha de césped. —Estoy contenta —respondió ella—, porque estoy tomando el sol y no llevo puesto mi corsé. Él escondió su sonrisa dibujando círculos en la manta. —Como caballero que soy, fingiré no haber oído eso. Florence le sonrió a su vez y se preguntó si algún día encontraría un pretendiente con quien se sintiera tan cómoda como con él. Le tocó el hombro con la punta del dedo. —¿Puedo hacerte una pregunta? El se giró para mirada. —Pregunte usted, querida. —Es una pregunta, personal —advirtió ella—, una pregunta que puede inspirar pensamientos tristes. —No por eso negaré mi anuencia. Ella dejó la copa de vino sobre el césped. —Sé que perdiste a tus padres cuando eras joven, pero no sé cómo murieron. —Ah —dijo él y cerró los ojos— Para su alivio, Florence vio que no le había ofendido. —Hicieron un viaje a Egipto para conocer las pirámides. En el viaje de vuelta, uno de los pasajeros subió a bordo contagiado con la fiebre amarilla. Fue un brote muy virulento. Murieron veintidós pasajeros antes de que pudieran contenerla, entre ellos mis padres. Mi madre fue una de las que cuidó de los enfermos, Salvo a unos cuantos, según dicen, y murió como una heroína, Supongo que mi padre se sintió orgulloso de ella al final. 62

Había en esas palabras un dejo de tristeza. Florence quiso consolarlo, pero no estaba segura de si debía. ¿Acaso su padre había sentido vergüenza de su mujer? ¿Tenía algún motivo? La pregunta parecía demasiado íntima. En lugar de formulada, Florence alisó el algodón estampado de flores y desgastado de su vestido. —¿Fue entonces cuando Edward se convirtió en tu tutor? Florence no pudo evitar sonrojarse al pronunciar su nombre pero Freddie no se dio cuenta. —De hecho, fue tía Hypatia quien se convirtió en nuestra tutora. Edward sólo tenía diecisiete años y yo tenía doce. Pero él fue como mi padre a partir de entonces, si te refieres a eso. —¿Fue difícil? —¿Dejar que Edward se encargara de mí? No, en absoluto, porque lo había hecho siempre. Incluso de niños, él se tomaba su deber de hermano mayor muy en serio. —La expresión de su rostro se suavizó con los recuerdos—. Nuestro padre era un hombre estricto. Un hombre duro, se diría, hasta el punto de que a veces parecía cruel. Su padre había sido igual. Según cuenta la tradición familiar, nuestro bisabuelo era un derrochador. Le faltó poco para jugarse Greystowe y dejar a la familia en un asilo de pobres. Quizá las generaciones que quedaron para reparar el daño tenían razón al adoptar métodos tan estrictos. Cualquiera que sea la razón, Edward se interpuso muchas veces entre la vara de mi padre y yo. Freddie se giró, se apoyó sobre un codo y, sobre la mano con que ella se arrugaba el vestido, puso la suya. —¿Quieres que te cuente la mejor historia de Edward? Ignorando el repentino vuelco que dio su corazón —¿por qué le importaría a ella el papel de Edward en aquel relato? —, ella sonrió ante su expresión juvenil. —Desde luego que tendrías que contármelo. Freddie se acomodó apoyando la mandíbula en la palma de la mano. —Puede que no sepas esto, pero Greystowe está construido sobre un lago con una isla en el centro y una familia de orgullosos cisnes negros que vuelven cada año para la cría de sus polluelos. —¿Cisnes negros? —Tal como lo oyes. Son unos bichos desagradables y ruidosos, si quieres que te diga la verdad, pero lo bastante atractivos como para contemplarlos. En cualquier caso, cuando Edward tenía siete años, nuestro padre decidió que tenía que aprender a nadar. Lo llevó en bote hasta la parte más profunda del lago de Greystowe y lo empujó por un costado. Desde luego, Edward empezó inmediatamente a dar manotazos y se hundió. Cuando mi padre juzgó que había tragado suficienteagua, lo sacó, lo dejó recuperar el aliento y volvió a lanzarlo al agua. —¡Dios mío! —exclamó Florence llevándose una mano al pecho. —Ya te he dicho que mi padre era un hombre severo. Supongo que su padre hizo lo mismo con él. Le agradaba decir que los hombres de Greystowe están hechos de hierro. 63

—¡Pero Edward podría haberse ahogado! —No tardó demasiado tiempo en mantenerse a flote —le aseguró Freddie, y la reconfortó con unos golpecitos en la mano—. Siendo Edward como es, cuando llegó mi turno de aprender, insistió que lo dejaran a él enseñarme. Le dijo a mi padre que la responsabilidad lo prepararía para ser un líder. Siempre tuvo más éxito que yo cuando se trataba de convencer al duque. Florence sacudió la cabeza como si fuera testigo de un horror sin nombre. —¡No irás a decirme que Edward te hundió en medio del lago! —La verdad es que no —rió Freddie, y ella relajó los hombros, aliviada—. Pero sí se le metió la idea en la cabeza de que tenía que enseñarme en un solo día o, si no, lo haría nuestro padre. Nos quedamos en el lago hasta medianoche, tiritando como dos gatos empapados. —¿Y aprendiste a nadar? —Lo suficiente para satisfacer las expectativas de mi padre. Y fui mejorando a lo largo del verano. Edward estaba tan contento que me daba lecciones cada día. Dos años más tarde, gané un premio de natación en el colegio. Edward no sabe que yo sé esto, pero hasta el día de hoy, él guarda esa medalla en un anaquel junto a su cama. Florence sintió que los ojos le ardían. —Qué historia maravillosa. Me dan ganas de ser vuestra prima de verdad, y así podría haberte dado ánimos. —Eso me habría gustado. —Freddie le rozó la mejilla ahí donde se había derramado una solitaria lágrima—. Ahora me dejarás a mí preguntarte algo. —Vamos, Freddie, sabes que no puedo contar las cosas como tú. —No es algo que requiera contar una historia. Al menos, no creo que lo sea. —Muy bien —convino ella, y se alisó una vez más la falda—. Pregúntame lo que quieras. Él inclinó la cabeza ante su respuesta, entrecerrando los ojos, pero sólo dijo: —¿Qué piensas de Peter Vance? —¿El hijo del duque de Monmouth? —Florence se incorporó, sorprendida. —Sí, tía Hypatia me dice que esta mañana te ha mandado violetas y te ha invitado a la ópera con su familia. Ella saludó con una mueca el recuerdo de la tarjeta de invitación que acompañaba el ramo de flores. Algo decía de la «violeta escondida en la sombra» y la «belleza dulce y sencilla» que su perfume delataba. Era un sentimiento halagador, incluso poético, pero Florence se había sentido sumamente incómoda al leerlo. —Estoy segura de que sólo las mandó para complacer a su hermana — dijo Florence—. y aunque no fuera así, es el hijo de un duque. —El hijo menor —acoto Freddie. —Sí, pero no creo que sea alguien en quien debería pensar. Yo sólo soy la hija de un párroco. 64

—Puedes pensar en quien te de la gana. Eres una chica dulce y atractiva. La pregunta es, ¿te gusta Peter Vance? Florence se quedó mirando el cielo, hacia las nubes blancas compactas y a los gorriones que volaban por encima de sus cabezas hacia los prados de Grosvenor Square. ¿Le gustaba Peter Vance? No tenía ni la mitad del sentido del humor de Freddie, pero era atractivo y apasionado y, sin duda, mejor que lo que merecía una joven como ella. La intuición le decía que sería cariñoso con su mujer y que tendría una amante al cabo de seis meses. Aquello no lo inhabilitaba como candidato a marido, al menos no el tipo de marido que, según le había contado al señor Mowbry, ella buscaba. Si sus pensamientos últimamente se habían visto dominados por una figura más alta, más morena e infinitamente más peligrosa, se trataba de una insensata idea romántica que haría lo posible por enterrar. —Supongo que lo encuentro agradable —dijo—. Pero ¿cómo puedo saber? Bailé con él y no hablamos de nada. Me trajo una copa de ponche y dijo un cumplido sobre mi peinado. Lo único que de verdad sé es que le gustan los caballos, que está de buen ver y que tiene una hermana simpática. —Las hermanas simpáticas son importantes. Daba la impresión de que Freddie sólo bromeaba, pero Florence no pudo sonreír. —Debes pensar que soy una persona con una horrible sangre fría. —¿Tú, Florence? Jamás. —Sin embargo, salir a la caza de un marido de esta manera, como si fuera un trozo de carne, en lugar de un ser humano que se ataría a mí por toda la vida. —¡Qué horroroso sería eso! Ella le dio un empujón apoyándose en su hombro musculoso. —¡Granuja! Siempre me haces reír. Debo confesar que casi me gustaría casarme contigo. Aquella frase lo hizo detenerse en seco. —¿Es verdad eso? —preguntó Freddie, ocultando los ojos a su mirada. Florence se preguntó si lo había alarmado. —Eso temo —reconoció ella, con el tono más ligero posible—. Pero, por favor, no se lo cuentes a tu tía. Le daría un ataque. —No estoy tan seguro de eso. Por lo que he visto, te tiene mucho aprecio. —¡No tanto aprecio como para invitar a una total desconocida a unirse a su familia! Él se la quedó mirando por debajo de las cejas, la misma mirada calculadora que ella le había visto durante todo el día. —Podrías llevarte una sorpresa —dijo, y alisó la manta junto a su rodilla—. Florence, ¿realmente querrías casarte con alguien como yo?

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—¿Cómo puedes dudarlo? Eres el hombre más agradable que he conocido. Eres divertido y generoso, y cuando estoy contigo, casi me siento valiente. Freddie se llevó una mano al corazón. —Dios mío, soy un dechado de virtudes. Ella le reprochó sus palabras con un chasquido de la lengua. A pesar de que sus ojos brillaban con algo más que la risa, ella tendría que haber sabido que no hablaba en serio. Pero entonces él carraspeó. —¿Florence? —Sí, Freddie. Él respiró hondo y dejó que las palabras salieran precipitadamente. —¿Quieres casarte conmigo? ¿Quieres casarte conmigo de verdad? Ya sé que no soy tan bueno como podría ser, pero no soy tan malo como otros. No bebo, no juego ni digo palabrotas. No trabajo demasiado, pero podría ponerme a ello, y siempre haría todo lo posible para que fueras feliz. Florence había abierto desmesuradamente los ojos como dos platillos. Freddie, el hombre que le había servido de modelo para su ideal, quería que se casara con él. Debería haberse sentido emocionada y, de hecho, en parte así era, pero más allá de la emoción, una sensación desconocida y parecida al pánico comenzaba a brotar en su pecho. —No puedes hablar en serio —dijo, y parte de ella quería que reconociera que bromeaba. —Sí, Florence, hablo en serio. —Freddie se sentó y le cogió las manos—. Me gustaría mucho que te casaras conmigo. Es decir, si piensas que disfrutarías atándote a mí. Florence sentía el corazón latirle como un tambor. Pensó que sólo la idea de Edward le impedía lanzarse a los brazos de Freddie, porque Edward la había besado, había hecho que su corazón se desbocara y le había erizado los pelos de los pies a la cabeza. Pero Edward no se casaría con ella. Incluso si así fuera, no era lo que ella necesitaba. Peter Vance podría desilusionarla, pero Edward le rompería el corazón. Sabía eso con tanta certeza como sabía su nombre. Se había prometido a sí misma que no acabaría como su padre, la mitad de su alma perdida llorando un amor que jamás volvería a ver. Florence no era una bobalicona que perdiera la cabeza por sensiblerías del corazón. Era una chica sensata. A pesar de lo cual, no podía obligarse a sí misma a aceptar. —No sé qué decir —balbució. —Di que sí —respondió Freddie, apremiante. —Pero, Freddie. ¿Cómo puedo? Tu tía pensará que he traicionado su confianza. —Te aseguro que no, pero estoy dispuesto a enfrentarme incluso a eso si estuvieras segura de que quieres tenerme. Ella buscó sus ojos queridos y generosos, unos ojos que, por una vez, 66

parecían tan tímidos e inseguros como ella misma. Podía hacerlo feliz, pensó. No estaban enamorados, pero había cariño entre ellos, y también respeto. Podía construir un hogar que él se complacería en llamar suyo. Podía aplacar la tristeza que a veces intuía tras su sonrisa. En cuanto a ella.. . Estaría segura, segura como nunca lo había soñado. Freddie era un buen hombre. Joven, en cierto sentido, pero decente hasta la médula. —Sí —dijo finalmente, apretando las manos—. Me sentiría honrada de ser tu esposa. No sabía con certeza qué manos estaban más frías: las de Freddie o las suyas. —Felicitaciones —dijo Edward, aunque con la mandíbula casi demasiado tiesa para pronunciar esa única palabra. Su hermano había anunciado la noticia en el salón privado de Hypatia, entre las cómodas sillas y las gruesas alfombras de pelo, ella curvada junto al fuego del hogar sobre sus labores de tejido que tanto la entretenían—. Desde luego, querrás que sea una boda rápida. A Florence se le nubló el ceño y miró a Freddie, que le estampó un beso en el dorso de la mano. El gesto fue un intercambio tan natural de dar y tomar que Edward sintió que el corazón se le retorcía en el pecho. —Sí —convino tía Hypatia—. Una boda pequeña y discreta, y así no romperás tu duelo de manera demasiado drástica. El párroco de St. Peter's es amigo mío. Estoy seguro que puede hacer un hueco para celebrar vuestra ceremonia. —No entiendo —dijo Florence, y su mirada fue de Edward a su tía—. Usted no está molesta. Parece complacida. No pretendo insultarla, Excelencia, pero yo pensaba sinceramente que usted había decidido patrocinarme porque esperaba que eclipsara a Greta y Minna. —¿Y crees que esta boda no las eclipsará? —respondió Hypatia, con una especie de ladrido que era una risa—. No, no, querida, si bien reconozco que estropear las ambiciones de su madre le da a este trance un sabor adicional, te aseguro que no había pensado en un motivo como ése. Te tengo aprecio, Florence. Ahora más que nunca. Has hecho de mi sobrino un hombre feliz. —Pero si sólo soy... —Sólo eres mi ahijada —dijo la alegre y mendaz tía de Edward cuando ella se inclinó para besarla en la mejilla—. No somos esnobs. Estoy segura de que serás una buena aportación al nombre de Burbrooke. Florence comenzó a llorar, lágrimas lentas y gruesas que intentó esconder tras las manos. Con una sonrisa tierna, Freddie la atrajo hacia su hombro y le acarició el pelo. Era como si Florence perteneciera a ese lugar, como si ya estuviesen casados. —Vamos, vamos —dijo—. No hay por qué llorar. —Habéis sido tan generosos conmigo —dijo ella con un hipo lloroso—. No sé cómo os podré pagar por todo. —Puedes pagamos siendo feliz —dijo Freddie—. En realidad, es lo único 67

que pedimos. Freddie cruzó una mirada con Edward por encima del hombro de Florence. En su expresión había un dolor que Edward apenas podía soportar, un dolor no tanto por sí mismo como por Florence, como si, entre los dos, estuviesen cometiendo un terrible pecado contra la joven. Pero no cometían ningún pecado. Edward tiró de las solapas de su chaqueta y apretó la mandíbula. Lo que hacían era salvarla. Hacerla feliz. Hasta el más tonto podía ver que ella y Freddie estaban destinados a ser felices. Aquél no sería un matrimonio como el de sus padres, el uno un hombre frío y la otra una mujer miserable. Esto sería lo más parecido a un historia de amor que Edward jamás hubiera visto. Si un engaño lo había hecho posible, pues, que asi fuera. —Todos queremos que seas feliz —dijo, y su voz sonó más amable de lo que pretendía. Ella se giró para mirarlo, su mejilla aún apoyada contra el pecho de Freddie. Sus ojos lo deslumbraron, suaves con su emoción, verdes como los brotes de la primavera. Sin más armas que aquélla, lo había clavado literalmente al suelo. Por el amor de Dios, pensó Edward, con un escalofrío de terror. La amo. —Gracias —dijo ella, como si su aprobación fuera lo más importante del mundo—. Me siento orgullosa de formar parte de la familia. Con esto, le tendió la mano, una mano pequeña y suave. Edward pensó que lo más difícil que había hecho en su vida era cogerla y luego dejarla ir.

Capítulo 6 La idea que Edward tenía de una boda rápida no era la misma que tenía su tía. Él no veía razón alguna para esperar más allá de la obtención de un documento especial de autorización. Por su lado, Hypatia le advirtió contra el dar a entender innecesariamente que había prisa. —No puede ser —sentenció—. Cualquier fecha antes de seis meses es sencillamente vulgar. Sin embargo, aquello fue antes de que Imogene Hargreave mostrara sus garras. Hypatia supo de las noticias antes que él. Edward estaba sentado a la mesa del desayuno cuando su coche la dejó ante su puerta. No esperó a que la anunciara Grimby, sino que entró dando grandes zancadas. Edward levantó la mirada de su plato, demasiado sorprendido por la aparición de su tía como para aventurar un saludo. La tela de su vestido se agitaba ruidosamente con su prisa, y, cuando se dejó caer en una silla, brotó una nube de esencia de lavanda. Tenía el sombrero torcido, y sus guantes

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amarillos eran una ofensa contra su vestido color púrpura. No se veía su bastón por ningún lado. —Tenemos un problema —dijo, arrancándose los guantes como si quisiera dañados. Siguió el sombrero, con un gesto igualmente enérgico. Edward tragó el último trozo de tostada. Una mecha de canas plateadas apuntaba hacia arriba en la cabeza de Hypatia. Sospechando que su tía necesitaba recuperarse más que el, deslizó su taza de té hirviente hacia ella. —¿Qué problemas? El rostro se le retorció de rabia. Edward no la había visto tan enfurecida desde la primera y única vez que su padre lo había golpeado. Freddie tenía seis años, según recordaba, y el duque lo había llevado a la caza de cachorros, lo cual era una práctica común para los jinetes sin experiencia, a quienes se les encomendaba la caza de los cachorros de zorros antes de que comenzara la temporada. Freddie no había entendido lo que sucedería hasta que llegó el momento de marcarlo con la sangre de la víctima. En ese momento, había sufrido un ataque de nervios, y se había negado a dejar que su padre lo ungiera en la frente con la sangre, lo cual no era una sorpresa, puesto que el niño aún dormía por las noches con un conejo embalsamado. Sólo la intervención de Edward había detenido al duque, que le gritaba a su hijo como si quisiera dejarlo sordo. Por este atrevimiento, Edward se había ganado un ojo morado. De inmediato había sabido que su padre se arrepentía de ese gesto. El duque se había vuelto muy silencioso y, de hecho, había cogido a Freddie y lo había llevado de vuelta a la casa, también con mucha suavidad, como si quisiera consolarlo. Cuando tía Hypatia se enteró de lo que había sucedido y le propinó a su hermano mayor una bofetada, el duque aceptó su juicio sin decir palabra. Ahora parecía que quisiera golpear a alguien, si bien se limitó a encrespar los dedos con fuerza alrededor de la taza. —Es ese bastardo de Charles Hargreave —dijo—. Anda por ahí contando a la gente que vio a alguien que se parecía «inusualmente a Freddie Burbrooke» saliendo de una casa de citas muy especial en Fitzroy Street. Edward se hundió en su silla. A pesar de sus temores, la noticia lo cogió completamente desprevenido. Esa casa de citas muy especial era un burdel de homosexuales que se especializaba en chicos menores de edad. Si aquello era verdad... —No me lo creo —dijo, sin aliento y padeciendo un repentino sofoco—. Freddie me dio su palabra. Y aunque no lo hubiera hecho, jamás haría algo para aprovecharse de los jóvenes. Su hermano no haría eso, se dijo a sí mismo, y la mera posibilidad le parecía insoportable. El hermano que él amaba no haría eso. Apretó las manos con tanta fuerza que la piel de los nudillos palideció. —Me inclino a coincidir contigo —dijo su tía—. Cualesquiera sean sus faltas, Freddie nunca ha sido un abusador —agregó, frunciendo los labios con desagrado—. Hacer lo que uno quisiera que nadie haga, con aquellos que son demasiado jóvenes para dar su consentimiento, para incluso 69

entender lo que arriesgan, no me parece que sería de la consideración de Freddie. Sin embargo, poco importa que la historia sea verdad o no. Si la gente la cree, el daño ya estará hecho. Edward se dio un puñetazo en el muslo. —Es Imogene. Aquella maldita perra se lo ha dicho a su marido. Hypatia se lo quedó mirando, enjuiciándolo con una fina ceja fruncida. No parecía importar si su tía permitiría semejante lenguaje. Edward se frotó el dolor que sentía en plena frente. —Lo siento —dijo—, no debería haber perdido la calma. —Claro que deberías. La conducta de Hargreave es despreciable, aunque sea su mujer quien esté detrás de ello. —Más calmada ahora, cogió la taza de té blanquiazul e hizo girar el líquido en el interior con un movimiento circular. A Edward le recordó los comerciantes que conocía, planificadores, hombres de negocios. Su mirada era tan fría como las de ellos—. No preguntaré por qué Lady Hargreave puede tener algún agravio contra esta familia. Sólo confío en que nadie tendrá relaciones con ella en el futuro. —De eso puedes estar segura —dijo Edward, con una risa que fue a la vez breve y amarga. —Me parece bien. —Con un movimiento brusco, la duquesa se arregló el vestido—. Lo único que tenemos que decidir ahora es cómo llevar a Florence a Greystowe. —¿A Greystowe? —preguntó él, sorprendido por aquel giro de la conversación. —y bien, no podemos dejar que se quede en Londres. Si no, acabará oyendo los rumores. y no podemos mandarla a ninguna otra parte sola. Ella ya está medio enamorada de Freddie. Si procuramos que los dos estén juntos, se sentirá suya al final del verano. Sin darse cabalmente cuenta de lo que hacía, Edward se llevó una mano al vientre. Al final del verano. ¿Sólo tardaría eso? —Necesitarán una acompañante —dijo, y su propia voz le sonó extrañamente distante—. ¿Estás dispuesta a ir con ellos? —Y más que eso. Pero creo que será mejor que tú también vengas. —¿Yo? El dolor que le punzaba el vientre aumentó. —Confío en Freddie —dijo la duquesa—. Pero confío aún más en él cuando sabe que tú lo vigilas. Edward deseó cerrar los ojos y sacudir la cabeza. Florence. En su casa. Con Freddie. Dejando su aroma en los pasillos. Su risa. Sus pasos ligeros. Su tía ni sospechaba lo que le pedía. Aquellas eran, en realidad, buenas noticias, aunque significara que le tocaría vivir la maldición de Imogene. Maldita sea, había cumplido su palabra. Al parecer, no le había contado a nadie que Florence lo había enamorado. Había encontrado una manera mejor de herirle, a través de Freddie, a través del hermano que él llevaba en el corazón. Pero al menos llevarían a Florence fuera de su alcance. No confiaba en que su antigua amante se callara la boca en caso de que las dos se encontraran cara a cara.

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Edward encontró una ocasión para hablar con Freddie aquella tarde. Lo encontró en el estudio, hundido en una silla con las cortinas cerradas, y una botella y una copa al alcance de la mano. Una solitaria lámpara quemaba en la mesa junto a su codo. La tenue luz amarilla le daba a su pelo marrón ondulado un tinte dorado. Por el estado desordenado de su ropa, pareciera que llevaba estirado y bebiendo algunas horas. Tenía el cuello abierto, y la corbata enredada y arrugada. Parecía un ángel caído, un ángel que se lamentaba de su antiguo estado de gracia. ¿ Dónde había oído las noticias? ¿En el club? ¿ En la calle? Sin saber por dónde comenzar, se acercó a su hermano y lo miró desde arriba. Su hermano no le devolvió la mirada. —¿Quieres una copa? —preguntó, con la lengua pastosa pero segura—. Podemos brindar por el final de Freddie Burbrooke tal como lo conocemos. —Sé que no hiciste lo que ellos cuentan —dijo Edward, con la respiración entrecortada. Freddie acabó su copa y se sirvió otra. El cuello de la botella tintineó contra el borde de la copa de cristal, pero el licor no se derramó. —¿Cómo lo sabes? —preguntó, con una calma siniestra—. Soy un desviado ¿No es eso? víctima de apetitos antinaturales. ¿Quién puede decir dónde acaba mi depravación? Edward cogió a su hermano por los hombros y lo sacudió. La copa cayó contra la pechera de Freddie, salpicando whisky sobre los dos antes de caer al suelo. La cabeza de Freddie se sacudía de un lado a otro como si fuera una muñeca de trapo, pero Edward no podía detenerse. —Sé que no lo hiciste —repitió, está vez casi gritando—. ¡Lo sé! Con un repentino arranque de energía, Freddie lo empujó. No era tan fuerte como Edward, pero era lo bastante fuerte. Se incorporó y puso la silla entre los dos. —Tú no sabes nada, maldita sea. Puedo ver el miedo en tu cara. Lo oigo en tu voz —dijo y se mesó el pelo con una imprecación, tras lo cual lo señaló con un dedo acusador—. No puedes saber porque no conoces nada de ese lado mío. No sabes cómo funciona. No sabes cómo piensa. No te culpo por dudar de mi, Edward, pero te juro que referiría morir antes que hacer algo así. Edward se acercó a la silla y puso una mano sobre el hombro de Feddie. Su hermano temblaba, los dientes le castañeteaban con toda la intensidad de su miseria. Tenía los ojos rojos pero secos. Parecían arder cuando cruzó su mirada con la de Edward. —Nunca —repitió Freddie, con voz tensa y ronca—. Nunca con nadie más que con un igual. Nunca con nadie que no lo deseara tanto como yo. La horrible duda que sentía remitió. Sabía que Freddie decía la verdad y, sin embargo, por agradecido que se sintiera, no quería oír aquello. No quería saber que había habido otros, aparte del criado, aparte de los chicos en la escuela. Miro la silla vacia, la mancha de licor que se secaba en el asiento.... —Tía Hypatia y yo hemos decidido que nos iremos a Greystowe. Tú, yo, ella y Florence..

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—¿Florence? —Freddie frunció el ceño, sorprendido—. Edward, no creo que tengas la intención de seguir adelante con este compromiso. Tarde o temprano, Florence lo sabrá. —Por eso nos vamos a Greystowe. —¿Para el resto de nuestras vidas? Edward se inclinó para coger la copa caída. —Sólo por el verano. Los recuerdos mueren pronto. Ya verás que el próximo escándalo hará que la gente se olvide de éste. —¿Y si eso no sucede? Por el amor de Dios, Edward, piensa en Florence. No parece nada justo.... —¿Por qué no? Eres el mismo hombre que le propuso matrimonio. El mismo hombre en el que ella se apoya con alegría. El mismo hombre que le dará un techo para protegerla y le pondrá la comida en la mesa. —La vida es algo más que techos y comidas... —Tú eres más que una comida para ella, Freddie. Eres su amigo. — Edward sabía que decía la verdad, sí, sabía que así tenían que ser las cosas, para bien de todos. Quizá Florence merecía casarse con alguien más que un amigo. Quizá merecía el mundo. Aquello no significaba que no se sentiría perfectamente contenta siendo la mujer de Freddie. Y Freddie estaría contento siendo el marido de Florence. Contento y seguro. En este viejo mundo miserable, ¿quién tenía derecho a pedir más? Con un nudo en la garganta, Edward destapó la botella y se sirvió. Freddie miró con ojos desmesuradamente abiertos cómo su hermano se bebía el trago de un golpe. El espeso whisky irlandés le dio a Edward en el vientre como un puñetazo. Tosió antes de hablar—. Le diré a Lewis que salimos mañana. —¿Mañana? —Mañana —repitió Edward, con voz áspera, implorando para sí que esa decisión no los destruyera a todos. Florence salía de la biblioteca con un libro cuando el mayordomo le informó que sus primos la esperaban en el estudio. —¿Mis primos? —Lord Greystowe y el vizconde Burbrooke. —Sí, claro —dijo ella, y se alisó el vestido con gesto nervioso—. Gracias, John. Enseguida subo. Caviló pensando qué querrían, puesto que ya había pasado la hora de sus reuniones. ¿Quizá se trataba de algo relacionado con el compromiso? Pero parecía poco probable que hablaran de eso sin la duquesa, que esa noche cenaba en casa de unos amigos. —Caballeros —dijo, intentando aparentar una actitud calmada cuando entró en el elegante salón. Los dos se incorporaron con una venia. Para consternación suya, vio que los dos rostros transmitían gravedad. En realidad, Florence nunca había visto a Freddie tan serio. Dios, pensó, y el corazón le dio un extraño vuelco. 72

Será que piensan anular el enlace. —¿Hay algún problema? —preguntó, llevándose la mano al cuello—. Tía Hypatia no habrá sufrido algún percance, ¿no? —No, no —dijo Edward. Su sonrisa le pareció forzada incluso a él mismo—. Freddie, aquí —dijo, poniéndole un brazo sobre el hombro a su hermano—, tiene una sorpresa para ti. Freddie no tenía buena cara, pero asintió mostrando su acuerdo. —Pensé que te agradaría un viaje a Greystowe. Conocer los fantasmas de mi infancia y todo eso. Florence respondió parpadeando, y luego sonrió. —Me encantaría, Freddie. Será un absoluto placer. —Dio unos pasos rápidos para cruzar la sala y estrechar sus manos—. ¿Cómo sabías que echaba tanto de menos el campo? —No tienes por qué ir —dijo él—. Sólo si realmente lo deseas. Había algo en sus ojos que ella no podía acabar de descifrar, algún malestar inexplicable, como si estuviese haciendo aquella oferta bajo presión. Edward carraspeo. —¿Qué sucede? —preguntó Florence, y deslizo las manos hasta las solapas de su chaqueta—, ¿acaso tú no quieres ir? —Por supuesto que quiero ir. Sólo pensé que quizá lamentarías perderte el resto de la temporada. Florence saludó la idea con una risa. —Pagaría por perderme el resto de la temporada. Pero ¿te encuentras bien, Freddie? Estás pálido. —He bebido demasiado en el club —confesó él, separándose y dándole un tirón a su chaqueta—. Creo que será mejor ver si el mayordomo de tía Hypatia tiene algún remedio. Tras decir eso, abandono rápidamente el salón como si lo persiguieran. Florence se lo quedó mirando. —Qué raro —dijo—. Freddie no acostumbra a excederse. —Supongo que sus amigos querían brindar por su compromiso. La explicación sonaba a falso, pero ella se olvido del misterio encogiéndose de hombros. Sin duda Edward intentaba que alguna travesura no llegara a oídos de ella. Ahora ya no tenía que preocuparse de eso. La brusca salida de Freddie los había dejado a los dos solos. Como siempre, la presencia de Edward, y las turbadoras sensaciones que le inspiraba, eran más que suficiente para ocupar sus pensamientos. —¿Quieres que pida algo fresco para beber? —preguntó, aunque esperaba que él se negara. —No —dijo él, y manoseó el sombrero de seda negra. Ella pensó que él se retiraría en ese momento, pero Edward permaneció donde estaba, como si estuviera clavado a la alfombra de Axminster. —¿Coñac? —ofreció ella. Él volvió a negar con un gesto de la cabeza y, a continuación, pareció

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hacer acopio de voluntad. —Estás contenta, ¿no? La pregunta parecía más una acusación que una indagación, y era más personal de lo que él tenía derecho a preguntar. Florence se sintió irritada. —Desde luego que estoy contenta. ¿Por qué no habría de estarlo?. Freddie es un hombre maravilloso. Un verdadero caballero. Edward se sonrojó con ese dardo suyo, y tensó la mandíbula. —Me alegra oírlo —dijo, con un tono claramente burlón—. Siempre esperé que la mujer de mi hermano apreciara las virtudes nobles. —Más de lo que puedes apreciarlas tú —dijo ella, y le devolvió una mirada igualmente cargada de ira. No se había dado cuenta en qué momento se habían acercado tanto, pero ahora estaban con las narices casi tocándose, los dos vibrando de furia. Su aroma amenazaba con atraerla hacia su piel, almizcle y sal., templándole la sangre contra su voluntad. Maldito sea, pensó, por ser tan condenadamente masculino. —Si le haces daño... —amenazó él. —¿Yo? ¿ Yo hacerle daño? Tú eres el que... —Sin embargo de pronto calló bruscamente y no habló más. Una verdadera dama fingiría que su encuentro en el invernadero de los Vance jamás había tenido lugar. En cualquier caso, Edward no la dejaría conducirse como una dama. —No, no —dijo, con voz impaciente—. Acaba lo que ibas a decir. ¿Yo soy el que...qué? Ella se enderezó y giró el rostro. —No tiene ni la menor importancia, —Conque no tiene ni la menor importancia, ¿eh? Cuando él le cogió el mentón y la obligó a volverse, ella sintió como si hubiese estado esperando toda la noche precisamente ese gesto suyo, Su cuerpo vibró de excitación, incluso mientras su corazón se aceleraba presa del miedo. Los pulmones le funcionaban como dos fuelles. —Florence —gruñó él, y las fosas nasales se le abrieron como si también pudiese oler los secretos de su carne. Aplastó su boca contra la de ella, todo él convertido en una ardiente fuerza masculina. La invadió, la atrajo hacia sí, con su mano de hierro en torno a su mandíbula. La besó y Florence sintió que las rodillas comenzaban a temblarle, sintió que sus manos revoloteaban para cogerle por el abrigo. Edward la besó hasta que ella dejó escapar un gemido, hasta que cada hilo de pensamiento racional había abandonado su cerebro. El musculoso cuello estaba húmedo bajo la palma de su mano, y su respiración reverberaba sobre su mejilla. Edward la atrajo con fuerza hacia él, su abrazo aplastándole el vestido, sus muslos duros y calientes a través de la frágil tela. Con un antebrazo cruzándole por debajo de las nalgas, sus caderas comenzaron a oscilar como aquella noche en el baile, El bulto entre ellos era sorprendentemente grande. Daba la impresión de que el quería marcarla con él, obligada a tomar su medida contra su piel. Ella no podía soltarse, apenas podía debatirse, pero aquel abrazo largo e intenso no la 74

asustó como la primera vez. Al contrario, para su propia sorpresa, deseó que él la explorara con las manos, deseó ver la forma que adoptaba su deseo. Aquella era una pasión en la que una mujer se podía ahogar. Voluntariamente. Despiadadamente. Hasta que le rogara a su seductor que hiciera con ella lo que deseara, Desde luego, debería haber sabido que lo que Edward deseaba no tenía nada que ver con ella. Justo cuando ella se preparaba a añadir su propio apetito a ese beso, él arrancó su boca y la mantuvo apartada por los hombros. —Esto —dijo, con voz ronca— no tiene ni la menor importancia. Salió a grandes pasos de la sala sin pronunciar otra palabra. Bestia, pensó ella, indignada. Bestia horrible y arrogante, No podía sentirse atraída por un hombre como ése. Sencillamente no podía. ¿Qué intentaba demostrar? ¿Que a ella le gustaban sus besos? ¿Que quizá no era dama suficiente para su hermano? —Sí que lo soy —dijo, jurando a la sala en silencio—, Sí que lo soy. — Dejó escapar un suspiro largo y trémulo, se alisó el pelo y se arregló el peinado. Ella no era una heroína de folletín que se despeñaba alegremente por el abismo de su propia ruina. Era la hija de un párroco, una mujer nacida de buena familia. Aquella... anomalía en sus sentimientos no la haría flaquear. Mientras Freddie Burbrooke quisiera casarse con ella, ella estaría más que contenta de casarse con él. Sin embargo, una cuestión completamente diferente era saber si estaba más que contenta de convertirse en la cuñada de Edward. Maldito loco, pensó, apoyándose contra la pesada puerta del estudio. La había besado. Había vuelto a hacerlo. Y la única razón había sido su insinuación de que sus besos no tenían la menor importancia. ¿Qué esperaba que dijera? ¿Que estaba secretamente enamorada de él y que Freddie, «el perfecto caballero», ya podía irse a paseo? Como si aquello fuera una solución. Se tapó los ojos y sacudió bruscamente la cabeza. Sería preferible rezar para que ella lo odiara. Desde luego, después del fiasco de esa noche, había no pocas probabilidades de que, en efecto, acabara odiándolo. El viaje a Greystowe fue tan diferente como el día de la noche, comparado con el que había hecho a Londres. Al parecer, Edward era dueño de un vagón de ferrocarril. —Es el botín obtenido después de mancharse las manos con la industria —dijo Freddie, provocador, cuando ayudó a subir la escalera a Florence, que miraba, embobada. En el interior, el vagón era tan elegante como el salón de la duquesa. Las paredes estaban revestidas de arce ojo de perdiz, los sillones y sillas con tapicería de satén verde oscuro. Un acolchado de seda negra cubría el arco del techo y una gruesa alfombra china, con intrincados dibujos en rojo y dorado, cubría el suelo. El efecto era el de un resplandor suntuoso, masculino, tan suntuoso que Florence se sonrojó al verlo. No podía dejar de imaginar a Edward tendiendo a una joven ansiosa en el sofá, quizá besándola como la había besado a ella. ¿Cómo sería sentir esa suave seda 75

bajo la piel? ¿Cómo susurraría al frotarse contra ella? Con un leve estremecimiento, desechó la absurda imagen. Aquello conducía al desastre. —¡Dios mío! —exclamó, y luego bajó la voz porque en ese momento entraba Edward—. ¿No irás a decirme que es dueño de todo el tren? — Freddie rió y se volvió hacia su hermano. —Florence quiere saber si eres dueño de todo el tren. —No —dijo él, con la sequedad acostumbrada. Se inclinó para coger la mano de la duquesa—. Ese honor pertenece a la Midland Railway. Con su tono, señalaba a Florence que su pregunta había sido ingenua. Con un suspiro, ella se giró. Temperamental, era la palabra con que Freddie lo había definido, pero nadie como ella parecía despertar en él lo peor de su temperamento. Afortunadamente, llevaba consigo una novela de Charles Dickens para entretenerse durante el viaje. Con todo aquel lujo, el vagón no era lo suficientemente grande para ella y el temperamento de Edward. En cuanto a él, parecía sentir lo mismo. Primero se sumió en la lectura del London Times y luego, en un montón de correspondencia. Ella se dijo que no le importaba, que no debía importarle. Disfrutaría del viaje, tal como pensaba disfrutar de su estadía en Greystowe. Tuvo tiempo de sobras para poner a prueba su propósito, porque el viaje no fue corto. Greystowe, según le informó Freddie, se encontraba en la región de East Midlands, no lejos del Peak District. A medida que el tren avanzaba traqueteando y escupiendo humo hacia el corazón de Inglaterra, pasaron por pintorescas aldeas y prósperas ciudades comerciales. Para su alivio, el hedor del aire de Londres se desvaneció rápidamente. La piedra de las construcciones se volvió dorada y suave, y el paisaje se volvió placenteramente ondulante. Las ovejas pastaban en las colinas, pero también había cultivos y sembrados. Brillaban, aún verdes y recién crecidos, bajo el claro cielo de junio. La chica de campo que había en ella se embebía de todo como de un bálsamo curativo. Finalmente, cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los montes, entraron en un valle resguardado. Sus campos, alimentados por el río Derwent, estaban separados no por setos sino por murallas de piedra erosionadas por el tiempo. Los prados eran maravillosamente verdes. Después de su estadía en Londres, aquel color casi le hería los ojos. La estación estaba situada en los confines de la aldea de Greystowe, un conjunto agradable de tiendas estilo Tudor con entramado de madera. El vagón de Edward fue desenganchado del resto y remolcado hasta una vía muerta. —Gracias a Dios —dijo Freddie, estirándose hasta que le sonaron los huesos de la columna. Florence se hizo eco de su sentimiento con una sonrisa, pero se guardó el estirarse para más tarde. Tía Hypatia no lo habría aprobado, aunque llevaba horas durmiendo. Con una ternura que desmentía su ánimo de pocos amigos, Edward tocó a su tía en el hombro. Con ese gesto de amabilidad, tenía un rostro dolorosamente bello.

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La duquesa se despertó sobresaltada.. —Dios mío —dijo—. Seguro que me he quedado dormida un momento. Nadie tuvo la rudeza de contradecirla, pero incluso Edward participó del intercambio de sonrisas. Un coche grande y antiguo los esperaba en el camino, acompañado por otro mucho más sencillo y en el que media docena de criados con librea cargaron el equipaje. Su eficiencia silenciosa era algo admirable de presenciar. Era evidente que la llegada de Edward había agilizado el ritmo de sus tareas. —Ya no estamos lejos —dijo Freddie, Y la abrazó por los hombros. Su calidez era aún mejor acogida después todas esas horas de indiferencia de Edward. Sin embargo, tuvo que reconocer que le sorprendía ver que demostraba impaciencia por volver a la vida del campo. Si había alguien que había sido creado para vivir en la ciudad ése era Freddie, con su fascinación por las personas y las fiestas y los cotilleos hasta el amanecer. —Dime que Cook nos espera con una apetitosa cena —pidió al conductor del coche, que sin duda era un antiguo criado de la familia. —Podría ser, señor —respondió el tipo, un grandullón de pelo entrecano— . Me parece haber olido un budín de Yorkshire antes de salir El estómago de Florence rugió al oír hablar de comida. Había tomado un ligero té en el tren, pero nada más. Freddie, desde luego no pudo ignorar aquel sonido tan poco propio de una dama. —Rosbif —dijo, frotándose las manos con una alegría exagerada—. Salsa de rábano y de carne. Ella rió y le dio un empellón en el hombro para que parara. —¡Cualquiera diría que llevas días ayunando! A su lado, Edward reencontró su adusto ceño. La iglesia estaba situada en el interior del pueblo, con una bella escuela anexa, construida de piedra. Los fundadores de la ciudad –aquí lanzó una mirada a Edward— no habían escatimado esfuerzos en las ventanas, todas las cuales estarían sometidas a impuestos. Florence sonrió cuando recordó que su padre reclamaba al ayuntamiento que le construyeran ventanas. Los niños necesitan luz, les había exhortado. Luz y aire y un lugar donde los pequeños ojos puedan perderse. Pobre papá. Tanto amor en aquel corazón grande y cálido y nadie a quien consagrarlo excepto a su hija y su rebaño. No había sido suficiente. Por mucho que él intentara ocultarlo, ella siempre había sabido que una parte de su padre se había roto con la muerte de su madre. Freddie observó que la escuela había llamado su atención. —Tendrás que visitarla cuando vuelva a abrir sus puertas. —Sí —dijo ella, y le apretó tímidamente la mano. ¿Estarían aquí entonces? ¿Quería Freddie decir con eso que vivirían en Greystowe? ¿ Le permitiría enseñar? Florence ya lo había hecho en su propio pueblo. Como la hija del párroco, era algo que se esperaba de ella. Cuando se casara con Freddie, sería una dama pero, ¡qué poco apreciaría ese honor si significaba

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que tenía que quedarse en casa todo el día cosiendo! Estas preguntas se acumulaban en su fuero interno mientras avanzaban a través del primoroso pueblo, pero la presencia de Edward la obligaba a quedárselas para sí. No sabía si Freddie había hablado con su hermano acerca del futuro. ¿Tendrían una pequeña casa propia? ¿Querría Freddie tener una casa? Estaba a punto de reventar con todas las cosas que quería preguntar. Aún sin saberlo, la idea de aquel que podía ser su hogar añadía interés a todas las almas que veía al pasar. Florence observó que la gente saludaba a Freddie, y se tocaban la gorra al ver al duque. Todos los pensamientos sobre el futuro se difuminaron cuando tuvo su primera visión de la propiedad. El. vagón de ferrocarril debería haberla prevenido, tanto como la mención de la fabrica textil. Pero a pesar de aquellas indirectas, el tamaño de aquella mansión la dejo sin habla. Greystowe se extendía a lo largo de un montículo como una pequeña ciudad gótica, una ciudad fortaleza. A pesar de ser una construcción relativamente moderna, con su correspondiente tracería y sus ventanas y arcadas, la casa estaba coronada por almenas de piedra. El agua reflejaba sus bloques y torres, no tanto por vanidad como para ponerlas de relieve. Aparte de los cisnes, Florence no pudo impedirse pensar en un foso. Aquella casa no se andaba con rodeos acerca de su fin. Estaba construida para impresionar, para dominar, para volver a reflejar una época en que los señores eran los señores y todos los demás no lo eran. Sus labios temblaron cuando miró de reojo y vio la expresión severa y de señor feudal de Edward. Pensó que sin duda le habría fascinado pasearse por ahí con una armadura, o salir galopando montado en Sansón para aterrorizar a las huestes enemigas de Inglaterra. Cuán bajo debía sentirse ahora, reducido a aterrorizar a los ratones del campo. —Hogar dulce hogar —dijo Freddie, y el amago de buen humor de Florence se esfumó. No podía imaginarse algo que se pareciera menos a una casa. Las flamas del sol poniente se reflejaban en innumerables hileras de ventanas. Rosadas en las plantas inferiores, color verde lima en las superiores. Sería necesario un milagro, pensó, para hacer que una mujer joven se sintiera cómoda aquí. Incluso mientras pensaba en esta imposibilidad, la puerta principal, un enorme arco acorazado cuya apertura requería de dos fornidos mozos, se abrió para dejar ver una larga doble fila de criados. Estaban alineados en las anchas escaleras de granito, tan derechos e impecables como un regimiento en formación. Sus libreas eran de color pardo y negras, con brillantes botones de latón en las chaquetas. Edward esperó a que todos formaran, precisamente porque tenía la intención de pasar inspección. Cuando acabaron de hacerlo, un hombre y una mujer dieron un paso adelante. El hombre era alta y elegante, de pelo negro jaspeado y pálidos ojos grises. La mujer, un poco mayor, era rechoncha y alegre A pesar de su buen humor, su actitud era de autoridad. Florence barruntó que se trataba del ama de llaves. —Bienvenido a casa, Excelencia —dijo el hombre—. Hemos recibido su 78

telegrama y todo está preparado. —He arreglado la mejor habitación de arriba para la señorita —agregó la mujer—, y la duquesa —aquí, se imponía una venia— tendrá sus habitaciones de siempre en la planta baja. —Muy bien —dijo Edward. Se volvió hacia Florence, y en su mirada había un dejo de cautela raro en él. Si ella no lo hubiera conocido mejor, habría dicho que le preocupaba su reacción—. Florence, éste es nuestro mayordomo, Nigel West, y nuestra ama de llaves, la señora Forster. Los dos llevan muchos años con nosotros. Si necesitaras algo, cualquier cosa, uno de los dos estará encantado de ayudarte. —Y permítanos decir —añadió la señora Forster—, que es un placer conocer a la joven prometida de lord Burbrooke. —Me parece que ya lo has dicho —exclamó Freddie, y le dio a la mujer un gran abrazo. Está rió cuando él la hizo dar vueltas, olvidando momentáneamente su dignidad. Florence sonrió con aquel espectáculo. Si se lo dejaban a Freddie, todo el mundo se sentía cómodo. Como es natural, Edward puso fin a la algarabía. —Tenemos que entrar —dijo—. Seguro que las damas necesitan refrescarse. La señora Forster recuperó inmediatamente la compostura. —Inmediatamente, milord. Si las damas quieren seguirme. Es un ogro, pensó Florence mientras el ama de llaves la conducía escalera arriba. Es un viejo amargado que no soporta ver a nadie feliz. Aquel pensamiento la tranquilizó, como si fuera un escudo que la protegía de la confusión. Pero cuando se introdujo en el esplendor blanco y azul de sus habitaciones, le esperaba algo que le haría sentir vergüenza. No era la enorme cama de baldaquín, ni la vista sobrecogedora del lago, ni siquiera aquella espléndida obra tallada en la chimenea. Era el cuadro que colgaba por encima: el puente azul de Whisder, incluso más bello que cuando había colgado en aquel pobre y sucio rincón de la Academy. —Dios mío —dijo, respirando profundamente y llevándose las manos a la boca. Él había recordado su admiración por aquel cuadro, y se había dignado compartir el placer de tenerlo con ella. Que la misma horrible criatura que había utilizado sus besos para insultarla pudiera ser tan considerada, era algo que superaba su capacidad de imaginación. La señora Foster esperaba justo detrás de ella. —Es una mezcla muy rara —dijo—. Lord Greystowe dice que es arte, pero si a usted no le gusta, me lo llevaré a otra parte. . —Oh, no —diJo Florence—. No hay otro cuadro que quisiera mirar con tantas ganas como éste. No había sido justa, pensó, cuando se retiró el ama de llaves. Quizá tenía algún motivo que explicara ese comportamiento, perverso como era, que ella no entendía. Quizá, en realidad pretendía que aquello fuera una disculpa.

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Quizá los cerdos algún día volarían por los cielos, agregó su otro yo, más práctico. Pero aunque no hubiese más que una pequeña posibilidad de que él no estuviera en su contra, que sólo le preocupaba que no defraudara a su hermano, tenía que hacer todo lo posible para ganárselo. Y eso es todo lo que quiero, se prometió a sí misma: ser amigos, ofrecer la otra mejilla, como habría querido su padre. Por el bien de ella y por la felicidad de Freddie, sabía que tenía que intentarlo. La cena, que transcurrió apaciblemente, exceptuando el intento de Florence de agradecer a Edward haber colgado aquel magnífico cuadro en su habitación, fue seguida de un paseo por el jardín trasero de la propiedad. Edward no veía por qué tenía que acompañarlos, pero cuando su tía le cogió el brazo en busca de apoyo, no pudo encontrar una manera caballerosa de negarse. A pesar de su irritación, el placer que sentía Florence era un goce para los ojos. Edward sabía que la casa le había impresionado. Greystowe era demasiado grandioso para acoger a una simple hija de párroco. Sin embargo, a Florence le fascinaron los jardines, una fascinación que se adivinaba en el destello de sus ojos. Sus mejillas se sonrosaron. Cuando pasaron por la pérgola por donde trepaban las parras de uva, incluso se atrevió a aplaudir. Al igual que su padre, Edward se inclinaba por paisajes sencillos. Greystowe rechazaba la disposición de los parterres de flores a la francesa, y se inclinaba por arreglos más naturales, más parecidos a los de un parque. Por otro lado, nada crecía fuera de lugar. Los bustos y los claros estaban cuidadosamente planificados. Sin embargo, al menos en apariencia, aquellas tierras podrían haber caído de las manos de Dios. Incluso el jardín de rosas, que había sido un proyecto especial de su madre, tenía un aire admirablemente espontáneo. Florence había comenzado a caminar sobre el sendero de concha molida cuando se desató una repentina algarabía de los perros que avisaron a Edward que una parte de los habitantes de la mansión todavía tenían que darles la bienvenida. La jauría se lanzó corriendo por el prado sin dejar de ladrar, meneando frenéticamente la cola, con el guardabosques pisándole los talones. —¡Anda! —exclamó el pobre hombre—. Ala, venga, perros, ¡parad de una vez! Edward se preparó para una escena embarazosa. No se había equivocado. En cuestión de segundos, el lebrel irlandés ya le había puesto las patas en los hombros. No fue el último en perpetrar el asalto. Entre ladridos y gemidos de alegría, una docena de lenguas le lamieron las manos y una docena de morros se dedicaron a oler todo lo que les vino en gana. —Basta —dijo él, lanzando a un lado a unos cuantos. Para su asombro, los perros obedecieron. Entonces vio el porqué. Todos los perros más pequeños se retorcían furiosamente a los pies de Florence. Era verdad que ella se había arrodillado para acariciarlos, pero aun así, aquella variante de la atención no tenía precedentes. Ni siquiera Freddie, a quien los perros conocían, se hacía merecedor de tal acogida. 80

Florence levantó la mirada de la multitud de perros revoltosos. Sus ojos, a la vez sonrientes y tímidos, se encontraron con los suyos. Por un momento, el tiempo quedó suspendido. Para salvar su dignidad, él no podía desviar la mirada. La mirada de Florence lo hizo ruborizarse hasta sentir escalofríos. De pronto, se endureció, ferozmente, pero sintió la reacción de su organismo como algo distante. Al mirarla, tuvo un sentimiento de unión que no podía desechar con la pura razón, como si el afecto de los perros los hubiera hermanado misteriosamente. Ésta es igual, parecía decir el favoritismo que demostraban. Esta es igual al amo que queremos. Absurdo, pensó. Totalmente absurdo. —y bien —observó tía Hypatia—, la gente tiene razón cuando habla de tu magnetismo animal. Florence levantó la cabeza, alarmada, y el rosado de sus mejillas se convirtió en digno rival de las rosas de la madre de Edward. —Oh, no – dijo —. Jamás despierto esta reacción en los perros. Sólo en los gatos y... y en los niños. Seguro que simplemente se debe que llevo los olores de la cena. Eso, pensó Edward, no explicaba el efecto que tenía en él. Incluso ahora delante de su familia, delante del guardabosques y ante Dios, era incapaz de controlar la lujuria que experimentaba por la futura novia de su hermano. Sentía verdadero escozor en las manos por tocarla, tocarla de cualquier manera. Hasta la más leve caricia del perfil suave de su rostro, o besarle la punta de la nariz, le habría procurado satisfacción. Jamás había sentido tal deseo por una mujer. Tía Hypatia había dicho la verdad. Era un animal. Y Florence, al parecer, era el imán al que no podía resistirse. Florence había sobrevivido a aquel día. Había sobrevivido al viaje en tren y a la silenciosa cena, además de aquella actitud evidente de desaprobación de Edward por el absurdo asunto con los perros. ¡Como si ella hubiera querido usados para convertirse en el centro de atracción! Ahora estaba junto a la ventana en su habitación a oscuras, y reinaba el silencio, excepto por el sonido de los ronquidos de Lizzie en la habitación contigua. La doncella estaba comprensiblemente cansada. Había viajado a Greystowe en un tren público, junto con la criada de la duquesa, el mayordomo de Edward y unos cuantos criados que no eran necesarios para cuidar de la casa en Londres. Lizzie se había lamentado de tener que dejar la ciudad hasta que descubrió que la cambiaban por una casona anticuada de mucha alcurnia. —Tienen agua corriente —había informado con voz entrecortada por la emoción—. Agua caliente y fría. Y baños en el ala de los criados. Es todo un palacio, señorita Florence. ¡Si hasta tienen gas en la planta baja! Esto último era lo que más le agradaba. A Lizzie jamás le había entusiasmado la sucia tarea de despabilar las lámparas. No es que pensara que en esta casa la encargarían a ella de esos menesteres. Gracias a tía Hypatia, Lizzie había llegado a lo más alto de la jerarquía de los criados. Sólo el mayordomo y la ama de llaves tenían derecho a darle órdenes, un hecho cuyo alcance sólo ahora comenzaba a entender. —Jamás he sido tan feliz —había declarado—. Jamás.

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Florence debería haber sido capaz de decir lo mismo, Freddie era un hombre maravilloso. Su futuro estaba prácticamente asegurado. Pero en lugar de disfrutar de la realización de su sueño, se había quedado insomne, inquieta, con la frente apoyada en el vidrio, su pensamiento fijo en una única espina. Con un suspiro, miró hacia los prados de la mansión. Su ventana daba al lago iluminado por la luna frente a la casa, el mismo lago en que Freddie había aprendido a nadar. Un puente en arco de piedra unía su orilla a las islas en el centro. Entre las copas de los árboles asomaba un techo morisco puntiagudo, Florence se preguntó para qué servía el edificio que lo sustentaba, si era simplemente un disparate o un lugar donde uno podría guarecerse de una tormenta. Parecía grande, y su arquitectura era diferente a todo lo que había en la propiedad, Florence se estremeció y frotó la mejilla contra el tejido vaporoso de la cortina. Era una construcción exótica y oriental, un lugar para el libertinaje y las citas secretas, el lugar que habitaría un hombre. Con qué facilidad se imaginaba a Edward en ese contexto, a pesar de sus modales secos. ¿Acaso no había amueblado su vagón de tren? Seguro que en él asomaba la vena del sibarita. Seguro que en aquel escondite fumaba cigarros, pensó, y bebía vinos caros. Y, desde luego, se reuniría con mujeres. Las viudas locales. Las jovencitas lavanderas descaradas. Ellas habrían conocido algo más que sus besos. No tendrían miedo de desvelar el misterio que guardaba entre las piernas. Ellas lo tocarían, desnudo y lo sentirían endurecerse. No tendrían miedo, ellas sí que no, no con Edward para guiadas. Edward sabría cómo proteger a una mujer de las consecuencias de la indiscreción. Con un grito apagado de irritación, Florence hizo desaparecer aquellos absurdos pensamientos. Por muy inciertos que fueran, su imaginación la perturbaba. El corazón le latía demasiado rápido y sentía que una calidez sedosa se había alojado en su bajo vientre. Aquella reacción era inmotivada, ¿Qué importaba lo que Edward hiciera con otras mujeres? Para ella no significaba nada. Nada. Entonces, justo cuando estaba a punto de volverse, vio una figura montada a caballo, paseando tranquilamente por la orilla del lago. Era Edward, y Sansón. Parecían una criatura salida de un mito, un solo ser. Mientras observaba, Edward hizo que el corcel disminuyera la marcha al pasar por un trecho de piedras. Cuida de ese caballo, pensó, mucho más de lo que jamás cuidará de mí. Entonces una idea le vino a la cabeza, y supo qué podía hacer para ganarse el respeto de Edward. Su mano se cerró sobre las cortinas y su cuerpo entero vibró con una especie de emoción diferente. Ahí estaba la respuesta. Estaba segura. Aprenderé a montar, pensó, a montar tan bien como montaría una dama de noble cuna. Con el corazón latiéndole de emoción por su decisión, Florence encontró a Freddie en la sala de billar después del desayuno. Como era debido, estaba vestido para montar, si bien en aquel momento no hacía más que darle a las bolas en la mesa. Cuando levantó la mirada después de su último tiro, sus ojos brillaron con un gesto de aprobación. —Vaya —dijo—, si tienes un aspecto magnífico. Presa de un nerviosismo poco habitual, al menos en una conversación 82

con Freddie, Florence se alisó el frente de su traje color béis. Con una sonrisa, Freddie dejó su taco. —¿Qué te gustaría hacer hoy? Podríamos ir al pueblo y conocer a los pastores que, para que lo sepas, estarán encantados de saber que hay una dama en la casa. O podríamos visitar el canal. No estamos demasiado lejos de la esclusa, y los botes de los alrededores son el tipo de obras de arte que hasta incultos como yo pueden apreciar. Los dueños los pintan de proa a popa como si fueran carros de gitanos. Son muy bellos. Además, estoy seguro de que los Quack and Waddle estarían encantados de convidarnos a comer. Su entusiasmo era contagioso, pero Florence se resistió. —En algún momento, quisiera hacer todo eso. Especialmente que nos inviten a comer. Pero hoy, eso sí, si no te importa, sólo me gustaría montar. Nunca gocé de grandes posibilidades en casa. No podíamos damos el lujo de un caballo para mí sola. He estado pensando que debería aprender a hacerlo mejor. Freddie inclinó la cabeza a un lado. —No montas nada de mal. —No montar nada de mal no es lo mismo que montar bien. Tú y yo nos vamos... nos vamos a casar. No quiero que sientas vergüenza de mí. —No sentiría vergüenza ni aunque montaras como un saco de patatas. Florence se miró las manos, ahora plegadas por debajo de la cintura. Estaba incómodamente consciente de que no estaba siendo sincera con él. No era el juicio de Freddie el que ella esperaba mejorar. Aun así, la opinión de su hermano también le importaba a Freddie. Si Florence conquistaba a Edward, Freddie también estaría más feliz. —Quisiera mejorar mi estilo de montar —dijo y se obligó a cruzar una mirada con él—. No tienes que enseñarme tú mismo. Si prefieres, también podría hacerlo uno de los criados. Cualquiera que sepa más que yo sería de ayuda. Por favor, Freddie. De verdad quisiera aprender. —Ya lo veo —dijo él. Parecía perplejo por su insistencia. Cuando frunció sus cejas doradas, se le arrugó la piel de la frente—.De acuerdo. Será un placer para mí enseñarte lo que pueda. —¿Estás seguro de que no te importa? —En absoluto. —Freddie hizo rodar una bola verde en el rincón de la mesa y sonrió.. —Será divertido. Ya tienes un estilo bastante bonito. En poco tiempo no habrá quien te iguale. —Freddie, no es mi intención... —Ya lo sé —rió él—. No quieres llamar la atención. Te convertiremos en una sin igual discreta, en una amazona perfectamente inofensiva. Florence se sentía tan agradecida que se alzó sobre la punta de sus botas para besarlo en la mejilla. —Eso sería maravilloso —dijo, sonrojándose por su atrevimiento.

