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When You Were Here By Daisy Whitney

Índice

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Sinopsis

Capítulo 16

Dedicatoria

Capítulo 17

Capítulo 1

Capítulo 18

Capítulo 2

Capítulo 19

Capítulo 3

Capítulo 20

Capítulo 4

Capítulo 21

Capítulo 5

Capítulo 22

Capítulo 6

Capítulo 23

Capítulo 7

Capítulo 24

Capítulo 8

Capítulo 25

Capítulo 9

Capítulo 26

Capítulo 10

Capítulo 27

Capítulo 11

Capítulo 28

Capítulo 12

Biografía de la Autora

Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15

Sinopsis La madre de Danny perdió su batalla de cinco años contra el cáncer, tres semanas antes de su graduación, el único día que ella anhelaba ver. Ahora Danny está solo… solo con sus recuerdos, su perro y su ex novia destrozada por compañía. Él no sabe cómo averiguar qué hacer con su estado, qué decir en su discurso de despedida, y mucho menos cómo vivir o ser feliz nunca más.

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Cuando llega una carta del administrador de la propiedad de su madre en Tokio, al que había estado yendo por tratamiento, y que muestra un lado de su madre que nunca conoció. Así que, sin más orientaciones, Danny viaja a Tokio para conectar con la memoria de su madre y dar sentido a sus meses finales, que parecen estar lleno de más alegría de lo que Danny nunca supo. Allí, entre las flores de cerezo, templos y multitudes, y con la ayuda de una muchacha casi-pero-sin-duda-no Harajuku, comienza a ver cómo puede no haber sido la magia antigua o el tratamiento místico lo que mantuvo a su madre yendo una y otra vez. Tal vez, el secreto de cómo vivir radica en la forma en que ella murió.

Este libro está dedicado a mis padres, que me han dado tanto amor.

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Esta historia fue inspirada por la hermosa vida de Sharon Schneider, quien mostró a su familia el mundo, y a cómo vivir.

1 Traducido por Adaly Corrección por Aniiuus

Cuando un ser querido ha muerto, hay un cierto período de gracia durante el cual uno puede salir impune de un asesinato. No de un asesinato literal, pero casi de cualquier otra cosa. Así que, estoy dejando el estacionamiento de la escuela en el penúltimo día de mi último año, y estoy conduciendo por la avenida Montana, y un Mazda Miata rojo me corta el paso.

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Ignoro el Miata. Pero unas cuantas cuadras más adelante, doy vuelta en mi calle y veo un Nissan plateado. No hay nadie en él; el auto está simplemente estacionado a la orilla del camino, introduciéndose unos pocos centímetros en el camino de mi entrada, y no tengo nada en contra de este auto, o en contra del propietario, pero estoy cansado de la ausencia de todo el mundo, y estoy harto de todo lo que me ha fatigado durante los últimos cinco años de mi vida. Además, al tomar decisiones, mi madre siempre me decía: al final de mi vida, cuando mire hacia atrás, ¿lamentaré no haber hecho esto? Bien, ella normalmente se refería a viajar a Italia o saltarme una tarde la escuela para ir a surfear. Aun así, estoy bastante seguro de que no voy a lamentar golpear este auto sin motivo, así que choco contra él, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces, cada golpe irradiando bajo mi piel, desfibrilándome como paletas sacudiendo mi sistema. Funciona durante unos segundos. Siento una chispa dentro de mí, como una cerilla que ha sido encendida en una cueva oscura. Pero luego se apaga y vuelvo a estar como antes. Meto marcha atrás, y el parachoques de mi auto hace este sonido molesto de roce a medida que se arrastra contra el asfalto. Me detengo en mi camino de entrada y salgo de mi auto. Me acerco hasta el frente y veo que el parachoques está colgando hacia el suelo, y parece que el

motor podría estar echando humo, pero no tengo ganas de lidiar con eso porque lidiar requiere demasiada energía, y energía es lo que me falta. Me dirijo adentro, lanzo las llaves en la mesa junto a la puerta, y me echo en el sofá. Mi perra, Sandy Koufax se une a mí, acurrucándose con su cabeza en mi rodilla. Mientras froto la oreja de Sandy Koufax, me pregunto momentáneamente si ellos me van a enviar a clases de control de ira o a algo así, pero no hay nada un ellos que me envíen lejos. Claro, está Kate, la mejor amiga de mi madre, pero ella no lo hará. Los otros ellos, se han ido. Mi madre murió hace dos meses, mi padre murió en un accidente hace seis años, y mi hermana, Laini, está en China tratando de redescubrir sus raíces, algo que no entiendo, pero bueno, tampoco entiendo mucho sobre mi hermana porque no tenemos mucho en común, incluidos los genes. Ella fue adoptada de China, y yo soy un chico blanco, como a ella le gusta llamarme cuando se digna a hablar conmigo.

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Pongo mis brazos detrás de mi cabeza y lo considero: ¿con qué más puedo salirme con la mía? ¿Hay algún estatuto de limitaciones sobre cuánto tiempo puede uno tener un pase libre después de que su madre muere? Porque destrozar ese auto es lo único que me hizo sentir algo en las últimas semanas. Echo un vistazo a la caja de pizza vacía en la mesa del centro y tiro de ella hacia a mí con el pie para ver sí todavía hay alguna rebanada en su interior. Noto a Sandy Koufax viendo a mi pie y luego la caja. —Sandy Koufax, ¿te terminaste la pizza? Ella no dice nada. Solo inclina su elegante cabeza negra a un lado. —Bueno, ¿puedes llamar y ordenar otra? Ella pone una de sus patas blancas en mi pecho. El teléfono suena. Extiendo mi brazo sobre la mesa, tomo el teléfono y respondo. La señora Callahan, la vecina de al lado, quiere saber si estoy bien. No, no estoy bien, quiero decirle. ¿Ha estado en mi casa? ¿Ha visto lo vacía que está? —Sí —le digo mientras echo un vistazo al correo: algunos avisos de UCLA, a donde iré en otoño, una factura del Instituto Terra Linda sobre el costo de la toga y el birrete. Tengo que dar el discurso de despedida dentro de unos pocos días. Lanzo el sobre lejos, y aterriza en los azulejos blancos del otro lado de la mesa donde ya no puedo verlo más. Mirarlo

me recuerda quién se está perdiendo la graduación. Porque mi graduación era la única cosa que mi madre más deseaba ver. Era su gratificación, la cosa a la que ella se estaba aferrando. Estaré ahí, y tomaré fotos, y estaré animando y llorando, y será mi último hurra. La señora Callahan hace más preguntas sobre el accidente, como ella lo llama. Ni una sola vez dice que fue mi culpa. Ni una sola vez pregunta si estrellé mi auto contra otro vehículo. —¿Necesitas algo? —pregunta. Una madre. Un padre. Alguien. Cualquier persona. ¿Puede conseguir eso? —No, estoy bien. Treinta minutos más tarde viene Kate. Sé que es ella por el repetido golpeteo, su firma últimamente. ¿Quién dice que el internet está cambiando la forma en como nos comunicamos? No necesitamos internet. Tenemos un vocero del pueblo aquí en Santa Mónica, y su nombre es la señora Callahan, ella debió de haberle dicho a Kate.

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Le abro la puerta a Kate, y luce enojada. Supongo que mi status de limitaciones se ha terminado con ella. —Danny, sé que golpeaste a propósito el auto —dice, y su voz es alta. Se supone que ahora es mi madre sustituta o algo así. Ha jugado ese rol un par de veces en los últimos dos años, cuando mi madre estaba en uno de sus tratamientos. Sin embargo, mi madre no estaba fuera de combate a menudo. Era fuerte; se esforzaba por mejorar. Uno no resiste durante cinco años, a menos que quieras vivir. Ella quería vivir con tantas ganas que visitó México, Grecia y Japón muchas veces, en la búsqueda de la medicina occidental y la medicina oriental, para luego acudir a cualquier cosa con tal de vivir. Pero se quedó corta a dos meses antes de alcanzar su objetivo. Apenas sesenta días. Kate es su mejor amiga, y lo ha sido desde que fueron juntas a la universidad. Kate también resulta ser la madre de la chica con la cual perdí mi virginidad. La chica que fue mía por tres perfectos meses durante el verano pasado y quien luego se fue de mi vida sin una razón, con apenas una llamada. Holland. La persona más increíble y más desconcertante que conozco. Es tácito, pero claramente comprensible, que Kate y yo no hablamos sobre su

hija. Si tuviéramos que hablar sobre Holland, nunca sería capaz de hablar con Kate de cualquier otra cosa. Me encojo de hombros. —¿Y? —Danny, ¿por qué golpeaste a propósito un auto? Kate es una persona pequeña. Mide quizás un metro y medio aproximadamente, pero es como un pit bull, y los músculos de sus brazos son increíbles. Se ejercita a diario, lo cual no es inusual en Los Ángeles, totalmente garantizado, pero es dónde se ejercita lo que es alarmante. Se ejercita en Animal House, un gimnasio muy varonil, muy viejo y muy destartalado sin aire acondicionado. La mayoría de la clientela son imitadores de Arnold Schwarzenegger y chicos que acaban de salir de la cárcel.

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—No lo sé —digo y camino hacia la puerta de vidrio corrediza y la abro. Kate me sigue. Sandy Koufax también lo hace, entonces olfatea un frisbee en el césped. Lo recojo, tiene marcas de dientes a lo largo de la superficie. Es de color morado y dice COMBATE EL CÁNCER. Para lo que sirvió. Lo lanzo lejos en el patio, cerca del borde de la piscina. Sandy Koufax sale como un cohete, lo persigue, lo alcanza, salta y lo agarra. Este perro podría ser la definición de la perfección. —¿Entonces lo golpeaste a propósito? —Define a propósito. —Con intención —dice secamente. —Entonces, sí, lo hice. —¿Qué pensaría tu madre? Lanzo el frisbee morado de nuevo a Sandy Koufax. Ella ejecuta otra excelente atrapada. —Difícil de decir —le respondo—. Pero seamos honestos. Ella nunca fue una gran amante de los autos. Siempre decía que caminar es más saludable, así que tal vez habría estado feliz. Kate entrecierra sus ojos. —No es gracioso.

—Pero cierto. Es cierto —agrego, y Kate no contesta porque sabe cómo era mi madre con respecto a los autos. Mi madre era una de las pocas personas en L.A que caminaba a cualquier lado. Lanzo el frisbee otra vez. Sandy Koufax salta, alcanzando fácilmente casi un metro en vertical—. ¡Genial! ¿Viste eso, Kate? Ese es un excelente perro. Tendré que ver si en la UCLA me dejan tener un perro en el dormitorio. Tal vez consiga una excepción por huérfano. Kate levanta sus manos. —¿Qué se supone que voy a hacer contigo? No respondo. No hay respuesta para eso. —Bien —dice Kate, cediendo. Su voz se suaviza—. Solo dame la información del seguro. Dame el nombre del ajustador, y me aseguraré de encargarme de todo.

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Kate es una especie de asistente. Dale una camisa con una mancha de grasa del año pasado, y la sacará. Dale un par de lentes rotos, y regresará con un par nuevo y gratuito, ya que convencerá a la tienda de que se lo deben. Le doy la información del seguro, y sé que en un día o dos, se habrá encargado de esto. Ella es una arregladora y le gusta hacer eso. Su mandíbula ya no está tensa; sus ojos ya no están entrecerrados. Estoy fuera de peligro. —Oye Kate, ¿puedes llamar a la UCLA y ver si puedo llevar un perro conmigo este otoño? ¿Si ellos permiten eso? —Por supuesto. Tendremos a ese perro en el campus, no hay problema —dice, su mirada suavizándose mientras se alza para darme un beso en la frente. La dejo, luego lanzo el frisbee de nuevo a Sandy Koufax, una y otra vez, y en algún momento Kate se va, puede que incluso me abraza, puede que incluso me dice que me quiere, y puede que incluso dice que lamenta que la vida sea una mierda, pero yo estoy perdido en el lanzamiento. Y entonces me doy cuenta que he estado aquí durante horas. Porque de repente Sandy Koufax está exhausta. Salta a la piscina y empieza a nadar. Levanto la vista hacia el sol. ¿En qué momento el sol bajó tanto en el cielo? ¿Cómo es que se hicieron las seis de la tarde, cuando hace unos minutos eran las tres?

Muy bien podría unirme a mi perro, así que camino directo hacia la piscina, con mis pantalones cortos, camiseta gris, sandalias y todo. Al menos es algo, la sensación del agua salpicando a mi alrededor. Sumerjo mi cabeza, hundiéndola por completo, luego salgo y le digo a Sandy Koufax todas las cosas que me gustarían que ahora fueran diferentes.

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2 Traducción SOS por Pilar y Malu_12 Corregido por Aniiuus

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Jeremy está matando alienígenas, Ethan está tratando de convencer a Piper de que un terremoto de magnitud 9.0 arrasará con Los Ángeles en los siguientes 365 días, y la mitad de las chicas del equipo de voleibol le está enseñando a la mitad de los chicos del equipo de béisbol el voleibol de piscina. Mis antiguos compañeros de equipo están en la parte profunda al otro lado de la red, recibiendo una paliza de las atletas en bikini. Subo el volumen del sistema de sonido porque Retractable Eyes es la siguiente en la lista de reproducción, y esta banda es asombrosa. Pero antes de que suenen los acordes de apertura, oigo el comienzo de “Great Balls of Fire”. En. Piano. Me giro hacia el salón, y los alienígenas deben haberse extinguido porque Jeremy ahora se inclina sobre el piano y se está creyendo que es Jerry Lee Lewis. —Amigo, no toques eso. —Me acerco y me paro junto a las teclas. Él se detiene. —Solo déjame tocar esta canción. Sacudo mi cabeza. Sabe que esta es mi única regla. —No. Él golpea otras notas más, y está a punto de llegar al coro y de cantarlo también, a todo pulmón, y no me agrada esto de tantas maneras porque este es el piano de mi madre.

Ella no era una artista clásica o maestra de piano ni nada parecido. Pero le gustaba tocarlo por diversión, tocando a golpes alguna melodía famosa de vez en cuando o un número de Cole Porter. Los crucigramas, la jardinería y algunas pocas notas en el piano… esas eran sus pequeñas cosas en la vida, las pequeñas cosas que hacía, las pequeñas cosas que la hacían feliz. —Jer. Basta. Algo en mi voz lo detiene, así que retrocede, con sus manos arriba. —Lo siento, amigo. —Ve a buscar alguna de las guitarras de Laini si quieres tocar algo — digo, suavizándome un poco con mi mejor amigo. —Desearía que me dejaras tenerlo. Sabes que nunca usarás el piano.

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Jeremy ha estado en el mundo de la música por los últimos tres años. Está convencido de que aprender a tocar el piano, la guitarra, la batería o lo que sea, le ayudará con las chicas. No he visto evidencias de mejoría en su tarjeta de puntuación con el sexo opuesto, pero puede tocar el coro de casi todas las diez canciones principales y más descargadas del momento. Quizás algún día esas habilidades le sirvan de algo. Por ahora, es entretenimiento. Y por ahora, y para siempre, el piano no está a la venta. Se lo recuerdo mientras se va a la habitación mausoleo de Laini. Observo la escena en mi patio. Trevor, el necio de primera base al que le tiré bolas difíciles durante los tres primeros años de secundaria, golpea una pelota de voleibol en dirección de Cassie. Ella trata de rechazarla pero en su lugar golpea el aire, y la pelota se sale de la piscina. Ella sale de un salto para tomarla. Tiene el traje de baño más pequeño que he visto, y también es la jugadora más débil del equipo. Trina se acerca detrás de mí y susurra en mi oído. —Veo como la observas —dice Trina mientras recorre su dedo por mi brazo. Lo que no dice es, veo como la observas y no me importa, porque, como a mí, muy pocas cosas realmente le importan a Trina, menos aún si veo a otras chicas, incluso aunque no estoy viendo a Cassie. Si estuviera observando chicas, solo tendría ojo para una. Aquella increíble y desconcertante que no está aquí, aunque la lasaña que me preparó el otro día sigue en mi refrigerador.

Trina arrastra su dedo índice por mi palma, y luego añade—: ¿Te molesta? —Está comenzando a hacerlo. Trina también me trae cosas, solo que las suyas funcionan mejor que la comida. Me muestra una sonrisa de complicidad, y observo mientras desaparece en la cocina, usando unos pantalones cortos de jean de tiro bajo y una camiseta que muestra su piel marrón.

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Jeremy regresa con la guitarra clásica más cara de mi hermana. Laini tocó hasta octavo y era jodidamente buena, tan buena que mis padres estaban pensando en enviarla con algún profesor experto en UCLA para obtener algunas lecciones. Pero como con todas las cosas remotamente estadounidenses, Laini decidió que no quería tener nada que ver con eso. Una guitarra, incluso una clásica, era el más estadounidense de todos los instrumentos, así que lo abandonó. Unos años después también nos abandonó a nosotros. Laini nunca estuvo alrededor cuando mamá enfermó. Está bien, Laini ya estaba en la universidad, lo había estado un año antes del diagnóstico, pero ni siquiera vino a casa en las vacaciones de verano, excepto por quizás una semana al año. Estuvo fuera durante el mayor tiempo posible, y en lo que a mí respecta, eso es lo mismo que tratar a nuestra madre como basura. De repente, ya no quiero oír su guitarra. Quiero destruirla. Soy como un zombie, un zombie vivo que respira y que no se detendrá a medida que dirijo pesadamente hacia Jeremy, que está improvisando en la guitarra Tortorici hecha a mano que mis padres ordenaron especialmente para el cumpleaños número doce de mi hermana, y se la saco de las manos de un tirón justo antes de que comience un clamoroso estribillo. —Estaba llegando al coro. —Ve a buscar otra y únete —digo, porque Laini tiene más guitarras acústicas en su habitación sin utilizar—. ¿Estás dentro o fuera? —¿De qué estás hablando? Inclino mi cabeza hacia el patio y simulo destrozar una guitarra. Señala la Tortorici. —Sabes que podrías conseguir unos cuantos miles en eBay por eso. No necesito el dinero. Mi mamá guardó e invirtió muy bien. Ya ni siquiera tenemos la hipoteca porque ella compró esta casa con dinero en

efectivo cuando vendió su último negocio un par de meses antes de que fuera diagnosticada. Pero no todo el mundo es tan afortunado de haber heredado las posesiones de sus padres a la tierna edad de dieciocho años. O de tener que averiguar qué hacer con todo, desde la propiedad a los efectos personales. Como su ropa. Sus libros. Sus pelucas. Me ablando. —Toma ésta y haz lo que quieras con ella. Pero busca las demás. Él me da las gracias, mete la Tortorici bajo su brazo, y corre de vuelta por las escaleras. Segundos después está uniéndoseme en el patio, tropezando a través de la puerta corredera de cristal abierta con una guitarra en cada mano, un par de pronto-a-ser víctimas. Es seguido por Ethan, Piper y Trina, y todos estamos en el borde de la hierba donde una baja pared de piedra dobla hacia mi patio. Levanto una guitarra ordinaria de madera por encima de mi cabeza, y entonces asiento hacia Jeremy. Él puede jugar al maestro de ceremonias mejor que yo.

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—La secundaria no termina hasta que alguien rompe una guitarra — grita, alzando sus brazos en señal de victoria—. Saben, ese es un dicho muy famoso. —Y entonces, me dice a mí—: El piso es tuyo. Procedo a golpear la guitarra hasta la muerte con los aplausos alentadores de mis compañeros de clase. Ethan y Jeremy se me unen, e incluso Piper golpea una vieja acústica barata contra las rocas. Trina entra en acción, sus ojos avellana brillan con la perspectiva de la destrucción, porque Trina era una chica salvaje en la secundaria, lo es aún más salvaje en la universidad y también en la escuela de medicina, e incluso una adulta mucho más salvaje ahora que está en medio de su residencia. Mirando hacia la destrucción, fragmentos de madera por todas partes, cuerdas sueltas y lánguidas, siento una descarga de endorfinas, no como si hubiera sido sorprendido sino como si hubiera lanzado una buena curva. Es un subidón, un ascenso momentáneo, temporal, un vuelo corto por encima de esa línea nebulosa en la que vivo. Pero el problema es que no es suficiente para borrarlo todo, para acallar al mundo entero. No era suficiente para traer de vuelta los sonidos de Cole Porter, o las flores plantadas, o preguntas de palabras con cinco letras empezando con A, T, C o algo así. Nada será nunca suficiente. A

excepción de Holland, que está tatuada por todo mi cuerpo, pero que no está aquí donde la necesito. Me alejo de la carnicería y vuelvo a la casa. Trina me sigue, como toda una pantera ágil mientras avanza a través de los pisos de madera con sus pies descalzos. —Vamos a tu habitación —susurra en mi oído. Asiento, tomo su mano y la conduzco por las escaleras. Oigo los ruidos de afuera, las salpicaduras y las risas, sonidos de latas abriéndose y voces que se elevan en el fragor de la celebración del fin de una era, y luego se desvanecen cuando cierro mi puerta, poniendo alguna canción, y apago las luces, dejando una lámpara al lado de mi cama encendida. Trina ya se ha quitado su top, y está tirando de mi camiseta. La habitación se siente difusa y cálida, como a mí me gusta, porque la Dra. Trina me dio algunas nuevas píldoras para probar esta noche. Están haciendo su efecto, y tal vez por ella, y todo, todo, simplemente se siente mejor cuando lo haces con píldoras en tu sistema.

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Ella ya ha saltado sobre mí, mis brazos estirados por encima de mi cabeza, sus manos en mis muñecas, su cabello negro cayendo todo alrededor de mi cara. Nunca estoy encima con Trina, pero eso está bien. A ella le gusta de esta manera, es más fácil, y nunca lo hace mal así. Siempre está lista, siempre corriendo, siempre tiene sus manos por todas partes, y es genial, de verdad, es genial. A pesar de que ella no es Holland. Maldigo en silencio. Me gustaría no pensar en Holland cuando estoy con alguien más. Me gustaría no imaginarme a Holland, su cabello rubio ondulado, sus ojos azul cielo, sus labios sabor a fresa, su olor, toda femenina, toda pura, perfecta, una típica chica rubia de California. Pero no puedo no imaginarme a Holland. Así que cierro los ojos y me dejo llevar, imaginando que es Holland la me mantiene abajo. Y se siente fantástico imaginar así a Holland. Se siente como si estuviera vivo otra vez, como si fuera real de nuevo, como si la tierra girara alrededor del sol una vez más.

Después hemos terminado, y Trina deja de moverse en treinta segundos. Su cara se presiona contra mi sábana; ella ni siquiera llega a la almohada. La veo dormitar durante un minuto. A veces pienso que con cada aliento su cerebro libera todas las radiografías y electrocardiogramas e informes de pacientes que tuvo que tener en la cabeza todo el día. A veces me la imagino despertando junto a un mar de deformadas lecturas distorsionadas que se han derramado fuera de ella. Un mechón de su largo cabello cae sobre su boca. Sus labios se agitan mientras duerme, tratando de apartar el cabello. Muevo su cabello por ella, metiendo el mechón detrás de su oreja. Entonces también me dejo ir, sin pensar en la gente afuera o las guitarras rotas. Cuando me despierto en medio de la noche, mi perro está contra mí, y Trina se ha ido. Pero la buena doctora ha dejado algo para mí. Una botella naranja de píldoras en mi mesita de noche.

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Voy a necesitarlas para mañana poder atravesar mi graduación. Mi madre tenía que estar en la primera fila.

3 Traducido por Gemma.Santolaria Corregido por Sttefanye

Siempre imaginé que esa mañana antes de la graduación pasaría en un borrón, lleno de ruido y ordenes vociferadas. ¿Recuerdas esto? ¿Te has olvidado eso? Arregla tu cabello; es un desastre. Como cuando Laini se graduó. Mi papá agarrando su cámara, mi mamá asegurándose que el birrete de Liani estaba bien, yo calculando cuánto tiempo tendría que vestir el polo a rayas con el incómodo cuello.

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Ahora, mientras me pongo unos pantalones cortos y una camiseta, ya que no importa lo que te pones bajo la túnica, porque me niego a llamarla toga, el único sonido que escucho viene de Sandy Koufax, de sus uñas rasgando contra el suelo mientras cambia de lugar, pasando de su paseo mañanero en el patio a su relajación de media mañana en el salón alrededor del sofá. Ni siquiera teníamos a Sandy Koufax hace seis años cuando salimos corriendo de casa para la graduación de Laini, la última vez que estuvimos todos juntos: mamá, papá, mi hermana y yo. Esa noche fuimos a cenar al barrio chino al restaurante que Laini había investigado que tenía las mejores albóndigas tradicionales chinas, o eso dijo. Ella ya había empezado el camino de volver a conectar con sus raíces, por lo que ordenó para todos en chino también, ya que había estado estudiando el idioma. —Esa es mi chica —dijo mi padre, luego le dio un beso en la frente a Laini. Ella fingía ser fría y distante, pero se apoyó en él, luego respondió en chino y él se echó a reír, entonces dijo algo de vuelta. Él había aprendido chino en los últimos años, había tomado clases, escuchado podcast en chino, y tenía todos los CD de Aprender Mandarín en el auto. Mi mamá y yo no sabíamos ni una palabra.

Cuando la comida llegó, mamá levantó su copa y ofreció un brindis. —Por mi hija. No podría estar más orgullosa. Entonces papá. —Por más educación, lo que en latín significa… más cuentas. —Siento no haber conseguido una beca —dijo Laini, y mi padre se corrigió de inmediato. Nunca quería que Laini se sintiera mal por nada: pelearse con un amigo, una mala nota, un corte de cabello de mierda. Fuera lo que fuese, él salvaría el día para ella, incluso si era él quien había sido sarcástico. —Solo estoy bromeando —dijo—. Por supuesto que tenemos el dinero. —Voy a ir a la escuela pública —ofrecí, mi contribución a la conversación. —Eres un pelota —me dijo Laini.

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Mamá tendió sus manos. —Basta. ¿Podemos tener una buena cena fuera de casa? —¿Qué tal si rebobinamos? —dijo papá, y levantó su copa—. Por Laini Kellerman, a quien estamos contentos de enviar a la universidad. —Mucho mejor —dijo mamá, y asintió. Laini levantó su Coca-Cola y ofreció un brindis. —Por el final de una era. Laini resultó ser una adivina. Un mes más tarde mi papá murió cuando fue atropellado por un camión en Kyoto. Un año más tarde, mamá fue diagnosticada con cáncer. Seis años más tarde, Laini ni siquiera me envió una tarjeta de graduación. Suena el timbre de la puerta, y Sandy Koufax entra en un frenesí de ladridos desde su puesto en el sofá. Cuando respondo a la puerta, Holland está allí. Me digo a mí mismo que permanezca estoico, sobre todo dado que ella aún lleva ese anillo de estrellas que le di el verano pasado. Sigo revisando hacia abajo a su pequeña ropa funky comprada en Melrose Avenue, ya que sé que allí es donde a Holland le gusta comprar, donde adoraba escoger pequeñas pulseras de plástico baratas y otras joyas.

—¿Qué? —Pone sus manos en las caderas y me da una mirada juguetona como si debería haber recordado que iba a estar aquí. El hecho es que, estoy bastante seguro que sí me dijo que iba a venir. Tal vez no quería creerlo. Tal vez me hice olvidarlo, a pesar de que ha estado alrededor de casa un par de veces desde que terminó su primer año en la Universidad de California en San Diego. Se pasó por aquí con Kate hace una semana y me trajo una lasaña casera que había preparado ella misma, dado que Holland tiene un toque mágico con la pasta—. No pensaste que te iba a dejar prepararte para tu graduación por ti mismo, ¿verdad? —Estoy bastante seguro de que me puedo alistar por mi cuenta.

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—Bien, no es como si hubiera traído maquillaje o cinco diferentes trajes para que escojas —dice, y se deja entrar. Estamos solo nosotros en mi casa. Podría cerrar la puerta, bajar las persianas y ver películas en el sofá con ella todo el día. Podríamos refugiarnos aquí y nunca marcharnos, solo Holland, el perro y yo. Pedir comida china a domicilio del Capitán Wong de la vuelta de la esquina para cada comida. Sí, así es como podría pasar a través del verano sin fin en un planeta solitario. Holland se asoma por el pasillo. —¿Dónde está ya-sabes-quién? —¿Y quién sería ese? Agita una mano con desdén. Sé que se refiere a Trina. Solo quiero que lo diga. Quiero saber que está molesta por la sensual doctora que se la pasa en mi casa. —La Dra. Asvati —dice Holland, arrastrando el nombre, como si fuera un insulto. Tal vez lo es para ella. —Trina. —Trina —repite Holland, la palabra pesada en su boca. Está celosa. Tiene que estar celosa. Esto es excelente. Me gustaría que esté celosa. —No está aquí. —¿No va a venir a tu graduación? Sacudo mi cabeza. Trina y yo no tenemos ese tipo de relación. Holland camina hacia la sala y se sienta junto a mi perro. Acaricia las orejas de Sandy Koufax y le habla en voz aguda, diciéndole que es la

perra más linda del mundo entero. Sandy Koufax se da la vuelta y permite que Holland acaricie su vientre. Al ver a las dos así, la chica que le gusta la perra, y la perra que le gusta la chica, me dan ganas de dejar escapar la invitación: vamos a quedarnos aquí todo el verano y no dejarlo hasta agosto. Tal vez ella sentiría suficiente pena por mí para decir que sí, para quedarse, para decir que dejarme el pasado otoño fue la cosa más tonta que nunca ha hecho y me pida que por favor la acepte de vuelta. Porque sí, Holland, creo que te aceptaría de vuelta. A pesar que, no tengo ni idea sobre el secreto de por qué me dejaste en primer lugar. Holland apunta al birrete en la mesa del centro. —Este birrete. Estoy bastante segura que se supone que debe ir en tu cabeza. —Eso es lo que dicen todos los libros de cómo graduarse. Ella agarra el birrete y se acerca de nuevo a mí. Me lo entrega y yo me lo pongo, muy atrás en mi cabeza.

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—Está todo mal. —Holland se ríe, sacude la cabeza, como si esto es normal, como si ella puede volver a la forma en la que solíamos ser buenos compañeros el verano pasado, antes de todo lo demás—. Se supone que se asienta en la frente. —Finge tirar el birrete hacia la frente, apuntando al espacio justo encima de sus ojos, donde se supone que el sombrero debe descansar. —Arréglalo —le digo, y suena ronco, como un graznido. Sé que debería decir por favor arréglalo, o ¿podrías arreglarlo? Pero esto es todo lo que puedo manejar, esta única palabra en admisión, mientras hago todo lo posible para que no suene hambriento por ella. —¡Ves! Me necesitas para estar listo —dice, luego me mira, medio nerviosa, como si estuviera esperando por una respuesta, esperando para que admita que la necesitaba. Solo señalo el birrete. Ella asiente, y entonces contonea el sombrero más abajo en mi frente. Sus dedos rozan mi cara. Mi corazón late más fuerte ante su toque, pero miro hacia otro lado, porque el dolor es demasiado. Ella tira de la gorra hacia abajo en un último tirón, luego se detiene a considerar un mechón castaño de mi cabello. —No puedo creer que mi mamá no te hizo conseguir un corte de cabello para la graduación.

—Sí, por extraño que parezca no controla realmente mi cabello. —Ella cree que lo controla todo —dice Holland, y pone sus ojos en blanco como si estuviera tratando de invitarme a bromear de vuelta, de la forma que nosotros nos burlábamos de Kate y sus tendencias. No digo nada, y Holland distraídamente toquetea la cadena de plata en su cuello que usa todos los días. Hay un pequeño círculo que cuelga de ella, y el nombre de SARAH está grabado en él. Sarah era la amiga de Holland en la universidad que murió hace unos meses en su primer año. Entonces Holland dice en voz baja—: Siempre te ves bien cuando consigues un corte de cabello. —¿Quieres que me corte el cabello? —Quiero pegarme a mí mismo al segundo que las palabras salen. —Tu cabello se ve bien. También lo hace el resto del conjunto —dice señalando mi gorro y túnica—. Mamá también te aprobará. —Se detiene de pronto—. Lo siento. Me refería a mi mamá. —Está bien. Sé lo que quisiste decir.

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—¿La echas de menos hoy? —La extraño todos los días —le digo al instante, aliviado de que alguien pregunte, que alguien quiera saber. —Por supuesto. Fue una estupidez preguntar. —Puedes preguntar. Eres la única que lo hace —digo, porque después de dos meses, las condolencias se están acabando, y es como si mi madre se está empezando a borrar del mundo otra vez a medida que los recuerdos de ella se funden y todos nosotros empezamos a olvidar. Pero Holland sigue preguntando, Holland sigue recordando, y quiero agarrarla y decirle que, todo duele y no puedo soportar el dolor. En cambio, mi mano se levanta unos centímetros, como si tuviera mente propia y quiere tocarla, conectar con ella a través de las palabras y la piel. Pero no voy tan lejos. No puedo soportar el dolor. —También la echo de menos. Echo de menos plantar flores con ella, extraño ir con ella al mercado de agricultores y extraño mirar todos esos catálogos de bulbos con ella —dice Holland, y mi corazón se eleva a mi garganta porque Holland tampoco la ha olvidado. No ha olvidado ni una cosa—. Por cierto, las cymbidium, ¿las maceta de orquídeas frente a tu casa? ¿Las que planté con ella el verano pasado? Necesitan que las poden.

—¿Ah, sí? —Ella lo habría hecho. Ya las habría podado para ahora. Puedo verlo tan claramente. Me imagino a mi mamá fuera de casa, vestida con jeans y una camiseta, porque era un tipo de mamá de jeans y camiseta, plantando las orquídeas el verano pasado con la esperanza de que estaría aquí un año más tarde para cuidar de ellas. Decidida a estar aquí un año más tarde. —De acuerdo. Ella lo habría hecho —digo en voz baja, entonces me alejo de todo esto, de esas grietas en mi pecho que se sienten demasiado igual a sentimientos—. Sin embargo, no veo por qué tengo que ir a la graduación. Mi mamá era la única a quien le gustaban estas ceremonias y mierdas. Holland inclina su cabeza a un lado. —¿Quieres saltártela? Me burlo.

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—¿Qué? ¿Hablas en serio? —Danny, hablo en serio. Si quieres saltarte la graduación, yo te cubro. La idea me atrae. —¿Qué dirías? —No lo sé. Algo se me ocurrirá. ¡Voy a fingir que soy tú! —Me río—. Aunque, lo digo de verdad. Si necesitas escapar o lo que sea, voy a ir allí ahora mismo y le diré a mi mamá que estás en camino, que quieres conducir por ti mismo. Y nosotras iremos sin ti. Y cuando digan tu nombre, actuaré como si no tuviera ni idea de dónde estás. O voy a levantarme y decir que estás sacando al perro a pasear. ¿Quieres que lo haga? —¿Harías eso? —Sí. —¿Realmente harías eso? —Realmente haría eso. Haría eso por ti. Está hablando en serio. Hará esto por mí. La odio por romperme hace tantos meses, y la amo por querer cubrirme hoy.

Pero no se trata de Holland, y no es sobre mí. —Debería ir. Por mi mamá. Holland asiente. Sabe que esto es a lo que mi madre se aferraba. Kate también lo hace. Kate lo dijo el otro día cuando le dije que no quería ir. Elizabeth amaba las ceremonias. Elizabeth amaba los eventos. Esto era por lo que ella estaba tratando de vivir. Durante los últimos cinco años, todo lo que quería hacer era llegar a tu graduación antes de morir. Así que, ve ahí y da tu discurso de despedida para que tu madre, donde quiera que esté, pueda oírte.

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Kate no cree en el cielo o el más allá. Mi mamá tampoco lo hacía. Somos judíos, y los judíos no creen en las ideas típicas del cielo o el infierno. Pero sí cree que mi mamá está en algún lugar, tal vez en el limbo, tal vez en espíritu, esperando por este momento. Entonces, ¿por qué no aguantó? Desearía que hubiera una respuesta, porque no entiendo por qué mamá pudo sobrevivir cinco años en remisión y recuperación y llegar a ocho patéticas semanas de la cosa por la que estuvo aguantando. Pero no hay nadie aquí para preguntar. Cuando mi padre murió, mamá estuvo allí para responder a lo incontestable, para darle sentido a la falla en nuestras vidas… y pasamos a través de esto de alguna manera; salimos hacia el otro lado. Ahora estoy 2 a 0 y no tengo ningún lanzamiento más para abanicar. Así que, debe ser el momento para mi amigo el Vicodin. Me deslizo a la cocina para tomar una píldora, y cuando vuelvo a la sala, Holland hace gestos hacia la puerta principal. —Mis padres están esperando fuera —dice—. Será mejor que vayamos. Entonces estoy subiendo al auto con ellos, conduciendo a un lugar al que nunca más voy a tener que poner un pie a partir de ahora, y estoy marchando con el resto de la clase, estoy sentado escuchando al director, a continuación él está llamándome para el discurso final. Mi último trabajo; luego la escuela segundaria estará detrás de mí y la universidad estará delante. Solo un verano de por medio. —Daniel Jon Kellerman, nuestro valedictorian. Camino al podio, saco mis fichas y miro a mis compañeros de clase en las primeras filas. Todos se ven como nutrias, solo un gran mar de nutrias con el cabello rubio, castaño o pelirrojo, con la piel bronceada, negra o

blanca. Ellos no son a los que yo quiero ver. Solo hay una persona que quiero ver en el público. Incluso le supliqué a mi madre en algún momento para que aguantara. Le rogué como un niño lo haría. Hace un par de meses, cuando estaba claro que ella se acercaba al final, le supliqué: —Junio no está tan lejos. Puedes hacerlo, mamá. ¡Qué cosa tan mierda por hacer! ¡Qué cosa tan mierda por preguntar!

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Trabajé con ganas durante la secundaria. Metí mi nariz en todos los libros; no iba a dejar que ser el mejor estudiante se me escapara del alcance. Ella sabía que tenía una buena oportunidad, sabía que estaba en la pelea. Mi hijo, el valedictorian. Me la imaginé diciéndolo hoy, llena de orgullo, de alegría. Era esa cosa que podía darle, un último regalo para ella. Pero ni siquiera sabe que lo logré, porque me dieron la noticia de que estaba en la cima de la clase tres días después de que ella se convirtiera en cenizas. Y yo soy carne, y no quiero estar aquí arriba en este escenario. Quiero tumbarme en una balsa, cerrar los ojos y dejar que la pequeña píldora blanca me lleve lejos, flotar hasta la tierra feliz donde no siento ningún dolor. Está haciendo su efecto, así que las palabras que estoy diciendo, los sonidos y sílabas sobre este momento, sobre el futuro, no me importan, y no les importa a toda esta gente de aquí en el público. Mis palabras no cambian la forma en que me ven. El huérfano. Aquel cuyo padre murió en un accidente hace seis años. Después la madre murió en abril. ¿Recuerdas la hermana? Ella se ha ido; se marchó a China hace años. ¿Alguien incluso sabe de ella? Todos piensan que me conocen. Porque eso es todo lo que soy para ellos: el chico con una suerte de mierda. Bajo la mirada a mis fichas y hago lo que ellos más quieren que haga. Porque ahora puedo ser ese chico. Puedo ser volátil. Puedo ser voluble. Puedo ser el tipo que se va sin nada, y por primera vez en meses, años, agradezco tener carta blanca para decir lo que quiera. Dejo de leer. Rompo las fichas por la mitad y arrojo el cortado y azul discurso por el aire.

—Que se joda el instituto. Que se joda todo el mundo. Yo me largo de aquí. Déjame decírtelo: nunca antes has visto una ovación en pie como esa.

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4 Traducido por âmenoire Corregido por Sttefanye

Mi mamá se hubiera vuelto loca si supiera lo que hice. Se hubiera puesto furiosa y me hubiera palmeado en la parte superior de la cabeza. No literalmente. Obviamente, nunca me pegaba. Pero me habría dado todo tipo de miradas severas y desilusionadas. No te crie para decirle a tus compañeros que se jodan, Daniel Kellerman.

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Esperaba mucho de mí. Cuando estaba en cuarto grado trabajando en el informe de un libro, me hizo empezar todo de nuevo cuando lo leyó y dijo que era apenas entendible. —¿Qué tiene de malo? —le pregunté. —Todavía no es bueno. Tienes que intentarlo más —dijo, su voz amable—. Tienes que intentarlo más en todo lo que hagas. Eso es todo lo que pido. Puse mis ojos en blanco y lo revisé, y con el paso del tiempo asumí su enfoque y también me volví como ella: queriendo hacer mi mayor esfuerzo, esperando lo mejor. Es por eso que no puedo enfrentar a Kate. Ella conocía a mi mamá mejor que nadie, y en este momento Kate probablemente quiere golpearme. Porque hice absolutamente lo opuesto a lo que mi madre hubiera esperado o querido. Me voy de Terra Linda antes de que Kate pueda encontrarme. Camino hacia mi casa, dado que está solo a unos pocos kilómetros de distancia, arrojo mi gorro y toga en un bote de basura en una esquina de la calle, luego me cambio a mis pantalones cortos de gimnasio cuando llego a casa y me dirijo al garaje, mi perro siguiéndome de cerca hasta que me detengo en la banca de gimnasio. Sí, ésta es mi vida. Ejercitándome en la graduación. ¿Qué puede ser mejor que esto?

Pero no quiero ir a ninguna fiesta, no quiero tener una cena sofisticada en algún restaurante sofisticado con gente que está molesta conmigo, o gente que siente lastima por mí, o gente que siente las dos cosas, sin mencionar mi propio disgusto por lo que hizo el chico en el escenario usando mi gorro y túnica. Además, tengo que averiguar qué hacer con todas nuestras cosas. Kate puede ser la legataria del testamento de mamá, pero Laini y yo somos para los que lo está llevando a cabo, y hay tantas cosas por resolver, dinero por ser movido, cuentas por ser administradas, las posesiones repartidas. Como las pelucas, ¿qué hago con todas esas pelucas?

