INDIVIDUALIA –Revista Sin IdeasLa sonrisa de Serval / Fernando Rull

INDIVIDUALIA Revista Sin Ideas Nº 5 Primavera-verano (2016) ISSN 2340-1834

La sonrisa de Serval Fernando Rull

Su mirada se retorcía entre las pocas paredes que componían su morada. Sobre su escasa superficie daba pasos en sombras. Bebía el vino que algún antiguo inquilino había dejado olvidado. Dos cosas le rondaban por la cabeza: la sonrisa de aquella niña, una, y el secreto que apenas si era capaz de nombrarse a sí mismo, otra. De su paso por la aldea, lo que más había quedado unido a él habían sido las solitarias noches en las que se sentaba al pie del acantilado con su viejo acordeón e iluminado por la claridad lunar interpretaba las breves piezas de música que antaño le habían inspirado aquel amor imposible con el que recorrió parte de la vieja Europa prebélica y con el que había arriesgado su nombre y su vida. Hacía mucho tiempo de aquello. Ahora sólo debía seguir en silencio e intentar pasar desapercibido para los habitantes de aquel humilde pueblo. Serval, la niña traviesa de ojos claros, era la única con la que, a veces, a través de su sonrisa se reconciliaba con la vida. Una vida que tenía los días contados. Unos meses antes de la llegada del invierno descubrió el secreto de su vida. Y el secreto del mundo. Podía parecer una verdad manida, pero en absoluto lo era. Había descubierto que la existencia de Dios era una falacia. Nietzsche lo mató, pero no se puede matar lo que nunca fue. Era consciente de que esta verdad no sería fácil de digerir por parte del pequeño pueblo en el que habitaba y acaso tampoco por el resto del mundo que lo rodeaba. Su tormento se cifraba en qué hacer con su Página | 1

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hallazgo. Cierta angustia recorría su ser. Ahora se sabía solo en su existencia, aunque una ola de paz, del sosiego de aquel que espera plácidamente su muerte sabedor de su cercanía, lo recorría. Lo más hermoso de todo esto fue la forma y el lugar donde descubrió que Dios no era más que un cuento consolador. Justo antes de la primavera, en una de esas tardes en las que los niños se pueden quedar a jugar apurando la luz del sol en su ocaso, se acercó a Serval. Llevaba una pequeña hoja de papel. La miró y le entregó lo único que había podido rescatar de una vida naufragada. La niña dejó su muñeca en el suelo, acercó su mano a la del viejo y la besó con ternura. Sobre la hoja de papel cayó una lágrima. La niña leyó torpemente: “El mejor de los mundos posibles habita en ti.” Las campanas de la iglesia replicaban. El capellán salió a la puerta de la sacristía. El 18 de marzo recibían al nuevo sacerdote. Tenían noticias de él, se rumoreaba que había sido sandinista y que durante el tiempo que le perdieron la pista lo creyeron muerto. Ahora un hombre grande y fatigado cruzaba una puerta.

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