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Capítulo 7 Era un día perfecto para montar a caballo, un día cálido, una brisa con aromas de rosa y un sol destellante a raudales. Florence y Freddie cruzaron el patio trasero hasta llegar a un establo, un paseo más largo de lo que ella se esperaba. El ala donde se alojaban los sirvientes de Greystowe ocupaba prácticamente la mitad de la laberíntica mansión, y el establo no era de menores proporciones. Al igual que la estructura principal, era una construcción de piedra. Tejas de pizarra azul protegían su techo y altas ventanas abovedadas daban a las casillas de los caballos. Éstos estaban más limpios y mejor alimentados que muchas de las personas que Florence había visto en Londres. Hasta los gatos tenían aspecto de estar más sanos y mejor alimentados. Gracias a Dios, los gatos se limitaron a dar unas cuantas vueltas en torno a sus tobillos y la dejaron tranquila. Con la eficiencia que caracterizaba los trabajos de Greystowe, a Freddie le asignaron un rodado y a Florence una yegua marrón nerviosa con el nombre poco prometedor de Nitwit*. * Nitwit. Imbécil, tonto. (N. del T)

—Ya se tranquilizará —le aseguró el mozo cuando la yegua comenzó a dar cabezazos de lado a lado—. Lo que no le gusta es el establo. En cuanto salgan a terreno abierto, se volverá tan dócil como usted quiera. Puesto que todavía se encontraban dentro del patio del establo, Florence no sabía si prestarle crédito a esas palabras. Nitwit la hacía saltar en la silla como un marinero borracho. Felizmente, la yegua decidió calmarse un poco cuando dejaron atrás los jardines de la mansión. —Tengan cuidado por dónde andan —avisó el mozo de cuadra al verlos partir—. Los tejones han hecho de las suyas. Freddie sonrió, se despidió con un saludo y azuzó a su caballo hasta coger un ritmo más ágil. —Te llevaremos hacia los bajos —dijo—, y veremos cómo está tu estilo. Los bajos. eran una sucesión de colinas de escasa altura donde pastaban las ovejas y cruzado por un arroyo estrecho. Después de cabalgar un breve rato, Freddie se detuvo en un claro tapizado de tréboles. —Este es un lugar adecuado. Desde luego, normalmente no deberías galopar con un caballo que nunca has montado. ¿Te importaría si Sooty y yo nos sacudimos el polvo mientras tú esperas? Por lo que veo, tiene ganas de correr. El caballo moteado sopló ruidosamente para mostrar su acuerdo. Florence rió. —Claro que sí. Sacúdete el polvo que quieras. Nitwit y yo disfrutaremos del paisaje. En realidad, Nitwit disfrutaba más de los tréboles que del paisaje, pero Florence sentía suficiente admiración en nombre de los dos. 84

Freddie montaba tan bien como su hermano, aunque su estilo era diferente, más indolente, como si fuera el ánimo del caballo el que lo impulsaba a galopar, no el dominio de Freddie sobre la bestia. Se encogía doblado sobre el cuello de Sooty, levantando el trasero por encima de la montura sin tocada, su pelo dorado rubio agitándose en el viento como una segunda crin. Era alto para tratarse de un jinete, pero Florence jamás había visto uno con más brío. Allá afuera, Freddie era libre. Ella jamás había pensado en él como alguien que no lo fuera, no como su hermano, aunque al verlo ahora, supo que él también tenía limitaciones que tenía que dejar atrás. Bestia y jinete disminuyeron el ritmo hasta el medio galope, recorriendo una parte del camino de ida. El galope de Sooty era suave como la mantequilla, una delicia para los ojos. Como para compartir el placer, Freddie lanzó un grito y la saludó agitando el brazo. Hasta que Sooty dio con el hoyo. Fue su pata derecha la que cedió. Florence oyó al caballo lanzar un chillido y lo vio caer. Freddie cayó con él. Dejó escapar un grito y luego el silencio. Intuyendo su alarma, Nitwit comenzó a moverse, nerviosa, cuando Florence le hundió los talones y la obligó a cruzar el campo. —Venga —urgía, empapada por el sudor—. ¡Venga! A tres metros de la caída, Nitwit se negó a seguir. Incluso a esa distancia, Florence no podía ver a Freddie, sólo el caballo que daba patadas en el aire. Dios mío, pensó, Freddie debe haber caído debajo. De un salto estuvo en tierra. La rotura era grave. El hueso de la caña derecha de Sooty asomaba a través de la piel, y las puntas astilladas asomaban en medio de la sangre. El caballo tenía los ojos entornados y gemía con voz ronca, como si pidiera ayuda. Florence quiso detenerse, pero no podía hasta que hubiese visto a Freddie. Como temía, lo encontró debajo del caballo, las piernas atrapadas por su peso, los ojos abiertos cuan grandes eran hacia el vacío. —¡Freddie! —gritó y se arrodilló a su lado. Estaba pálido como una hoja. Y no respiraba. El gemido que escapó de ella fue como el del caballo. No podía estar muerto. Era imposible. ¿Qué haría Edward? Edward moriría también. Le tocó la garganta a Freddie. Sintió el pulso. Tenía que hacer algo. No podía moverlo, pero tenía que despertado, tenía que conseguir que respirara. Dios mío, pensó, esta vez una verdadera plegaria. Por favor, te lo ruego dime qué hacer. No supo si Dios respondió, pero de pronto se decidió y le dio una palmada en la cara. —¡Freddie, Freddie, despierta! Pronto vio que se estremecía y le dio en la otra mejilla. Él reaccionó buscando aire, intentando incorporarse para respirar. Tenía los ojos desorbitados, como si no supiese donde se encontraba. Un segundo más tarde, intentó sentarse. Su quejido fue casi demasiado leve para ser audible. 85

—No te muevas —ordenó ella, reteniéndolo. A ella misma también le faltaba el aire, y se sentía tan aliviada que apenas podía articular palabra—. Has sufrido una caída grave. Creo que te has desmayado, pero podrías haberte dañado la columna. —¿Una caída? —preguntó él. y entonces vio lo que yacía entre sus piernas—. Maldita sea —dijo, y era la primera vez que ella lo oía maldecir—. Me lo había dicho. Me advirtió que había tejones, y yo lo olvidé. —Se tapó los ojos con el antebrazo—. Dios mío, he matado a mi caballo —dijo, y dio un puñetazo sobre la hierba. Florence lo sujetó antes de que volviera a hacerse daño. —Freddie, ha sido un accidente. —Un accidente que sólo sufriría un idiota, un estúpido, un inútil... Todo lo que toco lo estropeo. Deberían fusilarme. Deberían alistarme y meterme en un cuartel. Edward no me lo perdonará nunca. Florence le acarició su rostro pálido y frío. Más que su lenguaje, le chocaba otra cosa. —Freddie, puede que Edward se sienta decepcionado, pero lo único que no te perdonaría es que te mataras. Freddie bajó el brazo. Unas lágrimas se deslizaron por su rostro, pero ella vio que sus palabras lo habían calmado. —Tienes que volver a la casa y encontrarlo. Dile que traiga a unos cuantos hombres. Y un rifle. —Florence se lo quedó mirando y luego al caballo que respiraba con dificultad. Él volvió a taparse los ojos—. Date prisa, Florence. No quiero que Sooty sufra. Se dio toda la prisa que pudo montando a un caballo que intentaba apartarse del camino cada vez que divisaba la casa. Tuvo que espolearla con dureza antes de que la yegua comenzará a galopar, y sólo a fuerza de voluntad se mantuvo sujeta a la montura. Bajó rápidamente en el jardín de rosas, se recogió el vestido y corrió. —¡Edward! —gritó con lo que le quedaba de aliento—. ¡Edward! Lo vio aparecer junto a Nigel West, en el rellano del primer piso. Pensó que nunca se había sentido tan agradecida de ver a alguien en su vida. Edward palideció al verla. —Florence, ¿qué ha pasado? —Es Freddie. Se ha caído. Del caballo. —Se sujetó el vientre e intentó recuperar el aliento—. Tienes que traer unos cuantos hombres y un rifle. Los dos hombres bajaron corriendo la escalera en el tiempo que ella tardó en decir esas palabras. Edward la cogió por los brazos con tanta dureza que le hizo daño. —¿Freddie se encuentra bien? —Sí, creo que sí, pero está atrapado debajo del caballo y Sooty tiene una pata rota. Freddie cree que habrá que sacrificado. Edward respiró profundo. Y luego, visiblemente dueño de sí mismo, le habló a su mayordomo. —Nigel, ve a buscar a los hombres y un rifle. Nos encontraremos en el 86

establo y Florence nos llevará adonde sucedió. El mayordomo se enderezó aún más de lo normal. —También deberíamos llevar a Jenkyns. Puede ocuparse de Freddie si lo necesita. —Bien —dijo Edward—. Que venga. La llevó apresuradamente hacia el jardín antes de que ella acabara de entender las instrucciones que había dado. Afortunadamente, se había acordado de atar las riendas de Nitwit a un banco, aunque no recordaba cómo se había montado en el caballo sin la ayuda de un taburete. Ahora, Edward la levantó tan enérgicamente que faltó poco para que se deslizara del otro lado. Él sacudió la cabeza, cogió las riendas de sus manos y la condujo al establo como si fuera una niña. Su rabia era una energía fría y palpable. La yegua lo seguía como un perro maltratado. Sin embargo, Florence no se dejaba maltratar, no cuando se trataba de proteger a quienes amaba. —Freddie lo lamenta —dijo, con la mandíbula tensa de tanto intentar mantener una voz serena—. Lo lamenta más de lo que tú podrías hacer que lo lamentara, por mucho que lo intentaras. No hay nada que yo pueda hacer para impedir que tú le grites, pero no creo que sea eso lo que necesita. Edward se detuvo en seco. Se la quedó mirando como si no la reconociera. Cuando se volvió, apresuró el paso. —No tengo ninguna intención de gritarle a mi hermano. —¿Y con qué ojos lo mirarás? ¿No le harás sentir que para ti ese caballo significa más que él. Un músculo junto al pómulo de Edward se tensó. —Mi hermano no pensaría esas cosas. —En este momento, no. Edward apresuró aún más el paso. Florence sabía que no tenía derecho a dictarle su comportamiento, pero se negaba a retirar ni una sola palabra. Freddie pensaba que no valía nada. Pensaba que todo lo que tocaba lo estropeaba. —Tienes que ser amable con él—insistió, a pesar de que el corazón le latía en la boca del estómago. Edward dejo escapar un bufido. —Lo bañaré con la leche de la bondad humana. Su tono de voz era lo más seco que jamás había oído Florence. Sólo podía esperar que hubiese entendido su ruego. A sus ojos, era un monstruo. Incluso mientras Edward impartía órdenes, las palabras con que ella lo había reñido aun le daban vueltas en la cabeza. Mientras esperaba que Jenkyns cogiera sus cosas, y aunque galoparon como el rayo cruzando los bajos, lo que ella parecía pensar de él le hacía rechinar los dientes. A sus ojos, era un monstruo. 87

Pero cuando llegaron adonde estaba Freddie, todas sus preocupaciones se desvanecieron y sólo le importó su hermano. El caballo estaba tendido sobre él desde la cintura para abajo. Aquello no auguraba nada bueno. Con un solo movimiento, Edward bajo de Sansón y le pasó sus riendas a un criado. Se arrodilló en la turba junto a Freddie. Este entreabrió los ojos. Su rostro tenía el tinte azulado de la leche no espesada. Y brillaba, bañado por el sudor. Edward supo inmediatamente que estaba sufriendo. Sufriendo mucho. —Eddie —dijo, un nombre que no había pronunciado desde que eran niños. Hablaba con un hilo de voz—. He intentado moverme, pero mi pierna... —murmuró, con una mueca de dolor—. Creo que me la he roto. Me parece bastante justo, supongo, puesto que le he roto la pierna a mi caballo. —Calla —dijo Edward, con voz serena, apartándole el pelo de la frente. El tono de voz de Freddie lo alarmó. ¿Tenía razón Florence? ¿Acaso su hermano pensaba que el caballo significaba para Edward más que él? —Estúpido —dijo Freddie, sacudiendo la cabeza a lado y lado—.El mozo de cuadra me había advertido. El jefe de cuadra se había arrodillado al otro lado de Freddie. Le tocó el brazo a Edward. —Quisiera mirarle los ojos, milord. Quisiera ver cuan grave ha sido el golpe. Luego los hombres podrán levantar el caballo y lo sacaremos. Edward asintió con un gesto de la cabeza. Jenkyns era el mejor médico en Greystowe, un hombre sensato y con experiencia, con las personas y los caballos. Sin saber qué hacer, Edward se desplazó hasta la cabeza de Sooty y le cogió el morro tembloroso. —Vamos —dijo, por encima de los resoplidos desgarrados del caballo—. Pronto saldrás de ésta. En los ojos grandes y líquidos de Sooty asomaba tal imploración, y tal fe en la capacidad de Edward de responder a ellas, que éste sintió como si una prensa le apretara el pecho. —Eres un buen chico —le dijo, y las palabras resonaron como cascajos en el interior de su garganta—. Has sido un buen amigo para mi hermano. —Excelencia —dijo Nigel. El mayordomo permanecía a un discreto paso detrás de él—. Jenkyns está preparado para moverlo. Necesitamos su ayuda para levantar el caballo. —Sí —dijo Edward, y se incorporó dándole un última palmada a Sooty. Para sorpresa suya, Florence también intervino. Aunque no podía ni imaginar que ayuda podría prestar para levantar un caballo, en algún recodo de su pensamiento Edward se alegró de ver que no había perdido la calma. —Tiene que mantener fijas las piernas de lord Burbrooke —explicó Jenkyns—. No queremos que se muevan cuando lo saquemos. —El robusto jefe de cuadra se había situado detrás de los hombros de Freddie, preparado para tirar de él en el momento en que Edward diera la señal. —Venga —dijo Edward a los demás hombres—. A la de tres. Lo sacaron al segundo intento. Tanto Freddie como el caballo gritaron al ser movidos.

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—Quédate a un lado, Florence —dijo Edward cuando vio que su hermano había quedado liberado. A juzgar por la palidez de Freddie, se veía que estaba a punto de devolver. Al parecer, Florence había llegado a la misma conclusión. A pesar de la advertencia, le frotó la espalda mientras Jenkyns lo volvía suavemente hacia un lado. Florence no gritó ni hizo aspavientos, se limitó a acariciarlo como una madre haría con su hijo cansado. Cuando su mareo remitió, inmovilizaron la pierna de Freddie y lo tendieron en una camilla. Nigel cogió un extremo y Jenkyns el otro. Mareado por el dolor, Freddie aún alcanzó a tocar a Edward antes de que se lo llevaran. —Cuida de Sooty —dijo, apretándole la muñeca con inusitada fuerza—. Él te conoce. No quiero que se vaya sin un amigo. —Eso haré —fue lo único que consiguió responder. Para sorpresa de Edward, Florence no acompañó a su prometido. —Me quedaré contigo —dijo, con el rostro manchado por las lágrimas pero con gesto decidido. —¿Conmigo? Ella lanzó una mirada al criado que había traído la escopeta y luego bajó la voz. —Me equivoqué contigo, Edward. Debería haber sabido que no tratarías a Freddie con rudeza. Y quiero asegurarme de que te encuentras bien. Él abrió la boca y luego la cerró. Por su cabeza desfiló un mar de protestas. Quizá le habría gritado a Freddie si ella no hubiese estado ahí. Un hombre como él no consentía mimos. Y luego, Freddie la necesitaba más, y quedarse ahí era una actitud muy poco conveniente. Ella pertenecía al sexo débil. Era ella quien no debía ver algo así. En su lugar, miró en sus ojos dulces y testarudos y supo que no podía negarse a aceptar su gesto. —Como quieras —convino. A pesar de que su intención era pronunciar calmadamente las palabras, habló en voz baja y tierna como el suspiro de un amante a medianoche. Desconcertado, se llevó el rifle al hombro y carraspeó. Apoyó el cañón contra el cráneo del caballo. Como si supiera lo que le esperaba, Sooty se calmó. —Apártate unos pasos —dijo—. No quiero que te salpiques. Florence intentó sin éxito tragar saliva, más presa de la preocupación que del horror. Edward no tenía la intención de volver a mirarla, pero sus ojos se cruzaron como había sucedido con los perros. Una sensación extraña y magnética le tiró del esternón, un tirón leve y doloroso, como si su alma intentase alcanzarla. Tendrías que ser mía, pensó. Sólo yo te haría feliz. Pero aquello no tenía sentido. Ella pertenecía a Freddie. Era la gracia salvadora de su hermano. Cerró un ojo, miró el cañón del arma y parpadeó para aclararse la visión. El caballo dio un último suspiro. Edward apretó los dientes y luego el gatillo. El culatazo lo hizo retroceder un paso, pero el disparo fue limpio. Sólo un charco de sangre que fue rápidamente absorbido por la tierra. Cuando dejó descansar el arma, sus brazos temblaban como si tuviese fiebre. No opuso resistencia cuando Florence tiró de él para que volvieran a la casa. 89

Edward no consiguió llegar desde el establo hasta la casa. A pesar de la ansiedad que seguramente sentía por ver a su hermano, sus piernas se negaban a llevarlo. Florence observó que se volvía cada vez más pálido hasta que, finalmente, delante de una encina enorme a cuyos pies había un rústico banco, apretó el brazo de Florence en que se sostenía y la obligó a detenerse. —Tengo que sentarme —dijo, y su voz tenía algo de fantasmal—.No puedo dejar que Freddie me vea así. Se dejó caer en el banco y escondió la cabeza entre sus manos temblorosas. Florence se sentó a su lado, con las rodillas vueltas hacia él, preocupada. Edward sudaba, y no era precisamente por cansancio. Ella se quitó los guantes y pasó las manos entre sus brazos para desabrocharle el cuello. Mientras hacía esto, él la miró con una expresión desnuda, sus ojos implorando algo más profundo que la comprensión. —No pasa nada —dijo ella, poniéndole la mano en la espalda—. Respira lentamente. Seguro que pronto te sentirás mejor. Florence se guardó para sí la certeza de que Freddie no pensaría mal de la reacción de su hermano. No se trataba de la opinión que Freddie tenía de Edward sino de la opinión que Edward tenía de sí mismo. Poco a poco, a medida que se iba regularizando su respiración, el color le volvió a la cara. —A mi padre no se le habría movido ni un pelo con una cosa así — confesó, con la cabeza aún inclinada—Habría matado a ese caballo y luego habría llamado a cenar. Aunque Florence sabía que él exageraba, no rió. —Perdóname por decir esto, Edward, pero... más allá de la fuerza de carácter de tu padre, creo que tienes derecho a que se te mueva más de un pelo. Y no por el caballo. —No —convino él, sacudiendo la cabeza con una mueca—. No por el caballo. —Al incorporarse, la luz tamizada por el follaje del árbol que mecía la brisa le dio en la cara. Florence nunca lo había visto tan desarmado. Tenía ganas de cogerlo, de acunarle la cabeza contra su pecho. Sus manos se retorcieron con la intensidad del impulso y se sonrojó por miedo a que él la mirara y leyera en ella el deseo prohibido. Permaneció así, en un silencio agónico, sin saber qué decir pero incapaz de irse. Finalmente, él lanzó un suspiro y se giró el anillo con el sello de su padre en el dedo meñique. El rubí engastado lanzó un destello en la luz cambiante. —Siempre me entendí mejor que Freddie con el duque —dijo—.Papá me respetaba. Ella alzó la mirada para observar su rostro, una intimidad que era posible sólo porque él miraba hacia los prados. —¿Eso es algo malo? Una sonrisa le torció los labios. —Mi padre me regaló mi primer caballo cuando tenía nueve años, que podía montar cuando quisiera, sin la compañía de un mozo de cuadra. Freddie nunca se hizo merecedor de ese privilegio, aunque tenía doce años cuando papá murió. Hiciera lo que hiciera, siempre se quedaba corto. Según

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mi padre, siempre era demasiado suave o demasiado caprichoso, o un niño consentido de mamá. Mi madre —dijo Edward, y se rascó el puente de la nariz—. Mi madre era una mujer delicada, que se ponía nerviosa fácilmente, pero tenía un carácter muy dulce. Necesitaba el tipo de amor que Freddie le daba. Sin condiciones. Sin preguntas. Pero mi padre no podía ver eso. Si Freddie quería salir a montar solo, tenía que robar un caballo del establo. Tenía que romper las reglas de mi padre y arriesgarse a que le dieran de latigazos. —¿Acaso insinúas que si tu padre le hubiera dejado su propio caballo a Freddie, este accidente no habría ocurrido? —No, Freddie nació para montar. Más que yo, a decir verdad. —De pronto, alzó la mano hacia su cara. Con la yema del pulgar, le apartó un rizo que la brisa agitaba contra su boca—. Supongo que lo que intento hacer es confesar que eso me agradaba. El contacto de su mano la aturdió. Subyugada y confundida, se puso rígida mientras él seguía con el dedo la curva de su labio inferior. Su expresión era pensativa, casi ausente. ¿Acaso se daba cuenta de lo que hacía? ¿Era posible? Sólo cuando él dejó caer la mano, ella habló. —¿Te agradaba qué? —Ser el primero —dijo él—. El favorito de mi padre. —Seguro que eso es algo natural. No eras más que un niño. —No lo sé. A veces pienso que no debería haber... Pues, yo lo admiraba, ¿sabes? Sabía que era un hijo de perra pero quería su aprobación. —Era tu padre. —Freddie era mi hermano, y un alma mucho más noble. —Edward se giró hacia ella con el antebrazo apoyado en la rodilla—. Tenías razón al reñirme hoy. A veces me parezco demasiado a él. Él le hizo daño a Freddie. Lo hizo sentirse como el hermano desfavorecido. Pero él no era menos. Sencillamente no podía ser moldeado según la forma que mi padre pensaba apropiada para un hombre de Greystowe. En ese sentido, Freddie era más fuerte que yo. —Si Freddie era más fuerte que tú, ¿por qué tenías que protegerlo? Edward le rozó la rodilla y le arregló con gesto nervioso los pliegues de su atuendo de montar. Florence sintió que el cuerpo se le tensaba en lo más profundo y deseó que su propia reacción no fuera visible. Por fortuna, él se miraba su propia mano en lugar de mirarla a ella, y sus exuberantes pestañas le cubrían los ojos. En su boca se dibujó una curva suave e irónica. —Me agradaba proteger a Freddie. Me agradaba más que si mi padre nos hubiera tratado como iguales. He ahí la verdadera confesión, pensó Florence. Esto era lo que le había tensado la mandíbula y le había hecho temblar sutilmente las manos. Aún así, no era algo por lo cual sentirse culpable. ¡Y durante tanto años! sintiendo su dolor, Florence obedeció al impulso de acariciar su espeso pelo negro. Incluso mientras. intentaba calmarlo, se regocijaba sintiendo el pelo sedoso que se deslizaba por sus dedos. Se avergonzaba de pensarlo, pero a

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la vez se alegraba de haberse quitado los guantes. —Un pensamiento tiene sus consecuencias —dijo, prudente y pausadamente—. Mi padre me enseñó eso.— Sin embargo, un pensamiento no es un hecho. El hecho de que tu disfrutaras protegiendo a Freddie no era la causa de la crueldad de tu padre. Tampoco pienso que debas preocuparte demasiado por la posible deslealtad de tus emociones. Los niños necesitan que sus padres los amen. Freddie era el preferido de tu madre, ¿no es eso? Bien podrías culparla a ella por lo que sucedió, aunque sé que no lo harás. Edward guardó silencio un momento. Cuando habló, pronunció su respuesta en voz baja y con un profundo sentimiento. —Eres una mujer joven y sabia. Y eres generosa. —Es fácil ser generosa contigo. —Inspirada por ese tono de voz suya, Florence se atrevió a tocarle la mejilla. Él giró la cabeza, presionando el pómulo contra sus dedos, rozando con los labios la palma de su mano. Entonces, como si hubiera hecho algo que secretamente hubiera preferido no hacer, se apartó bruscamente y se incorporó. Con un gesto seco, se arregló el chaleco. —Tengo que consultar con J enkyns —dijo—. Por favor quédate hasta que estés preparada para entrar. No esperó a que ella lo siguiera. En realidad, sus palabras eran una prohibición de seguirlo. Florence lo vio avanzar a grandes zancadas hacia la casa, una vez más convertido en el mismo de siempre, mientras ella... Ella ya no sabía quién era. Florence se paseaba arriba y abajo por el pasillo al exterior de la habitación de Freddie. Esperaba que el mayordomo de Edward acabara de instalarlo. El jefe de cuadra le había dado a Freddie una dosis de morfina, pero aún no estaba dormido. A pesar de que Florence sabía que debía esperar hasta la mañana para verlo, se sentía demasiado inquieta, tan inquieta que se retorcía las manos como una heroína en una obra dramática. No podía quitarse de la cabeza la expresión de Edward. Cuando él la había mirado sentado en el pequeño banco, ella había pensado, había querido... Volvió a retorcerse las manos y caminó en el otro sentido. Por una vez, había escuchado los dictados de su propio corazón. Cuando ella lo encontró, era como si leyera cada uno de sus pensamientos. Sus lamentos por el caballo, su miedo por la salud de Freddie. Pero sobre todo, había intuído que Edward esperaba que nadie se diera cuenta de su debilidad. Florence, eso sí, no lo veía como a un ser débil. Al contrario, pensaba que era el hombre más fuerte que jamás había conocido. ¿Era ése el verdadero Edward? ¿El hombre a quien se le partía el corazón por un caballo herido? ¿Que era capaz de torturarse a sí mismo por las intrincadas motivaciones de su infancia? ¿Que se preocupaba de que su amor no había sido perfecto? ¿Y si ése era el verdadero Edward, qué significaba para ella? La atracción, para empezar. Incluso se podía descartar que fuera un simple capricho. Sin

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embargo, no sería fácil ignorar la atracción que ejercía sobre ella cuando le desnudaba su alma. Ni siquiera estaba segura de que eso fuera lo que deseaba. El dilema parecía destinado a no tener solución. Nigel West salió de la habitación de Freddie y cerró cuidadosamente la puerta. Como correspondía a su posición —el mayordomo se ocupaba de Greystowe cuando Edward estaba ausente—, West era un hombre de aspecto digno, de edad mediana, espigado, las sienes ligeramente entrecanas. Habría tenido un aspecto tan serio como el de su amo si no fuera por sus extraordinarios ojos grises. Eran unos ojos generosos y tranquilos en torno a los que se dibujaban unas entrañables arrugas cuando sonreía. Ahora le sonrió a Florence. —Temo que estará dormido —señorita Fairleigh—. Ni siquiera ha esperado a que acabara de arreglarle las almohadas. Puede entrar, desde luego, pero dudo que se despierte. —Oh —dijo ella, sintiéndose como si le hubiesen bloqueado una ruta de escape—. No quisiera molestarlo. —Dio media vuelta para irse, pero volvió a girarse—. ¿Usted lo cuidará, señor West? Ya sé que el ama de llaves o una de las criadas podría hacerlo, pero seguramente se sentirá más cómodo con un hombre. Nigel frunció el ceño como si sus palabras tuvieran algún significado que ella misma no había captado. Florence se preguntó si no se había otorgado demasiadas atribuciones. No tenía autoridad alguna en aquella casa, ni tampoco tendría mucho más siendo la esposa de Freddie. Era Edward quien reinaba en Greystowe. Justo en el momento en que estaba a punto de retirar la pregunta, Nigel reaccionó. —Supongo que yo lo cuidaré. Ya que milord Edward está en casa, no sé muy bien a qué atenerme. Aliviada por no haber dado un paso en falso, Florence sonrió. —Usted lleva mucho tiempo trabajando en Greystowe, ¿no es cierto ? —Desde que el padre de su Excelencia pagó por mis años de escuela. — Nigel sonrió al ver su expresión de asombro—. Entonces ha oído las historias. Son todas verdad. El viejo duque era un diablo, pero creía en la necesidad de estimular las virtudes potenciales de las personas. Le debo a esta familia más de lo que se puede decir con palabras. Sintiendo un repentino escozor en los ojos, Florence miró más allá de él, hacia el fondo del pasillo. Ella también le debía mucho a esa familia, demasiado para pensar en traicionar su confianza. Ellos la habían acogido, a ella, una sencilla chica de campo, como la novia de Freddie. Y Freddie... Freddie era el hombre más afectuoso que jamás había conocido. —Son complicados, ¿no le parece? —preguntó—. Incluso Freddie. —Sí —convino Nigel, y la suavidad de su voz la obligó a tragarse las lágrimas—. Pero son personas íntegras, todos y cada uno de ellos. No podría uno querer mejores amigos. Amigos, pensó ella. Si sólo sus deseos pudieran ser así de sencillos. Poco después de medianoche, Edward cruzó el pasillo y entró en la 93

habitación de su hermano. No tenía intención de despertar a Freddie. Sólo quería estar en la oscuridad y oírlo respirar. La pierna entablillada tenía una forma curiosa bajo las sábanas, como si compartiese la cama con una momia. Pero Edward aún estaba demasiado sacudido para tomárselo con humor. No sabía qué haría si perdiera a su hermano, no sabía qué sería de él. Había construido su vida en torno a la protección que le brindaba. Sin Freddie en perfecto estado de salud o sin su habitual alegría, ninguno de sus logros tendría sentido alguno. Se giró hacia la ventana, las manos apretadas y los músculos en tensión. Florence, pensó. Oh, Florence. ¿Por qué tengo también que ocuparme de ti? Y la noche no contestaba. Con la lentitud propia de un sueño, las cortinas se hincharon bajo la brisa que ventilaba la habitación. Sus bordes, de una blancura perfecta, desplegaban sus murmullos por la alfombra. Edward miró hacia la cama. La noche era templada, pero Freddie no podía enfriarse. Con la pierna sana ya había tirado la mitad de las mantas. Con una sonrisa irónica, Edward lo tapó hasta el pecho. Turbado por el movimiento, Freddie se removió en su sueño y se giro levemente hacia un lado. Su brazo cayó fuera de la cama y le dio a Edward en la pierna. Abrió los ojos. —¿Nigel? Edward se inclinó junto a la cama. —Soy Edward. Sólo he venido a ver cómo estabas. Freddie sonrió, y volvió a cerrar los ojos. —No habías venido a ver cómo estaba desde que mamá y papá murieron. —No sabía que tú lo sabías. Al moverse, brotó el murmullo del roce y Freddie se encogió de hombros. —Yo suponía que querías cerciorarte de que no estabas solo. A mí no me importaba. Me hacía sentirme seguro. —Estás seguro. Siempre velo porque así sea. Freddie rió por lo bajo. —No te puedo garantizar eso, querido. Aún no eres Dios, aunque sé lo mucho que te empeñas. Su manera cantarina de hablar le dijo a Edward que aún se encontraba bajo el efecto de la morfina. Tendría que advertir a Jenkyns que cuidara las dosis. No quería que Freddie se acostumbrara. —Lo hizo por ti —dijo Freddie, jugando con la sábana. —¿Quién hizo qué por mí? —Florence —dijo—. Me pidió que le enseñara a montar. No lo dijo, pero yo sé que eras tú a quien quería impresionar. Edward sintió que le faltaba el aire. ¿Era verdad? ¿Acaso Florence valoraba su opinión? Hoy, mientras ella le rozaba la cara, había pensado que algo lo apreciaba. Era un alma compasiva. Quizá habría tocado a cualquier otra persona con la misma ternura. Seguramente, después de todo lo que él había hecho, a ella le daría igual lo que pensaba. Freddie volvió a reír. 94

—Cree que no la aprecias. Que eres un viejo gruñón. —¿Florence me ha llamado a mí un viejo gruñón? Pero el pensamiento de Freddie, nublado por la droga, ya estaba en otro lugar. —Tendrás que reemplazarme. Enseñarle tú mismo. —Emitió una especie de chasquido con los labios y se hundió en las almohadas—. Será como cuando me enseñaste a nadar. Alarmado por la sugerencia, Edward guardo silencio. ¿Estar a solas con Florence? ¿Enseñarle a Florence? Jamás en su vida.. A menos que quisiera que su hermano se casara con una novia mancillada.

Capítulo 8 Según Jenkyns, a Freddie no se le podía mover hasta que sus huesos tuvieran una posibilidad de soldarse. Nigel se ocupaba de su comida cuando Florence llamó a la puerta. —No quiero tu maldito caldo —oyó decir a Freddie—. Me he roto la pierna, no el estómago. —Era evidente que su dolor lo había puesto de mal humor. A pesar de su incomodidad, su rostro se animó al verla—. Finalmente. Una enfermera amable. Dile a este matón despreciable que se lleve su comida de hospital a otro lado. Florence lo besó en la frente sin sonrojarse. —Estoy segura de que el señor West sólo sigue las ordenes del médico. —Maldito médico de caballos —murmuró Freddie, y enseguida le apretó la mano para disculparse—. Deberías irte, cariño. Te espera el desayuno. Yo soy pésimo como enfermo. Siempre lo he sido. Temo que si te quedas, me abandonarás por un banquero. Florence hizo chasquear la lengua y negó los cargos en redondo. Hizo lo que Freddie le pidió, eso sí, porque se veía que él no estaba de humor para verla. Él y Nigel volvieron a discutir en cuanto cerró la puerta. Pobre Nigel, pensó. Se alegraba de que el mayordomo se hubiera ocupado de Freddie. Éste se habría aprovechado de cualquiera de las criadas. Bajó al comedor del desayuno, una hermosa sala amarilla con una vista del lago agitado por la brisa. Para su decepción, sólo Edward estaba sentado a la mesa. —¿Tía Hypatia.......? —Está durmiendo —dijo él, con el mismo tono seco de siempre. Por lo visto, pensó ella, el duque gruñón ha vuelto. Se sirvió un plato con lo que había en el aparador: huevos, salchichas, un bollo recién horneado y fresas. Negándose a ceder al miedo, ocupó el asiento en la esquina junto a él. Durante largos minutos, el único sonido fue el tintinear de la vajilla y los estertores de un ronquido que provenía de la habitación contigua en la 95

planta baja. La tía de Edward, que nunca había sido una gran madrugadora, debía de estar exhausta por las emociones del día anterior. Florence quería sonreír, pero dudaba que Edward apreciara las bromas. Su ánimo parecía más ensombrecido que el de Freddie, y él tenía las dos piernas sanas. Florence comenzaba a pensar que había soñado con el hombre que había visto el día anterior. —¿Crees que tendríamos que llamar a un médico de verdad? —inquirió, con el perverso deseo de que él le dirigiera una mirada. Incluso su desdén era preferible a ser ignorada. Edward dejó su cuchillo y tenedor en el plato. Cuando la luz de la mañana le dio en los ojos, brillaron como dos gemas claras y azules. Por una vez, su chaqueta de montar no era negra sino de un tweed de suave tinte marrón. Su camisa era blanca y no tenía cuello. Tenía un aspecto espléndido: grande y de anchos hombros, con su aire de noble rural. Sin embargo, no parecía relajado. Florence no podía imaginar a Edward alguna vez relajado. Una arruga breve y profunda apareció entre sus cejas pobladas. Para él, aquella expresión era amistosa. —Temo que el médico del pueblo es un poco decrépito. Jenkyns sabe más de huesos rotos que él. Si tenemos complicaciones, enviaré a por mí médico en Londres. Su mirada permaneció fija en Florence incluso después de acabar de hablar. Ella había querido que él la mirara, pero ahora que lo hacia, apenas se podía tener quieta. Su mirada, fija e inescrutable, le inspiraba unas ganas irrefrenables de retorcerse en su sitio. Cuando Edward se llevó la taza de café a los labios, éstos atrajeron su atención como dos imanes. Aquellos labios sensuales, tan fuera de lugar con su rostro severo, agitaban recuerdos que era mejor olvidar. Ahora se pasó la lengua para limpiárselos después de dejar la taza. Aquellos labios la habían besado, y aquellas manos, esas manos grandes y bronceadas le habían sostenido la cabeza, le habían recorrido la espalda y tenido las nalgas en su cuenco. La ultima vez que lo había hecho él no había tenido que beber para tener esa excusa. La deseaba, aunque quizá no le gustara. Penso que él recordaría sus besos con tanta nitidez como ella. Quizá quería besarla ahora. Aquella posibilidad la hizo estremecerse. En ese momento, se removió, incómoda, justo un poco. —Florence —dijo él, con una voz más grave de lo habitual. Sorprendida en su ensueño, ella le devolvió una mirada culpable. —¿Sí, Edward? —He dispuesto para que Merry Vance venga a visitamos a Greystowe, para que no te aburras mientras Freddie está convaleciente. —Oh —dijo ella, sorprendida de que él se preocupara de su comodidad—. Es muy amable de tu parte, pero ¿no crees que Merry no tendrá demasiadas ganas de dejar Londres durante la temporada? Él rió con una risa seca. —Sólo tiene diecisiete años. Y sospecho que jamás saldría si no fuera porque se ha metido a su padre en el bolsillo. Pensé que podría reemplazar a Freddie para enseñarte a montar. Según lo que cuentan, es una excelente amazona. 96

—Oh —dijo Florence, la única palabra en que podía pensar. El té y las salchichas se habían convertido en sendas piedras en su estómago. De pronto, el motivo de las palabras de Edward quedó al descubierto. Había renunciado a enseñarle a montar. Se miró la falda, donde sus manos traicioneras retorcieron su servilleta hasta convertirla en una bola. Ahora tragó saliva. Su comportamiento era ridículo. No debería dejar que él la hiriera. Tampoco sería divertido si era él quien tenía que enseñarle. La mayoría de las veces su comportamiento con ella no era agradable. Contra su voluntad, pensó en el trofeo de natación de Freddie, el que Edward guardaba en un anaquel junto a su cama. Entonces entendió. No podía seguir negándolo. Quería algo más que el respeto de Edward. Quería gustarle, quería que cuidara tanto de ella como cuidaba de su hermano. —Estoy seguro de que lo harás bien —dijo, y su seguridad era de una suavidad poco habitual. Florence tuvo la impresión de que se inclinaba hacia ella, aunque no se atrevió a levantar la cabeza—. Freddie estará orgulloso. —Gracias —atinó a decir Florence—. Me agradó mucho Merry Vance. Has sido muy amable al pensar en ella. —Es fácil ser amable contigo. Florence no pudo impedir abrir exageradamente los ojos. ¿Acaso tenía la intención de recordarle las palabras que ella había pronunciado en el Jardín? Se había portado como si quisiera olvidar sus confidencias y esperaba que ella hiciera lo mismo. Sin embargo, tal vez el recordatorio no era intencional, o alguna oscura humillación que ella sencillamente no podía sondear. Ay, jamás conseguiría entenderlo. ¡Jamás ! Desafortunadamente, saber eso no le impedía querer intentarlo. En el jardín de rosas reinaba el zumbido de libélulas y abejas. Habían pasado dos días desde el accidente de Freddie, y Florence tomaba el té con tía Hypatia. Según la duquesa, el sencillo vestido de algodón floreado de Florence, de su propio ajuar, era tristemente inadecuado. —Tienes el aspecto de una chica de campo —se quejó. Florence no se sintió ofendida. A la duquesa le agradaba quejarse tanto como a los gatos la crema. Ahora, ocultó su sonrisa detrás del borde dorado de su taza. —Pensaba que los vestidos a la hora del té tenían que ser más cómodos. —Así es, pero de una manera peculiar y romántica. Mira. —Con la agilidad que demostraba tener cuando había tomado una decisión, Hypatia se levantó de la silla y cogió dos brotes de rosas amarillas. Con las pequeñas tijeras de plata que colgaban de una cuerda amarrada a su cintura, quitó velozmente las espinas. Acto seguido, se quitó una de las pinzas del sombrero y sujetó las flores, con hojas y todo, al talle de Florence—. Ahí tienes. Marginalmente mejor. No siempre tomaremos el té las dos solas, has de saberlo. Tengo mis amistades por aquí. —Lo había olvidado—reconoció Florence—. Usted nació en esta casa, ¿ no es así? ¿Con el padre de Freddie? —Lo extraordinario es que he sobrevivido —gruñó la duquesa, aunque el 97

brillo en sus ojos hizo pensar a Florence que sus recuerdos no eran tan desagradables—. Mi hermano, el duque, fue el peor granuja que puedas imaginar. ¡Si supieras los líos en que me metió! —Pensaba que era un hombre muy severo. —No hasta que heredó el título. Entonces tenía que ser un hombre de Greystowe.—Con esto, hizo una mueca que, Florence sospechó era una imitación del altivo duque—. El título lo arruinó. Destruyó el humor y toda la humanidad que había en él. Después, no importó nada mas que e honor familiar. Se encapricho con una joven que había estado viendo durante más de siete años. Todos supusieron que se casarían. Pero la hija de un barón no era lo bastante buena para é1. Le dio por cebarse con la madre del niño y también le hizo la vida miserable —dijo, y sacudió la cabeza.—. Suzanne era una mujer dulce como un terrón de azúcar y casi tan dura. Dudo que alguien le haya levantado la voz antes de su matrimonio. En cuanto a mí, cuando Stephen heredó el ducado, perdí a un amigo. No se dignó darme ni una palmadita en la espalda hasta el día en que me casé con mi propio duque. Eso me hizo merecedora de un abrazo de mi hermano. Y, con eso volvió a quererme. Florence extendió una mano más allá de las tazas de té para coger la de la duquesa. Con una sonrisa agradecida, ella le devolvió el apretón. —No, querida. No debes tener pena de una vieja ricachona. Todo aquello sucedió hace mucho tiempo. Sin embargo, no era la duquesa lo que más preocupaba a Florence. —Tía Hypatia –dijo—, no crees que Edward corre el peligro de... —¿Volverse como su padre? —dijo la anciana, y soltó una risa—. Me parece bien que te preocupes, pero no hay muchas posibilidades de que eso ocurra. Temo que pueda parecer una frase cruel, pero pienso que es mejor que mi hermano haya muerto joven. Desde luego, mejor para Freddie. —Su rostro se suavizó como solía ocurrirle a las personas que mentaban su nombre—. Freddie fue criado con amor. Algún día será un buen padre porque Edward fue todo lo que mi hermano debería haber sido. Edward aún lo lleva en el corazón. ¿Era verdad eso? A veces, eso pensaba Florence. En otras ocasiones, la asaltaban grandes dudas. Le hubiera gustado quedarse tranquila entonces, reflexionar sobre lo que había oído. Sin embargo, su deseo no se cumpliría, porque la señora Forster, el ama de llaves, escogió ese preciso momento para anunciar la llegada de Merry Vance. Al verla subir hacia la terraza, parecía una criatura diferente de la joven impecablemente vestida que Florence había conocido en Londres. Tenía el pelo revuelto, el color subido, y su vestido amarillo, muy elegante, arrugado y afeado por el polvo del viaje. Sin embargo, su sonrisa era tan ancha y generosa como siempre. —Sí, sí, ya veis que llego antes de lo previsto —dijo con su habitual tono de felicidad apenas contenida. Con los dos guantes en una mano se inclinó para besar a Florence en la mejilla—. Londres ha estado tan aburrido como agua de borrajas ahora que tú no estás. Sencillamente no pude esperar a venir a saludarte. —Parpadeó alegremente al inclinar la cabeza ante la duquesa—. Por favor perdone mi informalidad, Excelencia. Le aseguro que no es nada personal. Si pregunta a cualquiera, le dirán que soy una

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irresponsable. —¿Eso harán? —inquirió la duquesa. —Señorita Vance —dijo Edward cuando apareció en los lindes del jardín. Su saludo fue grave pero su cara se estiró hacia arriba como si estuviese a punto de reír. Sin duda había alcanzado a oír la gélida respuesta de la duquesa—. Espero que usted y Buttercup hayan sobrevivido al viaje en tren desde Londres. ¿Buttercup? pensó Florence. ¿La yegua de Londres? ¿Acaso era posible que Edward la hubiese comprado para ella? Sería un gesto extravagante, y ella, en realidad, no debería aceptarlo. Pero, ay, ¡si Edward la hubiese comprado! Sin embargo, Merry Vance sepultó aquella esperanza irracional antes de que tuviese tiempo de concretarse. —No puedo agradecerle lo suficiente —dijo—, haber dispuesto que la traigan para mí. Enseñar es mucho más fácil cuando tienes un buen caballo. Edward bajó la mirada. De todas las cosas, aquello parecía avergonzarlo. Le lanzó una mirada de reojo, incómodo, a Florence, y por un instante sus ojos se fijaron en las rosas que la duquesa había sujetado a su vestido. Con aire distraído, sacudió la cabeza y volvió su atención a Merry. —Y bien, es un placer. En cualquier caso tenía que comprarla. Mi caballo empezaba a echarla en falta. Merry rió, con un dejo sorprendentemente femenino. —¡Qué maravilloso! Un romance entre caballos. Tendré que mantenerme al tanto de lo ocurrido mientras permanezca aquí. Le sonrió a Edward mientras decía esto, como si sus palabras tuviesen un significado que sólo ellos dos conocieran. En ese momento, su aspecto no tenía nada de anodino, no con aquel brillo en sus ojos y la luz del sol ardiendo en la nube de su rubia cabellera. Era una pequeña valkiria, ágil y fuerte, aunque sus pechos todavía no habían alcanzado la plenitud. La idea de que Edward pudiese encontrarla atractiva hizo que Florence se sintiera visiblemente incómoda. Él no la quiere, se dijo a sí misma. Su actitud era demasiado indiferente, demasiado evidente. Aunque le hubiese dado a Merry su caballo. —Tendrá ganas de refrescarse —dijo Edward, aunque no con el mismo tono de desaprobación que habría utilizado la duquesa. Merry gorjeó con la amable sugerencia. —Es verdad —dijo, en un arrullo de voz, y le dio a Edward en el pecho con la punta del dedo—. Fresca es mi segundo nombre. Florence experimentó un impulso casi incontrolable de pellizcarla pero Edward no se inmutó. —¿Podemos guardarle una taza de té? —preguntó. —Oh, no. —Merry echó a un lado su cabellera dorada y se giró hacia la casa—. Seguro que puedo conseguir algo en la cocina cuando acabe. Ustedes tres disfruten. Encontraré a mi vieja criada y la próxima vez que me vean, me habré librado de todo este polvo y estaré más decente. 99

—No demasiado decente —advirtió Edward, con perfecta circunspección. —Claro que no —dijo Merry, lanzando un guiño por encima del hombro—. Eso no tendría ninguna gracia. Florence apenas conseguía cerrar la boca. Mientras Merry cruzaba tranquilamente la terraza, su pequeño trasero se agitaba bajo su vestido polvoriento. Había coqueteado con Edward. Y Edward le había respondido. —Hmm —dijo tía Hypatia, cuando Merry hubo desaparecido de vista—. A esa chica habría que vigilarla. Florence no sabía si lo decía como un insulto o un cumplido, ni tampoco vio en la actitud de su sobrino una clave. Sin dejar de mirar en la dirección que había tomado Merry, Edward se cogió las manos por detrás de la espalda. Florence esperaba de todo corazón que no estuviese mirando el trasero de Merry. —Es la hija de Monmouth —dijo. —Sí. —La duquesa revolvió el té en su taza—. En un par de años, será una buena esposa para un hombre. —Quieres decir que le dará a un hombre un buen atado de problemas. —Eso también —dijo tía Hypatia. Florence dejó a un lado su sándwich de pepino y lo empujó hacia el borde de su plato. Había perdido el apetito, junto con lo que aquella tarde tenía de agradable. ¡Un buen atado, ya lo creo! Puede que no tuviese el derecho a pensar en ello, pero sabía que no le gustaba cómo sonaba.

Capítulo 9 Para decepción de Florence, Nitwit se había convertido en ‗‘su‘‘ caballo. —Hoy te ocuparás de su aseo –anunció Merry cuando entraron en el concurrido establo. Para sorpresa de Florence, Merry vestía pantalones. Por primera vez, había una mujer que atraía más miradas que ella. No sabía si avergonzarse por su amiga o admirar su atrevido estilo. Merry actuaba como si estuviera vestida par presentarse ante la reina y, si bien nadie se atrevió ni siquiera a silbar, Florence sospechaba que los mozos de cuadra de Greystowe hablarían de esto durante años. Por donde pasaran, todos quedaban boquiabiertos. Al parecer, los únicos machos inmunes al espectáculo de aquellas piernas femeninas tan visibles fueron un trío de niños pequeños que cargaban el heno sucio en las carretas. Agradeciendo sus esfuerzos, Florence avanzó por el suelo de tierra compacta. Suspiró cuando llegaron a la casilla de Nitwit. La parte superior de la puerta estaba marcada por dentelladas equinas, un testimonio mudo del desasosiego de la yegua. Sin que le impresionara la presencia de Florence, Nitwit enroscó el labio y lanzó un sonido rudo.

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Se miraron una a otra mientras Merry fue a buscar a Jenkyns para pedir aperos. —No fue elección mía –dijo Florence, mientras la yegua se dignaba parar las orejas—. Simplemente tendremos que sacarle el mejor partido posible. Merry alcanzó a oir esto último. —Me parece bien. No puedes montar bien si tú o el caballo están incómodos con el otro. Como para demostrar la escasa probabilidad de que eso sucediera, Nitwit dio unas patadas contra el fondo de su casilla. —Tendremos que llevarla al patio –dijo Florence—. Cuando está aquí dentro, se pone nerviosa. —Pamplinas. –dijo Merry—. Lo único que necesita es acostumbrarse. Con cierta resignación, Florence la siguió hasta la casilla. Diez minutos más tarde, después de que Nitwit había pisado dos veces a Merry, salieron. —Quizá deberíamos pedirle otro caballo a Jenkyns –sugirió Merry. —No, no. Verás que se calmará cuando salgamos al potrero.— Florence no quería reconocerlo, ni siquiera para sí misma, pero su simpatía por la yegua había aumentado desde que ésta había intentado propinarle unas cuantas patadas a su instructora. La actitud animosa de Merry dando a entender su competencia comenzaba a ponerla nerviosa. No creía que fuera correcto que alguien más joven que ella fuera tan hábil, ni tan temeraria. Tampoco le parecía bien que a alguien que evidentemente no necesitaba un buen caballo le pasaran a una bestia como Buttercup. Se mordió los labios con ese pensamiento poco generoso. Su padre solía decir que la envidia era un trago amargo. Ahora entendía lo acertadas que eran sus palabras, porque a duras penas conseguía tragar su resentimiento. Desde luego, no se justificaba. Merry era una chica agradable que daba muestras de su generosidad al venir a instruirla en estas cosas. Y, sin embargo, Florence se sintió en los cielos cuando Nitwit le dio la razón. Era verdad que a la yegua le gustaba salir a campo abierto. Apenas se inmutó cuando Florence le restregó su vientre sensible. —Ahora, levántale las patas –dijo Merry—. Veamos si te deja mirarle las herraduras. Florence hizo lo que le pedía, demasiado molesta para sentir miedo. —¡Muy bien! –exclamó Merry cuando Nitwit no protestó—. Los caballos son animales caprichosos. Cuando te dejan tomarle las patas, significa que confían en ti. Florence estuvo tentada de contarle que la mayoría de los animales confiaban en ella, pero consiguió morderse la lengua. Merry no sabía lo que sucedía con los gatos. Merry sólo intentaba estimularla. Lo menos que Florence podia hacer era fingir que estaba agradecida. Estoy agradecida, pensó. Estoy agradecida. Pero tuvo que luchar para no hacer rechinar los dientes.

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Después de verificar las herraduras de Nitwit en busca de piedrecillas, Mery le enseñó a poner la montura y a montar. Luego, en lugar de mirar cómo montaba Florence, cogió el cabestro y le pidió que soltara las riendas. —Estira los brazos hacia los lados –ordenó— y no apoyes los pies en los estribos ni pases la rodilla por la cabeza. Siéntate mirando hacia delante y entra la pierna detrás del borrén. Yo tendré a Nitwit. Tú concéntrate en equilibrar tu peso sobre el lomo del caballo. Así es como desarrollas un sentido del equilibrio. Lo único que Florence estaba desarrollando era un sentido de la vergüenza. Sus brazos temblaban después de levantar la pesada montura por encima del lomo de Nitwit. El más pequeño movimiento lo sentía como si fuera a resbalar. Aún peor, los tres chicos del establo se habían colgado del muro del potrero para asistir a la escena. O era eso, o no eran tan pequeños como para no darse cuenta de lo ajustado de los pantalones de Merry. —Lo hace muy bien, señorita –dijo el más alto. El más bajo, un enano redondo con sombrero de paja, decidió hacer equilibrios sobre las piedras. Dios mío, pensó Florence, al ver que sus piruetas la mareaban. Apenas se atrevía a respirar por miedo a caer. Nitwit era más alta que Buttercup y el suelo parecía muy distante. —¿Estás preparada para que te pasee de un lado a otro? –preguntó Merry. El ‗‘no‘‘ de Florence fue casi un grito. Merry rió y le dio unos golpecitos a Nitwit en el cuello. —No importa –dijo—. Hoy te acostumbrarás a estar sentada. Dejaremos el paseo para mañana. Mañana, pensó Florence, y deseó ser lo bastante cobarde como para renunciar . Para su inmenso alivio, el día siguiente fue mejor, y el siguiente aún mejor. Al cuarto día de instrucción, Merry ató a Nitwit a un largo lazo de cuero y la hizo dar vueltas en círculo por el potrero con Florence montada. Al comienzo, caminaban lentamente, y luego más rápido, y después intentaron un suave trote. Merry la dejó montar al estilo de las mujeres para esto, pero Florence cayó de todas maneras. Pero estaba decidida, especialmente con su trío de admiradores. No sabía si Jenkyns les había dado permiso o simplemente se habían desentendido de sus tareas, pero los tres chicos de rostro mugriento consiguieron ser espectadores todos los días. —No se preocupe –decían cada vez que ella caía—. A la próxima, sabrá cómo hacerlo. A pesar de su vergüenza, y aunque su trasero estaba lleno de moretones, Florence se alegraba de que ellos estuvieran ahí para animarla. Aquellos niños eran demasiado grandes para ser víctimas de sus peculiares encantos, y demasiado pequeños para interesarse en sus encantos ordinarios. Estaban ahí porque lo habían decidido. Tenían que estar ahí porque ella les gustaba.

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—Olvídate de subir y bajar en la silla –ordenó Merry, cuando ella intentaba subir y bajar—. Esto es para los tontos. Lo que tienes que hacer es mecerte atrás y adelante desde la cadera. Con los movimientos del caballo. Es fácil. Siente cómo tu peso se desplaza con el caballo. —¡Yuu—juuu! –exclamaron los niños con la sugerente demostración de Merry. Ella se limitó a reir. —Con el caballo –insistió ella—. Con el caballo. Finalmente, el séptimo día, Florence aprendió. Nitwit resoplaba y se agitaba como si Florence hubiese llevado a cabo un milagro. A decir verdad, así se sentía ella. ¡Qué fácil era! ¡Y tenía razón! Era justo la postura que su cuerpo había querido adoptar todo el tiempo. Entonces Merry la dejó poner el pie en el estribo. La seguridad que sintió Florence la asombró, y aún no había recurrido a las manos. Merry era un genio. Ni siquiera el medio galope la sacudía. Ay, el corazón le latía a toda prisa, pero su manera de montar era estable como una roca. Cuando intentaron un galope, Florence pensó que su alma cobraba alas. Al andar, aprovechó al máximo las lecciones de Merry y Nitwit, bendita sea, volaba por encima del suelo como si sus patas fueran pistones y sus cascos estuvieran montados en rieles. Por primera vez en su vida, Florence supo lo que la gente quería decir cuando hablaba del caballo y el jinete como si fueran uno. Puede que Nitwit no fuera tan ligera corriendo como Buttercup, ni tan equilibrada, pero era fuerte y veloz y tan segura como una cabra de montaña. —¡Qué briosa es! –exclamó Merry, y Florence se sintió orgullosa de su yegua. La suerte quiso que fuera Edward la primera persona que encontraron saliendo del establo. Florence se sentía demasiado excitada como para guardar las maneras. —¡Lo he conseguido! –anunció, cogiéndole las manos y saltando—. He galopado con Nitwit sin coger las riendas. Edward le sonrió. Su mano era firme. Incluso hizo ademán de sacudirlas un poco. —Lo he visto –dijo—. Has sido muy valiente. Supongo que dentro de nada querrás trabajar en un circo. La calidez de su mirada despertó su timidez. —El circo no. No para mí. —Es toda una amazona –intervino Merry—. Un ratón con el corazón de un león. Sus palabras parecieron recordar a Edward de que aún guardaba entre las suyas las manos de Florence. Las dejó ir como si quemaran y se volvió hacia Ferry. —Ha hecho usted un buen trabajo, señorita Vance. Mi jefe de cuadra no se ha quedado corto en halagos.