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Consigo reír a secas, porque fue mucho más fácil, siendo fácil un término increíblemente relativo, cuando papá murió. Mi madre se encargó de todo. Se encargó de las llamadas telefónicas y las decisiones, mientras Holland hacia brownies y me enseñaba videos estúpidos de gatos en la red tratando de hacerme reír de nuevo. Porque eso es lo que papá y yo siempre hacíamos juntos: divertirnos. Nos divertíamos increíblemente bien. Pasábamos los sábados enteros en la piscina, inventando juegos y haciendo carreras entre nosotros. Íbamos por donas o helado y hablábamos sobre cosas al azar. Leímos juntos cada libro en la colección Get Fuzzy. Cuando se fue, ese timón de la diversión se fue de golpe, y Holland estuvo determinada a llenar el rol del productor de humor en mi vida. Lo hizo hábilmente, todo mientras mi mamá nos mantenía siendo una familia. Pero ahora mi póliza de seguro parental se ha terminado por completo, así que es responsabilidad de mi hermana y mía resolver las cosas como las pelucas, los fondos universitarios y el apartamento en Tokyo. Empiezo a hacer flexiones y dejo que mis pensamientos vayan a Tokio, donde nací, dado que mis padres trabajaban en compañías japonesas en ese tiempo. Nos mudamos de nuevo a California cuando tenía tres, pero seguimos regresando a Tokio en vacaciones. Ahora tenemos un lugar allá, un apartamento en el distrito Shibuya, el centro del joven Tokio, con miles de luces de neones y espectaculares anuncios del tamaño de Marte, con tiendas y comercios abiertos a todas horas y chicas súper a la moda taconeando por las aceras en altos tacones dorados y pendientes elegantes a juego, y chicos vistiendo pantalones lisos y botas atadas.

Antes cuando éramos cuatro, habíamos pasado las vacaciones de verano y de invierno en Tokio. Mi papá, mi mamá, Laini y yo. Comiendo fideos y pescado, comprando manga que no podía leer, pidiendo a quienquiera que pasara que nos tome una foto. No he estado en Tokio por un año porque había estado demasiado ocupado en mi último año, demasiados exámenes, tareas, aplicaciones a la universidad, y esas cosas. Pero mamá viajó allá para ver al Dr. Takahashi, quien tenía una clínica para pacientes con cáncer que es en parte medicina Oriental y en parte Occidental. En su primer viaje para verlo, la llevé al aeropuerto y la acompañé hasta seguridad. Estuvo prácticamente rebotando todo el camino. —Si hay una cura milagrosa, ésta es. Él lo es —dijo.

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Creía en él, y yo también, especialmente cuando se sintió mejor de lo que lo había hecho en años. Su mezcla de medicina tradicional y tratamiento alternativo estaba funcionando. Takahashi era la última gran esperanza de mi madre, así que lo vio por lo menos una vez al mes durante el año pasado. Llena de esperanza cada vez. Yo estuve lleno de esperanza cada vez. Por un rato, toda nuestra esperanza trajo su recompensa. Ahora todo lo que tengo es un apartamento en Tokio que mostrar para tanta esperanza, tantas ganas. Porque Laini le dijo a Kate la semana pasada, le mandó un correo electrónico, debería decir, que es totalmente decisión mía lo que se va a hacer con el apartamento en Shibuya. ¿Lo conservo o lo vendo? ¿Lo rento? ¿O me despido de California de una jodida vez y me establezco en un hogar lejos, muy lejos de aquí? Arriesgo una sonrisa ante la idea. Porque hay una parte de mí que le gusta la idea. Salir de la ciudad y nunca mirar atrás. Me cambio a las mancuernas, trabajando los tríceps, luego los bíceps, pensando en el apartamento vacío, imaginándome el polvo juntándose en los tablones de madera del cuarto donde dormía. Nunca he pasado un mal rato en Tokio. Nunca tuve un mal rato en absoluto. Tal vez es tiempo de que regrese. Pongo las mancuernas a un lado y me vuelvo hacia Sandy Koufax.

—¿Quieres salir a dar un paseo? —Ella mueve su cola. Le gusta la palabra paseo. Regreso a la casa, ignorando los mensajes de Kate, Jeremy, Ethan y de todos los demás. Cierro el piano, le pongo cinta en varios lugares, y luego coloco un letrero que dice: NO TOCAR. EN SERIO. NO TOCAR. Dejo la puerta desbloqueada para que Ethan y Jeremy puedan entrar cuando quieran y hagan lo que quieran. Es un arreglo que funciona; apenas tengo que decir una palabra, pero hay gente alrededor de mí de vez en cuando, haciendo que la casa se sienta un poco menos vacía.

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Después le pongo la correa a Sandy Koufax para llevarla a una caminata en las colinas de Hollywood. Mientras recorremos los caminos compactos, le cuento sobre mi último viaje a Tokio hace un año. Le digo sobre visitar el mercado de pescado mientras mamá vestía una peluca rosa, sobre comer un extraño panqueque de pulpo en un carrito en una calle cerca de la Universidad de Tokio, y le cuento sobre la vez que me enrollé para comer con un grupo de estudiantes universitarios japoneses quienes me invitaron a unirme a ellos en su mesa mientras estaban jugando un juego de mesa con palillos que no tenía sentido para mí, pero del que todos se estaban riendo, y pronto yo también lo estuve. Tal vez puedo encontrarlos de nuevo. Regresar al mismo restaurante, aprender cómo jugar el juego de palillos. Le cuento todo esto y más, y pronto hemos atravesado kilómetros, y el sol está tan bajo en el cielo que ahora los caminos están todos sombreados. Encuentro mi camino hacia el auto rentado que Kate me consiguió y abro la puerta delantera para Sandy Koufax. Ella brinca hacia el asiento del pasajero y se enrolla en una bola, jadeando. Enciendo el aire acondicionado para ella mientras conduzco. Me estaciono algunas casas más lejos porque hay autos por todos lados, bloqueando cada centímetro de la acera, y el ruido, la música, la locura se derrama desde mi casa, mi patio y mi piscina. Me sorprende que los vecinos no estén quejándose, pero supongo que todavía tengo pase libre, así que nadie dice nada mientras todos los de Terra Linda celebran en mi casa. Tiene piscina. Tiene refrigerador. Lo tiene todo. Me meto a hurtadillas como un ladrón silencioso, y nadie nota al anfitrión, al hombre de la hora, y está bien, porque me gusta más el ruido de lo que me gusta el silencio.

Además, de todos modos hay una parte de mí que ya se ha ido del país.

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5 Traducido por Ateh y LizC (SOS) Corregido por LizC

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Limpio a la mañana siguiente, arrastrando una gran bolsa de basura alrededor de mi patio, arrojando los restos de la fiesta que se convirtieron en los antecedentes de otra noche salvaje en esta casa. Ahora todo el mundo se ha ido, pero no le he dicho a nadie que estoy pensando en alejarme. Que estoy pensando que un viaje rápido podría ser justo lo que recetó el doctor. Además, tengo que tratar con el apartamento de Tokio como una inversión, y para ello debo evaluarlo de cerca, inspeccionarlo, considerarlo. ¿Cierto? Esto apartaría mis pensamientos del verano que está por venir, destacando como una caverna entre hoy y el comienzo de la universidad, cuando podré sumergirme en las clases y escapar de mi casa y todas sus habitaciones vacías, todas las habitaciones en las que no entraré nunca más. O tal vez debería pasar el verano haciendo voluntariado. Yendo a la biblioteca, archivando libros, escuchando a ese viejo surfista canoso que pasa sus días comprobando los libros entrando y saliendo, charlando con los clientes. Puedo sonreír y asentir a medida que me habla de las olas que solía atrapar en el Pacífico. No tendría que decir una palabra. Simplemente sería su audiencia, y tendría aire acondicionado. No es como si pudiera jugar béisbol como solía hacerlo en los veranos. Mi brazo lanzador, que durante años lanzó pelota tras pelota, está destrozado, cortesía de una lesión en el hombro en primer año. Y no es como si fuera a cuidar de mi mamá o ir al cine con Holland. No es como que tenga ningún plan en absoluto para los próximos tres meses. Agarro el último trozo de escombros de la fiesta y me dirijo al interior. Mientras lanzo la bolsa, suena mi teléfono. Aparece la imagen de Holland y

algún vestigio de auto conservación me dice que entierre el teléfono en los cojines del sofá. Pero mi deseo por ella es más fuerte, y gana. —Hola —dice, hablando primero. —Hola. —¿Recuerdas al tipo que solía pintarse a sí mismo de plateado y hacer todos esos movimientos de robot en el paseo marítimo? —Sí. —¿Y cómo nunca habla? ¿Incluso si hablas con él, se queda en completo modo robot? —Seguro. —Bien, acaba de meterse en una pelea con otro robot. ¡Un robot dorado! Me rio. —Como, ¿golpeándose entre sí?

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—Estuvieron a punto de hacerlo, pero un policía los separó. Al parecer el robot dorado se estaba entrometiendo en el territorio del plateado. —Qué locura —digo, imaginando personas pintadas como robots dándose puñetazos. Eso habría sido una buena manera de matar una tarde. —Así que… —inicia Holland y luego se detiene, como si las palabras que estaba a punto de decir se hubieran evaporado. Pero de alguna manera las encuentra—. Así que, iba a almorzar. ¿Quieres venir conmigo? —Sí —digo, y en cuestión de segundos estoy en el auto de camino hasta ella. La encuentro en un café al aire libre. Lleva grandes gafas de sol marrones en la cima de su cabeza. El sol es brillante, pero no está protegiéndose los ojos. Está mirando hacia mí mientras camino hacia ella y me siento a su lado. Tiene una falda corta, la falda de pana verde que llevaba cuando fuimos al cine una vez el verano pasado y nos sentamos en la última fila y apenas vimos una escena en la pantalla. También puedo oler la loción de limón azucarada en ella. Su loción, su olor.

—Me encanta este clima —dice, e inclina la cara hacia el sol. Cierra los ojos y se empapa de los rayos, y tengo el camino libre para mirarla. Su cuello, la garganta, sus hombros ya que solo lleva un top. Olvida el voluntariado en la biblioteca. Quizás Holland me llevará a almorzar todos los días este verano. Tal vez decida ir a tomar el sol, y yo me pasaré los días observándola. Abre los ojos, me ve mirándola. Pero no aparta la mirada, ni yo tampoco. —Porque, ya sabes, soy alérgica al frío. —Y la niebla —agrego, porque conozco esta melodía, sé cómo se siente acerca del frío y el calor, y es tan fácil volver a caer en nuestras bromas, nuestro ir y venir. —Y cualquier temperatura inferior a los veintiún grados. —Y la brisa. —La brisa. Lo peor que se ha inventado.

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—Y la nieve. Y el hielo. —Por supuesto. No nos olvidemos del hielo —dice, y hace la mímica de un estremecimiento. Luego el camarero se acerca y pregunta lo que queremos. Ella ordena un sándwich, y yo igual. Las mismas órdenes, mismas elecciones, la misma comida que pedíamos cuando antes veníamos aquí. Un grupo de amigos de nuestra edad se sienta en la mesa junto a nosotros. Dos chicas, dos chicos. Una de las chicas tiene el cabello rubio y corto, la otra tiene una veta azul en el cabello, y están riendo por no estar más en un internado y hablando sobre el inicio de Juilliard, suena algo así. —Entonces, sobre la graduación —comienza Holland. Levanto una mano, mis reflejos activándose de inmediato. —¿Es por eso que me invitaste a almorzar? Porque realmente no quiero hablar de eso. Estoy seguro de que tu madre me sermoneó en mi buzón de voz. —-¿Crees que eso es lo que voy a hacer? Como si alguna vez tuviera idea de lo que va a hacer. Como si hubiera tenido alguna pista que me iba a extirpar de su vida después de

todas sus promesas, todas sus palabras, todas las formas en que me dijo que no éramos como cualquier otra pareja de la escuela secundaria, que éramos diferentes, que podríamos durar. Repitió todas esas promesas, y yo también, el día en que se marchó a San Diego. Creí todas ellas. Hasta la última. Y luego, puff. Hizo su acto de desaparición. Y sin embargo, aquí está, a centímetros de mí, sus piernas desnudas lo suficientemente cerca para poder recorrer una mano sobre su rodilla, verla temblar y sonreír, y entonces me pediría volver a hacerlo. Mi cuerpo está lleno de completo vacío y completo anhelo al mismo tiempo, solo que no hay suficiente espacio en mí para ambos, así que luchan, discuten y ponen cinta adhesiva por toda mi mitad para dividirme. —Pienso que fue increíble. Como, el tipo de cosa épica de la cual estarán hablando durante años. ¿Recuerdas la vez que Danny Kellerman nos dijo a todos que nos fuéramos al diablo? —Creo que las palabras fueron jódanse, Holland —No me resisto a burlarme de ella en este aspecto. Nunca ha maldecido. Nunca ha lanzado la bomba J.

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—Exacto —dice—. Además, no te perdiste mucho. Quiero decir, estuviste en mi cena de graduación. Es solo una oportunidad para que las personas cuenten historias embarazosas sobre ti. —¿Como la vez que tiraste tu copia de Mientras Agonizo de William Faulkner en la piscina, llamándolo Mientras Sigo Cayendo? —digo, relatando las historias que fueron compartidas hace un año cuando Holland terminó la secundaria y mi madre y yo nos unimos a su familia para la cena. —Esa es la novela más cruel jamás asignada a los estudiantes de secundaria. —¿O cómo anunciabas cada pocos meses que tenías un nuevo plan para lo que querías estudiar en la universidad? Había días en que era Ciencias del Medio Ambiente, otros días era Historia Francesa —digo provocando otro viaje atrás en el tiempo, y no sé por qué estoy haciendo esto, por qué estoy actuando como si todavía fuéramos esas mismas personas que iban a cenar juntos con nuestras familias hace un año. Salvo que se siente bien recordar cuando era feliz. Holland y yo estuvimos juntos el verano antes de mi último año en Terra Linda y su primer año en UCSD. Todo comenzó después de que le di

el anillo de estrellas. Estaba loco de los nervios por dárselo porque aunque sabía que algo se había estado gestando entre nosotros, con cada insinuación y coqueteo, no quería dejar que me lo creyera del todo. Me engañé pensando que solo le estaba dando este anillo tonto, un pequeño anillo grabado y barato, como el tipo de cosas que te encontrarías en una máquina de chicles en bola. Fui a su casa, y sus padres estaban fuera, era mediodía, así que Holland estaba haciendo lo que cualquier chica de California que se respete y que acababa de graduarse de la escuela estaría haciendo. Pasando el rato con todas sus amigas en la piscina. Caitlin, Anaka, Elle y Lila. Estaba superado en número, y claramente había demasiados bikinis y demasiada carne expuesta para ser capaz de ver directamente, o ser capaz de darle a una chica un regalo y no sentirme supremamente estúpido. Pero a Holland no le importaba que sus amigos estuvieran ahí. Su rostro se iluminó cuando abrió la puerta. —Ven y únete a nosotros, Danny —dijo, y señaló hacia la piscina.

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—Tengo que estar en algún lugar —le dije, y empujé la caja con el anillo hacia ella. —Vamos. Quédate. Por favor, quédate. —Me tengo que ir. Más tarde esa noche, me encontró en la playa mientras paseaba a Sandy Koufax a la orilla de las olas. Se dirigió hasta mí y levantó la mano. El anillo estaba en su dedo índice derecho. —Me encanta este anillo, Danny. Me gusta mucho este anillo. Mi corazón rebotó por todo mi pecho. —¿En serio? —En serio. Dio un paso más cerca. Era como un baile lento, y ya sabes lo que viene después, sabes que van a encontrarse, y es toda una faena delirante. —¿Recuerdas aquella vez que me ayudaste con Cálculo a principios de este año? —empezó ella. —Sí.

—¿Y cómo no te burlaste de mí por no entender las integrales o derivadas o lo que fuera? —¿Por qué me iba a burlar de ti por eso? —Porque eres más inteligente que yo. —Eso no es cierto —le dije. Simplemente era bueno en la escuela. —Pero el punto es, no estaba avergonzada de preguntarte, sabía que ayudarías, y de hecho me ayudaste. ¿O qué tal todas las veces que me llevaste a la escuela y siempre ibas a la puerta para buscarme? Nunca tocaste la bocina. —Mi padre siempre me dijo que nunca toque la bocina cuando busque a alguien en su casa. Apaga el auto y camina a la puerta por ellos. —¿O qué tal la vez que mis padres estuvieron fuera de la ciudad y encontré una zarigüeya en la casa? —Era bastante espeluznante. —Me reí, recordando la zarigüeya debajo del sofá.

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—Y lo primero que hice fue llamarte. Y tú viniste de inmediato. —Bueno, pegaste un chillido en el teléfono. Pero sí, tenías una zarigüeya debajo del sofá. Por supuesto que iría —le dije, y sentí como si cada respiración fuera mágica bajo el aire de la noche, porque sabía que cada aliento me llevaría más cerca de ella—. Pero no fui yo quien te salvó de la zarigüeya. —Incliné la cabeza hacia mi perro. Había llevado a Sandy Koufax esa vez, y ella terminó sacando a la zarigüeya de inmediato de la casa y hacia el patio trasero. Holland cerró las puertas con llave, luego insistió en cocinarle un filete a mi perro, quien permaneció de pie frente a las puertas corredizas de vidrio mirando hacia fuera toda la noche y vigilando a la zarigüeya que casi había tenido para la cena. —El punto de todo esto es que… eres impresionante. Así que es hora de que simplemente lo admitamos. Me acerqué más a ella. Esto estaba ocurriendo. Esto era real. —¿Admitamos qué? —le pregunté, burlándome de ella. —Esto. —Entonces sus brazos se envolvieron alrededor de mi cuello y mis labios estaban sobre los suyos, suaves y cálidos, mucho mejor que todas las veces que me había imaginado besarla. Su cuerpo perfecto se

presionaba contra el mío, mi mente estaba en las nubes y todo mi cuerpo estaba tarareando. Para el final del verano, Holland se fue a la universidad, pero teníamos planes. Nos íbamos a ver dos veces al mes. Conduciría hasta allí, o ella conduciría hasta acá cada fin de semana. Pero la primera vez que tuve que visitarla, mi mamá necesitó una transfusión de sangre, y a pesar de que Kate no paró de decir que cuidaría de ella durante el fin de semana, no iba a dejar a mi madre sola. Lo cancelé, e hicimos planes para dos semanas más tarde. Pero entonces Holland llamó y me dijo que tenía un proyecto importante para sus Estudios Electivos Femeninos ese lunes por la mañana y si iba ella no tocaría la cosa, solo me tocaría a mí, y por lo que tanto resistirse a mí, un sentimiento que era ridículamente entrañable en el momento. La próxima vez que hablamos, era una persona completamente diferente. Era como si una máquina la habitara y moviera su boca con sus manos de robot y volviera su voz en una fría computadora parlante.

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—Danny, estoy en la universidad ahora. Necesito aclarar mi mente. Tengo que concentrarme. Una ruptura limpia. No la vi de nuevo hasta el funeral de mi madre. Incluso leyó en el servicio, una línea de El Principito, algo acerca de vivir en las estrellas, o reír en las estrellas, o algo que, básicamente, se supone que te consuela y destroza tu corazón al mismo tiempo. Casi pierdo el control cuando se levantó y leyó, y ella casi también lo hace. Ahora estamos almorzando. —Bueno, la universidad es una mierda —dice Holland después de que el camarero le trae un té helado—. Odié literalmente todo sobre mi primer año. —¿En serio? —Esto es nuevo para mí. Por otra parte, todo sobre su vida durante los últimos meses es nuevo para mí. —Cada. Una. De. Las. Cosas. Se lleva una mano a la garganta, buscando su collar, tocando la pieza con la palabra SARAH en él. La veo juguetear con ella antes de soltarla y tomar su vaso. Entonces me doy cuenta de por qué diría que la universidad es una mierda. Su amiga murió.

Pronto estamos comiendo nuestros bocadillos, y ella está pagando la cuenta, a pesar de que lo intenté muchas veces, pero ella sigue insistiendo aún más. Le doy las gracias mientras salimos de la cafetería. Se detiene, toma una respiración profunda, y se vuelve hacia mí. —¿Quieres ir al cine? —¿Al cine? —Sí, ¿esa cosa donde proyectan dos horas de actores famosos en situaciones imposibles en la pantalla? —Estoy familiarizado con el concepto. ¿Pero al cine? Eso era lo que hacíamos antes. Veíamos grandes películas de acción.

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—Mientras más cosas estallen, mejor. —Era el mantra de Holland. No tenía ningún interés en los Oscar, o los dramas silenciosos, o romances de época con acentos ingleses—. Quiero incendios, quiero escenas de persecuciones, y quiero a tipos saltando por las ventanas de un décimo piso y luego corriendo por las calles como si ni siquiera le doliera. Yo quería lo mismo. La vida estaba llena de suficiente drama familiar. No lo necesitaba también en la pantalla. —Escuché que hay una nueva película de Jason Statham en el cine de la cuadra —dice ella, arrojando el nombre de nuestra estrella de acción favorita—. Podríamos conseguir palomitas y osos de gomita. Ahí fue donde vimos películas el verano pasado, cuando estábamos juntos. —¿Qué quieres decir? —le pregunto mientras mi corazón late contra mi piel, tratando de escapar rebeldemente hasta sus manos. ¿Quiere decir ir al cine como lo hacíamos cuando éramos amigos, o cuando éramos algo más? Porque solo ella podría darme una razón para quedarme en California, si ella quisiera más. —¿Quieres ir? Ya sabes, por los viejos tiempos. Claro. Por los viejos tiempos. Porque deberíamos ser amigos de nuevo, nada más. —No estoy realmente de ánimo para una película. —Películas, almuerzo, la mañana de la graduación aparecen en mi mente… y no

necesito su lástima. No necesito que intente resucitar nuestra amistad porque siente lástima por mí. —¿Entonces quieres llevar a Sandy Koufax a dar un paseo? Podríamos caminar y hablar. —¿Hablar? —Esa palabra de seis letras suena tan extraña, como si estuviera siendo dicha en otra lengua ahora. —Claro. Hablar —repite, toda tentativa, como si ni siquiera estuviera segura de cómo está formando las palabras. —Tengo planes con Trina —le digo a medida que me alejo para que no pueda ver mi rostro cuando le miento. —Danny. Me doy la vuelta, y se ve como una instantánea, como si ha sido atrapada dando un paso hacia mí. —¿Qué?

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—Nada —dice rápidamente—. Es solo que… podé las orquídeas hoy más temprano. Se ven mejor ahora.

6 Traducido por Roci_ito y Malu_12 (SOS) Corregido por LizC

Al día siguiente revisé mi correo por primera vez en una semana. No había más tarjetas de condolencias. Todas ellas habían llegado e ido. Los lamentos, las oraciones, los mis pensamientos están contigo, se habían acabado. Todos habían dicho lo que le tenían que decir a los afligidos, y todos habían seguido adelante con sus felices, alegres, ruidosas y cotidianas vidas.

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El correo solo me trajo recuerdos. Catálogos de fabricantes de herramientas de jardinería. Formularios de pedidos de proveedores para bulbos de tulipanes, calas, dalias. Incluso hay algunos volantes de esta compañía ecológica amante de los arboles ofreciéndole a mi madre un arbusto de lilas. Ella amaba las lilas. Eran sus favoritas. Sobre todo las lilas al natural en los árboles. Estoy seguro que se detuvo y olió cada arbusto de lilas que vio alguna vez. De vez en cuando, cortaba un ramo y lo ponía en un florero, pero las lilas se disfrutaban mejor en la naturaleza, decía. Entonces guiñaba y agregaba: La naturaleza de Los Ángeles. Para el Día de las Madres cuando tenía diez años, me desperté temprano y salí de casa con un par de tijeras de jardín. Teníamos un vecino a unas cuadras abajo que tenía un enorme arbusto de lilas dentro de su casa. Aunque, era uno de esos tipos a los que no les gustan los niños, uno de esos tipos de “salgan de mi jardín, mocosos”. Pero mamá codiciaba sus lilas. Así que me escabullí en su jardín, arranqué algunas ramas y corrí por la calle de vuelta a nuestra casa. Coloqué las lilas en un vaso y se las entregué a mamá cuando despertó. —Pequeño ladronzuelo —dijo ella cuando le conté la historia. —¿Te gustan? —Me encantan. Son perfectas.

A los siguientes días las olió cada vez que podía. Tiré los catálogos y todo lo demás del buzón en el contenedor de reciclaje verde al final de la entrada. Cuando los papeles caían, vi a la señora Callahan al otro lado de la calle. Está en la mecedora de su porche, tomando un vaso de té helado. Sostiene un libro en su mano y me saluda. —Buenas tardes, Daniel —grita. Saludo de vuelta y me giro para dirigirme dentro. Echo un vistazo más al contenedor verde, y solo por casualidad… por absoluta, tonta y accidental suerte, veo algo que no luce como un catálogo. Es una carta, una escrita a mano, prácticamente un artefacto antiguo en estos días.

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Alcanzo el sobre. Está dirigido a mí, mi nombre escrito como si hubiera sido caligrafiado con alguna clase de plumilla. El sello es japonés y el nombre en la dirección del remitente, Kana Miyoshi, me es tan familiar. Mi cerebro está sintiendo pinchazos, como si alguien estuviese golpeando agujas contra mi cabeza, tratando de reorganizar un recuerdo. Kana Miyoshi. Digo el nombre en voz baja, luego lo susurro. —Kana. Mamá mencionó a Kana unas cuantas veces. Kana es la hija adolescente de la mujer que se hace cargo del apartamento cuando mi mamá no estaba allí. Kana vive en Tokyo. Kana conocía a mi madre. Kana conocía a mamá. Todos los demás se están olvidando de mi madre. Pero tal vez ésta chica la recuerde. Le echo un rápido vistazo a la señora Callahan. Me está mirando sin mirarme directamente, sus ojos se alternan entre su libro y yo. Sé que no tiene ojos biónicos. Sé que no puede leer la carta desde el otro lado de la calle. Aun así, esta no es una carta que abriré frente a nadie. Regreso de nuevo al interior de mi extrañamente silenciosa casa y me siento en la barra de la cocina. Deslizo un pulgar bajo la solapa del sobre, pero antes de abrirlo me doy cuenta que mi mano está temblando. Mi corazón también está latiendo con rapidez, como si esperara que esta carta revelara secretos. Sé que no es de mi madre; lo sé. Pero ahora mismo

es lo más cercano que voy a estar de llegar a una conexión con ella. Con cualquiera. Me giro hacia mi perra. —Es una carta de Kana —le digo a Sandy Koufax, quien está estirada en el sofá cercano. Sus patas abiertas en el aire. Las traseras parecen baquetas con esos muslos carnosos que tiene. Ella inclina su cabeza hacia mí. —¿Qué crees que dice, Sandy Koufax? Sandy Koufax escucha mi pregunta y espera por una respuesta. Saco la carta y siento que ya no estoy en Los Ángeles. Estoy a miles de kilómetros de distancia, en Japón, en Tokyo, en el distrito Shibuya. Trato de sacudirme la sensación, pero a medida que extiendo la carta, puedo ver, oler, escuchar y saborear a Tokyo. Incluso el papel luce asiático.

Querido Daniel,

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¡Saludos! Soy Kana Miyoshi y mi madre, es la cuidadora de tu apartamento en la calle Maruyamacho. Estábamos limpiando el apartamento recientemente y descubrimos varias prescripciones para medicamentos en los estantes.

Ella nombra los medicamentos y anota si cada botella ha sido abierta. Pero la mayoría están marcadas como sin abrir. Extraño.

¿Te gustaría que te las enviemos, las dejemos aquí o dispongamos de ellas? Lamento molestarte con este asunto aparentemente trivial, pero debemos ser cuidadosas en cómo manejamos los medicamentos y otros artículos relacionados. Por favor avisa. También, es habitual para nosotros en situaciones como esta informarles a las familias de los objetos personales en el apartamento.

Entonces, nombra cosas como ropas, fotos y otros artículos, pero lo que atrapa mi atención son las siguientes líneas.

He ordenado las cuentas, he reunido las cartas y tarjetas. Puedo enviarlas si lo desea, o dejarlas aquí. También hay algunos libros de crucigramas y rompecabezas, un paquete de semillas de lilas y la peluca rosa de tu madre. ¿Tal vez la conoces? Es la peluca rosa brillante, y, como estoy segura de que sabes, era su favorita. Debe haberla dejado aquí en su última visita en invierno. La usó cuando visitamos su templo favorito. Tengo una foto de ese día, la cual puedo enviar, junto con cualquier otro artículo que podrías querer.

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Tu madre era una mujer encantadora. Tomábamos té con ella ocasionalmente en la Casa del Té Tatsuma, donde nos contó unas historias tan hermosas de su familia, especialmente de ti. Era muy aficionada a la casa del té, le gustaba reír y decía que solo estaba siguiendo las instrucciones del doctor al ir allí. También me gustaría hacerte saber que ella siempre era feliz cuando estaba aquí. Era la persona más alegre que creo haber conocido jamás, tal vez especialmente en el último par de meses. Los mejores deseos, Kana.

Luego hay un número de teléfono y una dirección de correo electrónico bajo su nombre. Pero no estoy marcando y no estoy escribiendo porque ya estoy subiendo las escaleras, girando la esquina, abriendo la puerta de la habitación de mamá por primera vez en dos meses, una habitación que he evitado a propósito porque el vacío podría matarme. No miro alrededor; me dirijo directo a su baño. Abro de un tirón el gabinete de medicinas, buscando las botellas de píldoras. Pero no hay ninguna aquí. Solo pasta dental, labial, esmalte de uñas, loción y una lima de uñas. ¿Kate las limpiaría? ¿Botó los medicamentos sin utilizar? Ella es la única otra persona que ha estado en esta casa. Cierro la puerta rápidamente y abro los cajones bajo el lavabo para encontrar toallas, pañuelos y un secador de pelo que difícilmente fue utilizado en los últimos años.

Me voy, sin mirar al pasar por la cama que ha estado arreglada durante dos meses, y me dirijo escaleras abajo. Leo la carta otra vez, enfocándome en el templo y la casa del té esta vez. Mamá me enviaba correos electrónicos cada día cuando estaba allí para sus tratamientos y me hablaba de lo bien que se sentía cuando regresaba, pero nunca mencionó un templo, definitivamente nunca dijo ni una palabra sobre Tatsuma nada, y ciertamente no dijo nada sobre el buen doctor enviándola a una casa del té, de todos los lugares. Cada vez que regresaba de una visita, me contaba sobre los tratamientos, sobre cómo la combinación de hierbas y dieta, drogas y medicina, parecía estar funcionando mejor que nada de lo que había hecho antes. Una vez, cuando paseábamos al perro hacia nuestra cafetería favorita —té verde para ella, café para mí— dijo que podía decir, realmente decir, mientras latía su corazón, mientras sus ojos brillaban con esperanza, que el enfoque de Takahashi estaba funcionando. Estaba mejorando de verdad, para siempre.

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Pero entonces el cáncer volvió con fuerza y cuando le preguntaba por sus visitas, sobre la milagrosa cura que no duró, ella desviaba la conversación a la escuela, al perro o hacia mis planes para la universidad. ¿Tal vez había algo que me quería decir sobre su tiempo en Tokyo, sobre sus tratamientos allí, sobre su última gran esperanza, pero no podía descubrir cómo decirlo? No soy religioso, no soy espiritual, ni siquiera sé si creo en algo, aun así aquí esta una carta llegando solo unos días después de que comenzara a pensar en un viaje a Tokyo, y se siente como un mensaje de allí afuera. Porque si allí hay historias sobre su vida que aún no se han contado, piezas de ella que todavía podría llegar a saber, es casi como si mi madre no se hubiera ido completamente. ¿Quizás quería que las supiera ahora, que encontrara estas piezas cuando más las necesitaba? Porque, si todavía queda un poco de mamá en este mundo, entonces tal vez no me sentiré tan perdido todo el tiempo. Tal vez pueda sentir esa cosa llamada felicidad una vez más. Sí. Esto es lo que se supone que debo hacer este verano. Esto es cómo se supone que debo pasar mis días. Descubriendo el secreto de cómo es que era la persona más alegre cuando estaba muriendo. Porque estoy

vivo, y estoy seguro como el infierno que no tengo ni idea de cómo sentir nada aparte de vacío. Abro la tapa de mi portátil y busco Casa del Té Tatsuma en el navegador, pero no puedo encontrar un sitio web para ello, solamente un lugar en Shibuya en algunas guías de la ciudad. Hay una breve reseña sobre él en uno de los sitios, así que copio las palabras japonesas en un traductor en línea y leo los resultados. El té de Tatsuma es muy curativo. La última palabra me sabe a déjà vu. Mi madre nunca habló de esta casa del té, pero seguro como el infierno que usaba palabras como curativo. Quiero golpearme por no haber ido a Tokio con ella en su última búsqueda de una cura, por no conocer al último médico que se hizo cargo de ella. Porque, entiendo que el té verde se supone que es bueno y todo eso, ¿pero que sea las instrucciones de un médico? ¿Qué es todo eso?

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Podría llamar o enviarle un correo electrónico a Kana, pero no quiero decirle algo equivocado a esta chica que puede ser la clave para todas las cosas que no conozco sobre mi madre, todas las cosas que traerían un poco de su vida de vuelta. En lugar de eso, quiero dar un loco salto de fe. Estirar mis extremidades rechinantes y contarle de esta nota a la única otra persona que no ha olvidado a mi mamá. Quiero decirle a Holland. Quiero mostrarle la nota, estudiar la nota, hablar sobre la nota y hacer un plan juntos, un mapa de lo que vendrá. Mi decisión de ir a Tokio es la primera cosa que se siente como una chispa, como un destello de luz y color, en meses. Porque es algo; es movimiento; no es solo la vasta extensión de interminables días vacíos. Agarro mi teléfono, llaves y la cartera. Pero cuando cierro la puerta, recuerdo el almuerzo de ayer. La forma en que hablamos el uno con el otro como solíamos hacerlo, y entonces la forma en que no sabíamos cómo hablarnos el uno al otro en absoluto. No puedo compartir esta carta con alguien que sabe todo de mí, pero no lo quiere todo de mí. Me subo en el auto rentado y me dirijo al hospital para encontrarme con Trina. Ella tiene un descanso en un par de minutos. En la cafetería, Trina sacude tres sobres de azúcar entre su pulgar y dedo índice. Nunca usa edulcorante artificial.

—Demasiados productos químicos. Esas cosas te van a arruinar —le gusta decir—. Por lo menos con el azúcar, sabemos lo que te hace. — Entonces suele hacer una pausa e infla sus mejillas—: ¡Te hace engordar! Desgarra sus paquetes de azúcar y lo vuelca en su café. —Combustible —dice, tocando el vaso de papel. Lleva un uniforme color azul, una bata médica blanca y tiene su largo cabello negro enrollado en una coleta bien firme en su nuca—. Entonces, ¿cuál es la historia, gloria mañanera? —Esta chica de Tokio me escribió —digo, y le cuento a Trina sobre la carta tan clínicamente como me es posible, como un periodista imparcial, porque quiero a cambio su informe imparcial. Entonces le digo acerca de la ausencia de medicamentos en mi casa. —Vas a ir, ¿verdad?

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No respondo de inmediato, porque me esperaba más ida y vuelta. Esperaba tener que convencerla. Pero Trina es decisiva, y ha emitido un fallo. Ella se inclina hacia delante y tiene esta mirada extrañamente seria en sus ojos color avellana, como si estuviera diciéndole a la enfermera que lleve al paciente a la sala de operaciones, ya. —¿Vas a ir allí y conocer a esta chica, leer las cartas, ver este templo e ir a esta casa del té? Se toma la mitad de su café en un trago. Me pregunto si ha quemado su garganta. —¿De verdad crees que debería ir allí? —Pensé que estaba loco. Pensé que estaba engañándome por algo, cualquier cosa, y que Trina sería mi sentido común. Pero la lógica, racional, sensata Trina piensa que Tokio es una buena idea. Ella asiente varias veces. —En el siguiente vuelo. Ve. —¿Por qué? —En primer lugar, por los medicamentos. Es un poco raro que no los tomara cuando estaba en Tokio. —¿En serio?

—A menos que les hiciera rellenar los frascos. Lo cual podría ser el caso. Pero sí, los pacientes con cáncer suelen tomar sus medicinas. Porque, ya sabes, los medicamentos hacen que se sientan mejor. —Así que, debo ir a Tokio, encontrar a Takahashi, ¿y preguntarle si mi mamá estaba tomando su medicina o no? —pregunto, sonando como el padre chequeando al niño enfermo. —Yo lo haría, pero tal vez es solo el médico en mí que está curioso por los medicamentos. —¿Me lo diría? ¿Puede decírmelo? —Claro, imagino que hablará contigo. —¿Qué pasa con eso de la confidencialidad entre médicopaciente? Pensé que iba contra las reglas o algo así. Ella se encoge de hombros.

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—Técnicamente. Pero eso más que nada en casos de demandas, y esto no es un drama policial de televisión. No es un juicio en curso en el que alguien esté siendo obligado a declarar. —Luego levanta una ceja y me da una mirada de complicidad—. Mira, yo hablaría contigo si fuera él, pero bueno, no es como si fuera defensora de seguir todas las reglas. — Trina, por supuesto, ya ha sido una infractora de ellas—. También es diferente en Japón. Los médicos allí están acostumbrados a hablar con la familia. A veces la familia se entera de las cosas antes que el paciente. — Estira una mano y la coloca en la mía—. Además, Danny, ¿qué otra cosa vas a hacer este verano? Trina lo dice tan suavemente, tan dulcemente, y es tan claro que estar con ella nunca fue una opción de entretenimiento de verano para ninguno de los dos. Imagino un viaje. Podría hacer algo más que averiguar si me quedo con el apartamento. Pude ver la Casa del Té Tatsuma por mí mismo, no solo leer algunos crípticos comentarios en línea que aluden a una especie de fe basada en la oración. También puedo visitar el templo favorito de mi madre. Puedo encontrar a las personas que la conocían, el tipo que le sirvió el desayuno en el mercado de pescado cuando estuvo allí. Incluso podría conocer al Dr. Takahashi. Podría hablar con el médico, la última gran esperanza de mi madre, acerca de los tratamientos, averiguar por qué estaba tan malditamente feliz, averiguar por qué no pudo durar dos meses más. También imagino que hablará conmigo.

Pude descubrir todos sus secretos, como si aún estuviera aquí para decírmelos. Como si estuviera aquí para decirme cómo estar entero de nuevo. —¿A qué se refería con disponer de los medicamentos? —pregunto, manteniendo las cosas prácticas, serias, con Trina. Trina se encoge de hombros. —Probablemente lo mismo que aquí. Hay un aumento en la preocupación general, al menos en este país, sobre cuántos medicamentos están ahora en el suministro de agua. Así que el gobierno tiene pautas para la disposición de los medicamentos. Porque de lo contrario la gente va a seguir volcando sus prescripciones sin utilizar en el inodoro y, entonces, pequeñas cantidades de drogas quedarán en el suministro de agua —dice, y toma un largo trago de su café. Lo baja y luego golpea sus palmas contra la mesa, en un golpe más ruidoso que otra cosa—. Es por eso que digo, siempre deben terminar sus analgésicos, niños y niñas.

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—Sabes que yo sigo las órdenes de los médicos —le digo, entonces toco la carta—. Pero, ¿de qué piensas que trata todo esto? ¿Este templo y casa del té? ¿Es como un nuevo tratamiento médico para el cáncer? ¿Alguna curación alternativa o lo que sea? —No menciono lo que vi en ese sitio. Es solo un sitio, solo un comentario al azar sobre el té siendo una cura. Pero tal vez por eso mamá dejó de hablar acerca de sus visitas. Tal vez no se burló de las órdenes del médico de ir a una casa del té; tal vez realmente hizo una última apuesta sobre algo dudoso y no probado cuando todas las otras cosas dejaron de funcionar. Me enoja un poco que ella haya estado agarrándose a un clavo ardiendo, pero también es exactamente lo que yo haría: luchar como el infierno para sobrevivir, haciendo lo que fuera, por cualquier medio posible. Trina no considerándolo.

responde

de

inmediato.

Ella

toma

otro

trago,

—No sé, Danny. Yo estoy un poco más del lado de los medicamentos. Pero lo que fuera, suena como una buena cosa, como un buen camino a seguir. —Su voz se suaviza, como si estuviera hablando con un paciente preocupado—. Beber té. Compartir historias. Eso suena bien, ¿no? Asiento brevemente y miro hacia otro lado. Suena bonito. Suena agradable. Me alegra que mamá haya estado alegre. Me alegro que no

estuviera dolorida cada segundo. No me gusta que haya sufrido en absoluto. Verla vomitar, verla marchitarse después de los tratamientos, nada te prepara para eso. Ni siquiera la pérdida de mi padre. Porque cuando él murió pasó tan rápido, como un relámpago. Con ella, fue un testimonio implacable. Y así, los días, las semanas, cuando se sentía bien fueron los mejores. Lágrimas se forman en algún lugar detrás de mis párpados, y me preparo. No voy a llorar delante de la Dra. Trina Asvati. No voy a llorar aquí en este hospital donde conocí a Trina hace seis meses trabajando en su rotación de oncología. Estuve aquí todos los días, y Trina estuvo aquí todos los días, pronto Trina y yo estábamos entre armarios de suministros y habitaciones vacías y era como uno de esos programas de hospital donde los médicos y las enfermeras están en ello todo el tiempo. Solo que yo era el familiar del paciente, y tenía dieciocho años, pero a Trina no le importó, a mí no me importó, y encajamos. Dos personas que apenas tenían tiempo, energía y ganas de dejar entrar a otra persona. Éramos el uno para el otro.