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—Es una excelente maestra –convino Florence, demasiado emocionada para sentirse celosa—. Jamás pensé que podría montar un caballo de esa manera. —Una chica puede montar lo que quiera si se lo propone –dijo Merry, sonriendo a Edward con una mirada sugerente—. Para eso estamos hechas. Ni siquiera Florence pudo dejar de captar el doble sentido. Edward cerró los labios con gesto serio mientras sacudí su dedo índice. —Su padre le lavaría la boca por eso, señorita Vance. —Llámeme Merry –dijo ella, pero él ya se alejaba. El suspiro que ella lanzó cuando lo obsrvaba irse fue muy elocuente—. Dios mío, ¿alguna vez viste un par de hombros así? Florence miró sus hombros y luego a Merry. Se había llevado la mano al pecho y su mirada era delicada y deseosa. En ese momento fue cuando cayó en la cuenta y el corazón le dio un vuelco. Merry no había venido a Greystowe porque le gustara ella o porque le quisiera enseñar, ni siquiera porque aún era demasiado joven para tomarse la temporada en serio. Todo eso podría ser verdad, pero Merry había venido a Greystowe sobre todo porque su duque le hacía perder los estribos. Cuando Merry volvió a mirarla, sus sospechas seguramente eran visibles. Su instructora sonrió, rufianescamente, cruelmente. Florence sintió que el corazón se le encogía de simpatía. Puede que Merry no lo supiera, pero en esas cosas, las dos eran iguales. —La primera vez que lo vi en la feria de Tattersall –confesó Merry—, sentí que los dedos se me enroscaban dentro de las botas. Si sólo tuviera la osadía, creo que podría tenerlo. No soy demasiado fea. Y él piensa que soy divetida. Se ha sabido de hombres que caen por cosas menores. Florence supuso que así era. Respiró profundo para asegurarle que no era fea, y luego se lo pensó mejor. —Quizá deberías tener cuidado. Tú eres joven, y él es un hombre maduro. El sonido que dejó escapar Merry fue una mezcla de gorjeo y quejido. Para asombro de Florence, entendía perfectamente lo que significaba. Edward era más que un hombre maduro. Edward era el ejemplo mismo de todo lo que era masculino y, como tal, despertaba los impulsos más primitivos en una mujer. Un hombre como Edward hacía que una mujer quisiera olvidar todo: las promesas, la decencia, incluso el sentido común. Pero quizá debía alegrarse de que Edward ejerciera el mismo efecto en Merry. Quizá los sentimientos de Florence no debieran ser motivo de preocupación. Una tentación humana y natural. Hija de párroco o no, Florence siempre había sabido que ella era humana. —Espero que no creas que soy un ser horrendo –dijo Merry, tocándole el brazo a Florence—. Mis amigas en Londres dicen estupideces o se burlan. Tú al menos sabes lo que siento. Al fin y al cabo, tú y Freddie seguramente se han besado en secreto unas cuantas veces. Freddie es un joven atractivo en la flor de la vida –Una vez recuperada la confianza, hizo subir y bajar sus cejas de fresa—. Un hombre que necesita ayuda, Florence. Un hombre que está prácticamente encadenado a su cama. Créeme, si yo estuviera en tu 104

lugar y Edward en el de Freddie, sé muy bien qué tipo de cuidados le propinaría. Con sus palabras, Merry pintaba un cuadro que Florence no pudo desechar. Vio a Edward encadenado, el torso desnudo como una estatua de mármol. Y su mano. Vio su propia mano buscando los secretos que había sido demasiado tímida para explorar. Aquel grosor, aquella forma cambiante que se hinchaba... sintió que el cuerpo se le tensaba, que algo en al bajo vientre se apretaba. Estaba líquida por dentro, y caliente. Pero no podía dejar que Merry supiera eso. No podía dejar que Merry pensara que lo que planeaba era correcto. Soltó su brazo de manos de Merry. —Freddie es un perfecto caballero –dijo con su tono de maestra de escuela más censurador posible—. Freddie jamás haría nada que comprometiera el honor de una dama. —Desde luego que no –convino Merry, que por lo visto no estaba convencida. Y Florence sabia que nada de lo que ella había dicho le serviría a la joven para reflexionar. A partir de ese momento, los observó cuando estaban juntos. Observó lo relajado que estaba Edward con Merry, cómo reía con sus bromas, cómo sus ojos brillaban cuando discutían sobre los méritos entre diversos rasgos equinos. Merry no solía retractarse cuando pensaba que tenía razón. Se levantaba del asiento y daba golpes sobre la mesa. Y a Edward no parecía importarle. ¿Tenía razón Merry? ¿Acaso Edward sólo necesitaba que lo empujaran? Su actitud no era la de un hombre enamorado. Al menos, no de los hombres enamorados que ella conocía. Pero Edward era una criatura distinta, de modo que quizá sentía más de lo que demostraba. También observó para ver si él la tocaba, se fijó en sus sonrisas, comparó sus miradas con las que había compartido con ella. No eran las mismas. Eran calientes y agudas, tan agudas como una hoja bien afilada. Florence veía las diferencias y se equivocaba horriblemente al inquietarse. Incluso observó su miembro oculto para ver si se agrandaba cuando él y Merry estaban juntos. El rostro le había ardido como si estuviera en llamas. Y también otras cosas. Otras cosas para las cuales no tenía nombre se encendían entre sus piernas. Finalmente, se dijo que los amoríos de Edward no eran de su incumbencia. También se dijo que si sólo supiera la verdad acerca de los sentimientos que Edward albergaba por Merry, podía enfrentarse a ellos. Pero la verdad era lo último que ella podía enfrentar. La verdad le presionaba el pecho, oscura e inquieta, como si la caja de Pandora intentara abrirse. Al final, sin saber qué hacer, se sentó en la tapa y cerró los ojos. No sabía lo poco que faltaba para que el secreto fuera liberado.

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Florence convenció al mayordomo para que le dejara llevar a Freddie la bandeja de la comida. Había dejado que Nigel cargara demasiado con el cuidado de su prometido. Aquello cambiaría. Ella no podía ocuparse de todo, pero podía arreglar las almohadas. Podía alisar los ceños fruncidos y hacer que el aburrimiento desapareciera. Podía hacerle saber a Freddie que jamás dejaría de cuidar de él. Con ese propósito en mente, Florence sostuvo la bandeja contra la cadera y llamó ligeramente a su puerta. —No creo que debiera hacer esto –oyó que decía Nigel con voz seca en el interior de la habitación. Cuando abrió la puerta un momento más tarde, tenía la cara roja. Él y Freddie seguramente habían estado peleándose otra vez. Había entrado justo a tiempo, según pensó. El pobre hombre debía estar desesperado para que alguien lo relevara . —¡Cariño! –exclamó Freddie. Tenía una almohada sobre las piernas y su pelo estaba revuelto como si se lo hubiese estado mesando. Como de costumbre, puso su mejor cara para ella. Su sonrisa era destellante. —Has llegado justo a tiempo. Este carcelero mío estaba a punto de darme una paliza. —Los dejaré a solas –dijo Nigel, con voz tan severa como la del duque. Florence ahogó una risita mirando a Freddie en cuanto el mayordomo salió. —No deberías atormentarlo. Freddie le ayudó a deslizar la bandeja sobre su regazo. —¿Atormentarlo? —Ya sé que es difícil para ti estar encerrado de esta manera, pero también es difícil para él. El señor West no ha sido entrenado para trabajos de enfermera. De vez en cuanto, también podrías pelearte conmigo, aunque no sea más que para darle un descanso al pobre hombre. Freddie pestañeó como si no hubiese entendido ni una palabra. Florence quitó la tapa del estofado de ternera y cebada que Cook había preparado para que Freddie conservara su fuerza. Pero ella no creía en su actitud de inocente. —Ya sé que habéis estado discutiendo. La cara del señor West estaba roja como la remolacha cuando abrió la puerta. Por alguna razón, Freddie también se sonrojó, y empezó a jugar con su tenedor. —Eh, sí. Estábamos, eh, discutiendo sobre los méritos de una silla de ruedas. Yo digo que estoy preparado para valerme de una. Él dice que no. He ahí el motivo de nuestra discusión. Florence le ofreció una servilleta para que se la prendiera de la camisa. Su vergüenza hablaba bien de su conciencia, pero ella no quería dejar el tema. No sería justo con el señor West. —Estoy segura de que el señor West puede decidir si estás preparado para que te pongan en una silla de ruedas.

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—Desde luego –dijo él—. Desde luego. Ensartó un trozo de estofado y luego lo dejó sobre el plato. Su mirada se cruzó con la de ella. Levantó el brazo y con una ternura casi alarmante, acercó la mano a su mejilla. Murmuró su nombre, mientras con la punta de los dedos le acariciaba el pelo. De pronto, todo el afecto que Florence sentía por él volvió como un torrente. Con alivio, supo que era verdad que lo amaba. Puede que no lo añorara como añoraba a Edward, peor lo amaba de una manera buena y sensata. De una manera duradera. Le sonrió y le cubrió la mano con la suya. —Eres la mujer más encantadora que conozco –dijo él—. Incluso cuando me riñes. Su tono de voz era curiosamente melancólico. —Te he entristecido –dijo ella—, y ni siquiera sé cómo lo he hecho. Él sacudió la cabeza. Dejó caer su mano, y la calidez desapareció rápidamente de la mejilla de Florence. —Sólo siento pena por ti, Florence, por consentir en casarse con una criatura ridícula como yo. —No eres un ridículo. Solamente eres un pésimo enfermo. Mi padre era como tú. Pero desde ahora prestaré más atención, y me cercioraré de que no te hundas en el mal ánimo. —Si sólo se hundiera todo –replicó él, con una risa que ella no entendió. —Estoy segura de que el señor West te ayudará a animarte si tú lo dejas. Él volvió a reír, esta vez un sonido breve y agudo. —El señor West no aprueba que se me preste demasiada ‗‘ayuda‘‘. Lo considera una traición a la confianza de la familia. En lo cual tiene toda la razón. Florence entendía esa actitud en su hermano, pero no en Freddie. Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, el ya se había desentendido de lo que le preocupaba. Le cogió la mano y estampó un suave beso en su palma. No se le enroscaron los dedos en las botas, pero eso era porque ella era la sensata hija de un párroco, no una chica atrevida de diecisiete años. Ella y Freddie serían felices. Era todo lo que necesitaba saber. Al menos eso se dijo mientras la oscuridad crecía en su interior.

Nigel no estaba en su despacho. Edward quería preguntarle acerca de cierta correspondencia con la fábrica, pero seguro que en ese momento Freddie requería su ayuda. Frunció el ceño, irritado porque temía aplazar el asunto. A pesar de que probablemente no era urgente, quería, de hecho necesitaba, centrarse en el trabajo. No podía dejar de pensar en Florence. Sus sentimientos habían escapado a su control desde su conversación en el jardín. Ignoraba por qué se había entregado a esas confesiones hablando de su padre. Supuso que era producto del impacto vivido, o sencillamente a la presencia de un oído compasivo. 107

El oído compasivo de Florence. Él se había dado cuenta de que ella era una criatura dulce, pero oir sus palabras, tan sencillas, sabias y amables, agravaba mucho más su añoranza. Aún sentía su mano pequeña y cálida en su mejilla, el recuerdo de aquel contacto leve que lo había inflamado como un beso. Florence era una piedra en sus zapatos, un deseo feroz e imposible. Era el diablo quien le susurraba a su conciencia. Ella siente algo por ti, Edward. Podrías hacerla feliz. Podrías amarla como ningún otro hombre. Que Freddie bregara por sus propios intereses. ¿Acaso no mereces portarte como un egoísta por una vez? Hastiado por su propia debilidad, caminó por el pasillo dejando escapar un gruñido. Una criada de la limpieza dio un salto al oirlo, y casi dejó caer la bandeja que llevaba para la comida de mediodía de los criados. Él le ayudó a equilibrarla, lo cual la hizo temblar aún más. —No soy ningún ogro –dijo bruscamente. —Desde luego que no, milord –respondió ella, y entornó los ojos al retroceder—. Claro que no. Maldita sea, pensó, y dio con el puño cerrado sobre el marco de una puerta. Nada le procuraba alivio. Podría haber poseído a todas las mujeres entre Lancashire y Londres. Podía haber fornicado con una piedra. Podría haber derramado un río de sus semillas y aún desear más. La única mujer que deseaba era ella. Quería encerrarla en sus aposentos durante una noche. Quería encadenarla a su cama y deslizarse dentro de ella desde el crepúsculo hasta el amanecer. Quería su calor, su contacto, su aliento entrecortado cuando veía la rígida prueba de su lujuria. Quería su pelo sedoso derramándose sobre su pecho. Quería su boca tierna de rosas rojas. Quería sus caderas, sus pechos. Quería envolverla con sus manos, cogerla por las rodillas y separarlas en todo su esplendor. Quería poseerla. Se apoyó sobre la pared con los brazos extendidos y dejó caer la cabeza, respirando con dificultad, intentando recuperar la compostura. Había una hilera de botas en el interior de la habitación donde se había detenido, sin duda esperando que las lustrasen. Uno de los pares era más pequeño que el resto. Cuero de cabritilla gris suave con cordones del mismo color. Antes de que pudiese detenerse, cogió uno de ellos. Los tobillos eran suaves y flexibles al tocarlos con la palma de la mano. El cuero aún era nuevo, y la costura de la punta eran una serie de adornos entrecruzados. Palpó el dibujo con la punta del dedo, sabiendo que la bota pertenecía a Florence. No había una sola mujer en la casa que tuviera un pie tan perfecto. En su mente apareció una imagen, tan irrefrenable como la marea, la imagen de Florence en el estudio de la modista, de pie y descalza con su camisa y sus calzones. Tenía aquellos diminutos pies blancos, ese dedo gordo adorable. Dedos dignos de besar. Dignos de chupar. Su sordo gruñido lo devolvió a la realidad. Dejó caer las botas como si fueran dos brasas. Qué insensato era, soñando como un enamorado con las botas de una mujer. Faltaba poco para que tuvieran que recluirlo en Bedlam. 108

Cerró los ojos y apretó las manos. Aquello tenía que parar. Tenía que sacársela de la cabeza antes de que se volviera loco. Sólo una hora, imploró. Sólo una hora sin aquel tormento. Dejó escapar un suspiro cuando relajó lentamente los puños. Puede que Sansón no lo supiera, pero estaba a punto de salvarle la vida a su amo.

Normalmente, el establo quedaba vacío a mediodía, mientras los criados comìan. Ese día, Edward se alegró de que así fuera. Podia ensillar a Sansón tan rápidamente como cualquier mozo de cuadra. Y aunque no hubiera podido, un rato de soledad valía bien aquella inconveniencia. Sentía la plenitud de su sexo, su piel una maraña de nervios que le escocían. No tiene importancia, pensó. Necesito salir a montar, dar un paseo largo y sin destino fijo. Sansón relinchó cuando él se acercó. Por desgracia, el poderoso corcel no estaba solo. —Señorita Vance –saludó Edward. Ella se giró y sonrió, una sonrisa nerviosa, pensó él. Se preguntó si su estado de ánimo era tan visible e intentó controlar su expresión. Ella se pasó las manos por aquellos pantalones extravagantes que le gustaba ponerse. Él le había preguntado cómo era posible que su criada la dejara salir en aquel estado, pero la pobre anciana era tan corta de vista que probablemente no se enteraba. —¿No quieres llamarme Merry? –preguntó, con más seriedad de lo que él hubiera querido—. Por mi parte , yo preferiría llamarte Edward. Puesto que él no estaba seguro de cómo debía responder a esa pregunta, la ignoró. —¿Piensas salir a montar? Si ésa no era la intención de ella, sí era la suya. A Edward le agradaba Merry Vance. Era valiente y divertida, pero en ese momento no estaba de ánimo para disfrutar de su compañía. Una chica recién salida de la escuela que no sabía más que jugar con fuego. Lamentablemente, no sabía más que eso ahora. —Me agradaría más que me montaran a mí –dijo ella, con voz ronca, sus pecas perdidas en un mar de piel que se ruborizaba—. Tal vez tú puedas ayudarme. Él no fue todo lo rápido que debería haber sido. Las palabras de la joven no tuvieron mucho sentido hasta que ella se le acercó, le puso los brazos alrededor del cuello, y tiró de su cabeza para besarlo. Su cuerpo respondió sin pensarlo. Necesitaba una mujer, cualquier mujer. Su boca accedió a su presión. Su corazón se disparó y su miembro se despertó y, antes de que pudiera impedirlo, ella le había sacado la camisa del pantalón y se la había levantado, y ahora diez uñas romas le acariciaban el vello del pecho. —Oh –murmuró ella, casi sin aliento, apartándose para admirar la piel que había puesto al desnudo—. Sabía que serías así, demasiado, demasiado perfecto para las palabras.

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De pronto acercó la cara y le cogió una tetilla entre los dientes. Él dejó escapar un grito e intentó apartarla, pero ella le tenía las manos entrecruzadas por la espalda y ahora se la acariciaba de una manera que le hizo flaquear las rodillas mucho más de lo que hubiera deseado. Sintió que lo invadían sucesivas oleadas de calor. Ahora Merry se retorcía contra él como una gata. Sus pequeños pechos eran suaves y estaban desnudos bajo su camisa de algodón. Sus pezones estaban duros. Sus muslos... y bien, Edward no quería pensar en sus muslos. Aquellos pantalones no ocultaban ni la mitad de lo que deberían. —Merry –advirtió, preguntándose agarrarla—. Merry, detente.

precisamente

por

dónde

debía

—Ya sé que no soy bonita –dijo ella, entre mordiscos que iban descendiendo peligrosamente—, ni tampoco soy experimentada como las mujeres que frecuentas pero , oh... –Ahora estaba de rodillas y comenzó a lamerle la piel del vientre—. Estoy dispuesta, Edward. Dispuesta a hacer lo que tú quieras. Sus palabras fueron como lanzar whisky sobre las llamas. Edward retuvo la respiración cuando sus manos encontraron sus testículos. ¿Dónde diablos había aprendido una niña tan joven como Merry a ser tan osada? Con una imprecación ahogada, la cogió por las muñecas. —He dicho que te detengas, Merry, y lo he dicho en serio Su expresión era divertidísima: mitad rabia, mitad puchero de niña de dos años. En cualquier otro momento, él habría reído interiormente al verla. Pero también estaba herida, y él sabía demasiado bien cómo era desear algo que no se podía tener. —Te gusto –dijo ella, testaruda hasta el final—. Sé que te gusto. —Te estimo mucho, pero eso no significa que tenga que acostarme contigo. —Sí quieres, un poco –Con las manos aún enlazadas por detrás, se inclinó lo suficiente hacia delante para rozar su erección con el mentón. Él soltó una risa ronca y apartó las caderas de la tentación. —Sí, quiero, pero eres demasiado joven y de cuna demasiado noble para entregarse a ese tipo de juegos. —Es porque soy demasiado plana –dijo con un resoplido—. Te desagrada la idea de verme desnuda. —Dios mío.— Edward entornó los ojos y la obligó a levantarse—. Eres una chica perfectamente atractiva y estoy seguro de que muchos hombres, incluyéndome a mí, estarían encantados en muchas circunstancias de verte desnuda. Sin embargo, no tengo intención de pagar el precio que cuesta ese placer. –Alzó una mano cuando ella quiso hablar, sin duda para asegurarle que nadie excepto ella lo sabría—. Guarda ese privilegio para un hombre que te ame, Merry. Para él serás bella. Y con él, esto que me propones hacer también será bello. Ella respondió con un gesto de desagrado mucho más propio de su edad que sus recientes iniciativas. —Hablas igual que mi padre. 110

—Muy bien –dijo él—. Prefiero mucho más que pienses en mí de esa manera. Ella se había llevado las manos a las caderas y con su mirada lo recorrió desde la cabeza hasta la entrepierna. Era un comérsele con los ojos cuya franqueza le habría costado igualar a Imogene. Para su sorpresa, Edward se sonrojó. —Jamás podría pensar en ti como si fueras mi padre –declaró ella. En ese momento él no pudo sino reír. Merry Vance no sería un atado sino,más bien, toda una plaga de problemas.

Florence se dejó caer contra la pared fuera del establo apretando la manzana que le iba a dar a Nitwit contra su corazón. Había echado una mirada por la ventana para asegurarse de que el establo estaba vacío. Preferia ocuparse a solas de la yegua, sin tener testigos de las absurdas cosas que le decía o de los besos que le daba en el morro. También la yegua parecía más tranquila sin público, como si estuviera avergonzada de reconocer que le había cobrado aprecio a su singular jinete. No se esperaba encontrar a Merry y Edward abrazados. ¡Y mucho menos de aquella manera! Merry estaba de rodillas y tiraba hacia arriba de la camisa de Edward mientras con la boca le rozaba el vientre. Su vientre desnudo. Los músculos se desgranaban como piedras a la altura de su vientre. Suaves y poderosos, se habían tensado cuando Merry dio vueltas en torno a su ombligo con la lengua. Una línea de vellos negros como la tinta surgía de aquella hendidura curva, y luego de extendía hacia su pecho. Otros músculos botaban ahí, anchos y bronceados con un abanico de tendones que se extendían hacia los lados. Y tenía tetillas. Florence jamás había pensado en la posibilidad de que los hombres tuvieran tetillas. ¿Quién habría pensado que eran tan fascinantes? Eran pequeñas y de color cobrizo, y la punta asomaba a través de la nebulosa de vellos coronados por una punta rosada. Se apretó la manzana contra el corazón y las puntas de sus propios pezones se endurecieron hasta que le dolió. Su lengua se curvó por encima de su labio superior. Tuvo ganas de besar esas tetillas. Quería estrechar su cara en ese vello suyo. Quería recorrer con sus manos la curva larga y dura de sus muslos, y coger en sus manos su carne secreta. Edward se había excitado. Su órgano se había hinchado ocupando el espacio entre el mentón de Merry y su cuello, abultándose contra la tela de sus pantalones, como había sucedido aquella noche en el baile. La luz que entraba por la ventana de la casilla había iluminado aquella forma arqueada. Tenía la punta redonda, y la base era más abultada. Era grande, pensó, con un estremecimiento profundo y caliente. Tan grande como una camuesa. Quizá dolía sentir que una parte del propio cuerpo crecía tanto. Su expresión

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podría ser de dolor. Tenía los ojos cerrados, y el rostro tirante con el deseo que Merry despertaba en él. Las uñas de Florence se hincaron en la piel del regalo de Nitwit. El deseo que Merry despertaba. Era verdad, no podía negarlo. Edward deseaba a la hija del duque. Florence no había sido nada especial. Aquella noche en el invernadero de los Vance, cuando él la había besado y había cambiado su vida, ella simplemente había estado convenientemente a mano. Merry le servía tanto como ella. Los ojos le ardieron pero no lloró. Se apartó del establo y caminó con pasos firmes y comedidos hacia la arboleda distante. Cuando estuvo lo bastante lejos para que no la vieran, corrió. Al desaparecer en lo profundo de la arboleda, se detuvo. Apoyó las manos en las rodillas recuperando el aliento, su ropa interior empapada por el sudor, su cabeza dando vueltas por el esfuerzo de la carrera. Si hubiese llevado puesto uno de sus corsés de París, se habría desmayado. Tal como estaba, tuvo que sentarse, sin prestar atención al polvo ni a los bichos ni a las hojas secas del año anterior. Las raíces de una encina vieja y retorcida formaban los brazos de su asiento, y su tronco era el respaldo. Florence cerró los ojos y todo lo que había visto estaba ahí, marcado a fuego en su memoria. Con un grito por lo bajo, se llevó las manos al rostro húmedo y febril. Pero ni siquiera con ese gesto pudo eliminar aquella visión. La caja de Pandora había liberado su nefasto secreto. Ya era bastante censurable desear al hermano del hombre con que pretendía casarse. Debería haberle agradecido a Merry que le hubiera demostrado que perseguirlo era imposible. Pero no estaba agradecida. Se sentía enferma de envidia, más enferma de lo que había estado con la pérdida de Buttercup. Sentía el vientre contraído, tenía una tirantez en la garganta y el corazón dolido con la verdad que tanto había temido enfrentar. No la había salvado su afecto por Freddie, ni el recuerdo del corazón roto de su padre, ni el enorme daño que Edward le había infligido sin que ella hubiese hecho nada para merecerlo. Nada la había salvado. Florence estaba perdida. Florence estaba enamorada del duque de Greystowe.

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Capítulo 10 La señora Fortser acababa de ayudar a Freddie con su aseo en la cama. Según el ama de llaves, la riña de la mañana con Nigel revestía tal gravedad que el mayordomo se había visto obligado a expresar sus reservas y no prestarle más ayuda. —Y se dicen hombres adultos –farfulló mientras reunía vasijas y toallas—. Peleándose como dos niños. Freddie tuvo la decencia de manifestar su vergüenza. Estaba sentado junto a la ventana en una silla alta de respaldo azul, quizá una señal de que había vencido en la discusión de aquella mañana. Una de las perneras de su pijama de seda estaba descosida a causa de la escayola. Tenía abierta una fina camisa de linón a la altura del pecho. Era un pecho atractivo, tan atractivo como el de Edward. Era más pálido y no tan ancho, pero igual de musculoso. Cuando la señora Forster vio quién había entrado, se apresuró a abrochar la camisa. —Déjelo –ordenó él, con un gesto lánguido de la mano—. Hoy hace bastante calor y sólo es Florence. Dudo que mi futura mujer se desmaye al ver mis gloriosos atributos masculinos. El ama de llaves murmuró algo acerca de la ‗‘moral moderna‘‘, pero Florence adivinó que su enfado no era verdadero. La voz de Freddie la detuvo en la puerta. —Gracias, señora Forster –dijo, amable y serio—. Se ha portado usted como un ángel. La señora Forster se había guardado su comentario de despedida. —Supongo que yo tampoco me desmayaré ante sus gloriosos atributos masculinos. Freddie sonrió mirando su enorme trasero que se iba, y le tendió las manos a Florence. —Buenos días, querida. ¿A qué debo este honor? Pensé que estarías ocupada en tus clases. Florence obedeció a su gesto invitándola a sentarse en el brazo de su silla. Sin querer encontró su mirada, le miró el pecho donde su esternón dividía las dos suaves curvas de músculos. —Merry se ha ido. Partió con su criada al amanecer. Creo que ella y Edward tuvieron una desavenencia. —No habrá sido por ti, seguro. —No –concedió Florence, pero no conseguía explicarle lo sucedido. Aún veía la expresión tensa de Edward mientras Merry le rondaba el vientre con la boca. Aún sentía las emociones que se desataron en su interior cuando Lizzie le dio la noticia Merry se había ido. Había intentado seducir al duque y el duque la había mandado a paseo. Florence tenía demasiadas razones por las cuales debería lamentarse de su partida. Pero, para su consternación, estaba exultante. No pensaba decirle nada de esto a Freddie. 113

Con su buen humor de siempre, él le acarició la mejilla con el dorso de la mano. —Muy bien. No hace falta contarme el porqué. Puedo imaginarlo. Edward debe estar torturándose por no haber puesto coto a esto antes. Estoy seguro de que no habrá disfrutado decepcionándote. —Yo... yo estoy bien –dijo ella, y siguió deliberadamente con la mano la curva de su brazo. Freddie respiró bruscamente, sorprendido. Sus miradas se cruzaron. La de Freddie era cautelosa, pero la disfrazó con una sonrisa. —¿Qué sucede, Florence? Ella jugaba con el borde de la camisa de algodón que le cubría el pecho. —¿Te importaría que te besara, Freddie? Él se quedó boquiabierto. —Desde... desde luego que no, cariño. Pero... Ella se inclinó antes de que él dijese algo acerca de la inocencia y el honor y de lo que su padre pensaría si lo supiera. Tuvo que guardar silencio cuando ella pasó la mano por el cojín violeta detrás de su cabeza. Aquel color de la tela resaltaba el azul de sus ojos, los ojos más fascinantes que Florence jamás había visto. Su rostro era una placentera visión, los labios bien delineados, las cejas unos arcos perfectos. Freddie era más que bello. Era tan el caballero de un poema. —Florence –murmuró él, bajando sus pestañas doradas. Y haciendo acopio de valor, ella apretó, sin vacilar, los labios contra los de él. Su boca era suave. Recordando a Edward, recordando a Merry, Florence rozó su raíz con la punta de la lengua. Afortunadamente, Freddie entendió lo que pretendía. Suspiró y se abrió para ella y respondió a su roce húmedo y suave con el suyo propio. Conocía aquel juego mejor que ella. Ella se alegró de que él tomara la iniciativa. Con los brazos la estrechó aún más, la hizo girar y la atrajo hacia él. Los senos de ella descansaron sobre su pecho, su trasero sobre sus muslos. A pesar de la escayola, cabía perfectamente. Su beso era delicado, cuidadoso, como si el más minimo asomo de fuerza fuera a quebrarla. Era como si un ángel la meciera en una nube de calidez y generosidad. La confusión que había sentido al besar a Edward estaba ausente, pero también la excitación. Aún así, las sensaciones que Freddie despertaba en ella eran agradables. Su cuerpo se relajó cuando sus dedos recorrieron su cuello hacia abajo, demorándose en sus vértebras y haciendo largos números ocho, como si se refocilara en la textura de su piel. Estimulada por su progreso, Florence deslizó los dedos por debajo de la camisa abierta. Cuando rozó con el pulgar la punta de su tetilla, él se enderezó y se apartó. Su rostro no acusaba aquella tirantez que había visto en Edward, y sólo vio una especie de calma fraternal. Al parecer, carecía de la habilidad que poseía Merry para excitar a los hombres. —Lo siento –dijo, inclinando la cabeza—. Reconozco que no soy buena en esto.

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Él le sonrió, le sacó la mano de su pecho y le besó los nudillos. Ella se sintió incómoda, como una niña a quien le consienten una travesura. —No has hecho nada malo. Peor creo que se trata de asuntos que no debemos precipitar. El honor de una mujer, una vez perdido, nunca puede recuperarse. ¿Qué pensaría tu padre? —Sabía que dirías eso —Ya ves. Tú tampoco te sientes cómoda. –Le acarició el pelo con el cuenco de su mano cálida—. No te entristezcas, querida. Cinco meses no es una larga espera. Tal vez no lo era para él. Pero muchas cosas podían suceder en cinco meses. En lugar de decirlo, ella se acurrucó aún más contra él. Sus movimientos parecían no provocar en él reacción alguna. Su miembro viril no se había puesto tieso, ni el corazón le latía aceleradamente. Freddie seguía siendo lo que siempre era, un perfecto caballero. Florence se preguntó qué haría si supiera que su prometida no era una perfecta dama. La invitación de tía Hypatia no podia haber llegado en mejor momento. Florence estaba desesperada por alguna distracción después de fracasar en su intento de seducir a su prometido, aunque no fuera más que la distracción de una visita a una de las amigas de infancia de la duquesa. Era curioso, pero se diría que la reunión que tendría lugar ponía nerviosa a la duquesa, ya que tan pronto jugaba con su vestido y sus guantes, como se arreglaba el codo revestido de encaje por la ventana del coche abierta. Su suspiro fue suave pero audible. —¿Sucede algo? –preguntó Florence. Tía Hypatia tamborileó con los dedos en la puerta de la victoria. —Sólo los recuerdos de una anciana. Cuando tengas mi edad, sospecho que también tendrás el dudoso placer de ver los cambios que el tiempo puede infligir en aquellos que uno ama. —Usted no es una anciana –le aseguró Florence. Tía Hypatia rió, un eco suave y seco de su sobrino mayor. —No son los años, cariño. Son las magulladuras. Sin embargo, los amigos de nuestra infancia son los amigos que más queremos. Son nuestro vínculo con el pasado. Nadie nos conoce tan bien ni nos perdona tanto. Tras aquellas palabras tan sugestivas, el coche entró por un camino estrecho y lleno de baches. Unas paredes de piedra de escasa altura flanqueaban el camino, a lo largo del cual había unas primorosas casas de dos plantas. Aquella ante la cual se detuvieron se distinguía de las demás por haber sido recién limpiada. Con entramado de madera y un techo de paja, no era mucho más grande que la casa parroquial en la que Florence había crecido. Un pequeño jardín rodeaba las paredes pintadas de cal. El sendero de gravilla que conducía a la puerta era perfectamente recto, al igual que los parterres bajos llenos de pequeños brotes. Las maravillas estaban alineadas como soldados a todo lo largo, en franjas alternas de

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naranja y amarillo. Aquel arreglo compulsivamente perfecto le arrancó una sonrisa a Florence. Para su sorpresa, tia Hypatia la tocó en la manga para que se detuviera. —Siéntate un momento, querida. Creo que debería contarte algo acerca de la mujer que vas a conocer. Catherine y yo crecimos juntas. Somos amigas y nos queremos mucho. Jamás he conocido a un ser tan fiel ni tan protector de aquellos que ama. —¿Pero? –alcanzó a decir Florence cuando la duquesa hizo una pausa. —Pero sufrió una gran decepción de joven, con un hombre. Aquello la ha amargado y quizá la ha trastornado un poco. Ya sé que no la juzgarás. Eres un alma generosa. Pero sería preferible que no hablases demasiado de tu compromiso con Freddie, aunque ella te pregunte. Le preocupa mucho que otras mujeres cometan el mismo error que cometió ella. —Mediré mis palabras – prometió Florence, y sintió que su corazón se abría hacia aquella mujer que no había conocido. ¡Con qué capacidad podría ella misma calzar esos dolorosos zapatos! Con un cuidado mayor del habitual, ayudó a la duquesa a bajar del coche. Era ella la mujer leal,pensó Florence, al permanecer tan fiel a aquella amiga de la infancia. Una criada de vestido marrón de tela cruzada y delantal contestó a su llamada a la puerta. Era una mujer tan anodina como Florence jamás había visto: joven, pero tan robusta como un estibador. Sus ojos se veían apagados en un rostro cansado, y en sus brazos se adivinaban gruesos músculos. Pensando en la advertencia de tía Hypatia, Florence se preguntó si acaso la habían contratado porque con esos rasgos no atraería a los hombres. Dentro de la pequeña casa, el orden cómico del jardín se volvía opresivo. La criada, probablemente una mujer que se ocupaba de todos los trabajos, como había sido el caso de Lizzie, las condujo a un pequeño salón. Los muebles estaban impecables, eran ordinarios y nada acogedores, al estilo de la época anterior a la reina. El gusto moderno sólo asomaba en la abundancia de baratijas que cubría las superficies lustrosas del salón. El efecto habría sido agradable si no fuera por la precisión militar con que se había dispuesto cada objeto. Los candelabros y los pañitos de adorno, las fotos de marco dorado y los recuerdos de cerámica parecían un ejército contra las fuerzas del desorden. Incluso los rayos del sol que entraban por la ancha ventana salediza no disminuían el efecto de un control rígidamente dispuesto. Curiosamente, al entrar, su anfitriona caminó dando grandes zancadas hasta la ventana y cerró las cortinas. —Es por las alfombras –murmuró por encima del hombro, un reproche suave y lúgubre. La robusta criada inclinó la cabeza. —Lo siento, señora. Pensé que a sus invitadas les gustaría la luz. La sonrisa mezquina y triste de su ama no se alteró. Puesto que en ese momento no las miraba, Florence la estudió con interés. Su figura no era tan delgada como tía Hypatia, pero tampoco había engordado mucho. Su pelo conservaba un dejo de rubio entre las canas y su rostro, ahora arrugado por la edad, debía de haber sido muy atractivo. Sus rasgos aún transmitían un 116

sentido de lo delicado, como una fina muñeca de porcelana. Su vestido, ni a la moda ni visiblemente lo contrario, era de una seda negra ligeramente desteñida, como si la viudez la hubiese acompañado la mayor parte de su vida. La descripción que tía Hypatia había hecho de ella como una mujer decepcionada por el amor no le había hecho pensar en su condición de viuda ¿Acaso perder el esposo en una muerte prematura había amargado su visión de la institución del matrimonio? Su padre no había sido así, pero quizá Florence no conocía lo suficiente de la vida como para saber las formas que podía adoptar el dolor. Se enderezó sentada en el sofá verde y duro, esperando que la amiga de la duquesa se volviera hacia ellas y las saludara. Sin embargo, la mujer aún no había terminado con su criada. —Bertha –dijo, con una voz aún más suave que antes—. ¿Ése que vi en la puerta de atrás esta mañana es el chico del carnicero? Un ligero rubor se derramó sobre el rostro que la mujer mantenía inclinado. —Jeb sólo vino a dejar la carne. —Ya sabes lo que pienso del hecho de que mis criadas tengan admiradores. —Sí, señora. Yo no le haría eso. Nunca. Florence comenzaba a sentir pena por la mujer avergonzada. Cuando la criada volvió la mirada hacia las invitadas de su señora, Florence la miró con una ligera sonrisa. Si la criada la vio, no mitigó su malestar. —¿Desea que traiga el té, señora? La anciana dio unos golpecitos a la criada en su enorme hombro. —Sabes que sólo pienso en ti, Berta. A una mujer la pueden engañar con mucha facilidad. —Sí, señora. ¿El té? —Claro que si, Berta. Y utiliza las tenacillas para arreglar las tartas. Ya sabes que no tolero que dejes marcas. —Con aquellas palabras, la anfitriona finalmente se giró hacia ellas. Tenía una sonrisa encantadora, incluso apacible, como una monja que ha dedicado su vida a la oración. Florence sintió una cierta calidez hacia ella, a pesar del curioso trato que daba a su criada. Se levantó del sofá y ofreció una venia tan grácil como le fue posible. La mujer dio muestras de apreciar el esfuerzo, porque su sonrisa se torció aún más en sus mejillas. —Tú debes de ser Florence Fairleigh. Hypatia me ha escrito de tus innumerables virtudes. Yo soy Catherine Exeter, la Honorable señorita Exeter, hasta que mi padre murió. Pero ésa es una vieja historia. Espero que me llames Catherine, como lo hace mi vieja amiga Hypatia. Por todo lo queme ha contado, es como si ya te conociera. —Sería... sería un honor para mí –Florence tartamudeó, lanzando una mirada de asombro a tía Hypatia. ¿Cuándo le había contado a su amiga? Se sintió francamente confundida cuando volvió a sentarse.

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—¿Eres la prometida de Freddie Burbrooke, no es así? –preguntó Catherine, inclinándose como un pájaro en el borde de una fina silla tapizada de blanco y verde. Su actitud demostraba interés, un interés de lo más correcto pero genuino. —Si –respondió Florence, luchando contra su impulso de volverse hacia la duquesa en busca de una clave. Sabía que no debía parecer demasiado entusiasta—. Creo que nos entendemos. Es un hombre muy bueno. —No me cabe duda de que lo parece –dijo Catherine—. Pero una mujer nunca toma demasiadas precauciones. El rostro más amable puede esconder un corazón de piedra, especialmente cuando ese rostro pertenece a un Burbrooke. Aquellas palabras inusitadas hicieron enmudecer a Florence. —Catherine –dijo la duquesa, con un aire de reproche tan amable como el de su amiga. Como si fuera una broma, Catherine soltó una risa musical, una risa que debía de haber encantado a sus pretendientes de joven. —Tienes razón, por supuesto. No debo olvidar que aquel nido de víboras es tu familia –Sus ojos lanzaron un destello de humor mientras daba golpecitos en el brazo del diván junto a Hypatia—. Gracias a los Burbrooke te conocí a ti. Por eso siempre estaré agradecida. —Las dos podemos estarlo –dijo Hypatia, respondiendo a la sonrisa de Catherine con la suya —. Ahora dime, vieja amiga, ¿qué rumores me he perdido desde que estuve en Greystowe la última vez? Aquella pareja tenía muchas cosas de qué hablar y Florence se alegró de renunciar a la carga de la conversación. Sus palabras estaban plagadas de exclamaciones como ‗‘no‘‘ y ‗‘para que lo sepas, es verdad‘‘ y ‗‘¿quién habría pensado que ella haría algo así?‘‘. Florence se daba cuenta de lo bien que lo estaban pasando. En cuanto el té y las tartas fueron cómodamente dispuestas, se incorporó para pasear por la habitación, teniendo cuidado de no tocar sus adornos. Un precioso clavicordio adornaba la esquina más apartada, con un himno antiguo de la iglesia de Inglaterra abierto en su atril. Florence se sintió tentada de sentarse y tocar, a pesar de que su habilidad no era nada fuera de lo común. En su lugar, tocó el marco plateado que adornaba la única fotografía sobre la tapa. Una joven elegante con un exquisito vestido moderno miraba serenamente a Florence. El parecido entre ella y Catherine Exeter era asombroso. Tenía el mismo lustroso pelo rubio, la misma perfección de muñeca en el rostro. El fotógrafo había captado no sólo su belleza sino también su confianza. Aquélla era una mujer segura de sus encantos. Si Catherine Exeter había tenido ese aspecto de joven, a Florence le costaba imaginar al hombre capaz de decepcionarla. —Ah –dijo Catherine—. Veo que has encontrado la foto de mi sobrina. Es bella, ¿no te parece? —Muy bella –convino Florence.

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Su anfitriona cruzó la alfombra raída y se plantó detrás de ella. Con la punta del dedo, ajustó en un milímetro la foto que Florence acababa de dejar. —Me escribe todas las semanas. Me mantiene al tanto de las noticias de sociedad. La mayoría son tonterías. Pero mi Eugenia es una chica sensata. Está casada tan bien como pueda estarlo una mujer, con su cabeza y no con el corazón. Su marido le procura todo lo que ella puede desear. —Qué... afortunada –dijo Florence, sin saber muy bien cómo debía responder. A pesar de sus palabras, Catherine Exeter frunció el ceño, como si aquella imagen no la satisficiera del todo. —Sí –dijo pensativamente, con los labios deprimidos—. Afortunada. Hace con él lo que quiere. Es la única manera de tratar a un hombre. Mi Imogene no sería nunca tan ingenua como para enamorarse de un Burbrooke. Florence le lanzó una mirada de través a su anfitriona, sintiéndose perpleja por aquel tono curioso de su voz. Daba la impresión de que intentaba convencerse a sí misma de algo que sabía que no era verdad ¿Y qué agravios podía tener ella contra los Burbrooke? Ya los había mencionado en dos ocasiones con tono despectivo. —Catherine advirtió Hypatia, pero esta vez su amiga no quiso renunciar al peligroso tema. —No, Hypatia –dijo, sin dejar de mirar a Florence—. Esta chica tiene el derecho de saber en qué se está metiendo. Cuidado, no digo que Freddie sea el peor de los hombres de Greystowe. Dejo ese honor a su hermano. Pero la sangre es mala. Les enfría el corazón y vuelve sus lenguas viperinas. Nadie puede dominarlos, ni con la belleza ni con los encantos. No dudes en tomar lo que necesitas de ellos, pero no les des tu confianza. No les des tu amor. Si lo haces, pasarás el resto de tu vida maldiciendo aquel día. Florence sentía que el corazón le latía desacompasadamente en la garganta. Aquellas declaraciones de la mujer pulsaron una cuerda que no podía silenciar. Ella le había dado a Edward su amor y es verdad que maldecía aquel día. Y Freddie, ¿acaso podía ser frío? ¿Era esa la razón por la que no había respondido a sus besos? Pero no. Desechó sus temores. Freddie la quería, aquello no se podía fingir. En cuanto a Edward, si le había roto el corazón, sería culpa de ella, no suya. Él nunca le había prometido nada. Puede que fuera un hombre temperamental y brusco, pero ella se jugaría cualquier cosa a que era un hombre sincero. —Estoy segura de que debe de estar equivocada –dijo, con el aliento algo entrecortado ante la intensidad de la mirada de Catherine —. Edward y ... y Freddie son hombres muy buenos. —Los mejores –añadió Hypatia. También se había incorporado y ahora le apoyó una mano amiga en la espalda a Catherine—. Ninguno de los dos es como su padre. Catherine sufrió un breve estremecimiento antes de que recuperara la compostura. —Tal vez –dijo—. Pero debes prometerme —siguió, y le cogió las manos a Florence—, si jamás te hacen daño, si alguna vez necesitas ayuda, me harás el honor de venir a verme a mí. 119

Florence no tenía ni la menor idea de qué debía responder. Por suerte, tía Hypatia soltó las manos con que Catherine apretaba las de Florence. —Estoy segura de que no será necesario –dijo—. Mi ahijada es una chica sensata. Su amiga parpadeó. —Bien. Muy bien. Me alegra oírlo. Pero si me necesitas, no dudes en preguntar por mí. La duquesa acarició el cuello a Catherine ahí donde aparecía por encima de la seda negra arrugada del vestido. Para ella, era un gesto de ternura poco habitual. —Quizá deberíamos hospitalidad.

irnos,

querida.

No

queremos

abusar

de

tu

—Eso jamás –dijo su amiga con una sonrisa cálida pero firme—. Siempre seréis bienvenidas. Pero sé que seguramente tenéis que hacer otras visitas Letty Cowless jamás me lo perdonaría si os guardo para mí sola. Tiene dos nietos nuevos, ya sabes. Son varones. Hypatia rió, relajada. —Desde luego, no podemos privarla de su derecho de jactarse. Las dos mujeres se abrazaron e intercambiaron besos afectuosos. Florence creía ver la sombra de la juventud en sus sonrisas. La serenidad de su amistad de toda la vida. De pronto, lamentó la partida de Merry Vance. ¿Algún día alguien la conocería como Catherine y Hypatia se conocían, alguien que le perdonaría sus defectos y entendería sus manías? Esperó a que el conductor hiciera chasquear las riendas sobre los lomos de los caballos para pronunciar la pregunta que se insinuaba en su cabeza. —Catherine es la mujer que el padre de Edward repudió, ¿no es así? —Sí –reconoció Hypatia, retorciendo la palma de la mano sobre la empuñadura de su bastón de marfil—. Uno de sus numerosos pecados. Lo curioso es, creo yo, que Stephen realmente la amaba. Siempre trataba a la madre de Edward con distancia, como si fuera su culpa haber nacido hija de duque. La pobre nunca supo qué error había cometido. Siempre atenta e intentando congraciarse con él. Florence se estremeció a pesar del calor. Luego rogó a Dios porque nunca conociera ese tipo de dolor.

Edward se había percatado de que Florence no estaba bien. No se estaba alimentando bien, había dicho Jenkyns. No salía a montar, no reía, no se escabullía a la perrera para mimar a los perros. Sin un asomo de su antigua ansiedad, seguía a la duquesa en su ronda de visitas locales, tomando el té con las ancianas como si la vida no tuviera nada más interesante que los recuerdos de los nietos o la mujer del inquilino intentando fingir que un vestido de hacía diez años era nuevo. En una ocasión, incluso habían ido a visitar a aquella vieja lunática, Catherine Exeter, que vivía en esa casa cuya puerta los niños del pueblo no se atrevían a tocar. Pensando en su historia, 120

Edward sabía que tenía que ser tolerante aunque en una ocasión aquella dama le había arrojado a Freddie, con sólo tres años, un montón de manzanas podridas. Lo había llamado fruto del diablo, simplemente porque había tropezado por encima de su muro mientras jugaba al escondite. Más tarde se había disculpado, y su madre lo había aceptado, pero Freddie nunca la había perdonado. Le daba igual los calcetines que tejía para los pobres o que fuera una mujer temerosa de Dios. Si Florence podía visitar a una mujer como ésa sin quejarse, algo malo estaba sin duda sucediendo. Incluso tía Hypatia observó su pérdida de vitalidad. —¿Echas en falta a tu amiga? —le preguntó una noche después de la cena—. Es una pena que haya tenido que partir, pero Edward podría encargarse de tus clases. Florence dijo que no con la cabeza. —Lo único que sucede es que extraño mi tierra. Sus amigas me recuerdan a las damas que conocía en Keswick. —Ya –dijo tía Hypatia. Edward hubiera querido hacerse eco de su escepticismo. Añorar la tierra no era la causa de las ojeras de una joven, ni la razón por la que jugaba con la comida como si fuera un pájaro. Recordaba la última vez que Florence lo había mirado directamente a los ojos. Por incómoda que aquella intimidad pudiera ser, se daba cuenta de que la deseaba. ¿Qué quería decir al sacudir la cabeza ante la sugerencia de que él la ayudara con sus clases de equitación? Sabía que una decisión como esa no era recomendable, pero que ella la desechara directamente lo irritó como si hubiera tocado una ortiga. Qué jovencita más irritante. ¿Acaso pensaba que había enviado a Merry Vance a casa para molestarla? Sus dedos se cerraron sobre el borde de la copa de vino. Teniendo en cuenta esa conducta en el pasado, puede que pensara precisamente eso. —Mañana saldrás a montar conmigo –anunció—. No debes olvidar lo que has aprendido. Ella lo clavó con una mirada de asombro y sus ojos brillaron como el berilo lustrado bajo la lluvia. Había olvidado lo que su mirada podia provocar en él, cómo parecía llegar a lo más íntimo y tirar directamente de su entrepierna. Por debajo de las sombras de la mesa, sintió que comenzaba a crecer. La punta de su verga se estiró por la pierna de su pantalón. Aquello era una ola de calor que no tenía nada que ver con el caldo de ave picante. Desvió la mirada antes de que el rubor llegara a su rostro. —Si realmente lo deseas –dijo ella, con voz queda y respetuosa—. Será un placer salir a montar contigo. Aquella deferencia acabó de irritarlo. —Si no lo deseara, no lo habría preguntado –dijo bruscamente. Su tía frunció el ceño pero Edward ignoró su pregunta no dicha. Que lo colgaran si tenía que explicarse. Al cabo de un momento, la duquesa volvió su atención al caldo picante de curry.

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—Muy bien –dijo, con una voz a la vez suave y seca—. No quisiéramos que la prometida de Freddie se aburriera. Edward se negó a pensar en lo que estaba haciendo, aunque sospechaba que su noche de insomnio se había debido a sus sueños de tener a Florence para él solo. Ignoró el rápido latido de su pulso cuando la levantó para ayudarla a montar. Hoy no sucedería nada. Nada. Esta pequeña excitación que sentía no era más que deseos no confesados. Sin embargo, los deseos se hicieron más intensos cuando observó el elegante toque que Florence había dado a su atuendo. Llevaba el mismo traje ajustado que lo había dejado sin palabras en Londres, aquél que hacía que su pecho pareciera provocadoramente el de una paloma y su cintura un círculo que un hombre podía rodear con sus dos manos. Sus botas eran negras y acordonadas hasta la parte alta de sus gemelos. Edward intentó no sostenerla más de lo que tardó en poner el pie izquierdo en el estribo. No sabía si se sentía agradecido o irritado de que ella no le dirigiera la palabra excepto para darle las gracias. Hizo trotar a Sansón con un chasquido, y se dirigió hacia el límite norte de la propiedad, hcia las ruinas del antiguo castillo de Greystowe. Sometidos a la depredación del duque, su tierra se había encogido a unas pocas hectáreas. Cuando el abuelo de Edward reconstruyó la fortuna de la familia, había saqueado la fortaleza en ruinas para arrancarle sus piedras. Ahora sólo se divisaba su perfil entre la maleza. A Edward su padre lo había traído aquí muchas veces. Esta es la fruta de la bebida del demonio, solía decir. Sucumbe al licor y a los juegos de azar y tendrás asegurada tu destrucción. Su padre se habría estremecido al saber lo romántico que ese lugar era para el joven Edward. Ay, las lecciones del duque habían dejado su huella, pero para Edward, aquél era un lugar donde las hadas podían bailar o los dragones lanzar su último aliento. No cabía duda de que no debería haber traído a Florence a un rincón tan significativo para él, o tan aislado, si bien en ese momento le costaba mostrarse sensato. —Dios mío –se maravilló ella, con su suave acento rural—. Qué lugar más maravilloso. Os puedo imaginar aquí, teniendo combates imaginarios con vuestras espadas, un par de palos. —Palos de escoba –confesó él e hizo girar a su caballo que resoplaba. Muchas mujeres habrían desechado las ruinas como un montón de rocas inútiles. Ahora su reacción le procuraba un sentimiento agradable. Decidió que lo reconocería. Y que lo disfrutaría. Aquél sería un día de placeres inocentes. Por una vez, no estropearía el placer de su compañía con pensamientos de todo lo que no debía hacer. Cuando la ayudó a bajar de Nitwit, se permitió a sí mismo deleitarse en el asidero breve y enguantado de sus manos. Su cuerpo estaba vivo en cada célula, pulsando, zumbando. El aire era más dulce, el suelo más flexible. Sólo deseó que Florence pudiera compartir una parte de su alegría. Ella lo siguió mientras caminaban con los caballos lado a lado a lo largo de la vieja estructura. Hasta ahora, lo había seguido sin problemas. Edward apenas había tenido que retener a Sansón. Ahora se preguntaba si no debía felicitarle por su habilidad, pero aquello habría sido un cumplido exagerado. 122

Sin duda Merry le había dicho cuánto había mejorado. Sin duda ella misma lo sabía. Se detuvieron ante la perspectiva de un vasto paisaje. Los campos cuadriculdos y los pastizales para las ovejas y, en la distancia nebulosa y ondulada, los primeros asomos azules de los Peaks. Edward les quitó las bridas a los caballos. Sansón no iría lejos y Nitwit no lo abandonaría. Aquel potro era el amo del establo, y seguramente el amo de las yeguas. Como dos viejos amigos, los caballos comenzaron a arrancar el pasto del mismo trozo de tierra. Florence observó cómo entrechocaban las ancas mientras sus pensamientos estaban a kilómetros de distancia, con una expresión que no era triste sino más bien vacía. Al diablo con las consecuencias, pensó Edward. No podía soportar verla tan desanimada. —¿No me quieres contar qué sucede? —preguntó—. Ya me he dado cuenta de que hay algo que te molesta, aparte de lo de extrañar tu tierra. Si su preocupación la sorprendió, Florence no dio señales de ello. Al contrario, se lo quedó mirando como si estuviese tratando con un igual, una mirada que él nunca le había visto. Florence tenía la tendencia a mostrar claramente sus emociones, pero en este caso, Edward no podía leerlas. —He estado pensando en las mujeres –dijo—. En los sentimientos de las mujeres. Edward tosió, sin saber si estaba preparado para descubrir dónde conducía aquellos. —¿Los sentimientos de las mujeres? —Si —. Florence plegó las manos por delante de la cintura, una pose perversamente remilgada—. Me he estado preguntando si se supone que tienen las mismas necesidades que los hombres, o si esos sentimientos son exclusivos del sexo masculino. El rubor que Edward había conseguido esconder la noche anterior,arrasó como el fuego sobre su piel. ¡De todas las cosas que podía preguntarle! No quería pensar en qué había inspirado la pregunta, pero tampoco podía ignorarla tras constatar que aquello la turbaba visiblemente. Oh, Dios, en fin... ¿Qué habían estado haciendo ella y Freddie últimamente? Con la intención de ganar tiempo, se pasó la mano por el pelo. —Desde luego que las mujeres tienen sentimientos –dijo—. No podría jurar que son los mismos que tienen los hombres, pero a juzgar por las pruebas que he visto, son muy similares. Florence no dejaba de mirarlo a los ojos. —¿Quienes proporcionan esas pruebas son mujeres normales y decentes? ¿no...? –dijo, haciendo un gesto con el brazo, reacia a dar un nombre a esas mujeres que tenían otra conducta. Esta señal de su ya conocida inseguridad dio alas a Edward. Poniéndole las manos sobre el hombro, dijo: —Si, mujeres normales y decentes. Bien nacidas. De noble cuna. Ni depravadas ni enfermas mentales. Te aseguro, es bastante natural que una mujer experimente un deseo físico. 123

Florence apretó los labios y ahora desvió la mirada. De arriba abajo, se había ruborizado con un color digno de una rosa en flor. —Florence –Cediendo a la tentación, Edward acarició la calidez sedosa de su mejilla. Aquella sensación despertó en él unas ganas de gritar de placer, pero no por eso sus caricias se volvieron más intensas. Su voz se volvió más pausada. Ésa era su caricia. Ésa era la expresión secreta de su amor—. ¿Acaso alguien te ha dicho que las mujeres decentes no sienten deseo? Ella negó con la cabeza, rápida y definitiva, pero Edward no estaba seguro de creerla. Él mismo había visto panfletos, escritos por médicos, sosteniendo que las damas de buena familia no eran muy proclives al tálamo nupcial. —Es perfectamente natural –repitió—. Te diré aún más, en el acto amoroso, una mujer tiene derecho al mismo placer que un hombre. El color de sus mejillas se intensificó y viró del rosado al escarlata. Por un momento, Florence no atinó a hacer otra cosa que morderse el labio inferior. Y luego, volvió a mirarlo a los ojos, con un gesto de valentía y determinación, pero con tal incertidumbre que él deseó tener el derecho a estrecharla en sus brazos. —No entiendo lo que quieres decir –dijo—. No a propósito del acto amoroso. Yo crecí en el campo. Pero lo otro, la parte del placer. No... no estoy segura de que la entienda. El gruñido de Edward habría hecho rodar unas cuantas piedras si se hubiera atrevido a dejarlo salir. En el caso de cualquier otra mujer, le habría dicho que hablara con su novio. Era más recomendable que ese tipo de cosas se solucionaran entre marido y mujer. Lamentablemente, el prometido de Florence era Freddie. Por mucha popularidad de que gozara su hermano con el bello sexo, su verdadera experiencia con mujeres era un misterio que Edward no se interesaba en sondear. ¿Sabría Freddie cómo contestar a las preguntas de Florence? ¿Querría hacerlo si pudiese? Edward no quería pensar que su hermano fuera demasiado egoísta como para mantener a su esposa en laignorancia, pero se veía obligado a reconocer que era posible que sintiera vergüenza. Dios mío,pensó. No debería hacer esto. Ni siquiera debería pensar en ello. Sin embargo, era muy probable que le estuviera haciendo a Freddie un favor. Éste apreciaba a Florence. Si ella llegaba al lecho conyugal con unas cuantas ideas acerca de lo que sucedería, su noche de bodas tal vez no sería la catástrofe que Edward temía. Además, Florence merecía saber la respuesta. Dejó escapar un suspiro y atrajo su cuerpo tembloroso contra su pecho. La manera en que ella se apoyó en él, confiada y suave, despertó en él ganas de abrazarla así para siempre. —Yo te enseñaré –dijo, con la garganta apretada—. Pero sólo para que aprendas y sólo si me prometes que esto quedará entre nosotros. Finalmente, había conseguido impresionarla de verdad. Florence apartó un poco la cabeza para mirarlo a la cara, los ojos abiertos cuan grandes eran, y la boca rosada entreabierta. —¿Tú me enseñarás?