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—Oye —dice en voz baja. —Estoy bien. No te preocupes. —Lo sé. Y escucha, me voy a Seattle en una semana. Me transferirán allí por el resto de mi residencia. —¿En serio? Ella asiente. —En serio. ¿Recuerdas que te dije hace unas semanas que rechacé una transferencia? —Asiento, pero no me acuerdo. —Sabes lo que pasa con estos programas. Lo cambian todo. —Correcto —digo, pero no tengo ni idea de cómo son los programas médicos. Ni siquiera sé qué edad tiene Trina. No lo pregunto. Ella no lo dice. Así es como ha sido hasta ahora. Supongo que debería sentirme triste otra vez, apaleado de nuevo, pero tengo un viaje que planificar. Tengo cosas que descubrir acerca de la persona que más amaba en el mundo. De repente, soy un hombre muy ocupado.

7 Traducido por Adaly Corregido por G.Dom

En el estacionamiento, busco vuelos en mi teléfono. Compruebo precios. Programo fechas. Llamo a Kate mientras dejo el hospital y hago el camino de regreso a Santa Mónica.

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Está conduciendo, y puedo decir que estoy en altavoz debido a que una de las muchas reglas de Kate es mantener las dos manos en el volante en todo momento. Me dice que me reúna con ella en su casa en veinte minutos, que su hija y esposo han salido. No utiliza el nombre de Holland conmigo, solo dice mi hija, como si esa designación la distinguiera como dos personas separadas: la Holland que es la hija de Kate y la Holland que era mía. Cuando Kate abre la puerta, está usando unos pantalones negros de entrenamiento y un top negro. —Acabo de regresar del gimnasio. —¿Entrenaste bien? —De lo mejor —dice mientras la sigo a la cocina. Todo es de lo mejor para Kate. Ella tiene el mejor día. El mejor tiempo. Ve las mejores películas. Lee los mejores libros. Algún día quiero ser tan feliz como Kate lo es. Es feliz casi sobre todo. Excepto sobre perder a su mejor amiga, pero es fuerte y no mostrará su propia pena delante de mí. —Esta semana acabo de recibir tres nuevas alfombras de mi contacto turco. —Hace un gesto hacia el otro lado de la casa—. Están en el antro de la perdición —bromea refiriéndose a su habitación de alfombras, porque Kate es el tipo de persona que puede bromear sobre su trabajo. Ella es una anticuaria de alfombras, vende alfombras de lujo, exóticas, originales y difíciles de encontrar a las personas súper ricas del sur de California. No es el tipo de trabajo que uno pensaría que alguien

tendría, pero ella lo tiene y lo hace bastante bien, sola. Su esposo es un abogado tributario. En cierto modo, es incómodo que nadie que conozca tenga que ver con el mundo del cine o la televisión, sin embargo eso es todo lo que la gente piensa que se hace en Los Ángeles. Kate y yo nos acomodamos en nuestros lugares habituales en su cocina. Me dirijo directamente al refrigerador, tomando una Coca Cola de dieta de la puerta en donde las guardan. Kate lleva acabo su rutina, llenando un vaso con agua fría y filtrada, añadiendo una rodaja de limón al borde del vaso. Juro que si vieran su rutina para tomar agua, nunca pensarían que esta mujer se ejercita en Animal House. Me apoyo contra el mostrador, tomando un sorbo del refresco, y luego coloco la lata sobre él. —¿Qué sabes sobre Kana Moyoshi? —¿La hija de Mai? Asiento.

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—¿Qué es lo que quieres saber sobre ella? Se encargan del apartamento de tu madre. Ahora tu apartamento. Se hicieron cargo del edificio hace un año después de la compañía anterior, así que no creo que las conocieras alguna vez. —¿Qué edad tiene Kana? —Tiene diecisiete años. Creo que le queda un año de la secundaria. ¿Tienes alguna relación fantasiosa en línea con ella? Me rio en silencio y sacudo la cabeza. Kate no se anda con rodeos. Me gusta su franqueza en todos los temas excepto en el único tema prohibido, que los dos sabemos que nunca abordaremos. —Entonces, ¿por qué preguntas? Quiero mostrarle a Kate la carta, pero ¿y sí ella simplemente me explica todas esas cosas? ¿Y si solo me da una explicación rápida y evidente sobre el templo, la casa del té, y entonces, cierra esta puerta? Necesito esta puerta abierta. Me encojo de hombros. —Curiosidad, ¿de acuerdo?

—Es la administradora habitual del apartamento. La mayoría de los lugares que administran, son propiedad de extranjeros o de otras personas que solo van a Tokio un par de veces al año. La mayoría no viven ahí todo el año. De modo que necesitan a alguien en el lugar en caso de cualquier asunto o problemas con los apartamentos. Eso es lo que hace Mai, pero como siente que su inglés no es lo suficientemente bueno, Kana se ve involucrada. ¿Algo más? —¿Mamá dejó de tomar sus medicamentos cuando estaba ahí? —No lo creo. ¿Por qué haría eso? —¿Dejó de tomar sus medicamentos aquí? Kate sacude la cabeza. —No que yo sepa. ¿Por qué? —Bueno, ¿en dónde están?

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—Hubo cosas que limpié después de… —Perdió la voz un momento. Encontrándola de nuevo—. Pero no hice inventario de sus medicamentos. No conté las píldoras. Además, no quedaban muchas cuando… —Otra oración sin terminar. Otro efecto segundario de la muerte. Las palabras se hacen ausentes sin permiso—. Así que solo me deshice de lo que quedaba. Tal vez los medicamentos que están en Tokio estaban sin abrir porque mamá solo los había rellenado durante su último viaje. Y tal vez nunca los tomó de nuevo porque simplemente nunca regresó a Tokio. Eso tendría sentido. Pero aun así, me gustaría escucharlo del doctor. Me gustaría saber cuáles fueron las instrucciones del doctor. Kate se acerca uno pasos más y pone su mano en mi brazo. —¿Danny, qué es lo que está pasando? ¿Puedo ayudarte? Sabes que Elizabeth me pidió que cuidara de ti, pero también debes saber que no tenía que hacerlo. Lo haría de todos modos. Te quiero como si fueras mi propio hijo. Y estaré aquí incluso si ella me lo pidiera o no. Meto la mano en el bolsillo de mis pantalones cortos, sintiendo la carta y manteniéndola segura. —Me voy a Tokio. Kate se toma un minuto para digerir mi noticia, probablemente debatiendo si intervenir o no. Ella parece saber que su papel en este momento no es aprobar o desaprobar.

—¿Lo harás? —Sí. —Es real. Está sucediendo. —¿Por qué? —¿Por qué no? —contrataco. Pero antes de que pueda responder, suena su celular con el sonido chirriante de su tono, una canción de James Taylor. —Lo siento, Danny. Esto tomará solo un segundo. Es un cliente que ha estado teniendo un problema. Y prometí solucionarlo hoy. —En un rápido y suave movimiento, inserta un auricular en su oído y dice hola. Hay una pausa, luego dice—: Las alfombras llegaron ayer. Son fabulosas. Son las mejores. Tienen este patrón entrelazados… Me desconecto de la conversación mientras ella enamora al cliente. Termino mi refresco y miro alrededor de la cocina y hacia el pasillo. A pesar de que Holland no está aquí, no puedo evitar que mis ojos vayan hacia allá. Ese es el pasillo en donde está su habitación.

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La llamada finaliza, y Kate me mira de nuevo. —¿Estás bien? Asiento. —Sí, totalmente. —Ven conmigo. Tengo que ir a ver a este cliente por diez segundos, literalmente. No está lejos y hablaremos en el auto. A ti y a mí, nos gustan los autos, ¿verdad? —Me da una sonrisa, tratando de hacerme reír—. Y tengo un gran y confortable Audi con asientos de cuero. Hablaremos sobre tu viaje. Y te diré sobre todo los utensilios para el sushi que necesito que encuentres para mi colección de sushi plástico, ¿de acuerdo? —Estoy bien. Ve tú. —Entonces, por favor, quédate aquí. ¿Quieres? Tengamos una cena. Ordenaré comida China. Te conseguiré tu favorita. Filete a la pimienta y sopa de arroz picante. Vuelvo en treinta minutos. Solo tengo que encargarme de esto. Pero quédate aquí. Ve la televisión, juega Xbox, ¿de acuerdo?

—Tengo que regar el jardín —le digo, aunque no hemos usado la manguera en años. Tenemos un sistema de rociadores—. Voy a regresar en treinta minutos. Entonces ambos estamos fuera, pero no regreso en treinta minutos, y no riego el jardín. Compro un billete de avión de ida, ya que no sé cuánto tiempo estaré allí. Llamo a la oficina del Dr. Takahashi, y no entiendo ni una palabra de su buzón de voz, pero dejo un mensaje pidiendo verlo. Después envío un correo electrónico a Kana Miyoshi, agradeciéndole por su carta y dejándole saber que estaré llegando al finalizar la semana y que estaría muy agradecido si ella pudiera recibirme en el apartamento para dejarme entrar, puesto que no tengo llaves.

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8 Traducción SOS por Scarlet_danvers y Malu_12 Corregido por G.Dom

Dos horas más tarde, Holland está en mi puerta. Está sosteniendo cajas de comida china y su bolso de lona negra en su hombro. —No creo que el arroz aún esté muy caliente, pero el filete a la pimienta sabrá bien si lo calientas. —Gracias —digo.

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—¿Puedo entrar? Asiento y ella camina directamente a mi cocina, saca un tazón de cerámica, vierte la sopa y la mete en el microondas. Conoce mi casa tanto como yo conozco la de ella. Da miedo a veces, cuánto sabemos el uno del otro. Ella sabe qué comida me gusta, qué libros leo, qué películas veré completas y cuáles he de abandonar. Me siento en el mostrador y la dejo atenderme porque parece quererlo. Coloca el tazón de sopa frente a mí y entonces rebusca en el cajón de los cubiertos por una cuchara. Me da una. Después calienta el filete a la pimienta, luego lo divide en dos platos. Encuentra tenedores, servilletas y se sienta frente a mí, deslizando un plato de comida china para mí y conservando el otro para sí misma. —Sé lo mucho que te gusta Capitan Wong —dice, con una sonrisa que me recuerda todas las veces que ordenamos ahí. —Sí. Pero ese nombre me mata cada vez. Wong —digo con una voz cansina. Entonces con una voz de ciencia ficción—: Hola. Soy el capitán Wong. —He venido a hacerme cargo de su planeta —añade. Me río, y ella también lo hace, pero luego su risa se desvanece. Comemos en silencio durante un minuto, luego Holland lo rompe—. ¿Así que vas a Tokio?

—¿Tu mamá te dijo? —Sí. —¿Tu mamá te envió para sacarme información o algo así? —No, ella lo mencionó, y ahora estoy mencionándolo. ¿Por qué? ¿Hay información por conseguir? ¿Vas con una chica? Me burlo. —Sí, claro. Se suponía que iría con alguien, pero no funcionó —le digo, mis ojos clavados en ella todo el tiempo. —Bueno, quería ir, ¿de acuerdo? —Y yo también —digo, tan bajo que es un susurro. Pero me escucha, y mueve lentamente su mano por encima del mostrador, solo un poco más cerca, y esa mano, quiero agarrarla y sostenerla. —Yo también —dice ella, apenas allí, apenas llenando el espacio entre nosotros con todo lo que se ha roto.

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Echo un vistazo a nuestras manos, tan cerca que todo lo que tomaría es que uno de nosotros ceda unos centímetros. —Compré mi boleto hace una hora. —¿Cuándo te vas? —Un par de días a partir de ahora. Encontré un buen trato. Ella asiente un par de veces, golpetea sus dedos. Puedo sentir el calor de sus manos. —Genial —dice, y nos quedamos así. Un tramo es todo lo que tomaría estar de vuelta, así que espero. Espero a que me diga que me va a extrañar, que me pida que me quede, que ponga sus manos en mi cara y presione sus labios contra los míos y me bese como si fuera la cosa que le ha estado matando por no hacer durante todos estos meses. Que no es genial que me vaya. Que si me voy, ella será la que esté triste. Pero no lo hace. Terminamos nuestra comida, lava los platos y también los otros que estaban en el fregadero, bota las cajas de Capitan Wong y pone la basura en bolsas, es como una enfermera. Está aquí como enfermera. Para cuidar de mí. Para asegurarse de que coma suficiente, limpie la casa y tome mis vitaminas.

La veo tomar mis signos vitales, comprobar mi temperatura y ajustar los tubos, y cuando ella sugiere que veamos una película, aquí en el sofá, solo asiento porque mi corazón ya no está latiendo lo suficientemente rápido, la sangre ya no está bombeando con suficiente fluidez para encontrar la voluntad de decir no como lo hice anoche. Evidentemente puedo comprar boletos para viajar fuera del país, no hay problema, pero ni siquiera puedo decirle a Holland que pare de estar tan cerca de mí todo el tiempo, pero no lo suficientemente cerca. Porque se supone que debería querer ir a Tokio conmigo ahora. Se supone que se invite a sí misma, que me pregunte con esa dulce y sexy voz, esa voz audaz y confiada, que diga que debería llevarla conmigo, que prometimos que iríamos juntos, que ni siquiera hablamos de eso el verano pasado. Como si necesitara un recordatorio. Como si fuera el que lo hubiera olvidado.

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En cambio, enciende el televisor y encuentra una película donde el héroe sobrevive a un puente siendo volado. Nos quedamos así a través del fuego y las bombas, de los puños y golpes, a través de una pelea con cuchillo en un callejón, a un pie de distancia el uno del otro, sin tocarnos, sin movernos, sin hablar, sin acurrucarnos juntos, mirando fijamente en silencio a la pantalla. Pero fingirlo se vuelve demasiado para mí, así que cuando el héroe se agarra del hormigón en ruinas del puente, luchando por sostenerse, me levanto y salgo de la sala de estar, diciendo entre dientes: —Vuelvo enseguida. Camino al baño al final del pasillo. Cierro la puerta. Me dirijo directamente a la ventana. La abro y empujo la pantalla. Me paro en el asiento del inodoro y luego subo el resto del camino para salir por la ventana y saltar en mi jardín. Cierro la ventana, y camino, camino, y camino. Cuando regreso una hora más tarde, mi mayor esperanza es que se haya ido. Mi más ferviente deseo es que habré hecho mi gran escape de ella, de su dominio sobre mí. Pero en cambio la encuentro profundamente dormida en mi sofá, Sandy Koufax acurrucada firmemente en una bola a los pies descalzos de Holland.

Me arrodillo en los azulejos donde el libro que ella estaba leyendo se ha salido de sus manos cansadas. Es un libro de bolsillo: El Sueño Eterno. Paso el pulgar por la cubierta, preguntándome cuándo Holland desarrolló un gusto por Raymond Chandler. Hubo un tiempo en que ella me hubiera dicho sus partes favoritas. Cuando habría intentado decirme el final porque le había gustado tanto que tenía que compartirlo, y yo habría levantado una mano y le habría dicho que se detuviera. Riendo todo el tiempo. Entonces, también lo habría leído y hubiéramos caminado por la playa hablando de las mejores partes. También habríamos hecho eso con la película esa noche. Imitado las inflexiones de los actores en sus más altos momentos, luego, maravillándonos por las partes salteadas. Cierro el libro que no estamos compartiendo. El final del que no hablaremos. Lo coloco en la mesa de café y subo las escaleras, porque si me quedo cerca de ella, voy a despertarla, apretarle un hombro y preguntarle. Preguntarle por qué se fue. Preguntarle por qué está aquí. Preguntarle qué cambió para ella.

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Cuando me meto en mi cama, soy muy consciente de que está en mi casa, como si el subir y bajar de su respiración, el aleteo de sus párpados dormidos, de alguna manera pudiera ser visto y oído desde el piso superior. Me la imagino despertando, subiendo las escaleras en dirección al final del pasillo, parándose en mi puerta, un pequeño reflejo de la luna pasando a través de la ventana recortándola en la oscuridad. Hablaría primero, diciéndole la verdad, que todavía estoy totalmente enamorado de ella. Eso no ha cambiado en absoluto para mí cuando se trata de ella. Todo lo demás es tan callado, tan difuso, tan deshilachado en los bordes. Esto, cómo me siento por Holland, es la única cosa en mi vida que se ha mantenido igual. Todos a los que he amado se han ido. Excepto ella. Holland es el antes y el después, y lo que siento por ella es a la vez letal y hermoso. Es como respirar, como un latido. Ella diría las mismas palabras que yo, que todavía siente lo mismo. Después diría mi nombre, como si estuviera buscando algo, como si hubiera encontrado lo que ha estado buscando. Ven a buscarme, ven a buscarme, ven a buscarme.

h Por la mañana, la encuentro en mi cocina haciendo tostadas.

—Tengo el sueño más profundo del mundo —anuncia a modo de saludo—. No me desperté ni una vez en toda la noche. —No digo nada, simplemente sentándome en el mostrador en uno de los taburetes—. No creo siquiera haber notado que me dormí. Desperté esta mañana toda desorientada y entonces fue como: Oh, me quedé dormida en el sofá de Danny. —La tostada aparece y comienza a extender mantequilla sobre ella—. Pero gracias. Por dejarme dormir aquí. —Seguro. Me entrega un plato. Miro la tostada como si fuera una sustancia extraña. No me la como. —¿No tienes hambre? —No. —Oh. Empujo el plato de vuelta hacia ella.

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—Lo siento —dice, y mira hacia el plato, observando fijamente la tostada como si guardara secretos. Entonces juega con su anillo de estrellas, girándolo en un sentido y luego en el otro. —¿Por qué sigues usándolo? —Ella levanta la mirada, sorprendida de que haya tenido las agallas para por una vez preguntarle algo real—. No, de verdad. ¿Qué sentido tiene, Holland? Solo quítate el anillo. —Niega con la cabeza—. En serio. Quítatelo. Ya no lo necesitas. Quítale la estrella y tírala a la basura. Traga saliva y aprieta los labios, como si estuviera refrenando sus palabras y sus lágrimas. Pero ya no puedo preocuparme por ella. No puedo seguir fingiendo que he olvidado lo que teníamos. Porque no lo he hecho, pero no puedo tenerla como quiero. Y verla aquí, y actuar como si estuviéramos bien duele demasiado. Tengo que hacer que pare de doler. —No quiero tirarlo —dice—. ¿Está bien? No quiero. Y si tan solo pudieras… —¿Entonces, por qué estás aquí? Podrías haberte ido esta mañana. No hacía falta que me hicieras el desayuno. He estado haciéndome tostadas desde que tenía ocho años. No tuve que empezar a hacer tostadas cuando mi mamá murió, ¿de acuerdo?

—Danny —dice, y la expresión de su rostro es suave, triste, y tiene que ser un presagio de más lástima de su parte. —¿Por qué me dejaste, Holland? Después de todo lo que teníamos, ¿cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste hacerlo y luego simplemente seguir apareciendo como si nada hubiera pasado entre nosotros? Porque simplemente no quiero ir al cine contigo, comer en mi cocina, y no quiero encontrarte en mi sofá por la mañana. ¿No lo entiendes? No puedo simplemente fingir contigo. Ella me mira duramente, sus ojos azules acerados en los bordes. —Lo entiendo. Pero hay cosas que no entiendes, y si me dejaras… Pero me siento más fuerte por primera vez en semanas, y arremeter contra ella se siente tan bien, se siente como sobrevivir. —No quiero volver a ser tu mejor amigo. Pero eres como una enfermedad. Siempre estás alrededor, siempre apareces y actúas como si nada hubiera cambiado, pero todo ha cambiado, y… eres como un cáncer.

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Las palabras salen sin previo aviso, demasiado rápidas para que las detenga, demasiado rápido para que las aborte. Observo mientras sus hombros caen, sus ojos bajan, apenas registrando cómo acabo de llamarla. Habla con la voz más baja posible, tan baja que es una barrera para protegerse de mí: —No puedo creer que acabas de decir eso. Yo tampoco, pero sé que si abro mi boca de nuevo, cualquier onza de auto conservación en mi interior se marchitará. Me quedo mirando mi plato sin tocar, el pan tostado frío mientras agarra su libro, su bolso negro y le da a Sandy Koufax una palmadita rápida en la cabeza antes de cerrar la puerta detrás de ella. No hay nada, nada más que humo, polvo y escombros para mí aquí en California. La única opción que tengo, la única oportunidad que tengo, es irme.

9 Traducido por Gemma.Santolaria Corregido por LizC

Adoptamos a Sandy Koufax hace dos años, y ella se llama así por el mejor lanzador en la historia, un zurdo como yo, y un judío. —Deberíamos llamarla Sandy Koufax —dijo mi madre a medida que yo nos conducía a casa del refugio, mientras ella acariciaba a la pequeña cachorro entre labrador y collie sentada en su regazo.

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Sacudí mi cabeza. —Sandy Koufax es un chico. Este perro es una chica. Ella frunció las cejas y abrazó al perro con fuerza. —Sandy Koufax no es un cerdo machista. A ella no le importa ser llamada por el nombre de un hombre. —A papá le hubiera gustado este perro —dije. Ella asintió. —Él siempre amó los animales. —También se habría alegrado de que la sacáramos del refugio. —A él le gustaban los perros adoptados más que nada —dijo ella. Sandy Koufax también era un nombre apropiado para la perra por otras razones. No solo era el mejor lanzador del mundo, en mi opinión. También jugó incluso con dolor, lanzando con el codo lastimado, a través de sus dedos lesionados. Él no dejó que el dolor lo detuviera. El nombre sería un merecido homenaje no solo a mi ídolo del béisbol, sino también a mi mamá. En algún lugar en el fondo de mi mente sabía que la perra viviría por muchos, muchos años más que mi madre. Pero quería creer que mamá,

quien era una luchadora en todo lo que hacía, también acabaría con el cáncer. Ahora Sandy Koufax es toda mía. A decir, verdad, siempre fue mía. La primera noche en casa, ella durmió en mi cama. Voy a extrañar a esta perra como un loco. La llevo a casa de Jeremy. Su mamá y papá adoran los perros. Como amor de loco. Tienen dos mestizos chihuahua y minipinscher, y Sandy Koufax corre al patio y empieza a rodear a los diminutos perros. —Eres el único en quien confío para que cuide de mi perro —le recuerdo a Jeremy. —Amigo. Ese perro está en buenas manos. —Ese perro atrapa discos en la playa. Los perros que atrapan discos en la playa son difíciles de conseguir. Jeremy apunta a los bichos en su patio.

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—Esos perros no son imanes de chicas. Llevo a esos perros a la playa, y las chicas quieren llevarme de compras y preguntarme qué zapatos comprarse. —Mi perra es totalmente un imán de chicas —digo, y palmeo a Jeremy en la espalda—. Vas a anotar sin fin con ella a tu lado. —Definitivamente voy a llevarla al muelle todos los días. Este va a ser como el verano más épico de mi vida. —Cuida bien de ella. —Lo haré. Pero no te voy a estar enviando fotos de ella. —Pero envíame correos, ¿de acuerdo? ¿Dejándome saber cómo le está yendo a Sandy Koufax? Se ríe y niega con la cabeza. —Eres vergonzoso. Eres como una niña cuando se trata de este perro. Llamo a Sandy Koufax de vuelta, froto su cabeza, acaricio sus orejas y le digo que sea buena. Ella inclina la cabeza a un lado, como si estuviera escuchando. Su lengua cuelga fuera de su boca. Y le digo que la quiero con una voz tan baja que Jeremy no puede oírme decirlo. Después nos

vamos, y Jeremy me lleva al avión que me llevará a 8690.44 kilómetros de distancia.

h No estoy cansado cuando desembarco del avión, paso por la aduana y compro un billete para el tren desde el aeropuerto de Narita hasta el centro de Tokyo. Tampoco estoy cansado cuando me siento en una butaca tapizada de rojo para el viaje en el rápido tren al centro de la ciudad. Todo lo que siento es alivio al estar lejos de California.

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Miro a mi alrededor a los otros pasajeros, en su mayoría hombres de negocios japoneses y mujeres regresando de sus reuniones con los ejecutivos de cine, de grabación o tratantes de alfombras o lo que sea del mismo vuelo que tomé desde Los Ángeles. También hay algunas familias humildes: madres con niños pequeños, padres diciéndoles a estos mismos niños que se sienten. No tengo que saber mucho japonés para saber lo que los padres están diciendo. Veo algunos estudiantes universitarios unas filas más adelante, se ven europeos, y tienen mochilas colgando sobre sus rodillas para el viaje en tren. Deben haber bajado de un avión desde Alemania o quizás Suecia, supongo. Miro por la ventana a los exuberantes campos verdes que estamos pasando en los suburbios que pronto se convierten en los bajos edificios de apartamentos en el borde de la ciudad, que luego se convierten en los rascacielos y estructuras de acero elegantes del centro de Tokyo. El tren llega con suavidad a la estación de Shibuya, y salgo, colocándome mi única mochila en mi hombro. Empaqué ligero, sin querer molestarme con facturar equipaje. Metí todo lo que podría necesitar: portátil, pantalones cortos, camisetas, algunos libros y un par de cholas, en una mochila de acampar inmensa. Las zapatillas deportivas están en mis pies. Las puertas se abren, no con un chillido sino con un silbido, y la multitud de personas no empujan o tiran. Son corteses al bajar aleatoriamente. Sin embargo, yo soy el primero en golpear el suelo de la estación de Shibuya, tomando las escaleras de dos en dos, pasando a través de hordas de habitantes de Tokyo que vienen y van desde el trabajo, desde cenas tempranas, desde cualquier lugar. Son las cinco y media de la tarde en un jueves por la noche de junio, la estación está muy animada. Leí en alguna parte que más de dos millones de pasajeros viajan a través de esta estación cada día.

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Me empujo por el último torniquete hacia la salida Hachiko. Estoy en una de las más concurridas y locas intersecciones del mundo, porque la estación de Shibuya se encuentra en la convergencia de seis calles que parecen colisionarse a la vez, a mis ojos estadounidenses. Pero de alguna manera los conductores de automóviles, autobuses y taxistas japoneses, todos saben cuándo parar, cuándo cruzar y cuándo dejar que vayan los otros carriles. Me acerco a algo que se ha convertido en una de mis cosas favoritas de todos los viajes que he pasado aquí. Esculpido en la pared de al lado de la estación del metro se encuentra un mosaico brillante y lleno de estrellas, arco iris y un perro husky blanco con la cola perfectamente enrollada. También hay una estatua del perro aquí, pero me gusta más el mosaico. Todo el mundo en Tokyo conoce la historia del perro llamado Hachiko. Siguió a su dueño, un profesor de la universidad, al trabajo cada mañana y esperó por su regreso por las noches. Un día en 1925, su maestro no se presentó. Había muerto mientras enseñaba. Pero Hachiko fue leal hasta el final. El perro se acercó a la parada de metro todos los días, esperando el mismo tren durante los siguientes muchos años hasta su propia muerte. Se erigió una estatua, una ceremonia se celebra todos los años en abril, y el cuerpo disecado del perro reside en el Museo Nacional de Naturaleza y Ciencia de Tokyo. Toco la cabeza del perro una vez, para la buena suerte. Me dirijo a la intersección y me uno al mar de gente que avivan hacia todas las direcciones. No conozco a ninguno de ellos, no entiendo ni una de las palabras que dicen, pero hay este parpadeo, un destello de algo familiar dentro de mí, la sensación de que ya no estoy tan solo.

10 Traducción SOS por Ateh y LizC Corregido por LizC

Abro la familiar puerta con paneles de vidrio que da al vestíbulo de nuestro edificio de apartamentos. Espero ver a Kana, ya que me había dicho que me encontraría aquí a las 6:00 pm para dejarme entrar y darme mis llaves. En su lugar Mai me saluda con una pequeña inclinación, así que me inclino ligeramente en respuesta. —Hola, señora Miyoshi.

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—Hola, Daniel. Por favor, llámame Mai. —Extiende su mano y la sacudo. Es mucho más joven de lo que pensé que sería. Tal vez está en sus treinta y tantos años. Su largo cabello negro está sujeto en una trenza. Lleva pantalones vaqueros y una blusa de manga corta—. ¿Cómo estuvo el vuelo? —Bien. Tranquilo. —Eso es bueno. —Sí. —Estamos contentos. Déjame mostrarte el sitio. —Presiona el botón del ascensor y nos elevamos seis pisos. La última vez que estuve aquí, mi mamá se estaba sintiendo bien. Llevaba una peluca azul eléctrico, porque su cabello no había vuelto a crecer del todo todavía. Íbamos al mercado de pescado cada mañana para el desayuno—. Somos tan japonés, ¿no? —me dijo, cuando nos sentamos en el mostrador del puesto de comida que nos encantaba, comiendo pescado crudo en tazones. —Totalmente, mamá —dije, y luego tragué más de lo que se había convertido en mi desayuno favorito. Se abre la puerta del ascensor, y Mai me hace un gesto para que salga primero. Pero muevo una mano hacia ella. Mi padre se revolcaría en

su tumba si entraba en cualquier lugar —tienda, edificio, auto— antes que una dama. Él mantenía las puertas abiertas para todo el mundo todo el tiempo. Mai camina por el pasillo, gira la llave en la puerta de nuestro… mí, tengo que acostumbrarme a decir mí, sobre todo porque soy el que tiene que decidir qué hacer con él, apartamento. La sigo e inhalo. Mis pulmones se sienten como si se estuvieran llenando con el equivalente de agua de un arroyo fresco de montaña. Este lugar es pequeño; son bienes raíces de Tokio después de todo, pero se siente grande, comparado con mi casa en Los Ángeles de alguna manera.

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Dejo caer mi mochila junto a la puerta y me vuelvo a la cocina, pasando mi mano por la parte exterior de la nevera, sobre la cubierta blanca y brillante de un mostrador, luego a lo largo de los paneles de la ventana que dan a la calle de abajo. Hay plantas en macetas a lo largo de la ventana, algunas con flores floreciendo. Son las plantas de mi madre, los jardines que hizo aquí en Tokio de modo que también tendría a sus flores aquí. Toco la tierra en una maceta con lirios azules. La tierra está húmeda. Mai y Kana deben regar las plantas. Me gusta saber que se ocupan de las plantas de mi madre. Me inclino a oler las flores, algo que mi madre hacía todos los días. Huelen como flores, como deberían, pero también huelen a ella, si eso tiene sentido. Vuelvo a la sala de estar, respirando en los alrededores familiares: los pisos de madera clara, las estanterías acuñadas que sostienen las fotos enmarcadas de Laini, Sandy Koufax, mi padre de hace años, mi mamá y yo, y luego el sofá verde claro en el que solo te hundes y la mesa de café de metal donde pondría mis pies solamente para conseguir que me gritaran por poner los pies en la mesa de café. Puedo decir que la mesa ha sido pulida, limpiada y abrillantada, pero juro que puedo verla hace un año atrás, la última vez que estuve aquí, con los periódicos esparcidos y abiertos, tazas de cerámica medio drenadas, crucigramas completados. Una tarde de verano en Tokio, mi mamá con una peluca de color púrpura, una peluca rosa, una vez incluso una amarilla, bebiendo té y haciendo crucigramas. —Ah, debería haberme retirado hace mucho tiempo. Esto me gusta mucho —dijo. Me dirijo a la segunda habitación; mi habitación. Está igual. Un futón bajo con un colchón blanco sobre listones de madera, una mesita de noche y un delicado buró de tres cajones es todo lo que cabe aquí. Me

preparo antes de entrar en la habitación de mi madre al lado, sin saber si los fantasmas de los pedazos de su vida aquí me van a tragar entero. Pero por alguna razón, al ver la cama de Tokio, su mesita de noche de Tokio, su vida en Tokio no duele. Se siente extrañamente reconfortante, tal vez incluso calmante. Debido a que este lugar está respirando, viviendo, latiendo en una forma en que mi casa en California no lo ha hecho en meses. Esperando a compartir todos sus secretos conmigo. Toda su sabiduría. Todas las cosas que quiero saber. Vuelvo a la sala, donde Mai me espera. —¿Usted dijo algo acerca de los medicamentos, señora Miyoshi? Quiero decir, Kana lo hizo. Su hija lo hizo.

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—Kana está practicando ahora. Ella ayuda con eso —dice Mai en su manera de hablar entrecortado. Desearía hablar mejor en japonés. Me gustaría poder decir más que lo básico como arigato, gracias, porque prefiero no ser el estadounidense desagradable que espera que todos hablen su idioma. Pero lo soy. Años de visitas, decenas de viajes y me he quedado desprovisto de un vocabulario útil. —Arigato. Domo arigato (Gracias. Muchas gracias). —¿Necesita algo? Niego con la cabeza. —Estoy bien. El apartamento se ve bien. Gracias por cuidar de él — digo, a continuación, presiono las manos juntas y me inclino una vez más. —Kana te verá mañana. Después de la escuela, dice ella. Va a encontrarte a las tres y media. Me voy ahora. Camino a la puerta y la mantengo abierta para Mai, dándole las gracias una y otra vez, como mi padre me enseñó. Es curioso ver trozos de él, de vez en cuando, en mí. Pero también escuece, eso es todo lo que queda hoy día… trozos de recuerdos, y unos que se están haciendo cada vez más nebuloso cada año. El pensamiento de que en algún momento pronto, tal vez no demasiado lejos de este momento, mi madre también se desvanecerá lentamente. Cierro la puerta y estoy a punto de ir al baño para inspeccionar el gabinete de medicinas para llegar al fondo de las píldoras no utilizadas. Pero luego me doy cuenta de la mesa de entrada prostrada en la esquina.

Ahí está el paquete de semillas de lilas que Kana mencionó en su nota. Luego están las cartas apiladas prolijamente en dos pilas, como prometió. Una pila ha sido abierta, recibos de agua y cosas por el estilo, y marcada con un post-it naranja que dice Pagado. En la letra de mi madre. Una palabra tan común, una palabra tan funcional, pagado, pero me sacude porque es su letra. Su letra. Está en todas partes en nuestra casa de Los Ángeles si miro a mi alrededor, si reviso a través de cajones, escritorios y cajas. Pero al verla aquí se siente como un rastro de migas de pan, una pequeña esperanza de que si me esfuerzo lo suficiente, puedo encontrar todas las piezas de su vida que dejó atrás, aunque sea solo en la forma en que se organizaba con las facturas y documentos mientras estaba aquí en Tokio. La otra pila es mucho más pequeña, marcada con la letra de otra persona, y un post-it rosado que dice Personal. La pila que Kana hizo cuando ordenó este lugar.

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Alcanzo esa pila. Hay un sobre blanco abierto, sin sello en él ni nada, y en su interior hay una tarjeta, una imagen de un gato blanco y negro en él. Sé al instante que es de Laini. Ella siempre amó los gatos. Tenía una cosa con los de blanco y negro en especial. Gatos en esmoquin, le gustaba decir. —Se ven como si siempre tuvieran pequeños guantes blancos puestos —decía, luego extendía sus brazos delante de ella, como si estuviera admirando guantes blancos en sus manos. Al crecer tuvo un gato. Su nombre era GatoGato, y no estoy muy seguro de quién lo nombró, pero mis padres consiguieron a GatoGato para ella justo después de que trajeron a Laini a casa desde China. Era un gato leal. Cuando estaba en séptimo grado, un día la siguió a la escuela. Llamó a mis padres para que fueran a recoger a GatoGato e incluso esperó con él en la oficina del director hasta que mamá apareció. En la cena de esa noche, todo el mundo cantó: “Laini tenía un pequeño gatito, pequeño gatito, pequeño gatito, Laini tenía un pequeño gatito que la siguió a la escuela”. Se fue al “cielo de los gatitos” cuando Laini tenía catorce o quince años, y lloró por días. Mi padre incluso hizo un pequeño servicio conmemorativo para gatos en el patio trasero al que todos asistimos.

Abro la tarjeta.

Querida mamá, Estoy feliz de que seas mi madre. Con amor, Laini.

Me recuerda el tipo de carta que un preescolar envía a sus padres cuando está aprendiendo a escribir. Entonces lo recuerdo… mamá tiene una carta como ésta enmarcada en casa. No tiene un gato en ella. Pero es de un pedazo de papel de construcción azul y escrita en esa letra cuadrada y grande que los niños usan cuando aprenden a escribir. Las palabras, estoy feliz de que seas mi madre, son exactamente las mismas. De alguna manera, Laini está reescribiendo de nuevo una carta que escribió a mi madre cuando tenía cinco años.

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¿Es esta la forma de compensar las cosas por cómo trató a nuestra madre? ¿Por huir al otro lado del mundo y luego apenas regresar después que nuestra madre enfermó? Meto la carta dentro del sobre blanco abierto cuando me doy cuenta que no es la única. Hay una hoja de papel rayado doblado en cuatro en el interior del sobre, los bordes dentados como si hubiera sido arrancada de un cuaderno de espiral. Mi padre mantenía un alijo de cuadernos de tamaño estándar en su mesita de noche. Siempre estaba anotando ideas para nuevos negocios que quería empezar. Cuando tenía once años, lo vi sentado junto a la piscina en una tarde de domingo escribiendo en un cuaderno de espiral verde. —¿Qué estás escribiendo, papá? —Ideas. —¿Para qué? —Para el día en que no tenga que trabajar para el hombre nunca más. Porque entonces inventaré el cielo. —El cielo ya ha sido inventado, papá —le dije. Él chasqueó los dedos en un gesto de decepción. —¿Qué hay del mar?

—También el mar. —¿Y los árboles? —Sí. —¿Los pájaros? —Definitivamente —dije, y estaba carcajeando. hacerme reír, por lo que seguimos así durante varias rondas.

Le

gustaba

—En serio, papá. ¿Qué estás escribiendo? —Solo algunas ideas para un negocio que puede que algún día quiera empezar. —¿Cuál es el negocio? Bajó la mirada a sus notas. —Eh, aún no lo he descifrado en realidad. —Arrojó el cuaderno en la silla de jardín y se lanzó a la piscina. Salté después, y el cuaderno quedó olvidado.

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Aquí hay una página de uno de esos cuadernos con la esquina superior arrancada. Solo que, no es una idea para un negocio. Es personal, y es para mi mamá. Apenas puedo recordar su letra seis años después, pero sé que él llamaba a mamá Liz. Él era el único que la llamaba Liz, y a veces cuando le susurraba en la cocina o el salón mientras tiraba de ella para darle un beso, acortaba su nombre aún más. Ella era L para él entonces.

L, YA TE EXTRAÑO. VOLVERÉ PRONTO. CON AMOR, SIEMPRE.

Recorro un dedo sobre la tinta azul, como si pudiera activar un mensaje secreto, una explicación oculta, una traducción que me va a dar una fecha y una respuesta a las preguntas que viajan a través de mi cabeza: ¿Por qué está esta hoja de papel con la esquina arrancada en esta pequeña pila de papeles? ¿Por qué esta tarjeta con un gato en esmoquin está aquí? Sé por qué están marcadas como Personal… son

cartas personales, obviamente. Pero, ¿por qué eran lo suficientemente importantes como para marcarlas así? Alcanzo la última cosa en la pila. Una quebradiza hoja de papel lavanda doblada por la mitad.

Pedí estas en línea para ti, pero son de un árbol de lilas japonés. Como sabes, les llevan unos años en florecer, pero producen las flores más fragantes y aromáticas que hay. En cierto modo, es bonito pensar en ser recordado por unas flores, ¿cierto? Y que en pocos años, estas lilas deleitarán a la gente con su aroma. ¿Tal vez puedes encontrar un lugar para plantarlas en Tokio? Besos, Holland.

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Incluso a ocho mil kilómetros de distancia, ella está aquí, dentro de este apartamento, con una nota y una especie de regalo de despedida para mamá. Nunca puedo alejarme de ella. Solo que ahora estoy cansado de eso. Estoy fatigado. Harto, hastiado y deshecho. No tengo ni idea de cómo resolver el rompecabezas que es Holland. Y no sé si quiero hacerlo ahora mismo, no en este estado raído mío. Vuelvo a la mesa de entrada y agarro el paquete de semillas. Está sin abrir, y me siento un poco victorioso al descubrir que los sueños de Holland de las lilas floreciendo en Tokio como una especie de homenaje a mi madre nunca se materializó. Lanzo el sobre con las semillas de lilas en la mesa de café. Pero aun así, ¿por qué mi mamá conservó estas tres notas aquí? Tan lejos de mí. Muy lejos de la casa en Los Ángeles. Porque algunas son viejas: la nota de papá. Y algunas son claramente nuevas: la carta Holland. ¿Fueron todas enviadas a la dirección de este apartamento? ¿O mi mamá las trajo en sus últimos viajes con ella cuando estaba aquí? Ojalá estas notas vinieran con un código para descifrarlas. Pero eso es todo lo que hay en la pila de Personal. Una nota de la hija que abandonó la familia, una nota del padre que falleció hace mucho tiempo, y una nota de la ex-novia. Todas estas personas que no vivieron con ella desde hace varios años. Todas estas personas que no estuvieron allí todos los días.

Pero nada de mí. Nada para mí. Podría decirme que esto no es más que un post-it de Kana, que no es gran cosa ser excluido de esta pila. Pero no es solo un post-it. Es una colección de cosas que le importaban a mi madre. Que debe haber reunido en los últimos años, apiñado cerca del final. Me dirijo al baño, bostezando mientras busco a tientas la luz. El jet lag está pateándome rápidamente, amenazando con hundirme en el sueño. Abro el gabinete de las medicinas, y está lleno de botellas con prescripción. Con cara de sueño, alcanzo uno. Es un medicamento contra el cáncer, y apenas ha sido tocado. A continuación, uno de otro tipo. Éste marcado como “abierto” en la lista de Kana, pero parece que casi todo se encuentra todavía en la botella, como si mamá apenas hubiera tomado una. Conozco estas drogas a profundidad, conozco sus efectos secundarios y sus beneficios. Lo que no sé es por qué están llenos.

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Me recuerdo a mí mismo que Takahashi puede explicar esto. Takahashi, la última gran esperanza, el supuesto milagro médico, el brillante y compasivo médico, como mamá solía decirme, me dirá. Con reglas o sin reglas. Él no ha devuelto la llamada todavía, pero mañana voy a ir a su oficina. Agarro otra botella. Es Percocet1, y fue rellenado por una farmacia aquí hace varios meses. Pero incluso en mi estado apenas despierto, puedo decir que no han sacado ni una píldora. Ah, pero quizás esto es lo que mi madre dejó para mí. Tal vez este es el asunto Personal para el hijo. Sí, un regalo del más allá, de hecho, un hermoso regalo de despedida, debido a que estos funcionan de maravilla en los vivos. Es una pena desperdiciar un perfecto agente anestésico. Abro la tapa y saco una de estas bellezas. Pongo la píldora en mi lengua y se siente como una blasfemia, tomar los analgésicos de mi madre cuando ella estuvo con verdadero dolor. Pero entonces lo hago de todos modos, tragándola en seco. Vuelvo a la sala de estar, recogiendo la nota de papá, la tarjeta de mi hermana, la carta de Holland. Las doblo y las pongo en mi billetera para mantenerlas conmigo en todo momento.

Percocet: es una clase de droga llamada opioide o narcótico, combinación de otras dos medicaciones a su vez, Oxicodona y Acetaminofen. 1

Son palabras extrañas para mí ahora mismo, pero pronto, muy pronto, sabré cómo traducirlas. Tengo que hacerlo. De verdad, tengo que hacerlo.

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11 Traducido por Jane’ Corregido por LizC

El jet lag gana.

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El sol apenas se ha elevado, pero estoy bien despierto, listo para que esta ciudad desbloquee los secretos. Me ducho, me pongo pantalones cortos, una camiseta, zapatillas y gafas de sol, meto mi billetera y teléfono en mi bolsillo. Es demasiado pronto para encontrarme con Kana, demasiado temprano para encontrarme con el médico, por lo tanto, tomo el metro hasta el mercado de pescado Tsukiji, el mercado de pescado más grande del mundo, que se extiende a lo largo de varias cuadras y todo el camino hasta la bahía de Tokio. Camino por la orilla, donde puedo escuchar a los comerciantes en el interior, dando vueltas en sus botas hasta la rodilla en el agua llena de pescado que se acumula en el piso de concreto mientras venden todo, desde caballa hasta anguila, de camarones al salmón, del pulpo al atún que se acababa de vender en una subasta hace un par de horas. Llego a la cuadra de puestos de comida en las afueras del mercado, cada uno de no más de unos pocos metros de ancho. Un toldo rojo con caracteres japoneses cae sobre un puesto de venta de galletas de pescado y ostras secas. Otra con paredes de bambú se encuentra a ras de la acera y ofrece tempura y fideos soba calentados en ollas de metal. Encuentro ese puesto de comida fácilmente. Mi primera parada. Mi primera orden del día. No solo el desayuno, sino tal vez un poco de información. Agarro un taburete, ordeno y me distraigo rápidamente de mi misión por el sabor del atún crudo. Se siente como una eternidad desde que disfruté la comida, desde que probé algo que me hizo querer comer por algo más que el hambre.

Mis palillos se sumergen en el tazón de nuevo, recogiendo otra cucharada colmada de arroz, salsa de soja y pescado crudo. Un hombre de negocios junto a mí también engulle con avidez su pescado de desayuno. Miro detrás del mostrador, con la esperanza de ver a Mike. Es este joven amigo, tal vez de veinte, que trabajaba aquí el verano pasado cuando lo visité. Le gustaba la música, tocando siempre algunas melodías japonesas en su pequeño equipo de música mientras servía pescado. A veces nos intercambiábamos recomendaciones de canciones. Si está aquí, voy a preguntarle sobre mi madre, cómo era en esos últimos días por aquí. Aceptaré una anécdota, una mera astilla de un cuento, algo, cualquier cosa, que la traiga de vuelta de alguna manera. Sin embargo, Mike no está aquí. En su lugar hay una mujer japonesa encorvada detrás del mostrador, revolviendo una enorme tina de sopa de miso, así que también pido un plato de eso. Ella asiente, luego sirve un poco de sopa para mí.

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Ni siquiera sé si este lugar donde estoy comiendo tiene un nombre. Mi mamá me decía: Vamos a ir a ese puesto de comida, y deslizábamos nuestros billetes de metro a través de los torniquetes y tomábamos un tren temprano por la mañana al mercado de pescado para el desayuno. —Si el sushi sanara el cáncer, estaría curada —bromeó el verano pasado sobre un plato de atún. —No digas eso, mamá. Además, estarás curada pronto. —Ella había mantenido el cáncer a raya durante cuatro años entonces. Había resistido innumerables rondas de quimioterapia y cirugías. Iba a superarlo, estaba seguro. Nadie era más fuerte que mi mamá. Había manejado la enfermedad con risa, y algunas lágrimas, pero sobre todo risa. —Y entonces estaré en tu graduación, y llevaré una peluca neón, no porque la necesite, sino para avergonzarte —bromeó. —Sería totalmente vergonzoso —le dije, pero a la vez, no lo sería. Todo el mundo en la escuela sabía de mi mamá y sus pelucas de colores. Las chicas las amaban. Venían a mí con lágrimas en sus ojos, diciéndome lo fuerte que era mi mamá y lo genial que era con su peluca azul eléctrico, con el cabello de color rosa caramelo, sus rizos de color verde esmeralda, y así sucesivamente.

—Deberías saber que planeo gritar tu nombre desde la audiencia y celebrar la más elaborada fiesta del mundo. Recuerda mis palabras, ya que este plato de atún es mi testigo, voy a estar de pie y aplaudir a mi hijo, Daniel, graduándose. Puedo incluso hacer un pastel. —No horneas, mamá —le dije. —Lo sé. Pero lo haré para la graduación. O tal vez solo voy a conseguir uno de esos pasteles realmente impresionantes de alguna tienda.

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Empujo el tazón a un lado. Fijo mi mirada en los comerciantes por la calle, que están colocando sus exhibidores, para distraerme del recuerdo, de la falta de ella convirtiéndose en realidad. Miro tanto tiempo que las cosas delante de mí se vuelven borrosas, como si estuviera viendo todos los tenderos y vendedores desde detrás de una cámara antigua, mientras que sus vidas pasan en tono sepia. Cualquier mezquindad que sentí anoche al quedar fuera de la pila de Personal se ha disipado aquí en el mercado de pescado. Porque ahora estoy solo de nuevo extrañándola. Siento vergüenza de admitirlo. Soy un chico; se supone que debemos ser duro, fuerte. No se supone que echemos de menos a nuestras mamis. Pero maldición si no la extraño. Maldita sea, si no echo de menos cenar con ella, hablar de las pequeñas cosas, como qué aplicación acababa de descargar en mi teléfono y si pensaba que le gustaría también, o cosas más grandes, como si no lograba entrar en UCLA, o simplemente hablar sobre Sandy Koufax. Mi madre amaba a ese perro como si fuera un tercer hijo. Siempre que volvíamos de cenar fuera, ya que comíamos mucho fuera, o un evento escolar, o uno de los tratamientos de mi madre, Sandy Koufax saltaba del sofá, estirándose, luego meneaba su cola y se ofrecía para caricias. —Oh, eres el más lindo, más dulce y más adorable perro en todo el universo —decía mamá. El perro la hacía feliz. En cuanto a mí, solo tener alguien con quien hablar me hacía feliz. Ahora apenas uso mi voz. Echo de menos a mamá, y el silencio en mi vida me recuerda cuánto. Soy devuelto a la realidad por el zumbido de mi teléfono. Echo un vistazo a la pantalla. Hay una nota de Kate. Le envié un correo electrónico ayer, haciéndole saber que aterricé de forma segura. ¿Estás en el mercado de pescado? ¡Saluda a los atunes por mí! Cada vez que miro el reloj ahora también convierto las horas al horario en Tokio.

Envío una respuesta rápida, haciéndole saber que el atún dice hola, y se siente vagamente reconfortante que Kate pregunte cómo estoy. Cuando levanto la mirada, la anciana encorvada está susurrando a alguien en la estrechez de la parte posterior del puesto de comida. Me inclino hacia un lado para ver mejor. Es Mike. Lleva una camiseta blanca, pantalón negro de cocinero y un delantal a la cintura. Un cigarrillo sin encender descansa detrás de su oreja. Levanto una mano para saludar. Él golpea su frente en respuesta, entonces se acerca. —¿Cómo te va, hombre? Te recuerdo. El hijo de Elizabeth, ¿no? Asiento. Me alegra que me recuerde, que no tenga que sumergirme en una larga explicación o recordatorio. —Sí, solo estoy aquí para… —Me detengo un segundo, porque no estoy seguro de cómo terminar la línea en voz alta. Para ver si puedo ser feliz, o siquiera remotamente humano, una vez más. ¿Acaso tienes la cura mágica?—. Para ver Tokio de nuevo. —¿Cómo está?

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Ahí está. El punto de la conversación en la que todos nos sentimos incómodos. Ese momento demasiado familiar cuando tengo que decirle a alguien por primera vez. Como tuve que hacer hace varias semanas con el chico de la cafetería en Santa Mónica a la que solíamos ir, después la chica de la pequeña tienda de alimentos para animales en la esquina de nuestra casa, y ahora aquí, con Mike. —En realidad, murió hace unos meses —digo, las palabras todavía torpes y raras. Probablemente siempre lo serán—. En abril. Entonces la mirada. La inclinación de la cabeza, el pesado “oh”, como si hubieran dicho lo que no debían. —Oh, amigo. Siento mucho escuchar eso. —Gracias. —Maldita sea, voy a extrañarla. Ya sabes, estaba aquí todos los días cuando estaba en la ciudad. —Sí, ella amaba este lugar. —Hablaba de ti todo el tiempo cuando estaba aquí. Dijo que entraste en la UCLA y que estabas pateando culos en la escuela. —Luego se señala de mí hacia él, y estamos de vuelta a la charla regular, y dice—:

Incluso difundió algunos de tus nuevos hallazgos. Como esa banda Retractable Eyes. —Esa es una buena banda —digo, y me resulta extrañamente genial que mi madre canalizara algunos de mis gustos musicales con el tipo que servía su desayuno. Me parece aún más genial que hablara con él acerca de mí. Esto es mejor que la pila Personal. —Son impresionantes. De todos modos, era nuestro cliente favorito. Nos encantaban esas pelucas locas. —¿Cómo era ella cuando estaba aquí? —pregunto porque tengo hambre de más de este tipo de sustento. La logística del apartamento es una cosa; estas historias son otras por completo. Mike se detiene a considerarlo, limpiándose la mano en el delantal.

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—Como todas las otras veces. Venía aquí, tomaba su tazón de desayuno, hablaba sobre la película que vio, el libro que estaba leyendo, o su familia, ese tipo de cosas. No parecía como alguien que estuviera enfermo. Quiero decir, sabía que estaba enferma porque hablamos de esas cosas, pero nunca habrías adivinado por cómo actuaba, ¿sabes lo que quiero decir? Asiento un par de veces, me alegro de saber que mi recuerdo de ella concuerda con el de los demás. —Sí, suena como ella. —También siempre estaba de buen humor. Sobre todo esa vez que tu hermana vino con ella. Bonita chica, tu hermana. Y ahí va la punzada. Como cuando el bateador simplemente saca mi mejor curva fuera del parque, y ni siquiera lo veo venir. Debido a que mamá no mencionó la visita de Laini, y mi hermana tampoco dijo nada. Siento una punzada ardiente de celos dentro de mí, pensando que Laini podría haber estado aquí para los tratamientos de mamá, tal vez su último tratamiento con Takahashi, y que Laini estaba ayudando a cuidar de ella. Ese era mi papel, mi trabajo. Laini no llevó a mi madre al hospital; no limpió el baño cuando mamá había vomitado en medio de la noche; no tomó su tostada para el desayuno al día siguiente de una quimioterapia. ¿Por qué llegó a ser parte de la vida de mi madre aquí y yo no? —¿Cuándo estuvo mi hermana aquí? —Las palabras se sienten amargas en mi lengua. Le envié un correo electrónico a principios de

semana para decirle que vendría aquí. Pero, evidentemente, no me merezco el mismo tipo de cortesía, ya que nunca me dijo cuándo vino a Tokio. Mike levanta la mirada por un segundo. —¿Hace unos meses? ¿Quizás enero, tal vez febrero? —Eso es genial —le digo a Mike, pero es una mentira. Porque no es genial que todas las mujeres que conozco, o conocí, les gusta guardar secretos. Holland y la forma en que se fue, mi madre y la casa del té y el templo, ahora Laini con esta visita de la que nunca supe. Creo que los secretos apestan. No me gusta mantenerlos; no me gusta compartirlos; no me gusta tenerlos. Doy las gracias a Mike y pago, y mientras me alejo marco el celular de mi hermana, y va al buzón de voz. Pero hay alguien que puedo ver ahora. El hombre que sabe todo. Son las nueve de la mañana, y es entonces cuando el consultorio del doctor abre. Una chispa se enciende dentro de mí a medida que tomo otro metro.

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Ellos no están aquí: mi hermana, mi papá, Holland. Los otros de la pila Personal no están aquí en absoluto. Pero yo lo estoy. Y puedo ir, buscar y preguntar.

12 Traducido por âmenoire Corregido por LizC

El doctor está dentro. O el doctor no está. O el doctor todavía no está dentro.

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Ves, no lo sé, porque no hay ningún letrero en su puerta. No hay un letrero de ABIERTO o CERRADO. O de VUELVA PRONTO. O una nota dejando saber al siguiente familiar de su antiguo paciente donde encontrar al Gran Dr. Takahashi. Vamos, doc. Eres como el mesías para mi mamá. Eras el hombre. Eras Dios. ¿Dónde estás? Incluso lo llamé antes de volar sobre el Océano Pacífico. Dejé un mensaje. Pedí una cita hace tres días. ¿Cuánto tiempo toma regresar una llamada telefónica al hijo de uno de tus pacientes fallecidos? Golpeo más fuerte, una y otra vez, como si las respuestas vendrán cuando duela lo suficiente, cuando esté lo suficientemente herido. Mis nudillos ahora están rojos y desgastados. Y todavía no tengo respuesta. Nadie abre la puerta. Estoy enojado conmigo porque nunca vine con mi madre a una cita aquí, pero ella era la mamá; yo era el hijo. No era como si se supusiera que viniera a sus visitas al doctor, especialmente aquellas que son al otro lado del mundo. Además ella me dijo todo sobre Takahashi. Al menos eso es lo que pensé en ese momento. Me giro para irme, deseando tener un traductor, deseando que alguien pudiera descifrar todas estas pistas. Pero no lo tengo, así que me dirijo hacia Kana, a nuestra reunión. Planeo preguntarle sobre la casa del té y el templo, pedirle que me diga todo lo que sabe. Estoy a mitad de

camino a través de la ciudad cuando mi teléfono suena. Lo saco y hay un correo electrónico de Jeremy. Lo abro. Amigo. Ésta es Sydney. La conocí anoche en la playa. ¿Adivina qué? ¡Ama a los perros! Quién lo creería. Hay una foto de una hermosa castaña vistiendo una camiseta gris con cuello en V y pantalones cortos, saludando a la cámara con una mano. Su otra mano descansa en la punta de la cabeza de un perro. Mi perro está mirando a otro lado, pero veo la mitad de su cara. Me rio cuando leo el resto de la nota. Que conste que no estoy, técnicamente, enviándote una foto de tu perro. Estoy enviándote una foto de una chica. Tecleo una respuesta. Que conste que, no te estoy agradeciendo por la foto que sucede que incluye la cabeza de un perro. Te estoy agradeciendo por dónde estaba la mano de la chica cuando tomaste es foto.

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Dado que estoy en mi correo, le envío una nota a Laini. ¿Cómo está Beijing? Genial, estoy seguro. Ahora estoy en Tokio, y escuché que visitaste a mamá en el invierno. Eso es asombroso, aunque debo admitir que un poco raro que nunca lo mencionaras en nuestros correos. ¿Cuál es la historia? Tomará días para que responda. Probablemente está enterrada en la biblioteca, traduciendo antiguos textos chinos en mandarín moderno o algo así. Obtendrá una maestría o un doctorado en la Universidad de Pekín en Beijing. Honestamente, no sé qué grado está optando porque se ha ido hace tanto tiempo: primero la universidad en la Costa Este, luego a estudiar en el extranjero, ahora viviendo en el extranjero, e incluso si se gradúa de un nivel al siguiente no me invitaría, no me lo diría. Me envía correos con suprema regularidad, casi siempre los lunes y jueves, lo que me lleva a creer que estoy en su lista de pendientes de los lunes y jueves. El resto del tiempo está ocupada siendo china, estudiando historia china, aprendiendo costumbres chinas, haciendo todo para renunciar a los años en que fue criada completamente estadounidense. Cierro el teléfono y continúo mi travesía a través de la ciudad.

h Mi mama era una blogger, pero era más bien una emprendedora. Un ingeniero en entrenamiento, desarrolló teléfonos celulares por años,

primero para una compañía japonesa, luego una en California. Cuando se hartó de la ingeniería, empezó un blog sobre teléfonos celulares, y muy rápidamente fue leído por todos en el negocio. Salió en periódicos nacionales y venció a las salidas en línea por años porque tenía contactos en el interior de todos lados. Aplastó a la competencia de blogs tan efectivamente que una gran compañía editora le ofreció varios millones por su blog. —Tienes que saber cuándo es tiempo de mantener y cuándo es tiempo de vender —me dijo cuando salimos a cenar para celebrar la venta—. Ese es el más grande error que la gente hace en los negocios. Se vuelven avariciosos y se aferran por demasiado tiempo. Piensan que pueden tener más. Que sus propiedades seguirán aumentando. Pero el precio no siempre sigue subiendo. Así que aprovecha las oportunidades. Unos meses más tarde, fue diagnosticada y luchar el cáncer se convirtió en su nuevo trabajo.

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Cuando llego a Shibuya, me encuentro preguntándome si su consejo de negocio podría serme útil mientras considero qué hacer con el apartamento de aquí. Si debo mantenerlo o venderlo. Necesitaré hacer investigación en los bienes raíces de Tokio para resolver cómo aplicar su sabiduría en los negocios. Me detengo fuera de una tienda de electrónica, donde el vendedor está publicitando un juego de televisión. A través de la pantalla camina un gato, uno con rayas plateadas y negras. El gato se detiene y se levanta en sus patas traseras, como si estuviera manteniéndose de pie, sus manos libres o patas. Luego un perro aparece, un dálmata montando una bicicleta roja por la concurrida acera. Cuando termina, la pantalla cambia a una ardilla esquiando en el agua. —Apuesto a que no tienen ardillas como esas en Santa Mónica. Me giro para ver a una chica como de mi edad. Es la persona vestida más extrañamente que he visto, y eso es mucho decir, considerando que he merodeado de ida y vuelta por Venice Beach. Viste unos zapatos rojos de vinilo de trece centímetros de alto con grandes tiras a través de la parte superior de sus pies e igualmente grandes botones asegurando cada tira, luego calcetines rosas con puntos morados hasta sus muslos, después una falda plisada negra con relámpagos amarillos. En su parte alta, va conservadora con una blusa blanca de manga larga, pero sobre la blusa trae tirantes con dibujos de saxofones rosas en ellos. Su

cabello va sujeto en dos coletas, y amarró moños morados alrededor de cada una. Señala hacia sus tirantes rosas y sus moños morados. —Ves, combinan con los calcetines. —Cierto. Por supuesto. —Yo traigo una aburrida camiseta blanca, pantalones cortos beige, y zapatillas negras. Extiende una mano. —Soy Kana Miyoshi. Deduje que eras el chico americano, dado que, bueno, eres el chico americano. —Ese soy yo. El chico americano. Danny Kellerman. —Ella tiene un apretón de manos fuerte. Noto sus uñas. Cada una pintada de un color del arco iris. —Y, solo en caso de que te lo estés preguntando, no soy una chica Harajuku2. —Baja su mirada hacia su ropa.

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—No pienso eso —digo, porque las chicas Harajuku son más del estilo pastorcita. Usan grandes faldas plegadas complementadas con rizos, delantales y zapatos con hebillas. Mira, no es como si sé mucho sobre moda, pero cuando has estado en Tokio más veces de las que puedes contar con ambas manos, aprendes éstas cosas. Especialmente cuando tu mamá tiene, tenía, una cosa por la moda japonesa—. Pero el cabello es un poco del tipo Harajuku. —Señalo sus coletas. Pone sus manos en sus caderas y me da una mirada indignada. —Tienes que tener todo el conjunto para ser una Harajuku, Danny. No me hagas llevarte a Harajuku para probarlo. Levanto mis manos en señal de rendición. —Elegiré creerte. —Además, no puede hacer daño estar en buenos términos con Kana Miyoshi. Ella sabe cosas que yo no. Sabe cosas que necesito saber. Junta sus manos y habla con acento de sensei. —Eres un hombre sabio, Danny Kellerman. Chica Harajuku: Las llaman Harajuku Girls (Chicas Harajuku) por la zona de Harajuku que se encuentra en Tokio (Japón), conocido como el lugar más popular para realizar compras y en donde varios jóvenes japoneses se congregan con atuendos únicos y de vanguardia. 2

Señala hacia la acera, indicando que vamos a caminar juntos. Pasamos por una tienda que vende Converse estilo bota decorados con Batman, Superman y Linterna Verde, y se mete directo a la conversación. —¿Te gusta el bizcocho esponjoso? Porque hay éste totalmente asombroso lugar a solo cinco calles. —Ondea sus manos agitadamente frente a nosotros, como para mostrarme donde podría estar el lugar de los bizcochos esponjosos—. Espera. Corrección. Debería usar el término correcto. Son shoto. ¡El café los llama bizcocho shoto! Pero en serio. ¡Sabemos lo que son! Son bizcochos esponjosos. Y, oh Dios mío, si lo pides, le ponen sirope de chocolate encima. También mermelada de arándanos. —Su voz se eleva cuando menciona la mermelada, un sonido que solo puede ser descrito como un regocijo infantil. —¿Sabes? No suenas como en tus correos.

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—¡Lo sé! —Lo dice como si fuera un grito. Una mujer de traje la mira de reojo y sacude su cabeza como si dijera: las chicas no deberían hablar tan alto. Kana le da a la mujer una mirada severa y luego le silba. No puedo decir si es juguetonamente o en serio, pero la mujer aparta la mirada. Kana se vuelve hacia mí—. Pero, ya sabes, tengo mi lado de negocios —dice, inclinando su cabeza. Luego, la inclina hacia el otro lado—. Y luego está mi lado Kana. —Lado Kana. Me gusta. —Casi choco contra una joven madre empujando una carriola de bebé—. Sumimasen3 —digo a la madre. Luego a Kana—: ¿Entonces, en cierto modo te haces cargo de los asuntos del apartamento por tu mamá o algo así? —Creo que es seguro decir que estoy a cargo del lado de las cosas de comunicaciones —dice, haciendo comillas en el aire con sus uñas multicolores—. No sé si te has dado cuenta de esto, pero mi mamá no es tan buena en el departamento del inglés. —Creo que habla un buen inglés. Mucho mejor que mi japonés, por seguro. —Hablando de eso, señor Danny. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? ¿Y vas aprender algo de japonés? Porque creo que es una pecado que todo lo que sepas decir es sumimasen. —Conozco algunas otras palabras.

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Sumimasen: Lo siento, disculpa.

—Decir arigato no cuenta. —Bien. Es un pecado —admito, eligiendo deliberadamente mantener el humor ligero, así le agradaré, así seguirá hablando, seguirá compartiendo, a pesar de que se siente como una actuación y está ocupando toda mi concentración recordar mis líneas, maniobrar así, una actividad extraña para mí después de tantos meses. Pero la última cosa que necesito de ella, la guardiana de la información, es callarse como yo lo he hecho. Así que opto por burlarme de mí—. Especialmente dado que he estado aquí tantas veces. Es totalmente embarazoso. —Casi estoy, como, tan avergonzada de ser vista contigo ahora mismo —bromea mientras apunta hacia la calle lateral para dirigirnos por ahí. Pasamos un salón pachinko4, donde chicos de mediana edad en trajes y chicos jóvenes en ajustados pantalones vaqueros meten monedas en las máquinas tragamonedas japonesas.

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—De cualquier forma, no sé cuánto tiempo me estaré quedando, así que… —Mi voz se arrastra porque la verdad es que, ¿qué diferencia tiene la longitud de mi viaje con que aprenda o no el lenguaje? Sé lo suficiente para encargarme de las transacciones más básicas, pero eso es todo. Kana sacude un dedo hacia mí y recita un torrente de palabras en japonés que no tienen sentido. Luego se ríe, con la boca muy abierta. Desearía saber que dijo. —Apuesto que ahora te gustaría saber japonés —dice, y me empuja algunas veces en el pecho con su dedo. Creo que es mitad granuja, mitad elfo. —Y creo que podrías ser una lectora de mentes —digo cuando llegamos a una puerta amarilla junto a una ventana que muestra una pirámide llena de pasteles esponjosos. Pequeños chocolates en todas las formas y tamaños caen por los costados. Pero ella es más que una lectora de mentes. Es la chica que está al tanto de las historias, tal vez incluso de secretos. Y aun así pronto aprendo que el bizcocho esponjoso empapado de mermelada de arándanos y cubierto de sirope de chocolate es oficialmente asombroso, pero lo que

Pachinko: es un sistema de juegos muy similar al de los pinballs, que combinan un moderno sistema de video con el clásico pinball. Se dice que fue inventado alrededor de los años en que Japón se encontraba sumido en la Segunda Guerra Mundial en la ciudad japonesa de Nagoya. 4

sabe aún mejor es que Kana acepta cuando le pido que me lleve a la Casa del Té Tatsuma en este preciso momento.

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13 Traducido por Ateh y LizC (SOS) Corregido por Aniiuus

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Trato de ignorar los nervios dentro de mí mientras Kana me guía por calles que no sabía que existían. Trato de espantar una preocupación persistente en el fondo de mi mente. ¿Y si, después de todo esto, después de ocho mil kilómetros, después de salir de California para buscar lo que queda de mi familia, no encuentro más que con lo que vine? ¿Y si mamá no iba por algún último esfuerzo? ¿Y si no hay nada en la casa del té, y todo lo que descubro es que a mi madre simplemente le gustaba beber té? Fin de la historia. Caso cerrado. Entonces voy a estar con las manos igual de vacías que cuando fui al consultorio de Takahashi. Me obligo a concentrarme en Kana y lo que está diciendo acerca de Tokio a medida que entra en el papel de guía turístico, charlando mientras cruzamos rápidamente a través de una concurrida intersección, luego por otra calle lateral. Esta es más tranquila y llena de casas en lugar de tiendas y salas de juego. Es raro, porque siento como si conociera Tokio. Puedo moverme por la ciudad en cualquier metro, haciendo las conexiones adecuadas, bajando en las paradas correctas, encontrando restaurantes, tiendas, museos y todas esas cosas. Pero ahora me siento ciego, como si fuera mi primera vez aquí. Porque me doy cuenta de que nunca he explorado las diminutas carreteras con curvas y carriles que sobresalen fuera de la zona principal y llevan a lugares que nunca iba a encontrar con solo una dirección, un número en un pedazo de papel. Dicen que Tokio está trazado de esta manera debido a las guerras, que los japoneses construyeron calles en zigzag que se entrecruzan al azar para hacer que fuera difícil para los invasores el marchar directamente a través de la ciudad y apoderarse de ella.

Al final de una calle que es más como un camino de piedra estrecha, llegamos a una verja de hierro forjado. Kana abre la puerta. La sigo y ella cierra la puerta detrás de nosotros. Estamos dentro de un pequeño jardín cercado. Kana me guía por un camino sinuoso, pasando árboles y arbustos. Detrás del árbol más grande está una pequeña casa del té, encaramada en el borde de un estanque. Kana declara—: ¡Ta-da! —Con un movimiento de su brazo. Hemos llegado a una puerta de aspecto ancestral con la escritura tradicional japonesa a través del frente—. Esta es la Casa del Té Tatsuma —susurra Kana con reverencia en su voz—. Hay una leyenda que dice que las hojas de té no son hojas de té común. Que tienen poderes místicos. Poderes místicos. Eso debe ser. Eso debe ser lo que creía mi mamá. Esa tiene que ser la razón por la que vino aquí. Vino por necesidad, justo como pensé cuando leí la carta de Kana. —Cuéntame todo —digo.

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Kana se endereza, extiende sus brazos como si convocara un espíritu antiguo, y luego comienza. —Hay una leyenda que dice que uno de los emperadores japoneses hace mucho tiempo tenía una joven y bella mujer que enfermó de repente. La amaba desesperadamente y buscó a lo largo y ancho por los mejores médicos de todo el archipiélago para tratarla. Incluso envió sus hombres para encontrar médicos en China. Así de mucho la amaba. Para el emperador, recurrir a extranjeros era una señal de lo desesperado que se había convertido. Y ellos vinieron. Llegaron en barco a tratarla. Pero con cada médico de forma sucesiva, se puso más enferma. No podía levantarse. Se acostaba en la cama todo el día, y la fiebre comenzó a hacerse cargo de su cuerpo y su cerebro. Estaba alucinando, hablando con gente que no existía. Pero el emperador la amaba tanto, y cuando ella murmuró algo sobre las hojas de té en los campos cercanos, él mismo fue a buscarlas. Y allí, en los campos cerca de su palacio, campos en los que solo había crecido arroz antes, había una sola hilera de plantas con hojas de té brotando de la tierra. Kana gesticula suave y gentilmente con sus manos, como si sacara una hoja de té de la tierra. Sigue en su voz baja, y por un breve instante me siento como si estoy en el templo y el rabino está a punto de hablar. —Y las reunió por sí mismo. —Demuestra, como si estuviera arrancando hoja tras hoja de un arbusto—. Y las llevó de regreso al

palacio, sin dejar caer ni una sola hoja. Entonces mandó a traer al maestro de té real para hacer té con estas hojas. Pidió una olla de té perfecta. El maestro de té las compiló, solo hirvió el agua hasta que las burbujas más pequeñas aparecieron, luego la vertió de inmediato, dejándolo reposar durante exactamente la cantidad adecuada de tiempo. El emperador trajo la tetera humeante en una bandeja a su esposa, y lo sirvió él mismo. Ella lo apartó al principio, pero él insistió suavemente, animándola a intentarlo. Le dijo que era el té que había estado pidiendo. Tomó un sorbo, luego otro y después ella lo miró, y dijo… —Kana se detiene ahora, alarga la mano y la coloca en mi mejilla, como si estuviera actuando, como si estuviera en el papel de la joven esposa—… mi amor. Su mano está caliente, y su tacto se siente bien. Deja su mano en mi cara por unos segundos más mientras continúa: —Y todos los días bebía más, y cada día se hacía más fuerte. Y entonces ella se curó.

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Curada. Una palabra tan hermosa, una palabra tan dolorosa. La palabra por la que oré, supliqué, negocié, esperé. La única palabra en el idioma inglés que importaba. Kana retira su mano. Mi cara se siente fría. Quiero su mano de vuelta. Quiero que toque mi mejilla de nuevo. —Y estuvieron juntos durante muchos años. Tuvieron cinco hijos sanos y tuvieron una larga y próspera vida. Y la esposa dio gracias todos los días por las hojas de té Tatsuma que habían crecido en los campos cuando más lo necesitó. Me dan ganas de reír. Quiero burlarme. Quiero volar esto de un soplido. Pero hay algo en la forma en que está hablando que me advierte no hacerlo. Y algo en la forma en que cuenta la historia, también hace que me den ganas de creer en el té. No me mataría creer en algo por una vez. No me iba a matar creer en el mismo tipo de posibilidad en que mi mamá creyó. Después de todo, ella era la feliz, no yo, no el agujero negro de su hijo. Tal vez mi madre lo había descubierto. Tal vez el potencial de mejorarse fue un elixir suficiente para traer de vuelta su alegría. —Y ahora se dice que las hojas Tatsuma pueden curar la enfermedad, cuando todos los otros tratamientos han fallado. Se dice que las hojas Tatsuma traen calma, una curación para la mente y el cuerpo,

cuando nada más funciona. Y así Takahashi envió tu madre aquí. Y nosotros la acompañamos. Porque la leyenda dice que ningún extranjero puede encontrar Tatsuma por sí mismo. Ahora me rio. Ya he tenido suficiente de la etiqueta de chico-blanco por parte de mi hermana. —Dame un descanso. Sacude la cabeza y coloca un dedo sobre sus labios. Un pájaro revolotea por encima de nosotros. Un mosquito aterriza en mi brazo. Lo quito de un manotazo. El jardín es tranquilo; el silencio es inquietante. —Danny, esa es la leyenda. No la cuestiones. Debes respetarla. Bueno. Así que esta chica, a pesar de la ropa salvaje, es tradicional en su propia manera. Sostengo mis manos en alto. —Está bien, lo respeto. ¿Mi mamá la respetaba? Mi mamá, ya sabes ¿creía en esa historia?

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Kana asiente. —Durante mucho tiempo, sí. Ella creía en la posibilidad de todo corazón. Me pregunto por qué nunca me dijo, nunca compartió estas creencias conmigo. Sabía que era una luchadora. Y, por supuesto, sé que quería vivir. Pero nunca estuve al tanto de estas esperanzas más profundas. —¿Podemos ir ahora? —Sí —dice ella, y tira la pesada puerta roja para abrirla. Es como entrar en un santuario. No hay ventanas. La habitación está iluminada solo por velas. Cinco mesas bajas están dispuestas sobre el suelo de piedra. Cojines en colores oscuros —carmesíes, azul rey y verde bosque— rodean las mesas en lugar de sillas. Son asientos tradicionales japoneses. Cada mesa tiene un juego de té como pieza central, una tetera de hierro fundido flanqueada por tazas sin asas. Kana apunta a mis zapatos. Salgo de mis cholas y las coloco en un cubículo de madera. Kana se quita sus zapatos enormes. Una mujer que llevaba un kimono verde sale de detrás de una puerta de madera. Kana le habla en japonés. La mujer gesticula a una de las mesas y nos sentamos.

—¿Se supone que debemos beber este Tatsuma? ¿A pesar de que no estamos enfermos? —susurro. Kana asiente y luego toma mis manos, con una mano en cada una de las suyas. Inclina la cabeza y susurra palabras que no conozco y que no entiendo. Sigo su ejemplo, también inclinando mi cabeza. Luego levanta la vista y sonríe de manera tranquila. Lucía frenética, con demasiada energía maníaca emanando de ella hasta que llegamos aquí. Ahora está en calma. Quizás este lugar tiene poderes mágicos. Pronto la mujer se lanza en picada, recogiendo el juego de té en el centro de la mesa y sustituyéndolo por un nuevo conjunto, una tetera humeante y dos tazas. Levanta la tetera varios centímetros en el aire e inclina el pico hacia abajo. Observo mientras derrama el líquido. Espero que tenga buena puntería. Espero que sea tan buena como la mía cuando estaba en la zona del montículo del lanzador. En realidad, espero que sea mejor.

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Ella llena las copas. Luego mira a Kana, y más palabras llueven. La mujer parlotea por un minuto, entonces otro, Kana asintiendo y sonriendo todo el tiempo. Las únicas palabras que entiendo son las últimas que me dice: —Domo arigato. —Domo arigato agradeciendo.

—repito,

preguntándome

por

qué

le

estoy

—Ella dice que fue un honor cuidar de tu madre —dice Kana. —¿Cuidar de ella? —Sí. Le sirvió el té. Como te dije. —Pero, ¿cómo eso es cuidar de ella? Kana me hace callar y me insta a beber. Tomo un sorbo. Su sabor es como la cebada. Como la cebada caliente. ¿Qué tiene de especial este té sanador? Prosigo. —¿Cómo estaba cuidando de mi madre si murió? —Estoy harto de andar por las ramas. Quiero saber lo que todas estas leyendas, todo este té, felicidad y curas mágicas, se supone que significan—. En caso de que no lo supieras, ella murió. ¿De acuerdo? No había cura. El té no funcionó. Resulta que no es místico después de todo. Se ha ido. Hecho. Sayonara.

Estiró la pata. —Mi voz es cáustica, las palabras corrosivas, pero por dentro solo quiero saber tan desesperadamente todas las cosas que mi madre nunca me dijo. —No es tan sencillo, Danny —dice Kana en voz baja—. Nunca nada lo es. Me retiro de la mesa. Pero no es demasiado fácil hacer una salida rápida cuando estás sentado descalzo y con las piernas cruzadas sobre una almohada. Busco a tientas alrededor, tratando de deslizarme más hacia atrás, pero mis piernas se sienten atrapadas. —Quédate. Obedezco, porque es más fácil que desenredarme de esta mesa. Pero no bebo más té. —Así que estás aquí. En Tokio. —Obviamente.

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Ella pone los ojos deliberadamente, luego acaricia el pequeño bolso que lleva. Se ve como un panda de peluche con asas. —Danny, llevo un bolso de panda. ¿Crees que el sarcasmo me molesta? —Extiende sus brazos y sonríe en grande—. Soy insensible. Asiento, dándole un guiño. —Muy bien. Lo siento. —Ahora, ¿te gustaría ver las fotos? —Sí. Ella mete la mano en el bolso y coloca algunas fotos sobre la mesa. Mi mamá en su peluca rosa fuerte sostiene una taza de té como si estuviera haciendo un brindis. —Me encantaban sus pelucas. Todas —dice Kana con nostalgia, recordándome que todavía tengo que decidir qué hacer con esas pelucas… y todas las otras cosas de mamá. —¿Estaba en esta misma mesa? ¿La misma en la que estamos? —A ella le gustaba esta mesa. La llamó su mesa de la suerte. Asimilo eso, la idea de estar sentado en la misma mesa donde mi madre se sentó hace unos meses. Toda mi burla, todo mi desprecio, se

desvanece rápidamente. De la suerte. Ojalá ella hubiera sido la afortunada. —Pero la mesa no fue de tanta suerte para ella en absoluto. El té no la sanó. —Algunas veces no se trata acerca de la sanación de nuestro cuerpo —dice Kana. El té se encuentra todavía delante de mí. No me gusta la forma en que sabe. No me gusta que no funcionara como yo quería. ¿Pero que dé suerte? Seguro me vendría bien algo de eso. Tomo otro trago. No es un té místico. No devuelve la vista a los ciegos. Pero beber de nuevo me hace replantear una nueva posibilidad: que tal vez lo que mi mamá estaba buscando no era sanar de la enfermedad, sino sanar de la manera en que esta puede ahuecar tu corazón.

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—Incluso le preguntó a la señora Mori si podíamos tomar esta foto, porque la casa del té no permite cámaras. A la señora Mori le agrada tu madre, por lo que hizo una excepción. —Kana asiente hacia la parte posterior de la casa del té, y entiendo que la señora Mori es la mujer que nos sirvió el té—. Tu mamá no tenía su teléfono, así que usé mi cámara y le dije que le daría una copia real, no solo una digital. ¡Pero se me olvidó! Lo siento mucho. Tenía la intención de enviártela. —¿A mí? Kana asiente. —Sí. La foto era para ti. Ella dijo: Danny no puede estar aquí, así que vamos a mostrarle la casa del té. Todo lo que escondo, todo lo que reprimo, está amenazando con derramarse ahora, y desearía poder controlar este juego vicioso de PingPong que se libra dentro de mí. Estoy celoso un minuto, traspasado por la culpa al siguiente, y luego, simplemente abrumado. —Me encanta —le digo a la mesa. Ella me muestra otra. Mi madre fuera de un templo. No está posando para la cámara en esta ocasión. Está mirando en el interior, y el fotógrafo, Kana, ha capturado su perfil. Se ve tranquila, contenta. —Eres una buena fotógrafa.

—Es increíble lo que puedes hacer cuando no siempre recurres a un teléfono celular, ¿no? Me encanta mi cámara de verdad —dice ella, entonces empuja las fotos hacia mí—. Son para ti. —Entonces, ¿cuál es la historia? ¿Fuiste con ella a todas partes? ¿Así como al doctor o algo así? Kana se ríe suavemente, luego sonríe. —A veces. A ella le gustaba la compañía. Le gustaba hablar. Y ya que soy, oh tan increíblemente fabulosa en la lingüística, pasaba el rato con ella. —¿Quieres decir que fuiste su traductora? Pensé que el japonés de mi mamá era lo suficientemente bueno de su tiempo trabajando aquí y todo eso.

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—Déjeme decirte que su japonés es mucho mejor que el tuyo. Y, además, Takahashi habla inglés, muchacho tonto. Aunque tu madre hablaba con la señora Mori en japonés cuando estaba aquí. —Es un extraño pensamiento, mi mamá estaba aquí en esta tranquila casa del té, al estilo Zen, hablando un idioma difícil que apenas conozco a una mujer que tuvo el honor de cuidar de ella, que la dejó tomar fotos en este lugar, mientras yo estaba en casa estudiando a Faulkner o escribiendo ensayos sobre Habsburgo o Hohenzollern. Y esta chica delante de mí no era solo la cuidadora del apartamento, no era solo una guía que ayudó a mi madre a recorrer la ciudad, como había asumido de sus cartas y de su trabajo. Ella era más, mucho más. —Tú eras amiga de mi madre —digo, y sale como un susurro. —Sí, fui amiga de tu mamá. Las dos somos muy parlanchinas, por si no te habías dado cuenta. A ambas nos gusta platicar, platicar, platicar. —Kana agita sus dedos contra su pulgar, imitando una boca hablando sin parar. Sonrío débilmente, pero es tan extraño, esta vista en la vida de mi madre aquí, sus amigos aquí esos pocos días de cada mes cuando estaba lejos. Mi madre era amiga de una loca chica optimista de mi edad aquí en Tokio. Entonces me rio por dentro, tal vez es por eso que estaba tan feliz aquí y también de vuelta en California. Quizás Kana contagió un poco a mamá.

—Me alegro de que ustedes fueran amigas —le digo al té. No me atrevo a decírselo a la cara. —Ella era increíble, Danny. La adoraba. Y lamento tu pérdida. Y lamento mucho no habértelo dicho antes. Ella estira su mano, la coloca en la mía, y luego me pregunta cuánto tiempo me quedaré en Tokio. Me encojo de hombros. —No sé. Compré un billete solo de ida, así que tendré que averiguarlo. Supongo que el tiempo que necesite. —¿Qué es lo que necesitas? Es una pregunta tan sencilla, pero que podría responder en cincuenta mil maneras diferentes. Porque hay tanto que necesito. Estoy lleno de tanta miseria, tanta necesidad, y sin embargo cada día sigo alcanzando, y cada día sigo errando el blanco.