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Edward no pudo impedírselo. La había deseado demasiado tiempo, con algo más que su cuerpo, con algo más que incluso su corazón. Ella despertaba en él aquella parte que no podía cambiar, que la amaría para siempre, sin importar lo que la vida les deparara a los dos. Con un gemido de placer casi agónico, inclinó la cabeza y la besó. Ella no se resistió. De hecho, pareció derretirse ante su contacto. Su boca, su cuerpo, toda su suavidad presionando aquellas partes suyas que más lo necesitaban. La inesperada capitulación hizo que cualquier idea que no fuera el hambre abandonara la cabeza de Edward. No podía recordar la diferencia entre lo que había pensado hacer y lo que no había pensado. Sólo podía desear, sólo podía adueñarse del momento y no dejarlo ir. La cogió por las nalgas y la levantó hasta su entrepierna. Aquella presión añadida hizo que su erección latiera tan intensamente que llegó a hacerle daño. Entró profundamente en su boca, necesitado de degustarla, de reclamarla, de saciar cada instante de deseo desde que la había tocado por última vez. Cuando él le mordisqueó la lengua, emitió un ruido como el de una paloma asustada. Edward sintió que la cabeza le giraba. Florence lo abrazaba, sus brazos lo habían cogido por la espalda hasta poner las manos en sus hombros. Él quiso arrancarle los guantes y morderle la punta de los dedos. Quería quitarle sus vestidos y hundirse para siempre en su sexo. En su lugar, la abrazó con tanta pasión que a Florence le faltó el aire. No conseguía obligarse a abandonar su boca, ni siquiera pedir disculpas por su crudeza. Con una impaciencia que ya no podía controlar, y sabiendo que no podían quedarse ahí al aire libre, la levantó y la llevó como a una niña hasta el viejo hogar semiderruido. —¿Qué... qué haces? –preguntó ella cuando él la dejó. La sangre le quemaba las mejillas y sus gruesos labios. Se le había soltado el pelo, un brillo de color almendra por encima de sus pechos palpitantes. En sus ojos ardía un deseo que, pensó Edward, tal vez ni podría nombrar. Parecía una perfecta libertina. Una inocente libertina. Él no podía responder a su pregunta. No sabía qué hacía. En su lugar volvió a besarla, profundamente, incrustando su boca en la de ella hasta que Florence gimió y le flaquearon las piernas. Con su propio peso, Edward la sostenía contra la chimenea, sus rodillas plegadas para estar a su altura, sus caderas penetrando lentamente buscando las suyas. Tenía el miembro tan endurecido, tan sensible, que parecía sentir cada pliegue de tela entre ellos. Florence también lo sintió. La presión de su pene, rígido contra su monte de venus. La carne entre sus piernas era muy cálida. Estaría humedecida, pensó él. Estaría sollozando por él. Con un gruñido, se abrió paso aún más profundamente. Ella le hincó las uñas en el cuello. Algo despertó en Edward, algo oscuro y prohibido. La cogió por los brazos, se los apartó y los aplastó cuan largos eran sobre su cabeza contra las piedras calentadas por el sol. La mantuvo sujeta por las muñecas como si sus manos fueran grilletes, como si ella fuera la prisionera de sus deseos. Aquella imagen le dio con la fuerza de un latigazo. Su cuerpo entero clamó por poseerla, ahí, en ese momento y de esa manera, hasta saciar su portentoso deseo. —¿Qué haces? –volvió a preguntar entrecortado junto a su mentón.

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ella,

trémula,

con

el aliento

Él apartó un poco la cabeza, sin soltarle las muñecas. Cuando habló, apenas reconoció su propia voz. —Te estoy enseñando. —¿Enseñándome? —Qué es el deseo. —Pero... –Florence se mordió el labio, ahora hinchado por sus besos—. Eso ya lo sé. Edward habría sido capaz de gritar al sentir aquella descarga de lujuria que se hincó en su entrepierna. Tuvo que apartar un poco la cadera por temor a derramarse como el chico más inexperto. Sin embargo, no le dio posibilidad de escapar. Tampoco ella demostraba muchas ganas de querer hacerlo. A pesar de su evidente recelo, permaneció tal como él la había dejado, las piernas ligeramente abiertas, los brazos alzados obedientemente por encima de la cabeza. Su sumisión, incluso su miedo, era un afrodisíaco que él se sentía reacio a reconocer. Sin embargo, no podía negar su atracción, ni tampoco podía sustraerse a ella. Lo mejor que podía hacer era intentar suavizar la dureza de su voz. —El deseo es lo primero –dijo, y su voz fue más ronca de lo que hubiera deseado—. Y luego, el placer. Uno se construye con el otro. Depende del otro. –Le soltó una mano para coger la ardiente plenitud de su seno. El pezón apuntaba visiblemente a través de su canesú. Él giró la palma de la mano y se endureció aún más—. ¿Lo sientes? ¿El dolor del deseo? ¿En tus pechos? ¿Entre tus piernas? Ella asintió con la cabeza, temblorosa, y él la besó como recompensa. La besó hasta que su cabeza retumbaba al unísono con su miembro, hasta que su pasión le brotó del pecho con un gruñido primitivo y animal. Le acarició los senos, pinchando la sensible punta, arañando apenas la aureola hinchada con las uñas. Ella comenzó a retorcerse contra la trampa de su cuerpo, no para escapar sino para obtener más. Él sabía qué sentía. Ay, cuánto lo sabía. Bajó la cabeza hasta sus senos y le mordió una punta. —Edward –dijo ella con el aliento entrecortado, empujándolo débilmente por los hombros—. Creo que esta parte la entiendo bastante bien. Él levantó la cabeza y encontró su mirada. Apenas era capaz de recuperar el aliento. —Tendré que tocarte para enseñarte lo que es el placer. Tendré que poner mis dedos entre tus piernas y acariciar tu pequeño pubis. —¿Mi... mi pubis? Él sonrió a pesar suyo. Qué inocente era. Le levantó la curva del mentón. —Si prefieres, podría llamarlo tu jardín de amor. O el pasillo de Cupido. ¿O quizá tu mantecoso bollo? –Ella le respondió con una risilla—. En cualquier caso, sabrás lo que es ahora mismo... si decides dejarme seguir. Ella reflexionó un momento, y luego cuadró los hombros. —Sí. Decido dejarte seguir.

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La tensión que sentía se relajó. Qué maravilla de chica valiente que era, qué fruta más dulce, virgen y jugosa. Sus labios jugaron con los de ella, dejando que sus alientos se entremezclaran en suspiros cada vez más precipitados, dejando que ella probara la punta de su lengua. Cuando ella se quejó suavemente, él le dio más. Cuando gimió, se lo dio todo. Cuando vio que sus temores se habían desvanecido, le cogió el vestido lentamente, sin olvidar las enaguas, abrigándole sus piernas apenas vestidas con las suyas. Cuando la masa de tela llegó a su cintura, ella se liberó del beso. —¿Quieres que me sujete el vestido? –murmuró. —Sí –dijo él, con la misma suavidad—. Creo que necesitaré las manos. —Si las necesitas, tendrás que soltarme la otra muñeca. Él dejó escapar una risa muda. Incluso en ese momento, el espíritu práctico de Florence no cejaba. Se llevó la mano aún prisionera a la boca, la bañó con la lengua desde la punta de su guante, y mordió la carne tierna bajo su pulgar. Cuando ella se estremeció, él la imitó, endureciéndose hasta que el dolor de desearla le escocía en los ojos como lágrimas. Cuando la soltó, sus manos temblaban tanto como las de ella. Apretando los dientes, dio un paso atrás, para apreciar lo que habia desnudado. Sus piernas, cubiertas por las finas calzas de encaje, eran tan largas y curvilíneas como él recordaba, sus manos pequeñas entre el bulto azul del vestido. Sus botas, Edward cerró los ojos con un espasmo de deseo, se le ajustaban a los tobillos con una devoción de amante. Él no había pensado caer de rodillas, pero sus piernas ya no lo sostenían. Cayó y ella tuvo un sobresalto. Un segundo más tarde , Edward se aferraba al tobillo de sus botas. —Ay –dijo ella, cuando sus dedos acariciaron el hueso por debajo del cuero—. Ay, Dios mío. Él sonrió cuando vio que los dedos se le enroscaban, y entonces deslizó las manos hacia arriba. Su Florence era una mujer sensible, un violín bien afinado. Apoyó la sien contra su cadera y sopló suavemente a través del césped que cubría su monte de Venus. Su estremecimiento le provocó más placer que otro de sus gemidos en toda regla. —Sólo un poco más –anunció, dibujando un sugestivo círculo en su muslo—. Sólo un poco más y ya verás. Los muslos le temblaron cuando él los acarició. Ahora podía olerla, un suave y dulce olor de almizcle. Con el corazón desbocado, buscó con la boca la abertura de sus calzas. Sus manos siguieron, apartadno el algodón, encontrando los rizos recios y tupidos. Ella se tensó pero no se movió. Él sintió que lo esperaba con el aliento entrecortado. Le peinó sus vellos con la mano para acariciar su pubis. ¡Qué maravillosos eran aquellos secretos, y qué deleite que ella los compartiera con él! Suavemente, acarició el tierno lecho de vellos, delicadamente, hasta que sus caricias la convencieron para relajarse. Entonces pasó el pulgar, ligeramente, por encima del tímido y cálido pliegue de sus labios. Tensa o no, Florence estaba mojada. La humedad bañaba su piel y la de ella, rica y fragante y refinada. Que él tuviese el poder para despertar esa reacción en ella lo hacía a la vez humilde y lo excitaba.

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—Este es tu pubis –dijo con voz grave y ronca—. Esto y los secretos en tu interior. Me gustaría tocarlos, si me dejas. Me gustaría enseñarte la magia que pueden despertar. —¿Esta es la parte del placer? Él sonrió y le besó los rizos enredados. —Sí, ésta es la parte del placer—. Al no oír protestas, separó sus pliegues con los dedos, frotando hacia dentro y hacia arriba. Su piel aquí era sedosa como el satén, lubricada por el deseo. Florence dio un salto cuando él le rozó el clítoris. Volviendo a sonreír, él lo presionó ligeramente, con la yema de los dedos apretando en ambos lados. Su recompensa fue un violento estremecimiento. Florence dejó caer una mano sobre él como si quisiera detenerlo y, en seguida, con la misma rapidez, la retiró. —¿Estás seguro de que es ahí donde tienes que estar? –preguntó. —Estoy seguro –rió él, y la apretó aún más fuerte. Esta vez, ella gimió—. Éste es el secreto del placer de la mujer. Este pequeño brote rosado de carne. —Pero lo siento tan raro. Se... ¡Oh! –dijo, casi sin aliento, cuando él le cubrió con la boca aquella confluencia de nervios. Florence inclinó las caderas hacia delante, con un apetito inocente. Edward sintió que la sangre le rugía en las orejas. Ignoraba que haría eso hasta que ya estaba consumado. Florence tenía un sabor amargo , a especias y a cielo. Con la lengua, él siguió rozándola. Con los labios, la chupó. Deslizó los dedos y frotó su sexo hinchado. —Oh –exclamó ella, y lanzó la cabeza hacia atrás apoyándose en la ruina del muro—. Casi duele. Él no prestó atención a las palabras, sólo al tono, sólo a la mano que encontró su pelo para apretarlo con más fuerza. La hizo subir por la colina hasta el clímax saboreando cada exultante sorpresa, cada gemido de deseo. Edward ansiaba su placer como un hombre hambriento ansía la comida. Ésta era Florence. Ésta era la mujer que él amaba. Recurrió a todos los conocimientos que sus amantes le habían transmitido. Cuándo empujar, cuándo provocar, cuándo murmurar cosas que quería hacer. Sobre todo, escuchaba su cuerpo. Sus temblores le decían lo que le agradaba, la tensión de sus muslos, su mano cada vez más apretada contra su cabeza, para aquello, ninguna otra mujer podia guiarlo. Ese acto pertenecía sólo a Florence. Cuando experimentó la pequeña muerte, su alma se sintió exultante ante su grito. Deslizó la punta del dedo en su abertura, sintiendo las contracciones en su interior cuando con la boca la hizo gozar una vez más. No tenía que hacer esto. Le había enseñado lo que había prometido. Pero no podía dejarla ir. Esto era lo único que tendría de ella. Aquel primer conocimiento de su cuerpo. La primera introducción al goce de Florence. Quería hacerlo tan memorable como fuera posible. Al quinto orgasmo, sus rodillas le flaquearon. Florence cayó contra él, que no estaba preparado y ambos rodaron al suelo. Su cuerpo se despertó frente al placentero impacto de su peso, recordando de pronto que sus necesidades eran tan poderosas como las de ella.

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Más poderosas, pensó, luchando contra el impulso de hacer algo más que acariciarle la espalda. A diferencia de ella, él había degustado los placeres que su miembro podía experimentar. Sabía cómo era deslizarse dentro de la calidez de una mujer cuando estaba bastante duro como para chillar. Desde luego, nunca había sabido cómo era hacerlo con un corazón bien atado por el amor. Pensó que Florence se quedaría tendida. Pensó que la estrecharía mientras se calmaba. Al parecer, Florence no quería calmarse. Se retorció contra su cuerpo y le mordió en lo bajo del mentón. Sus labios despertaron en él un pulso desbocado. —Enséñame –dijo—. Enséñame cómo puedo darte placer a ti. Aquello era una demanda que él no se atrevía a satisfacer. Emitió un ruido, un crujido grave y amenazador a la altura del pecho. —Enséñame— insistió ella. El pelo le caía y los envolvía a los dos en una cascada de fragancia de limón. Él no supo cómo sucedió, pero sus muñecas ahora volvían a estar en sus manos. Las había encadenado, se las estiró hacia los lados. Sabía que debía soltarla. Lo sabía, pero no podía. Tenía las piernas extendidas debajo de ella, cuyos muslos estaban abiertos sobre su sexo. Quería también aprisionarlas, convertir sus piernas en una segunda trampa. —No me pidas eso –dijo, con los dientes apretados. Ella lo besó en la boca, un beso juvenil con una pequeña insinuación de lengua. —Me parece que es justo, Edward. Esa manera de pronunciar su nombre terminó de desarmarlo. Grave y palpitante, como si tuviese un significado para su corazón. La hizo rodar hasta quedar por debajo de él y la apretó contra el suelo, con su mayor tamaño y peso. Ahora la tenía. Ahora ya no podía escapar. Le cogió la cabeza entre las manos y alimentó su pasión a través de la boca. —Oh –gimió ella, buscando aire—. Me vuelve a doler. Él estuvo a punto de eyacular. Tuvo que levantar las caderas y, cuando lo hizo, Florence deslizó la mano por el espacio abierto. Antes de que pudiera detenerla, ella le cogió el sexo duro y palpitante. Su cuerpo respondió con un estremecimiento, una descarga enorme que le sacudió los nervios. Era incapaz de hablar debido al esfuerzo que le requería retener su orgasmo. Comenzó a sudar por todo el cuerpo. —¿A ti te duele? –preguntó ella, frotándolo suavemente arriba y abajo—. ¿Te duele cuando se pone así de grande? —Sácalo –pidió el, con voz ronca—. Por el amor de Jesús y María, abre mis pantalones y sácalo. Pero al final lo hizo él antes de que ella pudiera adelantarse, luchando con los broches, casi rasgándose el lino arrugado. Su miembro acabó entre las manos de Florence como si conociera su hogar habitual. Estaba grueso, caliente y latía con un deseo incontrolable. Ella lo cogió con delicadeza.

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Tenía la mano húmeda y cálida y tan pequeña que apenas alcanzaba a rodearlo a la altura de la raíz. —Florence –gruñó Edward, y los musculos le temblaron sin control. Lo estaba matando, esa manera ligera y curiosa de agarrarlo, deslizándose desde los testículos hasta el prepucio. Las caricias eran casi demasiado, pero él se sentía morir por momentos. Ella pareció darse cuenta. Lo cogió con más firmeza. Lo apretó en su tierna mano , que luego cerró y deslizó a todo lo largo de su miembro. La punta de su cabeza pareció levantarse desde el cráneo. La presión se acumuló en su entrepierna, hinchándole los testículos, el prepucio. El instinto tomó el relevo. Edward lanzó una imprecación, metió la mano dentro de los calzones para allanar el camino. Y entonces empujó. Con la punta, tocó sus labios separados. Ahora estaba a su merced y él se sentía enorme. Desesperado. A un solo movimiento del orgasmo. Gruñó y penetró con la punta en su interior. Los nervios le ardieron y desataron un griterío sordo. Ella estaba húmeda. Caliente. Para él. La tierra pareció temblar ante el abrazo sedoso de su cuerpo. —Edward –alcanzó a decir ella, sin aliento. En su voz asomó el miedo. Él se mantuvo encima, temblando, deseando romper la frágil barrera y hacerla suya. Ella lo aceptaría, él lo sabía. Sus fluidos se lo decían. Y él moría por demostrarle el goce que hombres y mujeres podían compartir, lo ansiaba más de lo que ansiaba respirar. Pero no podía hacerlo. No podía mancillar a la novia de su hermano. Ni siquiera por amor. Con un gruñido de hombre torturado, se desprendió. Se cogió las espinillas con los brazos y apretó la frente contra las rodillas. Sólo apresándose a sí mismo podía impedirse tomarla donde estaba. Maldijo hasta que pensó que quizá la había asustado. Ella tardó más en sentarse. Cuando lo hizo, le puso la mano en la nuca. —Vete –dijo él, poniéndose tieso al sentir su contacto—. Vete ahora antes de que te haga daño Sin duda ya le había hecho daño. Sin duda las palabras eran bastante duras. Ella se separó y se incorporó. Con el corazón dolorido, él oyó como se recomponía el vestido. Por un momento, quedó de pie junto a él. No cuestionó su decisión, sólo le acarició el pelo detrás del oído, un gesto más dulce de lo que él deseaba. Edward pensó que entonces diría algo, pero Florence se alejó caminando en silencio y lo dejó con sus pesares.

Dios mío, Dios mío, pensó Florence, y no paraba de repetirse las mismas palabras. Tuvo que refrenar a Nitwit antes de llegar a la casa, porque sentía los nervios destrozados. Se alisó el pelo todo lo que pudo, lo prendió con las pinzas que encontró en su cabello. Los labios le ardían después de los besos de Edward, y tenía los pechos aún calientes por su contacto. En realidad, todo su cuerpo parecía vibrar con el placer que el le había enseñado. Y cuando ella lo había tocado...

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Sintió que la sangre le rugía bajo la piel. Su miembro se había alargado y se había hinchado. Y él había presionado su cabeza sedosa contra su carne como si fuera a morir si no encontraba aquel hogar suyo. Ahora se llevó la mano ahí donde él había acercado su boca. Su pubis, así lo había llamado. Todavía estaba caliente, todavía latiendo y líquido, como si el placer fuera un sonido que perduraba a lo largo de los años. Oh, Dios, ¿qué había hecho? Desde luego, algo que ninguna novia respetable debería hacer. Aquel pensamiento la dejó helada. ¿Acaso cometería un error casándose con Freddie cuando tenía estos sentimientos por su hermano y no por él? Sin embargo, al parecer, Freddie no deseaba una esposa que tuviera esos sentimientos. Sin importar lo que dijera Edward sobre cuáles eran los sentimientos normales, no cabía duda de que Freddie era una mejor referencia para saber cómo debía actuar una mujer decente. Abrumada por su confusión, se apretó las manos contra la boca. Su cuerpo y, sí, su corazón se habían sentido mejor con Edward que nunca antes. Lo cual no significaba que ella debía escucharlos. Edward no le ofrecía seguridad ni afecto ni nada que se asemejara a un futuro. Edward sólo le ofrecía dolores de cabeza. Incluso si, por algún milagro, llegara a pensar en ella como su mujer, él no tenía lo que ella necesitaba en un marido, lo que sabía que necesitaba desde el momento en que había encontrado a su enorme y alegre padre llorando mientras manoseaba los guantes de su madre. Freddie era justo lo que necesitaba. La amistad de Freddie, el amor sereno y equilibrado de Freddie. Él nunca le rompería el corazón, nunca la privaría de todo lo que valía la pena en la vida. Y ella podía ser lo que él necesitaba. Sabía que podía. Sólo tenía que apartar de su corazón los sentimientos que albergaba hacia su hermano.

Capítulo 11 —La tratas como si fuera una monja –dijo Edward. Reclinado contra un montón de almohadas en la cama, Freddie intentaba rascarse por debajo del vendaje con un taco de billar. En la mesa a su lado había dos novelas abiertas, además de una baraja de cartas, una botella de Oporto, una carta a medio escribir y una fuente de frutas que maduraban lentamente. Edward reconocía aquellas señales de aburrimiento, pero no sentía inclinación alguna por simpatizar con él. Aburrido o no, Freddie tenía sus responsabilidades. Y Edward tenía la firme intención de que cumpliera con ellas. Aunque parte de su irritación iba dirigida a sí mismo, aquello no disminuía en nada las obligaciones de Freddie. Sin que pareciera demasiado impresionado por la indignación de Edward, Freddie lanzó una mirada de reojo a su hermano. 131

—¿Florence te ha dicho que se siente como una monja? —No importa lo que me haya dicho. Esto no puede continuar así. Freddie dejó el taco a un ldo. —¿Con que eso piensas? —Sí, ¡maldita sea! —¿Sabes una cosa, Edward? –preguntó Freddie, inclinando la cabeza a un lado—, cuando te enfadas, tienes una vena azul muy gruesa que te palpita en el lado del cuello. Edward lanzó una imprecación y hundió las manos en los bolsillos. Él mismo sentía la vena palpitante. —Tienes que tomarte esto en serio, Freddie. Florence es toda una mujer. Una mujer saludable, afectuosa. Con todo lo que eso implica. Tiene derecho a ser tratada con cierta calidez. —Si entiendo bien lo que quieres decir por ‗‘cierta calidez‘, preferiría no hacerlo. Edward parpadeó. —Preferirías no hacerlo. Freddie hizo girar las piernas por el lado de la cama, con una mueca de dolor cuando tardó un momento en acomodarse la pierna herida. —Preferiría no empujar a Florence a una relación física. Quiero que pueda retractarse de esta boda si cambia de opinión. Edward se sentía tan abrumado con sus reparos que se llevó el puño apretado al entrecejo. Si Freddie no tomaba una decisión con respecto a Florence, Edward dudaba que pudiese sobrevivir al verano con su salud mental intacta. Verla era demasiado doloroso. Saber que tenía necesidades que Freddie no satisfacía, necesidades que el propio Edward se ocuparía de satisfacer con todo el placer del mundo. Al menos una vez que estuvieran casados, ya no sería necesaria su supervisión. Podía dejar a los recién casados a su libre albedrío. Seguía negando con la cabeza cuando Freddie se acercó cojeando y se apoyó en su brazo. —No puedo forzarla. No sería justo. —Nadie está hablando de usar la fuerza. Florence te aprecia, y supongo que tú a ella. ¿No irás a decirme que te desagrada? —Desde luego que no –respondió Freddie, desviando la mirada. —¿Te sientes reacio porque piensas que te hará la vida miserable? —Nadie podría pensar eso. —Entonces, decídete, Freddie. Trátala como a una mujer. Algún día tendrás que enfrentarlo. Te gustaría tener hijos, ¿no? —Dios sabe que sí –Freddie hablaba con un dejo agresivo. Inspiró ruidosamente y soltó un suspiro—. De acuerdo. Haré lo que dices. La trataré con... calidez. Pero no pondré en entredicho su virtud. No puedes pedirme eso.

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—No te lo pido –dijo Edward, y sintió que el vientre se le apretaba, en abierta contradicción con el alivio que tendría que sentir. Eran buenas noticias. Freddie pensaba cooperar—. Sólo quisiera que dejes de tratarla como si fueras su hermano. —Seré un perfecto Casanova –replicó Freddie, con una mueca. Acto seguido, le dio la espalda—. Ya puedes irte. Has dicho lo que tenías que decir, auque dudo que sea lo que realmente quieres. Esto último lo murmuró tan por lo bajo que Edward no estaba seguro de haberlo oído. La duda lo detuvo en la puerta. —Desde luego que es lo que quiero. Tu felicidad es importante para mi. —¿Y la de Florence? —Y la de Florence –asintió Edward, obligándose a una ligereza que no sentía. Freddie no respondió a esto, sólo permaneció de pie, de sol, haciendo equilibrios con su pierna sana. La brisa a la altura de sus anchos hombros de remero. A pesar aspecto era fuerte, un joven elegante en la flor de la tenía la cabeza inclinada en actitud de derrota.

bañado por un rayo le agitaba la camisa de su accidente, su vida. Sin embargo,

Edward apretó los dientes. Ese arreglo sería lo mejor para todos. No podía darse el lujo de dudarlo. Cualquiera que fuera el valor que personalmente atribuía a los placeres de la carne, según la moral de la mayoría de las personas, Freddie sería mejor marido. Sin mayor esfuerzo, Edward podía nombrar hasta media docena de mujeres que saltarían ante la posibilidad de casarse con él, sin importar que fuera el hijo menor. Atento, divertido, de temperamento estable, si no fuera por las inclinaciones desafortunadas de su pasado, Freddie sería un dechado de virtudes. Si le daba a Florence una oportunidad para que sus encantos actuaran sobre él, Freddie no tenía motivos para adoptar esa actitud de derrota. Esa unión era la salvación de todos sus sueños. Los sueños de todos menos los suyos. Aquel pensamiento burló sus defensas como un ladrón. Con gesto grave y triste, Edward no le prestó importancia. El duque de Greystowe no se podía dar el lujo de andar a la caza de sueños. Freddie invitó a Florence a comer en el invernadero de los naranjos, alegando que tenían derecho a gozar de una velada a solas. Florence se sentía a la vez feliz y preocupada ante la perspectiva. Acogía de buena gana la oportunidad de demostrar que podía superar sus sentimientos hacia Edward, si bien su culpa interfería en su propósito de concentrarse en su prometido. Jamás había hecho nada tan terrible como lo que había hecho con Edward en las ruinas, mucho menos intentar guardarlo como secreto. Su padre siempre decía que un matrimonio no se podía fundar en una mentira, pero también decía que debíamos pensar en cuán profunda podía ser la herida de una verdad. Si Freddie se enterara de esa verdad, ¿acaso destrozaría el amor que sentía por su hermano? ¿Y si eso sucedía, qué consecuencias tendría para Edward? ¿Acaso debía contárselo a Freddie si le prometía de todo corazón que jamás volvería a suceder? 133

Le costaba discernir el paso que debía dar, por mucho que lo intentara, y la llegada de Freddie no fue de mucha ayuda. Pensando en el propósito que Freddie había confesado, su estado de ánimo era decididamente raro. Le habló con dureza a Nigel cuando el mayordomo lo trajo en la silla de ruedas y lo dejó en el pequeño invernadero. El conflicto no era nada nuevo, pero el cariz genuino de su rabia sí lo era. Como siempre, Nigel lo soportaba estoicamente, y deseó a Florence una agradable velada cuando se retiró. —Freddie... –comenzó a reprenderlo Florence. Él respondió con una mueca, y luego agitó la mano en el aire frente a su cara como si aquello fuera a despejar el mal humor. —Ya lo sé. Soy una bestia. Pero a partir de ahora, me portaré bien. —Siempre te portas bien conmigo. —Al menos tenemos eso. Ay, querida. Olvidemos cómo hemos empezado y tratemos de disfrutar la noche. —Freddie lanzó una mirada sobre la mesa preparada entre los naranjos. Tres candelabros iluminaban el cristal y las bandejas, mientras que un centro de mesa de peonias rosadas añadían su esencia al aire perfumado de cítricos. Freddie tocó un pétalo de cera—. Qué simpático arreglo el de la señora Forster. Cenaremos como si viviéramos en el país de las hadas. —Ha sido Lizzie –corrigió Florence—. Mi criada. Me temo que le ha cogido una vena romántica. Freddie sonrió. —No hay nada de malo en el romance. Yo mismo podría abundar en ello. Sin embargo, la cena no tuvo nada de romántica. El silencio planeó sobre el caldo de langosta y se alargó mientras comian el pastel de torcaza. Freddie se demoró con el sorbete de limón, contando una divertida anécdota acerca de un amigo que accidentalmente se había encerrado en la cámara de hielo de su padre. —Era un buen tipo –acabó diciendo con un suspiro triste—. Su segundo hijo nació el año pasado. —Tú serás un buen padre –le aseguró Florence, dándole una palmada en la mano. Aquella declaración quizá lo turbó. Se rascó una mancha entre las cejas. A sus espaldas, el vidrio del invernadero era un espejo recubierto de vaho. Había oscurecido mientras cenaban. El aire vibraba con el zumbido de los insectos, como seguramente sucedía desde la noche de los tiempos. Florence tuvo la repentina y curiosa sensación de que ella y Freddie estaban solos en el mundo. No alcanzaba a oír la vida de Greystowe desde donde estaban: el silbido de las lámparas de gas, el ir y venir de los criados. Sólo los grillos para hacerles compañía. Su imaginaria soledad le pesaba con una intensidad que no comprendía. ¿Acaso se sentiría así cuando estuvieran casados? ¿Se sentiría sola entonces también? Desconcertada, observó el reflejo de Freddie que jugaba con una cuchara de plata e n los restos de su helado derretido.

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—Pareces cansado –dijo —. ¿Quieres que llame a Nigel para que te lleve de vuelta a la habitación? —No –dijo él, con más brusquedad de lo que ella esperaba. Él también pareció percatarse de su rudeza, y se disculpó—. Perdóname Florence. No tenía intención de que nuestra cena acabara así. Quiero decir... –En la expresión de su rostro ella sólo pudo descifrar frustración—. Me había propuesto algo muy diferente, pero al parecer no soy capaz de llevar a cabo mis intenciones. Cogió los bordes de la mesa, el pulgar hacia abajo y los otros dedos arriba. Era la posición de alguien que se preparaba para enfrentar un problema, y Florence se dio cuenta de que ella había adoptado la misma actitud. —Florence –comenzó él—. He estado pensando en lo que sucedió ayer. En nuestro beso. Ella sintió que el pavor le aleteaba en el pecho. ¿Estaba enfadado? ¿Acaso la miraría mal por lo que había hecho? —Ya sé que no debería haber sido tan directa dijo, mirando la servilleta en su falda—. Te prometo que no volverá a suceder. Freddie le tocó un lado de la cabeza inclinada. —No pidas disculpas. Lo que hiciste no estaba mal. No cuando se trata de una pareja que se quiere, y que están comprometidos. —Entonces, ¿qué he hecho que te molesta? –No tenía la intención de pronunciar la pregunta con un grito, pero ése fue el resultado—. Si tú me dijeras de qué se trata, yo pararía. —Ay, Florence –dijo él, y le cogió el mentón para estampar un suave beso en sus labios temblorosos—. Eres demasiado buena, querida. Por eso tengo que decirte esto. —¿Decirme qué? —Que no debes esperar... Que yo no soy... –Llenó los pulmones de aire y volvió a empezar—. No soy un hombre demasiado físico. Por favor, créeme cuando digo que te aprecio, incluso te amo, y que te deseo toda la felicidad del mundo. Pero si lo que deseas del matrimonio es una estrecha relación física, me temo que estás destinada a decepcionarte conmigo. Creo que sería preferible que te echaras atrás. Florence se sintió como si le hubiera propinado un golpe. ¿Él quería que ella se echara atrás? ¿Qué renunciara a todo lo que había soñado? ¿A una casa, una familia, un poco de seguridad y un hombre bueno y generoso para compartirla? Ser rechazada por Edward era una cosa. Por aquello, culpaba a su propia estupidez. Pero, que lo hiciera Freddie, donde ella se había creído a salvo, donde había depositado sus modestas esperanzas con la absoluta confianza de que se cumplirían, aquello era algo para lo cual no estaba preparada. Su ente era incapaz de abarcar su asombro, sin hablar de su vergüenza. Una vez más. Una vez más, la marginaban. Debía de ser un castigo por lo que había hecho. Ella había hecho un voto de fidelidad para con Freddie demasiado tarde. Su servilleta cayó al suelo cuando se incorporó bruscamente. 135

—No quieres casarte conmigo. —No –Freddie recogió las manos y las apretó—. No es eso lo que quise decir. Para mí sería un honor casarme contigo. No tienes ni idea de cuánto valoro tu afecto. Pero he estado pensando, quizá, tú no deberías tener ganas de casarte conmigo. La sangre de Florence se convirtió en témpano, y los ojos le ardían a más no poder. Ella sabía que él se portaba generosamente. Así era él, un caballero hasta el final. No merecía casarse con un hombre como él. —Si así lo deseas –declaró, parpadeando para no mostrar las lágrimas—, te libraré de tu promesa. Él le soltó las manos. —No se trata de lo que yo deseo, Florence. Ella no podia soportar sus gentiles mentiras. —Por favor, déjame –pidió, con toda la dignidad de la que podía hacer acopio—. Quisiera estar sola. —¿Estás segura, querida? Podría.... —Por favor –repitió ella, interrumpiéndolo. Apenas se percató de los problemas que él tuvo para hacer girar la silla. Era un aparato difícil de manejar, que debía empujar una segunda persona. Con un esfuerzo, Freddie consiguió llevar aquel ingenio hasta la puerta. —Hablaré contigo en la mañana. Por favor, Florence, no decidas nada sin mí. Ella asintió con un gesto de la cabeza, incapaz de confiar en su propia voz. No lloró hasta que los grillos ahogaron el ruido de las ruedas.

Edward permaneció en la biblioteca hasta mucho después de que su interés por sus libros se hubiese desvanecido. Su habitación privada se encontraba en el ala destinada a la familia y el pasillo exterior cruzaba directamente por un lado del invernadero. No había sido su intención escuchar a Freddie y Florence, ni recordarles su existencia. El resultado era que allí estaba ahora, un espectro junto a la alta ventana francesa, en sus manos una copa de coñac, la segunda de esa noche. Les había ordenado a los criados que no deambularan cerca de la pareja. Con el vientre hecho un nudo, se giró hacia aquel punto donde la estructura de hierro y vidrio quedaba en su horizonte visual. No podía distinguir gran cosa a través del follaje, sólo un débil fulgor de la vela. Llevaban una hora ahí dentro ¿Acaso Freddie estaba besándola? ¿Susurrándole dulces frases al oído? Desde luego, Edward debía esperar que así fuera. Debía esperar que Freddie la hiciera sentirse en la gloria. Ni que decir que eso no era lo que realmente esperaba.

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Acabó su coñac de un solo trago, luego miró hacia atrás, hacia la larga habitación revestida de estantes y libros. Podía pasearse como lo había hecho más temprano. Más allá de los herbarios y de los griegos. Subiendo por la galería y bajando por la escalera de caracol. Podría lanzar miradas airadas a Platón y Plinio que prestaban dignidad a la entrada de la biblioteca. Incluso podría hojear las ridículas novelas góticas de la duquesa y abandonarse a la risa. No hizo ninguna de estas cosas. Como un tonto, se quedó con la nariz prácticamente aplastada contra el vidrio, observando un fulgor incierto y distante que no le decía absolutamente nada, aunque de todas maneras conseguía torturarlo. De pronto se irguió, y sintió cada músculo tensándose, alerta. La puerta exterior del invernadero se había abierto. Ahora vio que aparecía una figura. Era Florence. Estaba sola. Cualquier otra persona habría pensado que había decidido dar un paseo sumida en sus reflexiones. Caminaba pausadamente. Los pliegues de su vestido desordenado la seguían arrastrándose sobre la hierba. Sólo ojos agudizados por el amor podían percibir la rigidez de sus pasos, como una marioneta manejada por cuerdas poco amigables. Cuando se pasó la manga por los ojos, Edward supo que había estado llorando. No se paró a pensar, ni siquiera a preguntarse qué había hecho su hermano. Salió corriendo, cruzó la puerta francesa y siguió por el pórtico de columnas. Cuando llegó al prado, lanzó una mirada nerviosa más allá del espacio iluminado por las lámparas de gas. La vio moverse hacia la entrada de la casa, hacia el lago. Con el aliento más entrecortado de lo que habría sido normal con esos pequeños esfuerzos, se dio prisa en seguirla. Ahora caminaba más aprisa. Se había adelantado mucho más de lo que él hubiese querido. En los borrosos intersticios de su pensamiento, sabía que su actitud era ridícula. Una mujer que sollozaba no necesariamente quería ni tenía que ser rescatada. Tampoco serían muchas las mujeres que se inclinarían por sus atenciones si hubiesen compartido la experiencia que Florence había tenido con él. Pero no podía correr el riesgo de que ella añorara su consuelo y él no estuviese ahí para dárselo. Él tenía que estar ahí si ella lo necesitaba. Aminoró la marcha cuando la vio subir por el puente que conectaba la orilla del lago a la isla. El cuello se le tensó. ¿A dónde iba? ¿Qué se proponía? Seguro que no pensaría en lanzarse desde el puente. Fuera lo que fuera lo que había sucedido, no podía ser tan grave. A pesar de esta lógica, sus hombros no se relajaron hasta que la vio cruzar el punto medio del arco. Uno de los cisnes adormecidos agitó sus alas en son de protesta. Pronunciando una sorda imprecación, Edward la siguió. Casi la perdió al otro lado. Florence debía de tener ojos de gato. Si Edward no hubiera conocido tan bien los senderos de la isla, se habría perdido. Ahora, tuvo que afinar el oído en un par de ocasiones para escuchar el roce de su vestido en las piedras antes de saber por dónde había ido. Las hayas comenzaron a perfilarse, altas y oscuras sombras en la noche en medio del campo. Florence no flaqueaba en ningún momento. Él se dio

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cuenta de que se dirigía a la casa de verano, como si se sintiese atraída por un faro invisible para él. Ahora, sintiendo más curiosidad que alarma, se apartó del sendero cuando ella cogió el pomo de la pesada puerta morisca. No se movió. Lo intentó nuevamente, y luego golpeó la madera por debajo del crescente de vidrio. Cuando vio que no conseguía nada, se deslizó sollozando a un banquillo. Aquello era más que suficiente para inducir a Edward a dar a conocer su presencia allí. Salió de las sombras. Forence no pareció nada sorprendida de verlo. —Está cerrada –avisó, enfadada como una niña contrariada. —No está cerrada. Es muy pesada. Y las bisagras probablemente estén oxidadas. —Y bien, ábrela, maldita sea. –Aquella imprecación en sus labios tenía un aire divertido, y é tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Florence se había incorporado y ahora se sorbía ruidosamente las lágrimas. Edward se preguntó si tenía la intención de golpearlo, como esa noche antes del baile de los Vance. Desde luego, parecía bastante tentada de hacerlo. Hasta ahí llegaba su oferta de consuelo, se dijo, pero hizo lo que ella le pidió, a pesar de que tuvo que apoyar el pie en el muro y empujar. Finalmente, con un sonoro chillido de protesta, la pesada puerta cedió. Una nube de polvo los hizo toser a los dos. Aquel edificio había sido el retiro de su abuelo de la vida familiar y, más tarde, también había sido el refugio de su padre. Era un lugar de citas secretas, una sala de fumar, un refugio para los vicios masculinos. Edward y Freddie habían jugado a las cruzadas en su interior cuando eran pequeños, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. Afortunadamente, había un pedernal y una vela aún en la estantería junto a la puerta. Edward encendió la vela y se aventuró a visitar la enorme sala redonda. El aceite de quemar en los candelabros tenía un olor rancio, pero aún quemaba bien. Enseguida un fulgor amarillento iluminó un montón de cojines de satén y alfombras de lana de seda y columnas orientales retorcidas. No más grueso que el brazo de un hombre, y adornado con flores que nunca crecían, los pilares de hierro forjado habían sido pintados para parecer de piedra. Unas mesas octogonales bajas con espejos engastados en la madera hablaban de ágapes servidos tendidos en el suelo. Un narguile grasiento descansaba sobre una de ellas, su manguera enroscada como una serpiente durmiente en torno al cilindro de vidrio. Los colores de la habitación eran ricos y oscuros. Zafiro. Carmesí. El verde del pino oscurecido. El polvo cubría todo aquel despliegue decadente, ocultando la exótica madera y recubriendo la piedra verde pulida que asomaba entre las alfombras. Sin embargo, esto no inhibió a Florence, que lo miraba todo con enormes ojos. Boquiabierta, las mejillas teñidas por las lágrimas secas, se quedó mirando el arco de filigranas po encima de su cabeza. Edward casi se imaginaba las visiones de harenes que desfilarían por su pensamiento. Antes de que empezaran a desfilar por el suyo, carraspeó. —¿Puedo preguntarte por qué tenìas tantas ganas de entrar aquí?

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Ella se volvió para manosear una tela carmesí recubierta de hongos. Él sospechaba que tenía vergüenza. —Supongo que pensé que pasaría la noche aquí. —¿Debido a ...? —No adoptes ese tono conmigo –dijo ella, su irritación teñida por la fatiga—, como si fuera una niña lloriqueando por una muñeca rota. Él no atinó a contestar al principio. Se había quedado demasiado al verla en el lugar donde su padre celebraba sus encuentros, su perfil apenas iluminado por la luz de la lámpara, su figura suficiente para alimentar los sueños de una docena de generaciones. Se sentía extrañamente cercano a ella, a pesr de que evidentemente había cometido una indiscreción. Incluso añoro su rechazo, pensó, y ahogó una risa ante esa absurda idea. —Perdóname –dijo, escondiendo cualquier asomo de humor—. No tenía intención de restar importancia a tus problemas. Por favor dime qué sucede. ¿Acaso Freddie ha hecho algo que te ha ofendido? La respuesta de Florence lo cogió por sorpresa. Dio un paso para acercarse. —No puede haber dicho eso. Él no diría eso. —Claro que no lo diría. Lo que en realidad dijo es que no debería querer casarme con él. ―Destinada a decepcionarte conmigo‘‘, eso fue lo que dijo – Florence se giró para mirarlo con la espalda apoyada en la tela de seda de la pared. Como si su confesión le recordara su mal trago, se tapó la cara con las manos. Un momento más tarde, las dejó caer, resignada. —No sé qué haré —dijo—. Había esperado... demasiado, de eso no cabe duda. Las deudas me han hundido. No puedo darme el lujo de buscar otro marido, incluso suponiendo que alguien quisiera un bien que ha sido rechazado. Supongo que por lo que respecta a mí, puedo encontrar algún tipo de salida, pero eso no soluciona la pregunta de qué hacer con Lizzie –El labio inferior le tembló y ella se lo mordió—. Se ha sentido tan a gusto, Edward. Desde que Freddie me propuso matrimonio, ha comenzado a creer que su vida será feliz. Una solitaria lágrima rodó por su lozana mejilla. Edward vio que había en ello algo más doloroso que meros sollozos. Sabía que era Florence la que había comenzado a imaginar una vida feliz. Sin detenerse a pensar en el precio, abrió los brazos. —Ven aquí –dijo. Como si ella hubiese estado esperando toda una vida es oferta, corrió hacia él con un pequeño grito mezclado con hipo. Sus brazos se prendieron con fuerza de su espalda. Su cuerpo temblaba pero estaba cálido. Se acopló al abrigo de su pecho como si Dios lo hubiese creado para aquel abrazo. Más feliz de lo que tenía derecho a estar, Edward frotó la mejilla contra su pelo—. Ya encontraremos una solución. Sé que Freddie no tenía intención de decir lo que tú crees. —Sí que era su intención –insistió ella, el rostro apretado contra su camisa—. Estoy segura. Tampoco me quiere. Cuando lo besé, pues... Digamos que no daba la impresión de queme quisiera en su cama. Oh, ¡me da igual, maldita sea!

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Con un empujón furioso, se apartó de su abrazo. —¿Qué hay de malo en mí? –preguntó, con los brazos abiertos para señalarse a sí misma—. ¿Cuál es el defecto fatal que los hombres de Greystowe encuentran tan repulsivo? ¿Acaso soy demasiado gorda? ¿Demasiado delgada? ¿O quizá soy demasiado aburrida? No puede ser mi osadía, porque no soy una mujer atrevida y, en cualquier caso, a ti te gustó cuando Merry Vance se portó como una atrevida. Vaya si no, ¡si hasta le regalaste mi caballo! Edward se vio obligado a sonreír al oir eso. ¿Con que aquello la había irritado? Al ver su sonrisa, Florence se cruzó de brazos y pareció tan peligrosa como podía parecerlo la bella y dulce hija de un párroco. Sabía que había llegado el momento de suavizar su orgullo malherido. —No es verdad que le regalara el caballo. Dejé que lo montara. Sobre todo porque ella suponía que ésa era mi intención, y a mí me era absolutamente imposible explicar por qué había hecho una compra tan extravagante para la prometida de mi hermano. Ésa, finalmente, era la explicación más adecuada que podía dar. Florence inclinó la cabeza y arrastró su zapato por el polvo. —¿Es verdad que compraste Buttercup para mi? —Sí, eso hice. —¿Y también hiciste colgar ese cuadro en mi habitación, el que sabías que me había fascinado? —Sí. —Supongo que, en realidad, no eres un ogro. –Hundió la cabeza aún más, ahogando aquella confesión—. Supongo que a ti también te echaré en falta. Comenzó nuevamente a llorar. A Edward los ojos también le ardieron cuando la estrechó contra él. Sin duda era un gesto temerario, pero a él no le importaba. —Shhh –dijo él, y acercó los labios a su cabellera—. No, nadie echará en falta a nadie. Te casarás con Freddie y te quedarás aquí. Ella sacudió la cabeza contra su camisa húmeda. —No puedo obligarle a que se case conmigo. No si él no lo desea. —Estoy seguro de que lo desea. –Como si tuviesen voluntad propia, sus labios encontraron la suave piel de bebé de su sien. Florence le estrechó la espalda. —No lo desea. A ti te gusta más besarme que a él. —Estoy seguro de que eso no es verdad –murmuró él, a pesar de que no estaba seguro de su negación. Su boca había llegado al rosado lóbulo de la oreja. Intentó convencerse a sí mismo para no morderla. —Es verdad –insistió ella—. Sé que es un caballero, Edward. Pero ¿es posible que Freddie tenga algún problema físico? Aquello despertó su alarma. Se incorporó y deshizo el abrazo de ambos.

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—Freddie no tiene ningún problema. Absolutamente ninguno. —Entonces tengo que ser yo. No soy lo bastante mujer para hacer que me bese . —Dios mío –gimió Edward—. Eres lo bastante mujer y ya puedes creerme. Ella entrecerró los ojos. —Tú no me deseabas. Al final, no. —Sí te deseaba. Como te he deseado desde que nos conocimos. —¡Pero paraste! —Y casi morí al intentarlo. –Edward atrajo las caderas de Florence hacia él, hacia el impulso palpitante de su excitación—. Toca esto, Florence. Toca y verás lo duro que estoy. Largo y grueso. Esto es lo que tú me provocas. Con sólo respirar. Con sólo introducirte en mi pensamiento. Soy un maldito animal en celo, querida, así es que no me digas que no eres bastante mujer. Un rubor nuevo se añadió a las manchas de sus lágrimas. La punta de su nariz había enrojecido y no separaba las pestañas. Aún así, Edward pensó que era la criatura más deliciosa que jamás había visto. Sus caderas se retorcían al tocarlas, un retorcimiento ligero y devastador. Si necesitaba mayor prueba de sus afirmaciones, sin duda la tuvo. Su falo dio un brinco como un salmón en el desove y su aliento brotó apresuradamente de su pecho. Sus manos se cerraron alrededor de su trasero, quizá para detener su movimiento, o quizá para estrecharla con más fuerza, le era imposible decirlo. Cualquiera que fuera su intención, ella se quedó quieta ante el latido cada vez más poderoso de su sexo. Sus mirada se cruzaron. —Quiero saber –dijo ella, las palabras convertidas en aliento y fuego—. Sé que cometo un error, pero ahora ya no puedo herir a Freddie. Si no voy a tener un marido, quiero saber cómo se siente una mujer al ser deseada. Durante un momento, Florence pensó que Edward se desmayaría. Su rostro palideció rápidamente y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el azul que había en ellos brillaba como una llama. Ella esperaba una discusión, o una elegante evasiva como la que había usado Freddie. En su lugar, se la quedó mirando, pestañeó y luego aplastó su boca contra la de ella. A partir de ese momento, fue ella la que se sintió débil. —Ay, Florence –dijo él, entre sus besos profundos y devoradores—. No me obligues a hacer esto. Pero ella no podía pensar en ni un solo motivo para detenerlo. Ella lo había perdido todo, sus sueños, su futuro, incluso su reputación se vería arruinada cuando se difundieran las noticias de su compromiso frustrado. ¿Por qué no habría de intentar, por una vez en su vida, alcanzar aquello que realmente deseaba? Tampoco habría podido detener a Edward. Su abrazo la embargaba, no sólo su fuerza ni su tamaño, sino la propiedad flagrante de su contacto. Él deslizaba las manos, apretando, frotando, como si quisiera reclamar cada centímetro de su cuerpo. No se detuvo a pensar en que algo podía despertar su vergüenza. La tocó ahí donde quiso. Con un leve gemido, la levantó en vilo y la apretó contra la pared. El único lugar donde ella podía colocar las piernas era alrededor de su cintura. 141

Él empujó su cuerpo entre las piernas, deseoso de frotar su parte más dura con la parte de ella más necesitada. —Espera –dijo ella, cuando él finalmente la dejó respirar. Con el aliento entrecortado, dejó caer su cabeza hacia ella. —Perdóname. No debería haberme movido tan rápido. O haber sido tan rudo. Edward no la había entendido. Ignorando sus disculpas, ella encontró los broches de perla que sujetaban su pechera y comenzó a pasarlos por el ojal. Su respiración se alteró. —¿Qué haces? –preguntó. —Estoy tocándote de la manera que antes no me dejabas. Necesito pruebas de lo que hago contigo. Las necesito en mis manos. —¿Necesitas una prueba? –La pregunta fue pronunciada con dificultad. Ella asintió con un gesto tímido y esperó que él no la detuviera. Él se estremeció—. Una prueba. –Dejó que ella deslizara las piernas por los lados. Dio un paso a tras , luego otro y se entregó a la tarea de desprenderse de su ropa—. Permíteme –dijo, con voz ronca y tensa. Con una maldición que traducía su impaciencia, se deshizo de su chaqueta de satén. La anticipación flotó a su alrededor como el humo del narguile debió haber flotado hacía tanto tiempo. Sintió como si hubiese algo más que su cuerpo que estuviera a punto de desvelársele. Los ojos de Edward lanzaban destellos a la luz de la lámpara, y el rubor teñia sus mejillas e iluminaba sus gruesos labios de seductor. Parecía bello y extraño, la víctima de una esclavitud. Su esclavitud. Ella había pedido y él había respondido. Bajo sus manos grandes y diestras, se abrió en dos la pechera. Se quitó aquella prenda almidonada y blanca por encima de la cabeza, y sus músculos se flexionaron bajo una piel suave y bronceada. Fue como si a Florence el aliento le quedara atrapado en la garganta. Sus hombros eran anchos, sus tetillas dos monedas broncíneas rematadas en punta. Su musculatura era una mezcla de obrero y David marmóreo. Pero era mucho más excitante que una estatua. Aquella mancha de vello oscuro que descendía, seductora, por el medio del pecho, la calidez de su piel, la manera en que sus costillas se expandían cuando respiraba la hicieron sentirse como si fuera capaz de entregar hasta su alma para tocar su cuerpo. —¿Sigo? –preguntó él, y dejó descansar los dedos en la cintura del pantalón. La hinchazón que ella percibió cautivó su mirada. Era una cosa viva y palpitante, el objeto de su insaciable fascinación. Y era evidente que él temía que ella no quisiera verlo. —Por favor –dijo Florence , las palabras casi ahogadas—. ¿Puedo hacerlo yo? He estado deseando tocarte desde que perdí la calma en el baile de los Vance. Su risa fue un sonido de incredulidad. —Y yo que pensaba que quizá te daría un susto de muerte. —No –murmuró ella—. Ni siquiera cuando deseaba que así fuera.

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Él dejó caer los brazos a los lados. Ella se acercó. Cada vez más. Qué extraordinario era saber que durante todo ese tiempo habían estado pensando en el otro, y que él también había deseado que lo tocara. Su vientre traducía su respiración agitada mientras ella luchaba con el broche metálico. Los botones fueron más fáciles. La presión ejercida sobre ellos casi los hizo saltar. Cuidando de su órgano hinchado y rígido, le bajó los calzones alrededor de su promontorio. Él lanzó la cabeza hacia atrás cuando ella tiró de sus pantalones hasta los tobillos. Con los dedos, rozó el vello de sus piernas, dejando a su paso un cosquilleo que le puso la carne de gallina. —Florence –gimió él, y su voz latía como un corazón. Ella lo miró desde abajo. Le miró el pecho velludo y las bellas extremidades, vio su virilidad imponente y aquel curioso pequeño saco que colgaba por debajo. Se había desplazado hacia arriba más que antes y Florence se preguntó qué significaba aquello. Él ahora observaba su reacción, su mirada intensa y ardiente. A pesar de la atención, ella no podía quitarle los ojos de aquella parte suya que tanto había cambiado, que se erguía gloriosamente. Recordó lo suave que había sido al tacto y sin embarglo las venas que lo surcaban no parecían tan suaves. La punta llegaba casi a la cintura de Edward, y parecía inclinarse amenazadoramente sobre ella, como enfadado ante sus pretensiones. —¿Cómo lo llamaré? –susurró. —¿Esto? –Edward cogió su falo en la mano, tirando lentamente hacia la punta brillante de color carmesí. La piel que la cubría se movió, más holgadamente de lo que ella esperaba. Sintió que algo se remecía en ella como si él la tocara. Con el dedo más largo se tocó la pequeña hendidura—. Es mi pene. Mi verga. —¿Tu verga? –susurró ella, pronunciando la palabra dura y afilada. Aquella cosa dio un salto como si conociera su nombre. Florence se aventuró a tocarle el caso que colgaba—. ¿Y esto? —Son los huevos –dijo él, y se soltó el miembro. Ella se acercó aún más, y conservó el equilibrio cogiéndose de sus rodillas. No pensaba dejar que el miedo pudiera con ella esa noche. —¿Los puedo besar? ¿Te puedo besar por todas partes como tú me has besado a mí? Durante un segundo él no pudo responder. Ella temió que una vez más había ido más allá de los límites. Y entonces él le acarició suavemente la mejilla. —Puedes besar todo lo que te apetezca. Ya te he dicho que podías tener una prueba. Pero a principio ella no lo besó. Al principio solamente apretó su rostro contra su entrepierna, apoyando una y otra mejilla, asimilando sus texturas a través de su propia piel, de sus olores, su pulso vital y nervioso. Él suspiró al sentir las caricias lentas y felinas, y luego se tensó cuando ella exploró con la lengua. —Sí –alcanzó a decir él—. Lámeme. Como si mi piel fuera dulce.

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—Tú eres dulce –afirmó estremecerse—. Y grande.

ella

y encontró

un punto que lo

hizo

Él se demoró en aquellas palabras, perceptiblemente, como si la afirmación fuera oscuramente mágica. —No demasiado grande –murmuró—. No demasiado. Sus palabras eran una invitación a la risa. Él quería ser grande. Se sentía halagado porque ella pensaba que sí lo era. Y ella lo sabía con un instinto que pertenecía a su sexo. Cuanto más grande la espada, más poderoso el hombre que la blandía. Cuanto más poderoso el hombre, más seguras las personas a quienes amaba. —No lo sé –le dijo y tocó la delgada piel apergaminada de su escroto—. Pienso que tal vez debería tener miedo. Él sólo pudo responder reteniendo el aliento porque ella había deslizado la boca en torno a la punta madura y rubicunda. Era suave y dulce, lo más suave de todo. Jugó con la punta de la lengua sobre la curva satinada y la chupó, un placer peculiarmente infantil. Y también era interesante aquella pequeña hendidura. Él mismo la había tocado y ella pensó que sería placentero. Cuando lo intentó, él soltó un gemido, el dolor y el placer mezclados en un solo ruido. Flexionó las caderas y la punta caliente y redonda empujó contra la presión de su lengua. Ella sintió un gusto lejanamente y deliciosamente salado. Las manos de Edward se perdieron en su cabellera, y luego la hizo apartarse. —Basta –dijo y la hizo incorporarse—. No sabes lo que estás haciendo. Por un momento, sus palabras la hirieron. —Entonces, enséñame –respondió. Pero en lugar de obedecer, él la besó , un saqueo lento y exhaustivo. Las rodillas le flaquearon y de pronto la levantó en vilo, en realidad la hizo flotar hasta que la dejó en un suave montón de cojines que olían a antiguos perfumes. Las sucesivas capas de sus vestidos fueron cayendo bajo sus manos expertas: vestido, enagua, corsé. Florence sintió vergüenza al verse tan desnuda ante sus ojos, como si la hubiese despojado de su armadura. —No –dijo él, cuando ella intentó ocultar sus secretos—. No me niegues el placer que deseabas para ti misma. No cabía duda de que a él le agradaba su cuerpo desnudo. Se acercó y la acarició entera, y luego la exploró con la boca. Las puntas de sus pezones se hicieron merecedoras de besos que le arrancaron gemidos. Cuando él vio las marcas que le había dejado su corsé, las frotó hasta que la irritación comenzó a desaparecer. Pero no le quitó las botas. —¿Tienes miedo de verme los pies desnudos? –preguntó ella, provocadora, porque su admiración le había hecho recuperar la confianza. —Quizá –dijo él, con una sonrisa alegre y ansiosa. El impacto que sintió en ella cuando él apretó e hizo que sus partes desnudas se encontraran le borró la pregunta de la cabeza. 144

—Oh –dijo ella, retorciéndose con entusiasmo contra él—. Oh, Dios mío. Él rió y luego gruñó en su cuello. —Has sido creada para esto, Florence. Creada para el amor. Le agradó cómo sonaba aquello. Creada para el amor. Devolviéndole una sonrisa, se inclinó sobre los pies para recibir su beso. Su alegría se volvió aún más vertiginosa, después de haber comenzado como un dolor. Ahora se entregó a él, a él, como si jamás en su vida hubiese conocido el miedo. —Qué dulce —murmuró él, intuyendo su capitulación. Le pasó la mano por el vientre y a través de sus rizos, luego gimió ante el calor que acogió sus caricias. Sin duda buscando más, deslizó los dedos entre sus pliegues. Ella sintió el dolor placentero que había experimentado antes y se retorció bajo su peso, deseando lo que sabía que él podía darle, empujando con las caderas cuando ya no podía quedarse quieta. Esta vez él la observó excitarse hasta que Florence tuvo que cerrar los ojos. —Sí –imploró él, ronco y excitado junto a su oreja—. Goza para mí, amor, goza. El estallido de placer fue más agudo que la primera vez. Florence dejó escapar un grito ante el temblor líquido y asombroso, y nuevamente cuando sus dedos siguieron acariciándola con redoblada pasión. Eran sucesivas olas de amor que estallaban, una después de otra, un flujo y reflujo, que aleteaba en lo profundo de ella. Cuando él finalmente la soltó, ella estaba debilitada, excitada de pies a cabeza después de saciada. Como si fuera un sueño, lo sintió tenderse a su lado. Sintió que movía el brazo rápidamente, violentamente, hasta que ahogó un suspiro, se puso rígido y un chorro de algo cálido le salpicó la cadera. Él suspiró aliviado cuando aquel líquido dejó de brotar, como un hombre de acaba de aliviarse de una carga. Ha derramado su semilla, pensó ella. Se ha procurado placer a sí mismo con su mano. Florence le tocó el brazo sudoroso que él había dejado caer sobre su cintura. —¿Por qué has hecho eso? –preguntó—. ¿Por qué no me has dejado hacerlo a mí? Aún respirando con dificultad, él la besó en el nacimiento del cuello. —Lo siento, Florence. No estaba seguro de que quisieras hacerlo y no podía esperar. Verte ha sido demasiado para mí. Yo también tenía que gozar. —Entonces tendrás que enseñarme a hacerlo más rápido. Él se apoyó sobre el codo y se alzó sobre ella. Pequeñas arrugas nacieron de sus ojos sonrientes, cálidos y reconfortantes, como si él viera todas las inseguridades que ella intentaba ocultar tras su tono de inseguridad. —No –objetó él, con los labios susurrando, excitados, junto a los de ella— . Quiero que lo hagas lentamente.