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Pero la respuesta más simple es aquella que se siente tan lejos. Ser feliz. —Dijiste que ella era feliz. Quiero saber qué es lo que la hacía tan feliz cuando estaba aquí. Sobre todo ya que estaba luchando tan duro para vivir dos meses más. Ella seguía diciendo que iba a aguantar hasta mi graduación, y parecía que lo iba a lograr. Parecía que podía luchar contra el cáncer para siempre. Y luego, bam. Se puso peor. Y todo simplemente sucedió tan rápido. Pensé que podía manejarlo. Pensé que estaba listo. Tuve cinco años para prepararme para esto. Además ya lo había hecho con mi padre. Esta no era mi primera vez en el carrusel. Pero cuando él murió, fue repentino y totalmente de la nada, y todo lo que sentí pasó después. Pero con ella, fueron cinco años de esperar lo mejor y de tener miedo a lo peor al mismo tiempo. Todos los días. Y luego al final. Fue más terrible que cualquier cosa que hubiera imaginado durante los últimos cinco años —le digo, compartiendo todo, porque es agotador sostener tus propias paredes en alto todo el tiempo. No puedo luchar cada segundo de cada día para mantener todo el dolor en mi interior—. Y creo que, más que nada, quiero entender por qué nada está funcionando conmigo. ¿Por qué ella era la feliz cuando era la que se estaba muriendo, y parece que simplemente yo no puedo manejar nada cuando soy el que está viviendo?

Kana me aprieta la mano con más fuerza, y de pronto me doy cuenta que he hablado con ella mucho más, palabras más personales, que con cualquier otra persona últimamente. A nadie en meses. —Eso fue como un monólogo —agrego. —Fue uno bueno. También uno verdadero. Porque siempre duele más cuando tú eres el que tiene que seguir adelante. Cuando eres el que queda atrás. Simplemente lo hace. —Supongo que eso es lo que debería haber dicho en la graduación. Supongo que eso es lo que estaba sintiendo en realidad cuando estaba en el escenario en ese estúpido podio —digo, y cuando ella alza las cejas de forma inquisitiva, me desahogo aún más. Le cuento a Kana acerca de la graduación, cómo fue, lo que dije, y luego cómo resultó después. Doblo mi bíceps en burla. —Pero ves. Por lo menos mis brazos son fuertes. Ella ríe.

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—Siempre hay un resquicio de esperanza. —Y la otra cosa —continúo, volviendo a su pregunta en cuanto a lo que necesito—. Necesito ver a Takahashi. Ella pensaba en él como su última gran esperanza. Eso es lo que dijo de él. Tengo que hablar con él, oírlo hablar de la forma en que la trató. Incluso le dejé un mensaje hace unos días. Pero fui hasta allí hoy, y no hubo respuesta. —Él se fue al Tíbet durante tres semanas. Llegué a conocer a una de las mujeres que trabaja allí, una recepcionista, y ella me lo mencionó. Trata a los indigentes sin cobrarles. Regresará a principios de julio. —¿Tres semanas a partir de ahora? —Ella asiente—. ¿Tengo que esperar tres semanas? —pregunto de nuevo, como si la segunda vez dará lugar a una respuesta diferente, una mejor respuesta, porque no quiero esperar. He venido aquí para aprender, para encontrar, para saber. Además, las respuestas a por qué mantuvo esas cartas particulares en la pila de Personal será mucho más difícil de entender que los medicamentos. Se supone que esa es la parte más fácil. Ver al médico, obtener los detalles. Bam. Hecho. Ese misterio resuelto. —Lo que significa —dice Kana, volviendo a ese estado amplificado que parece ser su condición natural—, ¡vas a estar aquí por tres semanas! —Y entonces aplaude un par de veces—. Lo que también significa que

debes dejar que te enseñe japonés, ¿de acuerdo, Danny? Déjame hacer esto por ti, por tu madre. ¿Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor? —Se inclina hacia delante y aletea sus largas pestañas moradas falsas—. ¿Un dulce porfavocito con azúcar encima? Es la frenética Kana una vez más. La chica que me encontró viendo ardillas en esquí acuático. —¿Cuánto? Sus ojos se agrandan, y levanta una mano. —¡Oh, no! No estoy pidiendo dinero. Me gustas. Y no quiero avergonzarme de tu horrible, terrible, espantoso japonés. Logro una pequeña sonrisa. —Ya sea que estés aquí durante una semana o toda la vida, debes hablar mejor de lo que haces ahora.

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—Parece que serán por lo menos tres semanas —le digo, medio resignado a la espera pero también un poco aliviado de tener una razón clara y definida para estar aquí tanto tiempo, una razón para no volver por el momento. Es la cosa más extraña, pero incluso a pesar de mi monólogo, siento como si me hubiera comportado casi humano esta tarde. No es una mala sensación en absoluto—. Kana, dijiste que mi madre siempre contaba historias sobre su familia cuando estaba aquí. ¿Me las puedes contar? ¿Las historias que te dijo? Me gustaría escucharlas. Porque eso es lo que realmente necesito ahora mismo.

14 Traducido por Magdys83 Corregido por Aniiuus

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Kana se inclina hacia delante, haciendo gestos teatralmente mientras me habla del juego de campeonato del distrito que gané por imbatibilidad en mi segundo año, sobre cómo saqué excelente en mi examen de historia avanzada el último año, sobre cómo Sandy Koufax siempre duerme en mi cama, incluso desde la primera noche que la tuvimos, cuando mi mamá trataría de llevarla a dormir en su cama. Me habla sobre cómo nosotros cuatro amábamos las montañas rusas y practicábamos levantamiento de brazos al unísono en descenso, todo para que mamá pudiera tener una foto familiar en ese preciso momento. Ella habla de cómo mi padre me enseñó a cómo salvar a las arañas que encontraba en mi casa al regresarlas al exterior y no pisándolas, cómo era uno de los legados más dulces que mi mamá vio en mí, incluso cuando él se había ido. Puedo escuchar a mi madre decir esas palabras. Esas son las palabras de mi madre; éstas son las historias de mi madre. Conozco estas historias. Viví estas historias. Pero me gustan más cuando me las están contando a mí, sabiendo que mamá se las contó a otros, sabiendo que mamá quería compartirlas con sus amigos aquí. Se siente viva aquí, como si dejara una parte viva de sí misma aquí en Tokio. El pensamiento cruza mi mente por un segundo: ¿mamá dejó estas historias aquí para mí? Estoy seguro de que suena terriblemente egoísta, pero, ¿plantó las semillas de estas historias, como plantaba jardines, flores y bulbos, de modo que pudieran encontrar su camino de regreso a mí? ¿Era alguna clase de regalo, tal vez un legado, que dejó para mí? Tal vez sabía que vendría buscando. Y tal vez quería que los tuviera, un gesto desde el más allá, una guía para seguir adelante, seguir viviendo, seguir preguntando. —Esas son algunas buenas historias. Suponiendo que todas sean de verdad —me burlo, y se siente bien ser bromista de nuevo.

—Tal vez algún día me contarás una historia. —Tal vez. Pero las historias no son realmente lo mío. —Oh, pero son lo mío. ¡Y espera! Hay una más —dice ella, esa sonrisa iluminando su rostro mientras se balancea una o dos veces en su cojín. —Ella habló de cómo estabas enamorado de la hija de su mejor amiga. —Envuelvo mi mano alrededor de la taza de té con más fuerza y miro hacia abajo—. Ella dijo: Danny ha estado enamorado de la hija de mi mejor amiga desde que estaba en tercer grado. Se enamoró de ella cuando llevaba este lindo vestido de algodón a cuadros blanco y negro de la escuela, y me contó de lo linda que se veía. Y después en la secundaria siempre iba a su casa para mostrarle algún video divertido de un gato o perro, o ella siempre venía a hacer lo mismo. Como si yo no supiera que se gustaban. —Kana se ríe, una clase de risa resoplante, y suena igual que mi mamá—. Y dijo que Holland estaba loca por ti.

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En contra mi mejor juicio, en contra de todas mis murallas y defensas, veo a Kana a los ojos, porque todavía quiero conservar el recuerdo de que Holland también sentía lo mismo que yo. —Ella dijo que solía decirle a Kate: están tan enamorados. Así que tal vez vamos a ser familia política además de mejores amigas. Los dos estábamos locamente enamorados, locos el uno por el otro. Es la verdad. Ésa es una historia que no cambia. Pero el trasfondo de la historia ya ha sido contado. Conozco el final. —¿Así que te reconciliaste con esta mujer épica? ¿Se unirá a ti en Tokio? ¿Tal vez volando entre el cielo llevando su capa y disfraz de Supermujer? Niego con la cabeza. —Nop. —Entonces vamos a encontrarte una fabulosa chica japonesa para reparar tu corazón roto. —No he dicho que estaba roto. —No tienes que hacerlo —dice Kana. Miro las velas parpadeando en los estantes. Me recuerdan la noche en que casi quemé las fotos de Holland después de que me dejó. Había guardado todas ellas, ordené imprimir las mejores de ella, incluyendo

aquella en que me dio una paliza en el ganador-se-lleva-todo de Whac-AMole en el Muelle de Santa Mónica. —¡Ja! ¡Toma eso! —Holland sostiene sus manos en el aire, victoriosa. Rompí una foto de ella. Y muchas más: de ella caminado delante de mí en el skeeball, pidiendo algodón de azúcar, ofreciéndome un pedazo de algodón de azúcar. —¿Cómo es posible que estés sexy en todas las fotos? —le pregunté mientras veía sus imágenes en mi teléfono. Ella puso los ojos en blanco. —Porque estás enamorado de mí. Es la misma razón de que tú luces sexy en mi teléfono. —Vamos a conseguir una foto de ti en la Rueda de la Fortuna.

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Sus ojos se abrieron; entonces pronto navegábamos hacia el cielo nocturno. Ella agarraba mi mano a medida que nos elevábamos más alto en los coches llenos de gente. Pude sentir sus uñas hundiéndose en mi palma en un momento dado. —¿Estás bien? Ella asintió. —Sip. Alcanzamos la cima, el punto más alto en la Rueda de la Fortuna. —Echa un vistazo a eso. Sin embargo, ella siguió mirando hacia abajo. Se quedó mirando a sus pies. Metí un mechón de cabello detrás de su oreja. —¿Le tienes miedo a las alturas? —¡No! Pero no levantaría la vista. La Rueda de la Fortuna dejó de moverse. —Saca tu teléfono —le dije. Empecé a enviarle mensajes de modo que no tendría que ver cuán alto estábamos. Puedes ver el letrero de Hollywood desde aquí. Ella escribió de regreso:

¡No, no puedes! Entonces fue mi turno. Bien, pero puedo ver a ese tipo que camina sobre zancos en Venice Beach. ¿Está usando ese sombrero de copa rojo y blanco? Sip. Aunque tiene un pájaro pegado en la parte superior. Tan raro. Fingí tomarle una foto, y ella rio, pero seguimos así por el resto del paseo. En el momento en que nos bajamos, ella no había levantado la vista ni una vez de su teléfono. —Gracias —dijo, cuando sus pies tocaron el suelo. —¿Por qué no me lo dijiste? No teníamos que ir allí. —No quería que supieras que tenía miedo a las alturas. Es tan patético, mi miedo estúpido a las alturas. —Holland, nunca tienes que ir en una Rueda de la Fortuna por mí, nunca.

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Ella tomó su teléfono una vez más y me escribió de nuevo. Bien, porque odio condenadamente a esas cosas. Reí cuando leo el texto y después tomé su mano. Caminamos por el sendero a lo largo de Ocean Avenue. —Dime a qué más le tienes miedo. —¿Así puedes usarlo contra mí? —Apretó mi mano cuando dijo eso, y sabía que estaba bromeando. —En serio. Así lo sé. De ese modo no tengo que llevarte a una Rueda de la Fortuna de nuevo para descubrirlo. —Las arañas, seguro. —Elegiste el estado incorrecto para vivir. —Lo sé —dijo mientras nos inclinábamos hacia la derecha para que un ciclista nocturno en el camino de concreto pudiera conducir—. Hay arañas por toda esta ciudad. Por toda mi casa. —¿Sabes lo que hago con las arañas? —No me digas que las mantienes en jaulas como mascotas.

—Uh, no. Has estado en mi habitación. No hay jaulas con arañas allí. —¿Entonces qué haces con las arañas? —Mi papá me enseñó a rescatarlas. Donde sea que había una araña en la casa, gritábamos: “¡Alerta Araña!” y él llegaba a la escena con un saludo y un vaso, mientras yo iba a buscar una hoja de papel. Y después él ponía el vaso encima de la araña y deslizaba el papel por debajo. Llevaba a la araña al patio, la puerta o lo que sea, y la liberaba. No le gustaba matar cosas. Así que eso es lo que yo también hago. —Mírate. Tan amante de los animales. Incluso de las arañas. Me encogí de hombros.

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—Él amaba a los animales. Todos los animales. Quiero decir, no era una de esas personas que tenía una casa llena de lagartos o serpientes, pero no era el tipo que pisaba las arañas y las mataba para sacarlas de la casa. Obviamente. Aunque, mi hermana era una completa asustadiza. Estaba aterrorizada por los insectos, y a pesar de que solo tenía nueve o diez años, era mi trabajo atrapar y liberar a las arañas que Laini encontraba cuando mi papá estaba fuera de la ciudad. Cuando mi papá regresaba a casa de cualquier viaje que tuviera, lo primero que hacía era darle el recuento de las arañas. Era esta cosa que teníamos. Después me daría los cinco y me llevaría por donas como recompensa o algo así. —¿Lo extrañas? —preguntó Hollland mientras nos acercábamos a un banco. Hizo un gesto a él y nos sentamos. —A veces. Como cuando lanzo, gano y no está allí, o cuando lanzo, pierdo y no está allí. O a veces, cuando salto en la piscina y salgo, y no hay nadie más que yo. Pero luego hay días en que no pienso en él. Lo que apesta y no apesta al mismo tiempo. —Si estuviera aquí, ahora mismo, ¿qué le dirías? Y no solo algo épico sino ordinario, una cuestión cotidiana, ¿se lo dirías? Paso los dedos por su cabello, dejando que sus ondas rubias caigan en contra de mis manos. —Le diría que me venciste esta noche en el Whac-A-Mole. Y le preguntaría a dónde te llevaría mañana por la noche y el día siguiente, porque una de las cosas que apestaba más cuando empecé a salir contigo era que no podía decirle, y quería, porque siempre le gustaste. Ella sonrió y se acercó más.

—Siempre me gustó también, y me asustan completamente las arañas, así que me alegro de que te enseñara bien. También tengo miedo de quedar encerrada en los baños —ofreció Holland. Hice gestos de tacharlo de una lista imaginaria. —No encerrar a Holland en un baño. Debidamente anotado. Ella se inclinó hacia mí. —No, tonto. Como en los baños de las gasolineras. —Oh, bueno. Puedo entender eso absolutamente. Tampoco quiero ser encerrado en los baños de gasolineras. —Y el frío. Me aterroriza el frío. No me gusta la nieve, el viento y las temperaturas por debajo de los veintiún grados. Envolví un brazo a su alrededor. —Sé que era solo un truco barato para acercarme a ti.

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—Lo era. —Apoyó su cabeza en mi hombro. Nos quedamos así, en silencio, mientras los corredores, ciclistas y otros guerreros nocturnos luchaban con sus ejercicios cardiovasculares. Era Los Ángeles después de todo. Ejercitar es una jornada de 24 horas. —Y estar lejos de ti —dijo ella, después levantó la vista hacia mí. Sin más bromas, sin más juegos, solo la más pura de las miradas en sus ojos azules—. Cuando vaya a la universidad en un mes. Estaré a tres horas de distancia. Era la primera vez que cualquiera de los dos reconocía la cosa. El final inevitable del verano. El final inevitable de nosotros. Esperé que dijera más. No quería admitir que conduciría tres horas de allí hasta acá todos los días para verla. —Aunque, no es tan lejos —dijo en voz baja, ofreciendo una idea, una posibilidad—. Quiero decir, podría volver los fines de semana, ¿verdad? O podrías ir tal vez… Ella lo retuvo allí, y estaba tan vulnerable en ese momento. —Iré a verte en cualquier momento que quieras, Holland. —¿Lo harás? —Sí. Dios, sí.

—No quiero que esto termine cuando vaya a la escuela, Danny. Quiero estar contigo. No quiero ser una de esas parejas que se desvanece cuando uno se va. La besé en la frente. —No lo haremos. Lo prometo. —Era la promesa más fácil que he hecho en mi vida. —¿Lo dices en serio? ¿Vas a ir a verme? —Sí. ¿Vas a regresar aquí? ¿Para ver a tu novio del instituto? —dije con un toque de sarcasmo, pero era una máscara para mis propios miedos. Que estuviera avergonzada por tener un novio todavía en el instituto. —¿Estás bromeando? Todas las chicas estarán celosas por haberme enganchado con un chico sexy más joven que yo —dijo ella, después me empujó en el banco y se subió encima de mí, deslizando sus manos por debajo de mi camiseta y besándome tan fuerte y con tanto fuego que casi olvidé que estábamos en un lugar público.

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Pero cuando llegué a tomar aire, me las arreglé para sacar las palabras. —Estar ridículamente excitado en un lugar público. —¿Qué? —Eso es lo que me da miedo. —Me levanté y la alcé conmigo, luego la hice caminar justo enfrente de mí hasta mi auto, de ese modo no iba a ser obvio para nadie más lo mucho que la quería. Conducimos a mi casa. Mi mamá estaba profundamente dormida, y aunque ella no lo estuviera, no le hubiera importado que Holland pasara la noche, retorcida entre mis sábanas, entrelazada en mis brazos, la barbilla de mi perro en la pierna de mi novia durante toda la noche. Pero no permanecimos juntos cuando ella se fue a la UCSD. Después de todo, no tuvo ningún problema en hacer lo que dijo que más temía. Después de que me dejó, encontré un encendedor que mamá utilizaba para las velas. Llevé las fotos tomadas en el muelle a la pileta del fregadero y empecé a quemar la primera. Pero entonces me detuve. Apagué las brasas y metí las fotos en un sobre que puse en el fondo de mi armario. No podía convertir sus fotos o mis recuerdos de ella, en ceniza. Ella siempre ha sido un incendio; siempre ha sido una llama.

Y por eso, las velas aquí en la Casa del Té Tatsuma me recuerdan a ella. Por otra parte, siempre la recuerdo, así que encuentro una manera de cambiar la marcha. —Tu mamá dijo que estabas practicando ayer —le digo a Kana—. ¿Qué es lo que practicas? Sus grandes ojos marrones se iluminan. —Toco el saxofón. Estoy en una banda, y vamos a tocar en un club de jazz en un par de semanas. ¡Tienes que venir! ¿Podrías por favor, por favor, por favor venir a verme actuar? ¡Toco un infame solo de saxo! —Así que tocas el saxo, tienes un bolso de panda, eres una fotógrafa muy buena, te gusta hablar, y le silbas a las mujeres en las calles. ¿Lo entendí bien? Kana sonríe a sabiendas, como si la hubiera atrapado en algo. —Te has dado cuenta del silbido. —Bueno, es algo inusual. ¿Por qué le silbaste?

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Ella se encoge de hombros. —Algún día te lo diré. Pero por ahora, cuéntame más sobre tu hermana. Laini era tan reservada cuando la conocí. Mi hermana. Todos los caminos siguen conduciéndome de regreso a ella, y tengo la sensación de que Laini y mi mamá no estuvieron hablando de los gatos en esmoquin cuando mi hermana vino a Tokio.

15 Traducido por Rihano Corregido por Sttefanye

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Cuando Laini tenía ocho días de edad, sus padres biológicos la vistieron con un pijama azul completo, la envolvieron en una manta gruesa de color verde, y la dejaron fuera de una estación de policía en la ciudad de Wuhan. Eran probablemente una pareja pobre, con pocas opciones, pero querían que Laini estuviera cálida, y querían que fuera encontrada de forma rápida y segura. Fue enviada a una familia de acogida, que se hizo cargo de ella durante los once primeros meses de su vida, hasta que fue adoptada por una pareja americana: Garry y Elizabeth Kellerman de Santa Mónica, California. Ellos habían estado esperando por una adopción durante casi dos años. Realmente no sé los detalles, pero supongo que trataron de tener un bebé biológico sin suerte. Y estoy bastante seguro que tampoco tuvieron mucha suerte durante muchos años después de la adopción de Laini. Lo que significa que estoy bastante seguro de que soy un bebé “inesperado”. Mi mamá nunca admitiría esto, pero es difícil de disputar la evidencia. Nací seis años después. En el extranjero. Evidentemente, no estaban planeándome. De todos modos, mamá siempre bromeaba que Laini era tan ultraamericana, era como si todo lo chino hubiera sido aspirado de ella. Laini amaba el rosa, a Barbie, la pizza y los macarrones con queso. Pero algo cambió cuando Laini cumplió doce años. Comenzó a salir más con otras chicas chinas. Un grupo de ellas sabía mandarín y habían estado tomando clases en una escuela de Los Ángeles. Laini pidió tomar esas clases también, y en unos años estaba hablándolo con fluidez, bromeando de un lado a otro con sus amigas y con nuestro padre. Era su vínculo, su cosa. A pesar de que se alejó de nuestra madre, permaneció cerca de él, y ellos a menudo investigaban sobre China juntos, mirando sitios web sobre la cultura china, los estudios chinos, el idioma chino.

Luego, quiso volver a conectar con sus raíces, así que nos fuimos en uno de esos viajes de regreso-a-la-patria cuando ella estaba en la escuela secundaria. Pensé que China sería como Japón, pero eso era miope de mi parte. No podías beber el agua en China. Las aceras estaban llenas de cráteres por secciones, los semáforos eran ignorados por los peatones y los autos, y la contaminación de las fábricas cercanas ahogaban el aire por las tardes. En mi segundo día allí, vi a un hombre vestido de blanco sacando el diente de otro tipo en un consultorio dental que era más como un puesto de comida, al aire libre y expuesto a todos. Así que me quedé en la habitación del hotel, leyendo libros y viendo películas en mi iPod. Mamá se quedó conmigo. Ella tampoco estaba fascinada con China. Pero Laini era todo lo contrario. Fue energizada por el país. —Quiero hacer todo lo que pueda para ayudar a China. Para erradicar la contaminación. Para salvar el medio ambiente. Para ayudar a las familias pobres de modo que no tengan que abandonar a sus bebés — dijo ella.

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Siguió regresando, verano tras verano. Mi padre la llevaría a China, y mamá y yo nos alojaríamos en Tokio. Entonces nos reuniríamos en el apartamento. Ahí fue donde todos nos quedamos en las últimas vacaciones de la familia, unos días después de que Laini se graduara de la escuela secundaria. A mitad del viaje, papá tuvo que ir a Kyoto durante el día por trabajo. Se estaba dirigiendo a la oficina de Los Ángeles de su empresa entonces, pero todavía tenía su sede en Kyoto, como lo había sido cuando nací. —Lo juro, este va a ser el único día que tenga que trabajar en este viaje. Después soy todo suyo —nos dijo a los tres cuando nos dejó esa mañana en el mosaico de Hachiko y se dirigió a la estación Shibuya para tomar el tren bala a Kyoto por el día. Fueron sus últimas palabras. Esa noche mi mamá recibió el tipo de llamada telefónica que te postra de rodillas. Él había sido atropellado por un camión que venía a toda velocidad por una calle justo cuando estaba cruzando. Su muerte fue instantánea. Es seguro decir que todos estábamos devastados, pero Laini mostró su tristeza con mordaces comentarios constantes antes de irse a la universidad. Estaba cabreada porque mamá estaba trabajando de

nuevo, justo después de la muerte de mi padre. Laini parecía pensar que el duelo debía haber sido el trabajo de mamá. —¿Cómo puedes hacer eso? —¿Hacer qué, Laini? —Trabajar. Solo sentarte allí y trabajar como si todo está normal — dijo Laini, pero eso es exactamente lo que también estaba haciendo Laini. Se estaba dirigiendo a la universidad, siguiendo adelante con su vida. —Nada es normal, Laini. Y tú no eres la única que lo echa de menos. Todos lo hacemos. —Tienes una manera muy curiosa de demostrarlo —contraatacó Laini. Mi madre volvió a lo que estaba trabajando, pero mi hermana siguió insistiendo, tratando de conseguir que mordiera el anzuelo—. Apuesto a que si él hubiera estado casado con mi verdadera madre, ella lo echaría de menos.

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Mi madre levantó la vista, el agotamiento y la frustración escritos en todo su rostro. —No lo hagas. No vuelvas a hacer eso, Laini. —Tal vez ella me echa de menos —contrarrestó Laini—. ¿Alguna vez has pensado en eso? —Estoy segura de que lo hace, Laini. Estoy segura que nunca te olvidó. —Tal vez debería ayudarla a recordarme. Tal vez debería encontrarla. —Laini presionó sus palmas sobre la mesa y miró a nuestra madre, dispuesta a luchar, esperando a que ella luchara. —Tal vez deberías. Si eso es lo que quieres hacer. —Tal vez lo haré. Porque, ¿sabes qué? Me gustaría que fuera mi mamá —dijo Laini, luego salió apresurada de la habitación. Agarré su brazo. —Estás siendo tan hipócrita. Solo déjala en paz. Ella negó. —Ni siquiera vayas allí conmigo, niñito de mamá. —Levantó una palma hacia mí, como un corredor aguantando a un liniero, y se alejó.

Laini se fue a la universidad dos meses más tarde, apenas la vimos de nuevo, incluso después de que mamá se enfermó un año después. Es por eso que es tan extraño para mí que Laini hubiera visitado a mamá en Tokio. Así que sigo llamando a Laini hasta que rompe su regla de lunes a jueves y contesta. —¿Por qué no me dijiste que viniste a ver a mamá? —¿Por qué tendría que hacerlo? —Porque nunca, ni una vez, viniste a casa después de que te fuiste para la universidad. Pero viniste aquí. —Porque habían cosas que quería decirle. —¿Cómo qué? —Jesús, Danny. ¿Alguna vez se te ocurrió pensar simplemente en decir hola? ¿Iniciar una conversación como una persona normal y agradable?

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—Oh, lo siento. Cierto. Soy el que dejó a la familia, así que sí, soy al que deberían estar reprendiendo. Ella se detiene, y el silencio me sobresalta. Somos tan buenos en esto, en el cruel ir y venir. Laini y yo hemos utilizado el sarcasmo, la amargura, la cordialidad y la falsedad, extraordinariamente bien durante años. Lo que no hacemos es ir a lo real. —Pensé que tenía razones —dice en voz baja. —¿Para distanciarte? —Sí. Pensé que tenía razones —repite—. Me equivoqué. —¿Acerca de qué? —pregunto cuidadosamente. Estoy desconcertado por su cambio de tono, por el deshielo de los casquetes polares. —Esta es una conversación que deberíamos tener en persona. —Laini, no voy a volar a China para encontrarte. —No tienes que hacerlo. Estoy en Kyoto por el fin de semana, con mi novio. Él está aquí para investigar su tesis. ¿Puedes venir a encontrarme aquí?

h Tomo el primer tren a Kyoto en la mañana. Es sábado ahora y el tren se llena de familias, con padres e hijas, madres e hijos, hermanos y hermanas, y todo en lo que puedo pensar es que este podría haber sido el mismo tren en que mi padre tuvo su último viaje. El mismo tren, el mismo vagón, tal vez incluso el mismo asiento. Me cambio a un asiento vacío al otro lado del pasillo, por si acaso. Empujo mis auriculares en mis orejas y enciendo la música, dejando que las canciones me ahoguen por un tiempo. Paso mi dedo por mi teléfono para cambiar a una nueva banda, y como si alguien solo saltara del armario para gritar: “¡Sorpresa!” hay un texto de Holland mirándome. La primera vez que he oído de ella desde que la eché de mi casa hace casi una semana. ¿Qué tal Tokio? Te extrañamos aquí.

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Incluso cuando pienso en mi familia, sobre la forma en que todos nos separamos, Holland es aún el fragmento real en mi mano, y no puedo resignarme a apartarlo. Quiero dejarla fuera. Quiero encontrar la fuerza para ignorarla para siempre y solo dejar ir el pedazo de mi malgastado, desigual y desgastado corazón que irremediablemente ella posee. Pero mi instinto de llegar a ella, hablar con ella, abrazarla fuerte, es demasiado afanoso. Se impone sobre cualquier habilidad que tengo para salvarme. Mientras viajo al sur a través de Japón, a la ciudad donde mi hermana espera por mí, me rindo. Estoy ahora en un tren a Kyoto. Segundos más tarde ella escribe: Me encantan los trenes. Son tan… Sé lo que quiere decir. Son tan románticos. Los trenes te hacen pensar en películas, novelas y lluvia. Los trenes son las últimas horas que tienes antes de que seas arrancado de la persona que amas. Los trenes son todas las formas en que tú extrañas a otro; tren equivocado, andén equivocado, momento equivocado. Sé lo que lo quieres decir.

Envío antes de pensarlo, antes de contemplar la pura estupidez de dejarla regresar con un poco de jugueteo, porque sus palabras en mi pantalla son un ronroneo, sexy y atractivo. Las ciudades pasan veloces por las ventanas… ¿Por qué estoy haciendo esto? Porque se siente tan bien hablar como lo hacíamos, aunque sé que esto es solo una sombra de lo que teníamos. Pero lo persigo de todos modos. El ruido de los vagones en los rieles… Cierro los ojos y me imagino que todos en este tren han desaparecido y somos solo Holland y yo. Montamos el tren tan lejos como va, hacia la noche, una noche sin fin con ella. Otro texto llega de ella. ¿Te puedo llamar más tarde? Quiero hablar contigo.

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Mi teléfono es una píldora, es una píldora seductora y dulce que me engaña haciéndome pensar que ella es lo que necesito, cuando no puede ser lo que necesito. Meto el teléfono en el fondo de mi mochila. Una señal roja parpadea por encima de las puertas del tren. Primero, en escritura japonesa que no puedo leer. Luego, en inglés: PRONTO HAREMOS UNA BREVE PARADA EN KYOTO. El tren me deja en la estación de Kyoto, y luce como una nave espacial de metal, moderna y elegante. Pronto me estoy escapando de las multitudes y las calles repletas de turistas que toman fotos instantáneas. No he estado en Kyoto por varios años, pero estudié el mapa anoche, y ahora encuentro mi camino a través de los callejones más tranquilos, los pequeños comercios y las estrechas callejuelas que llevan dentro y fuera de los jardines y templos, y eso me lleva a un sendero que bordea un arroyo. A un lado se vislumbra un conjunto estrecho de escalones. Después de cinco minutos de subir, las escaleras terminan en un banco de piedra que se asoma sobre el gorgoteo del agua por debajo. Laini se sienta en el banco. Ella se pone de pie, y por un segundo creo que va a abrazarme. Entonces ambos recordamos, no nos gustamos el uno al otro.

16 Traducido por Meme Pistols Corregido por Sttefanye

Nos sentamos en los extremos opuestos de la banca. Laini empacó el almuerzo, para mí trajo sushi en un recipiente de plástico; y para ella pulmones de paloma de un restaurante chino tradicional. —Shen y yo vamos allí cada vez que venimos a Kioto —dice ella, como si nos reuniéramos regularmente y chaláramos sobre sus viajes y su vida.

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—Shen es tu novio, ¿supongo? Asiente y toma un pedazo de paloma. —Él está escribiendo sobre el arte oriental, comparando entre lo japonés y lo chino. Así que venimos aquí de vez en cuando. Él se pasa la tarde en las galerías y museos. —Y esta comparación, déjame adivinar. Apuesto que él piensa que el arte chino es mejor. —Me llevo otro pedazo de hamachi a la boca. Me da una mirada severa. Realmente debió haber sido una maestra de escuela en la década de los 1800 en la Great Plains. Lo habría hecho bien, detrás de sus lentes y con su cabello peinado estilo retro. Mastica la carne de paloma, y la sola idea de comer una de esas ratas con alas me enferma. —¿De verdad te gustan los pulmones de paloma? —Las palomas son deliciosas. —Me ofrece un vehementemente—. ¿Alguna vez has comido una?

trozo. Niego

—No. Nunca he comido paloma, y no pretendo hacerlo alguna vez. —¿Entonces cómo sabes que no te gusta?

—¡Es una paloma, Laini! No se supone que la comas. —Solo porque no te gusta, no quiere decir que tampoco le gusta al resto del mundo. Puedes tener una mente tan cerrada. —Sí. Soy de mente estrecha. Soy cerrado. Por eso es que voy a pasar el verano a ocho mil kilómetros de mi ciudad natal. —¿Por qué estás pasando el verano aquí, Danny?

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—Porque los Gigantes de Tokio me reclutaron. No les importa que mi hombro esté mal. Me van a dejar jugar —digo, y por alguna razón mi broma produce una risa. Laini se ríe con toda su boca abierta. Tiene dientes blancos y perfectamente derechos, cortesía de dos años y medio de la mejor ortodoncia de Santa Mónica. Hallo un extraño consuelo en esto; es más americana de lo que cree. Después le respondo. No le digo que vine a Tokio para averiguar qué hacer con el apartamento que ella no quiere o para aprender todos los secretos de nuestra madre. Pero tampoco le miento—. Vine a Tokio porque me gusta. Siempre me ha gustado Tokio, pero a ti nunca. Eso es lo que no entiendo. Porque apenas si fuiste a casa cuando mamá estuvo enferma, Laini, pero fuiste allí, y sencillamente no lo entiendo. Así que, ¿qué era lo que tenías que decirle a mamá? Se quita las gafas y se frota el puente de la nariz. —¿Recuerdas cómo era con mamá antes de irme a la universidad? —¿Recordarlo? ¿Cómo puedo olvidarlo? Fuiste una completa perra. Hace una mueca pero mantiene la barbilla en alto. —No fue mi mejor momento. O momentos. Pero no me di cuenta en ese tiempo. Laini siempre ha sido terca, siempre obstinada. Para que ella admita que estuvo equivocada acerca de algo es nada menos que trascendental. Cedo un poco con ella. —¿Qué quieres decir, Laini? Mete la mano en su bolso, una cosa hippie-chic de color verde bosque. Saca un cuaderno Moleskine, desengancha la banda elástica y abre el cuaderno. Presionado entre dos hojas de papel está la esquina arrancada de la página de un cuaderno de espiral. El borde dentado completa la nota de papá que mi madre guardó.

La pieza faltante. Laini me muestra el papel rasgado, manteniéndolo en su lugar suavemente con el dedo índice. —¿Ves la fecha? Miro la tinta azul que coincide con la página que se encuentra ahora en mi billetera. Uno de los secretos de mi madre; una de las pistas. La nota que mi padre le escribió a ella: L, ya te extraño. Volveré pronto. Con amor, siempre. —Por supuesto. Es la fecha de la muerte de papá —digo, y, como si tinta invisible apareciera, todo encaja en su sitio. Es por eso que mi madre conservó esta nota. —Él le escribió esa nota ese día. Ella estuvo leyéndola una y otra vez después de su muerte. Y cuando vi la nota, solo la rompí. —¿Por qué?

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—Porque era la última cosa que había dicho. La última cosa que iba a decir. Y se lo dijo a ella. —Pero, ¿por qué te haría rasgarla? —Porque era para ella. Y no para mí. Estaba celosa. Y enojada. Así que rasgué la nota, pero me detuve y en lugar de eso, conservé esta parte. —Sostiene el pequeño pedazo de papel—. Así tengo algo para mí. Porque esta nota tenía todas esas cosas que sentía pero nunca dije. —¿Qué tipo de cosas? —Mira, probablemente no piensas en esto porque eres de ellos. Eres parte de ellos dos. Pero nunca sentí como si fuera lo suficiente para ella. —¿De qué hablas? —Te tuvo después de mí, Danny. —Sí, así es como usualmente pasa con los segundos hijos. Vienen después de los primeros. Además, no creo que ellos trataran de tener otro hijo. Estoy bastante seguro de que no habían planeado tenerme —digo, para ilustrar las cosas, para ponernos al mismo nivel. Suspira, triste, del tipo de suspiro derrotado, mientras se inclina en la banca de piedra.

—Pero soy adoptada, y tú eres su hijo verdadero. —Laini, no digas eso. Sabes que mamá y papá nunca dijeron eso — le digo, porque ellos nunca lo hicieron. Nunca fui el hijo verdadero, el hijo natural. Simplemente se refirieron a mí como el hijo biológico y a Laini como la adoptada, pero ambos éramos sus hijos. —Lo sé. Pero me sentía de esa manera. Mamá nunca quiso aprender chino. Nunca quiso ir a China. Papá fue quien lo hizo. Él siempre fue el que hizo todo eso conmigo. Ella nunca estuvo interesada, así que me sentí como si tampoco se interesara en mí. Solo en ti. Solo su hijo verdadero. —Deja de decir eso. —Pero siempre fui la más cercana a él. Lo sabes. Era la niña de papá. Él y yo siempre estábamos en sintonía, ¿sabes lo que quiero decir? Asiento, recordando todas las veces que ella corrió hacia él primero, lo abrazó primero, chocaba sus manos primero.

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—Y cuando él se fue, me sentí tan desconectada de ella. Fue como si la cuerda que me conectara con la familia Kellerman hubiese desaparecido. Él era esa cuerda. Era lo que me conectaba. Era el único que quiso ser parte de donde venía. Ella nunca lo hizo. Entonces, era como si no hubiera nada para mí si regresaba a los Estados Unidos. No había nada para mí con ella. Así que arremetí contra ella. Porque estaba tan destrozada por lo que le sucedió a él. Y de alguna forma tenía que darle sentido. Así que le di sentido al irme. Al creer que no tenía nada que ver con ella. Que ella no se preocupaba por mí. Que él era el único a quien le importaba, y se había ido. Además, de todos modos, iba a la universidad. Mamá ni siquiera se había enfermado entonces, por lo tanto, ¿qué más da? Pensé. Me mudé. A mi nueva vida. A la vida que se supone debía tener. —Sin embargo, sabes que eso no es ni remotamente cierto, ¿no? Porque ella nos amaba a los dos. Él nos amaba a los dos. No aprendió chino por despreciarte, Laini. Simplemente no fue capaz de aprender chino. No había una razón detrás de ello. No era por algo oscuro y terrible. Y no fue contigo en otros viajes a China porque él fue contigo. Porque tenían dos hijos. No era una competencia. Simplemente esa era la forma en que funcionaban las cosas. —Ahora sé eso. Solo tenía tanto resentimiento en ese momento — admite, y no sé cómo responderle, porque no entiendo cómo se puede

alimentar algo tan oscuro, tan retorcido, por tanto tiempo. Nos sentamos en silencio por un minuto. Los únicos sonidos provenientes de los pájaros en un árbol cercano—. Y entonces una vez que mamá enfermó, ya estaba lejos de todos modos. Y cada vez que nos escribíamos correos, siempre me decía que me concentrara en la universidad, que Kate estaba allí y que estaría bien. Estaba tan desconectada de ella en ese punto que era fácil, no estoy diciendo que eso sea algo bueno, pero era más fácil seguir haciendo lo que estaba haciendo. No fue hasta que conocí a Shen y le conté todo esto que él me animó a hablar con ella. Para hacerle saber que yo estaba equivocada. —¿Shen te dijo que hicieras eso? Asiente. —Sí. Él fue quien me instó a visitarla y hablar con ella. Decirle que lo sentía. Verla y decirle que estuve equivocada todos estos años. —¿Cómo supiste que estabas equivocada? —Con el tiempo.

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—¿Con el tiempo? —Sí. Después de un tiempo dejó de dolerme tanto. Y cuando no dolió más, me di cuenta que estaba equivocada por arremeter contra ella. Y estuve mal al irme. Y se lo dije. —¿Cómo se lo tomó? —¿Cómo crees? Me imagino a mamá escuchando las disculpas de Laini. Escuchando a su hija ausente diciendo que estaba equivocada. Sin haber estado allí, sin haber escuchado, sé lo que mi madre habría dicho. Que todo estaba bien, sin ningún problema, y que no había nada por qué lamentarse. —Estoy seguro que te abrazó y dijo que te extrañaba y que te amaba —digo suavemente. —Por supuesto que eso es lo que dijo. Recuerdo la tarjeta de Laini. Que también está en mi billetera. Siento momentáneamente una sensación de paz al pensar en que finalmente Laini fue capaz de decirle las cosas importantes a nuestra madre antes de que muriera: Estoy feliz de que seas sea mi madre. Es un

regalo, en cierto modo, poder decirle la última cosa a alguien y que sea lo último que quieres que oiga de ti. Ahora tengo dos respuestas por el precio de una. La tarjeta de Laini y la nota de papá. Pero no cualquier tarjeta ni cualquier nota. Mi madre guardó estas cosas en particular por lo que significaban para ella. Esa tarjeta y esa nota eran lo suficientemente importantes para viajar alrededor del mundo, incluso talismanes de la buena suerte, porque eran las últimas cosas que la gente que amaba le habían dicho a ella. Una promesa: volveré pronto. Un nuevo comienzo: Estoy feliz de que seas mi madre. Palabras de amor. Palabras de felicidad. No es de extrañar que mamá fuera feliz. Ella sabía cómo aferrarse a las cosas que importaban, cómo mantenerlas cerca de ella, cómo dejar que la curaran. Hay una pausa en la conversación, y Laini regresa a su paloma, tomando algunos trozos más. —¿Sabes por qué me quedé en China? —¿Por qué eres china?

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—Sí. Y no. Vine a China porque quería ser hermosa y saludable. Porque quiero ayudar a la gente. Ahora me alegro que mi madre biológica me haya entregado, pero quiero que las familias allí tengan una opción. Así es como enmiendo lo que le hice a mamá. Por cómo los dejé a los dos. Quiero decirle a Laini que está bien que se haya ido, que abandonara a nuestra madre cuando más la necesitaba. Pero no puedo exonerarla por eso. No puedo absolverla por no haber estado allí. Este perdón no me corresponde darlo. Es de mamá, y ella ya se lo ha dado. Pero nosotros podemos seguir adelante. —¿Eres feliz? ¿En China? ¿Con Shen? —pregunto, y poso una mano en su espalda. Este puede ser el primer momento de ternura que hemos compartido en años. La primera pregunta real que le he podido hacer en mucho tiempo. Asiente y se limpia una lágrima. —Sí. Lo soy. Vine a China porque quería sentirme nuevamente conectada a algo. Y me quedé en China porque se siente como un hogar para mí. Es donde vivo. Es donde pertenezco.

No creo que Laini y yo lleguemos a ser mejores amigos. También dudo que seamos como esos hermanos y hermanas que pasan el rato juntos y se ponen al día durante la semana con llamadas telefónicas amistosas. Sospecho que siempre vamos a estar en la lista de tareas pendientes del otro. Pero ya no quiero romper sus guitarras. Por lo menos ahora la entiendo. Y a veces eso es suficiente.

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17 Traducido por Martinafab Corregido por LizC

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Cuando vuelvo a mi apartamento, me dirijo a la habitación de mi madre. Enciendo la luz y camino hacia sus estanterías. Hay sobres en el estante inferior con fotos y cuadros enmarcados también. Recojo una foto enmarcada de mis padres. Ella lleva un vestido de verano, y él está en unos pantalones caquis y una camiseta a botones azul, el uniforme masculino estándar para hombres por encima de los cuarenta, lo llamaba él, diciendo: no tengo más remedio que usar esto, y algún día, hijo, tú también tendrás que vestirte así. Están de pie junto a la piscina al atardecer. Su brazo está alrededor de la cintura de ella, y se puede ver que su mano está enroscada sobre la de él, sus dedos entrelazados. Ella está sonriendo o riendo, tal vez a algo que él dijo. Él siempre quería hacernos reír. Solía llevarme al muelle de Santa Mónica a por un helado en las noches de los viernes. Pasábamos junto a las chicas trapecista, la rueda de la fortuna y la skeeball hasta el puesto de helados en el extremo del muelle. Nos quedaríamos ahí lamiendo conos, observando el agua, él bromeando sobre una cosa u otra, burlándose de mí acerca de la escuela o riéndose de sí mismo. —Pronto cumpliré cuarenta y cinco. Creo que voy a tener una crisis de mediana edad —dijo por encima de un helado malteado de chocolate una noche—. ¿Debería comprarme un deportivo? ¿O un nuevo equipo de música? —Un Ferrari. Cómprate un Ferrari. Esos son geniales. —Claro. No hay problema. He oído que el concesionario tiene una promoción. Solo doscientos cincuenta mil dólares. —¿Cuestan tanto? —No la llaman crisis de mediana edad por nada, hijo —dijo.

Pero él no estaba teniendo una crisis de mediana edad de la forma tradicional, porque estaba loco por mi madre. Le gustaba darse besos furtivamente con ella cuando pensaba que nadie estaba mirando. —Eres la mamá más caliente en todo el sur de California —le diría en el pasillo. —Oh, cállate —dijo ella. —Lo digo en serio. Lo digo totalmente en serio. ¿Cómo alguien podría ser más caliente que tú? Yo intervendría desde mi habitación. —¿Puedes por favor dejar de referirte a mamá como alguien caliente? Me está haciendo enloquecer. —Hagamos enloquecer a Danny. Bésame ahora, Liz. Vamos, bésame ahora, justo en frente de él. —Él le plantó un beso y la jaló con fuerza, y en ese momento cerré los ojos y me cubrí los oídos.

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Él fue el primero al que le dije que estaba enamorado de Holland, a pesar de que ya lo había descubierto. Estaba en tercer grado, y ella estaba en cuarto grado, y llevaba un vestido a cuadros blanco y negro a la escuela. Fue la primera vez que noté lo que llevaba una chica. En los próximos días, marqué todas las páginas de nuestro anuario de la escuela primaria con las fotos de Holland en ellas. Mi padre me vio tumbado en la cama hojeando las páginas. Cerré de golpe el pequeño anuario. Él me dio una palmadita en la espalda y susurró: —No se lo digas a tu madre, y no se lo digas a Kate, pero creo que tienes buen gusto. —¡Papá! —¿Qué? ¿Crees que no hice lo mismo cuando tenía tu edad? —¿Lo hiciste? Se sentó en la cama conmigo. —Por supuesto. Las chicas son geniales. Solo recuerda esto: modales y sentido del humor. Esas son las claves para ganarse sus corazones. Ah, y hay otra cosa más. Tienes que aprender a salvarlas de las arañas. Las

chicas simplemente odian a las arañas. Como esa que está justo en el piso —dijo, y señaló. Entonces me enseñó a cómo no matar a una araña. Hay tantas cosas que tuve que aprender sin él. Aprendí a cómo lidiar con que me marginaran en el béisbol sin él alrededor. Averigüé cómo graduarme como el primero de mi clase sin su contribución. Aprendí a afeitarme por mi cuenta. No había ningún padre al que preguntar, así que aprendí a hacerlo yo mismo. Tampoco me enseñó a cómo superar a una chica que te rompe el corazón.

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Porque Holland y yo hablamos de ir a Tokio juntos el verano pasado. Ella estaba holgazaneando en mi piscina, flotando en una balsa, un vaso de plástico de Coca-Cola Light con una pajita tonta en su porta bebidas, su pie un timón en el agua, y ella se deslizó hacia mí. Yo estaba colgando por el borde de la piscina, con las gafas de sol puestas ya que era mediodía y estaba brillante y caliente. El tipo de calor que hacía que tu piel se sintiera como si hubiese sido horneada de adentro hacia afuera. Las plantas estaban marchitándose, las flores estaban cayéndose, y todo Los Ángeles estaba languideciendo en una ola de calor. Sandy Koufax se había dejado caer a su lado a la sombra de un árbol. Holland empujó las gafas de sol en la parte superior de mi cabeza y dijo: —Vamos a Fiji. —Vamos a Tahití. —Bali. —¿Qué hay de las Islas Cook? Están prácticamente fuera del mapa. —Las Maldivas. —Seychelles. Entonces me salpicó agua. —Ahora solo estás luciéndote. —¿Las Maldivas? Creo que tú también podrías estar luciéndote. —Solo estaba tratando de impresionarte con mi conocimiento geográfico. Mi mejor asignatura era geografía. Puedo nombrar totalmente los cincuenta estados. Solo pruébame.

La saqué de la balsa y llevé su cuerpo caliente y húmedo contra el mío. —Solo hará que te quiera aún más —bromeé, a pesar de que no estaba seguro de que fuera posible desearla más. Entonces se puso seria. —¿Sabes durante cuánto tiempo me has gustado, Daniel Kellerman? Negué con la cabeza. —No. ¿Durante cuánto tiempo? Ella extendió sus manos tanto como pudo. —Durante todo este tiempo. —Eso es mucho tiempo para albergar un flechazo, Holland St. James. —No es solo un flechazo, Danny. He estado enamorada de ti.

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La chica que amaba, me amaba. Mi más grande sueño, mi más intensa fantasía, Holland y yo, se estaba haciendo realidad. —Yo también —dije en voz baja mientras ponía una mano en la parte posterior de su cuello y la besaba suavemente—. He estado enamorado de ti durante mucho tiempo. Cuando nos separamos, ella puso las manos sobre mi pecho, y dijo: —Quiero ir a todos esos lugares contigo. —Te llevaría allí. Te llevaría a donde sea que quieras ir. —¿Pero sabes a dónde quiero ir por encima de todo? —¿A dónde? —Quiero ver Tokio contigo. —¿En serio? Ella asintió. —Sí. Porque te encanta. Porque es como una parte de ti. La forma que hablas de ello, las cosas que has hecho allí con tu familia; tus ojos se iluminan. Era como si alguien estuviera viendo dentro de mí, conociéndome, y estuve un poco asustado, pero sobre todo locamente feliz.

—Te mostraría Shibuya, y te llevaría al mercado de pescado, te llevaría a las zonas comerciales más geniales donde podrías encontrar todo tipo de anillos, collares lindos y todas las cosas que te gustan. —Llévame allí, Danny. —Aunque, deberías saber que seríamos un par de bichos raros ahí, Holland. Yo sería el americano de un metro ochenta y ocho, y tú serías la chica rubia de ojos azules a mi lado. —Destacaríamos, y no me molestaría ni un poco. Sería un bicho raro contigo en cualquier momento y en cualquier lugar. Negué con la cabeza, no porque no le creyera, sino porque me sentía absolutamente incrédulo. Ella era todo lo contrario de lo que mi vida había sido durante años. La pérdida de mi padre, luego la partida de mi hermana con tanta fealdad a su paso, y después la enfermedad de mamá. Ella, esto, nosotros, era un regalo del universo, algo que lo hacía soportable, capaz de sobrevivir. Ella era lo opuesto al dolor.

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—¿Sabes a dónde más debemos ir? —¿Dónde? —pregunté. —De acampada —dijo, y se aseguró de mirarme directamente, para conectar con mis ojos antes de decir la siguiente parte—. Porque sería mi primera vez. —¿La primera vez acampando? —pregunté, tratando de sonar tranquilo. —He ido de acampada —dijo, y dejó que su voz se apagara junto con mis pensamientos—. Así que tal vez en un par de semanas deberíamos ir. Fuimos a este parque estatal a cuarenta y ocho kilómetros al norte de Santa Mónica, al lado de la Ruta Estatal de California. Caminamos por la playa, vimos el atardecer y nos besamos más veces de las que podía esperar contar. A medida que el cielo oscurecía, ella me dio esta mirada de complicidad y tocó el borde inferior de mi camiseta. Tenía estas manos inquietas, manos exploradoras, y siempre estaba tocando mis brazos, mi espalda baja, mi cintura. Yo entrelacé mis manos en su cabello, apartándole las ondas rubias de la cara. Ella inclinó la cabeza un poco, mi señal para besarle el cuello. Luego el hueco de su garganta, y entonces

detrás de la oreja de una manera que la hizo jadear. Dijo mi nombre en esta voz baja y ronca que me hizo sentir como si nadie nunca la había besado así, que nadie lo haría o podría. Un silencio cayó sobre la playa. Hicimos nuestro camino de regreso a la tienda. La habíamos puesto en el lugar más aislado que pudimos encontrar, y nos metimos en ella cerrando la cremallera. Tan pronto como estuvimos dentro de ella, me tiró contra ella en la parte superior de todas las bolsas de dormir, todavía empacadas, luego me dio esta pequeña sonrisa tonta. —Aquí estamos. —Aquí estamos —repetí. Ella movió su cuerpo contra el mío, respondiendo a todas las preguntas que nunca había tenido que preguntar, suspirando en mi boca, moviéndose bajo mi tacto. Nos separamos por un segundo, y Holland agarró el borde de su camisa, luego tiró de ella por encima de su cabeza. Cayó en alguna parte.

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Mi camisa salió a continuación; entonces Holland trazó sus dedos a través de las líneas de mi estómago, de la forma que había hecho antes, de la forma que sabía me gustaba. Cerré los ojos y respiré duro. Luego los abrí para verla desabrocharse el sujetador. Alcanzó mis pantalones cortos, y tanteamos hasta encontrar la cremallera. Abrí la cremallera de sus pantalones cortos y se los saqué, y podría haberla observado durante toda la noche, el lugar donde la parte baja de su bikini alcanzaba el hueso de su cadera, si no los quisiera fuera con tantas ganas. Extendí una mano debajo de la cinturilla y me detuve por un fragmento de segundo. Ella era la única mujer que jamás había amado, y quería que le gustara todo lo que hiciéramos. Quería que le encantara todo lo que hiciéramos. Nos despojamos de las capas finales, y aunque habíamos estado desnudos juntos antes, ahora estaba esto. —Estoy contenta de haber esperado por ti, Danny —me susurró Holland al oído. No podía hablar. No podía responder. El poder del lenguaje había sido drenado de mí, y era una línea de energía eléctrica gigante, tarareando, zumbando.

Tomé un condón. Le pregunté si le dolía. Ella sacudió la cabeza y apretó sus manos contra mi espalda, y estuve seguro de que nada sería mejor que esto, porque esto era mejor que todo. Era el mundo real multiplicado por mil. Eran truenos, relámpagos y estrellas. Al día siguiente, después de otra vez, ella dijo: —Algún día haremos eso en las Maldivas. O las Seychelles. O Tokio. —El próximo verano —le dije—. El próximo verano en Tokio. —Sí.

h Pero ahora no estamos acampando, y ahora no estamos en un tren, y ahora no estamos aquí. No estamos juntos. Ella está en el pasado, y tengo que dejarla allí. Creo que por fin sé cómo hacerlo. Creo que sé de qué manera, gracias a mi hermana y gracias a mi mamá.

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Cuando me llama como ella dijo que haría, mi mano se cierne sobre el botón de Hablar cuando miro la cara en la pantalla: Holland ganándome a Whac-A-Mole, la foto que aparece cuando llama. Vuelvo hacia las palabras que le dije en mi casa cuando la llamé una enfermedad, cuando la llamé un cáncer. No quiero que eso sea lo último que le diga. No quiero llevar un nudo de ira, un meollo de resentimiento, que doy de comer durante años hasta que me deje cicatrices. Pero no respondo a su llamada, porque no soy lo suficientemente fuerte todavía para resistir el sonido de su voz. En su lugar abro un correo electrónico para ella, y me saco la esquirla de la mano. No sangra. Incluso apenas duele cuando digo adiós. Hola, Holland. Fue bueno hablar contigo en el tren antes. Escucha, me siento mal por la forma en que dejé las cosas. Fui un idiota contigo en mi casa ese día. Realmente lamento lo que te dije. Si logras ver la película de Statham, hazme saber lo que piensas. Simplemente no me digas el final. Estoy tentado a añadir una cara sonriente, pero no uso emoticonos, así que dejo que las palabras hagan el trabajo por mí. Ella sabrá lo que quiero decir. Sabrá que lo siento de verdad y que estamos bien de aquí en adelante.

Entonces golpeo Enviar. Miro a mi alrededor al apartamento una vez más, a todos los recuerdos que este lugar posee. Vine a Tokio, en parte, por una razón práctica, para decidir si debo quedarme con este lugar o venderlo. Pero no hay ni una sola parte de mí que haya evaluado esa elección, que haya sopesado las consecuencias financieras o logísticas de ser propietario de un apartamento a mitad de camino en todo el mundo. Y la verdad es que tampoco he pensado mucho en la casa de Los Ángeles, pero tal vez esa es la que debería vender, con sus habitaciones vacías y jardines que no sé cómo cuidar. Podría encontrar otro lugar cerca de la UCLA, un lugar solo para Sandy Koufax y yo.

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Pero me encargaré de ello muy pronto. Por ahora me voy y me adentro en la noche de Shibuya, caminando por una calle llena de gente, pasando a chicos que se ríen y a chicas parloteando en un idioma que deseo entender. Miro dos veces cuando veo un puesto de helados atendido únicamente por un robot. Como una máquina expendedora, pero un poco más elaborada. Pulso los botones de la pantalla táctil al lado del robot de color azul y blanco de tamaño natural, y cuando mi pedido ha sido introducido, el robot se mueve patosamente hacia una máquina de servicio rápido, tirando de palancas para llenar un cono de chocolate y vainilla en forma de remolino. Mientras observo y espero, le mando un mensaje a Kana. Estoy listo. Para ver más de esta ciudad, más de la amiga de mi mamá, más de los lugares y la gente que mi madre conoció antes de que Takahashi regrese en unas pocas semanas. ¡Tienen robots de helado por aquí! ¿Podemos empezar esas clases de idioma pronto? Segundos después, ella responde. ¡¡¡¡SÍ!!!! Los robots de helado mandan. El robot me entrega el cono, y me adentro en la multitud, siguiendo el ritmo a unos pasos de distancia de un ruidoso grupo de amigos que han salido por la noche, pisándole los talones al grupo como si todos estuviéramos pasando el rato esta noche en Tokio.

18 Traducido por PaulaMayfair y Pilar Corregido por LizC

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Antes de mi encuentro con Kana al día siguiente, me familiarizo con el Dr. Takahashi. Lo he buscado antes en Google. Pero quiero volver a comprobarlo: su trabajo, la investigación que ha hecho, los premios que ha recibido. Abro mi laptop y me instalo en el sofá, haciendo clic y buscando, hasta que todo está fresco en mi mente. Estudió en la Universidad de Kyoto, hizo una residencia en el Monte Sinaí, y luego estudió medicina tradicional china, especializándose en los tratamientos a base de hierbas para el cáncer. Regresó a Japón y ha practicado aquí durante veinticinco años. Es conocido por llevar una mezcla rigurosa de la medicina occidental y oriental a los pacientes, es decir, vienes a él por la ciencia y la espiritualidad. Lo llama, el tratamiento del cáncer colaborativo. Es un científico y un budista, y su investigación refleja eso. Me desplazo a través del artículo de una revista sobre un estudio en el que trabajó involucrando ensayos clínicos de nuevos medicamentos contra el cáncer y terapias avanzadas, luego otro en el que escribió acerca de los roles de la nutrición, el ejercicio físico y la salud emocional también en la recuperación de la enfermedad. Me detengo ante esas palabras, salud emocional. Mi mamá debe haber sido su mejor paciente, su mejor estudiante en esa clase. Aparto la mirada de la pantalla durante un segundo; es irónico en cierto modo. He pasado los últimos cuatro años trabajando para llegar a la cima de mi clase en la escuela y lo logré. Siempre estaba llegando, tratando, logrando, teniendo éxito. Pero no sé absolutamente nada acerca de la salud emocional. Cierro el ordenador, tomo mi billetera y las llaves, y reviso mi teléfono para ver si el médico me ha devuelto la llamada aún, si el médico me

puede decir más sobre este tema nebuloso y gris en el que definitivamente no sobresalgo. No tuve esa suerte. Puedo sentir poniéndome furioso, poniéndome ansioso. Sé lo que mi madre me diría, lo que siempre me decía cuando estaba impaciente. Cuando estaba esperando averiguar si haría el primer lanzamiento del equipo de béisbol, si conseguiría esa A en Historia, si había escuchado de UCLA… Hoy, ahora, quiero saber ahora, en este segundo, si logré entrar, eso le diría a ella. Solo se paciente. Haz el trabajo, y todo saldrá bien, diría ella. Hago mi mejor esfuerzo para canalizarla. Pronto, me digo mientras abro las puertas del vestíbulo y me uno al bullicio del mediodía y las prisas de mi vecindario. Llamará pronto.

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h Al final de la siguiente semana he aprendido que Kana dice ikemen5 varias veces por hora mientras caminamos por la ciudad, por lo general cuando está mirando a un chico que piensa que es lindo. Es un poco raro ver a una chica que es tan obvia al respecto, que no lo oculta y no pretende. Me he dado cuenta que le gustan los flacos con cabello estilo punk, del tipo que está cortado en ángulos largos o irregulares. Cuando nos encontramos en el vecindario Harajuku, entrando y saliendo de la multitud de chicas al estilo Corderita y Chicos de Cabello Púrpura, dice ikemen cada cinco segundos, parece. A veces incluso toca a un chico en el hombro, se lo dice, menea sus dedos, y se marcha. Incluso ha tomado unas cuantas fotos también en su cámara real, como dice ella, de sus chicos favoritos. —¿Esto es lo que tú y mi mamá hacían? ¿Molestar a chicos juntas? — pregunto una tarde. Entonces sacudo la cabeza y levanto una mano—. Espera. No quiero saber. Ella se ríe y dice: —Algunos secretos son solo entre chicas. Ikemen: es usado comúnmente para referirse a un hombre muy apuesto, hermoso, casi femenino. 5

Ya Kana me ha enseñado a decir: Eres una nena absolutamente ardiente, y quiero comprarte una crepe de jalea. No digo esto a chicas en la calle, pero a veces Kana me hace decírselo a ella cuando tiene hambre, que por lo general ocurre cuando estamos tres o cuatro metros de distancia de un puesto de crepé. Están por todo el lugar en Harajuku, metidos entre tiendas de cuero, boutiques de camiseta con música tecno sonando a todo volumen, y tiendas que venden pequeños borradores de pingüinos, pandas o armadillos. Las únicas palabras que puedo conseguir bien con cierta regularidad son jalea y nena ardiente, por lo que hemos creado un nuevo término coloquial: nena ardiente jalea ikemen.

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Japón tiene diferentes vacaciones de verano, por lo que Kana se encuentra todavía en clases, pero tratamos de reunirnos en las tardes para comer crepé y las tutoriales japonesas, intercalándolo entre las visitas que tiene que hacer a los apartamentos que ella y su madre administran. Durante nuestras lecciones de idiomas, viajamos por la ciudad a pie y en tren, caminando más allá de patinadores en pantalones a cuadros en el Parque Yoyogi, yendo más allá de los trajes en el distrito Shinjuku, y evitando las prostitutas de la calle en Roppongi, que no me hablan en japonés sino que hablan en perfecto inglés transaccional cuando me dicen—: Cincuenta dólares por una paja. —¡Oye! ¿Qué hay de mí? —dice Kana a una de las prostitutas. La prostituta viste pantalones de camuflaje apretados que se detienen en la rodilla y una camiseta sin mangas con una bandera estadounidense en ella. Es un homenaje extraño a las tropas, o a los estadounidenses, o algo así. La prostituta luce imperturbable por la petición de Kana. Agita una mano en el aire. —Cincuenta dólares para ti también. Kana me mira y frota su pulgar contra dos dedos, como si estuviera pidiendo dinero. Abro mi cartera. —Lo siento, solo tengo un billete de veinte. La prostituta nos da una mueca y se aleja. Kana se ríe a carcajadas y cae contra mí, su cabello negro derramándose sobre mi pecho. —¡Realmente pensó que yo iba a pagar por una para mí!

—Kana, es un mundo de igualdad de oportunidades. Entre más pronto te acostumbres a eso, mejor te sentirás. —Sin embargo, eso no significa que voy a comprarte el almuerzo — dice, toma mi mano y corremos por un callejón. No sé cómo puede correr en las altas botas azul rey de vinilo que usa, pero se las arregla, y aterrizamos en una tienda de fideos. Ella ordena para los dos. —Ves. Estoy a favor de la igualdad de oportunidades. Dejo que pagues, y yo decido lo que comes. —Ponme una correa la próxima. Llévame a pasear. Funcionará muy bien. —¿Cómo lo hace con ese perro tuyo? ¿Echas de menos a Sandy Koufax? —Totalmente.

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Saco mi teléfono y le muestro la última no-foto, como yo las llamo, que Jeremy me envió. Es Sandy Koufax al lado de una linda pelirroja vistiendo un bikini de lunares. Kana toma el teléfono y hace sonidos de arrullo a mi perro. —¡Ella es la perra más adorable del mundo! —Kana me mira entonces por encima del teléfono—. ¿Por qué nunca me muestras fotos de tu amigo Jeremy? Le doy una mirada severa. Su pregunta no me cuadra. —¿Por qué te mostraría su foto? ¿Y por qué iba yo a tener incluso su foto? —Me gustan los chicos. Me gusta mirar chicos. Así que tal vez me gustaría ver cómo se ve este cuidador de perros —replica. —Kana, ese no es el tipo de foto que voy a tener en mi teléfono. Nosotros no hacemos eso. No vamos a las cabinas de fotos e inclinamos nuestras cabezas entre sí y sonreímos y luego colocamos etiquetas en nuestras fotos. Me saca la lengua. —Eres tan aburrido. Tal vez me gustaría salir con él en algún momento.

—Sí, no sé si lo sabes, pero está a medio camino alrededor del mundo. Los Ángeles está muy lejos. —Lo sé. ¡Por eso quiero ir allí! —¿A Los Ángeles? —A cualquier lugar. Los Ángeles. Londres. Montreal. Nueva York. París. No importa. Quiero salir de aquí. —¿No te gusta aquí? —Oh, está bien. Pero no me voy a quedar para siempre. Mi madre no lo sabe aún, pero no voy a aplicar a ninguna universidad aquí. La camarera entrega nuestros tazones de fideos, y Kana y yo decimos arigato al unísono. —¿Por qué? Agita sus manos en el aire como si el espacio a su alrededor se comprimiera, como si fuera claustrofóbica.

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—Japón es maravilloso, pero es muy tradicional. Y algunas de las personas aquí pueden ser muy críticas. No me gusta eso. No me gusta en absoluto. —¿Cómo son críticos? —Bueno, no sé si te diste cuenta, pero tengo un papá —dice mientras rompe sus palillos. Me preparo para una conversación pesada, y estoy casi asustado de preguntar qué pasó, pero ella contesta antes de que pueda preguntar—. No es nada malo. Quiero decir, nunca lo conocí. Mi madre es una madre soltera. —¿Te refieres a…? —Dejo que mi voz se apague mientras como los fideos. Asiente y canta con voz de falsa alegría. —Sí. Papá dejó embarazada a mamá y luego la dejó. ¡Chao-chao! —¿Así que nunca lo has conocido? —Nunca. Eran adolescentes. Mi mamá tiene solo treinta y cuatro. Me tuvo cuando tenía diecisiete años. Pero la gente de aquí, los chicos en la escuela, me desprecian por eso.

—¿Hablas en serio? Porque en cierto modo simplemente supongo que la mayoría de las personas tienen asuntos familiares extraños pasando todo el tiempo. —¡Ese es mi punto! Pero Japón puede ser muy tradicional. No les gusta que te cases con forasteros. No les gusta que te vayas. No les gusta que no seas como ellos. Y, literalmente, todos los que conozco en la escuela tienen una mamá y un papá. Y soy el monstruo que solo tiene una madre. Una joven madre para completar. ¿Puedes creerlo? ¡Loco! Están locos —dice la última parte como si estuviera burlándose de los otros chicos, pero en el fondo puedo decir que es su escudo; que es la forma en que da sentido a su vida. —Entonces, ¿dónde estás aplicando a la universidad? —NYU. Berkeley. Northwestern. Universidad de Londres. McGill. ParisSorbonne. —Eso lo cubre todo.

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—Voy a ir a cualquier parte. En cualquier lugar menos aquí. —Hay tristeza en su voz. Nostalgia—. Es por eso que me gusta pasar el tiempo contigo —dice, animando a sí misma rápidamente. —Pero a mí me encanta estar aquí. —Lo sé, lo sé. Me hace querer un poco más a Tokio, viéndolo a través de tus ojos. Además, también eres un bicho raro. Me rio, y luego recuerdo cuando Holland y yo hablábamos acerca de ser bichos raros aquí en Tokio. Holland respondió a mi correo electrónico de la otra semana. Después envió otro también. Pero he estado borrando las notas sin leerlas. No confío en mí mismo lo suficiente para no ceder si veo sus palabras, así que borro sus mensajes antes de siquiera mirarlos, antes de que las palabras me seduzcan a responder. Las pastillas que tomo cada mañana en el apartamento, mi apartamento, mientras miro por la ventana las bulliciosas calles abajo ayudan. Son como vitaminas; cada dosis diaria me da fuerzas para seguir adelante. Son una capa protectora para ayudarme a mantenerme en el camino. O quizás Kana es la armadura. Quizás ella es mi chaleco a prueba de balas. La señalo con un palillo.

—Hablando de raros, creo recordar que prometiste contarme por qué le silbaste a esa mujer el día que te conocí. —Ah, buena pregunta, mi estudiante. Sacudo mi cabeza, pero estoy sonriendo. —Cuando alguien me mira raro, se los devuelvo —responde. —¿Silbándoles? Ella silba de nuevo, agudo y sibilante. —Dilo. Di que tengo el mejor silbido del mundo. —Nadie silba mejor que tú, Kana. Nadie, nadie, nadie. —Por eso comencé a vestirme así también —añade—. Para reconocerlo. Para reconocer el hecho de que ya de por sí destaco en la escuela. —¿En serio?

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Está sonriendo y asintiendo. —Ya todos creían que era alguna clase de bicho raro. Entonces, ¿por qué no volverme loca? No tengo que impresionar a nadie siendo una colegiala formal y correcta. Así que me visto para mí. Uso las cosas que todos quieren usar pero tienen miedo por lo que la gente podría pensar. Además, es bastante difícil ser infeliz cuando estás llevando un bolso de panda y usando un par de botas por las que un travesti babearía. El otro día usó una enagua blanca, medias naranjas y un suéter amarillo con la ilustración de una paleta en el pecho. Otra vez un conjunto de porrista rojo, azul y blanco con botas de combate negras. Ahora tiene sentido por qué se viste tan salvajemente; no como espectáculo, sino por su cordura. La moda le hace feliz. Y, seguro, estoy feliz en el momento con su amistad. Me gustan sus bromas, su silbido, su sabiduría y alma antigua. Me gusta la forma en la que me siento como si la conociera de toda la vida y la forma en la que me siento estable con ella. Más que todo, me gusta que me siento vivo, me siento bien, siento esa cosa que mi madre dice que sintió, feliz, por más de algunos pocos segundo. Pero, ¿eso es suficiente? No puedo llevar a Kana conmigo a California; no puedo sostenerla frente a mí como un escudo por el resto de

mi vida. Tengo que encontrar una manera de ser feliz incluso cuando ella no esté allí. Tengo que seguir buscando las respuestas, y sé que no las encontraré simplemente en clases de idioma y crepés, a pesar de cuanto disfruto ambas cosas. —Kana, ¿me vas a mostrar el templo al que mi madre fue cuando estuvo aquí? Necesito ver más. Necesito conectar con ella —digo, y no puedo sentirme más expuesto de lo que me siento ahora mientras digo esas palabras en voz alta por primera vez, mientras descarada y pacientemente pido ayuda. Pido más, incluso aunque ya me ha dado tanto. Pero esta es Kana. Ella no se aprovecha. Y no lleva la cuenta. —Sería un completo honor.

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Dejamos la tienda de fideos y nos dirigimos hacia la escalera del metro más cercanas y al siguiente tren. Las puertas se cierran, y pasamos rápidamente a través de los túneles bajo Tokyo. La mano de Kana está justo debajo de la mía ya que compartimos la misma correa. Ella lo nota, se encoge de hombros juguetonamente, y luego mueve su mano deliberadamente para que esté sobre la mía. No es un movimiento romántico; no tenemos esa clase de atracción química. Pero cuando entrelaza sus dedos con los míos, les hago lugar y luego aprieto su mano en respuesta. Soltamos nuestras manos cuando llegamos a nuestro destino, un distrito de clase obrera. Pasamos junto a varios callejones comerciales con puestos de venta en carpas que atienden a los locales. Están vendiendo cosas básicas, como ollas, sartenes, lociones y toallas. El templo está al final del camino de compras para peatones, es claramente un templo, con linternas y un diseño estilo pagoda, pero es más pequeño que los otros templos que he visto y necesita una nueva capa de pintura. Entro con Kana. El incienso arde y las velas destellan. Mis ojos se ajustan a la tenue luz aquí. Inhalo profundamente, esperando oír una voz, sentir una presencia, algo. En su lugar, Kana susurra: —¿Te consideras religioso? Sacudo mi cabeza. —Judío agnóstico.

Aunque en realidad sería algo más como judío cultural. Me gustan los bagels y el salmón ahumado, se me antoja matzo brie cuando estoy enfermo, como kugel en Rosh Hashanah, y creo que los rabinos son lo más cerca que puede haber a hombres sabios. Hice un año en una escuela hebrea, pero ni siquiera tuve mi bar mitzvah. Mis padres eran judíos, pero ambos perdieron interés en mantener la religión, y tengo que decir que me alegra que ninguno de los dos insistiera en enviarme a una escuela hebrea después de ese año. Prefería estar haciendo deporte o leyendo libros, así que eso es lo que incitaron. Aunque nunca sentí que me estuviera perdiendo algo, a decir verdad. Pero quizás sí estaba perdiendo algo. Quizás si fuera más religioso, podría lidiar con el hecho de que mis padres ya no están. Podría creer que están en un lugar mejor, quizás incluso juntos otra vez. Creo que a ambos les gustaría eso. Mi mamá extrañaba un montón a mi padre, y si hay un paraíso, algo después de la vida o algo más, no tengo duda que él hubiera estado añorándola todo el tiempo hasta que ella llegó unos meses atrás.

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Luego me doy cuenta: esta es la primera vez que pienso en ellos juntos. La primera vez que los imagino como algo más que cenizas. Quizás lo único que necesitaba era ir a un templo. O quizás me estoy volviendo loco. —Creo que tu madre era budista. O se convirtió en una —dice Kana. Asiento. Eso es lo que sé de ella. No que se haya convertido en una, porque no se convirtió ni nada, porque uno no se convierte realmente en un budista. Pero durante los últimos años, definitivamente sintió más afinidad con las religiones orientales y por las creencias centrales del budismo: reencarnación, nirvana, sabiduría, karma e iluminación; de la que sintió por el judaísmo. Aunque, honestamente, las religiones no son tan diferente en el núcleo. Habló del budismo un par de veces durante nuestras varias cenas en Los Ángeles, en el bufet hindú a la vuelta de la esquina o la taquería cercana que tenía veinte tipos diferentes de salsas, incluyendo ananá y mango, sus favoritas, o incluso Captain Wong, sin aditivos ni arroz integral, solo vegetales para ella. —Hoy envié mi solicitud —dijo ella por encima de su brócoli. Levanté mis ojos sin saber a lo que se refería.

—Al budismo. Espero haber llenado correctamente el cuestionario. Quiero ver si me aceptan —dijo. —Ah, he oído que puede ser bastante riguroso. —Usualmente te responden en unos meses, pero la presenté como una petición temprana, así que creo que será más pronto. —Bueno, eso es bastante obligatorio, ¿sabes? ¿Estás lista para esa clase de compromiso? —bromeo mientras arponeo un pedazo de filete a la pimienta. —U.S. News and World Report la clasificó como una de las religiones mundiales más conocidas, así que creo que estaré bien con la decisión — dijo, luego tomó un bocado de su brócoli. Su tono cambió entonces; se tornó no tanto seria sino sincera—. Creo que me traerá paz, Danny. Con todo.

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—Seguro. La paz es buena. ¿A quién no le gusta la paz? —dije, haciendo todo lo posible para no cambiar el tono de mi voz, para mantener la conversación tranquila—. Y me gusta este filete a la pimienta. Deberíamos venir a Captain Wong para la cena de graduación. ¿No lo crees? Me mostró una pequeña sonrisa, luego asintió, y continuó comiendo. No estaba muy seguro sobre qué pensaba del budismo en ese entonces, o ahora, para ser honesto. Además, siempre asumí que como judíos, culturales o de cualquier otra forma, estábamos en la misma página con todo lo de un-después-de-la-vida-nada-tradicional, pero quizás mamá comenzó a creer en más. —¿En qué crees que reencarnará? —pregunta Kana con su suave voz, la voz que usa en la Casa del Té Tatsuma. Me siento tentado a hacer una broma, pero cuando recuerdo las conversaciones con mi madre durante nuestras cenas, sé que no es el momento para ser frívolo. Además, cuando Kana me mira con esos ojos fervorosos, sé que ella está presentando sus respetos, que así es como honra a los muertos. Así que le doy espacio a la pregunta, y me permito el tiempo para formar una verdadera respuesta. No solo palabras que saque del aire porque sucede que encajan con la pregunta. Sino respuestas de mi interior. Porque sé la respuesta, muy en mi interior.

—Un arbusto de lilas. Reencarnaría como un arbusto de lilas. Y le encantaría. Amaba las lilas como si fueran una religión. Decía que nada olía mejor que las lilas. Cuando veía una, se detenía y la olía. Y no solo las olía sino las inhalaba, las ingería. Hizo eso en la casa de nuestro vecino en Santa Mónica. Cuando salíamos a caminar, miraba detrás de nosotros, vigilaba su jardín, y entonces tomaba mi mano y nos apresurábamos hacia sus preciadas lilas. Se inclinaba hacia delante, inhalaba y luego hacía que el aroma flotara hacia ella con su mano. Por eso robé una rama de éstas para el día de la madre ese año. —Ah, cielo —dijo. Las olió una vez más por si acaso—. Un día tendré todo un jardín lleno de lilas. Algún día pasaré mis días haciendo crucigramas y oliendo lilas. Y mis niños me traerán chocolate oscuro en una bandeja mientras usan pequeños trajes. —Luego me golpeó suavemente el brazo y dijo—: Vamos, tenemos que salir de aquí antes de que el loco aparezca.

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Los ojos de Kana brillan a medida que oye la historia, pequeños destellos de luz danzando por sus pupilas. Pone su mano sobre mi brazo. —Danny, Sr. Danny-Las-Historias-No-Son-Realmente-Lo-Mío. Tú acabas de contarme una historia. Y creo que eso es lo más animado que has estado desde que te conocí. —¿Por qué crees que estaba tan feliz aquí, Kana? Pasaste tiempo con ella cuando yo no podía estar aquí. ¿Cómo era? Has dicho en tu nota que siempre estaba alegre. —Creo que se necesita una persona muy especial para encontrar la alegría en la vida cotidiana. Tu madre era así. Era una de esas personas. Vida cotidiana. Recuerdo la última semana con Kana. Crepés y conversaciones. Borradores de panda y fotos de mi perro. Y hablar. Hablar mucho. Sobre todo y nada. Quizás eso es suficiente para ser feliz. Quizás será suficiente para mí. Pero, ¿cómo encuentras la felicidad en la vida cotidiana cuando estás muriendo? Me cuesta encontrarla, y soy el que aún está viviendo. —Vamos afuera y veamos si hay algún arbusto de lilas —dice Kana. —No creo que las lilas florezcan en junio.

—No, pero ese es el punto. Quizás hay un arbusto de lilas incluso si se supone que no debe haberlo. ¿Sabes a lo que me refiero? No me rio, resoplo o me burlo. Porque sé a lo que se refiere. E incluso aunque no encontremos un arbusto de lilas en el suelo del templo, tengo que admitir que huelo algo como las lilas en el aire. Quizás mamá reencarnó aquí. Quizás ésta es su primera reencarnación, como el aroma de sus flores favoritas. A ella le gustaría eso. A mí me gustaría eso. Y en algún lugar, en mi interior, también lo creo. Creo.

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19 Traducción SOS por LizC Corregido por G.Dom

Junio se disuelve en Julio y un calor pegajoso se aferra a la ciudad. Aquí hace calor más allá de las palabras, del tipo sofocante de calor. Las calles irradian fuego, y el sol lo arroja de vuelta una vez más, como si estuviera lanzando rayos de calor, arrojando un sinfín de oleadas de aire abrasador. Las ciudades son los peores lugares para estar en clima caliente.

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Echo de menos mi piscina. Echo de menos las secciones sombreadas de mi patio trasero. Echo de menos sentarme bajo un árbol y estirarme a la sombra, leer un libro y sentir la brisa del mar cercano pasar a la deriva. Echo de menos el mar. Echo de menos lanzar pelotas de tenis a mi perro mientras ella las va a buscar entre las olas. Echo de menos a mi perro. Junio fue una tentación, como una geisha tentadora con un gesto insinuante para que me acercara, con un baile y un vaivén de las caderas. Pero Julio, con este calor, es su cruel madrastra. En un sábado por la mañana particularmente caliente, me quedo en el interior donde hace frío. Hablo por Skype con Kate. Ella revisa varios asuntos pendientes conmigo. Cosas sobre las cuentas, el dinero y los períodos de tiempo en los que puedo acceder a ciertos fondos. Luego se quita sus gafas, y es extraño, veo este gesto tododemasiado-familiar de ella a través de la pantalla del ordenador. —¿Qué es lo que decidiste hacer sobre el apartamento? La pregunta me sacude por un momento. Es por eso que pensé que vine a Tokio. Para ver este apartamento otra vez, para decidir si debía conservarlo. Pero apenas he pensado en la decisión porque de ninguna manera voy a venderlo.

—Lo conservo —le digo, y Kate me habla de la documentación y los detalles que necesitamos resolver. Asiento y accedo a todo, sabiendo que voy a hacer lo que tenga que hacer para mantener esta casa como mía. —Y en algún momento, tal vez no hoy ni mañana, pero en algún momento, deberías pensar en qué hacer con la casa de aquí. Es tan raro pensar que está bajo mi decisión. Que a los dieciocho años, cuando ni siquiera he pisado un aula universitaria, y mucho menos una oficina de trabajo, me están pidiendo que haga esta elección. —No lo sé todavía —le digo, pero sé hacia dónde me apoyo en esto. —¿Qué hay de las cosas de tu madre, Danny? —Cierro los ojos por un segundo. Mi pecho se siente apretado—. Su ropa. Sus pelucas. Sus libros —continúa Kate. —Dónalas —contesto rápidamente, así no tengo que pensar en ello. Entonces tengo una idea mejor—. Todo excepto las pelucas. ¿Puedes enviar las pelucas aquí?

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Ella ríe. —¿Para ti? ¿Algo que quieras decirme? —Sí. Empecé un programa de travestis en Roppongi. No, son para Kana. A ella le encantará. —Voy a enviarlas junto con mi alfombra. Tengo que enviar a Tokio una alfombra antigua la semana próxima en un jet privado. Este cliente mío tiene propiedades tanto en Los Ángeles como en Tokio, ¡y su propio jet privado! —Esa es la única manera de viajar. O al menos eso me han dicho. — Estoy a punto de despedirme cuando recuerdo que compré algo para Kate. Sostengo una caballa de plástico para su colección de sushi—. Y yo voy a enviar esto para ti. Pero no en un jet privado. Solo por correo regular. Después de apagar la computadora, suena mi teléfono celular. Es un número local, pero no es Kana, y solo hay una persona más de la que he estado esperando tener noticias aquí en Tokio. Estuve a punto de saltar sobre el botón de Hablar para tomar la llamada de la oficina del doctor. Ni siquiera es la recepcionista. Es el propio Dr. Takahashi. Mi pulso se dispara, y soy todos nervios cuando dice

palabras como la confidencialidad médico-paciente y yo no suelo hacer esto. Entonces las siguientes palabras vienen, y son jodidamente hermosas. —Pero entiendo que esto es importante, y por ti puedo salirme de los límites. —Gracias, doctor. Muchas gracias —le digo, y estoy muy contento de que él se esté compadeciendo de mí. Es curioso, cómo nunca quise compasión de parte de Holland, pero es lo que voy a felizmente aceptar de la última gran esperanza.

h Corro para reunirme con Kana en nuestro lugar de encuentro cerca del Parque Yoyogi para contarle la buena noticia. Takahashi está de vuelta del Tíbet, y me verá al final de la semana. La última pieza, lo último que he venido a buscar. Finalmente me puede decir qué hay detrás de la puerta número tres.