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Ahora le enseñó cómo, cuando su órgano comenzó a hincharse en cuanto ella lo rodeó con sus dedos. Él le mostró los lugares donde le gustaba que lo tocara. Cómo una caricia de la lengua y la palma de su mano resbalaba con más deleite. Cómo su miembro se enraizaba en lo profundo de él y cómo podía frotarlo detrás de su escroto, cómo un ligero apretón en el momento adecuado lo hacía temblar de placer. Ella hizo todo lo que él le enseñó y se sintió en la gloria con sus gemidos. La excitaron aún más de lo que podría haber soñado. La respiración entrecortada de su aliento, la expresión tensa y dolorosa de su rostro cuando intentaba hacer que el placer perdurara. El brote de su semilla en el momento del clímax fue una revelación, no tanto su cantidad como su repentina explosión. Qué maravillas eran los hombres. No protestó cuando él hundió la boca entre sus piernas, a pesar de que su desnudez hacía que aquel acto fuera aún más raro que antes, y su ascensión al placer la agotó hasta tal punto que no pudo permanecer despierta. —Dulce como la miel –oyó que él murmuraba cuando comenzaba a dormirse. Él la sostuvo junto a su cuerpo cálido, los brazos protectores envolviéndola por la espalda. A pesar de todo lo que había vivido, durmió tan apaciblemente como una niña.

La cobijó mientras ella dormía, con el corazón latiendo más pausado, y todo el cuerpo dichosamente relajado y, a fuerza de voluntad, con la mente ausente de la presión de la realidad. Una noche, pensó, una noche hasta el amanecer. Después, haría lo que tenía que hacer. La devolvería a su hermano. Sabía que era un error, tal vez incluso imposible, olvidar esa noche. Pero ¿qué alternativa tenía? ¿Casarse él con Florence y abandonar a Freddie a los lobos? La tentación de hacer precisamente eso era casi más fuerte de lo que era capaz de soportar. Pero, aunque casándose con él, Florence fuera feliz, aquélla era una solución egoísta. De hecho, era abominablemente egoísta. ¿Cómo podría vivir consigo mismo, sabiendo que había destruido la última oportunidad de su hermano para salvarse? Aún podía lograr que aquello funcionara. Podía lograrlo. Ninguno de ellos tendría exactamente lo que deseaba, pero tampoco vería su vida arruinada. Y, entretanto, él tendría su noche. ¿Qué podía importar una noche si el daño ya estaba hecho? Hecho, pero no cunsumado, le decía su conciencia. Ignoró aquella voz de reproche, y se desprendió lentamente de su amada para encontrar el cuarto de baño. No se arrepentiría de esa noche, pasara lo que pasara. Empujó a un lado tres polvorientas cortinas de terciopelo antes de que encontrara la puerta oculta. Sintió el fresco suelo de mármol bajo sus pies mientras echaba una mirada a su alrededor, y recuperaba recuerdos. Era un habitación ricamente adornada, resplandeciente de baldosas árabes y paredes doradas, el lujo que coronaba el pabellón. Unas arañas se escabulleron en el interior de la pileta del baño, pero descubrió que el agua aún fluía de los grifos. Hizo lo que tenía que hacer rápidamente, se lavó la

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cara, y luego vaciló cuando su mirada encontró un armario indio de madera tallada. La madera estaba revestida de estatuillas, cada una tallada par representar las posturas del amor. Algunas sólo eran posibles para los contorsionistas. En cuanto a otras, él y Florence las habían practicado esa noche. Él y Freddie se habían reído de aquel armario cuando eran pequeños, pero ahora Edward recordó lo que contenía: lazos de seda, rollos de lazos de seda. Miró por encima del hombro hacia la habitación donde Florence dormía. Él había dicho que quería los recuerdos. ¿Por qué no un recuerdo de la fantasía que lo había perseguido desde aquel día en las ruinas? Abrió la puerta del armario. En el interior, por debajo de un Buda sonriente tallado en cedro, había un cofre que nunca había visto. Era un cofre barroco francés de color dorado, con flores ornamentales engastadas. Estaba cerrado, pero encontró la llave a un lado. Presa de la curiosidad, Edward abrió la tapa. Los contenidos incluían una colección de cartas antiguas, paquetes de carta amarradas con cintas rojas de satén. Junto a ellas había un portarretrato de oro grabado, grande como la palma de su mano. Al abrirlo, quedó asombrado. El retrato en el interior era la imagen calcada de Imogene Hargreave. Por un momento, sospechó que alguien le había jugado una desagradable broma. Luego se dio cuenta de que el retrato no podía ser de Imogene. Para empezar, la ropa era demasiado antigua. El pelo rubio de la retratada estaba estirado hacia atrás y luego caía en brillantes rizos. Aunque la cara le era familiar, la mirada era diferente a la de Imogene. Eran ojos más dulces, más fáciles de herir. Qué curioso, pensó, asombrado por la coincidencia. Cogió una carta amarillenta del montón. La abrió por la página final. ‗‘Tuya siempre, Catherine‘‘, decía la joven firma de trazos femeninos. Catherine, se dijo Edward, mientras intentaba mentalmente entender aquel misterio. La que escribía sólo podía ser Catherine Exeter. Las cartas no eran lo bastante viejas para ser las de su abuelo y si su padre había cortejado a cualquier otra Catherine, las gentes de Greystowe lo habrían sabido. Los viejos chismes tardaban en morir en un pueblo como aquél. Pero ¿qué debía pensar de aquel curioso parecido con Imogene? Debía existir alguna relación entre ellas. Era la única explicación razonable. Quizá Catherine Exeter era la tía de la que hablaba Imogene, la que le había advertido sobre su corazón frío e implacable. La boca se le torció en una sonrisa amarga. Ya se imaginaba lo que Catherine Exeter tenía que decir de los hombres de Greystowe. Si aquella vieja amargada era alguna indicación de cómo envejecería Imogene, tenía suerte de haberse alejado de ella. Sin embargo, no se sentía un hombre con suerte. Se sentía como si una oca hubiese hollado su tumba. Aquel estremecimiento le recorrió desagradablemente la espalda. Tal vez tenía en común con su padre más rasgos de los que pensaba. No, se dijo, y desechó la posibilidad. Él era su propio dueño, con sus propios pecados, uno de los cuales estaba ahora acurrucado durmiendo sobre un montón de cojines de satén. No debería malgastar aquella noche desempolvando el pasado de otras personas. Lo único que importaba era el presente, el presente y los recuerdos que podría traer. Buscó algún objeto más familiar, y encontró un rollo de terciopelo negro. Cuando deshizo el 147

nudo, ocho tiras de seda acolchada se desenrollaron en su mano. La respiración se le aceleró. ¿Acaso debía hacer eso? ¿Le importaría a Florence? ¿Acaso sabía ella lo que debía importarle? Pensó que no le importaría y eso fue lo que más lo excitó. Huérfana de una madre que la orientara, y sin una amiga casada de su misma edad, Florence ignoraba las formas que el amor podía adoptar. No sabía qué era lo más habitual y qué no lo era. Sus preguntas acerca de los ‗‘sentimientos‘‘ de las mujeres lo habían demostrado. Pero ¿acaso disfrutaría si él la convertía en su prisionera? Edward cerró los ojos, imaginando las tiras negras de satén en contraste con su piel rosada. Podía hacer que disfrutara. Si lo hacía gentilmente y le daba seguridad. Si le demostraba que no había nada que temer. Rió irónicamente con un resoplido. Nada que temer excepto las pasiones desbordantes de su corazón. Él era quien debía tener miedo. Si ella confiaba en él para permitírselo, él sabía que la marcaría para siempre como suya.

Florence se despertó sintiendo que había algo fuera de lugar. Alguien... Aguien le besaba los pies desnudos. Enroscó los dedos contra la boca que le hacía cosquillas y sonrió sin abrir los ojos. —Florence –dijo una voz ronca y amante—. Despierta y mira qué bella eres, cómo cada parte de ti es un sueño de lo que debería ser una mujer — La voz se acercó y el calor de un gran cuerpo masculino se sostuvo sobre ella, aún tendida—. Eres mi sueño de lo que debería ser una mujer, amor, mi sueño de la belleza. Ella abrió los ojos y pensó que toda la belleza le pertenecía a él. Tenía su cara cerca, sus mejillas ruborizadas con lo que ella había llegado a reconocer como deseo. Sus ojos azules ardían en sus márgenes satinados de negro. Sus labios eran una curva celestial. No se fijó en sus cejas adustas ni en la dureza de su mandíbula. Su nariz altiva era perfecta. Su amor, así lo parecía, había convertido todos sus defectos en virtudes. —Me alegro de complacerte –dijo Florence, con las mejillas quemándole tras ese reconocimiento—. Eres el primer hombre que jamás he deseado que me admire. —¿El primero, eh? –Edward escondió una sonrisa infantil y luego le dejó un reguero de besos a lo largo del brazo—. Espero que sigas contenta cuando veas lo que he hecho. —¿Qué has hecho? –Florence intentó incorporarse para mirar a su alrededor, pero sus brazos no cedieron. Estaban atados por las muñecas a un par de columnas, abiertos hacia los lados como una equis. También tenía las piernas atadas, pero no a un objeto sino una con otra, a la altura de los tobillos y de las rodillas. Los nudos lo le hacían daño pero eran sólidos. Dios, ¿cómo podía haber dormido cuando le hacía aquello? —¿Por qué has hecho esto? –preguntó bruscamente, sintiendo un amago de pánico—. ¿Por qué estoy atada?

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—Shhh –respondió él. Le puso una mano sobre el pecho, cubriéndolo con su calidez—. No te haré daño. La manera en que se mordía el labio desmentía su seguridad. Su mirada, siempre orgullosa y severa, esta vez imploraba aceptación, pero Florence ignoraba de qué aceptación se trataba. —¿Por qué? –preguntó, aunque empezaba a calmarse bajo su contacto. —Porque yo lo deseo. Porque he soñado con hacerlo. Porque —dijo y le recorrió con el dedo la parte media de su vientre—, porque me sentiré más seguro. Florence tuvo que sonreír ante esta confesión. —¿Cómo podrías temerme a mí? Él inclinó la cabeza y la frotó lentamente contra la suya. El roce de su bigote le provocó un estremecimiento. —Eres una amenaza para el control que ejerzo sobre mi mismo, Florence. Cuando me tocas, me empujas al límite. Podría amarte como quiero si supiera que no me tentarás más allá de lo que es lícito hacer. –Abrió la boca cerca de la parte baja de su mandíbula, con el aliento resoplando, cálido, contra su cuello, y entonces deslizó la lengua para palparle el pulso. —¿Lo que es lícito hacer? –repitió ella. —Hay límites –dijo él, sus labios murmurando sobre sus cejas—. Cosas que no debemos hacer. Pero si me dejas amarte esta vez, de esta manera, compartiremos hasta la última gota de placer que podamos descubrir. —¿Qué límites? –Florence quería gritar. ¿Qué cosas? Sin embargo, algo la detuvo, algo como un estremecimiento de superchería. Ella era la princesa en el castillo del ogro, libre para abrir cualquier puerta excepto una. Si conseguía que su príncipe se lo explicara, ¿acaso no rompería el encanto? —¿Realmente deseas esto? —preguntó, señalando sus amarras. Él se apartó y se puso a horcajadas sobre su cintura. La larga sombra de su sexo se agitó contra su vientre. Bajo la luz de la lámpara parecía enorme, casi grotesco, y sin embargo ella lo encontraba tan bello como el resto de su cuerpo. Demasiado grande para sostenerlo. Demasiado perfecto para no hacerlo. Edward se frotaba las palmas sobre las piernas musculosas, quizá ardiendo en deseos de tocarla. Su mirada iba de su muñeca izquierda a la derecha, y se demoraba en las ataduras de terciopelo. Respiraba agitadamente, como si la sola visión de sus ataduras lo excitara. Cuando sus miradas se cruzaron, los ojos de Edward brillaron como dos gemas, las pupilas enormes pero serenas. —Deseo esto más de lo que te imaginas –dijo. —Entonces estoy segura de que yo también lo disfrutaré. Él le sonrió con un gesto de cariño que la reconfortó. —Haré todo lo posible para no hacer de ti una mentirosa. —Espero que así sea –dijo ella, provocadora. Él rió, y la hizo levantarse hasta ponerse de rodillas.

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Edward no había mentido. Sus besos eran ahora diferentes, más libres, más exuberantes, como si con sus ataduras ella hubiese liberado las de él. Sus gemidos eran más audibles, su piel más febril. Hizo que los cuerpos se frotaran uno con otro con el entusiasmo propio de un ser mucho menos civilizado. —¿Te gusta esto? –susurró al oído —¿Te gusta mi verga contra tu piel? Ella no podía negarlo. —Está húmeda –dijo con el aliento entrecortado, mientras él le desplazaba la punta palpitante por encima del vientre. —Está llorando por ti, Florence. Quiere fornicar con tu precioso y dulce higo –Edward rió, con una risa ronca y oscura, al ver su estremecimiento involuntario—. Mi pobre pequeña Florence. No tenía la intención de asustarte con mis palabras. —No estoy a... asustada. Él volvió a reir y la estrechó con tanta fuerza que su miembro pareció arder entre los dos cuerpos. —Te diré un secreto, amor. No me importa que estés un poco asustada, siempre y cuando disfrutes de lo que te hago sentir. La besó antes de que pudiera responder, profunda y posesivamente, ahuyentando todo pensamiento de su mente excepto aquella dicha dulce y embriagadora de su contacto. Sus manos eran su salvación, su verga era la marca con la que la hacía suya. Y ella era suya, totalmente, y no había ni una pizca de su alma que no se hubiera entregado. Voluntariamente, se rindió a sus deseos, fascinada porque ella le podía dar aquello que él deseaba, fascinada hasta con esa diminuta chispa de miedo. Edward podría hacerle cualquier cosa. Cualquier cosa. Pero él no quería herirla. Ella sabía que él no lo haría, y la confianza que sentía era, en sí misma, un placer. El hecho de que ella, que durante tanto tiempo se había asustado hasta de su propia sombra, pudiese confiar a un hombre no sólo su cuerpo sino también la satisfacción del suyo propio la colmó de un ardiente y penetrante destello de orgullo. Ni siquiera a Freddie le habría concedido eso. Para descubrir cuál era su más profunda necesidad, sólo podía confiar en Edward. Y ahora, mientras se tensaba con un asomo de conciencia de sí misma, él se le acercó por detrás. Ella suspiró con el amago de embriaguez que el cambio de posiciones le había inspirado. Ahora no podía verlo, y él no podía verle la cara. Ahora tenía la libertad para sentir, para reaccionar, conservando aquel pequeño tris de modestia. —Eres una gata –dijo él al oír su quejido débil como un ronroneo. Como para subrayar las palabras, le recorrió la espalda suavemente con las uñas, desde la curva de las nalgas hasta la base del cuello. Ella retorció la columna y estiró los brazos contra los límites de sus ataduras. A pesar de esa postura tan poco ortodoxa, jamás se había sentido tan libre dentro de su propio cuerpo. Tenía las muñecas atadas a la parte baja de las columnas, tirando de ella hacia los lados pero no hacia lo alto. Una limitación tan

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sencilla, ¡pero qué diferencia sentía interiormente! Tengo suerte de ser una mujer bella, pensó, si eso me hace la mujer que este hombre desea. —Me estoy acercando –advirtió él—. Ahora nos frotaremos juntos como el mayordomo y su plato favorito. Con las rodillas le flanqueó los muslos y le deslizó los brazos alrededor de la cintura. Su mentón se alojaba perfectamente por encima de su cabeza. Fiel a su palabra, rozó su pecho con la espalda de ella, lenta y firmemente, y la fuerte presión de músculos y piel fue como un placer profundo que le calentaba los huesos. Su goce escapó en un suspiro largo y nervioso. —¿Te gusta esto? –preguntó él, dibujándole círculos en los pechos. —Me hace sentirme como embriagada. —¿Y esto? –Con su enorme mano le cubrió el vientre y la presionó el trasero contra el palpitante calor de su sexo. Florence lanzó la cabeza hacia atrás contra su hombro. —Si –dijo—. Eso también. Él le procuró placer tan lentamente como ella se lo había dado a él, y con las manos le rozó como una pluma las partes suyas que más lo sentían, sus pezones, su boca, aquellos huesos sensibles entre los hombros. También acarició el triángulo de vellos entre sus piernas y trazó dibujos por encima de sus caderas. La acarició hasta que su piel pareció zumbar bajo sus manos, quemando, deseando, estirándose cada vez más para la próxima caricia. Cuando él finalmente deslizó un dedo entre los pliegues apretados de su entrepierna, el contacto hizo que todos sus nervios saltaran al unísono. Sin embargo, ni siquiera aquellos placeres podían nublar su conciencia de lo que él hacía con su verga. Ahora la frotó contra ella: contra las nalgas, contra el nacimiento de la espalda, contra el pliegue donde cada nalga se encontraba con sus piernas. La introdujo en la confluencia apretada de su entrepierna, justo lo suficiente para tocar sus labios antes de retirarla. A ella le daba la sensación de que la exploraba, como si su órgano fuera una tercera mano. Ahora sentía la presión húmeda y ajena del pequeño ojo, cálido y hábil. Se había estirado hasta los límites de su piel, endureciéndose como el hierro a medida que continuaba la puesta en escena. —¿Preparada? –preguntó él, con voz dura pero aún controlada—. ¿Estás preparada para volar por encima del precipicio? Ella apenas podía moverse, las ondas de deseo le hacían pesar las extremidades. Consiguió asentir levemente con un gesto de la cabeza. Para él fue suficiente. En ese momento acabó su provocación, acabó el roce lujurioso de piel contra piel. Lo reemplazó la fuerza y también la determinación. La rapidez de su ascensión fue embriagadora. En cuestión de segundos, su cuerpo se tensó, se retorció de un placer que le quitó el aliento y se liberó de sus amarras con una fuerza ciega. Él debía darse cuenta de lo que le sucedía. Sus caderas se movían más rápido, presionaban más duro y un momento más tarde se unió a ella en aquella dulce convulsión. Gruñendo suavemente, le hincó los dientes en el hombro cuando su semilla explotó con fuerza contra su espalda. 151

Fue una experiencia singular, sentir como él se volvía más suave sosteniéndola, sabiendo que habían compartido aquel espasmo de goce. Él se sentó y la atrajo hacia sí. Ésta es la desnudez, pensó ella. Dejar que alguien te vea perderte en la locura de tu propia piel. Edward le besó donde le había hincado los dientes, y luego la lamió. Su piel reaccionó con un temblor al contacto de su lengua. —Me has mordido –dijo, tan sorprendida por su gesto como lo estaba por sus propias ganas de aventura. Era evidente que tenía mucho que aprender de los secretos del tálamo. Edward, que no entendió sus palabras, murmuró una disculpa y se inclinó para soltar las ataduras. Le miró las muñecas para asegurarse de que no estaban heridas. La muñeca derecha tenía una marca donde ella había tirado sin querer en el momento final. Le besó aquella irritación pasajera, y se llevó la mano al pecho. —¿Estás bien, amor? –preguntó, y ella adivinó su preocupación en sus bellos ojos. Ella siempre se sentiría bien cuando él la llamara de esa manera. —Sólo cansada –dijo, y su agradecimiento fue interrumpido por un bostezo. La respuesta lo hizo sonreír. —Entonces, ven –dijo—. Arreglaré esto para que pasemos la noche.

Después de lo que parecieron minutos de un sueño agitado, Edward se despertó con el golpeteo de la lluvia en el techo de madera de la bóveda. Una ristra de pequeñas ventanas circulares se dibujaba en torno a la bóveda dorada. Por ellas se derramaba una pálida luz plateada que no hizo nada para alegrarle el corazón. Se sentía agarrotado por haber dormido en el suelo, agarrotado y frío. Se había alejado de Florence durante la noche, dejando que ella abrazara los cojines en busca de calor. Sabía que no debía quedarse, pero se quedó mirándola un momento más. Su piel algodonada, sonrosada por el sueño, su pelo de color almendro que se derramaba en un brillante raudal. Florence era apenas un pollito salido del huevo, una niña-mujer con las manos plegadas por debajo de la mejilla. ¿Podía alguien verla así y no desear proteger su dulzura? Recordó cómo lo había cogido con su boca, toda curiosidad y destreza accidental. Pensó en cómo había dejado que la atara, cómo se había retorcido y suspirado entre sus brazos. Su deseo era tan limpio como el arroyo que alimentaba los terrenos de los bajos. Ningún gesto podía mancharla. Al menos, no a la mujer en que se había convertido ese día. Sonriendo rufianescamente con sus labios delgados, le alisó la sábana de satén dorado sobre la espalda. La vida la cambaría. Las decepciones, las desilusiones, los juicios estrechos del mundo. Algún día sabría lo suficiente para sentirse avergonzada de lo que habían hecho. Sin embargo, por ahora,

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era inocente de la única manera que importaba. Freddie Burbrooke se llevaría una virgen a la cama. Edward no daba crédito a su versión de que Freddie no quería casarse con ella. Aquello no era más que un absurdo remordimiento. Al final, su hermano haría lo que la sensatez exigía. Se casaría con Florence Fairleigh. Sería la salvaguarda de su futuro y del futuro del nombre de los Greystowe. Con la mirada ahora caliente, Edward dejó de mirar a la futura novia de su hermano. Se dijo que Freddie sabría cuidar de ella. Freddie sería más generoso que mil maridos que podía nombrar. Tragó saliva para aliviar aquella espesura dolorosa en la garganta. Había sólo una cosa que Freddie no haría. No doraría la llama pura y brillante que ardía en lo profundo de su carne.

Capítulo 12 Florence se acurrucó contra su almohada, abrazando el último de sus sueños contra su pecho. Se sentía alegremente como una tonta. Durante todo aquel tiempo, había tenido miedo de Edward. Quizá fuera cierto que la intimidaba, incluso ahora cuando ella sabía que él la amaba. Eso sí, era un tipo de intimidación bastante agradable, excitante. ¡Qué aventura sería estar casada con él! Lamentaba romper la promesa hecha a Freddie, pero tampoco él parecía desear ese matrimonio con ella. Ahora estaba segura de que un hombre encantador como él no tendría problemas para encontrar una novia más adecuada, menos apasionada. Pobre Freddie, pensó. No tenía idea de lo que se perdía. Pero, ¿quién era ella para juzgar su naturaleza? Lo más seguro era que él pensara que la desafortunada era ella. Estiró los brazos con un gesto de suprema satisfacción. A pesar de sus momentos todo había acabado con la mejor de las soluciones. Apenas sí podía esperar el día en que comenzaría a hacer feliz a Edward. Pero tendría que esperar, porque su amante no se veía por ningún lado. Habría partido temprano para velar por su reputación. No sería correcto que los criados fueran testigos de su licencioso comportamiento. No importaba que los criados pudieran ser igual de perversos. Florence entendía lo que se esperaba de ella. ¿Por qué obligar a las personas a enterarse de cosas que las incomodaban, aunque ellas hicieran lo mismo? Asintió con un gesto de la cabeza hacia la habitación vacía. Sí, Edward había demostrado una gran discreción al ser el primero en abandonar el pabellón. Y ¡sorpresa! Había dejado un regalo. Su mirada percibió algo brillante, y Florence cogió su anillo de oro de entre los cojines. Debía de haberse caído del cojín mientras dormía.

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Aquel anillo le sentaba aceptablemente bien en su dedo índice, y su pequeño rubí lanzaba oscuros destellos en la luz tamizada por la lluvia. Freddie no le había dado un anillo de compromiso, un descuido en el que ella no había pensado hasta ahora. Emocionada hasta el borde de las lágrimas, se llevó la joya a los labios y estampó un beso en ella. —Te amo –murmuró, pronunciando por primera vez las palabras—. Te amo, Edward Burbrooke. De pronto, tembló, sintiendo el frío de una corriente errante. La habitación parecía vacía, su sola presencia no bastaba para darle calor, y ahora era una ruina similar a las de la antigua mansión de Greystowe. Debería vestirme, pensó , y volver a la casa. Si Edward podía actuar con discreción, también podría hacerlo ella. Cuando llegó a la casa, más o menos seca gracias a un paraguas que encontró en una gran vasija de latón junto a la puerta, el vestíbulo estaba vacío. Florence sentía el pulso latiéndole desbocado en la garganta cuando consiguió llegar subrepticiamente a su habitación y entrar sin toparse con los criados, que ya habían comenzado su jornada de trabajo. Aunque se sentía aliviada, el andar a escondidas le daba la sensación de que había hecho algo malo, y eso no le agradaba. Deseaba poder sencillamente declarar la verdad delante de todos. Ella y Edward estarían juntos. Aquel pensamiento era milagroso, hasta el punto de que daba miedo. Aunque ella deseaba acabar de una vez con aquella aclaración, sentía horror ante la perspectiva de contárselo a la familia de Edward. Al fin y al cabo, había tenido relaciones íntimas con él, y aquello difícilmente podía ser un motivo de orgullo, sobre todo cuando aún no había roto oficialmente con Freddie. Pero, ay, ¡había valido la pena exponerse a todo tipo de cosas curiosas para compartir esa noche! Sus mejillas se sonrosaron con un recuerdo especialmente intenso, y de pronto le dieron ganas de verlo, de ver a Edward, inmediatamente y a solas. Aunque no fuera más que para asegurarse de que no lo había soñado. Sentía el corazón latiendo con fuerza contra las costillas mientras se desplazaba silenciosamente por el pasillo hacia su despacho, escondiéndose rápidamente en las sombras cuando creía oír a alguna criada. Por fortuna, la alfombra amortiguaba sus pasos inquietos. El día era tan oscuro que ni siquiera la luz de las lámparas neutralizaba la penumbra. Una de las puertas que dejó atrás (que, supuso, era un acceso al sótano) de hecho dejaba escapar volutas de niebla entre sus tablas. Tuvo la sensación de que había penetrado en otra época, o quizá en un cuento de hadas, donde ella era la intrépida princesa y Edward el oscuro príncipe encantado. Casi dejó escapar una risilla cuando pasó delante de una armadura. Edward era a la vez príncipe y dragón, pero ella tenía precisamente el encanto para aplacarlo. En su bolsillo, enroscados como un pequeño ratón, tenía cuatro lazos acolchados de terciopelo. Apenas podía esperar a ver cómo disfrutaría Edward con ellos. A ver qué aspecto tendría una vez atadas sus poderosas muñecas masculinas.

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La puerta del despacho apenas estaba entreabierta. De ella emergía un fulgor dorado, más bien una lámpara que un artefacto de gas. Con el cuerpo zumbándole de emoción, Florence se asomó para mirar dentro. Sonrió. Edward estaba completamente dormido, estirado sobre un sofá tapizado de cuero, con las largas piernas apoyadas y cruzadas sobre el brazo revestido de latón. Una mano le descansaba sobre el pecho mientas la otra le colgaba flojamente hasta el suelo. La noche debía de haberlo cansado. Pensó en dejarlo para que se recuperara, pero la tentación ya había hecho presa en ella. Aquel brazo colgante se prestaba a la perfección. Si se ponía a ello ahora, lo ataría tal como él la había atado a ella. Para su sorpresa, el sueño de Edward era mucho más ligero que el suyo. Lanzó un resoplido y se incorporó de golpe antes de que terminara con la primera muñeca. Posó la mirada donde ella lo había atado, a la pata central del sofá. —¿Qué diablos estás haciendo? Florence tembló. Aquélla no era la reacción que ella esperaba. —Lo... lo siento. ¿He cometido un error? ¿Acaso es algo que no debería hacer una mujer? —Desde luego es algo que ninguna mujer debería hacerme a mí. Ella retrocedió y lo dejó a él mismo desatar el nudo. —Lo siento. No debería haberte despertado. Estás de malhumor. —¡A mi humor no le pasa nada! –exclamó él y se la quedó mirando hasta que Florence sintió que le ardían las mejillas. Y entonces él exhaló profundo—. Escúchame, Florence, siento haberte gruñido de esta manera, pero parece que no has entendido lo que sucedió anoche. —¿Qué no he entendido? –dijo ella, con voz quebradiza. —No digo que sea culpa tuya. Asumo plena responsabilidad. Eres una mujer que carece de experiencia y, bien, yo necesitaba a una mujer. Sé que no hay ninguna excusa. Sólo que así es la vida. —Al terminar, abrió las manos, como expresando una negación aún más clara que sus palabras para aludir a su responsabilidad. Florence se quedó mirando aquel gesto con una sensación de pérdida de la realidad. Parecía que hablaba en serio. Su manera de hablar era como si tratara de negocios—. Lo importante –siguió, pausadamente –es que he hablado con Freddie. Como sospechaba, no era su intención darte la impresión de que había perdido interés en el matrimonio. Al contrario, está totalmente preparado para seguir adelante con la boda. Para seguir adelante, pensó Florence. He ahí una elegante manera de hablar. Pero Edward no había acabado. —Tengo que partir mañana –anunció—. Tengo cosas pendientes en la fábrica. Espero que tú y Freddie disfrutéis de este tiempo para solucionar vuestros problemas. Para cuando vuelva, espero que te habrás olvidado de todo..., de todo. Lo que sucedió anoche no debe volver a suceder jamás. El dedo que agitaba delante de su cara devolvió a Florence a la realidad. —Entonces, ¿qué intención tenías al darme esto? –preguntó , tendiendo bruscamente la mano acusatoria. 155

Él se quedó mirando el anillo de su padre como si jamás lo hubiera visto antes. —¿De dónde lo has sacado? —Tú lo dejaste sobre mi cojín. —¿Por qué habría de hacer eso? Diablos. –Se frotó la cara con las dos manos—. Se me habrá caído durante la noche. Suele suceder cuando me enfrío. —Entonces es un milagro que no se te caiga. Edward dejó de frotarse la cara. La miró entre los dedos y dejó caer las manos. Parecía tan cansado que Florence quiso retirar sus palabras. ¿Cómo podía ser tan cruel y, a la vez, dar la sensación de que era él a quien le habían roto el corazón? Estúpida Florence, pensó, sintiendo el mismo cansancio que delataba su mirada. Estúpida, voluble Florence. De pronto cuadró los hombros y se apretó las manos. —Me acabas de decir que lo que sucedió anoche no tiene ningún significado para tí. Absolutamente ninguno. Él dejó colgar las manos sobre sus rodillas, los dedos sueltos, los hombros curvados por un peso invisible. —Disfruté de lo que hicimos –reconoció—, pero no significó más que eso. Ella le miró a la cara, intentando encontrar la marca del mal, la señal que debería haber leído. Lo único que encontró era aquello que había aprendido a amar, la nariz orgullosa y aguda, las cejas irritadas, los ojos color cielo de verano. —No merecías haberlo disfrutado –dijo, con la voz temblándole de rabia— . Los hombres como tú o merecen disfrutar de nada. Él desvió la mirada pero guardó silencio. No intentó explicar ni pedir perdón ni hablar de ninguna de las cosas que ella esperaba escuchar de todo corazón. Es un error, quiso gritar. Tú me amas. Sé que me amas. Observó que una gruesa vena le palpitaba desacompasadamente en el cuello. Y entonces dio media vuelta.

Florence recorrió el pasillo de la segunda planta como una sonámbula, ciega ante los retratos antiguos, sorda a los pasos cautelosos de una criada. Había querido creer tan a pies juntillas que Edward la amaba que había llegado a convencerse de que era verdad. Catherine Exeter tenía razón. Era fácil engañar a las mujeres. Con sólo un pequeño estímulo, metían la cabeza en la brida y a los hombres que amaban les entregaban un látigo. Dios mio. Dio unos pasos inciertos cuando se llevó la mano al corazón desbocado ¿Qué haría ahora? Una parte de ella, la parte débil, quería quedar a la merced de Freddie Cásame, decía , imploraba, la parte débil. Dame seguridad..

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Sin embargo, dijera lo que dijera Edward, ella sabía que Freddie no la quería como esposa. Lo había visto en sus ojos. Lo había sentido en su beso. Sin duda habría dicho que sí la quería porque era difícil sustraerse a los deseos de Edward. Ella misma sabía por experiencia lo difícil que podía ser oponerse a él. Mientras seguía, deslizó los dedos a lo largo de la suave pared de color curry dorado. Tendría que hablar con Freddie. No estaba segura de lo que debía decirle. ¿Qué su hermano había comprometido su virtud, y luego la había tratado como un objeto que se había encontrado en el establo? Freddie admiraba a su hermano. No parecía justo destruir ese vínculo. Pero tenía que decirle algo para explicar por qué no podía permanecer ni un solo minuto más en esa casa. Perdida en sus pensamientos, su mano recorrió la brillante baranda de caoba que marcaba el giro de la gran escalera hacia la planta baja. La bajó hasta el primer rellano. ¿Acaso Freddie la devolvería a Keswick? Regresar a Londres estaba descartado. Aunque pudiera enfrentarse a ello, no tenía dinero para embarcarse en esa empresa. Tía Hypatia seguramente dejaría de prestarle apoyo. Además, llegó a dudar de que incluso la duquesa pudiese repara el daño que la ruptura del compromiso haría a su reputación. Eran demasiadas cosas que decidir. Se lo explicaría a Freddie lo más delicadamente posible. Él era un hombre inteligente. Y era verdad que le tenía afecto. Tal vez, vería alguna solución que ella no había visto. Su sensación de pánico disminuyó cuando se acercó a sus dependencias. La idea de ser estrechada con afecto, aunque no fuera más que por un momento, era como un rayo de luz en una tormenta. Apresuró el paso, y cruzó rápidamente por la sala de billar hacia el ala que ocupaba la familia. Llamó a la puerta con golpe suave y luego la abrió, demasiado impaciente para esperar la venía de Freddie. Al comienzo no entendía lo que sus ojos veían . Sí, sabía que las dos altas figuras junto a la ventana se estaban besando. Al fin y al cabo, tenían las bocas apretadas una contra otra, y sus respectivas manos cogiendo al otro por el trasero. La camisa de uno de ellos tenía todos los botones abiertos excepto tres, con la consiguiente abertura por encima del hombro. La tela le colgaba hasta el codo, dejando al desnudo unos poderosos bíceps y una espaldas bellas y musculosas. Tardó sólo un momento en darse cuenta de que aquella era la espalda de Freddie, y tardó algo más en identificar a su compañero como Nigel. El mayordomo de Edward gemía en la boca de Freddie como si prefiriera morir antes que detenerse. Y Freddie lo besaba con todo el apetito que, según había sostenido, era incapaz de sentir por ella. Florence vio lenguas y dientes. Vio unos nudillos que palidecían y cuellos sudorosos. Los dos apretaban sus caderas como gatos en celo. Por el atisbo que Florence tuvo del espacio que mediaba ente aquellas caderas, los dos estaban visiblemente excitados. Quiso recuperar el aliento como si una enorme mano la hubiese estado sujetando bajo el agua y sólo ahora la dejara subir a respirar. Ante ese ruido, los dos hombres se separaron rapidamente, como si fueran dos 157

culpables. Freddie dejó escapar una maldición en sordina. Nigel se puso blanco. —Florence –dijo Freddie, echando hacia atrás su pelo completamente revuelto. Florence era incapaz de mirarlo a los ojos. Freddie se parecía a Edward justo después de que ella lo había cogido en su boca, rezumando lujuria por todos los poros. Su mente giró, enturbiada por la estupefacción. Freddie y Nigel. Nigel y Freddie. Era algo demasiado inusitado para comprender. —Perdónenme –dijo, comenzando a retroceder—. Debí esperar hasta que respondieran cuando llamé a la puerta. Freddie y Nigel intercambiaron una mirada. —¿Llamaste a la puerta? –inquirió Freddie—. ¡Por todos los...! No te vayas, Florence. Tenemos que hablar. Por favor. La intensidad de aquel ruego la detuvo. Se llevó las manos por debajo del pecho, como si con ese gesto pudiera protegerse de mayores daños. —No sé qué podemos decirnos, excepto que ahora creo que entiendo por qué no quieres casarte conmigo. —No podrías entender. No todo. –Con un gruñido de irritación que recordaba dolorosamente a su hermano, Freddie se tiró de la camisa y se la arregló sobre el hombro—. Maldito sea Edward y sus ridículos planes. —¿Edward? –A Florence le dio un vuelco el corazón—. ¿Qué tiene que ver Edward con esto? Freddie se sentó en el borde de la cama, con las piernas estiradas despreocupadamente, su rostro expresando una compasión tan profunda que Florence tuvo miedo. —Entra, Florence. Te lo contaré todo. —Debería irme –dijo Nigel. Freddie asintió con un gesto de cabeza y, en ese gesto, Florence adivinó que se ocultaba una historia secreta. Durante un extraño momento, a pesar de todo lo que había sucedido, sintió una punzada de envidia. Aquellos dos compartían un vínculo del que nadie más podía participar. —No hagas nada –dijo Freddie. —No –convino Nigel, la voz calmada pero grave—. No haré nada hasta que vuelva a hablar contigo. –Vaciló al pasar junto a Florence y luego se detuvo—. No puedo expresarle cuánto lamento todo esto, señorita Fairleigh. Ninguno de los dos tenía la intención de ... Digamos que me doy cuenta de que con mi manera de actuar he traicionado profundamente su confianza. Si hay algo que pueda hacer para ayudarla, cualquier cosa, estaría encantado de prestarme a ello. Bien podría haber estado hablando en sánscrito. Al parecer, Nigel entendió lo que le sucedía, y siguió hasta la puerta. Florence lo vio salir, mientras su cerebro no hacía otra cosa que girar en banda. Observó sus largas piernas elegantes, la cuadratura orgullosa de sus hombros y su cabeza. Una cabeza pequeña, bellamente formada bajo su pelo corto

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plateado. Los dedos de la mano con que cerró la puerta eran finos y afilados. Cuando la mano desapareció, ella se volvió hacia Freddie. —Supongo que es un hombre, ¿no? –inquirió, más confundida de lo que jamás había estado en su vida. Freddie rió, un sonido seco y carrasposo. —Sí, es un hombre. Si no lo fuera, no lo habría besado de esa manera. —¿Sólo te gusta besar a los hombres? La sonrisa de Freddie tenía un rictus de tristeza. Le apartó un mechón de pelo que se le había soltado del moño. —No me importó besarte a ti, querida., pero temo que es verdad. En realidad, sólo me gusta besar a los hombres. Supongo que es una cuestión de nacimiento. —Pero, ¿cómo podías saberlo? Freddie se encogió de hombros. —Edward cree que todo sucedió en Eton. Se culpa a sí mismo por haberme enviado a estudiar ahí. Existe una tradición según la cual los alumnos mayores maltratan a los menores. Los convierten en criados personales. Les dan cuarenta latigazos por infracciones imaginarias. A veces, parte de esa servidumbre implica favores más íntimos. —Los besos –dijo ella, intentando comprender. Freddie mantuvo fija su mirada en ella. —Más que besos. Los chicos aprenden a darse a los placeres muy jóvenes, y a algunos no les importa que les echen una mano. Unos pocos, como yo, prefieren una mano masculina. La primera vez que un chico me pidió que se la hiciera, me sentí como si hubiesen caído de mis ojos dos grandes velos. De pronto, lo que yo siempre había querido estaba claro. Le cogió las manos y se las apretó, sus ojos despidiendo un fuego trémulo y caliente. —Sé que hay personas que dicen que no es natural, Florence. Sé que dicen que es un pecado. Pero yo no lo vivo como un pecado. Lo vivo tal como Dios me ha creado. —No creo que seas un pecador –dijo ella. La palabras le venían lentamente al pensamiento mientras buscaba en el torbellino de sus emociones—. Quizá, si no te conociera, pensaría que lo eres, pero siempre he pensado que eres un hombre bueno y generoso. Mi padre solía decir que Dios pesa los pecados de cada hombre en privado. No podemos prender saber de qué están hechas las balanzas. —Tu padre suena como un hombre sabio. Una sonrisa de recuerdos se insinuó en los labios de Florence. —Cuando se trataba de los corazones de otra personas, sí. —¿De modo que puedo tener la esperanza de que la hija del párroco me perdone? —No estoy segura de que necesites mi perdón. 159

Con un suspiro, Freddie se llevó una de sus manos a la boca. —Temo que hay más, Florence, más cosas que tienes derecho a saber Considerando lo que acababa de ver, la historia del criado no la sorprendió. Fue más inquietante descubrir que el señor Mowbry también era el abogado de Edward. Saber que el viejo amigo de su padre se había propuesto ayudar a Edward a salvar la reputación de Freddie y planear una unión con ella la dejó boquierabierta. Y entonces, cuando pensó que no podía soportar otro golpe, Freddie le reveló que tía Hypatia había accedido a colaborar. —¿Ellos lo sabían? –preguntó ella, y el rostro le ardía un instante y al siguiente era de hielo. En su pecho, el asombro se debatía con la ira—. ¿Tía Hypatia y Edward? ¿Sabían cómo eras tú y, aún así, querían que me casara contigo? —Ellos no lo veían de esa manera. Pensaban que podría superarlo. Sabían que tú necesitabas un marido y pensaron que yo sería tan bueno como cualquiera. —¡Pero me engañaron! Me hicieron creer que tú realmente sentías algo por mí. Él le cogió la cara por el mentón. —Sí, siento algo. Eso nunca ha sido una mentira. Si Nigel y yo no hubiésemos... Es decir, si no hubiésemos... —Vamos, continúa –le dijo ella, bruscamente, con un gesto de ira que podía medirse con el de la duquesa—. Si tú y Nigel no os hubierais enamorado, te podrías haber pasado toda una vida engañándome. Freddie empalideció como si Florence le hubiera dicho una verdad que no estaba preparado para reconocer. Dejó caer el brazo. —Florence... A ella ya no le importaba lo que tuviera que decirle. —¡Sois unos mentirosos, todos vosotros! Mentirosos y tramposos. Y Edward es el peor de todos. ¡Dios mío! –el tono de su voz subió descontroladamente y Florence se retorció las mano en la falda como si tuviera la intención de rasgarla y desprenderse de ella—. No puedo creer que realmente me preocupara lo que él pensara de mí. No me explico por qué intenté ganarme su respeto. Es un bicho. ¡Un insecto que no vale ni el esfuerzo que habría que hacer para aplastarlo! —Florence –le reprochó Freddie, y una sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios. Ella le enterró el índice en el pecho. —¡Es un malvado asqueroso y repugnante! Fredie le cogió la mano e intentó calmarla. Florence se sorprendió al ver que aún llevaba el anillo de Edward. Antes de que él pudiera verlo, retiró bruscamente la mano. El mentón le temblaba pero estaba decidida a no llorar.

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—No lo juzgues con tanta dureza –dijo Freddie, y desapareció todo brillo de humor—. No digo que sus métodos fueran perfectos, pero lo que hizo lo hizo por amor. Protegería de la misma manera a cualquiera que ama. Incluyéndote a ti. —¡Já! –ladró Florence. Se limpió los ojos con la manga antes de que derramara una lágrima—. He ahí un buen cuento para ir a la cama. ¿Edward protegerme a mí? Si sería el primero en dar el martillazo para hundir el clavo. Freddie quiso protestar, pero ella ya había escuchado suficiente. Cegada por la emoción, dio media vuelta y salió de la habitación. No tenía por qué correr. La herida de Freddie no le permitiría seguirla. Víbora, pensó, dando grandes zancadas que hacían volar su vestido. Qué idiota había sido en imaginar que Edward tenía un corazón. Subió la escalera de dos en dos con el aliento entrecortado por la rabia y la vergüenza. Todos se habían reído de ella, pero sólo Edward la había convertido en una mujer que sufre los engaños del amor.

Capitulo 13 —No entiendo por qué tenemos que partir —murmuró Lizzie por enésima vez desde que Florence le había dicho que hiciera las maletas—. Al menos por qué tan deprisa. Si está decidida a volver a Keswick, el vizconde Burbrooke se ocupará de que la lleven. Ignorándola deliberadamente, Florence frunció el ceño al mirar el contenido de su ajuar. Por orden de la duquesa, habían dispuesto de la mayoría de sus vestidos antiguos. Quedaban muy pocos para llevarse, sólo los que había traído con ella de Londres. Con una mueca de disgusto, eligió los más sencillos de los vestidos nuevos. Si las cosas empeoraban, podría venderlos por el precio de un billete de tren. Aquella idea no la hacía sentirse nada cómoda. vestidos pertenecían a tía Hypatia.

En realidad, aquellos

Lizzie aceptó el primero, un vestido de muselina de un ligero tono amarillo. Lo alisó sobre la cama, luego lo plegó cuidadosamente. Florence ya le había advertido que no llevarían baúles en el equipaje, sólo lo que las dos pudieran acarrear en sus respectivas maletas. —No sé qué se figura que hará en Keswick —gruñó Lizzie, dando muestras de que su irritación no menguaba. —Me ofreceré como dama de compañía —dijo Florence con más confianza de la que realmente sentía. —Já. —Lizzie manoseó la costura de una bastilla—. Esas pobres viejas no tienen más dinero que nosotras. —Entonces tendré que convencer a más de una para que me contraten. Me dedicaré a reunir un perfecto harén de viejecitas decrépitas.

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Cogida por sorpresa, Lizzie no pudo reprimir la risa. recuperar su seriedad.

Pero no tardó en

—No está bien, eso de que usted y milord Freddie se separen. Cualquiera sea el motivo de su desavenencia, estoy segura de que podrán solucionarla. Además... —dijo, con la mirada nublada—, no me gusta la idea de tener que quedarnos con aquella amiga de la duquesa. He escuchado cómo hablan de ella los criados. Dicen que está chalada. —No es ninguna chalada —le reprendió Florence, esforzándose en conservar la paciencia—. Es una mujer que ha vivido no pocos problemas. Igual que nosotras. —Pero... El mal humor de Florence estaba mitigado por la culpa que sentía al obligar a Lizzie a abandonar aquel cómodo lugar, y por la angustia de tener que abandonarlo ella misma. —Entonces, quédate —dijo—. Estoy segura de que el conde te encontrará una posición. Siempre hay alguna posibilidad de trabajar en la cocina. A Lizzie se le fue el color de la cara. Florence se arrepintió de inmediato. —Diantres —dijo—. No quería decir eso. Edward no te mandaría a fregar cacharros. Estoy segura de que si se lo pidieras, te encontraría una posición como criada de una buena señora entre sus amigos. —Pero, pero... —Lizzie comenzó a sollozar—. No quiero ser la criada de nadie excepto la suya. —Y bien —dijo Florence, con un humor que pensaba haber perdido—, lo que pasa es que, al parecer, ya no me convertiré en señora. —¡Eso no es verdad! —exclamó Lizzie, y se lanzó a sus brazos—. Yo sé que no es verdad. Florence le dio unas palmaditas en la espalda. Sentía un alivio especial al consolar a la pequeña criada. Pobre Lizzie. Privada de su luz de gas y de su agua corriente. Decidió que cualquiera que fuera el giro que adoptaran los acontecimientos para ella, le pediría a Edward que la ayudara. Estaba segura de que él le ayudaría, aunque no podría haber dicho de donde le venía esa certeza. —Tal vez podría casarse con el duque, como alternativa —murmuró Lizzie, dejando correr sus lágrimas sobre el cuello de Florence. Dios mío, pensó Florence. Dios me libre de ese destino.

La puerta de la casa de Catherine fue abierta por una visión, una mujer vestida de seda color lavanda y encaje. Maravillosamente rubia, intachablemente femenina, la sobrina de Catherine era aún más guapa en persona que en retrato. —Mira, mira —dijo con una mirada vacía y labios algo torcidos—, es la fabulosa Florence Fairleigh. 162

En el estado de desasosiego que padecía Florence, condescendiente fue más que suficiente para intimidarla.

ese

saludo

—Lo siento —dijo, retrocediendo—, he venido en un mal momento. Imogene reaccionó de inmediato. —Nada de eso —dijo, cogiendo a Florence por el brazo—. Mi tía jamás me perdonaría si dejo que se vayan. Es evidente que necesitan ayuda. Si de alguna manera me disculpa por mis horribles modales, estaría encantada de ayudarle como pueda. Con aquellas bonitas palabras, hizo entrar a su invitada. Florence sabía a duras penas qué hacer con aquella criatura cambiable, qué hacer de sus edulcoradas exclamaciones de preocupación. Cualesquiera que fueran los motivos de Imogene, Florence no tuvo la voluntad necesaria para resistirse a su acogida. Algo menos contenta, Lizzie la siguió con sus pequeños pasos. Catherine se presentó en el salón al oírlas llegar. En cuanto vio a Florence, la cogió y la abrazó. —Pobrecita, querida —dijo, con un tono tan maternal que Florence sintió un nudo en la garganta—. Ya me temía que esto sucedería. Jamás ha habido una mujer que amara a un Greystowe que no acabara conociendo el sufrimiento. —¿No irás a decirme que Freddie te dejó plantada? —murmuró Imogene. Florence pensó un momento en la familiaridad de aquella pregunta, pero le resultaba difícil sentirse ofendida. La curiosidad de Imogene era tan delicada como ella misma. Quedaba suspendida en el aire como la tela de la araña, apenas visible. Se separó del abrazo de Catherine y se secó las lágrimas. Las dos mujeres la observaban con un dejo gentil en la mirada, las pestañas (unas rubias, las otras plateadas) alzadas en idénticos y delgados arcos. A pesar de su generosidad, Florence no fue capaz de responder. Ni siquiera ahora podía hablar mal de los Burbrooke. —No —pensó Imogene en voz alta, y con sus ojos grises y mansos escrutó su rostro—. Freddie Burbrooke no va por ahí rompiendo corazones, pero lo que es el mayor... —Calla —la riñó Catherine antes de que Florence pudiera hacer otra cosa que morderse el labio—. A todas luces, esta chica está sufriendo. No debemos importunarla con preguntas. Ya es suficiente con que estés aquí, querida. No pedimos más que eso. Catherine Exeter no quería ni oír hablar de la partida de Florence, aunque su presencia, sumada a la de Imogene, daría más trabajo a los criados de aquel humilde hogar. —Tu chica puede alojarse con la mía en el desván. Estoy segura de que lo encontrará perfectamente acogedor. Florence hubiera preferido que Lizzie permaneciera con ella, pero, al no contar con apoyo alguno (al parecer, ni siquiera el de la propia Lizzie) no tuvo la voluntad de oponerse a esta disposición. —Es usted muy generosa —dijo, con lágrimas en los ojos.

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Sin dejar de parlotear, Catherine la condujo a una habitación de invitados en la segunda planta. Florence se sentía más agradecida de lo que hubiera podido expresar, y tras deshacerse de su ropa humedecida por la lluvia, permitió que la arroparan en la cama. —Descansa —dijo Catherine, y con su mano fría le acarició la frente—. El sueño es el mejor remedio para los corazones destrozados. Aún no era mediodía, pero Florence estaba agotada. Bertha, la criada robusta y de cara triste, le trajo un bello edredón blanco para abrigarla. Miró a sus espaldas antes de hablar. —Puede que las cosas tengan mejor aspecto por la mañana —dijo con una voz ronca y saltona, como si tuviese miedo de que la oyeran—. Los hombres no son tan malos como... como algunas personas quisieran hacernos creer. Florence sonrió, emocionada por su consejo. Sólo deseaba que fuera verdad. Se despidió de la empleada con un saludo de la mano, y luego, con un suspiro de cansancio, se enroscó en torno a su almohada almidonada como un animal herido en su madriguera. Estaba a salvo, al menos por ahora. Una mujer en su posición no podía pedir más que eso.

Por primera vez en demasiados años para poderlo recordar, Edward bebió con intención de emborracharse. Las estanterías de la biblioteca se desplegaban a su alrededor, la sabiduría de siglos atesorada en sus tomos. Pero esos libros no serían capaz de ayudarle, no más que el alcohol que ahora bebía. Después del cuarto whisky, la cabeza le daba vueltas, tenía un amargo sabor en la boca y aún recordaba cada una de las malditas palabras que había pronunciado. Disfrué lo que hicimos, pero no significó más que eso. Maldito bastardo, pensó, los nervios tensados por aquel recuerdo y por el tableteo infernal de la lluvia. Tenía ganas de estrellar la botella contra la pared, aunque no fuera más que para interrumpir ese ruido. Sus dedos se aprestaron a hacerlo. Afortunadamente, eso sí, o desafortunadamente, Edward no era un hombre que perdiera fácilmente el control. Con un cuidado exagerado, colocó la tapa de cristal esmerilado en el cuello de la botella. En cuanto Florence hubo abandonado su despacho, supo que había cometido un terrible error. El peor de su vida, un error que le mancharía el alma hasta la muerte. Se había convencido que era preferible, al fin y al cabo, que ella dejara de quererlo. Sin embargo, al final, lo que había hecho era herirlos a los dos. Sentía que el corazón se le desgarraba en el pecho con cada uno de los pasos de Florence al partir. Su razonamiento le pedía a gritos que la siguiera, que le dijera algo, cualquier cosa, algo que hiciera retornar la adoración que había visto la noche anterior. Tenía tantas ganas de ir tras ella que le dolían todos los huesos del cuerpo.

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Pero no podía. No podía abandonar a Freddie. Edward no se engañaba a sí mismo. Florence era la última oportunidad que tenía Freddie para convertirse en un hombre respetable. Sólo un matrimonio así le permitiría recuperar su lugar en ese mundo suyo. Aunque algunas personas dudaran de la sinceridad de los votos pronunciados por su hermano, sabrían que tenía la intención de mantener (al menos superficialmente) la imagen que la sociedad deseaba proyectar. Si Freddie se negaba a entrar en razón, ellos lo despojarían para siempre de su respetabilidad. Dios mío, pensó, y dejó caer hacia atrás la cabeza en la butaca de orejas. Aún veía la expresión de Florence cuando le tendió el anillo de su padre. ¿Qué‚ intención tenías al darme esto?, había preguntado, y lo único que él atinó a pensar fue cómo le sentaba de bien aquel cilindro dorado en su dedo. ¡Si al menos hubiese tenido la gentileza de regalárselo! Si sólo hubiera podido amarla como deseaba. Cogió los brazos de la butaca hasta que la madera crujió con la fuerza que ejercía. No podía dejar las cosas así. Cualquiera que fuera el coste, no podía dejar que Florence lo odiara. Se incorporo con un gruñido, como si sus extremidades fueran pesos de plomo. Con paso inseguro, recorrió los pasillos vacíos hasta sus dependencias. Se cambiaría la ropa que llevaba puesta desde la pasada noche. Se lavaría los dientes y se peinaría. Luego hablaría con Florence. No sabía qué diría, sólo que antes tenía que adoptar un aspecto más humano. Su ayuda de cámara, Lewis, lo esperaba en su habitación. Tenía un aspecto a la vez triste y preocupado. —¿Qué‚ pasa? —preguntó Edward mientras se arrancaba el cuello. Lewis se incorporó con rigidez militar. —Su hermano ha partido, milord. Junto con Nigel West. —¿Ha partido? —preguntó Edward, congelando su gesto. —Sí, milord. Han ido a solucionar el conflicto de los trabajadores en la fábrica. —Pero si era yo quien tenía que ocuparse de eso. Yo quería que Freddie y Florence... —Guardó silencio y dejó uno de los gemelos sobre el armario de cajones. El ónix lanzó un leve destello bajo la luz opaca—. ¿Y dices que Nigel lo acompañaba? —Sí, señor. Su hermano dejó esta nota para usted. Dijo que debía entregársela personalmente. —Lewis parecía desaprobar esa demanda. Edward ni siquiera se dio cuenta. Si Nigel estaba con Freddie, tal vez no debería preocuparse. Edward conocía a su mayordomo desde hacía años, desde que el viejo duque lo había tomado bajo su tutela. Nigel, hijo de un guardabosques de Greystowe, era el mozo más inteligente de la escuela de la aldea. Demasiado inteligente para el ejército, había dicho el viejo duque, y lo había enviado a Oxford. Él y Freddie, desde luego, no habían tenido una relación estrecha. Nigel era mayor y de origen humilde, si bien Freddie sabía que era un dechado de virtudes en cuanto a rectitud, puntilloso en su sentido del bien y el mal, y casi tan fiel a la familia

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como el propio Edward. Si viajaba con él, al menos Freddie no provocaría más escándalos. En ese momento rompió el sello de la carta. —¡Dios mío! —exclamó, al leer las primeras líneas. —¿Señor? —dijo Lewis. Edward lo despidió con un gesto y se sentó, hundido, en el borde de la cama. Con el corazón latiéndole a reventar en el pecho y las manos que le temblaban, leyó la nota de Freddie desde el comienzo. <>, comenzaba. <>. Nos hemos convertido en amigos durante mi convalecencia, quizá, como Florence ha tenido la amabilidad de señalar, en algo más que amigos. —¡Florence! —exclamó Edward, y dejó caer la carta sobre su muslo. ¿Qué le había contado su hermano a Florence? ¿Y desde cuando Nigel y Freddie eran amigos? Cada vez que Edward los veía, estaban peleándose como dos perros por un hueso. Farfullando para sí mismo, cogió la carta y siguió leyendo. <>, escribía Freddie, <>. Seremos el uno para el otro, resopló Edward. <
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—¿La señorita Fairleigh? —inquirió Lewis, a todas luces asombrado por su tono de voz—. No lo sé. En sus habitaciones, supongo. Pero Florence no estaba en sus habitaciones. Había partido, llevándose más de la mitad de su ropa. Su pequeña criada, Lizzle, también había recogido sus enseres. Edward quedó parado, como clavado al suelo, entre los objetos desperdigados de su partida, botas tiradas sobre la alfombra, un puñado de pinzas plateadas, un pequeño guante rosado. La sangre le latía en el cuerpo como si fuera un toque de difuntos. Florence había partido. Demasiado deprisa para despedirse. Mientras él se dedicaba a beber como un estúpido, ella había salido por esa puerta. Él la había ahuyentado. Los había ahuyentado a los dos. Edward dejó ir la cabeza hacia atrás, desesperado, y de su pecho escapó un rugido.