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—Es como un pronunciamiento, Kana, como si me hubiera sido concedida una audiencia con el rey —le digo, y siento como si puedo exhalar, como si hubiera estado aguantando la respiración por esta reunión. Ella estira y alza su brazo derecho, luego habla con una voz profunda. —El Rey Takahashi lo verá ahora, Danny Kellerman. —Luego me sorprende al imitarme, adoptando algún tipo de acento exagerado de chico Californiano y haciendo un gesto relajado—. Amigo, lo que está escrito, así será. Todo lo que puedo hacer es poner mis ojos en blanco, porque ella me ha dado una lección, me venció en mi propio juego de sarcasmo ocasional. Cuando vuelvo a mi edificio, una ráfaga de aire frío me saluda en el vestíbulo. Voy a decir esto: Tokio hace bien en usar aire acondicionado. Está helado dentro de mi edificio, y eso es épico. Me considero algo así como un experto en aire acondicionado. He estudiado la refinada diferencia en los grados, he meditado en los veinte grados como la temperatura de enfriamiento perfecta en comparación con diecinueve grados. He contemplado si dieciocho es lo suficientemente ártico para mí. Y he declarado que los diecisiete es mi nirvana, así que giro el termostato a

la temperatura perfecta cuando llego arriba. El zumbido familiar de la máquina comienza, un zumbido reconfortante que marcará el comienzo del efecto iglú. Sin embargo, la temperatura no baja. El aire no se torna más fresco.

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Mierda. Mi apartamento será una sauna en minutos si no soluciono esto. La unidad de aire acondicionado está en un armario en el dormitorio principal. Abro la puerta de la habitación de mi madre, y luego la del armario, entonces inspecciono la unidad, abriendo la tapa fácilmente. Enseguida noto que el filtro es un desastre, todo sucio y obstruido, y es por eso que el aire no se está enfriando. Es una solución fácil, así que me dirijo a la cocina, tomo el cubo de la basura, y vuelvo a la habitación. Encuentro los filtros adicionales al lado de la máquina, enviando un silencioso agradecimiento a Kana y Mai, porque nadie tiene filtros cuando los necesitas, a menos que sea tu trabajo abastecerlos, así que intercambio el nuevo, lanzando el viejo a la basura. Pongo la tapa y cierro la puerta del armario. Mi padre era muy útil en casa; él me enseñó a ser multiuso también. Echo un vistazo a las fotos enmarcadas de él, un recordatorio de que él me dio esta habilidad, que todavía puedo encontrar piezas de su vida en mí. Mis ojos se sienten atraídos por el montón de fotos que vi la otra noche en el estante más bajo, junto a la foto enmarcada que había estado mirando de mis padres. Las alcanzo solo para ver lo que hay allí, para ver qué fotos nunca llegaron a los marcos. Paso a través de ellas. La mayoría de ellas son copias de las que ya están enmarcadas o que son malas tomas… aquellas que tienen los ojos rojos, se ven borrosas o cuando el sujeto está fuera de foco. Estoy a punto de arrojarlas de nuevo en el estante cuando una foto me llama la atención. Reconozco ese cabello en cualquier lugar. Un mechón de cabello rubio claro, con la menor de las ondas en él. Es Holland; apenas está en el marco, solo el borde de su cabello. Ella sostiene una manta blanca envuelta alrededor de algo. Una foto tomada al azar, una mala toma. Pero, ¿dónde está la verdadera? ¿Dónde está la que coincide con esta, la que cuenta la historia que esta foto no está compartiendo? Compruebo los estantes de mamá. No la veo. No hay fotos enmarcadas de Holland. Miro detrás de los libros. Todavía nada. ¿Qué demonios? ¿Por qué mi mamá tiene una foto de ella de esa manera? No es una pose, una toma a la cara o una foto de vacaciones, sino un momento en el tiempo en su lugar. Exploro el escritorio de mi madre.

No hay mucho en él, solo algunas notas post-it y lápices para sus crucigramas, algunos desgastados, algunos afilados. Hay un libro de crucigramas y acertijos a un lado de su escritorio. Algo blanco, como un pedazo de cartulina blanca, asomándose por un lado. Tomo el libro y alcanzo la cartulina. Es un marco de fotos rígido, no de metal sino del tipo de cartón que se mantiene de pie al abrirse, con dos fotos en él. Mis manos tiemblan cuando abro el marco. Dos fotos: en una Holland está mirando a la cámara y sonriendo. Hay máquinas cerca y ella está sosteniendo algo en sus brazos, envuelto en la manta blanca, y unos mechones de cabello castaño sobresalen de la manta. En la foto siguiente, ella está de vuelta al paquete en sus brazos, y en su interior está un pequeño bebé. Los ojos del bebé están abiertos, y Holland está besando la cabeza del bebé. Holland se ve cansada, pero feliz. Mi corazón sale disparado de mi pecho y se derrumba en el suelo cuando leo el nombre que mi madre ha escrito. Sarah St. James.

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Sarah no es una amiga de la universidad. Sarah tiene el apellido de Holland. Y una fecha de nacimiento. Hace seis meses.

20 Traducido por Lorenaa Corregido por G.Dom

Salgo tambaleante de la habitación de mi madre. Hace seis meses Holland tuvo un bebé. Sarah tiene seis meses.

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Busco a tientas el Percocet. Los encuentro sobre la mesa de café. Me tomo uno. Luego otro. Me voy. Paseo por las calles de Shibuya, pasando por las arcadas, por las tiendas que venden calcetines de corazones y rayas con los colores del arcoíris, pasando los salones de juegos donde la gente está ganando figuritas de gatos y de manga. ¿Cómo puede querer la gente figuras de manga y gatitos en tiempos como estos? Paso las tiendas de móviles, a los vendedores de crepés y un salón de uñas anunciando que tiene calcomanías de soles, lunas y flores, no entiendo cómo un salón de uñas puede anunciar soles, lunas y flores, cuando hay tantas otras cosas, no tiene sentido. Gotas de sudor caen por mi frente. Me paso la mano por la cara. Tengo la mano grasosa. Tomo el extremo de mi camiseta gris y me limpio con ella. Pero el sudor vuelve otra vez, cuando miro hacia la hora y la temperatura fuera del Banco de Tokio, el parpadeo rojo marcando treinta y seis grados y la una de la tarde. Eso significa que son las nueve de la noche de ayer en Los Ángeles. Estoy frente a una tienda por departamentos imponente, ocho pisos de altura. Una japonesa delgada con tacones y traje sale, y una ola de frío sale tras ella. Es como en un iglú ahí dentro. Necesito los efectos de un iglú ahora mismo, así que tomo la escalerilla hacia el sótano, hay una masiva expansión de tiendas de comida gourmet, puestos vendiendo chocolate Europeo, cajas de comidas empacadas y fruta fresca con los precios por las nubes. El aire frío me quita el calor, y para el momento que paso por los

rábanos y las berenjenas en escabeche que vende una japonesa vestida con un traje beige con una gorra blanca como la que usan las enfermeras, soy capaz de sacar mi teléfono del bolsillo. Ella responde al segundo timbre, y odio que el sonido de su voz me quite la respiración. Estoy luchando una batalla perdida con ella, ahogándome en tierra firme al sonido de su voz diciendo mi nombre. —Danny. No me molesto con una pequeña charla. —¿Quién es Sarah realmente? —¿Qué quieres decir? —tartamudea. —Quiero decir: ¿Quién. Es. Sarah? ¿Por qué llevas su nombre alrededor de tu cuello? ¿Quién es? ¿Dónde está? Porque no creo que fuera tu amiga de la universidad. Y no creo que esté muerta —digo mientas paso a un chico joven intentando venderme un buen conjunto. Levanto mi mano en señal de que detenga su venta ambulante.

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—¿Quién crees que es entonces? Paso las cajas de regalo de cerezas y setas asiáticas mientras su voz atraviesa la línea, la distancia entre Tokio y Los Ángeles. —Tu hija. —Me detengo. ¿Qué digo ahora?—. ¿Qué diablos, Holland? Holland no dice nada. Intento imaginármela. ¿Dónde está? ¿En su casa? ¿En un día de campo donde trabaja? —¿La diste en adopción? —No. Dejo de andar. Apoyo la mano en un mostrador para equilibrarme. Hay pastelería de judías rojas bajo el cristal. Nadie me pregunta si quiero comprar algunas. Cada persona que está trabajando ahí sabe que no estoy ahí por las judías rojas. —¿No lo hiciste? ¿No la diste en adopción? —No. No la di en adopción. —¿Está muerta?

—Sí, está muerta. —Cambio mi postura, alejándome de la comida, y me apoyo contra una sección de pared de ladrillo. Miro hacia abajo al suelo de pavimento. —Mierda. Holland. ¿Por qué no me lo dijiste? —No contesta—. ¿Qué pasó? —pregunto suavemente. —Entré en labor de parto cuando estaba de cinco meses y medio. Estaba de veintiséis semanas. Él bebé nació prematuro. Pesó 935 gramos solamente y era perfecta en todos los sentidos, excepto que era demasiado pequeña, no se suponía que debía de nacer todavía. Estuvo en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales durante dos días y pescó una infección, no fue lo suficientemente fuerte para luchar contra ella y murió. Las palabras son duras, ensayadas, como si las hubiese dicho antes. Me pregunto si lo ha hecho y a quién, o si simplemente las ha ensayado en su cabeza, así puede decirlas sin ahogarse en cada horrible palabra, porque son horribles, cada una de ellas, ensartadas como pequeñas granadas.

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—Dios —digo, pero cuando intento pensar en otra palabra, en lo siguiente a decir, se me ocurre algo—: ¿Ibas a quedártela? —No. No lo sé. Quizás. No lo había decidido. —¿Tu madre lo sabe? —Sí. Todo. Se lo dije cuando estaba, no sé, de cuatro meses. Mi padre nunca lo supo. —Pero mi madre lo sabía. Tiene una foto. Holland. ¿Sabes eso? —No contesta—. ¿Por qué mi madre tiene una foto de tu bebé, Holland? ¿Por qué mi madre tiene una foto de Sarah? —Sé la respuesta. Solo hay una. Pero la respuesta es tan irreal, tan ajena, tan completamente maliciosa—. Ella era… Sarah era… —Me callo. No puedo hacer que mía salga de mi boca. Mi lengua está atada. Holland la desata con su respuesta. —Sí. Era tuya. Olvida la granada. Es como una sucia bomba explotando en mi pecho, hay metrallas por todas partes. Tengo tantas preguntas ahora que sé esa respuesta, pero me estoy sacando los trozos de cristal y metal de mi piel. Y mi voz se ha ido, le han disparado, tengo la garganta seca, los

pulmones cerrados y los puestos de comida se desvanecen, el mostrador se ha ido, las mujeres vestidas de beige desaparecen, y estoy de nuevo en un estado primordial donde no tengo palabras, no tengo brazos ni piernas ni voz. Me hundo en el suelo del sótano de la tienda, mientras la gente, demasiada gente, un interminable reguero de gente, pasa por mi lado. —Danny. Holland está diciendo mi nombre. Quizás ha estado ahí durante, segundos, minutos, años, eones. Me centro otra vez. El suelo es de pavimento otra vez, los mostradores están llenos de comida, los trabajadores tienen forma de nuevo. —Estoy aquí. —Lo siento —susurra al teléfono—, lo siento mucho. ¿Lo siento? ¿Es de eso de lo que se trata esto? ¿Sentirlo? Hay muchas cosas más que decir que lo siento. Todas empiezan con: ¿por qué?

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¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué me estoy enterando ahora de que era padre? ¿Por qué me estoy enterando ahora que la niña murió? Ese sentimiento de bombardeo vuelve, como si la bomba que ha lanzado Holland me arrancara todos los órganos. Ni siquiera sé cómo se supone que debo tomar esto, recibirlo, aceptarlo, lidiar con ello. No tengo ni idea. Pensarías que soy un experto, un profesional del duelo a este punto. Que sería mi segunda naturaleza, que esto sería mi mejor tema, algo en lo que sobresalgo. Pero lo único que siento de verdad, es un alivio enfermizo. Tengo dieciocho años. Estoy a punto de empezar la universidad. No tengo familia. Soy la última persona en el mundo que debería tener un hijo. La chica que amo ha estado destrozada, rota en pedazos, por esto la mayor parte del año y yo ni siquiera lo sabía. ¿Pero yo? Todo en lo que puedo pensar es: gracias a Dios que no tengo un hijo. He esquivado una bala, una que se dirigía directamente a mi cabeza. No le puedo decir eso a ella, no se lo puedo decir a nadie. Una familia pasa a mi lado. La madre me mira. Lo sabe. Me mira y lo sabe. Soy un chico que tuvo un hijo que no quería, y el niño murió, y hay una parte de mí que está contenta. ¿Cómo me convertí en esta persona? No me gusta esta persona.

—No puedo creer que no me lo dijeras. No puedo creer que no me preguntaras qué hacer. No puedo creer que no dijeras ni una palabra. Entonces ni nunca. —He estado queriéndotelo decir las últimas semanas. ¿Por qué crees que te mando correos todo el tiempo? ¿Por qué crees que te llamé? —No lo sé. ¿Cómo se supone que tenga alguna idea? —He estado intentando explicártelo todo. —¿Quieres explicar las cosas? ¿Quieres explicármelo ahora? Suena genial. ¿Por qué no tomamos un café mañana y puedes decirme todo lo que estabas intentando explicarme? —Y entonces le cuelgo. Dejo caer la cabeza entre mis rodillas, pero no creo que sea con Holland con la que esté enfadado por no decírmelo. Estoy enfadado con alguien más. Alguien con quien nunca he estado enfadado antes. Mi madre.

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21 Traducido por Magdys83 Corregido por LizC

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Holland trabajó en un campamento cada verano durante el instituto, pero nunca pareció un trabajo para ella. Tenía una conexión natural con los niños. Un día el año pasado, la recogí en el campamento y estaba sentada en la mesa de picnic enfrente de la escuela donde se celebraba el campamento. Había una niñita con ella. Sus padres deben haber estado retrasados para recogerla o algo así, por lo que me uní a ellas en el banco, y Holland y la niña jugaron al tres en raya, por probablemente veinte minutos. La niña venció a Holland en una ronda e hizo un pequeño baile, entonces Holland venció a la niña y alzó sus brazos tonificados en el aire triunfalmente. Siguió así, algunas veces Holland la dejaba ganar, algunas veces Holland ganaba a propósito, y algunas veces era un empate. Me gustó que Holland no se limitó a dejar ganar a los niños todo el tiempo. Me gustó que fuera juguetonamente competitiva con ellos. —¿Sabes que el tres en raya se originó en Egipto? —le dijo Holland a la niña. La niña negó con la cabeza. —No lo creo. —¿Entonces tal vez fue en Madagascar? Otra sacudida de cabeza. —Está bien, estoy pensando que en Rumania. La niña empezó a reír. —¡No! No en Rumania.

—Bueno, ¿entonces dónde? ¿Dónde crees que se originó el tres en raya? La niña encogió sus hombros delgados. —No lo sé. —Deberíamos averiguarlo. Debemos investigarlo. ¿Puedes buscarlo esta noche? —¡No sé cómo hacer eso! —Sólo busca en Google y me cuentas. Tal vez, escribe un informe. ¿Puedes hacer eso por mí? La niña se rio más y negó con la cabeza. —¡No sé cómo hacer un informe, Holland! —Bueno, tal vez solo puedes hacer algunas galletas de chispas de chocolate esta noche. No, espera. ¿Qué tal pastelitos? ¿Puedes hacer pastelitos de ranas arbóreas?

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—No creo que quieras comer ranas arbóreas. —¿No? Escuché que son muy ricas con glaseado de chocolate. ¿No sabe todo mejor con glaseado? —Me encanta el glaseado. ¿Y si los pastelitos solo llevaran glaseado? —¿Qué tal de glaseado y Skittles? —Eso sería un desastre. —Pero uno bueno. ¿No crees? La niña asintió. —¿Cuánto te debe mi mami? Holland me miró. —La tarifa de recogida tarde —explicó. Cuando la mamá se presentó, estaba exhausta, preocupada y su cabello estaba despeinado. Buscó en su bolso una chequera pero no encontró una. —Lo siento mucho —dijo la mamá.

—No es nada —dijo Holland, y agitó una mano en el aire—. Nos divertimos. —Te pagaré mañana, lo prometo. —En verdad. No pienses dos veces en ello. Va por la casa. La mamá se fue e inventamos escenarios del por qué llegó tarde cuando nos alejábamos. —Estaba atascada en el tráfico —sugirió Holland. —No. Estaba haciéndose la manicura. —Botox, cariño. Estaba poniéndose botox. —Abdominoplastia. —Un tatuaje de delfín en el culo. —Pezón perforado. —¡Puag! —dijo Holland, y arrugó su nariz.

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—¿Ombligo perforado? —ofrecí. —Mucho mejor. Pero creo que estaba teniendo una aventura con su jefe. —Ah, un poco de placer vespertino. —Y acaban de dejar el Hotel de Beverly Hills. Asentí. —Sí, definitivamente está teniendo una aventura. Pero no es con su jefe. Está seduciendo a un chico mucho más joven. —Los chicos más jóvenes son los mejores —dijo Holland, y puso la mano en mi pierna. Llegamos a un semáforo, y se inclinó para susurrar—: Vamos a detenernos en algún lugar pronto. Encontré el piso más vacío en el siguiente estacionamiento más cercano, y subimos al asiento trasero de mi auto. Los dos teníamos certificados de salud, de modo que Holland estaba tomando la píldora para entonces. Por todo lo que sé, ése podría haber sido el momento en que el control de natalidad no hizo su trabajo.

h Vuelvo el apartamento al revés. Vacío cada cajón, cada gabinete, cada alacena. Lo hago de nuevo. Y de nuevo. Para el final del día, no he encontrado nada más. Nada más que mi madre escondiera de mí, nada más que mi familia no me dijo. Pero estoy seguro de que está aquí, al acecho. Algo que tenga sentido en este desastre. Porque esto no cuadra. Mi mamá no guarda secretos como este. No lo haría. Era honesta, abierta y adelantada. Cuando estaba en tercer grado, los otros niños estaban empezando a hablar de “los pájaros” y “las abejas”, pero nadie lo había comprendido, en especial los detalles de cómo todos nos las arreglamos para escapar de nuestras mamás como bebés. Una noche, pregunté en la cena. —Mamá, ¿cómo pude salir de tu barriga?

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Ella se rio fuerte. Mi papá se rio entre dientes, apartando la mirada. Laini se rio a carcajadas. —Oh, esto va a ser bueno —dijo ella. Mi mamá me miró, tratando de borrar la sonrisa de su rostro. —¿En verdad quieres saberlo? ¿Estás realmente preparado para la respuesta? —Sí. Entonces me lo dijo. No con detalles gráficos ni nada. Pero lo suficiente para disipar mi idea anterior que de alguna manera salí al estilo Alien. —Eso es lo más inquietante que he escuchado alguna vez —dije. Los tres se rieron durante el resto de la comida. Pero aunque la verdad no me impidió hacer más preguntas a través de los años. Preguntaba; ella respondía. Ese era el trato. Incluso cuando fue diagnosticada por primera vez, le pregunté, con lágrimas saliendo disparadas de mis mejillas de trece años, si ella se iba a morir. —Es posible, pero voy a hacer todo lo posible para luchar contra esto. Lo prometo.

Si era tan honesta acerca de todo eso, entonces, ¿por qué iba a ocultar esto? Dejo su habitación y azoto la puerta. Me gusta el sonido de eso, así que la azoto una y otra vez, el sonido resuena en el apartamento, el ruido astillándose en mis oídos. Regreso a la sala de estar, a las semillas de lilas en la mesa de centro donde las lancé mi primer día aquí. Las semillas de lilas de Holland. Después la nota que Holland envió a mi mamá en papel color lavanda que he guardado en mi cartera. Tres pistas en la pila de Personal, y esta última es ahora muy clara. Leo la nota de nuevo, mirándola en una nueva manera. Nunca hubiera imaginado lo que realmente significa… un homenaje improvisado para la única nieta de mi madre.

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Pedí estas en línea para ti, pero son de un árbol de lilas japonés. Como sabes, les llevan unos años en florecer, pero producen las flores más fragantes y aromáticas que hay. En cierto modo, es bonito pensar en ser recordado por unas flores, ¿cierto? Y que en pocos años, estas lilas deleitarán a la gente con su aroma. ¿Tal vez puedes encontrar un lugar para plantarlas en Tokio?

¿Cómo pudieron tener este pequeño secreto y ocultarlo de mí? Una frialdad se asienta en mi pecho, una frialdad negra y profunda, al igual que la oscuridad del espacio. Estoy flotando por ahí, en el borde de todo, a punto de ser succionado en un agujero negro. Lo único que me mantiene aquí es esta ira que estoy encerrando, toda glacial y congelada, mientras paso otra noche solo en una casa solitaria, lejos de todos.

h Cuando la luz del día viene misericordiosamente, le pregunto a Kana si quiere ir al cine conmigo, y pasamos la tarde en un cine a oscuras, comiendo palomitas de maíz y ositos de goma, y lo único que no se pierde en la traducción es la comida y la comodidad. Pero todavía no es suficiente para enderezar mi vida volcada. Salimos, y cuando nos acercamos al mosaico de Hachiko, mientras permanecemos bajo el calor abrasador de la tarde, le pregunto si mi mamá alguna vez mencionó a Sarah.

—Sí —dice Kana con un asentimiento. —¿Qué dijo? —Ella dijo que Holland tuvo un bebé. Y que Holland perdió un bebé. —Lo sabías. —Sí. Lo sabía. —¿Alguna vez querías decírmelo? Ella no contesta de inmediato, solo inclina la cabeza para pensar. Después habla. —En realidad no pensé decírtelo, Danny. No sabía, de una manera u otra, si alguna vez lo sabrías. Y nunca salió en todas nuestras conversaciones, y para ser honesta, Holland no surgió mucho tampoco. — Ella me mira directamente cuando dice eso, y asiento, porque es verdad. Kana y yo no hemos hablado mucho de Holland, y la omisión no ha sido deliberada, solo sucedió de forma natural—. Así que nunca sentí como que Sarah era algo de lo que hablar, ¿sabes lo que quiero decir?

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—Supongo. Pero simplemente no entiendo cómo todos lo sabían, pero nadie me dijo. Mamá, Holland, Kate. Todas sabían, y mi mamá te dijo a ti en su lugar. Y no me malinterpretes, Kana. Creo que eres asombrosa, pero no eres el padre de… Ni siquiera puedo terminar la oración. —A veces es más fácil para nosotros decir cosas difíciles a la gente que no es cercana. Así es como probamos a decir las cosas. —Pero mi madre nunca me dijo. Casi puedo entender que Holland no dijera nada. Ella tenía dieciocho años y estaba embarazada. ¿Pero mi mamá? ¿Cuál es su excusa? —No quería lastimarte. Eso es lo que me dijo. —¿Te mostró la foto? —Sí. Sarah era un bebé hermoso. —No sé qué decir a eso. No creo que los bebés son hermosos. No creo que los bebés son nada—. Ella me la mostró en la casas del té al día siguiente que tu hermana vino de visita. Cierro mis ojos y alcanzo el mosaico del perro, sosteniendo las orejas blancas de Hachiko durante un segundo. Kana se estira y pone una mano en mi brazo. Abro los ojos.

—¿Qué está mal con mi vida? ¿Por qué todo está tan jodido? —¿Qué está tan estropeado? —pregunta Kana a medida que cambia las palabras de mis maldiciones por unas más suaves. No le digo que mi comprensión en la verdad, en las palabras, en la gente, ha desaparecido. Estaba cerca, tan cerca de la normalidad de nuevo, y me lo han arrebatado. Ni siquiera estoy de vuelta donde empecé. Estoy en algún lugar totalmente tan lejos del mapa que no sé a dónde regresar. Aparto la vista, me fijo en la pantalla gigante en el edificio de enfrente. Un chihuahua camina por la cuerda floja. —¿Cómo podía mi mamá saber y no decir nada? Se suponía que debía estar de mi lado. Ella era mi mamá. ¿Por qué estaba del lado de Holland? —¿Esto es una guerra entre Holland y tú? No era un campo de batalla. No era una pelea. No hay lados. Todos los lados de esto están tristes, ¿de acuerdo? —Sabes lo que quiero decir.

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Ella niega con la cabeza. —No, no lo sé. —¿Cómo podía mi madre saber que Holland tuvo a nuestro bebé y no decirme? —Agarro a Kana por el hombro, y se tensa por un segundo. La suelto. No puedo lastimarla. Es la única persona que no puedo lastimar. No puedo sacudirla para que responda. —Danny. ¿Por qué crees que tu mamá no te dijo? Levanto las manos. —Ni idea. —Porque se estaba muriendo. Porque no quería que tú tuvieras más perdidas en tu vida. Perdiste a tu padre, tu hermana se había ido, tu novia había terminado contigo, y estabas perdiendo a la persona que más amabas… a ella. Tu mamá. No quería que tuvieras nada más con lo que tratar. No estaba guardando un secreto de ti. Estaba protegiéndote de un secreto. Niego con la cabeza muchas veces.

—No. No. No. Así no es como funciona. Así no es como funciona — repito. —Tienes que entender que ella lo hizo porque te amaba. Pero también tienes que entender que quería una foto de la única nieta que alguna vez iba a ver. Incluso si el bebé ya se había ido. Kana pone sus brazos a mi alrededor, y al principio me resisto, resisto la cercanía, la conexión, hasta que finalmente me dejo envolver por ella. Ella envuelve sus brazos delgados a mi alrededor, y tal vez esto, tal vez ella, es el por qué vine a Tokio. Es la única cosa que tiene sentido para mí. Me sostiene o yo la sostengo, no puedo decirlo, porque no quiero separarme de ella. Pronto el sol es demasiado; el calor es demasiado. Nadie puede durar afuera este tiempo bajo el calor del día. —Esto va a sonar loco, pero, ¿quieres ir al karaoke? Me rio.

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—¿En serio? Retrocedo, desenredando mis brazos de ella y mi cara de su hombro. —A veces pienso que cuando estamos tristes necesitamos hacer lo contrario de tristes. A veces tenemos que cantar. Ella toma mi mano, enlaza sus dedos con los míos, me lleva al lugar de karaoke más cercano a solo algunas cuadras de distancia, y ordena un cuarto de karaoke. Empieza con las habituales de karaoke, Bon Jovi y los Beatles, entonces nos golpean las canciones más nuevas, Katy Perry y Arcade Fire, y nos reímos, brindamos y sostenemos nuestros vasos de refresco en alto y decimos kampai, un brindis japonés, y después cantamos más canciones. Cantamos duetos, inclusive una canción ridículamente cursi de Dolly Parton y Kenny Rogers sobre islas, y ella se burla de mí despiadadamente porque mi voz es tan mala, y no puedo seguir ni una melodía en absoluto. Cuando repasamos la sección de Guns N’ Roses, ella se salta “Sweet Child o’ Mine” y elige “Welcome to the Jungle”, y por esto quiero comprarle crepés con jalea por el resto de su vida. Cuando la tristeza se ha evaporado de momento, nos vamos y nos dirigimos a la noche neón de

Tokio. Camino con Kana a la estación del metro, y me despido mientras ella navega a través de la cabina de peaje en su camino a casa. Me abro camino entre la multitud de la noche, las aceras llenas de personas, y me vuelvo hacia mi calle. Me detengo en seco, porque debo estar imaginando esto. Imaginando el contorno de alguien que reconozco en cualquier lugar: el cabello, las piernas, las curvas de su cuerpo. Hay un pedazo de papel en su mano, y ella está buscando los números en los edificios, y está a tan solo unos metros de mi edificio, tratando de encontrar la dirección que coincide con la de su mano. Cuando se da la vuelta, estoy viendo a los más hermosos ojos azules que he conocido alguna vez. Y huele como azúcar y limón.

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22 Traducido por Jane’ Corregido por LizC

—¿Cómo llegaste aquí? —pregunto. Es una pregunta tonta, pero aun así la suelto, porque ella está aquí y poniéndome a prueba. —Tomé un avión. —Cierto. Esas cosas que vuelan sobre el océano. —Tomé un vuelo barato.

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—Oh bien. No querría que gastaras dinero para venir aquí. —No quise decirlo así. No quise decir que solo vine porque los vuelos fueran baratos. —Entonces, ¿por qué no dices lo que quieres decir de una vez? ¿O es simplemente demasiado difícil de hacer? ¿Decir la verdad? Eleva un poco más el bolso en su hombro. —¿Podemos hablar? —¿Es por eso que estás aquí? —Sí. Para hablar. Para verte. —Hace un gesto hacia la puerta de mi edificio—. Vine aquí porque no hablarías conmigo por teléfono. No responderías a mis correos electrónicos. —Nota mental: Mientras más vueles a través del océano, la chica finalmente aparecerá. Ella asiente ligeramente, absorbiendo la pulla. —¿Hay algún lugar al que podamos ir?

—Oh, ¿como mi lugar? ¿Quieres subir, tomar el té y hablar allí? Tal vez incluso podemos poner la foto de Sarah en la mesa mientras charlamos. Sacaré las semillas de lilas que enviaste a mi madre. Holland mira hacia otro lado, tragando fuerte. —Lo siento —murmuro—. Eso fue cruel. Niega con la cabeza. Sus ondas rubias se ven más planas que lo habitual. Diez horas en un avión hacen eso. —Está bien. —No, no lo es. Pero no podemos ir a mi casa. —El apartamento no es mi casa en Los Ángeles. No es un lugar en el que entra y sale cuando aparece con comida o con equipaje. Este lugar es mío. —¿Tienes hambre? —Muero de hambre —dice ella, y me muestra la sonrisa más pequeña posible. Aparto la mirada.

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—Conozco un lugar de sushi de veinticuatro horas. —La guio por una calle tranquila. No hay feriantes ambulantes pregonando televisores o teléfonos celulares aquí. Inclino mi frente a una puerta medio de madera, medio de tela metálica que abro. Entramos en una tienda de sushi tan pequeña como una lata de sardinas. El señor que dirige el lugar extiende sus brazos y sonríe. —Hisashiburi —dice. Hace mucho que no lo veía. —¿Chigau? Senyoru ni kittan darou. —¿Estás bromeando? ¡Estuve aquí la otra noche! Se encoge de hombros, y luego me pregunta qué quiero comer. Hago un gesto a Holland. —Kanojo no hoshii mono. —Lo que la señora quiera. Se ríe, una profunda carcajada y mira a Holland, luego extiende sus brazos frente a la barra de sushi, abastecido con atún, pulpo, jurel, salmón, camarón y más. —Cualquier cosa para ti —dice con un espeso acento japonés. —Gracias —dice Holland, y nos sentamos. Se inclina hacia mí—. Hablas japonés.

—Solo un poquito. —Fue toda una conversación, Danny —dice ella, y hay orgullo en su rostro. Me hace desear flexionar los músculos y dejarla mirar. Entonces pierdo el pensamiento, porque Nosotros. Tenemos. Un Hijo. Y. El. Niño. Está. Muerto. —Deberías pedir —le digo, apuntando a la comida. —¿Vas a comer? —Claro. —Pido algo de salmón, atún y pulpo, y ella elige anguila, sopa de miso y edamame. —Así que… —le digo. —Vi a Sandy Koufax —comienza Holland—. Me encontré con ella y Jeremy en la playa hace unos días. Corrió hacia mí para saludar. Meneó la cola, puso sus patas en mi pecho y lamió mi cara. Mi perro. Mi leal, fiel perro.

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Holland continúa. —Creo que también quería que te dijera hola a ti. Así que de parte de Sandy Koufax, hola. Te echa de menos. —Holland deja de hablar y hace una pausa. Ella mira directamente hacia mí—. No es la única. Niego con la cabeza. —No. Si dejo que hable así, voy a hundirme. Todo mi cuerpo se irá bajo el agua y nunca volverá a subir. —Pero lo hago. Te echo de menos, Danny. Siempre te he echado de menos. Te he echado de menos cada día desde… —Su voz se apaga durante unos segundos—. Y es por eso que quería hablar contigo. Es por eso que he estado enviándote correos y llamando. Incluso si necesito volar ocho mil kilómetros, volaría ocho mil más para decírtelo. —¿Qué me vas a decir? —Quiero que sepas por qué nunca te dije la verdad sobre Sarah. —Está bien. Dime la verdad —digo mientras nuestro chico nos ofrece un plato de sashimi y un poco de sopa miso. Parece extraño estar comiendo y hablando de esto.

—Sabes cómo me encantan los niños —comienza Holland—. Me encanta cuidar de ellos. Me encanta trabajar en el campamento. Y siempre he querido niños. Pero no como madre adolescente, no como estudiante de primer año en la universidad, obviamente. Así que cuando me enteré de que estaba embarazada, estuve tan mal. —Ella no toca su sopa, simplemente descansa sus manos sobre el mostrador, mientras me habla—. Pero todo estaba tan bien en este modo extraño también. Creo que eso es lo que más me sorprendió. Quiero decir, como una chica siempre piensas en algún momento: ¿Qué haría yo si me quedara embarazada antes de estar lista? Pero entonces sucedió. Y estaba muy sorprendida. Porque nos cuidábamos incluso cuando empecé con la píldora. Así que me hice, como, diez pruebas de embarazo. Y cada vez, no se sintió totalmente equivocado. Se sentía como algo que quería. Y contigo. Pero no entonces. Así que estaba totalmente confundida, y después pasé a estar totalmente paralizada. Porque todo lo que sabía era que no iba a terminar el embarazo. Pero no podía pensar más allá de eso. —Entonces, naturalmente, me dejaste.

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—Sí. Extiendo mis manos, esperando una respuesta. Pero no viene todavía. —No podía pensar más allá de cada momento. No podía decirle a nadie. No podía decirle a mi mamá o mi compañera de cuarto. Usaba esta ropa holgada, y llevaba mi mochila delante de mí a clase. Y era este zombie. Moviéndome mecánicamente cada día hasta que pudiera averiguar qué hacer y cómo decirlo. Suavizo mi voz. —Te hubiera ayudado a averiguarlo. Lo sabes, ¿verdad? No soy un idiota que no puede manejar cosas complicadas. —Lo sé. —Ella juega con una banda de goma, una coleta negra cuelga de su muñeca. —¿Por qué no me lo dijiste? —Porque apenas podía lidiar con ello yo misma. —Hay una fiereza en sus ojos azules, una intensidad—. Porque sabía que si te veía, habría querido quedarme con ella. Habría sido esta estúpida chica hormonal que estaba engordando, y sería como: Danny, vamos a tener un bebé. Vamos a jugar a la casita. Vamos a casarnos y ser padres adolescentes. Habría

hecho eso. Te hubiese rogado, y habríamos sido una broma. Tuve que dejarte porque no quería ponerte en esa posición. Necesitaba tiempo para estar bien con la idea de que iba a tener que renunciar a ella antes de decirte. Pensaba decirte. Quiero decir, sabía que tenía que decirte. Lo sabía, Danny. —Ahora sus ojos me suplican—. Y hablé con agencias de adopción a pesar de que me rompió pensar en renunciar a ella. Pero sabía que tenía que hacerlo. Solo quería prepararme, tener un plan, y te diría cuando todo estuviera resuelto. Quería ser capaz de decírtelo sin que eso arruinara tu vida. Además, pensé que tendría tiempo para solucionar el problema. Pensé que podía decirte cuando eligiera una agencia de adopción y cuando estuviera segura de lo que hacía. Pero entonces entré en labor de parto. Y todo sucedió tan rápido. Tuve que tomar un taxi a un hospital en San Diego y luego llamar a mi madre y pedirle que viniera. Cuando dice eso, un recuerdo aparece. Kate desapareciendo por unos días hace seis meses. Mi madre ni siquiera sabía a dónde fue Kate. Solo que tenía que ocuparse de unos negocios fuera de la ciudad.

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—Y mi mamá corrió a San Diego, y llegó unos minutos después del nacimiento de Sarah. Todo sucedió tan rápido. —Jesús. ¿Estuviste sola cuando la tuviste? Holland asiente. —Nunca imaginé que daría a luz tan temprano. Eso nunca se me ocurrió. Jamás pensé que iba a quedarme sin tiempo para decirte. Realmente nunca pensé que nacería antes de que pudiera decir algo. Pero luego me la entregaron, y estaba abrumada de amor por ella. Era como un fiero león, y solo quería protegerla —dice ella, su voz fuerte, la expresión de sus ojos diciéndome que está tanto aquí como allá ahora mismo—. Era pequeña, tan pequeña, que podría caber en mis manos. Su rostro era de color rojizo y un poco azul al mismo tiempo. Tenía los ojos apenas abiertos, y sus pies eran pequeñitos, y ella dejó escapar este pequeño sonido, no como uno de esos que los bebés normales hacen al llorar sino más bien como el maullido de un gatito. Pone su mano sobre la boca por un segundo, su voz se entrecorta. —Y sabía que tenía que protegerla, y tenía que luchar por ella. Mi único pensamiento era que tenía que salvar a mi bebé. Pero no pude. Tuvo una infección, y yo no fui suficiente para ella. Lo que tenía para darle no era suficiente. No pude hacer nada. Le fallé completamente. Vivió exactamente cincuenta y dos horas. Su corazón había estado latiendo, la

sostuve, y era una persona real. Y cuando murió, todo lo que sentí fue un negro vacío. No tuvimos un funeral, servicio conmemorativo ni nada. Solo fue cremada. Eso fue todo. Y fue absolutamente horrible, que esta pequeña personita se convirtiera en cenizas. Trato de imaginar a un bebé, un bebé de novecientos gramos, siendo incinerado. Pero es un pensamiento demasiado horrible. —Y pensé que su muerte fue mi culpa. Un castigo por no haber descubierto que hacer de antemano. —Holland, no es un castigo. El mundo no funciona de esa manera. Las cosas malas suceden. Ella niega con la cabeza.

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—No lo sé. Eso es lo que sentí en ese momento. Y mi cuerpo. Era un desastre. Mi cuerpo no sabía que estaba muerta. Mi cuerpo trataba de ser una mamá. Y, ¿cómo podía decirte entonces? ¿Cómo podía decirte en ese momento? Solo llamarte y decir: Oh, hola. No tuve las agallas para decirte que estaba embarazada, pero ahora no lo estoy, y ahora ella está muerta, y yo también me siento muerta, ¿puedes por favor salvarme de todo esto? Me acerco a ella. No me importa si debió hacerlo, pudo hacerlo, tenía que haberme dicho. No puedo dejarla, no puedo dejar que nadie, pase por esto solo otra vez, ya sea que se tratara de su elección o no. Ella aprieta sus mejillas mojadas contra mi camiseta, y la dejo llorar en mi pecho. —Te hubiera salvado, Holland —digo en su cabello. Ella medio asiente contra mi pecho. Toco su cabello por un segundo, luego me aparto. —Lo sé. Lo sé, pero estaba asustada. Además, entonces estabas con Trina. Incluso si no, ¿cuál era el punto? No me la devolvería. Luego, tu madre empeoró, Danny. Fue cuando todos supimos que no lo lograría. ¿Cómo podía simplemente añadir algo a eso? También recuerdo eso claramente. Las conversaciones sombrías que los médicos tuvieron con mi madre. Diciéndole que era hora de poner sus asuntos en orden. —Sin embargo, ¿cómo fue que mi mamá supo de Sarah?

—Mi madre le dijo a la tuya después de la muerte de Sarah. Ya sabes cómo son. Se cuentan todo. Y la foto, mi madre había tomado la foto solo un par de horas después de tenerla, y luego, después de la muerte de Sarah dijo que quería darle a tu madre una foto porque sería la… — Holland se detiene, mira hacia otro lado por un momento para tragar, y luego se las arregla para decir la siguiente parte—… la única manera en que tu madre alguna vez vería a uno de sus nietos. Todas las cosas que mamá nunca verá y nunca sabrá, aparecen delante de mí. Ella nunca sabrá lo que voy a estudiar en la universidad, con quién me voy a casar, cuántos hijos tendré, lo que voy a hacer para ganarme la vida. Nunca va a aprender golf o calificar para un descuento de adulto mayor en el cine. Nunca envejecerá. Holland sigue hablando. —Es por eso que odié la universidad. Odié cada cosa. Odié que ella muriera. Odié no haber tomado una decisión pronto. Me odié a mí misma por ser tan débil, por no ser capaz de decirte, por no ser capaz de salvar a Sarah. Y entonces regresé por el verano, y no podía permanecer lejos de ti.