A la mañana siguiente, la lluvia se había convertido en una llovizna que invitaba al mal humor. Aunque Edward había descubierto dónde estaba Florence, cualquier triunfo que sintiera como el éxito de su trabajo detectivesco estaba neutralizado por la naturaleza del refugio que ella había buscado. No sabía con certeza si hubiera preferido que Florence hubiera corrido a refugiarse en el infierno. Sin embargo, había que vencer aquel obstáculo. No se podía permitir que Florence permaneciera en aquellas manos tan poco afectuosas. Había que desafiar a la bruja en su guarida, o cualquiera fuera la metáfora que describiera a las viejas solteronas. Se vistió cuidadosamente con su atuendo de montar y botas recién lustradas. Su camisa era inmaculada, su prestancia tan serena como le era posible. Quizá era su imaginación, pero Sansón parecía reacio a detenerse frente a la casa de Catherine Exeter. Mientras el potro sacudía la cabeza de arriba abajo, Edward ató las riendas al anillo del madero de enganche. —Eres un caballo sabio —murmuró, dándole palmaditas en el cuello lustroso. Un caballo con suerte, en realidad, que podía quedarse esperando afuera. Con una sonrisa adusta, se dirigió con paso decidido hacia la puerta por el sendero de piedrecillas. Fue la propia Catherine Exeter quien le abrió. No fingió no conocerlo, aunque desde aquel incidente con Freddie y las manzanas no habían intercambiado más de dos palabras. La animosidad que Edward sentía hacia la mujer le corría por las venas. Florence era la única que podía haber conseguido llevarlo hasta sus dominios. Su castigo se plantó con firmeza entre el pasillo de entrada y él. —Es algo temprano para hacer visitas —dijo la mujer. —Ya sabe por qué he venido.

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—En realidad —sonrió Catherine como un serafín perverso—, si se tratara de Freddie, entendería por qué ha venido. Ah, pero debo de haberlo olvidado. Mi sobrina me ha contado que alimenta usted cierta debilidad por la novia de su hermano. Eso está muy mal, muy mal. Es una conducta muy poco prudente, lord Greystowe. Edward apretaba los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula. La relajó lo suficiente para hablar. —Quiero hablar con ella. —Seguro que sí. Sin embargo, ella no quiere verlo a usted. Eso es lo que pasa cuando se trata a las mujeres como si fueran perros. Acaban teniéndole aversión a las patadas. —Yo no he tratado... —comenzó Edward, pero un movimiento en las estrechas escaleras lo distrajo del argumento que tenía en mente. Era Florence quien bajaba. Llevaba uno de sus viejos vestidos, una mezcla de flores rosadas y amarillas. El algodón estaba raído, las mangas eran demasiado anchas y pasadas de moda, si bien para Edward el vestido fue una visión tan deslumbrante como la seda más fina. Su mirada fue de la bastilla del vestido de vuelta a ella. Qué adorable era, qué femenina en todos los sentidos de la palabra. —Está bien, Catherine —dijo Florence, con voz serena y suave—. Hablaré con él. —Pero, querida... Florence le apretó a Catherine ligeramente el hombro huesudo y pequeño. —Es preferible acabar de una vez por todas. Después de una ligera vacilación, Catherine consintió. —Como tú quieras. Estaré en el salón si me necesitas. Florence ocupó su lugar en la puerta. Por lo visto, ninguna de las dos mujeres tenía la intención de dejarlo entrar. Pero eso no le importaba a Edward. No era intención suya penetrar en la casa de Catherine Exeter, siempre y cuando Florence volviera a la suya. Durante lo que fueron unos cuantos respiros, él sólo atinó a mirarla, atendiendo a la curva suave y rosada de sus mejillas, al brillo de su pelo recogido en alto, a la palidez poco habitual de su frente. Tenía los párpados caídos, y sus ojos verdes color césped se ensombrecían con aquellos negros y brillantes abanicos. Su boca era una curva rosada de cerezos en flor, infinitamente dulce. Cuando Florence se mordió el labio inferior, Edward sintió un estremecimiento de placer en la nuca. Si no fuera por Catherine, la habría besado en ese momento y lugar. —No sabes adonde has venido a parar —dijo. Ella levantó la cabeza. —Sí que lo sé. Y no tengo intención alguna de oír cómo la calumnias. Dime qué quieres y acabemos de una vez. Haciendo un esfuerzo, Edward relajó las manos.

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—Quiero que vuelvas a Greystowe. —¿Para qué? —preguntó Florence y cruzó los brazos por debajo del pecho—. ¿Para que me case con tu hermano? Edward creyó saber lo que ella quería que dijera, pero no conseguía articular las palabras. Quería hacerlo, pero entonces pensaba en Freddie, en el futuro de Freddie como un ser marginado. Ni siquiera ahora era capaz de reclamarla como su propia mujer. —No quiero que me odies —dijo, y aquella demanda le pareció absurda a él mismo. —No te odio —dijo Florence—. Me das pena. Sin embargo, lo que él percibió en su voz no era pena, así como lo que veía en los ojos de Catherine Exeter no era la esencia de la bondad humana. —Tengo sentimientos por ti —dijo—. Ya sé que es difícil para ti creerlo, pero... —Por el amor de Dios. —Con un gesto de visible desprecio, Florence lo interrumpió—. Si dices tener sentimientos por mí, no me gustaría ver cómo tratas a las personas que odias. Te apoderaste de mi inocencia, Edward, y la arrastraste por el lodo. —No me apoderé de tu inocencia —alegó él, con un silbido de voz, lo bastante bajo para burlar a los oídos indiscretos—. Todavía eres virgen. —Sí, desde luego replicó ella. —Era inconcebible que tu hermano se llevara a la cama a una mujer que ha pecado. Su golpe fue tan certero que Edward sintió que una ola de vergüenza le subía por el cuello. Como era natural, Florence también lo vio. —Eres un hombre despreciable —dijo, escupiendo las palabras—. Si no vuelvo a verte nunca más, será demasiado poco. Antes de que él pudiese pensar en una respuesta, ella le cerró la puerta de un golpe en las narices. Si hubiese sido Catherine Exeter, Edward probablemente habría echado abajo la puerta. Pero Florence... El rechazo de Florence lo dejó boquiabierto y sin aliento. Se balanceó sobre los pies, los oídos zumbándole tras el golpe de la pesada puerta de madera. Era verdad que lo odiaba. Lo odiaba tanto como Catherine Exeter había odiado a su padre. Se sentía incapaz de enfrentarse a aquello. Tenía que pensar. Tropezó dos veces mientras caminaba de vuelta por el sendero, sintiendo hasta los músculos agarrotados. Sansón le lamió la mano mientras él cogía torpemente las riendas, y luego esperó, paciente, a que montara. Cuando Edward estuvo sobre la montura, se giró una última vez hacia la casa. Al principio, pensó que la suya era una visión, una proyección pesadillesca de su culpa. Sin embargo, cuando parpadeó, la imagen no se desvaneció. Era Imogene Hargreave que miraba por la ventana del salón, sus ojos pálidos encendidos por un placer de lo más oscuro. Dios mío, pensó. El peligro que corría Florence era superior a lo que había imaginado.

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Florence se había quitado el anillo de Edward. Ahora lo guardaba en el bolsillo de su vestido. Una y otra vez hacía girar el cilindro dorado, e imaginaba su cara, oía sus palabras, mientras Catherine tejía calcetines para los pobres. Su sobrina llevaba el peso de la conversación, y parloteaba alegremente de sus numerosas conquistas en Londres. A juzgar por sus relatos, media ciudad había caído rendida a sus pies, un alarde que Florence no podía impugnar, considerando su ingenio y su elegancia y su belleza de gata zalamera ofreciéndose como un festín ante su pobre condición de campesina. Mis sentimientos por ti son verdaderos, había dicho Edward. No quiero que me odies. ¿Por qué habría dicho eso? ¿Acaso era un juego para él? ¿Observar con qué crueldad podía tratarla y aún así, mantenerla suspendida de un hilo? Mis sentimientos por ti son verdaderos, Florence. Incluso ahora, deseaba creerle. Hizo chasquear la lengua, asqueada de sí misma. Si no tenía cuidado, ese hilo de Edward se convertiría en una cuerda y la estrangularía. Catherine alzó la cabeza al oír la breve exclamación. Estaba sentada en su silla de roble como un gorrión vigilante, mientras el tintineo de las agujas de tejer se había vuelto tan familiar para Florence como los latidos de su corazón. Era lo mismo que hacían las damas de Keswick para pasar el tiempo. —¿Estás segura de que no quieres ayudarnos? Tal vez así olvidarás tus problemas. Florence sacó la mano del bolsillo y se alisó la falda. —Me temo que hoy no puedo concentrarme en nada. —Como quieras —dijo Catherine con ese tono apacible suyo. Las agujas volvieron a tintinear pensativamente antes de que volviera a hablar—. Puede que no me creas, querida, pero hace bastante tiempo tenía mucho más que calcetines que ofrecer. Cuando papá estaba vivo, antes de que mi despreciable primo, si me perdonas la expresión, se adueñara de la mansión, nada tan imponente como Greystowe, eso sí, pero una buena propiedad, y próspera. Oh, en aquel entonces eran otros los bienes que regalábamos a los pobres. Jamones ahumados y conservas y, oh, Dios todo, todo tipo de cosas encantadoras, algunas de las cuales agradecería tener hoy en día. Pero así es la vida. Dios nos da y Dios nos quita, aunque por qué tenía que darle tanto a ese pobre tonto de Jeffrey, no podría decirte. Él tenía dinero de su padre. Pero es así como los hombres han arreglado el mundo. Una mujer no puede heredar la casa de su padre y debe ser expulsada, le guste o no, y arreglarse como mejor pueda. Y si no encuentra un marido... —¡Ay, ay! Pero estoy segura de que todo será para lo mejor. Las mujeres son más fuertes que los hombres, ya lo sabes. Somos capaces de cargar con estos fardos. Y es preferible vivir modestamente bajo tu propio techo que holgadamente en casa de un déspota.

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—Ya lo creo —convino Imogene, mientras se pasaba las uñas afiladas por su cuello de cisne—. A los hombres hay que enseñarles cuál es su lugar o evitarlos del todo. Un hombre que una mujer no pueda controlar es un peligro demasiado grande al que exponerse. Puesto que Florence ya había oído abundantes disquisiciones sobre estos temas, sabía que no tenía que contestar, sólo asentir de vez en cuando y tararear canciones. Ahora, mientras tarareaba, se giró de un lado en el sofá y apoyo el mentón contra el respaldo. Desde que había dejado Greystowe, se sentía como si arrastrara grilletes y cadenas. Pesada. Sin esperanza. Todos sus sueños se habían transmutado en dolor. La suave letanía de reproches de Catherine parecía dibujar una visión de su futuro, tan triste como el tiempo que reinaba afuera. Había alcanzado a ver un mundo más ancho y ahora lo echaría en falta. Con la punta de los dedos, tocó uno de los vidrios mojados por la lluvia. El camino más allá se perdía en el manto de una bruma grisácea, tan espesa como la de Londres. Y ahí, en el interior, no era menor la penumbra. Catherine no podía darse el lujo de gastar unos peniques para que ardieran las velas. Sin embargo, he aquí que sus peniques ahora alimentaban a Florence. —Lamento que Freddie se haya ido —dijo Florence, revelando una información que le había transmitido Lizzie—. Sé que me habría acompañado de vuelta a Keswick. —No debes preocuparte por eso —dijo Catherine—. Un poco de compañía es un regalo para una anciana como yo. Y para Imogene también, que ha sido tan generosa al visitarme. Ya, veo que tú, que has estado últimamente en Londres, eres mejor público para sus anécdotas. Imogene murmuró unas palabras agradables y falsas. Florence nunca había pertenecido a la sociedad como Imogene. Florence no era ese tipo de mujer. Florence era sencilla y aburrida y lamentablemente olvidable. Dejó escapar un suspiro suave y mortuorio que fue incapaz de reprimir. —Vamos, vamos —la reprendió Catherine—. Aguanta, querida. El tiempo lo sana todo. Antes de que te des cuenta, te habrás librado de la maldición de los Burbrooke. ¿Acaso sería verdad? A ella le parecía que su corazón jamás volvería a conocer la ligereza.

Capitulo 14 Edward se detuvo a una distancia prudente de la cabaña del pastor. Era una sencilla pero sólida construcción de piedra y paja. El jardín estaba bien cuidado, las flores brillaban con vida, y unos cuantos pollos blancos y gordos buscaban comida fuera del gallinero. Edward no estaba seguro de que los habitantes de la casa apreciarían ser objeto de su caridad, pero Lizzie le había informado que Catherine Exeter tenía la intención de visitarlos ese día. 171

—Por si acaso le interesa —había dicho con gesto secreto, aunque no había nadie en los alrededores. Lo había buscado en la calle, cuando él salía a dar su paseo matutino con Sansón. A pesar del calor, Lizzie se había puesto la capucha para ocultar el rostro como un personaje en una novela de moda. La cesta del mercado que le colgaba del brazo delataba la excusa que había utilizado para ausentarse de la casa de Catherine Exeter. Edward habría reído de buena gana al verla en su melodrama si no hubiese estado desesperado por tener alguna noticia de Florence. En los últimos tres días lo habían despedido sin darle la posibilidad de verla. Comenzaba a temer que tendría que raptarla para hablar con ella. Por algún motivo, pensaba que aquello no mejoraría la opinión que Florence tenía de él. Ahora, eso sí, tenía otra posibilidad gracias a Lizzie. —A esa criada suya, esa Bertha, no le gusta nada —le confesó—. Me ha contado que la señorita Exeter se da unos grandes aires con su papelón de mecenas. Y esa señora Hargreave nunca va con ella. Está demasiado ocupada con su cura de sueño. Pero yo conozco a la señorita Florence. Seguro que se queda a jugar con el bebé. Finge tener vergüenza cuando les agrada a los niños, pero no será capaz de resistirse. Y entonces podrá hablar con ella. Edward esperaba que así sucediera. Al menos la maldita lluvia había parado. Se sentía ridículo espiando detrás de un arbusto mientras esperaba que Catherine saliera. Cuando la anciana finalmente salió, sin acompañante, Edward supo que la espera había merecido la pena. Se arregló el cuello, se alisó el pelo y se advirtió a sí mismo que no actuara como un colegial enamorado. Aquello no fue de gran ayuda. Tenía las palmas de las manos humedecidas cuando golpeó en las tablas de la puerta desteñidas por la intemperie. Desde el otro lado, la mujer de Bartle lo miró parpadeando y luego sonrió, una sonrisa lenta y ancha, como si supiera precisamente por qué había venido. Quizá lo sabía. Quizá llevaba su deseo de amante pintado en la cara. —Lord Greystowe —exclamó, abriendo la puerta del todo para saludarlo— . Qué amable de su parte venir a vernos. Estaba preparando el té. Edward entró con el sombrero en la mano. La cabaña de los Bartie tenía tres habitaciones, una sala grande donde la familia cocinaba y vivía y lavaba, una despensa para los alimentos y un pequeño rincón separado por cortinas donde dormían el señor y la señora Bartle. El suelo de piedra estaba pulcramente barrido y los muros recubiertos de un yeso que había amarilleado con el tiempo. Unos ganchos de madera servían para colgar la ropa en un ordenado despliegue alrededor de la sala. La ropa variaba de talla, de más pequeño a más grande, y la mayoría de las prendas eran una muestra de la habilidad de la señora Bartle con el hilo y la aguja. Su marido traía a casa parte de su paga en lana y la señora Bartle la hilaba y convertía en oro.

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Brillando en su propia áurea dorada, Florence estaba sentada en un soleado rincón con una criatura regordete en el regazo. Una pequeña, de no más de seis años, cardaba lana a sus pies, y con los hombros rozaba la rodilla de Florence como si la hubiera conocido toda la vida. Edward se cuidó de no mirar directamente al motivo de su visita. —He... he venido a ver cómo está su marido —dijo—. He sabido que tiene una fuerte tos. Era verdad que se había enterado, aunque de eso hacía semanas. —Pues, está mucho mejor —dijo la señora Bartle—. Por favor agradézcale a la señora Forster por su té. —Eso haré —respondió él y, por mucho que le pesara, no supo qué más decir. Sentía la presencia de Florence como un peso a sus espaldas. Temía darse vuelta y encontrarse con la censura de su mirada, pero temía aún más que le pidieran que se fuera. Afortunadamente, la señora Bartle se compadeció de él. Era una mujer buena y justa, como solía decir Angus Bartle. Robusta y rubia, aunque no tan rubia como sus cuatro hijos. Tenía aquel aire sereno y desenvuelto que algunas mujeres adquieren a medida que aumenta su prole. —Sin duda conoce a su prima —dijo, y lo hizo girarse con un gesto amable para que la mirara. —Florence —saludó él, comiéndosela con la mirada. Con el niño en brazos, parecía una madona. Su madona. En ese momento, habría dado su brazo derecho por que aquel bebé fuera de ellos. Ella mantuvo la mirada fija en la criatura arropada. —Edward —contestó, pronunciando su nombre con un susurro. Tenía el rostro sonrosado y la respiración acelerada. Ambas cosas podían haber sido consecuencia de la incomodidad, pero el organismo de Edward reaccionó en posición de atención tan rápidamente que sus pantalones podrían haberse incendiado. Le parecía horrible e impensable que él hubiese tocado sus partes más íntimas, que la hubiese escuchado suspirar de placer y que ahora no pudiese volver a hacerlo. Apenas si oyó a la señora Bartle murmurar algo acerca del té, porque en ese momento cruzó la habitación hacia Florence. Se sentó junto a ella en aquel rincón soleado. El sofá junto a la ventana era justo lo bastante ancho para los dos. La pierna de Florence rozó la suya a través de su vestido floreado. Con aquel contacto, su lujuria no fue en aumento pero sintió un consuelo tan profundo que se asustó. Hubiera querido sentarse al sol con ella toda su vida. El bebé comenzó a gemir cuando Florence se puso tensa. —Déjame cogerlo. —Sólo con la intención de calmarla, Edward le quitó el pesado bulto de los brazos. El bebé abrió los ojos cuán grande eran y luego manoteó junto a su cara. Fascinado por su energía, Edward fingió comerse el pequeño puño. —¿Cómo está nuestro pequeño Iván? —gruñó—. ¿Sigue igual de terrible? —Iván se retorció excitado con aquel estímulo y comenzó a farfullar sin parar.

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—¿Lo conoces? —preguntó Florence, que finalmente se dignó dirigirle una mirada. —Claro que conozco a Iván. Los Bartle son inquilinos de mis tierras. —Y hay que decir que él es un buen dueño —acotó la señora Bartle, acercéndose con dos tazas humeantes de té—. No podría una pedir nada mejor. —Cuando acabó de servirles, le entregó a su hija una pequeña galleta. La niña, que seguía apoyada contra la rodilla de Florence, alzó una mirada de curiosidad hacia Edward. —¿Ha traído usted calcetines? —inquirió. —Oh, no —contestó Edward, confundido con la pregunta. —Me parece bien —dijo la niña—, porque nadie teje calcetines tan buenos como los de mamá. —Calla —la riñó la señora Bartle, aunque Edward sabía que reprimía una sonrisa. No sabía si debía pedir una explicación. En su lugar, consiguió que el pequeño Iván se sentara y se lo acomodó junto al pecho en el hueco del brazo. —Ahora te tengo, pequeño. Veamos si puedes alcanzar mi taza de té desde aquí. El bebé lanzó un chillido de placer e hizo aletear las manitas regordetas. Con sus pies diminutos, dio unas pataditas sobre el muslo de Edward. Era un niño fuerte, fuerte y lleno de vida. —Eres un pequeño gorila —rió Edward. —Igual que su padre —convino la señora Bartle, que parecía aliviada de no tener que ocuparse por una vez de su hijo menor. Sonrió con una mirada cautelosa por encima del borde de su taza—. Es muy bueno con los bebés, Excelencia. Casi tan bueno como la señorita Fairleigh. —Supongo que recuerdo cuando Freddie tenía esta edad —dijo él, y dejó la taza en el suelo para limpiarle al pequeño Iván un poco de baba del mentón—. Para mí era mejor que un potrillo recién nacido. Un bebé feliz, igual que este jovencito. Florence se levantó bruscamente de su asiento como si algo la hubiera picado. —Debería irme ahora —dijo, con voz tensa—. Catherine se preguntará qué me ha sucedido. —Te acompañaré de vuelta —dijo Edward, incorporándose con la misma rapidez. —Oh, sí —dijo la señora Bartle, y se apresuró a recibir a su hijo—. No debería andar sin compañía. Daba la impresión de que Florence no apreciaba demasiado aquella solución pero, tal como él había esperado, era demasiado correcta como para desatar una riña delante de la señora Bartle. Después de asegurarle a la mujer del pastor que necesitaría a los <> durante la cosecha como todos los años, él y Florence se despidieron. Lado a lado, caminaron

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por la tierra verde y sembrada de rocas. Edward, con las manos por detrás, Florence con las manos plegadas por delante. —¿Te encuentras bien? —preguntó Edward, cuando ella mantuvo su obstinado silencio. Ella se mordió los labios y caminó más rápido. Edward se asombró al ver que una pequeña criatura como ella podía caminar tan de prisa. Al parecer, la vida en el campo había hecho algo más que darle esas mejillas rosadas. En lo que pareció un santiamén, llegaron al límite del bosquecillo de hayas que conducía a la calle de Catherine Exeter. Edward se debatía en una debacle mental. Tenía que decir algo. Ignoraba cuándo volvería a presentarse otra oportunidad. —Es una gran familia la que tiene la señora Bartle —dijo, carraspeando. Florence se detuvo en seco. —Basta —dijo, como si Edward la hubiera cubierto de insultos—. No eres justo. —¿Cómo que no soy justo? —preguntó él, aliviado porque se habían detenido, pero confundido. —Estabas jugando con ese bebé como si te gustara, como si fuera tuyo. —Sí que me gusta. Iván es un bonito bebé y conozco a Angus desde que era niño. Aquella explicación no satisfizo a Florence. Con un gesto de impaciencia, se apartó un mechón de pelo suelto. —Sé lo que estás pensando —dijo—. Estás pensando que puedo casarme con Freddie y tener bebés con él. Pues no me prestaré a ello. ¡No me prestaré! Edward no había pensado en nada que se le pareciera. Que ella lo acusara era para él un misterio. A pesar de su feroz negación, Florence no parecía tan segura como hubiera querido. Alentado, Edward se aventuró a tocarle el brazo. Ella retiró la mano de un tirón antes de que sus dedos pudieran cogerla. —No —dijo, y se llevó el puño a la boca. Sus ojos brillaron con una emoción contenida, un color más intenso que el de los árboles en verano. Aquel brillo en sus ojos le dijo que algo en ella flaqueaba. Pensó que Florence deseaba el consuelo que él podía darle. Sin atreverse a respirar, se acercó y atrajo la cabeza de Florence hacia su pecho. Su corazón dio un suspiro de placer silencioso cuando ella se dejó, cuando sus manos lo apretaron por ambos lados de la espalda. El sutil movimiento de sus dedos en sus costillas, un masaje suave y gatuno, le hizo sentir un estremecimiento de placer sensual en la entrepierna. Su sexo se despertó, incapaz de hacer otra cosa, deliciosamente, cuando él se permitió también enlazarla por la espalda, sin estrecharla demasiado, sólo lo suficiente para mantenerla cerca de él. —No estés enfadada, Florence —murmuró—. Sólo intento enmendar mis faltas. —No hay manera de enmendar lo que has hecho.

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Sus palabras eran apagadas, al borde de las lágrimas. Él murmuró su nombre y apretó sus labios contra la piel cálida y suave de su frente. El deseo se disparó en él como un cuchillo. Un deseo y un placer demasiado profundo para las palabras. Quería coger la boca de Florence con la suya hasta que el deseo se derritiera como la cera y los ahogara a los dos. Desafortunadamente, el beso que sí obtuvo, aunque muy leve, pareció recordarle a Florence lo que había sucedido antes. Con un grito de impaciencia, lo empujó por el pecho hasta que él la soltó. —No te acerques a mí —dijo, y su advertencia tembló en el aire como una hoja. Retrocedió unos pasos, y su vestido rozó los helechos al borde del sendero. Puso una distancia de dos hombres entre ellos antes de girarse. Edward quiso seguirla, pero el instinto le aconsejó que la dejara ir. La observó hasta que desapareció entre el baile de sombras de los árboles. Se quedó donde estaba, clavado al suelo que olía a tierra húmeda. Algo estaba sucediendo en su interior, un cambio sutil, como el cambio de las mareas. Su acusación había orientado su imaginación por un camino pavoroso. Florence pensaba que él quería que se casara con Freddie pero que se acostara con él. No entendió cómo había dejado que un plan de ese cariz se le pasara por la cabeza. ¿Acaso no veía que aquello desvirtuaría lo que ellos dos sentían? Los dos se habían amado, todavía se amaban, estaba seguro, no sólo con sus cuerpos sino también con los corazones. Florence jamás habría tenido una relación tan íntima con él si eso no fuera verdad. Florence no era una de esas hijas hastiadas de la nobleza. Era la hija de un párroco, una mujer buena y dulce por derecho propio. El hecho de que pudiera pensar en una duplicidad de esta magnitud, aunque no fuera más que por un momento, significaba que lo amaba de verdad. Quizá tanto como él la amaba a ella. Aquella posibilidad fue como un escalofrío que le recorrió el cuero cabelludo. Si eso era verdad... Si él había llegado a ser tan necesario para su felicidad como ella para la suya, ¿cómo podría ofrecerle menos que todo lo suyo? ¿Cómo era posible que no se casara con ella? La pregunta lo mareó y sacudió en él principios cuya firmeza había tenido por granítica. Casarse con Florence significaría ponerla a ella primero, antes que a Freddie. Jamás pondría a una mujer por delante de su hermano. Ni siquiera pondría a una mujer por delante de sus bienes. La idea de tomar mujer siempre le había hecho sentirse impaciente, atrapado. Pero Florence... No podía vivir sin ella, no si quería conservar algo de tranquilidad, tanto para su alma como para su corazón. Además, había dejado de creer que Freddie podía hacerla feliz. Quizá él sí podía. Tal vez, de todos los hombres en el mundo, sólo Edward podía. Las lágrimas de Florence así lo decían, aunque ella no estuviera dispuesta a reconocerlo. Freddie quería sentirse libre de amar donde quisiera. Quizá había llegado el momento de que Edward lo dejara. Quizá, a pesar de todos los argumentos en contra, Freddie sabía qué era lo mejor para él mismo. El 176

corazón le latía contra las costillas, desbocado, como si hubiese participado en una carrera. El miedo era en parte la fuente de esa acelerada percusión, el miedo y algo que él creyó podía ser la esperanza. —Eso haré —murmuró hacia el cielo moteado de nubes, hacia las hojas que mecía el viento y los pájaros que trinaban en los árboles—. Me casaré con ella. Una ola de ligereza se apoderó de su cuerpo. Habiendo tomado la decisión, parecía inevitable, como si se hubiese estado acercando a ella desde el momento en que la vio en el taller de madame Victoire. Se casaría con Florence. Él, Edward Arthur Burbrooke, duque de Greystowe, tomaría a la hija a del párroco por mujer. Recordó cómo la pequeña de los Bartle se apoyaba contra su rodilla. Aquel recuerdo lo hizo sonreír. Él y Florence tendrían muchos y bellísimos hijos. Lo único que tenía que hacer era conseguir que ella llegara a la misma conclusión. Florence se dio prisa en subir la estrecha escalera como si alguien la persiguiera. Su habitación era un pequeño y cómodo nido en la segunda planta, pequeño pero luminoso. Tenía una cama, una silla, una cómoda con cajones y un lavamanos con palangana tan parecido al que ella tenía en su casa que podría haber sido su doble. Cosas sencillas para una vida sencilla. No relajó los hombros hasta que se encerró entre ellas. Se había equivocado al querer escapar de todo aquello, y había sido un error apuntar más alto de lo que tenía. Una chica sencilla como ella era incapaz de navegar sorteando las trampas de la clase alta. Era exactamente como había dicho Catherine. Los Burbrooke tenían un encanto fatal. Se apoyó en la puerta, apretando contra la madera como si quisiera impedir que entraran sus temores. Demasiado tarde para eso. El peligro acechaba desde dentro. Al ver a Edward, todo había vuelto, no sólo las cosas eróticas que él había hecho con ella sino también las cosas dulces. Ahora recordó cuán protector se mostraba con Freddie. Como la había cogido de la mano y la había paseado por la Royal Academy of Arts, haciendo alardes de propiedad sólo para enseñarle un cuadro que admiraba. Recordó sus raras sonrisas. Sus ceños habituales. Cómo la había sostenido contra su pecho en la noche. Cómo habían bailado en la mansión de los Vance como ángeles girando sobre una nube. Echaba en falta su compañía con una intensidad que le provocaba dolor. Con un dejo de desagrado, dio un golpe en la madera con los puños cerrados. Aquellos recuerdos eran mentiras. El verdadero Edward tenía agua helada en las venas. Al verdadero Edward sólo le importaba el nombre de su familia y poca cosa más. Un demonio vestido de noble. Pero el bebé, clamaba su corazón desgarrado. ¡Un demonio no podía hacer reír a un bebé! Tragó con dificultad y se apartó de la puerta. Edward no era un demonio. Era un hombre, un hombre que bien podía divertirse haciendo saltar a un bebé y, aún así, no dar un pepino por ella. Seguro que él mismo no había ni soñado con tener un hijo. No habría pensado, por ejemplo, qué buena 177

madre sería ella, o cómo le fascinaría tener una hija que heredara sus ojos. Su única preocupación había sido engañarla para salvar a su hermano, un hermano que a todas luces no quería ser salvado. Mantente firme, pensó, haciendo suyo el consejo de Catherine. Mantente firme, mantente firme. Cuando sus piernas cedieron, el anillo de Edward, que aún guardaba oculto en su bolsillo, cayó al suelo con un tintineo agorero. A pesar de que Lizzie mantenía a Edward informado sobre el ir y venir de Florence, éste no había podido sorprenderla sola desde aquel día en la cabaña de los Bartle. Florence se aferraba a Catherine Exeter como si aquella mujer fuera un salvavidas en una tormenta. Por lo que Edward había podido observar, era todo lo contrario. Día a día, la amiga de la duquesa chupaba la vida de su amada. Le robaba su fulgor, sus sonrisas, hasta su propia alma. ¿Y quién sabía qué fantasías le habría contado Imogene? Cada vez que él urdía un plan para que sus caminos se cruzaran, Florence parecía más pálida y delgada. Si hubiese pensado como un romántico, hasta habría dicho que estaba bajo el influjo de un encanto. Estaba preocupado por ella. Habría hecho cualquier cosa para ayudarla y, sin embargo, nada podía hacer. Nada excepto esperar, claro, esperar otra oportunidad para hablar, para tocarla, para convencerla, de alguna manera, de sus sentimientos. Comenzó a preguntarse si no era él, con su acoso, el responsable de esas sombras bajo sus ojos. Aquella idea le dolía, pero no lo hacía flaquear en su determinación. Si fuera verdad, sólo se debía a que la maldita Catherine Exeter y su víbora de sobrina se dedicaban a inyectar veneno en el oído de Florence. Él podía limpiarla de ese veneno, si sólo le diera una oportunidad. Suponiendo que no perdería la razón antes de que se la diera. Por primera vez en años, Edward asistió a los servicios dominicales en la iglesia del pueblo. Se sentó en la última fila, observando el sombrero inclinado de Florence sobre su libro de oraciones, sintiendo cómo se le anudaba la garganta mientras aquel niño detrás de ella intentaba trepar por el banco de madera. Los padres lo riñeron y Catherine Exeter los hizo callar, pero Florence se giró para frotarle la pequeña nariz con el pulgar. La sonrisa teñida de vergüenza que le dedicó a los padres, le rompió el corazón. Edward deseó que fuera así de fácil hacer que le sonriera a él. Se situó de manera conveniente cuando la gente comenzó a salir. Algunos murmuraban cuando lo veían. Greystowe no era tan grande para que no lo conocieran de vista. Unos cuantos hombres lo saludaron con un gesto de la cabeza y unas cuantas mujeres sonrieron, pero sobre todo sentían curiosidad. Si el duque tenía necesidad de acudir a la celebración de la liturgia, había una capilla en su propiedad. No imaginaban qué‚ hacía allí. Con ellos. En la parte posterior de su sencilla iglesia. A Edward no le importaba lo que pensaran. Florence se acercaba, con la cabeza vuelta, y un gesto que insinuaba que lo había visto. Apretó el brazo

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con que sostenía el de Catherine y ya estaba ahí, frente a él. Con un gesto tranquilo, él le cogió el codo. Ella lo retiró como si la hubiera quemado. —Florence —dijo Edward, luchando contra el dolor para mantener la calma—, tienes que hablar conmigo. —No tiene que hacer nada de eso —dijo Catherine. Edward la ignoró. La multitud empezaba a congregarse frente a ellos en la puerta. Tenía unos escasos y preciosos segundos antes de que Catherine se la llevara. —Florence, por favor. —Le pasó un dedo por la mejilla inclinada, y aquel calor suave suyo hizo que lanzara destellos por los ojos—. Me estás destrozando el corazón, Florence. —No tiene usted un corazón que destrozar —dijo bruscamente Catherine Exeter, pero Florence levantó la cabeza. Las lágrimas le surcaban la cara y dejaban huellas brillantes que se entrecruzaban. Tenía el rostro hundido como jamás lo había visto. —Déjame en paz —dijo—. Ya no puedo seguir soportando esto. Él se apartó, impactado por su aspecto, por aquella tristeza sorda que adivinó en su voz. ¿Era él quien le había hecho eso? ¿Él? Antes de que pudiera recuperar la compostura, Catherine tiró diligentemente de ella hacia la puerta y la escalera. Edward sólo atinó a quedarse mirando y recuperar el aliento. —Vamos, vamos —dijo una mujer mayor de aspecto rollizo, y le dio un palmada en el brazo—. Ya verá, Excelencia, cómo entra en razón. Las jóvenes de su edad no saben lo que les conviene. El hecho de que encontrara consuelo en el contacto de una desconocida era una prueba de su miseria. Se recluyó en Greystowe, se dedicó a pasear por su estudio y a escribir miles de cartas mentalmente. Al final, envió una y, después, media docena más en rápida sucesión. Las devolvieron todas hechas pedazos. Él, sinceramente, ignoraba si era Florence quien las había destrozado. Imaginaba a Imogene leyéndolas y riendo, y ni siquiera le importaba. No le importaba la opinión de nadie excepto la de Florence. Echaba en falta a Freddie, y también se alegraba de que su hermano no lo viera en ese estado. No bebía, pero tenía un aspecto que insinuaba lo contrario. Sus ojos estaban irritados por falta de sueño, en el mentón se le dibujaba la sombra de la barba que ni siquiera había dejado que Lewis le afeitara. No podía concentrarse para leer. No podía estar sentado. No podía seguir un hilo de pensamiento durante más de un minuto. Por la noche, caminaba hasta el pueblo y se quedaba en la calle bajo su ventana a oscuras, ansiando verla con cada gota de sangre y cada célula de su cuerpo. Otro hombre habría trepado por la celosía y se la habría llevado. Edward deseaba ser ese hombre. Deseaba no temer si Florence gritaba pidiendo ayuda. Pero ¿qué sucedería si tuviera razón al pedir ayuda? ¿Qué pasaría si

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él fuera el peligro que Catherine sostenía que era? Ya no sabía quién era. Las reglas que habían regido su vida habían desaparecido. Sólo tenía una certeza, y era que la amaba hasta la locura. Una mañana gris y triste, cuando las nubes permanecían suspendidas, pesadas como su propio ánimo, Lewis y su tía acudieron juntos a su estudio. Lewis dejó un garrafa de sidra sobre su mesa, y tía Hypatia agregó un plato de carne al horno y pan. Edward dudó de que su tía alguna vez le hubiese llevado a alguien una cena. —Basta ya de esta autocompasión sin sentido —dijo—. No pienso irme hasta que comas. —Y yo no pienso irme hasta que se afeite. Edward los miró, su tía y su ayuda de cámara. La preocupación y la irritación se mezclaban en sus expresiones. Algo de miedo pensando en cómo reaccionarían, pero menos que su preocupación. Ellos lo sabían, pensó, con los ojos quemándole. Todos sabían que él la amaba. —No puedes seguir así —dijo la duquesa—. Le has hecho mucho daño a esa chica. Le hemos hecho daño. Pero no comenzarás a enmendarlo hasta que vuelvas a ser tú mismo. Edward se miró las manos, extendidas cuan grandes eran sobre su mesa, e intentó respirar. —Su actitud es simplemente puro capricho —añadió Lewis—. Las mujeres se ponen así. Nadie dejaría a un caballo esconderse en los espinos si tuviera miedo. Lo cogería, lo calmaría y luego lo llevaría a casa. —No sé cómo hacerlo —dijo él, sus palabras ahogadas—. No... Ella no me deja. —Come —ordenó su tía, empujando el plato para que estuviera a su alcance—. Nadie puede pensar bien con un estómago vacío. Él se quedó mirando la carne, roja y con abundante jugo, tal como a él le gustaba. La señora Cook se había superado a sí misma. Sintió que la boca se le hacía agua. Cortó un trozo y se lo echó a la boca. Sorprendentemente, sabía bien. Después del segundo bocado, la cabeza comenzó a despejársele. —No tenéis por qué quedaros —avisó—. Estaré bien. Su tía entrecerró los ojos. —Quiero ver ese plato limpio, Edward. No voy a tolerar a dos idiotas en una misma familia. Para su propia sorpresa, Edward sonrió. —Has sido muy amable —dijo. —Hmf —dijo la duquesa—. Me lo podrás agradecer cuando esa chica haya vuelto donde se merece. —Aún tenemos el problema del afeitado —dijo Lewis, y Edward también le sonrió a él.

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No era un hombre más sabio de lo que había sido antes, pero al menos no se sentía solo. Alimentado, afeitado y bañado, Edward se puso a pensar de verdad. Tenía que encontrar la clave para conseguir que Florence volviera. Tenía que recordar todo lo que conocía de ella. Sólo entonces podría elaborar un plan. Esperando que le llegara la inspiración, volvió a sus habitaciones. Palpó los vestidos que había abandonado, recordando qué‚ aspecto tenía y qué‚ había hecho con cada uno de ellos. Buscó sus novelas y las leyó. Hundió una punta de su pañuelo en su perfume. Visitó sus rincones favoritos del jardín y bebió su té preferido. Se sumió en los recuerdos, dejando que su añoranza creciera hasta que le dolía. Experimentaba un placer perverso pero indudable en ese dolor. Había tomado su resolución. Nada ni nadie podría detenerlo. Ni siquiera ella. Finalmente, volvió al pabellón. Ahí, revivió su noche prohibida. Sus besos y suspiros, su arrojo y su valentía. Una vez más, la ató entre las columnas. Una vez más, gozó del placer de sentir sus curvas sedosas. Sus labios recordaban, y tambén su sexo. Dejó que el aroma lejano de su excitación se apoderara de su piel, y se abrió a sentimientos que nunca había experimentado. Se atrevió a enfrentar incluso hasta el último, el momento de su vergüenza cuando se había deslizado de su abrazo durmiente y se había escabullido como un ladrón. Su error no había sido amarla. Su error había sido dejarla ir. Agotado pero sereno, se acercó al baño. Como había hecho aquella noche, abrió el armario indio tallado y sacó del cofre las cartas de su padre. Las leyó una atrás otra, y poco a poco nació en él un sentimiento de compasión por Catherine Exeter que jamás habría imaginado. Aquella mujer había amado al antiguo duque, hasta la locura, temerariamente, con toda la inocencia plena de la juventud. Y entonces, en su inspección del segundo montón, descubrió algo inesperado. Dejó escapar un gruñido cuando se dio cuenta de qué‚ era. Pobre imbécil, pensó, a la vez desconcertado y horrorizado. Pobre estúpido, imbécil egoísta. Stephen Burbrooke había amado a Catherine. No la había metido en una caja y olvidado. Le había escrito, todos los años, en el aniversario de su despedida. Le había entregado su corazón, expresando una intensidad de emociones que Edward jamás había percibido. Le decía que estaba perdido sin ella. Le decía que se sentía sólo un hombre a medias. Ella era su alma. Ella era todo lo que en él había sido verdadero y bueno. Pero nunca envió las cartas. Ni siquiera una. Había tomado su decisión. Se había casado con la madre de Edward, la hija del duque. Había tenido dos hijos y había aportado brillo al nombre familiar. Había sufrido en rencoroso silencio, manteniendo a todos a distancia, atesorando su amor por una mujer que creía que él había desterrado de su corazón. ¿Cuántas vidas habría dañado al poner su honor por encima de su corazón? Desde luego, la de su mujer. Sus hijos, sin duda. Y también, sospechaba, a Hypatia. Y a Catherine. Había dañado su propia vida. ¿Quién sabe cuán 181

larga era la lista? ¿Y para qué? ¿Para merecer el saludo de otro duque? ¿Para una invitación anual a la corte? Edward se estremeció y sintió un escalofrío que le recorría la columna. Los pecados de su padre bien podrían haber sido los suyos.

Capitulo 15 Creyendo que había encontrado la clave, Edward no tenía prisa en utilizarla. Catherine y su sobrina le habían hecho a su familia demasiado daño para eso. Jugó con su desayuno mientras posibles soluciones desfilaban por su pensamiento. Finalmente, demasiado nervioso para seguir comiendo, se preparó a partir. Se sentía como si su futuro dependiera de aquel día. Un paso en falso y su vida se derrumbaría. El cielo se extendía, claro y azul, sobre los familiares senderos que conducían al pueblo. Edward se izó balanceando las piernas por encima de paredes de hiedra de escasa altura y vallas cerradas, como si agotarse fuera un imperativo para sus nervios tensados por la aprensión. En la distancia, los campos ya regados por las lluvias florecían, con un impulso tan vigoroso como si creciesen ávidos de caer bajo la guadaña de los segadores. Añorando el calor para calmar sus nervios, volvió la cara hacia el sol. Tenía las cartas de su padre en el bolsillo de su chaqueta de verano, una prenda arrugada que solía ponerse cuando colaboraba en los partos de los animales o en los trabajos de los establos. La tela era de color tabaco desteñido, y era tan antigua que Edward no recordaba cuándo la había comprado. Su camisa era una prenda corriente, sin cuello, y sus pantalones estaban a punto de rasgarse en las rodillas. Tenía la intención de plantear su demanda lo más humildemente posible, vestido como un hombre y no como un noble. Cuando llegó a la casa, Catherine estaba en el jardín arrancando malezas. A diferencia de lo que sucedía con Florence, las margaritas parecían prosperar bajo sus cuidados. La mujer miró por debajo del borde de un viejo sombrero de paja, la boca torcida con gesto de contrariedad, enseñando una piel que bajo la brillante luz del día, acusaba los años. Edward tuvo que luchar contra un impulso de antigua animosidad. Aquellas arrugas no eran todas obra de Catherine. La mujer tenía motivos para cultivar esa amargura suya, por lo menos al principio. Pero una vez que había decidido alimentar su resentimiento, la responsabilidad por las consecuencias era suya. —¿Y bien? —preguntó, lanzando una rápida mirada de desprecio al atuendo de Edward—. No se puede decir que no vaya vestido para trabajar en la mierda. No creo que Florence tenga necesidad de seguir escuchando sus cantinelas. Edward hizo un esfuerzo y consiguió dominar su genio.

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—Es con usted con quien he venido a hablar. Es acerca de mi padre. —Su padre. —Catherine hincó la pala en la tierra y se incorporó con la dificultad propia de sus años. Tenía los guantes y el delantal manchados de barro—. No hay nada que usted pueda decirme sobre Stephen Burbrooke que yo quisiera escuchar. —¿Qué pasaría si yo pudiese demostrar que él jamás la olvidó? ¿Qué la amó toda su vida? El rostro de Catherine se endureció. —Sería un excelente truco, pero también sería totalmente espurio. Ahora, si me perdona, milord, tengo que ocuparme del lavado de la ropa. En dos grandes zancadas, Edward se plantó entre ella y la puerta. —Tengo pruebas —dijo—. Tengo cartas que él escribió todos los años hasta que murió. Cartas de amor, Catherine. Mi padre no era el hombre que usted pensaba. En su corazón jamás fue indiferente. La anciana entrecerró los ojos hasta que no fueron más que dos líneas de hielo nebuloso. —No me cabe duda de que se ha inventado alguna historia con que quiere convencerme para que le dé otra oportunidad con Florence. Sin embargo, el hecho es que ella no desea en absoluto hablar con usted. Y yo tampoco. Ahora, déjeme pasar o me veré obligada a llamar a los guardias. Dado que la policía de Greystowe estaba financiada en gran parte por el duque de Greystowe, la amenaza no era conveniente. Sin prestarle atención, Edward sacó una de las cartas y, desplegándola sobre el pecho, se quedó parado frente a Catherine. —Supongo que reconoce su letra. Y tal vez ese apelativo íntimo. <> —Mentiras —escupió ella. Volvió a un lado la cara para no mirar la carta como si ésta fuera la cabellera de Medusa—. Tiene usted la misma lengua viperina que su padre. —¿Tal vez prefiere que se la lea? —sugirió él. Por la manera en que ella pestañeó, él supo que su oferta no era recibida como un favor. No importaba. Por mucho que, en su opinión, Catherine mereciera ser marginada, y por muy cómoda que ella hubiese llegado a sentirse con esa ideas suyas sobre la familia de los Burbrooke, no podía consentir que sus engaños persistieran. Eran engaños que se situaban entre Florence y él, y tendrían que ser destruidos. Le dio la vuelta a la carta para leer, escuchando en cada una de las floreadas frases el fantasma de un padre que nunca había conocido. —<
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esos días, pero yo nunca los olvidaré. Aquel tiempo de inocencia es lo único que he conocido de la alegría.>> Mientras Edward leía, Catherine se llevó las manos al pecho y hundió los hombros hacia adelante, como si quisiera protegerse de un golpe. Él pensó que sus palabras le llegaban, pero en cuanto acabó de leer, ella explotó. —¡Bastardo! —exclamó, queriendo arañarle la cara—. No dejaré que sea tuya. ¡No te dejaré! Fue tal la sorpresa ante el ataque que, al retroceder, Edward casi cayó sobre un seto de boj. En un santiamén, Catherine llegó a la puerta. Él dio un salto para que no alcanzara a cerrar, pero ella dio un portazo apoyándose con todo el cuerpo en la puerta antes de que él llegara. Escuchó que echaba frenéticamente la llave y, acto seguido, el cerrojo. Por todos los infiernos, pensó. A él no lo pondrían a prueba, al menos no ella, no esta vez. Sin pararse a pensar, corrió hasta la ventana del salón y dio un golpe con el codo en el vidrio. Éste se rompió al primer intento. Oyó un chillido femenino y luego, ruido de pisadas que corrían. Catherine intentaba escapar a su ira. Que corra, pensó, sintiendo una determinación como un hierro recién forjado. Se quitó la bota y la utilizó para agrandar el agujero. Cayó el vidrio roto y un trozo de madera. La verdad llegaría a oídos de esa mujer aunque tuviese que metérsela por la garganta. Como si la vida le fuera en ello, y con el codo temblando, volvió a calzarse la bota, se envolvió la mano con la chaqueta y trepó por la ventana rota. En el interior, lanzó a un lado la chaqueta con un gesto de impaciencia, pasó por encima de un horrible sofá color castaño y verde, sin el menor remordimiento por dejar huellas de lodo. Un segundo chillido saludó su entrada. Aquella no era la voz de Catherine. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la sala de cortinas cerradas, vio a una criada pálida encogida como una ternera atemorizada que había buscado un incierto refugio tras un clavicordio. —¿Dónde está Florence? —preguntó. Su tolerancia por las sutilezas femeninas se había acabado. La joven, horrorizada, señaló hacia el techo. —No ha bajado de su habitación está mañana. Ni tampoco ayer. Edward apretó los dientes y subió a grandes zancadas por la escalera. Aquello era un pecado más que achacarle a Catherine. Haber acabado con las ganas de vivir que tan arduamente Florence se había forjado. —¡Florence! —rugió, sin saber en qué puerta golpear—. Florence, sal de una vez por todas aquí fuera! La vio aparecer con el aliento sofocado. Era evidente que la había sorprendido peinándose. Los rizos castaños le caían sobre los hombros y la espalda, hasta llegarle a la cintura, tan suave como la seda bruñida. Tenía el rostro pálido e hinchado, pero estaba vestida. —Edward —dijo. Con la mano que sostenía el cepillo, quiso cubrirse el trozo de piel por encima del cuello—. ¿Qué haces? 184

Él no perdió el tiempo, y le cogió inmediatamente las pálidas mejillas entre las manos. Tenía la piel fría. Aunque aquello hizo que su inquietud aumentara, acercó sus labios a la curva de una ceja. —Florence —dijo, y su voz sonó brusca debido a la intensidad de sus sentimientos—. Te quiero tanto que me avergüenzo. Quiero que vengas a casa. Quiero hacerte feliz. Ella frunció el ceño. Respiró hondo para hablar, pero la duda pareció silenciarla. Sufriendo por su confusión, Edward le acarició con los pulgares el rostro suave como el de un bebé. Confía en mí, amor, pensó. Confía en mí. —Mira, mira, mira —interrumpió una voz que él habría deseado no oír—. Mira quién ha venido a reclamar su último premio. —Con la cara sonrosado por el sueño y sus malignas intenciones, su antigua amante salió de la segunda habitación. Llevaba un vaporoso vestido de noche de color rosado glaciar. —Tú no te metas en esto, Imogene. —¿La conoces? —preguntó Florence con un hilo de voz. Él maldijo la torpeza de su lengua. Había supuesto que Imogene ya había revelado su sórdido pasado. Al parecer, se había estado guardando la gran revelación para una ocasión especial. Ahora había llegado esa ocasión. Se cruzó de brazos y sonrió. —Edward conoce a muchas mujeres —dijo, los ojos entrecerrados con una expresión de placer—. Pero, cuidado, sólo en el sentido bíblico. No duerme en toda la noche si lo dejas. Sí, esa es la verdad. Es un gran semental, nuestro Edward. Sabe cómo murmurar esas dulces palabras que no significan nada, y luego fornica con las damas hasta hacerlas gritar. —Calla esa boca —advirtió Edward, aunque sabía que ella lo ignoraría. La mirada de Florence iba de uno a otra con ojos desorbitados. Al percatarse de esto, y disfrutando de ello a todas luces, Imogene le dirigió una gran sonrisa a Florence. —¿Ha hecho ya el numerito del amo? —preguntó, y con su uña larguísima rozó la manga temblorosa de Florence—. Lo hace muy bien. Muy jefe de la manada de lobos —dijo y fingió burlonamente una voz masculina—. Debo poseerte, amada. ¡Ni pienses en resistirte! Era una suposición muy astuta, puesto que Edward había tenido ese comportamiento con ella en una sola ocasión. Seguramente habría sacado la cuenta por las fechas y llegado a la conclusión de que él pensaba en Florence al actuar de esa manera. De lo cual Florence, desde luego, no sabía nada. Su rostro parecía tan caliente como, efectivamente, lo estaba al tocarlo. Con un gesto nervioso, Florence se frotó las muñecas y Edward supo que en ese momento recordaba las ataduras de terciopelo. Maldita sea Imogene, pensó, por hacerle creer a Florence que aquello no tenía nada de especial. —No —diio—. Nunca con nadie más que tú. Eres la única mujer que he amado. La risa de Imogene tenía el sabor del limón.

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—Dios mío, querido. ¡Debes estar sufriendo un celo horrible para decir algo como eso! La emoción de robarle a tu hermano pequeño debe tener más atractivo de lo que creía. Edward se negó a recoger el guante de la insinuación. Sin hacer caso, cogió a Florence por los hombros. Le daba igual quién lo escuchara o qué pensaran. Tenía que llegar a Florence aunque tuviese que implorarle de rodillas. —Te amo —dijo con voz ronca y suave—. Quiero casarme contigo, si tú me quieres. Quiero que compartamos el futuro juntos. —¿Ca... casarte conmigo? —balbució Florence, justo cuando Catherine subía la escalera. Edward se puso tenso. La vieja bruja debía haberse repuesto del susto al verlo irrumpir en la casa. 0 quizá pensaba que su sobrina necesitaba refuerzos. —¿Lo ves? —dijo, obligando a Florence a desviar la mirada—. ¿Ahora ves quién es? Mi Imogene tiene razón. Un diamante en la punta de un montón de carbón. Los hombres se convierten en cachorros cuando ella entra en un salón. Si le mintió a ella, ¿por qué no te mentiría a ti? Aún cuando en su fuero interno Edward ya la había desterrado al infierno, hizo un esfuerzo por dominar su genio. Abusar de una anciana no ayudaría en nada a su causa. —Jamás le mentí a Imogene —dijo—. Y ahora no le miento a usted. Lea las cartas, Catherine. Mi padre la amaba. Así como yo amo a Florence. La única diferencia es que yo no soy tan tonto como para dejarla escapar. Se produjo un pesado silencio en el pasillo, los tres haciendo acopio de su ingenio para la próxima frase en la batalla por la confianza de Florence. Para sorpresa de todos, fue ella la primera en hablar. —Me mentiste —dijo—. Y empezaste a hacerlo desde el día en que nos conocimos. Observó que Edward palidecía ante sus palabras trémulas, y se preguntó de dónde había sacado la entereza para pronunciarlas. Su corazón era un tumulto de rabia y confusión. A pesar de su acusación, creía de verdad que él la amaba. No era el tipo de hombre que hablara fácilmente de sus sentimientos a menos que fueran genuinos, desde luego no en público. Y aunque hubiera dudado de eso, su evidente sufrimiento la habría convencido. Pero también creía que había dormido con Imogene. La bella y pulida Imogene, cuyos encantos ella no podría llegar a igualar en mil años. Quizá Edward se casaría de verdad con ella, pero Florence no se engañaba pensando que podría guardarlo sólo para ella. Algún día, tarde o temprano, otra Imogene se deslizaría en su lecho. El corazón le pesaba como si ya se le hubiera empezado a caer a pedazos. —Florence —murmuró él, con expresión atormentada—. Quisiera retractarme. No sabía el daño que te haría. Pero, te lo juro, te lo juro por la tumba de mi madre que haré todo lo posible para compensártelo. Aquellas palabras eran tan dulces como el sueño de un fumador de opio.

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—¿Y qué‚ pasa ... ? —dijo, con voz enronquecida. Tragó saliva y volvió a intentarlo—. ¿Qué pasará con Freddie? Al oír ese nombre, él entrecerró los párpados, como si aquello fuera motivo de vergüenza. —Freddie tendrá que encontrar su propio camino. Tú estás hecha para mí. Los dos lo sabemos. Antes de que Florence pudiera responder, Imogene aplaudió con gesto pausado y despectivo. —Bravo, querido. Deberías haberte dedicado a las tablas. —Nada más que insensateces —dijo bruscamente su tía—. Ven, Florence, no tienes por qué‚ escuchar las mentiras de este granuja. Nosotras te protegeremos. Sabemos qué es lo que más te conviene. Florence le dirigió una mirada, luego a Imogene, y fue como si se desprendiera un velo de sus ojos y se le aclarara la visión. A ninguna de las dos le preocupaba protegerla. A ellas sólo les importaba hacerle daño a Edward. Catherine quería venganza por el padre de Edward, e Imogene porque su relación había terminado. De las dos, quizá Catherine tenía una pizca de sinceridad pero, a decir verdad, las dos estaban cortadas con la misma tijera. Las dos preferían ver el mundo a través de los ojos de la amargura. Si Florence aceptaba la oferta de protección de Catherine, ¿acaso acabaría convirtiéndose en una cínica, como su sobrina? ¿Acaso se negaría a creer en el amor cuando éste la estaba mirando a la cara? —Florence —imploró Edward, devolviéndola a la realidad—, lo único que pido es una oportunidad. Una oportunidad. Una oportunidad para amar y perder como el hombre que la había criado. Florence cerró los ojos. Sabía cuál habría sido la elección de su padre. Sabía que no habría renunciado a la felicidad para evitar el dolor. A pesar de toda su tristeza, había amado su vida, su trabajo, y la había amado a ella con toda su alma. Ante ella tenía el precio de vivir con seguridad, de guardarse de la mordacidad y la desconfianza. Catherine e Imogene vivían la mitad de la vida que podrían haber tenido, y menos de la mitad de las alegrías. Su padre habría querido algo mejor para su hija, aún so riesgo de que le hicieran daño. Miró a Edward con el corazón latiéndole con fuerza, intentando que su confianza saliera a la superficie. —Sí —dijo, deslizando los brazos alrededor de su cuello—. Sí, por favor, llévame a casa. Él la estrechó con tanta fuerza como para hacerla crujir, con la fuerza suficiente para darle calor de pies a cabeza. —Bieeen —aplaudió una voz aguda desde el fondo de la escalera. Florence miró por encima del hombro de Edward. Lizzie había estado escuchando, junto con Bertha, la criada de Catherine. —Empezaré a hacer las maletas —dijo Lizzie, subiendo rápidamente la escalera.

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—Yo te ayudaré —secundó Bertha, subiendo pesadamente detrás. En los ojos tenía un brillo que Florence jamás había visto, un brillo más bien desafiador. Florence ocultó su sonrisa en el cuello de Edward y esperó que Greystowe tuviera una habitación para una criada más. Sospechaba que Bertha no tardaría en encontrarse sin trabajo. —Te arrepentirás —advirtió Catherine cuando los cuatro bajaron con sus pertenencias— y la próxima vez, no estaré aquí para acogerte. Como una sombra más discreta que su tía, Imogene observaba desde la puerta de su habitación. —Dale mis saludos a Freddie —dijo, con un ronroneo de voz. Florence no pudo impedir un estremecimiento ante el tono meloso de su amenaza. Edward no se acordó de las cartas de su padre hasta que habían andado un buen trecho por la calle. Aún conservaba el paquete en la chaqueta, que había dejado tirada entre los vidrios en el suelo del salón. Vaciló por un momento, y luego siguió decididamente su camino. Había llevado esas cartas para Catherine. Por lo que a él tocaba, podían quedarse ahí. Quizá las leería. Quizá las lanzaría al fuego. Aquello le importaba un comino, siempre y cuando jamás volviera a verla. Tampoco confiaba en que pudiese ser tan afortunado. Miró a sus acompañantes. Si pensaba en ese lugar del que habían escapado, su actitud era extrañamente apagada, y pestañeaban bajo la luz del sol como un atado de prisioneros que han abandonado su aislamiento. Supuso que sería al impacto emocional. No sucedía todos los días que uno viera el lado perverso de la naturaleza humana expresarse de esa manera. Por su parte, Florence caminaba a unos metros de él, no lo bastante lejos como para que su actitud pareciera un insulto, pero no lo bastante cerca para tocarla. Las dos criadas caminaban por detrás, susurrando furiosas, ocultando el rostro con las manos, un par tan dispar como Edward jamás había visto, aunque parecían haberse convertido en amigas del alma. —Sí, Bertha podrá trabajar para mí —afirmó, lanzando una mirada a sus espaldas. Los murmullos se convirtieron en risillas. Edward sonrió. Así le parecía mejor. —¡Gracias, lord Greystowe! —dijeron las dos jovencitas al unísono. Alentado por el cambio de humor, intentó coger la mano de Florence. Ella se sobresaltó con su contacto pero lo dejó sostenerla. Su calidez era más dulce que la luz del sol, su cercanía era un bálsamo para su alma. Se preguntaba cómo alguien podía dar esas alegrías por sentado. Sin embargo, Florence no estaba tan feliz como él. —Me siento avergonzada—. Exeter.

como una tonta redomada —dijo, en voz baja y No te creí cuando me advertiste acerca de Catherine

—No tenías razón alguna para creerme —dijo él—. Y muchas razones para no creerme. 188

—Sin embargo, debería haber visto... —¿Haber visto lo que sus amigas más viejas no veían? Sabes, Hypatia no tiene un pelo de tonta. —Sabiendo que Florence necesitaba sentirse más segura, la condujo al otro lado del embalse para que se sentaran en una pared de piedra. Los campos se extendían a su alrededor y las ovejas pacían en rebaños. Los campos de granos se agitaban como el agua bajo la brisa del verano. Las dos jóvenes criadas intercambiaron una sonrisas cómplices cuando Edward les hizo una señal para que siguieran. Cuando Florence se sentó a su lado, él le acarició todo el largo de la cabellera suelta. El privilegio de un marido, un privilegio que esperaba pronto fuera suyo. —¿Aquello era verdad? —preguntó ella—. ¿Lo de las cartas de tu padre? —Sí. —Qué triste —dijo ella, plegando las manos entre las rodillas. —Sí —dijo él con voz seca—. Una historia aleccionadora. Florence no sonrió. —¿Crees que algún día las leerá? Él se preguntó por qué a ella le importaría eso, pero le contestó. —No lo sé. Puede que no sea capaz de afrontar la verdad. Puede que el odio que siente por mi padre sea lo único que le da sentido a su vida. —También le enseñó a Imogene a odiar a los hombres, sabes. 0 al menos a pensar que es superior a ellos. Edward sonrió. —Supongo que aquella es una lección que, con su vanidad, Imogene estaba predispuesta a creer —dijo, y le alisó el pelo detrás de la oreja—. ¿Tenemos que hablar de ellas? Preferiría mucho más hablar de nosotros. Por ejemplo, no me has dicho sí te casarás conmigo. —Quisiera hacerlo —murmuró ella, aunque evitó su mirada. —¿Pero? —añadió él, lo más tranquilamente posible. Cuando intentó mirarla a la cara, ella hundió la cabeza entre los hombros—. No puedes decir que no me amas, Florence. Lo he visto en tus ojos. —Te amo —dijo ella—. Sí que te amo. Su corazón se hinchó al escucharla pronunciar esas palabras, aunque ya sabía que aquello era verdad. —¿Pero? —insistió. —Pero todo es tan nuevo. Han pasado tantas cosas en los últimos meses. Dejar Keswick, y luego Freddie, y Catherine y, vaya, es difícil entenderlo todo. Te creo cuando me dices que me amas, pero me pregunto... — Respiró profundo para hacer acopio de valor—. Tengo que preguntarme cuánto tiempo durará. —Ya entiendo —dijo Edward. Y era verdad que lo entendía a la perfección. Sería necesario algo más que bonitas palabras y promesas para deshacer el daño infligido.

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Consciente de que había tocado sus sentimientos, Florence entrelazó los dedos en un nudo entre las rodillas. No quería herirlo, pero tampoco podía retirar sus palabras. Ella no volvería a mentir, ni a sí misma ni a él. Puede que Imogene hubiese exagerado la verdad, pero Florence sabía que al menos una parte de lo que había contado sí era cierto. Edward era un hombre acostumbrado a tomarse sus placeres. Florence lo había vivido en carne propia. Dado que ella había hecho lo mismo, no podía juzgarlo por ello. Sin embargo, sí podía tener miedo. Permanecieron sentados en el frío mientras una carreta cargada de pollos pasaba lentamente camino al pueblo. Al contrario de su dueño calvo, el caballo llevaba un sombrero en la cabeza que sacudía arriba y abajo. El conductor los saludó, y Edward le devolvió el gesto alzando la mano. Por la familiaridad de aquel intercambio, Florence entendió que el hombre no había reconocido a su duque. Sin darse por insultado, Edward dejó descansar los antebrazos sobre las rodillas. —Florence —dijo, una vez que se habían desvanecido los tumbos y chirridos de la carreta—. Ya sé que no he sido lo que debería haber sido para ti, ni como cuñado ni como amante. Mentí cuando tendría que haber sido sincero. Fui una tormenta cuando tendría que haber sido un refugio. Si me dejas, eso sí, a partir de este momento quisiera ser tu amigo. Quisiera tener la oportunidad de ganarme tu confianza. Sin girar la cabeza, tendió su mano hacia ella, con la palma hacia arriba, los dedos ligeramente curvados. Ella sabía que él no hacía esa oferta a la ligera. Tenía el brazo tenso y la espiaba por el rabillo del ojo. Florence sospechó que si lo rechazaba, quizá él no volviese a intentarlo. Contuvo la respiración al mismo tiempo que él contenía la suya. Estaba casi segura de que era capaz de darle lo que él quería. Sabía que no podía negarse a intentarlo, no cuando él había pedido su perdón con tanta humildad. Con la sensación de que daba un salto hacia el abismo, puso su pequeña mano sobre la suya, enorme. Él entrelazó sus dedos con los de ella, cálidos y seguros y ligeramente húmedos. Su mano hablaba a la vez de fuerza y vulnerabilidad. Una mano sincera. Una mano amante. Las sensaciones que inspiraba eran tan poderosas que Florence tuvo que cerrar los ojos. Lentamente, como si Florence pudiese arrepentirse, Edward puso la mano de ella sobre su rodilla. —Tan pequeña —murmuró, acariciándole el dorso con gesto de adoración—. Y, sin embargo, en esta mano se sostiene mi corazón. Aquellas palabras la sobresaltaron, así como el sentimiento que intuyó en ellas. Parpadeó y abrió los ojos para buscar su rostro, pero él se limitó a sonreír y desvió la mirada. Edward no parecía estar más preparado que ella para habituarse a este nuevo duque, a ese hombre más amable. —Vamos —dijo él, tirándola suavemente para que se incorporara—. Quiero llevarte a casa. Florence no tenía ni la menor idea de lo que la esperaba cuando llegaran.

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Capítulo 16 Pasaban las horas en el reloj de pie en un rincón del comedor, midiendo el silencio, segundo tras segundo. Con los nervios tan tensos como la cuerda del péndulo, Edward observaba a Florence jugar con el trozo de cordero y los guisantes en su plato. A pesar de que Florence tenía la cabeza calculadamente oculta, él dudaba que hubiese probado más de una docena de bocados. Él mismo no estaba especialmente hambriento. Se obligó a tragar la comida para dar buen ejemplo. Florence aún conservaba cierta palidez en el rostro, como huella del grave trance vivido. Si le hubiese hecho caso a él y, en realidad, a la señora Forster también, ella habría tenido que servirse esa comida en la cama. Florence se había resistido con su mentón en alto, un rasgo que él había llegado a admirar tanto como a temer. —No es que esté completamente débil —había dicho Florence—. Creo que puedo vestirme y bajar a cenar. Ninguna de sus todo debilitada le alarmó a Edward. refugio en casa de él le ofrecía.

afirmaciones para asegurarle que él no la creía del había hecho renunciar a su intención. Su actitud Temía que, queriendo redimirse por haber buscado Catherine Exeter, Florence rechazaría el refugio que

Ya había hablado con tía Hypatia. Le había consultado, de hecho , pensando que ella debía saber más que él acerca de las mujeres. Hypatia le había sonreído y le había dado unas palmadas en la mano, como si realmente poseyera un secreto. —No eres solamente tú en quien desconfía —dijo—. También desconfía de sí misma, de sus propios juicios. Si quieres que se sienta menos vulnerable, tú también tienes que hacerte más vulnerable. Pero Edward no sabía cómo un hombre podía volverse más vulnerable que pidiéndole a la mujer que amaba que se casara con él. —Dale tiempo —aconsejó su tía para calmarlo—. Ya pensarás en algo. Debido a este diálogo, ahora él y Florence eran los únicos comensales sentados a la gran mesa de caoba, puesto que tía Hypatia había anunciado una conveniente jaqueca. Habían dispuesto los platos adecuadamente a ambos lados de la mesa, para que Florence no se sintiera presionada. A pesar de la distancia entre ellos, Edward jamás había estado tan consciente de su presencia. Cada vez que movía las pestañas, algo se agitaba en su corazón. Los movimientos de sus manos eran más eróticos que un tableau vivant. Llevaba uno de los vestidos comprados por Hypatia, un vestido de seda celeste con adornos de encaje color marfil. Las velas en el enorme centro de mesa hacían bailar las sombras en la hendidura de su escote, sombras que alimentaban el dolor que sentía Edward en los tejidos de su ingle. Deseaba saber qué causaba aquel rápido vaivén de su cremosa piel. ¿Eran los nervios? ¿El miedo? ¿O acaso ella también pensaba en la noche que se cernía sobre ellos?

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Le había declarado su amor. Le había pedido que se casara con él. Aquello no debería haber provocado su hermetismo. Tendría que haber aclarado su relación. Tendría que haberlos acercado. Impaciente ante aquello que parecía un callejón sin salida, Edward se incorporó. Florence alzó la mirada. Como siempre, su belleza provocó en él un encogimiento del corazón, aún más ahora, porque tenía un aspecto tan delgado y frágil. Apretando los dientes, cogió la copa de vino y su plato. —Me acercaré un poco —dijo, con un tono más agresivo de lo que era su intención. Florence se limitó a asentir con un gesto de la cabeza y siguió jugando con los guisantes en los dientes del tenedor. Murmurando algo en sordina, Edward se sentó junto a ella. Con un gesto le señaló el plato aún lleno. —La señora Cook se sentirá mal si no comes. Florence hizo una mueca y dio un mordisco. Edward no estaba satisfecho. —Tienes que recuperar tus fuerzas —insistió—. No tienes buen aspecto. Por alguna razón, aquello le hizo sonreír. Para sorpresa de Edward, Florence extendió la mano y le alisó el pelo, se lo peinó suavemente alrededor de la oreja. Edward podía contar con los dedos de una mano las veces que ella lo había tocado por iniciativa propia. Sintió cómo que se ponía rígido, sintió que el aliento le quedaba atrapado en los pulmones. Un estremecimiento nació del contacto con su mano, y el efecto de aquella simple caricia fue devastador. Edward quiso tenderla sobre la mesa, levantarle los vestidos y penetrarla con su verga ardiente. Quería hundirle los dientes en la carne. Quería poseerla. Pero si hacía eso, lo más probable es que la asustara. —Ése es el Edward que conozco —dijo ella, ligera y con un asomo de sonrisa—. Siempre un diplomático. Florence desplazó la mano de su cabeza a su hombros y luego le dio unos golpecitos en el antebrazo a través de la manga de su chaqueta. Él le cogió los dedos antes de que ella pudiese apartarse del todo. Florence tensó el brazo, pero él no la soltó. El deseo pulsaba en él desde el interior, tan insistente que sabía que no podría cortejarla como era debido. Había tocado sus secretos, había probado la miel de su necesidad. No podía seguir actuando como un caballero, no cuando recordaba los placeres que podrían compartir. —Te deseo —dijo, con voz ronca. Cuando ella levantó la mirada, vio sus ojos ilusionados y casi desorbitados. Temiendo lo que había leído en ellos, Edward desplazó su mirada a la curva satinada de su labio inferior. Sintió que el pulso le latía en la sien, casi tan fuerte como el que palpitaba en su entrepierna. No estaba seguro de que debía pronunciar esa confesión, pero las palabras parecían brotar solas de sus labios. Tengo un dolor dentro de mí, Florence, un hambre que nadie excepto tú puede saciar. No sé cuánto podré esperar para que aceptes mi propuesta.

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Quiso maldecirse cuando ella entendió sus palabras. La boca de Florence se torció en un pequeño puchero. —No tienes que casarte conmigo —dijo— sólo para que me meta en tu cama. Él se reclinó hacia atrás en su silla, sin soltarle la mano, intentando furiosamente aclararse las ideas. Aquélla era la última respuesta que había esperado. ¿Acaso Florence no había escapado porque él no quería casarse con ella? —Florence —dijo—, yo no te haría algo así. Quisiera que nos casemos rápidamente, sí, lo más rápidamente posible, pero no te trataría como si fueras una mujerzuela. Quiero decir, sé que nosotros... —Su voz se apagó cuando recordó aquella noche en el pabellón—. Sé que hemos compartido experiencias que quizá no debiéramos, pero ahora las cosas son diferentes —No lo entiendes —dijo ella, sacudiendo la cabeza. —Entonces, dímelo, amor —pidió él, y rozó sus nudillos con un beso—. Dímelo. Como si ella no pudiera a la vez contestar y mirarlo a los ojos, fijó su mirada en la mano que tenía sobre el regazo. Sus pechos se alzaron seductoramente con su respiración. —Aquella noche —dijo—, cuando me buscaste, cuando nos dimos mutuamente placer, me dije a mí misma que sólo deseaba saber cómo se sentía ser deseada. Tenía la esperanza... —Vaciló y se sacudió a sí misma—. Después, tenía la esperanza de que me había convertido en algo más para ti, que me pedirías que fuera tu esposa. —No te equivocaste al pensar eso. Debería habértelo pedido. —No. —La mano que tenía en el regazo se unió a la que él sostenía. Le acarició los pelos diminutos del dorso de la muñeca, poniéndole la piel de gallina. Hablar sería superfluo. Y entonces retiró las dos manos—. No es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es que antes de que... hiciéramos lo que hicimos, yo no pensaba en qué cosas eran las adecuadas. De verdad, no me importaba. He visto el daño que se puede infligir cuando se vive según las expectativas de la sociedad. El daño a Freddie, a tu padre. Entonces, era demasiado tímida para romper las reglas. Ahora ya no estoy tan segura de que las reglas importen. Edward le cogió el lado del cuello y le hizo girar el mentón con el pulgar. —Sí que importan, amor. Aquellas reglas son la manera que tenemos de honrarnos el uno al otro. La manera en que mostramos nuestro respeto. Ella echó a un lado el mentón. —Dijiste que te avergonzabas de amarme. Por un momento, sus palabras lo privaron de la facultad del habla. —No he dicho eso. No podría haberlo dicho. —Pero lo dijiste. Cuando fuiste a buscarme adonde Catherine, dijiste que me querías tanto que tenías vergüenza. —Cuando Florence cruzó su mirada con la de él, sus ojos tenían un reborde de lágrimas, lágrimas que brillaban como esmeraldas bajo la luz huidiza—. Sigo siendo la hija del

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párroco, Edward. No tengo ningún encanto, no soy rica. Sólo soy sencilla y tímida y pobre. Casarte conmigo no añadirá lustre al nombre de los Burbrooke. Tampoco te granjeará el respeto de nadie. Sé que me quieres esta noche, pero cuando te canses de mí, ¿acaso no preferirás no estar casado? —¡Por el amor de Dios! —exclamó él, completamente sorprendido—. ¿Acaso no me has oído hoy? ¿No crees que he aprendido de los errores de mi padre? Ella lanzó una llamarada de fuego por los ojos. —Creo que quieres dormir conmigo, y que tu maldito sentido del honor exige que seamos marido y mujer. —Mi maldito sentido del honor no tiene nada que ver. Dios mío, Florence, hace pocos días pensabas que quería que te casaras con Freddie y te acostaras conmigo. —Reconozco que me equivoqué al pensar eso —reconoció ella, aunque reticente. —También te equivocas en esto. —La cogió por los hombros, tentado de sacudirla para despertar algún sentido en ella—. Quiero casarme contigo porque te amo. Porque llenas un espacio dentro de mí que ignoraba estaba vacío. Porque me haces feliz. Sosteniéndote la mano. Viéndote cómo fascinas a un cachorro o a un bebé. Son cosas que me procuran la satisfacción más grande que he conocido. No puedo imaginar mi vida sin ellas. No quiero imaginar mi vida sin ellas. Además, no dejaré de amarte. Puedes sacarte esa insensatez de la cabeza ahora mismo. Ella se sonrojó, pero la manera en que se mordió el labio le dijo que aún se resistía. —Son bellas palabras —dijo Florence—. Pero me resulta difícil creer que realmente las dices de todo corazón. La frustración se retorció en él como un gruñido tenso y desesperado. —¿No me crees porque te he mentido antes? —Quizá no te creo porque en realidad no soy nadie especial. —Oh, Florence. —Edward le soltó los hombros para acariciarle la cara—. Eres increíblemente especial. A Florence le tembló el mentón, y luego se puso firme como en actitud de desafío. —Soy una bonita chica del campo, nada más. Una atracción breve y animal. No soy ningún diamante. No podría meterme a los hombres en el bolsillo ni aunque quisiera. Edward maldijo la lengua de víbora de Catherine, y estampó un beso en su ceño arrugado. —Catherine ha tergiversado los hechos para su conveniencia. La verdad es que dejé a Imogene porque ella no era tú, porque sabía que jamás llegaría a mi corazón como tú lo has hecho. No hay nada de breve en lo que siento. Y si alguna vez alguien se me ha metido en el bolsillo, esa persona eres tú.

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Una lágrima le colgaba a Florence de la pestaña inferior. —Quiero creerte —susurró—. Quiero creerte con tantas ganas que me duele. —Entonces créeme —dijo él—, cree lo que te digo. —Llevado de un impulso repentino, se incorporó y la invitó a levantarse de su asiento—. Ven conmigo. La confusión de Florence era visible. Adónde vamos? —inquirió. Él mismo apenas lo sabía. Comenzaba a rumiar una idea, repentina y nebulosa, una idea que podría demostrar cuán comprometido se sentía a compartir su vida con ella. Tú también debes ser vulnerable, había dicho tía Hypatia, y ahora él había pensado en el cómo. La hizo retroceder por el suelo de madera. —Antes te he pedido que confíes en mí —dijo—. Ahora voy a demostrarte cuánto confío en ti. Ella se resistió, con los brazos tensos. —No tienes por qué... —Sí, quiero, amor. Sí, lo quiero de verdad. Caminando hacia atrás con ambas manos en las de él, Edward la llevó más allá de la gran escalera en el vestíbulo, dejando atrás retratos ancestrales y bustos y tapices desteñidos que olían a almizcle y especias. Florence sospechaba que aquellos objetos habían sido rescatados de la vieja mansión de Greystowe, símbolos tangibles del antiguo poder de su familia. Yo no pertenezco aquí, pensó, pero más por costumbre que por convicción. Edward hacía más fácil que ella creyera que podía pertenecer, con su puño de hierro y sus ojos como dos ascuas. Eran ojos que le pedían que lo siguiera, que hiciera todo lo que el deseaba. Cuando llegaron al arco que conducía a la sala de billar, él se giró y le soltó las manos para pasarle un brazo por la espalda. Florence se dio cuenta de que temblaba, anticipando lo que sucedería. Su brazo era pesado, moldeado por los músculos. Su fuerza la hacía sentirse femenina y pequeña. Edward la condujo por el pasillo del ala familiar. Aquí la alfombra era nueva y suave, una mezcla de azul marino y béis. Pasaron por las dependencias de Freddie, ahora vacías, puesto que él y Nigel no habían vuelto de sus asuntos en la fábrica. Finalmente, a dos puertas del invernadero, se detuvo. A esa distancia de las naranjas, el aire tenía una dulzura ácida. —Éstas son mis habitaciones —dijo, y abrió la puerta para que ella entrara. Ella esperó justo al otro lado del umbral mientras él encendía una cerilla y alumbraba con un candelero de plata. Las cortinas estaban abiertas, para que entrara la suave brisa del anochecer. Las puertas ventanas se abrían hacia el jardín anterior. Afuera, el cielo brillaba, desde el color zafiro punteado de estrellas en lo más alto, hasta un brillante verde lima y, a lo lejos, un destello de carmesí, más allá del lago de aguas encrespadas. Los colores se fundían unos en otros como si los cielos fueran un exótico

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licor. Florence casi podía degustar el final de la puesta de sol, como si aquello también fuera una esencia que quedaba suspendida en el aire. De pronto, tuvo un impulso inesperado de quitarse la ropa y bañarse en aquella luz vibrante. —Por aquí—dijo Edward, precediéndola a través de la sala de estar hacia otra puerta. Ésta conducía a su habitación. Edward encendió un segundo candelero y dejó los dos sobre sendas mesas junto a su sólida cama de columnas. Florence sintió cierta rigidez, incapaz de resistir las connotaciones de aquel decorado. Eran las dependencias privadas de Edward, donde dormía, donde se vestía, donde soñaba en lo que fuera que soñara. Las columnas de la cama, talladas en espiral, eran gruesas, y las colgaduras eran dignas de un rey. El color damasco sangre de los pliegues brillaba con bordados de oro, antiguos pero bien conservados. El resto de la sala era igualmente oscura y rica, maderas relucientes, sillas sólidas de abundante relleno y, aquí y allá, el brillo de metales preciosos. Las paredes eran del mismo color de terracota que la cama. Por encima de la chimenea colgaba un pequeño icono de una madona. Con un grueso halo de espeso pan de oro, el vestido estaba tan bien logrado en su realismo que Florence casi estiró la mano para tocarlo. Aquella virgen era rellena, sonriente y generosa, curiosamente humana, a pesar del marcado estilo manierista ruso. Con sólo mirarla, Florence sintió que le brotaban lágrimas de los ojos. Se volvió hacia Edward, sabiendo que su asombro se le pintaba en la cara. —No —rió el, viendo su expresión—. No te he traído aquí para ver esto. Dio media vuelta, y se agachó para abrir uno de los armarios de teca junto a su cama. Reprimiendo un suspiro, Florence vio cómo se le estiraban las costuras de su elegante chaqueta sobre los hombros. Sólo Edward podría hacer que aquella enorme sala pareciera pequeña. Él se incorporó con algo en la mano, una bola de tela negra. Se la tendió, con el rostro serio y quizá un poco inseguro. —Creo que tenías la intención de usar esto —dijo—. Conmigo. La curiosidad brotó de su pecho y aleteó suavemente en su garganta. Cruzó de puntillas la alfombra oriental, y luego tuvo un sobresalto al ver lo que él sostenía. Eran las tiras negras de terciopelo que había utilizado para atarla aquella noche en el pabellón. Florence se llevó rápidamente la mano al pecho antes de que pudiera tocarlas. —Pensaba que se suponía que las mujeres no... Que no te gustaba... Edward la sacó de su confusión. —Es porque confío en ti. Te estoy dando el poder para que me pongas a tu merced. Aún lo deseas, ¿no? A ella se le hizo agua la boca pensando en él, desnudo y atado. Toda esa fuerza masculina, toda suya para explorarla, para reinar sobre ella.

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Sintió que el cuerpo se le volvía pesado y suave, como si su sexo fuera una fruta que maduraba. Tragó con dificultad. —Yo —comenzó a decir, y tuvo que volver a empezar—. No quisiera hacerlo si pensara que te disgustará. La risa de Edward no era del todo segura. —Mírame dijo—. Estoy tan duro como la lanza de mi tatarabuelo. Estoy seguro de que nada de lo que puedas hacer conmigo me disgustará. El bulto que tiraba de sus pantalones era un argumento a su favor. Era, en realidad, imponente, poderoso, con un movimiento palpitante que debe haber sido el eco de su corazón. Su confusión acabó por convencerla, pero antes de que empezara tenía que comprender precisamente qué le ofrecía él. No podía soportar la idea de volver a equivocarse. —¿Puedo hacer lo que yo quiera? —preguntó—. ¿Dar o tomar el placer que desee? La sangre acudió a su rostro como una marea que le dio un repentino tono broncíneo. —Cualquier placer. —La confirmación fue seca, como si su pregunta lo hubiese excitado—. Mi voluntad será tuya para que le ordenes lo que quieras. Ella sonrió, incapaz de ocultar su excitación. Que el duque de Greystowe, el amargado gruñón cara de piedra le cediera su poder a ella era algo demasiado difícil de creer. No era sólo diversión, desde luego, lo que esperaba Florence. Su cuerpo quemaba por aceptar su oferta. Dejó caer las pestañas, escudándose del fuego que sabía brillaba en sus propios ojos. —Creo que sí me gustaría —confesó. Edward tembló, y le tendió la mano que sostenía los lazos. —Entonces, cógelos —ordenó—. Antes de que cambie de opinión. Ella los tomó, los desenrolló cuidadosamente uno a uno, dejándolos sobre la cama, uno para cada una de las gruesas columnas. Edward llegaría, pensó, sintiendo un estremecimiento cuando la imagen se le hizo presente. Edward era bastante grande y llegaría. Cuando se giró, él la miraba como un halcón. Se palpó las solapas de la chaqueta y se quedó esperando. —Me gustaría quitarte la ropa —dijo Florence. Esta vez, fue él quien sintió el estremecimiento. —No tienes que pedir permiso, amor. No está noche. Esta noche puedes hacer conmigo lo que quieras. Finalmente, Florence comenzaba confiar. Edward pensó que moriría de lujuria antes de que ella acabara de quitarle la ropa. Pieza por pieza, lo fue desnudando. Su chaqueta y su chaleco. Sus gemelos y su corbata gris de seda. Quitarle los zapatos y calcetines fue un gesto misterioso, casi insoportablemente íntimo. Cuando acabó, Florence le rozó la punta de los dedos con la yema de los suyos, enviando extrañas y sensuales descargas por sus piernas.

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—Qué dedos más grandes y largos tienes —dijo ella con una sonrisa misteriosa, semioculta. Con esas palabras, Edward sintió que su verga casi estallaba rompiendo las costuras de su pantalón. Se sintió como el lobo del cuento. Una bestia con una urgencia primitiva que reclamaba su pareja. Tembló bajo la acometida del instinto, pero no se movió. Ella lo había encadenado con el metal de su propio amor. Tenía que inclinarse ante su voluntad hasta que supiera que ella se sentía segura. A medida que él cedía su libertad, crecía la confianza de Florence. Él observaba cómo lanzaba su pelo a un lado, el vaivén burlón de sus caderas mientras daba vueltas alrededor de su cuerpo cada vez más desnudo. A él le fascinaba ver esa transformación, le fascinaba cómo ella deslizaba sus manos sobre su espalda y hombros, hambrienta, dejando una estela de fuego a su paso, pareciendo medir cada músculo y cada gota de sudor. Cuando sus manos siguieron más abajo, por encima del bulto de su pantalón, apretó las nalgas involuntariamente. —Estás muy duro aquí —dijo ella, palpando las curvas prietas sin ser vigilada. Edward apretó la mandíbula, agonizando de deseo. —Estoy más duro aquí, por delante. Era una insinuación que ella no pasó por alto. Rió con un dejo femenino, dulce y sensual. Lo cogió desde atrás y, con las manos, siguió los sólidos músculos de su pecho. Cuando bajó aún más, él dejó de respirar. Florence deslizó sus dedos por debajo de su cintura, excitando la piel suave y sudorosa del vientre superior. Su miembro se disparó hacia arriba y hacia afuera, desesperado porque llegara su turno de caricias. —¿Si termino de desvestirte —dijo ella, el rostro yendo y viniendo en un roce constante por su espalda—, si cojo tu dureza en mi mano, seguirás haciendo lo que te digo? Él vaciló, y luego contestó con voz ronca. —Sí, amor. Esta noche el poder es todo tuyo. Florence le besó el centro de la espalda y luego le abrió cuidadosamente los pantalones. Puesto que estaba por detrás, movía las manos casi como él lo habría hecho. Él la vio manipular los botones con sus finos dedos blancos. Se sentía deliciosamente vulnerable, de una manera que jamás habría pensado posible. Su órgano se irguió al ser liberado de la tela que lo constreñía, aunque con la peculiar sensación de que ahora le pertenecía a ella, no a él. Cuando ella le bajó lo que quedaba de sus ropas hasta los tobillos, se detuvo brevemente en su cintura. Tenía la piel caliente, una calidez que él no podía dejar de sentir. Florence estaba excitada, y esto la excitaba aún más. Del pecho de Edward amenazaba con estallar un rugido. Su autocontrol era una cuerda que se había tensado a más no poder. —Florence —dijo, con voz ronca y ahogada—, quizá tendrías que atarme ahora.

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Para su completa sorpresa, sintió que sus dientes rozaban la carne de sus nalgas. Antes de que pudiera detenerse, lanzó un ligero grito. —Oh — se disculpó ella—. Lo siento tanto. ¿Te he hecho daño? —No. —Edward apretó aún más los músculos al sentir cómo su mano frotaba la piel herida—. Sólo me has sorprendido. —No sé qué me ha pasado —dijo ella, sin dejar de frotar, aún contrita—. Eres tan bello aquí atrás. Tan pequeño comparado con el resto de ti. Tu... tu trasero es como una manzana. Tenía que morderla. Edward no sabía si reír o gruñir. Florence había introducido los pulgares entre ambas nalgas y ahora dibujaba arcos hacia su cóccix de una manera que no era nada calmante, suponiendo que calmarlo fuera su intención. —Está bien —dijo—, no me has hecho daño. —Su voz se apagó. —De hecho, lo que hiciste es más bien excitante. —Oh —respondió ella, ahora sin aliento—. Y... bien. Me alegro. Él hizo un esfuerzo para no reír hasta que ella se deslizó y se situó frente a él. Entonces ya ni siquiera pudo sonreír, Estaba demasiado ocupado intentando no gruñir. Con los dedos, Florence le rascó ligeramente el vello del pecho, y luego jugó con las tetillas cobrizas que se encontró en el camino. Nuevas sensaciones corrieron por sus nervios, estremecimientos incendiarios que lo recorrieron por entero hasta el sexo. Quedaron pulsando en su vértice, punzando la piel sensible como gotas de aceite. Sus dedos tenían un poder que ninguna otra mujer había poseído. Edward creyó que se ahogaría con tanta lujuria, y luchaba con todas sus fuerzas para mantener el control, para no asustarla con su propio apetito. Ella se mordió el labio cuando vio su pene sacudirse y volverse más oscuro. —¿Te agrada esto? —dijo, pasándole suavemente los pulgares por las tetillas. El aliento que él habría utilizado para reconocer que sí, que le agradaba, se desvaneció cuando ella se arrodilló. Incapaz de resistirse, Edward desplazó sus manos para ensartarlas en su pelo brillante y revuelto. —No me toques —dijo ella—. Quiero hacer esto yo sola. —Entonces átame —pidió él—. Porque si me tomas en tu boca, tendré que tocarte. No podré detenerme. Al cabo de un momento de vacilación, Florence se incorporó. Le miró su miembro, enhiesto como una lanza, y luego miró la cama. —He cambiado de opinión—dijo. A Edward le dio un vuelco el corazón, una reacción violenta que lo confundió. ¿Acaso quería decir que lo liberaba de su promesa de dejarla hacer con él lo que quisiera? Quería poseerla, era verdad. Quería arrastrarla al suelo, despojarla de su ropa para poner al descubierto su piel sedosa y entrar tan profunda y poderosamente entre sus piernas que Florence lo sentiría martillando durante días. Ansiaba aquel triunfo con todo lo que hacía de él un hombre. Y, sin embargo, a pesar de su impulso de conquistar y subyugar, una parte de él quería que ella lo tomara primero. Esperó a que ella se explicara, mientras en su interior sus deseos antagónicos trababan una feroz lucha. Ella se llevó dos dedos a los labios 199

en actitud de contemplación, prolongando sin proponérselo aquella tensión. —Sí —dijo finalmente, y la palabra sonó decisiva—. Quiero atarte pero te quiero de pie. El corazón le dio a Edward un segundo vuelco galvánico, esta vez, un vuelco de inconfundible excitación. —Sí te tiendes —explicó ella—, no podré tocarte tanto como quisiera. —Perfectamente de acuerdo —dijo él, con voz ronca—. Lo entiendo muy bien. Ella sonrió, un repentino asomo de humor. —¿Sí? —Su tono era seguro y seductor. Se llevó una mano a la cadera y con la otra señaló el otro extremo de la cama. En ese momento él vio a la maestra en ella, a la pequeña generala que esperaba ser obedecida—. Por favor ponte delante de las columnas para que pueda atarte. Cuando él obedeció, sintió que la piel le ardía. Alcanzaba justo a coger las espirales pulidas de la madera. Ella le ató las muñecas con firme concentración, más firmemente de lo que él esperaba, y con numerosos nudos. Jamás sería una buena marinera, pero los nudos aguantarían. —¿No está demasiado apretado, no? —preguntó. Él negó con un gesto de la cabeza y ella le dio una palmada en el centro del pecho. —Sólo dime si quieres que te los suelte. —Pero él no quería. Para su sorpresa, le agradaba encontrarse a su merced, le agradaba la incertidumbre de su siguiente decisión. Cualquiera fuese su elección, sería su propia idea. Nada de obligarla, nada de intimidarla, sólo hacer exactamente lo que ella deseara. Él sabría lo que ella estaba dispuesta a dar. Aprendería qué era lo que le hacía gozar. Miró desde la mano que se apoyaba en su esternón hasta sus ojos. Éstos brillaban con la misma excitación que sentía acumularse en sus propios huesos. No quería destruir la magia con una palabra. Florence sonrió y retrocedió un paso largo. —Me voy a quitar la ropa —dijo, como ausente, como si aquel anuncio también la sorprendiera a ella—. Y tú mirarás. Serás el primer hombre que alguna vez he querido que me mirara. Edward sintió que la respiración rugía por salir, vaciándole el aire de las costillas. No podría haber articulado palabra, ni aunque se tratara de salvar la vida. Tenía una vaga idea de qué significaba aquello. Florence nunca se había sentido cómoda con esa manera que tenían las personas de admirar su aspecto. Siempre había sido demasiado tímida. Pero si ahora quería que él mirara... Florence debía de amarlo, realmente, amarlo de verdad. Se quitó el vestido sin poses ni grandes ademanes coquetos, solamente con el cuidado que una mujer de medios modestos pondría con un vestido valioso. Rió mientras luchaba con algunos de los broches, algo nerviosa, pero no como si deseara detenerse. No llevaba corsé. Él supuso que el peso que había perdido no lo hacía necesario. Al quitarse el vestido, quedó sólo con la blusa y las calzas, una bella mezcla de encaje y pliegues y 200

linón. Ahora veía sus pezones rosados por encima, y el triángulo de rizos negros entre sus piernas. La imagen lo devolvió al día en que la había visto en casa de madame Victoire. La excitación que había sentido entonces no era nada comparada con el deseo que ahora lo clavaba. Temblaba todo su cuerpo, y todo su corazón. Era algo más que su verga la que moría por el dulce abrazo de su cuerpo. Florence no advirtió el temblor que recorrió sus extremidades. Estaba demasiado absorta en deshacerse de su ropa interior antes de que perdiera los nervios. La camisa le había tirado el moño por encima de la cabeza. Tuvo que saltar en un pie para quitarse la segunda pierna de las calzas. Parecía la negación misma de una coqueta y Edward jamás la había amado tanto. —Ahora sí —dijo, con un orgullo nervioso y con la respiración acelerada cuando lanzó las calzas a un rincón. La sonrisa de Edward amenazaba con partirle la cara en dos. Otra mujer se habría acariciado aquellos senos hermosos o aquel exuberante vellocino de rizos. Florence simplemente se quedó ahí, mordiéndose el labio, con el aspecto de querer retorcerse las manos encantadoras que tenía plegadas sobre el vientre. Edward sospechó que aquellas manos temblaban más que las suyas. Su valentía lo emocionaba más allá de lo creíble. —Eres la mujer más bella que jamás he visto —confesó. Ella sonrió y agachó la cabeza. —Eso que dices es una tontería. —No —insistió él, totalmente serio—. Nadie jamás me ha parecido tan bella. —Y bien... vaya, gracias —dijo, con el mentón aún escondido—. Tú también eres bastante bello. Él soltó una carcajada al oír eso, pero entonces ella se decidió a demostrárselo. Le besó cada rincón de su piel donde sus labios podían llegar, de puntillas para besarle el cuello, y arrodillándose para besar sus dedos de los pies. Sus manos eran la seducción pura, caricias ligeras como las de una pluma, desde sus piernas y caderas hasta las curvas de su trasero que supuestamente tenía forma de manzana. —Ay, Edward —suspiró Florence, cuando le hizo cosquillas en el pelo por debajo de los brazos extendidos—. Todo lo que hay en ti es tan interesante. Al parecer, también pensaba que su sexo era interesante. Lo cogió en el cuenco de la mano, lo sacudió y lo frotó hasta que cada respiro de Edward se convirtió en un gemido. Cuando se inclinó para probarlo, él se aferró a las columnas con tanta fuerza que los dedos se le adormecieron momentáneamente. Su boca era el cielo, un cielo decididamente suave, cálido y húmedo y sedoso. Cogiéndole el grueso del miembro en una mano, con el cuenco de la otra le cogió los testículos y lo chupó hasta los límites del clímax. Con la lengua, bañó aquel punto donde confluían los nervios en la parte baja del 201

bálano. Con los labios tiró hacia atrás del prepucio. Lo chupó como si le fascinara su sabor y su textura, como si no hubiera nada en él que ella no pudiera aceptar. Él sintió que se hinchaba a reventar, sintió el dolor dulce y palpitante acumulándose en la raíz de su miembro. —Florence —gimió, sabiendo que debería detenerla. Al contrario, con las caderas se impulsó hacia el calor intenso y meloso de su boca. Uno más, pensó, arañando las columnas de la cama con las uñas. Un celestial impulso más y se detendría. Ella parecía intuir lo que su cuerpo deseaba. Sus manos se cerraron, su boca lo incitó a sucumbir a la agónica necesidad. Edward vio chispas bailar ante sus ojos y enrojeció y entonces su verga se transformó. Se inclinó hacia delante a la altura de la cintura como si alguien le hubiera golpeado, las caderas tirando hacia adelante y los músculos retorciéndosele al unísono. Fue un orgasmo como una llamarada apretada y palpitante de sentimiento, interminable e intensa. Edward ni siquiera consiguió exhalar un gemido hasta que acabó, hasta que recuperó su aliento perdido. Las piernas se le doblaron y buscaron la cama, incapaces ya de sostener su peso. —Florence —dijo, resoplando—. Dios mío. Ella soltó una risita contra su pecho y él descubrió que la sostenía en sus brazos. Sus manos estaban libres. Ni siquiera la había sentido desatarlo. Con la respiración aún entrecortada, le extendió su gloriosa cabellera sobre los hombros. Una última horquilla cayó al suelo. Ella le devolvió el abrazo. —Ha sido maravillosamente divertido —dijo. No consigo imaginar por qué se supone que las mujeres no deben hacer eso. Él inclinó la cabeza para besarla, profundamente, húmedo, y su verga volvió a pesar cuando él se dio cuenta de que podía saborearse a sí mismo en su boca. Su semilla era salada, agridulce. El hecho de que estuvieran compartiéndola le parecía alarmantemente erótico. Un sonido brotó de su pecho, impotente y agudo. Aquel ruido despertó algo en Florence. Lo cogió por la nuca y sus pechos suaves y desnudos se agitaron deliciosamente contra el suyo. De pronto, falto de aliento, Edward se apartó del beso. Florence estaba apoyada en él, alojada entre sus piernas. Por cómo se retorcía, Edward entendió que esperaba una rápida recuperación. Con una risa ronca y cariñosa, la cogió en sus brazos y la lanzó sobre la cama. Ella dejó escapar un grito al caer, y luego sonrió a través del pelo revuelto. Verla desnuda, en su cama, era un placer que Edward jamás había pensado disfrutar. Se encaramó lentamente a su lado, como un predador, sintiendo que encarnaba al animal que a veces ella temía. Se irguió sobre ella a cuatro patas, su miembro colgando, comenzando a endurecerse mientras se balanceaba. —¿Edward? —aventuró a decir ella tocándole el vientre con el dorso de la mano. Su voz tembló como si tuviera miedo, pero el rubor de su rostro era muy visible. 202

Edward mostró sus enormes y afilados dientes, entregado del todo a su goce. —Y ahora, Caperucita Roja —dijo—, veamos lo divertida que puedes ser tú. Al final, resultó que lo era, y mucho.

Capítulo 17 Florence temblaba en los límites de una felicidad casi aterradora. Edward la amaba. Edward confiaba en ella. Edward sonreía cada vez que sus miradas se cruzaban. Como si fueran niños, habían ido hasta la cocina a saquear la despensa a medianoche. —Tengo que recuperar fuerzas —había ,dicho él, metiéndole mano bajo la camisa, su camisa, lo único que le había permitido ponerse. Aquel Edward juguetón le fascinaba. La dulzura de su sonrisa, la espontaneidad de sus gemidos lupinos. Se aprovechaba de cualquier artimaña para tocarla, jugando con sus dedos y su pelo, apretándole las rodillas, rozándole la punta de la nariz con los labios. Después de haberse reprimido tanto tiempo, no podía estarse con las manos quietas. Ahora estaban sentados los dos, con las piernas cruzadas en el refugio de su cama, con las colgaduras cerradas, mordisqueando el contenido de la bandeja que habían hurtado, fruta, queso y rebanadas de pan con miel. Edward le hizo comer una tajada de manzana, y sus ojos lanzaron un destello cuando se la pasó junto a los labios. —Siento un hambre repentina —dijo—, por saberlo todo acerca de ti. Ella se sonrojó ante su tono de voz y se permitió deslizar los dientes contra su pulgar, rascándole lentamente, osadamente. —¿Todo? Edward cerró apenas los párpados. —Todo —insistió, deslizándole lánguidamente la mano por el cuello—. La primera palabra. El color preferido. El nombre de tu mejor amiga cuando tenías doce años. La calidez de su contacto era como si le escanciaran vino en las venas. Por lo visto, a Edward le agradaba lo ancha que le quedaba la camisa. La cogió por los brazos, y la tela blanca y almidonada se replegó en torno a sus dedos. Florence tuvo que luchar para pensar más allá del placer de su cercanía. —Mi primera palabra fue gatito —dijo—. El azul es mi color preferido. Y papá siempre fue mi mejor amigo. Tenía un absurdo sentido del humor. Hacía juegos de palabras y todo tipo de bromas. Nadie me hacía reír como

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él. A Edward se le crisparon nerviosamente los labios, como si la sola mención de su risa provocará la suya. —Pelota —dijo—. El rojo cereza. Y mi mejor amigo ha sido Freddie, aunque Plunket, mi potro, era un firme competidor. —¿Plunket? —Yo mismo le puse ese nombre. Se parecía mucho a uno de nuestros tutores. —Edward le sonrió, los ojos generosos como el icono de la pared—. Florence, ¿te importaría si te pregunto cómo perdiste a tu madre? —Tenía tres años —dijo ella, cogiéndole la mano para asegurarle que la pregunta no le molestaba—. Murió durante un parto, y el bebé también. Habría sido un niño. Yo no la recuerdo, excepto a través de las anécdotas de papá. Nacieron en la misma ciudad. Ninguno de los dos amó a otra persona. Papá decía que era la mujer más dulce e inteligente que jamás había conocido, y que nunca llegaba puntualmente a ninguna parte. En realidad, nunca se recuperó cuando ella murió. No lo dijo, pero a veces, cuando pensaba que yo no lo veía, sus ojos se ponían terriblemente tristes. —Florence miró hacia otro lado, como si no quisiera explayarse en ese momento, no con Edward tan cerca y tan deseado. Se obligó a sonreír—. Cuando conocí a Freddie, pensé, éste es el hermano que nunca tuve. Se le ocurrió a ella en ese momento, y quizá a Edward, que si aceptaba su propuesta de matrimonio, Freddie sería como un hermano. Cualesquiera fueran sus pensamientos, Edward le cogió las manos entre aquella mezcla de seda y piel donde sus tobillos se cruzaban. Sus dedos le comunicaron consuelo acariciándole la palma de las manos. —Lamento que hayas perdido a tu hermano tan pequeño. —También yo lo lamenté —dijo ella, cuando el ceño fruncido de Edward le derritió lo que le quedaba de corazón—.Pero papá era bueno conmigo. Sus fieles solían llamarlo padre Falleigh Mama Gallina. Nunca dejaba de ocuparse de su grey, y se aseguraba de que las ancianas tuvieran a alguien que cuidara de ellas. —¿Las viejecitas ancianas? —Teníamos no pocas en Keswick. Papá solía decir que eran parte de nuestra primera y gran cosecha. —Aquel recuerdo la enterneció y, de pronto, oyó la voz de su padre con tanta nitidez como oía la de Edward. ¿ Cómo haber olvidado lo optimista que había sido, olvidar que su padre no había vivido llorando por las cosas perdidas ?—. Era un hombre generoso — dijo, con firmeza—, y un padre maravilloso, sólo que no era muy hábil con el dinero. —¿Pensaba que Dios proveería? —Y bien, ¡eso fue lo que sucedió! —dijo, riendo ante esa mueca en los labios de Edward—. Sencillamente nunca nos daba más de lo necesario. —¿Y esta atracción que despiertas en los animales... ? —Sólo en los gatos —señaló ella. —Oh, sí, sólo los gatos —convino él, y un hoyuelo del todo inesperado

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apareció en su mejilla—. ¿Siempre has tenido el mismo efecto en ellos? ¿Incluso de niña? —Me temo que sí. Los niños en el colegio solían llamarme señorita sardina porque, verás, a veces los gatos de la aldea me seguían a casa todos juntos. —Una gran vergüenza, supongo. —Bastante. Cuando los pequeños del pueblo también empezaron a perseguirme, casi me negué a salir de casa. A Edward le estaba costando reprimir la risa, que escapaba en resoplidos de su aristocrática nariz. —¡Pobre Florence! —exclamó—. ¡Qué prueba! No podía andar por la calle sin su cohorte de pequeños súbditos adoradores. —Sí que era una prueba —protestó ella, aunque sonreía. No se había sentido tan relajada contando algo desde que había encontrado un oído en Freddie—. No puedes imaginarte como era de mortificador. Edward extendió la mano para pellizcarle la nariz. —Eres una maravilla, Florence, pero debo reconocer que mis simpatías se inclinan por los gatos y los pequeñines. De pronto se volvió contemplativo, y su sonrisa se convirtió en una suave curva mientras le acariciaba la parte inferior de la pierna. El gesto era inconsciente, pero curiosamente agradable. Posesivo. Su mano pertenecía ahí, pensó ella. Cerca, tranquila, cálida. —Tu infancia parece muy interesante —dijo él, su expresión oculta a la mirada de Florence. Ella sabía que la suya debía de haber sido diferente. Un padre frío, una madre frágil, y probablemente más criados que amigos, al menos mientras vivió en Greystowe. Sabía que él no querría que ella sintiera lástima por él y, aún así, ése era su sentimiento. Tener a una persona que lo amara a uno incondicionalmente era más importante que la acumulación de privilegios. Desde luego, Freddie había querido a Edward de la misma manera pero, al ser el hermano menor, no podría haber procurado que Edward se sintiera seguro. Florence le acarició el sedoso cabello. —¿Y qué hay de tu infancia? Freddie me ha contado algo, pero no todo. Él se encogió de hombros. —No hay mucho que contar. Freddie fue lo mejor que tuve en mi infancia. Atormentábamos a nuestros tutores... —Le enseñaste a nadar. —Veo que te lo ha contado —dijo, y le apretó el tobillo—. Sí, aquél es un recuerdo feliz. En aquel tiempo, desde luego, los dos éramos bastante infelices. Por no mencionar que casi nos ahogamos. Mira. —Con una elegancia espontánea, rodó sobre la cama y bajó—. Creo que todavía tengo su primer trofeo. Buscó en el armario junto a la cama y de pronto se incorporó con un «¡Aja!» triunfante. Le entregó una medalla redonda, con una pátina de oro desgastada y que colgaba de un cinta de rayas azules. Florence deslizó los dedos por el bruñido laurel, deseando, como habla deseado con Freddie

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haber conocido a Edward entonces, no como niña sino como mujer. Hubiera querido proteger al niño que había sido, protegerlo de un padre que sólo amaba un recuerdo. —Realmente lo has conservado —dijo, los ojos al borde de las lagrima s— . Todo este tiempo. Edward había vuelto a la cama. Unió la punta de su dedo con el ella. —Sí. Aunque era joven, sabía que era un día que me gustaría recordar. —Eras un buen hermano. Una sombra cruzó por su rostro, pero Edward la ocultó con una sonrisa. —Freddie era un buen hermano —dijo y con los dedos le peino el pelo detrás del hombro—. Supongo que nuestra formación fue diferente a la tuya, pero mi padre se aseguró de que nunca nos faltara nada. Al menos nada material. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos, su mirada distante pero tranquila—. Supongo que era la única manera en que supo demostrar que se preocupaba. Mantuvo la propiedad en pie. Se aseguró de que nunca tuviéramos que luchar para pagar deudas, como su propio padre. —No tienes por qué sentirte culpable por admirar aquello que había de bueno en él. Edward volvió a alzar un hombro. —Me enseñó el valor de la responsabilidad. Y de la disciplina. —La boca se le torció con un humor repentino—. Aunque temo que he demostrado tener muy poco de eso contigo. —Quizá no esta noche —dijo ella, e intercambiaron una sonrisa. —Ay, Florence. —Con un gesto impulsivo, le cogió las manos—. Si supieras cómo te amo. Lamento haberte dado alguna vez alguna razón para dudar de mí. —Yo también te amo —dijo ella, y las palabras eran tan novedosas que provocaron en ella un leve sonrojo.El emitió un ruido ronco y hambriento, y se inclinó para rozar los labios contra aquella calidez naciente. —Quisiera terminar lo que hemos comenzado —dijo, hablando contra su mejilla—. Quiero yacer contigo, derramarme en tu interior, que nuestros cuerpos sean uno solo. El calor se adueñó de ella como una ola palpitante, se derramó sobre sus pechos y su vientre. La reacción fue tan intensa que tuvo que desviar la mirada. —Por favor —imploró él, apretándole más los hombros—. Dime que también quieres eso. Ella le deslizó las manos por el pecho, por encima de su bata sintiendo a través de la seda y los músculos el latido duro y acelerado de su corazón. Lo sintió golpear como si Edward temiera lo que diría, como si su venia fuera un asunto de grave importancia. Crispó los dedos sobre la tela. La respuesta colgaba de su mente como una manzana a punto de caer. Sabía que si aceptaba, se estaba entregando a él en todo el sentido de la palabra. Todo lo que era y todo lo que sería, hasta que la muerte los separara. Sí, Edward le había pedido que se casara con él pero una promesa no era un hecho. Podía cambiar de opinión o enamorarse mañana 206

de la hija del carnicero. Y Florence sería abandonada sin nada más que el recuerdo de esa noche. Era suficiente. Aceptaba el riesgo. Quería lanzarse al vacío. Su corazón ya pertenecía a Edward. Y no tenía intención alguna de pedirle que se lo devolviera. Puede que tuviera miedo, pero no era una cobarde. —Sí —dijo, su respuesta casi serena—. Creo que me gustaría mucho. Él dejó escapar un suspiro. Le cogió la mandíbula y le acarició el cuello por debajo del pelo. —Espero que te guste —dijo, con un dejo de gravedad—. Pero lo único que puedo prometerte es que tendré cuidado. Las manos de Florence escaparon a su control, y se deslizaron por debajo de su bata para encontrar la curva cálida y dura de su torso. —No me importa cuándo eres un poco salvaje. El rió, toda la risa convertida en un aliento. —Esta vez no, amor. Podría hacerte daño. Pero ¿quizá no estés familiarizada con la logística? La sonrisa de Florence desapareció en su cuello. Edward había olvidado cuánto podía aprender una sencilla chica de campo. —Estoy familiarizada, aunque dudo tener la suficiente experiencia para saber qué hacer después de que... después de que... —¿Alcancemos la unión deseada de nuestros cuerpos? —aventuró él, salvándola de su repentino nerviosismo. Su risita le quedó retumbando a Florence en el oído y supo que a Edward le agradaba su timidez—. No tienes por qué preocuparte del después. El después tiene una manera de ocuparse de sí mismo y, como he dicho, tendré cuidado. Algo en su voz le llamó la atención a Florence, una excitación más poderosa, una tensión que era más anticipación que preocupación. Preguntándose qué la había provocado, deslizó la mano por la bata abierta, por encima de piel, huesos y músculos. Edward endureció el vientre cuando Florence le deslizó el pulgar por el ombligo y entonces lo encontró, alzándose grueso y endurecido desde el manto negro y tupido de sus vellos. La raíz de su verga era más ancha que el círculo dibujado por sus dedos. Él le cogió el antebrazo, alentando suavemente su incursión. —Tendré cuidado —susurró, y las palabras temblaron—. No te haré daño. Ella sonrió donde él no podía verla y juró que jamás le dejaría saber que había adivinado su secreto. Una parte de él, la parte que habría hecho un excelente cruzado, acariciaba la idea de desflorarla con su espada simbólica. Intruso y protector. Bestia primitiva y caballero de la corte. Los dos eran parte del alma de Edward. Florence relajó la mano y deslizó los dedos ligeramente hacia arriba. La poderosa columna tembló ante su contacto. Igual que un cachorro que se retuerce para recibir un regalo, pensó mientras recorría con el dedo la red de venas hinchadas. —Hay una cuestión de tamaño —dijo con toda la seriedad que pudo. Se sintió excitada cuando el temblor fue más violento.

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—Shh. —El le cubrió la mano, amoldándola a su piel sedosa y palpitante—. Estoy seguro de que podrás acogerme. —Con la otra mano la cogió por debajo de la camisa para acariciar la exuberante curva de su cadera—. Tú estás hecha para acogerme. —Es verdad, no soy nada delicada, pero debes reconocer que tu instrumento es formidable. Él le apretó la mano, un espasmo breve e involuntario. Su miembro se alargó bajo aquel contacto mutuo. Oh, como gozaba con ese roce. ¡Qué poder tenían los secretos de las personas! Cuando Edward hablaba, su voz tenía la textura del whisky. —Veo que, de verdad, no tienes miedo. Ni siquiera tiemblas. —Pero quizá en mi ignorancia, no he sabido apreciar adecuadamente el reto de... Él la silenció con un beso que le arrancó de la cabeza su intención de provocarlo. Con una urgencia repentina, la hizo rodar hasta hacerla quedar por debajo de él, apretándola con su peso. El beso le quitó el aliento y le encendió la sangre. Ella soltó, sólo lo suficiente para que cogiera aire, y luego le rasgó de arriba a abajo la camisa. Con una maldición en sordina, se arrancó la bata y volvió a hundirse sobre ella, adecuando su dureza a sus curvas, frotándolas juntas hasta que cada célula del cuerpo de Florence vibró de excitación. Durante largos minutos, su mente no pensaba en nada más que la sensación de tenerlo bajo sus manos libres, la prisa de su respiración, la búsqueda húmeda y urgente de su boca. Era como si no pudiese acercarse lo suficiente a él ni él, al parecer, a ella. Se agarraban y retorcían y apretaban mutuamente las espaldas. Su erección era una marca contra su muslo, su cadera, su vientre. Abrió las piernas para rodearlo con ellas, pero incluso aquel abrazo no fue suficiente. Lo deseaba a él. Toda su envergadura, toda su pasión, todos sus deseos ocultos. —Tendrás que decirme —dijo, respirando apenas cuando sus besos subieron hacia su pecho—. Tendrás que decirme qué debo hacer. —Yo te enseñaré —avisó él, y le cogió el pezón con los labios y la lengua. Tiró de ella hacia su boca, una fuerza asombrosa. Ella se sintió fulminada por un deseo que se fundía en su sexo. Ahora se debatía, y su deseo fluía como el oro líquido. El se giró para tomar el otro pecho y se lo llevó con el mismo hambre a la boca. Florence gimió y arqueó la espalda. —Quisiera que me enseñaras pronto. Él rió por lo bajo y con una mano le cubrió los rizos, apretando el vellocino suave y ardiente en su palma. Ella volvió a gemir, esta vez más intensamente que antes. Sus dedos, tan fuertes, tan duros, apretaron sus labios rellenos, pero él no hizo nada para aliviar su necesidad. Dejó escapar un quejido cuando él quitó la mano. —Pon tu mano en mi verga —dijo, con voz ronca y ahumada—. Ponme contra ti. Ponme donde quieras que me coloque. Ahora sí se sacudió, aunque no pensó que temblara de miedo. Le deslizó la mano por la espalda, alrededor de las caderas, su respiración rápida y

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corta. Los dos saltaron cuando ella lo tocó. Su órgano ardía en su mano, duro, un fuego palpitante. Ella lo acercó aún más al corazón de su sexo. —Levanta las rodillas —dijo él, y le alzó una pierna a la posición deseada. Dejó descansar su peso sobre el otro codo, y dejó ir las caderas hacia adelante cuando ella guió su avance. Él tuvo que arquear la espalda para mirarla a la cara, y de pronto la diferencia de sus tamaños fue muy patente. Él proyectaba su sombra sobre ella, la abrumaba y, sin embargo, ella no deseaba que fuera de otra manera. Sabía que él tendría cuidado con ella. Sabía que estaría segura. Edward cerró con fuerza los ojos un momento cuando su punta se deslizó entre sus labios. Estaba enorme y ansioso, y goteaba mientras intentaba encontrar su lugar. Ella no sabía bien como moverse, pero los dedos de él pronto encontraron los suyos, ajustando, buscando, con una intimidad que la hizo sonrojarse. Un segundo mas tarde, la punta redonda y caliente se apretaba en su interior, y la sensación de pulsación y el calor la hizo suspirar y luchar contra las ganas de retorcerse. Cuando él abrió los ojos, sus pupilas se habían casi tragado el azul de sus ojos. —Ahí —murmuró—. ¿ Cómo lo sientes? Ella sintió como si se le partiera el alma por el medio, no de dolor sino de felicidad. Con aquel acto, todo su ser lo acogía. —Es sedoso —afirmó, temerosa de empujar pero queriendo intensamente hacerlo—. Y caliente, y es una sensación muy, muy agradable. —Su verga dio un brinco con esas palabras. Florence no podía templar la reacción de su cuerpo. Su deseo fluía hacia él—. Oh, Edward, estoy toda mojada — anunció. Él dejó escapar un gemido en el hueco de su cuello y la mordió ligeramente. —Me gusta que estés mojada. Significa que estás lista para tomarme. — Pero no se movió, ni siquiera cuando Florence cerró los brazos por detrás de su cintura y lo atrajo hacia ella. En su lugar, le acarició, el pelo de una ceja y la besó. Sus labios estaban calientes, su respiración acelerada. Florence no entendía su pasividad. ¿ Acaso no quería poseerla? ¿Acaso no quería que los dos fueran uno solo? Tuvo un asomo de inquietud. —Antes, ya habías llegado hasta aquí —dijo—, aquella primera vez en las ruinas. —Sí —respondió él. El rostro se le apretó como si el recuerdo lo hiriera. —¿No pensarás echarte atrás esta vez, no? Él se estremeció y sus caderas se desplazaron, penetrando más profundo, una atormentadora fracción. —Eres la única persona que podría obligarme a echarme atrás. —No quiero obligarte. Quiero que... dijo y se mordió el labio. —Dímelo —dijo él y le pasó la lengua por donde la había mordido. Ella habló con la respiración entrecortada. —Quiero que empujes más. Quiero que entres en mí todo lo que puedas.

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—¿Aunque te duela? —No me importa —dijo ella y le apretó las caderas con los muslos—. Duele demasiado esperar. —Ay, Florence —dijo él, su nombre un mero murmullo—. Mi valiente y dulce Florence. Volvió a besarla, profundamente, y también empezó a empujar suavemente hacia atrás y hacia adelante contra su barrera, entrar y soltar, entrar y soltar, hasta que Florence le hincó las uñas en los hombros. Los movimientos de Edward le procuraban una terrible satisfacción, pero todavía no lo bastante terrible. —Por favor, Edward —respiró apenas, incapaz de soportado—. Por favor, te lo ruego, poséeme ahora. Florence sintió que él se preparaba, sintió un asomo de presión y de pronto, con un impulso rápido hacia adelante y un gemido de placer imposible de reprimir, hendió el obstáculo entre ellos. Empujó una vez más, suspiró y se obligó a detenerse. Sus hombros estaban perfectos bajo sus manos, la cabeza inclinada sobre su pecho. El dolor de su penetración ya comenzaba a desvanecerse, a convertirse en necesidad. Ella sabía que no lo había tomado entero, ni siquiera la mitad. Aún quedaba una distancia entre las caderas. —Estoy bien —dijo ella, y le besó el hueco del hombro, acariciando el músculo apretado y tembloroso de su trasero—. Quiero lo que queda. —Florence. — Edward levantó la cabeza, y su voz era tan profunda que casi sonaba hueca—. Quiero verte la cara cuando te posea. Sus miradas quedaron fijas una en la otra. Ella nunca había visto esa vulnerabilidad, o ese amor. Él deslizó una mano grande y cálida por debajo de sus caderas, y extendió los dedos desde el comienzo de la espalda hasta la curva de su trasero. Finalmente empujó, lentamente, firmemente, obligando a abrirse las paredes de su vagina ante su penetración. Nada lo detenía. Ella no sentía dolor, ni miedo, ni limitación de la carne que no quería ceder. Ella estaba hecha para él. Su cuerpo cedió ante su movimiento lento e imparable, lubricando su camino abrazando su miembro martillante. Dejó escapar un suspiro cuando sus caderas se encontraron, llena hasta la saciedad, unida a él por aquel miembro caliente y tenso y por el lujurioso placer de un acoplamiento estrecho y perfecto. El gemía su nombre, y le iba dejando un reguero de besos en el rostro. —Dios mío —suspiró—. Qué placer. Ahora que él estaba sentado, ella le soltó la cintura y se llevo las manos a la cabeza, entrelazando los dedos en un puño cerrado y sudoroso. No le importaba. Si ella estaba cautiva, él también lo estaba. Los dos temblaban, los dos sonreían a los ojos del otro. —Amor —dijo él, y comenzó a salir y empujar. Nada se movía, excepto sus caderas y su expresión. Como un hombre ante una visión que no quisiera ver acabar. Entraba sin barreras y salía. Grueso y fuerte y sencillo. Sin embargo, a le hacia sentirse cualquier cosa menos sencilla. Se sentía conquistada y a su vez poderosa, necesitada y generosa, mendigo y reina

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del mundo. Edward la estaba convirtiendo en mujer en el sentido más primitivo de la palabra. Ahora le susurraba acerca de su placer, palabras calientes y prohibidas que la hacían tensarse en lo más profundo. Estaba ardiendo, dijo. Ardiendo por sentirla suya. Murmuró halagos sobre sus pechos, sobre sus pies pequeños y blancos, sobre los hoyuelos detrás de sus rodillas. Le contó lo duro que estaba, cuánto le dolía. Le pidió que se meciera con él, y luego maldijo cuando ella le obedeció. Parecía una bendición cuando él se deslizaba como el satén dentro de ella, fuerte como un toro, suave como un cordero. Con cada empuje llegaba al límite, duro pero lento, tan lentamente que ella apenas podía soportar sus largas ausencias. Cada vez parecía estar penetrando en ella por primera vez, cautivándola nuevamente, como si su verga adorara aquel roce. —No te des prisa —pidió cuando vio que Florence se volvió impaciente—. Sólo tendremos una primera vez. Le soltó las manos y metió el pulgar entre sus caderas. Ella se estremeció ante su contacto, todo el cuerpo deseando, descontrolado, la garganta quemándole con un grito de impotencia. Él rió cuando ella se disculpó. —Otra vez —pidió—. Rápido, amor, vuelve a hacerlo. Ella no podría haberse resistido ni aunque quisiera. Era como si él supiera lo que su cuerpo deseaba antes que ella, cuándo necesitaba un pellizco, una caricia, un empuje egoísta e incesante. Florence gozó hasta que sintió el cuerpo lacio de placer. Sin embargo, al final, la necesidad de Edward lo impulsaba a una dureza que no podía negar. —Aún puedo salir —avisó, los brazos temblando, el cuerpo entero sudado—. No tienes que tomar mi semilla. Ella dejó ir la cabeza de un lado al otro sobre la cama. —Lo deseo —dijo, tirándolo por las caderas—. Lo quiero todo. En su rostro apareció una mueca. Sus movimientos ahora eran más pesados, menos controlados. Ya no alcanzaba a salir tanto. Parecía no poder tolerarlo. —Si la tomas —gruñó él—, será mejor que te consideres mi esposa. Si me derramo dentro de ti, ésta será nuestra noche de bodas. Ella sonrió, asombrada de que él dudara aún cuando ella ya se había rendido. —Eres el marido de mi corazón. Jamás habrá otro. Edward se detuvo lo bastante como para buscar su mirada. Él mismo había entrecerrado los ojos, buscando la verdad. Ella sonrió ante su seriedad, incapaz de reprimirse. Edward le había dado tanto placer. El debió de haber visto aquello porque finalmente asintió, el mismo breve asentimiento que la había irritado en el pasado. —Muy bien —dijo con voz seca, todo él Edward, todo él su ser amado—, Jamás habrá nadie más para mí. —Entonces, derrámate. —sin dejar de sonreír, le arrastró las uñas por la 211

curva larga y sudorosa de la columna—, Hazme tuya. Él hizo una mueca, y luego se sonrojó, y entonces explotó en un movimiento entre sus piernas, Florence había liberado algo que ni siquiera él podía controlar. Su descarga había esperado demasiado tiempo en ella. Ahora no se tomaría su placer, sería el placer el que se adueñaría de él. Su cuerpo hizo que Florence se sacudiera, más fuerte, más rápido, su miembro convertido en un pistón de apetito imparable. Ella se cogió del lado de la cama para no resbalar pero, incluso así él la había llevado rápidamente contra la cabecera. —Agárrate —ordenó, Agárrate... de... mí.

afirmando

el brazo

en

la

madera

pulida—,

Ella lo cogió, agarrándolo por detrás de los hombros, prendida de la maravilla percutante de su bestialidad. Ahora Edward gruñía cuando empujaba, frases inacabadas, elogios. Más adentro, oh, Dios, cariño, más adentro. Ella intentaba ayudar pero la piel de Edward resbalaba bajo sus manos, Florence hincó los talones en el colchón y empujó. Aquella fuerza añadida lo liberó. Ahora soltó imprecaciones y se hinchó, empujó y entró con tanta fuerza que parecía haber abierto una brecha en su matriz. Su cuerpo quedó suspendido, temblando, y luego se estremeció con la primera ola imparable del clímax. Tenía los puños cerrados, los ojos apretados. Se le dibujaban con fuerza las venas en el cuello a medida que intentaba mantenerse en su lugar, mientras su verga explotaba, caliente y dura. Quedó sin aliento, y gimió y entonces sus músculos se relajaron, el propio orgasmo de Florence se desplegó como los pétalos de una flor. Aún alojado en ella, su pene se agitaba con el aletea de los pulsos, en perfecta sintonía con su placer. Florence se alegró de que su cuerpo hubiera esperado, No querría haberse perdido el drama de su clímax. —Dios mío —suspiró, acariciándole el pelo cuando él se dejó caer contra su pecho—, ha sido maravilloso, Estoy impaciente por volver a hacerlo. Sus hombros se sacudieron y Florence se dio cuenta de que Edward reía, silenciosamente. Su miembro se deslizó fuera de ella, con aquel movimiento, pesado y lacio y humedecido, un efecto que Florence encontró especialmente erótico. —Florence —volvió a gemir él, hundiendo la nariz en su cuello. Me temo que tendrás que esperar un rato. Se sentía como si la tierra hubiese dejado de girar. Por primera vez en su vida, sentía que su alma estaba en paz. El aire era dulce y fragante, y su corazón estaba tan lleno de amor que pensó que se desbordaría. Florence yacía a su lado, acurrucada en el hueco de su brazo. Y tenía sueño y tenía el cuerpo suave mientras su mano se deslizaba suavemente por su costado. Ahora se sentía cómoda con él, tan cómoda corno podía estarlo. Aquella noche había sido una en un millón. Nada podría haberlo preparado para el éxtasis que habían compartido, para la cercanía, el profundo sentimiento de cambio que sentía en su alma. Florence lo había llamado el marido de su corazón. Se había entregado a él, sin reservas y esto era sólo el comienzo. Una

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vida de placeres se abría en su pensamiento, sosteniéndola, amándola. Sería su novia. Caminarían hacia el futuro tomados de la mano. Edward pensaba que podía vivir de esta felicidad durante años. Sin embargo, la verdad era que sólo tenía un día.

Capítulo18 Se bañaron juntos en el baño privado de Edward. Las baldosas eran granates y doradas, la bañera de mármol negro veteado de blanco. El agua salía caliente del grifo de plata en un flujo que parecía interminable. La bañera era tan profunda que Florence podía hundirse en ella hasta el cuello. Jamás había visto una maravilla como ésa y, sin embargo, el lujo más grande de todos era tener la libertad de tocar al hombre que amaba. ÉI daba muestras de sentir lo mismo, porque no dejaba de provocarla y hacerle cosquillas, susurrando absurdas frases amorosas mientras le pasaba la esponja jabonosa por el cuerpo. Florence ronroneaba con esos cuidados, tan debilitada por el placer que apenas podía devolverle las caricias. —Eres la reina de los gatos —murmuró él, cuando volvió a deslizarse en ella una vez más. Aún cuando la primera vez los había dejado sin aliento, este acoplamiento húmedo y lánguido fue aún mejor. Él le enseñó lo que podía hacer una verga realmente astuta. Cómo podía sondear y frotar. Cómo lloraba de deseo y encontraba lugares tiernos y ocultos que también a ella le daban ganas de sollozar. —Así se hace —la felicitó cuando ella soltó un grito y se aferró a él. Que un órgano tan inherentemente egoísta pudiera ser tan generoso fue un asombro para Florence, casi tan asombroso como el placer que ella obtenía como gratificación. Maravillada por la magia que podían crear juntos, lo cogió suavemente en la palma de la mano. —Cuando me tocas así —dijo él, y le acarició la mano—, sé lo débil que puede ser un hombre. Era una debilidad que ella podía aprender a amar. Él la siguió cuando ella se escabulló a su habitación para cambiarse. Insistió en vestirla él mismo, y dio órdenes a Lizzie a través de la puerta cerrada para que se tomara el día libre. Lejos de escandalizarse, la criada soltó una risita y salió corriendo. Florence estaba segura de que la espada de Edward había alcanzado los límites de su potencia aunque, de alguna manera, durante la rutina de ayudarla con los lazos de su nuevo corsé francés, encontró la energía para volver a levantarse. Con la punta de los dedos, Edward recorrió los broches que la ataban, el encaje y el satén, la entrada de su cintura y la protuberancia de sus senos realzados. —Dios mío —dijo, como si aquella maravilla lo abrumara—. No puedo tener suficiente de ti. 213

Como si no hubiera un segundo que perder, la giró, la inclinó hacia adelante en la orilla de la cama y le arrancó las calzas. Sus movimientos eran tan frenéticos que Florence apenas creía que había pasado horas haciendo el amor. Con los dedos, la abrió, con su pecho la cubrió y con un gemido largo y profundo de alivio, entró en ella por detrás. Desde ese ángulo, parecía enorme, casi un extraño. Él no esperó sino que comenzó a empujar como un poseído, la expresión oculta, sujetándola desesperadamente por las caderas. En cuestión de segundos, su erección creció hasta el límite en su interior, febril y grueso mientras le rogaba que se abriera, para dejarlo entrar hasta el fondo. Déjame, gemía, déjame, con movimientos tan largos y animales que ella sólo atinaba a sujetarse. El orgasmo de Edward fue tan rápido que apenas le dio tiempo a ella para seguirlo, a pesar de los movimientos hábiles de sus manos. Su grito ronco de clímax la lanzó por encima del abismo. Cuando los dos se tranquilizaron, él le pidió perdón por su rudeza, pero Florence declaró que nunca lo había sentido más excitante. Sacudiendo la cabeza, le acarició el rostro bañado en sudor entre ambas manos. —No importa lo que hagas. Tus manos siempre me excitan porque es todo tuyo. Él se sonrojó ante aquella declaración y murmuró algo así como «sólo el tiempo dirá». Florence estaba preparada para demostrar lo que decía, más que preparada. Sin embargo, antes, dejó escapar un bostezo prodigioso, tenía que descansar. Se tumbaron juntos en su cama, con la intención de dormir hasta la hora de la cena. Unos golpes tímidos y persistentes en la puerta los despertaron a los dos —Señorita Florence —llamó Lizzie a través de la puerta —, lord Greystowe. El vizconde Burbrooke ha vuelto. Edward se levantó de un salto tan repentino que hizo saltar la cabeza de Florence, apoyada en su pecho. Bajo los últimos rayos del sol, tenía el rostro tan pálido como las sábanas. —Freddie —dijo, respirando con dificultad y llevándose el puño al corazón. Parecía que una parte de él no se encontraba en paz con lo que habían hecho. Freddie había cambiado. Edward se percató de ello en el momento en que su hermano acudió a su invitación a la biblioteca. Le habían quitado el yeso, para empezar, pero la diferencia era mucho más notable. A pesar de que en sus ojos se veía la misma actitud divertida ante el mundo, su brillo era más alegre. Parecía más dueño de sí mismo, más alto, si aquello era posible. Sobre todo, a pesar de una leve cojera, tenía el andar suelto y desinhibido de un hombre que ha pasado las últimas semanas con alguien muy diestro en ejercicios de satisfacción de la lujuria. No es que Edward quisiera extenderse sobre ese aspecto. Prefirió dirigir su atención a la botella de whisky y al dedo del dorado

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líquido irlandés que escanció en la copa de Freddie. —Por todos los cielos —dijo su hermano, paseando por la sala donde se encontraban—. Debe ser algo muy serio si te has decidido a abrir ese Malta. —Bastante serio —dijo Edward. Entregó a Freddie el vaso de cristal, y luego miró por la ventana a través de la galería. Divisó unas antorchas que iluminaban los prados como si se estuviese preparando una fiesta. Edward tenía la sensación de que Lizzie ya había difundirlo las noticias acerca de él y Florence al personal. Sin duda, aquella era la idea que tenía la señora Forster de estimular los paseos románticos a medianoche. Bajo otras circunstancias, habría apreciado aquella insinuación. Sin embargo, esta noche, cuando recordaba las noticias que tenía que darle a su hermano menor, sentía que el estómago se le hundía. El hecho de que Freddie seguramente la saludaría de buen talante no le ayudaba en nada. Sin saber lo que le esperaba, Freddie saboreó el whisky y lo miró con los ojos entrecerrados, casi irónicos. —Si lo que pretendes es reñirme —avisó—, te advierto que te puedes ahorrar la saliva. —No eres tú el que se merece los reproches. —Entonces, dime —pidió Freddie, con un tono libertino y burlón. Desafortunadamente, lo que Edward tenía que decir no era un asunto para la risa. Tragó lo que quedaba en la copa y la dejó en su lugar con un gesto decidido. Cuando se volvió, su hermano lo miraba con el ceño fruncido. —Pienso casarme con Florence —dijo. El anuncio fue seco y desafiador. Sabía que su mirada era dura, pero no podía reprimirse. Freddie no cambiaría de opinión, no cambiaría por nada. Seguramente, la posibilidad de que Freddie quisiera cambiar era muy improbable. Sin embargo, la racionalidad no jugaba papel alguno en la conducta de Edward. Florence le pertenecía a él. Por lo tanto, su intención era reclamarla. Frente a la actitud de Edward, la respuesta de Freddie fue ligera. Jugó con el borde de la mesa de ébano donde Grimby había dejado el whisky, y cuando levantó la mirada sonreía. —Y bien —dijo—, puesto que esto es algo que yo sabía que tú querías desde antes de que tú te dieras cuenta, debo preguntarme por qué esa actitud tan solemne. Si te sientes culpable, te aseguro que no viene al caso. Cualquiera con dos dedos de frente verá que si tú te casas con Florence, los dos seremos mucho más felices. —¿Eso crees? —preguntó Edward, mirando detenidamente a su hermano. Freddie vestía un atuendo informal, camisa blanca y pantalones de verano. La chaqueta era una mezcla sutil de seda color marfil y bordados de oro, colores que llamaban la atención al color de su piel, que el sol había bronceado desde su partida. Estaba en la flor de la edad del ciudadano inglés, generoso, astuto, desbordante de salud y vida y mucho más atractivo de lo que jamás sería Edward. Un hombre con los dones de 215

Freddie podía hacer de su vida lo que se le antojara, cualquier cosa extraordinaria. Edward se preguntó si su hermano entendía a qué estaba renunciando. —Freddie —dijo—, ¿has pensado en lo cruel que puede ser la gente? Por ejemplo, Imogene Hargreave, para empezar, jamás dejará pasar esto. Cuando se sepan las noticias de mi matrimonio y se saquen las inevitables conclusiones, muchos de tus amigos ya no serán tus amigos. Aunque te tengan simpatía, su sentido de lo correcto les obligará a olvidarse de ti. No serás bienvenido en sus casas. No te saludarán en la calle. Tu vida, tal como la has conocido, dejara de existir. —¿Crees que eso es lo único que me importa? —preguntó Freddie—. ¿El corte de mi chaqueta y las amistades sociales? Por muy desagradable que sea convertirse en paria, sospecho que mi caída significara más para ti y para la duquesa de lo que significara para mí. Edward intentó encontrar un tono razonable. —Hypatia puede capear cualquier tormenta. Ha sido un monstruo social demasiado tiempo para que eso cambie. En cuanto a mí, si las personas dejan de saludarme, que así sea. Pero tú... Tú no puedes negar que has disfrutado siendo el favorito en sociedad, porque sabes que es así. Mira —dijo y se desabrochó los botones del cuello que parecían ahogarlo—, tal vez podríamos encontrar otra mujer que se casará contigo. Alguien mayor. Quizá una viuda. Freddie alzó las manos pero no en gesto de derrota. —No —dijo, con una firmeza que Edward nunca había visto en él—. Se acabaron las mentiras. Nigel y yo hemos discutido esto largo y tendido y ya hemos tomado una decisión. —Nigel y tú. —Nigel y yo —repitió Freddie, como si quisiera que Edward los reconociera como pareja a fuerza de repetirlo—. Te lo creas o no, Nigel y yo estamos enamorados. Aquella declaración contenía una pizca indesmentible de orgullo. También de maravilla, y la misma gratitud que sentiría cualquier amante que se acaba de enamorar. Debatiéndose interiormente para entender, para aceptar, Edward se sentó en el borde de la mesa. Apoyó con fuerza el nacimiento de la mano, intuyendo las dificultades que aparecían ante sus ojos. —Esto será muy difícil para ti, Freddie. Muy, muy difícil. —Eso ya lo sabemos —replicó Freddie, y la calma en su voz tenía la clara intención de transmitir seguridad—. Quizá lo sabemos mejor que tú. Tú me quieres más que nadie. Más que Nigel, espero, porque el suyo es un sentimiento que sólo el tiempo pondrá a prueba. En cualquier caso, a duras penas podría albergar ilusiones de cómo reaccionará el resto de la gente cuando tú, que me quiere más que nadie, no puedes aceptarme como soy. —Lo intento —dijo Edward—. De verdad que lo intento. —Intentas protegerme. Pero no puedes escoger mi camino esta vez. Tienes que dejarme correr y tropezar. De otra manera, jamás podré gozar de ningún tipo de existencia.

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A Edward le costaba tragar aquello. Su estómago se había convertido en un nudo y las manos le temblaban, reflejo de su confusión. Cada uno de sus instintos le decían que no debería dejar a Freddie tomar esa decisión. Tenía que haber algún argumento que hubiese pasado por alto, alguna manera de obligar a su hermano a demostrar una pizca de sentido común. Desafortunadamente, encontraba ese sentido.

dudaba

que

Freddie

pudiese

perdonarle

si

—¿Sabes qué... sabes qué harás? —preguntó, obligándose a que la pregunta venciera la resistencia en su fuero interno. —Nos vamos a Francia —respondió su hermano, el más suave de los anuncios que había hecho—. Probablemente será muy pronto. —A Francia. Y bien —dijo Edward, hundiendo las manos temblorosas en los bolsillos—. Sé que la provincia es muy bella y que la situación política, al parecer, se ha apaciguado. Supongo que podrías volver a abrir la propiedad que heredaste de mamá. —Ése era nuestro plan. Queda en Burdeos, como sabes. Nigel y yo pensamos que probaríamos suerte cultivando viñas. —Aquello suena... Y bien, suena... Freddie, Francia queda muy lejos. —Un tren hasta Dover y un ferry hasta Calais. —Ya sabes qué quiero decir. Es un país diferente. Un continente diferente. No conoces a nadie. Ni siquiera hablas francés. —Nigel habla francés —anunció Freddie, con una sonrisa torcida y comprensiva—. Y yo aprenderé. Esto es lo que necesitamos, Edward. Un lugar donde nadie nos conozca, donde podamos vivir como queramos siempre y cuando seamos discretos. El nudo que Edward sentía en el vientre pareció aumentar de tamaño. —¿Me dirás si necesitas alguna cosa? ¿Dinero? ¿Cartas de presentación? —Te lo haremos saber, supongo que estaremos bien —dijo y sonrió con un gesto aún más marcadamente irónico—. Como sabes, la facilidad de Nigel para los negocios es formidable. Edward lo sabía, pero el alivio que esta noticia podría haber significado estaba mitigada por el desasosiego. Él y Freddie habían pasado la mayor parte de su vida juntos. Freddie era más que un hermano, era la bondad que aligeraba su alma. —Francia —dijo, incapaz de renunciar—. No sé qué decir. —Di que me deseas felicidad. —¡Claro que sí, Freddie! De todo corazón. Freddie debió de haber intuido sus reservas. Extendió la mano para coger a Edward por el cuello, su pulgar en el medio de su barbilla, y acariciándolo por la nuca. Era un gesto de apoyo, un gesto que podría haber tenido un padre. A Edward se le apretó la garganta ante esta curiosa inversión de papeles. —Te echaré en falta —dijo, ni siquiera intentando ocultar su dolor—. Y Florence, no sé cómo le daré la noticia. Tenía tantas ganas de convertirse en tu hermana.

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Freddie rió, un sonido suave y brillante. —Donde quiera que esté, siempre la querré como si lo fuera. Abrazó a Edward. Le dio un fuerte abrazo que decía más que todas las palabras. Edward le dio unas palmadas en la espalda y lo estrechó, deseando que Freddie volviera a ser pequeño, deseando que pudiese velar por él. Cuando se separaron, los dos tuvieron que secarse los ojos. —Te quiero —dijo Edward, y había en aquellas palabras algo más que la emoción. Freddie asintió con un gesto de la cabeza y dio unos pasos hacia atrás, los ojos brillando en los bordes. Seguramente sabía que si se quedaba, Edward se vería obligado a formular otra demanda. Al salir, la biblioteca quedó en silencio. Un reloj marcaba los segundos en una de las repisas. El gas silbaba en el interior de sus esferas pintadas, un sonido más regular que la respiración de Edward. Agotado, inclinó la cabeza y se quedó mirando las sombras que bailaban tristemente en el techo abovedado. Unos ángeles volaban a través de sus murales, de alas tan musculosas como sus miembros. Esta noche, bajo la luz débil y amarillenta, le parecía a Edward como si volaran directo al infierno. Su hermano menor se había enamorado de Nigel West. Se iba del país, dejándolo todo y a todos sus seres queridos. Y Edward se lo estaba permitiendo. Cerró las manos hasta que fueron dos puños sudorosos, pero sus tripas ya habían tomado una decisión. Sintiendo que el calor le subía por la garganta como una sensación de mareo, corrió a la terraza. El aire afuera era suave y la brisa era como una tela refrescante. Sin embargo, en cuanto llegó al jardín, se sintió violenta y miserablemente enfermo. Evitó una caída agarrándose a la columna de mármol. Florence lo encontró después de que el malestar había pasado. Edward se mecía hacia adelante y atrás, en el borde del patio de columnas, con las botas en el césped húmedo, la cabeza entre las rodillas. No tuvo que mirar para saber quién se sentó a su lado. —No se cómo dejarlo ir —dijo—. Lo he intentado pero es tan difícil. Florence se acurrucó junto a él. —No es que lo dejes ir. Lo dejas ser él mismo. —El mundo hará todo lo posible para hacerle daño. Florence lo calmó acariciándole la cabeza. —Quizá si perdiera a Nigel, sufriría aún más. Se merece una posibilidad de ser feliz, de amar y ser amado como cualquier otra persona. Tal vez sea la única manera. —Tal vez —gimió Edward—. ¿Se supone que debo dejar que lo arriesgue todo por una tal vez? —Ese tal vez es lo único que tenemos. Tienes que dejarlo a él tomar esa decisión. Edward sabía que tenía razón, pero saberlo no hacía las cosas más fáciles. Se giró en sus brazos y se colgó de ella. Se sentía miserablemente

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impotente, más impotente de lo que había estado desde los días en que había intentado proteger a su hermano pequeño y travieso de la ira de su padre. Florence le acarició el pelo y lo meció, de la misma manera que cualquier mujer consolaría al hombre que amaba. Sin embargo, sus palabras no fueron las de cualquier mujer. —Ámalo tal como es —dijo—. Eso le dará la fuerza para enfrentarse al mundo. A pesar de que a tía Hypatia se le había visto sospechosamente poco en los últimos días, después del regreso de Freddie, mandó a pedir a Florence que se reuniera con ella en el estudio. Saludó con un gesto de cabeza cuando Florence entró, pero no habló hasta que sirvió a las dos una taza de té. —Había aplazado esta conversación —comenzó diciendo— porque pensaba que te debía una oportunidad para que te concentraras en la solución de tus problemas con Edward. Puesto que es evidente que ya lo habéis hecho —Hypatia arqueó las cejas con un gesto de humor mundano—, creo que ahora somos nosotras que debemos aclarar las cosas. En primer lugar —dijo y alzó una mano para acallar las palabras de Florence— quisiera disculparme, por lo que me toca, por haberte engañado y por no haberme dado cuenta de que Catherine era una persona tan vengativa. Jamás imaginé que te usaría de esa manera. Lo considero de lo más desafortunado y todo es culpa mía, porque no sentiste que podías buscarme a mí en medio de tu confusión. —Todo... todo ha sido por mi bien —dijo Florence, con las manos cogidas nerviosamente en su regazo. —Te ha gustado que Edward te rescatara, ¿es eso? —Sí, Excelencia. —Hmf, bien. —La duquesa le lanzó una mirada cómplice—. Me parece bien que haya tenido que despertar. Ese chico siempre ha sido demasiado imperturbable. Tú, en cualquier caso, le mantendrás viva la circulación. Cuando la vio sonrojarse, Hypatia se inclinó lo suficiente para darle un golpecito en la rodilla. Luego, con un suspiro de resignación, enterró su bastón en la alfombra y se incorporó. Las ventanas del estudio miraban hacia el jardín de las rosas, ahora convertido en un estallido de flores de finales de verano. Bajo la intensa luz dorada, las arrugas de su cara hablaban de los conflictos que Hypatia había vivido en su propia época. —Los Burbrooke tienen muchas cosas por las que responder—dijo—. Me pregunto si serás capaz de perdonarnos. —Mis propios actos difícilmente están por encima de todo reproche — exclamó Florence, y se sintió tan abrumada que se incorporó. No la culparía si pensara que soy de la peor calaña de cazafortunas. —Nada de eso —dijo Hypatia—. Sé muy bien que la fortuna de Edward no ha tenido nada que ver en esto. La verdad es que te mentimos, deliberadamente y con la intención de engañarte. El único argumento que puedo ofrecer en mi defensa es que sinceramente pensé que Freddie cambiaría

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por ti. Pensé que os haríais mutuamente felices. —Quizá habría sucedido así —dijo Florence—, si no nos hubiésemos enamorado de otras personas. La duquesa suspiró y se volvió para mirar hacia el jardín. —A pesar de todo lo que he visto en la vida, a pesar de todo lo que he hecho, se podría pensar que esto no me molesta. Se podría pensar que yo habría dicho que Freddie tiene derecho al amor como a él le parezca. Pero supongo que todo es diferente cuando afecta a tu propia familia —añadió, y hundió la cabeza entre los hombros, que luego volvió a enderezar—. Supongo que deberíamos estar agradecidos de que no se enamoró de ese lacayo. Al menos este Nigel sabrá qué tenedor tiene que usar en la mesa. Las buenas maneras y todo eso. —Perfectamente decente —le aseguró Florence. —Ahora bien, esto de ir a Francia —dijo la duquesa, sacudiendo la cabeza—. Es gente inmunda. Se pasan la vida dándose besos o pellizcando los traseros de las mujeres. Florence no pudo ahogar su risilla. —Y bien —concluyó Hypatia, y levantó el rostro con un gesto travieso—. Al menos Freddie y Nigel no tendrán ese problema. Golpeó con su bastón en el suelo, a todas luces disfrutando de su propia agudeza. Florence sintió que el corazón se le distendía al reír con ella. Si la duquesa hacía bromas con eso de pellizcar los traseros, sabía que lo peor había pasado.

Edward se paseaba por la biblioteca a altas horas de la noche. Su hermano partiría por la mañana. Su hermano y su amante. Le resultaba difícil acostumbrarse a la idea, aunque nunca hubiese visto a Freddie tan contento. Era como si le hubieran quitado un peso de encima, un peso del que Edward no se había percatado antes. Nigel había convencido a Freddie para que se quedaran a la cosecha, para no privar a Edward de su mayordomo en el momento más atareado del año. Había incluso llegado a convencerlo de que ayudara en el almacenamiento de las mazorcas de maíz, un trabajo duro y sucio. —Si quieres ser granjero —había dicho Nigel, con talante provocador—, tendrás que estar dispuesto a sudar. Las fiestas de la cosecha que habían celebrado para los campesinos fue la mejor fiesta que jamás hubiera conocido Greystowe y, en opinión de la señora Forster, una auténtica celebración, una fiesta con la que, además, celebraban el enlace de Edward y Florence. La parranda se había prolongado hasta bien entrada la madrugada. Todos y cada uno de los hombres del condado, incluyendo Freddie y Nigel, habían sacado a bailar a Florence. Por una vez, ella había olvidado su timidez. Leyó cuentos para los hijos de los campesinos y repartió la tarta que ella misma había horneado. Con cada una de sus sonrisas, demostró que se sentía en casa, entre su gente, riendo literalmente hasta las lágrimas. 220

Edward jamás había sospechado que la alegría podía ser agridulce. Ahora paseaba hacia el busto de Platón cuando el objeto de sus cábalas asomó la cabeza por la puerta de doble batiente. Se había puesto su vestido de noche, una combinación holgada y vaporosa de color rosado que provocó en su sexo relegado al olvido un inmediato instinto de celo. Desde que Freddie había regresado, él y Florence habían observado la necesaria discreción. Edward quería que la abstinencia marital fuera una demostración de respeto, tanto para su tía como para Florence. Ni siquiera se habían besado detrás de las puertas. Era indudable que, al igual que otras cosas, aquello contribuía a la confusión de su estado de ánimo. —No entres aquí —le advirtió con una determinación que parecía inquebrantable—, a menos que quieras que te quite esa falda que llevas puesta. —No llevo falda —dijo ella, y entró en la sala con tímidos pasos. Sus bellos pies blancos estaban desnudos, sus dedos ligeros y menudos. Era evidente que aquella mujer carecía de sentido común. Como para demostrarlo, Florence inclinó su cabeza hacia él y sonrió. Vine para asegurarme de que no estarías gastando la alfombra hasta dejarla deshilachada. —Estás jugando con fuego —advirtió él, pero ella corrió a su encuentro como si el fuego fuera lo que más deseaba. Las buenas intenciones de Edward se desvanecieron ahí mismo. Tenía los pantalones abiertos antes que ella llegara a él, y la había tirado sobre el suelo antes de que ella estampara su primer beso en sus labios sonrientes. No pudo dejar de maldecir cuando se enredó con su vestido, y luego al sentir el hambriento estímulo de sus manos. —Mi intención es guardar las formas —protestó, cuando ella abrió sus piernas bajo su peso. Ella murmuró algo que se parecía bastante a «al diablo con las formas» y entonces los pliegues de linón y encaje se abrieron como por arte de magia. Edward sintió que sus nervios despedían destellos como estrellas fugaces. Sintió la acogida de Florence y su cuerpo contra su verga y ya la había penetrado antes de que pudiera pensar en detenerse. El primer roce fue un placer esencial, un placer puro que le hizo rechinar los dientes. Florence estaba caliente, apretada y húmeda, y su breve grito de placer lo hizo gemir como un hombre agónico. —Lo echaba mucho en falta —dijo ella, y lo estrechó con brazos y muslos—. Lo echaba tanto en falta. Edward había perdido del todo el control. Su acoplamiento fue tan rápido y brusco que los dos quedaron resoplando sin aliento. Él la hacía hundirse en la alfombra y ella lo obligaba a entrar cada vez más profundo apretándolo con los talones. No importaba nada más que correr hacia ese punto de llegada, pero reafirmando su propiedad sobre ese sexo suyo. Su clímax estalló como dorados fuegos de artificio, explosivamente placentero, y Edward quedó cegado ante cualquier otra cosa que no fuera aquella convulsión larga y ardiente. No se habría dado cuenta de que ella lo seguía si no hubiera sido por su agudo grito orgásmico. Cuando consiguió que ella se montara sobre él, no quiso moverse más. 221

—Ahora —dijo ella, a horcajadas sobre su torso, mientras su verga latía ligeramente en su hendidura—. Cuéntame de qué hablasteis tú y Nigel durante esa conversación tan, tan seria. Edward dejó escapar un suspiro. No había más que dejar que Florence adivinara la causa de su malestar, y todo se volvía más fácil para compartirlo con ella. —Me pidió disculpas por haber abusado de la confianza de la familia — dijo—. Como si a estas alturas eso importara. Me dio unos cuantos consejos para saber a quién reemplazar y me entregó la llave de sus archivos. Además, me aseguró que «cuidaría lo mejor posible» de mi hermano. Yo me sentía como el padre de la novia. —Mmm —dijo Florence—. ¿Y qué le dijiste tú? —Le firmé una nota bancaria —murmuró él—. Por si acaso. Sintió que ella sonreía contra su piel. —Estoy segura de que habrá apreciado el gesto. —Desde luego que lo ha apreciado. A diferencia de Freddie, Nigel es un hombre práctico. Florence frotó la cara contra el pecho de Edward. En algún momento de su encuentro, ella le había abierto la chaqueta y tirado de la camisa. Ahora su brazo se deslizó por debajo para abrazarlo. —Estoy orgullosa de ti —dijo, y estampó un beso en aquel punto tierno por encima del corazón. —No te sientas orgullosa hasta mañana —objeto él, con un resoplido—. Tendrán suerte si no mando detener el maldito tren.

El tren esperaba en la estación de Greystowe, una criatura negra y polvorienta venida del mundo moderno. La chimenea lanzó un chorro de humo mientras vaciaban el agua y cargaban el carbón. De vez en cuando su silbato lanzaba un lastimero doble bocinazo, como si dijera adiós. Florence ansiaba de todo corazón que parara. —Sigo pensando que me gustaría que te quedaras para la boda —dijo, y lo abrazó con tanta fuerza que Freddie fingió que se ahogaba. Edward esperaba unos cuantos pasos por detrás, y dejó que se despidieran tranquilamente. —Ya sé que no te importa —dijo Freddie—. Yo, por mi lado, no quisiera que el escándalo de mi presencia fuera una distracción de tu gran día. —Pero me gustaría mucho más que fueras tú quien me acompañara al altar, en lugar del abogado de mi padre. Freddie la empujó hacia atrás por los hombros. —Vamos, gracias al señor Mowbry, tú y Edward os habéis conocido. ¿Se puede pensar en una persona más adecuada?

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—Pero te echaré en falta —confesó ella, que ya comenzaba a sentir su ausencia. Freddie la hizo callar con dos dedos de su mano finamente enguantada. Sonrió cariñosamente cuando la vio hacer un puchero—. Recuerda lo que te he dicho, querida. Tú y Edward tenéis que poneros a la tarea de traer herederos al mundo. Espero que no haya menos de una media docena que lleven mi nombre. —¡Media docena! —Sí, sin duda —dijo, dándose aires—. Freddie, Frederica, Fredwina, Fredward..., y te dejo los otros dos nombres a ti. —Eres un caso perdido —dijo ella, sin rendirse a la pena de su corazón entristecido. Freddie le enderezó el sombrero de plumas. —Cuento contigo para que cometas locuras en mi ausencia. No podemos permitir que mi hermano se hunda en la gravedad mientras yo no esté. Desde luego, dado que su sentido del humor es sumamente primitivo, no debería ser un desafío demasiado difícil. Edward lanzó un resoplido a sus espaldas, pero ni Florence ni Freddie prestaron atención. —Haré todo lo posible para cultivar algún grado de insensatez — prometió. —Me parece bien —respondió Freddie, y los ojos se le humedecieron repentinamente. En lugar de dar rienda suelta a sus emociones, pestañeó un par de veces y cuadró los hombros como un soldado ante la inspección—. Esperaré con ansias noticias de tu progreso. Si quieres, mandaré instrucciones explícitas sobre cómo llenarle las zapatillas con mermelada. Edward ya estaba harto. —Le estás llenando la cabeza de tonterías —dijo, con voz severa, y abrazó a Florence cariñosamente por los hombros. Freddie la cogió por el mentón antes de volverse hacia su hermano. —Cuida de ella —dijo—. Recuerda que primero fue novia mía. Los dos hermanos intercambiaron una mirada larga y cargada de añoranza. La expresión de Edward era seria y Freddie pestañeaba, pero Florence sabía que los dos rememoraban lo que el otro había significado en su vida. Finalmente, Edward buscó en uno de sus bolsillos. —Tengo algo para ti —dijo, y extrajo una medalla dorada que a los dos les era familiar—.Tu primer premio de natación. Lo he guardado todos estos años. Pensé que te gustaría guardarlo. Freddie abrió las dos manos para que Edward depositara la medalla y la cinta sobre sus palmas. —¡Edward! —exclamó, indeciso entre el asombro y la risa—. Si ya no estuviera desarmado como hombre, tu regalo me habría desarmado ahora. —Siempre serás un hombre —replicó Edward con su voz más grave— . Lo has demostrado más veces de las que puedo contar. Freddie se cubrió los ojos y sacudió la cabeza, con esa actitud bastante

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masculina de no llorar delante del hermano. Visiblemente incómodo, Edward le apretó el hombro y dio un paso atrás para dejarle sitio a tía Hypatia. La despedida de ésta fue una sucesión de abrazos y carcajadas explosivas. Finalmente, Freddie se separó del grupo y fue a reunirse con Nigel en la escalera del vagón de primera clase. Edward se despidió de su antiguo mayordomo con un apretón de manos y nuevamente de su hermano, hasta que el tren comenzó a arrancar lentamente. Florence se lanzó a correr antes de que el vagón dejara la plataforma. — ¡Winifred! —gritó agitando su pañuelo junto a la ventanilla de Freddie. —¡Fredalia! —respondió él, agitando la mano sin parar. Fue entonces que Florence rompió a llorar. Lloró durante todo el trayecto de regreso a casa, acurrucada en el pecho de Edward. Lloró durante la cena, cuando se percató del lugar vacío de Freddie. También lloró cuando encontró la rosa que él le había dejado sobre la almohada, y volvió a llorar cuando Edward se deslizó en su habitación en medio de la noche. —¡Eres una verdadera fuente! —declaró, tomándola en sus brazos—. Si sigues así, tendré que llevarte al jardín para que riegues las flores. Pero Florence sabía que Edward no estaba molesto. Freddie bien valía esas lágrimas. Además, sospechaba Florence, el consolarla le permitía a él mismo abstenerse de llorar. Entregado a esta importante tarea, Edward la meció en su regazo y la calmó con su aliento, y finalmente le besó las últimas lágrimas de los ojos. —Hemos sido agraciados con un regalo —dijo—, y son pocas las personas a quienes les está dado conocerlo. Freddie no querría que estuviésemos tristes. —No —convino ella, sonándose con su mejor pañuelo de seda, el mismo que hasta hacía pocos minutos asomaba, impecable, en el bolsillo de su bata. Era un sentimiento tan placentero, y la mención de aquel regalo, hecha sin querer, era tan pertinente, que casi volvió a derramarse en lágrimas. Edward rió de sus sollozos y la abrazó aún más fuerte. —Florence, Florence, Florence. ¿Dónde estaría yo si no estuvieses tú para derretirme el corazón? Florence no lo sabía, ni tampoco le importaba. Con un último estremecimiento de su aliento, se llevó la mano al vientre y alzó la mirada hacia Edward. Lo que vio la hizo sonreír aún con más alegría que el secreto que había atesorado toda la semana para sí. —Edward —dijo—, con una sonrisa en los labios—, me he estado preguntando si te importaría que concibiéramos una pequeña Frederica. Él la miró entrecerrando los ojos y, a continuación, dejó escapar un aullido que probablemente despertó de sus sueños a la mitad del personal de Greystowe. —¿Si acaso me importa? —preguntó, mientras la lanzaba al aire con tanta fuerza que Florence también tuvo que chillar—. No, no me importa, Florence. No me importa nada. Florence apenas había recuperado el aliento al caer cuando él ya estaba encima besándola, fuera de sí, murmurando palabras de amor y acariciándole 224

el vientre con una reverencia que le hizo pensar a Florence que la maternidad podía ser una experiencia maravillosa. Había aceptado correr el mayor riesgo que una mujer podía asumir, y ahora se enfrentaba a las consecuencias, aún cuando no había sentido ni la más mínima aprensión desde el día en que la posibilidad se insinuó en su pensamiento. Había esperado, había bullido con la emoción reprimida, pero no había temido acerca de su futuro. Casada o no, ninguna mujer sería tan respetada como la que llevaba el hijo de Edward. Si a eso añadía el amor que brillaba tan perdurablemente en su mirada, Florence sabía que aquel bebé sería algo infinitamente más grande que una sorpresa de siete meses. Aquel bebé sería un regalo, un regalo que ellos habían dado y recibido. Un regalo sin duda lleno de misterio, pero envuelto en la adoración. —¿Te encuentras bien? —preguntó Edward, de pronto tenso y preocupado. Su mano enorme y cálida se derramó con un gesto protector sobre su vientre—. ¿Tienes mareos? ¿Fatiga? —Sólo he tenido mareos una vez —dijo, con una risa apagada que a él lo alarmó—. Por eso pensé que sería bueno comenzar a contar los días. —Y a contar tus lágrimas —agregó él, inspirado—. Dicen que las mujeres se ponen más emocionales cuando esperan un hijo. —Y es verdad. Edward no la vio cuando sonreía. Estaba demasiado ocupado examinando las curvas aún no alteradas de su cuerpo. O casi no alteradas. Cuando le cogió un pecho en el cuenco de la mano, Florence sintió una punzada aún más profunda de placer recorrerle la piel. —Imagínate —dijo Edward, soñador, mientras tamborileaba con el brote sensible de su pezón—. Una pequeña Frederica que podamos mecer en nuestros brazos. A Florence se le retorcieron los dedos de los pies con el placer de sus caricias. —No lo sé —dijo, mientras su propia mano comenzaba a explorar—. En cuanto a mí, soy más bien partidaria de Fredward...

Epílogo Viajar con el duque era una forma de educación. Florence sabía que su marido poseía muchos rasgos admirables, pero jamás había imaginado que tenía la paciencia de un santo. Era evidente que uno de ellos necesitaba esa paciencia, porque en aquel viaje los acompañaba Frederica. A los dos años, la criatura tenía los ojos verdes de su madre, el encanto de su tío y la testarudez de su padre. Hoy, parecía convencida de que podía espolear a los caballos botando vigorosamente sobre las rodillas de su padre. Edward hacía muecas pero sonreía, como si nada pudiese ser más placentero que ese aporreo de la propia hija.

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—Cálmate —pidió Florence, acariciando el pelo rizado y rubio de su hija—. Papá necesita sus rodillas para más tarde. —¡Papá, papá, papá! —chilló Fredi, sin calmarse en lo más mínimo. Aquel estallido fue seguido de un nuevo brote de inteligencia—. Vede — anunció, señalando por la ventana del enorme coche de caballos que habían alquilado—. Mamá, mira. Vede bonito. —Sí —dijo Florence—. Verde muy bonito. Su hija solía acertar en sus apreciaciones, aunque no siempre en su pronunciación. En realidad, aquella región de Burdeos era hermosa, con su exuberante vegetación de finales de la primavera, pintoresca en sus laberínticas aldeas y magia pura en sus viejos castillos. Las ruedas altas de la carroza seguían por un camino arenoso donde las breves vistas del río Garona alternaban con portales de piedra derruidos y obreros moviéndose lentamente por las hileras de las viñas. Era una imagen apacible y fuera del tiempo. Con un suspiro de placer, Florence cogió a su hija y se la volvió a poner sobre las rodillas. —¿Pronto? —dijo Frederica, acomodándose en uno de sus caprichosos cambios de humor—. ¿Pronto vemos a tío Freddie? —Sí —le aseguró Florence, y le besó la mejilla cálida y redonda—. Y entonces tú, señorita Dedos pegajosos, te darás un buen baño. —Dedo pejoso —rió Fredi, una risa que pronto se transformó en bostezo. —¿Por qué se queda siempre dormida contigo? —preguntó Edward. —Porque soy lo bastante inteligente para dejar que tú la canses. Edward saludó su ocurrencia con una sonrisa, tan cálida que todavía podía hacer brotar lágrimas en sus ojos. Su vida había sido rica y cálida desde su matrimonio, un acontecimiento que había provocado menos comentarios de lo que temían, debido a la oportuna revelación de que Charles Hargreave tenía una aventura con Millicent Parminster, y de su posterior abandono de su mujer en un castillo de Escocia. Justicia poé tica, según Hypatia. Florence simplemente se alegró de que la antigua amante de su marido hubiese decidido llevarse a su tía como compañía. Con este tipo de escándalos que entretuvieran a la nobleza, la sorpresa que suscitó el matrimonio de Florence Fairleigh con el mayor, que no el menor, de los Burbrooke, fue leve, sobre todo cuando los recién casados se dedicaron a vivir tan tranquilamente. Una pareja casera, se comentaba en sociedad, sin imaginar lo que preparaban el duque y su condesa. Florence sonrió al recordar aquellos días. A pesar de que la socie dad censuraba su vida doméstica, la ausencia de Freddie fue lamentada aún mucho tnás profundamente que la suya. Los pocos que adivinaron por qué había partido se guardaron de comentarlo por respeto a, o, en algunos casos temor, al formidable duque y a su tía igualmente formidable. El consenso parecía decir que Freddie podría hacer lo que se le antojara, siempre y cuando ellos no estuvieran obligados a enterarse. La sociedad era lo que era, y Florence suponía que aquella era la mejor reacción que podían esperar.

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Entretanto, la pérdida de la amistad de Merry Vance era su único lamento. Las dos mujeres seguían viéndose, desde luego, y Edward era un hombre cercano al padre de Merry. El duque y él compartían diversos intereses políticos. El resultado fue que las invitaciones de los Monmouth eran de las pocas que la pareja aceptaba. María siempre acogía a Florence cálidamente, pero ésta se percataba de que su actitud no era la que había sido. Sospechaba que Merry no había superado del todo su encaprichamiento con el duque. Su marido la sustrajo a sus pensamientos cuando le acarició la mejilla. —¿Sucede algo?—preguntó, con aquella amabilidad que reservaba para sus seres amados. Ella negó con la cabeza. —Sólo me preguntaba si Merry Vance será feliz con aquel tipo que su padre parece haberle destinado como marido. —¿Por qué no habría de serlo? Es un hombre serio. Se conocen desde que son pequeños. Además, su posición en cuestión de finanzas es impecable. Ella evitó acoger con una sonrisa aquella receta para el amor. —Aquí esta la famosa encrucijada—dijo su marido, señalando la iglesia con su campanario. Se llevó la mano al cuello, una señal segura de que estaba nervioso. Florence le dio unos golpecitos en el muslo, pero sabía que poco se podía hacer para calmarlo. Tres años era un tiempo largo para la ausencia de un hermano. Una breve avenida de plátanos conducía hacia la villa de Freddie y Nigel. La casa era encantadora. Paredes de piedra de Francia con persianas de un azul ceniciento y un techo de tejas rojas de barro. Por las ventanas trepaba un jazmín blanco y el camino hasta la puerta era de ladrillo color ocre. Todo era hermoso, pero ligeramente descuidado, como si las personas que vivieran ahí quisieran que se sintieran cómodos sólo los visitantes más humildes. El conductor, un francés grande y de cara roja, bajó del pescante y comenzó a desatar el equipaje. Puesto que Fredi aún dormía, Florence se la pasó a Edward para que la bajara. El tío tan esperado apareció por una esquina de la casa justo cuando Edward levantaba el aldabón. Como era natural, Freddie estaba vestido para sus tareas de jardinería, las botas y los pantalones llenos de barro, y una sencilla camisa de campesino. Su piel era de un color marrón rosáceo, y tenía el pelo teñido casi rubio blanco por el sol. Había aumentado de peso desde que dejara Inglaterra, y le sentaba perfectamente. Ahora era un hombre de constitución sólida, no quedaba ni rastro del dejo juvenil sino un hombre con los pies plantados firmemente en el suelo. Freddie sonrió y se tapó la boca con un gesto de sorpresa cuando vio a su sobrina acurrucada durmiendo sobre el hombro de su padre. Su vestido rosa, antes bastante elegante, ahora era una masa llena de arrugas debido a los trajines del viaje. —Mira a la pequeña princesa —susurró. —Espera a que se despierte — advirtió Edward.

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Freddie saludó el comentario con una risa y cogió el bulto durmiente en sus brazos. —Habéis llegado rápido —susurró por encima del hombro—. No os esperábainos hasta esta noche. —La princesa se despierta al amanecer—dijo Edward—. Sus súbditos no tienen otra alternativa que seguirla. Freddie sonrió y barrió el espacio a su alrededor con un gesto del brazo. —Bienvenidos al Chateau Burbrooke. Su jardín era un entramado de narcisos y rosas, con una antigua y cantarina fuente, y una mesa que Nigel intentaba frenéticamente cubrir con un mantel. Los montones de flores podadas eran un testimonio del intento de Freddie de poner orden en la casa. Aún más prometedoras eran las dos botellas de vino que dejaron enfriándose en un cubo de agua. Durante su viaje, Florence estaba segura de haber tragado la mitad del polvo de los caminos de Francia. —Diablos —dijo Nigel—. Quiero decir, bienvenidos a nuestra casa. Cuánto celebro que hayáis venido directamente aquí antes de visitar vuestras habitaciones. La mirada que lanzó a Freddie dejó claro que aquella no era la secuencia que habían acordado. —Error —dijo Freddie, con una timidez tan tierna que Florence no pudo dejar de sonreír. —Dame —dijo, y cogió la otra punta del mantel—. Deja que te ayude. Por lo que veo, haremos un picnic. —Sí —dijo Nigel—. Es decir, había pensado en una agradable cena pero, y bien, por el momento tenemos pan y fruta y un excelente foie gras que venden en el pueblo. —Perfecto —dijo ella—. Nos gustan mucho los picnics y Fredi adora el paté. —Como un cerdo entre las trufas —farfulló Edward. —Y bien —dijo Nigel, que parecía ligeramente alarmado—. Espero que haya suficiente. —No te preocupes —dijo Edward—. No despertaremos a la pequeña bestia hasta que hayamos terminado. Esta declaración, poco acostumbrada en un padre, pareció tomar por sorpresa a Nigel, pero también pareció calmarlo. Antes de que asegurara a Florence de que podría arreglárselas solo, ella lo siguió a la casa fresca y oscura, y él conversó animadamente con ella, lo cual no dejó de asombrarla. Había pasado mucho tiempo desde su tímida llegada a Londres. Cuando pasaron por la sala, Florence se forjó una impresión a partir de las maderas antiguas y pulidas y los muebles sencillos, grandes, la casa de un soltero, diseñada para estar cómodo y relajado. Con sólo entrar, supo que todos disfrutarían durante su estadía ahí.

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Cuando finalmente salieron con la comida, los hermanos tenían las cabezas inclinadas juntas sobre la mesa, y Freddie dibujaba algo en el dorso de un sobre arrugado. Como un cachorro confiado a sus mayores, Frederica seguía acurrucada y dormida en la chaqueta de Edward en un pequeño remanso de luz. —Son diez acres —decía Freddie—, a lo largo del río. Tuvimos que volver a plantar en partes donde las viñas se habían secado, y había que reconstruir parte del drenaje, pero la tierra es buena y los rizomas aún son productivos. Ahora mismo, vendemos la mayor parte de nuestra cosecha a Chateau Roudelle, pero pensamos que, con la ayuda de una viuda de la comarca, podemos elaborar nuestros propios vinos. —Intentamos ganarla para nuestra causa —dijo Nigel, con una risa igual de infantil que la de Freddie—. La hemos convencido para que nos acoja bajo su ala. Que enseñe a los torpes anglais a salvar sus pobres viñas tan descuidadas. Las risas que siguieron despertaron a Frederica. Frotándose los ojos, avanzó gateando sobre la mesa y anunció que tenía hambre. —Dios mío —dijo Edward—. Aquí viene el pozo sin fondo. A pesar de sus palabras, la facilidad con que le preparó a su hija un plato precisamente de lo que a ella le gustaba fue un espectáculo digno de ver. —Mmm —dijo la pequeña, con la boca llena de pan y paté—. Fuancia es buena. —Brindo por eso —dijo Freddie, y sacó una de las botellas que se enfriaban en el cubo junto a sus pies. El vidrio verde oscuro tenía una etiqueta escrita a mano que decía «Burbrooke—West 1875 Bordeaux». Florence aplaudió. —¿Es tuyo? ¡Freddie, qué maravilloso! —No es más que un vin ordinaire —dijo éste, con una sonrisa de falso desprecio—. La mayoría de nuestras viñas son jóvenes. Eso sí, la viuda insiste en que ya se puede saborear el dejo de futuras grandezas. Para tratarse de un torpe anglais, sirvió con gran habilidad, inclinando la botella lentamente para no alterar el mosto en su trayecto hasta las pequeñas copas cónicas. —Lo interesante de la uva —dijo, siguiendo con aquel bello ritual—, es que prospera luchando. El suelo aquí es casi todo piedra en varios metros de profundidad. El agua fluye junto con los minerales que la planta necesita para crecer. De manera que las raíces —dijo, mientras acababa de servir las últimas dos copas con un giro de la muñeca—, tienen que hundirse muy profundamente si quieren encontrar agua. Esto hace que el vino sea fuerte y las uvas dulces. Sólo venciendo las dificultades se puede obtener un verdadero grand crú. Con una sonrisa provocadora, repartió las copas, ninguna de ellas llena hasta más de la mitad, y la de Fredi bastante menos. La niña de dos años la cogió en sus manos regordetas, con la misma concentración de quien cogiera el santo grial. Edward no pudo abstenerse de manifestar su preocupación, pero Florence sacudió la cabeza. 229

—No te preocupes —dijo—. Conociendo a nuestra pequeña, es probable que más de la mitad acabe en su vestido. —Deberíamos hacer un brindis —dijo Nigel, con mirada tímida pero encendida—. Por... por la familia, porque sus uvas más ricas crecen cerca de la raíz. —Por la familia —secundó Edward, chocando los bordes de las copas con su hermano. Acto seguido, se volvió hacia Nigel—. Y por el amor, porque el amor es la mejor cosecha de todas. Al unísono, todos los hombres se sonrojaron, a pesar de que Edward hizo lo que pudo para disimularlo con un ceño fruncido. —Por el amor — repitió Florence en voz alta, antes de que ellos comenzarán a removerse en sus sitios. Con un carraspeo generalizado, se consumó el primer brindis. El vino nuevo y fresco era áspero y frutoso, un destello de sol en la lengua. Se sonrieron unos a otros mientras bebían y todos los que estaban ahí, incluida Frederica, supieron que la vida, en realidad, era sumamente placentera.

FIN

Sobre la autora: Emma Holly vive en Minnesota, donde los inviernos son largos y la gente se vale de cualquier excusa para calentarse. Según Emma, los mejores inventos de la humanidad son las duchas calientes, la imprenta, el café, el chocolate y los pantalones cortos para los ciclistas. Le fascina tener noticias de sus lectores, siempre y cuando las cartas no sean demasiada excéntricas. Los lectores se pueden poner en contacto con ella en: [email protected] o en PO.Box 2591, Minneapolis, MN 55402—0591.

(Este libro ha sido lenta y primorosamente mecanografiado en febrero de 2004 por TedradeArr, Islemale, Ada2412, Laia, Chufly y corregido por McHobbit, en el grupo de Mecanografía Romántica. Esperamos que te haya gustado, pero, por favor, no lo distribuyas sin nuestro permiso).

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