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A pesar de no querer, me las arreglo para darle la más pequeña de las sonrisas. —No podía. Quiero decir, ¡sabes lo que pasó! Seguí viniendo, trayéndote comida, podando las flores e invitándote a comer. Y solo apareciendo. Y cada vez pensaba: esta vez se lo diré. Pero estabas tan devastado, incomprensible, y simplemente no quería que sufrieras más. Se sentía injusto decirte entonces. Como si solo pudiera sacarlo de mi pecho y hacerlo un nuevo problema para ti. Y no quería hacer eso. No es que no pudieras soportarlo, Danny. No quería que tuvieras que soportarlo. —Podría haberlo soportado. Ella pone su mano suave en mi brazo. Me tenso pero luego cedo a lo bien que se siente ser tocado por ella. —Lo sé —dice—. Y la razón por la que lo sé, es porque nada ha cambiado para mí. Todavía estoy totalmente enamorada de ti. Nunca he dejado de estarlo. Lo está haciendo de nuevo. Dice cosas que hacen que sea imposible para mí estar enojado, imposible resistirme. Quiero envolver mis brazos alrededor de ella, acercarla a mi lado y acariciarle el cabello. Quiero plantar besos en su frente, mejilla, su glorioso cuello. Quiero decirle

que también la extraño tanto, que la pérdida es como una propia fuerza vital, como un viviente órgano de fuego respirando dentro de mí, y que haría casi cualquier cosa para quitarle el dolor. Pero alguna otra fuerza, alimentada por el recuerdo de todo el daño que ha causado, me lleva en otra dirección. No estoy dispuesto a abrirme al fuego de nuevo, al dolor de Holland. —No estoy listo —le digo. Ella asiente, aceptando el golpe. —Tengo más fotos de Sarah si alguna vez quieres verlas. No son aterradoras o tristes. Son fotos de ella toda envuelta y dulce en una pequeña manta de bebé o durmiendo en mis brazos cuando los médicos me dejaban abrazarla durante cinco minutos cada vez antes de irse de nuevo a su incubadora. Tal vez eso suena demasiado raro o deprimente. Pero estoy tratando de ser abierta al respecto ahora y decirte todas las cosas que nunca antes te dije. Fotos de bebé. Esto es un idioma extranjero totalmente real.

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La veo a mi lado aquí en Tokio. Siempre he querido tenerla aquí conmigo. Pero así no es exactamente como me lo imaginé. Aun así, tengo que decirle las siguientes palabras. —Holland, no estoy de acuerdo con que no me lo dijeras. Pero entiendo lo que estás diciendo. Entiendo por qué pensaste que tenías que hacerlo de esa manera. Luego sigo y le pregunto dónde se aloja. —¿Sabes que mi mamá tiene un cliente en Tokio? Asiento. —Va a dejar que me quede con ella. —¿Cuánto tiempo estarás aquí? Ella vacila antes de responder. —Una semana. He terminado con el trabajo campamento por ahora. Quiero invitarla a mi casa, pero no puedo soportar la idea de perder a alguien una vez más.

—Deberías comer —digo en su lugar.

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23 Traducción SOS por Magdys83 e Isa 229 Corregido por LizC

Vuelvo al templo que mi mamá solía visitar. Es el anochecer. Los rayos calientes del mediodía han sido arrastrados por el aire más fresco de la noche. Ondeo mi mano a través del incienso de dulce-olor-empalagoso, extendiéndose a través del templo. No hay nadie aquí, justo como la última vez. Pero puedo sentir a mi mamá en este lugar. Puedo sentir que ella estaba aquí hace apenas unos meses.

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Estaba cerca de mi madre. Le dije cosas; me apoyé en ella; le pedí consejo en casi todo: amigos, escuela, chicas, deportes, la universidad. Estoy en el templo a oscuras, iluminado solo por las velas parpadeantes, mirando a una estatua de piedra de Buda con sus manos entrelazadas, y me pregunto si le hubiera preguntado a mi mamá qué hacer con una novia embarazada. Hola, mamá. Mi novia está embarazada. ¿Qué debo hacer? ¿Ella quiere quedarse con el bebé o renunciar a él? No sabe. Bueno, hijo, deberías… Eso es lo más que puedo conseguir. Porque ella no está aquí para llenar los espacios en blanco, y porque no me dijo sobre ello de todas formas. Intento imaginar lo que habría hecho si fuera Holland. ¿A quién le hubiera dicho? Si Sarah hubiera vivido, ¿Holland se habría quedado con ella? ¿Habría dejado la escuela para criar a un niño? Si hubiera renunciado a ella, ¿habría sido una adopción abierta donde te mantienes en contacto? Tal vez en diez años Holland se habría convertido en cómplice de una Sarah de diez años y entonces, tener reuniones con helados, viajes de

compras y consultas de baile de graduación con la Sarah adolescente. Tal vez la Sarah adolescente habría querido conocer a su papá. Tal vez la Sarah adolescente habría sido como Kana, con ganas de volar, con ganas de escapar. Pero eso no sucedió. Debido a que Sarah se fue de la forma que tanta gente en mi vida. Cierro los ojos y trato de imaginar la UCIN, los médicos diciéndole a una asustada estudiante de primer año de la universidad que había dado a luz a un bebé antes de tiempo, que el niño estaba muriendo. ¿Sarah luchó por vivir como mi mamá? ¿Los médicos hicieron todo lo posible? ¿Dijeron, lo sentimos, no podemos salvar a su hija? ¿Y después envolver al bebé en una manta y entregarla a Holland para sostenerla hasta que Sarah tomó su último aliento?

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Sé lo que se siente ver morir a alguien que amas. Estaba allí la noche que murió mi mamá. Fue en nuestra casa en Santa Mónica, en su dormitorio. Sostuve una mano y Kate sostenía la otra. Las respiraciones de mi mamá se hicieron más alejadas y débiles. Después eran casi agitadas, como si estuviera intentando succionar el aire, agolpándolo, pero solo una vez cada minuto. Sus ojos estaban cerrados, ella apenas estaba allí; había dicho sus despedidas, y ahora solo estábamos mirando, solo presenciando el cierre de su cuerpo. Una inhalación final, una exhalación final. Después la elevación y caída apenas visible de su pecho se detuvo de una vez por todas. Todo lo que quedábamos era mi perro y yo, y mi objetivo en la vida se convirtió en un blanco único: eliminar cualquier cosa dentro de mí que se pareciera a un sentimiento. Dejo el templo y camino alrededor de la parte trasera del edificio con su pintura descascarada y descolorida. Me freno en seco cuando veo un cementerio. No es un cementerio habitual. Las tumbas son diferentes. Las lápidas son pequeñas. Tienen ositos de peluche junto a ellas y gorros en la parte superior de ellas. Estoy en un cementerio de bebés. Doy otro paso pesado y leo las fechas, solo para estar seguro, solo para sostener mi dedo en la llama unos segundos más. Tengo que sentir este dolor. Tengo que dejarme sentirlo. Me obligo a mirar fijamente las lápidas, a leer los nombres en ellas y las fechas. Este bebé vivió durante tres días. Este bebé durante un año. Este bebé durante cinco meses. Me siento como si alguien ha traspasado una

mano por mi pecho, un puño, y está agarrando mi corazón, apretándolo, retorciéndolo y de repente estoy tosiendo, me ahogo, estoy en mis rodillas. Algo así como lágrimas se está acumulando en mi interior, y toso un poco más, como si tuviera algo atorado en mi pulmón. He perdido algo que no sabía que tenía y algo que, para ser honesto, no quería. No quería ser un padre. No quería tener un bebé. Pero tampoco quería que mi hijo primogénito muera. Por un breve segundo, me imagino a mi mamá y a Sarah. En otra parte, en algún lugar, algún lugar celestial, donde huele a lilas y mi madre tiene todo su liso cabello castaño, rizado en los extremos, y está riendo y tomada de las manos con una niñita. Sarah está con mi mamá. Mi madre está con Sarah. Mi papá incluso también está allí. Juntos, todos ellos. Mamá quería conocer a Sarah, la única nieta que conocería alguna vez. Mamá se trajo su foto a Tokio, la vio, tal vez incluso la tocó, tal vez incluso recordó a la chica que nunca viviría.

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Y sé… no, creo, que todo esto es necesario, que todo esto es deliberado, que mamá en algún sentido más grande, cósmico, kármico y budista de alguna manera dejó esas pistas para mí. Kana, Laini, Sarah. Pronto, Takahashi. Que si los puedo descifrar, puedo sanar. Pero si mamá estuviera aquí ahora mismo, le diría que me ha dado lo mejor de ella, pero que lo arruinó en una cosa. Le diría que podría haberlo manejado. Hubiera querido saber. Le diría que esta es la parte de ella con la que no estoy de acuerdo. Ella pudo haber tenido sus motivos, y creo que… ahora, aquí, después de estas semanas en Tokio, puedo respetar eso. Pero para mí, no voy a ser alguien que guarda secretos, porque los secretos consumen el amor. Tal vez esto es lo que ella quería que descubriera. Mi propio camino. Dejo el cementerio porque tengo que estar en algún lugar en este momento. Esta noche es el show de Kana. Estará presentándose con su banda. Le envié un mensaje antes para decírselo. ¿Adivina qué? Holland se apareció anoche. Y también necesito la dirección de tu show. Agarro mi teléfono para ver si me envió la dirección.

¡QUIERO TODOS LOS DETALLES! ¡No puedo esperar a verte en el Pink Zebra esta noche! Hay una dirección y una hora. Su show empieza pronto. Me muevo a toda velocidad y salto en un tren. Debo molestarla por el nombre Pink Zebra. Suena como un bar gay o un club de desnudistas. Una vez que estoy en Roppongi, encuentro el Pink Zebra al final de la colina, al extremo de un callejón estrecho, bajo un conjunto de escaleras, subterráneo. No hay una señal parpadeante para guiarte, solo una rosa oscura que se desvaneció con el nombre en letras curvas. Camino adentro, y ella está sobre el escenario, soplando en su saxo, sus mejillas como mejillas de ardilla, como Dizzy Gillespie6 en su trompeta. Está tocando algún número de jazz que no conozco. Lleva una camiseta verde con lentejuelas, una minifalda de mezclilla cubierta de parches aplicados con plancha de marcas como Coca-Cola y Crest, y después unos calcetines de arcoíris hasta las rodillas dentro de un par de tenis Converse rosados. Su saxo está cubierto de pegatinas de pandas.

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Toca con los ojos bien abiertos, con su cuerpo moviéndose al compás, como si estuviera dando vida al instrumento, o tal vez sus notas son lo que le dan tanta vida, tanto fervor. Me nota al final de su solo, y sus ojos se iluminan como luces de bengalas disparadas el Cuatro de Julio. Es un faro de luz, un imán; ella es Tokio en sí mismo, vibrante, veinticuatro horas los siete días, constante y fluorescente. La canción termina, ella me apunta y después golpea algunas notas de “The Stars and Stripes Forever”. Me rio y apunto hacia ella mientras me siento. Bebo una Coca-Cola de dieta que la mesera me trae mientras escucho el resto de su actuación, y cuando se acaba, Kana salta del escenario, se sienta en mi regazo, envuelve los brazos alrededor de mi cuello, y me mira fijamente con sus grandes ojos marrones. —¿Qué piensas? —Fuiste impresionante. —Estoy tan contenta de que estés aquí. —Yo también. —Entonces. —Lo dice como una orden, dándome una mirada. —¿Entonces? —repito.

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Dizzy Gillespie: trompetista, cantante y compositor estadounidense de Jazz.

—¿Entonces cómo te fue anoche con la Supermujer Épica? Le doy los detalles. Sus ojos se agrandan más y más. —¿Y la has visto hoy? Sacudo mi cabeza. Kana me golpea, luego se escabulle de mi regazo y se sienta junto a una silla a mi lado. —¡Oye! ¡Eso dolió! —Bien. Debería. Estás tan enamorado de esta chica, voló a Tokio para contarte todo, ¿y tú estás aquí conmigo? ¡Eres un idiota que merece ser golpeado muchas pero muchas veces! Levanto mis manos. Ella pone sus manos en sus caderas. —Ve a verla, ahora.

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Otra vez niego con la cabeza. Ella me mira detenidamente, con fuerza y se inclina cerca, más y más, como si estuviera fulminando hoyos en mí con sus ojos. —¡Kana, no es tan sencillo! —Es así de sencillo. —No. —Sí. —No. —Sí. —De acuerdo. Tú ganas. ¿Por qué es tan sencillo? —La quieres, ¿cierto? Me encojo de hombros. Ella ondea una mano. —Permíteme contestar esta pregunta. Sí, Kana, la quiero. Entonces sigue adelante. —¿Cómo? Ella en cierto modo me escondió un gran secreto. Y más o menos rompió mi corazón en ese proceso. Kana coloca su dedo junto al lado de sus labios y mira hacia el techo.

—Estoy pensando. Pensando. Espera. ¿Estaba embarazada y no sabía si iba a quedarse con el bebé cuando todo esto pasó? ¿Y tu padre se había ido y tu madre se puso más enferma en ese tiempo? Pongo mis ojos en blanco. —No es fácil ser una mamá adolescente. Solo pregúntale a mi mamá. El punto es, mi asombroso, maravilloso cabezón amigo americano, que ella tenía mucho con lo que lidiar. Ambos lo tenían. —Bien. Entonces, ¿qué con ello? —Danny, tienes todo el derecho a estar herido. Y todo el derecho a dejarla fuera y decirle adiós para siempre. Por lo tanto, no digo que lo que hizo no dolió. Pero sí digo que puedes superarlo. Y más importante aún, puedes perdonarlo. —¿Y si no quiero? Ella extiende una mano para agitar mi cabello. —Solo son tus paredes hablando. No tu corazón.

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—¿Y qué dice mi corazón? Ya que parece creer que lo conoces muy bien. Presiona un oído contra mi pecho. —Espera. Creo que ahora puedo oírlo. —Pretende escuchar otra vez—. Oh sí, estoy totalmente de acuerdo. —Aprieta su oído contra mí una vez más—. Definitivamente. ¡Eso es lo que también pienso! Se aleja. —¿Qué dijo mi corazón? —Cuando estés listo, lo escucharás y sabrás. Me rio. —¿Sabes lo que se siente andar contigo? —¿Es como tener a alguien frenando tus tonterías todo el tiempo? — pregunta con una sonrisa loca. —Algo así. —Ve a verla mañana. —No. Mañana vuelve Takahashi. ¿Kana, vendrás conmigo mañana?

—¿Donde Takahashi? —Parece desconcertada por la pregunta. —Sí. Quiero decir, no para la reunión. ¿Pero irás conmigo a su oficina? ¿Así como llevabas a mi mamá a algunas de sus citas? —Sería todo un honor —dice, y me alegro de tener su compañía mañana. Me alegro de no tener que ir solo. Luego se termina mi soda y coloca con fuerza el vaso en la mesa. —Ahora tengo algo que preguntarte. —Cualquier cosa. —Quiero que camines conmigo a casa y quiero que me relates. —¿Relatarte? Ella asiente. —Sí. Quiero ver Tokio a través de tus ojos. Quiero que me digas por qué amas este lugar.

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Es lo menos que puedo hacer por ella. Ayudarla a enamorarse de la ciudad donde siempre ha vivido. La ciudad que siempre he amado. Nos vamos y cuando caminamos junto a una chica en el cruce peatonal cuyos talones sobresalen de los altísimos zapatos con cada paso que toma, le digo a Kana: —Bienvenida a la tierra de las tres tallas para zapatos. La que apenas te cabe, la que difícilmente te cabe y la que no cabe en absoluto. Luego un club nocturno señalando tres historias en lo alto con signos intermitentes en rojo y música tecno filtrándose a través de las puertas. —Tokio, la verdadera ciudad que nunca duerme. Después un par de chicas de nuestra edad que de repente nos adelantan y corren hacia un soporte de madera rosado en la esquina vendiendo té de burbuja. —“En estos momentos. Hay una escasez de té de burbuja en Tokio esta noche. Sue, según se informa las adolescentes en Roppongi están acaparando el té de burbuja”. “¿Bob, cuándo fue la última vez que sucedió esto?” “Bien, Sue, me recuerda a la gran escasez del té de burbuja de 1989…”

Kana ríe profundamente, entonces eludimos a un chico demasiadogenial-para-la-secundaria, vistiendo un chaleco a rayas y variaciones de unos vaqueros a la cadera, así que me lanzo a otra improvisación, fingiendo que soy el chico genial. —“Esa chica de calcetines de arcoíris me desea absolutamente. Ella no puede resistirse a mis vaqueros ajustados incluso si No. Puedo. Respirar. En. Ellos.”

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Paseo junto a Kana el resto del camino a casa, y cuando estamos fuera de su edificio, le doy un abrazo y ella me aprieta con fuerza. Me sostiene, nuestros cuerpos están cerca; estamos conectados de alguna forma y siento algo por ella que no había sentido en mucho tiempo. Pero no se trata de un deseo de tocarla, recorrer mis manos por toda ella y presionarla contra la pared, como quiero hacer con Holland. Esto puede parecer una locura o una tontería, pero siento a Kana también como mi hermana. Tal vez es ahora la hermana que estaba destinado a tener. Tal vez es mi segunda hermana, en esta totalmente huérfana etapa de mi vida. Tal vez un pedacito de Laini, la pieza que me dejó hace mucho tiempo, se ha reencarnado en Kana. O tal vez es el pedazo de Laini que todavía se preocupa el cual ahora se encuentra en Kana. Y lo que voy a decirle a Kana nada tiene que ver con Jeremy o incluso Sandy Koufax. No pretendo faltarles el respeto a ninguno de los dos o darles de baja. Lo que voy a decirle es que este momento, este mes, este verano. —Esto va a sonar totalmente una locura, pero en cierto modo siento que eres mi mejor amiga, Kana. —Yo también pienso en ti como mi mejor amigo. Creo que ella es la razón del por qué fui atraído a Tokio. Creo que de alguna manera mi mamá, dondequiera que esté, me trajo aquí para que pudiera conocer a Kana Miyoshi. Porque sé que Kana es lo que necesito y lo que quiero. Durante un segundo siento algo como alegría. Trato de sujetarme a ese sentimiento cuando me despido y vuelvo a la noche de Shibuya.

24 Traducido por Pilar Corregido por LizC

Kana me espera en la esquina, sentada afuera de un café, balanceando perezosamente un pie con una pantufla rojo rubí de atrás adelante mientras cuida una bebida de aspecto fangoso. Me mira sobre sus grandes y redondas gafas de sol negras que juro son del mismo tamaño que la mitad de su rostro. —¿Listo, Freddy?

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—Supongo que debo estarlo. Descendemos hacia el metro de nuevo. Ahora conozco muy bien esta estación, pasar a través de los molinetes y saltar al tren es como memoria muscular. Abordamos, y mientras el tren atraviesa los obstáculos del subterráneo de Tokio, sé que he llegado al último kilómetro. Takahashi es la última parada, y lo que sea que aprenda de él será lo último que hay para aprender de mi madre. Algo acerca de la visita se siente ritualista, como un ritual de iniciación, quizás como la graduación debería haberse sentido. —¿Para qué crees que debería estar listo? —Para lo que sea que puedas aprender. —¿Eres críptica hoy, Kana? —No lo sé. Quizás. Solo sé que has puesto mucho en esta visita con Takahashi. —¿Qué crees que dirá, Oh Gran Sabia? —Creo que ya lo sabes. —¿Sí?

Ella asiente, y sus ojos marrones me recuerdan a los de mi perro. Los observo por unos segundos. Sus gafas están sobre su cabeza; su cabello negro cae como una cascada de seda alrededor de su rostro. Hoy lleva el cabello suelo, sin moños, broches o cintas para el cabello. ¿Ya sé lo que dirá? ¿Ya sé lo que mi madre quería del doctor que fue su última gran esperanza? Ella le habría pedido que la ayude a vivir unos meses más, por supuesto. Por supuesto eso es lo que le habría dicho. Pero, entonces, ¿por qué todas esas botellas con píldoras estarían aún llenas? Un oscuro miedo se eleva, pero lo empujo hacia abajo. Lo dejo a un lado. En su lugar, recuerdo algo que Kana dijo el primer día que nos vimos en la casa del té, sobre como las historias eran lo suyo, sobre como parecía brillar cuando le conté la historia sobre las lilas del vecino cuando visitamos el templo.

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—¿Quieres oír una historia? —le pregunto a Kana, porque quizás es en las historias que aún vive la gente que amamos. Se ilumina y asiente con un gran sí. Le puedo dar esto, como ella me ha dado tanto. —Solía jugar al béisbol en la secundaria. No tenía posibilidades de jugar en las grandes ligas ni nada así —digo mientras el tren gira en una esquina y nos movemos con él—. Pero era bueno, y ayudé a nuestro equipo a ganar un campeonato del distrito en décimo grado. Pero al final de mi primer año, me lastimé el hombro. Kana mueve sus cejas, esperando una explicación. —No fue grave. Es decir, fue grave, porque desgarré mi manguito rotador y no pude jugar durante mi último año. Estuve deprimido porque siempre quieres terminar en la cima. Sabía que en la secundaria sería la última vez que jugaría, y me perdería todo mi último año. Lo que significaba que el béisbol como lo conocía había terminado. Y mamá reaccionó de una manera asombrosa. Dijo todas las cosas correctas y me llevó a este gran cirujano en UCLA para repasar opciones quirúrgicas. Pero no tenía sentido estar bajo el bisturí, ya que no intentaría volver a jugar. Mi hombro sanó a su propio tiempo. Así que cuando la temporada comenzó en febrero, y no estaba en el campo o con el equipo, mamá dijo que deberíamos honrar el final de mi carrera como beisbolista y también

celebrar mi nueva vida, sin el béisbol. Era como un homenaje al deporte, a lo que había significado para mí, dijo. Sería una manera de agradecerle al béisbol. —Como si fuera un amigo tuyo —dice Kana. —Sí, exactamente. —El tren se detiene en nuestra parada, y salimos. Continúo con la historia mientras subimos los escalones del metro hacia el distrito Asakusa, uno de los vecindarios más tradicionales de Tokio, con santuarios, tiendas y menos luces que los otros lugares a los que vamos. —Así que llevamos a Sandy Koufax al estadio de béisbol donde jugué mi primer partido en este pequeño parque de un vecindario en Venice Beach. Tenía nueve en ese entonces. Yo había lanzado, y habíamos ganado. Y ya que mi madre guardaba cada pequeño recuerdo bajo el sol, trajo fotos de cuando lancé y del equipo celebrando después de que ganáramos. Y hasta tenía mi uniforme y mi gorra de ese entones. Sacudo mi cabeza al recordarlo, sorprendido ante las tendencias acumuladoras de mi madre cuando se trataba de estas cosas.

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—¿Te la pusiste? ¿La gorra? —pregunta Kana, ansiosa por saber más. Historias como estas son como el Gatorade para ella; la reponen. —No me entraba, pero me la puse solo para tontear, supongo. Dije: luciré completamente estúpido poniéndome esto, pero esto es para ti, mamá. Kana me golpea juguetonamente en el brazo. —Apuesto que le encantó. —Sí —digo mientras pasamos una tienda que vendía utensilios de cocina y largos cuchillos de acero. —Me tendió una bola de tenis y me dijo que honraríamos ese primer partido al lanzar para Sandy Koufax. Le dijo a la perra que se siente en el home plate mientras yo caminaba hacia el montículo del lanzador. Me esforcé y le tiré a Sandy Koufax. Ella dio un salto y la atrapó con su boca. Ella era la verdaderamente natural. Luego corrió hacia el montículo del lanzador y la dejó frente a mí, y yo la miré. Esa era su manera de decir más. Lancé unas bolas más, mientras mamá y yo reíamos. Entonces mi madre dijo: una cosa pasa a otra. Ahora tu brazo le sirve al perro. Kana sonríe, una sonrisa brillante y resplandeciente.

—Me gusta eso. Me gusta la idea de despedirte de algo pero darle la bienvenida a otra. —Exacto. Eso es exactamente lo que mi madre estaba haciendo. También había conseguido una torta de la panadería, y trajo platos y cubiertos. Así que cortó unas porciones, y nos sentamos, comimos torta y miramos las fotografías. También dejó que la perra comiera torta. Bromeó con que también me “haría” una torta de graduación —digo, usando las comillas en el aire que mi madre había usado en ese momento, bromeando sobre sus habilidades culinarias, o la falta de ellas. Me giro hacia Kana—. Pero eso no sucedió. Siempre dijo que estaba aguantando para la graduación, Kana. Siempre lo dijo. Pero no lo logró. Me ahogo un poco. Ese oscuro miedo vuelve a salir a la superficie, y no puedo evitar pensar que ya sé la razón por la que no aguantó. Por qué quiso comer torta en ese estadio de béisbol en ese entonces. Por qué ese día fue la ceremonia. Porque no creo que su consejo de negocios de mucho tiempo atrás fuera solo un consejo de negocios. Porque una cosa sí pasa a otra.

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—No. No lo hizo. Pero ahora estamos aquí —dice, y hace un gesto hacia una puerta, la misma que golpeé hace más de tres semanas atrás. El nombre de Takahashi está allí—. Llámame más tarde. —Lo haré. Kana se despide, luego toco el timbre y espero que el doctor me deje entrar.

25 Traducido por Meme Pistols Corregido por Aniiuus

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Takahashi es alto. Sorprendentemente alto. Es de mi estatura, un metro ochenta y ocho centímetros. No estoy acostumbrado a que los japoneses sean de la misma altura. No estoy acostumbrado a las personas que sean de la misma altura. Lleva un traje. Un traje de negocios gris. Supongo que, después del templo y la casa del té, esperaba un maestro Zen de baja estatura y en alguna vestimenta tradicional asiática, tal vez en una oficina Fenshuista con jardines Zen. En su lugar, su oficina es como una biblioteca europea, con muebles de roble, un ornamentado sofá azul marino, y altas estanterías llenas con ediciones encuadernadas en cuero de textos en japonés o inglés. Takahashi no me ofrece té, como esperaba. En cambio, él abre un cajón de uno de sus armarios y coloca un cuenco de dulces en la mesa que está entre nosotros. Bolsas de dulces están en el interior del armario. Hace un gesto hacia el cuenco de cristal frente a mí. Está lleno de confites de limón y naranja. —Por favor. Toma uno —dice él, y alcanza uno para sí, llevándose un caramelo de limón a su boca—. Soy un experto en dulces —dice mientras se sienta frente a mí. Estoy en el sofá azul, y él toma asiento en una profunda silla de un rico color rojo. Me siento como si estuviera en el psiquiatra. Nunca he estado en la oficina de un psiquiatra, pero sospecho que así es como se siente. Como desplazado. Como si alguien tratara de hacerte sentir cómodo. Pero la verdad es, que todo esto es como estar en el juego de las tacitas giratorias. Todo es inverosímil, diferente a lo que me imaginé. Mis manos se sienten húmedas y trato de frotarlas contra mis pantalones cortos, pero la humedad está dentro de mí. Atascada, como un cajón que está tan lleno que no se cierra, apretujándose junto a todo lo demás: la

esperanza, el miedo, las ganas, y sobre todo, con el conocimiento de que este es el final de la línea. Quiero tanto que él me diga algo que yo no sepa, algo que le dé sentido a mi vida, como mamá estando aquí durante tanto tiempo en su oficina, el primer caso de un procedimiento experimental para curar el cáncer, y miren: Ahí está ella, mejor ahora. —Aunque a decir verdad, en realidad es una adicción. No puedo detenerme cuando se trata de dulces. ¿En serio me está hablando de dulces? Tomo uno de naranja para ser cortés y lo pongo en mi bolsillo para más tarde. Mi pierna está temblando. Presiono mi mano sobre mi muslo para aquietarla. Creo que se supone que yo debo hablar primero. —¿Cómo estuvo el Tíbet? —Edificante —dice—. Traté a los pobres e indigentes allí que están sufriendo. Están agradecidos por la ayuda. —Imagino que lo están.

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Él se chupa el caramelo de limón, sus mejillas se desinflan mientras lo hace. ¿Debo preguntarle si después escaló el Monte Everest? Porque eso es todo lo que sé del Tíbet… que el gran pico está cerca. Pero no lo hago. Él no va al Tíbet para escalar el Monte Everest. Apuesto que va allí porque es parte de su forma de vida, parte de sus creencias. —¿Qué hace allí? ¿En el Tíbet? —pregunto, porque es mucho más fácil que decir: ¿mi madre dejó de tomarse sus medicamentos? Él me habla de su trabajo allí. Oigo, tal vez, cada tres palabras, y aunque me digo que me concentre, que escuche, por dentro estoy luchando por encontrar la manera de preguntarle lo que quiero saber. —Pero sospecho que no es por eso por lo que estás aquí —dice suavemente, y quiero darle las gracias profusamente por sacarme de mi pequeña mísera. —No. No es por eso que estoy aquí, Dr. Takahashi. Usted trató a mi mamá —le digo, afirmando lo obvio, como si puedo facilitar esta conversación tan difícil. Él asiente y comienza a explicar sus credenciales, su enfoque. Pero sé lo que él ha escrito, sé de la investigación que ha hecho, los premios que ha recibido.

—Ella pensó en usted como un hombre de medicina, una especie de sanador. Como un sanador espiritual —continúo, empezando por pequeñeces, rodeando la gran pregunta. Él asiente. —Estoy alagado. Pero no estoy aquí para alagarlo. —¿Lo eres? —¿Un sanador espiritual? —Sí. La envió a tomar aquel té. Ella pensó que la sanaría. —Ella estaba buscando todo tipo de curación —dice, y estoy de regreso a la tarde en la casa del té, a las palabras que Kana también me dijo. Algunas veces no se trata acerca de la sanación de nuestro cuerpo.

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—Entonces, ¿cree en esa leyenda? ¿Aquella acerca del té, el emperador y su esposa? —Creo que a veces si crees que estás sano, entonces estás sano. —¿La mente sobre la materia? —Hay algo en ello, Danny. Hay algo en la energía del universo, la energía que gastas, la energía que consumes. —¿Y eso funciona en el tratamiento para el cáncer? ¿O es más, digamos, para los nervios o los dolores de cabeza? —pregunto, e instantáneamente me siento mal por lo sarcástico e insolente que sueno. No he venido aquí para acusar o interrogar, pero mis viejos hábitos tardan en morir. Pero antes de que pueda disculparme, él habla de nuevo. Tranquilo y apacible. Cada palabra elegida con cuidado, eso parece. —Estoy diciendo que si tienes a alguien que quiere sanarse, a veces ellos van a responder a lo poco convencional. Sus mentes están más abiertas a la curación, por lo tanto, sus cuerpos también se vuelven más dispuestos. Creo que la medicación, aunque es una cosa maravillosa, tiene sus límites. Que hay algunas respuestas que se encuentran en lo poco convencional. Y ella quería eso. Pidió eso. La traté con medicamentos tradicionales contra el cáncer, y también con hierbas chinas y acupuntura,

para minimizar los efectos de la quimioterapia. Estaba en contacto con sus doctores en Los Ángeles. Como estoy seguro que ya sabes, ellos también estuvieron siguiendo este protocolo. Y sí, la animé para que fuera a la casa del té, a visitar los templos y mantener su mente y corazón abiertos a nuevas formas de sanación. —Ella estaba abierta a la sanación. Estaba dispuesta. Y aun así no funcionó. —Extiendo mis manos hacia afuera, esperando una respuesta—. Entonces, ¿por qué siguió viniendo aquí todos los meses? Cuando el cáncer regresó, ¿por qué volvió? ¿Qué estaba pensando que iba a suceder? Ella habló de usted como un doctor milagroso. Pensó que iba a salvarla —digo, trabajando duro en moderar mi voz, conteniendo todos mis temores más oscuros. Mi mandíbula se aprieta, estoy apretando mis puños, y todos mis músculos están tensos, pero esta vez no es porque estoy enojado. Es porque estoy aterrorizado por lo que él va a decir. Estoy petrificado por desmoronarme una vez más.

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—Y cuando mi madre lo vio por primera vez, estuvo genial —digo lentamente, pronunciando cada palabra para poder mantenerlas juntas— . Lo estaba haciendo mejor que hace unos años. Estaba tan segura de que lo iba a superar. —Trato de hablar de nuevo, pero los sonidos en mi boca son como un abismo, y estoy en el borde. De alguna manera me las arreglo para decir, en el más elemental de los susurros—: Yo estaba seguro de que la salvaría. Quería que la salvara. Lo quería más que nada. Incluso más que a Holland. Lo miro, pero ya no es más él; está a veinte, treinta, cuarenta pies de distancia, y todo se está reduciendo y agrandando, y creo que ya ni siquiera puedo ver las paredes de la habitación. Estoy rebobinando hacia atrás a todo lo que esperaba. Todo lo que deseé en los últimos cinco años. Mi madre había estado en México, en la clínica de Mayo, vio a todos los doctores en el sur de California, Stanford, Grecia por algún tratamiento grandioso salido de la nada que no funcionó. Entró y salió de remisión todo el tiempo. Quería vivir; quería superarlo; luchó por tanto tiempo. Y entonces lo encontró a él. La posibilidad de un milagro. Pero él no solo era la última gran esperanza de mamá. También era la mía.

—Si hubiera podido salvarla, lo habría hecho. Hago todo lo posible para ayudar a mis pacientes. Esto no es solo mi trabajo. Es mi vocación. — Takahashi junta sus manos y se inclina hacia delante en su silla—. Y tu madre fue una de las personas más valientes, más fuertes, más resistentes que he conocido. Vivió más tiempo de lo que nadie pensó que haría con su diagnóstico. En teoría, debería haber muerto hace años. El bulto crece en mi garganta. —Pero ella era tan fuerte como el cáncer. Era mucho más fuerte la mayor parte del tiempo —dice él. —Entonces podría haber durado dos meses más. ¿Cierto? — pregunto a medida que la desesperación saca lo mejor de mí, y mi voz se eleva—. Ella lo quería. ¿No sabes lo mucho que lo quería? —Empujo la pregunta hacia él, arrojándola a sus manos, y mientras tanto puedo escuchar las palabras haciendo eco… pero no solo las palabras, la idea de las palabras, de lo que significa querer aguantar.

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—Quería vivir más que nadie que haya tratado antes. Tenía la más fuerte de las voluntades de vivir. Y es por eso que vivió por tanto tiempo. Es por eso que era tan saludable como se podía para alguien que tenía cáncer. ¿Estoy seguro de que puedes recordar que estaba mucho mejor de lo que había estado en los últimos cinco años? Recuerdo los desayunos en el mercado de pescado, las caminatas con Sandy Koufax, los crucigramas que llenó, las canciones que interpretó en el piano, el banco de orquídeas que plantó. Ella no estaba más que bien. Estaba ridículamente saludable un montón de tiempo para alguien que estaba tan enferma. —Sí. —Pero cuando se agravó, sabía que su tiempo se estaba terminando. Y entonces, Danny, quiso sanar a su manera, en la única manera que podía sanar a esa altura. Y ahora que estoy aquí. La ultima cosa. —¿Así que dejó de tomarse sus medicinas? —La mayoría de ellas, sí. —¿Estaba tratando de romper un hábito o algo así? Él niega con la cabeza.

—No. Para nada. No había sido dependiente a las pastillas o a los medicamentos en general. No se sentía muy agradecida por ellos, pero aun así, tomó deliberadamente una elección cuando sus tratamientos terminaron, parar toda asistencia médica. Decidió entonces terminar sus días tan libre como podía serlo. Quería experimentar la vida y la muerte en sus propios términos. —Entonces cuando la enviaste a la casa del té, no fue debido a la leyenda, ¿cierto? —pregunto, incluso aunque la pregunta duele a medida que se forma en mi garganta. Él asiente. —Estás en lo correcto. No la envié allí por la leyenda del té. No la envié allí por los poderes místicos del té de Tatsuma. Presiono mis labios juntos, entonces hablo. —La enviaste allí para que consiguiera algún tipo de paz, ¿no? Paz mental. ¿Esa es la curación que estaba buscando?

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—Sí. Sí, lo hice. Y sí, eso era lo que ella estaba buscando. Sé que tengo que hacer la pregunta final. Sé que este camino conduce a esta pregunta. Y creo que ya sé cuál es la respuesta. Ha entra y salido de mi enfoque estas últimas tres semanas, y es justamente lo que he estado temiendo. La respuesta que siempre he empujado a un lado. Pero ya no puedo seguir ignorándola. —Ella siempre me dijo que estaba aguantando hasta verme graduado. Eso era por lo que estaba luchando y por lo que vivía. Me dijo que la razón por la que había mantenido el cáncer a raya durante los últimos cinco años era para llegar a mi graduación —digo, pero mientras las palabras salen, puedo sentir, finalmente, cuán pequeñas son, cuán huecas son a la luz de todo lo que mi mamá abarcaba, todo lo que ella era. Sin embargo, tengo que encontrar la salida—. Pero creo que ella ya no se aferraba más a eso, ¿cierto? —pregunto, pero ya sé la respuesta. Yo era quien se aferraba a ello. Ella ya estaba lista para partir—. Ella dejó de aferrarse, ¿verdad? Hay una pausa. Tan silenciosa que es como si su oficina fuera ahora el templo, tan callada que hasta puedo oler el incienso yendo a la deriva. —Me dijo que estaba lista —dice el doctor—. Dijo que ya estaba lista para morir. Que ya no quería aguantar más.

Por un segundo quiero preguntar si fue suicidio. Si él solo es otra versión del Dr. Kevorkian. Pero no lo hago. Porque no lo era, no lo es, y ella nunca haría eso. En cambio digo lo que ya temía que fuera verdad. Lo que ahora sé que es verdad. Algo que he negado y ocultado pero que finalmente descubrí antes de entrar por esa puerta. Algo que me aterrorizaba momentos atrás. Pero algo que por fin sé que puedo manejar. —Vino a ti primero por tratamiento, luego por liberación. Él asiente, el tipo de gesto de un hombre sabio.

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—Sí. Ella estaba lista para seguir adelante. Vino aquí para encontrar paz, para ser liberada de sus medicamentos de una manera segura, de modo que pudiera morir en sus propios términos. De modo que pudiera buscar consuelo en el mundo que nos rodea. —Él hace un gesto hacia las ventanas de su oficina, señalando hacia los templos que están más allá—. Para alcanzar la paz con la cual seguir adelante. Es un regalo, en cierto modo. Pasamos mucho de nuestro tiempo luchando contra la muerte, como deberíamos. Pero algunas veces el regalo más grande que podemos darnos a nosotros mismo, y a su vez a las personas que amamos, es saber cuándo dejar ir. Saber cuándo es el momento… y estar en paz con ello. Tal vez él es un sanador espiritual después de todo. Porque parece que lo que mi madre encontró en Tokio, más que nada, era una nueva fe. La fe en las maneras budistas; fe en que todo sucede como debe suceder, a su propio tiempo, que pasamos de una fase de vida a la siguiente, sin importar si lo celebramos con una ceremonia o no. Para ella fue no seguir resistiéndose más, solo prepararse, solo dejándolo ir. Duele saber eso. Pero a la vez, no duele como pensé que lo haría. Porque finalmente entiendo. En realidad nunca fue sobre las píldoras. Nunca fue realmente sobre el té o los tratamientos. Se trataba de seguir adelante. Me pongo de pie y extiendo mi mano para estrechar la de Takahashi. Él era la última gran esperanza de mamá, y así es como siempre lo vi. Pero ahora entiendo quién es él y lo que era. Porque ahora por fin tengo todas las cosas por las que vine a Tokio, todas la cosas que no sabía sobre ella: que Takahashi no solo era su última esperanza para vivir, sino también su gran esperanza para morir en paz.

26 Traducido por Rihano Corregido por Sttefanye

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Estoy fuera, de vuelta en la calle por la que bajé hace apenas una hora. Soy solo yo ahora, esta ciudad y yo, este hogar adoptivo que siempre he amado, que aún me encanta. Asakusa no es Shibuya. No se trata de neón, luces y brillo. Es más sutil: es sobre bambú y templos; es kimonos y sandalias. Es un largo callejón comercial con tiendas visibles, autos y gente entrando y saliendo mientras cazan algas y peces, galletas de arroz y palos de galletas bañados en chocolate. Me encuentro caminando por esta galería comercial, parte del flujo de personas, los tenderos y los trabajadores, las familias recorriéndolo y los turistas comprando abanicos doblados y estatuas en miniatura de gatos rojos. Una anciana japonesa con el cabello gris y arrugas alrededor de sus ojos asiente hacia mí a medida que paso más allá de la vitrina de pasteles mochi7 que ella está vendiendo. Me detengo, meto la mano en mi bolsillo buscando algunos yenes, y compro un paquete de mochi rellenos de fresas. Me como uno mientras sigo adelante, pasando una pequeña tienda de venta ambulante de chaquetas bordadas, después tiendas de souvenir vendiendo pequeñas réplicas de un templo cercano, el templo más antiguo de Tokio, construido para la diosa de la misericordia. He estado en el templo en sí, muchas veces, en viajes familiares. Pero no es el templo o las visitas de lo que me acuerdo ahora mientras paso a los hombres en bicicleta con bolsas de compras en las canastas de metal, más allá de las mujeres empujando cochecitos, más allá de todo esto, la vida cotidiana. Toda esta hermosa, maravillosa e increíble vida cotidiana.

Mochi: es un pastel de arroz japonés hecho de mochigome, un arroz de grano pequeño y glutinoso. 7

Recuerdo algunas de las últimas palabras que mamá me dijo. Ella estaba tendida en el sofá del salón, bajo una manta, acariciando a Sandy Koufax. —Obviamente —dijo—, voy a perderme tu graduación. —Luego se puso seria, pero también contenta—. Pero de alguna manera será como si estoy allí. Ya lo he dibujado, imaginado, construido en mi mente. Y la he visto. He aplaudido, me he alegrado y he llorado. Y estoy orgullosa de ti. La vida es corta, la vida es hermosa y todo es precioso. Ámala, abrázala, huele las lilas, juega con el perro, ama sin fin y ferozmente con todo lo que tengas. Vive sin arrepentimiento. La vida de mamá fue todo lo que podía ser. Ella se aseguró de ello. Se aseguró de ello por la forma en que vivió… y la forma en que amó.

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Porque no había cura mágica. No había remedio secreto, ni antigua tintura para salvarla, para salvar a nadie. Pero entonces ahí estaba. Ahí está y siempre estará. La cura mágica está en cómo ella vivió su vida, y más aún, en la forma en que eligió morir cuando se le doy la opción. Mi madre, incluso en su muerte, me ha mostrado una vez más cómo vivir y cómo amar. Ese es el secreto. Esa es la cura. Ya no soy el que se quedó atrás. Soy el que está viviendo. Y quiero todo lo que esta vida tiene para ofrecer. Me detengo un momento y miro alrededor a todas las tiendas, comercios y puestos. A toda la gente, pasando sus días, en todos los momentos que están viviendo. Esto es lo que quiero. Quiero vivir cada momento. Quiero sentir todo. Quiero amar a una chica. Quiero caminar por esta calle con Holland. Quiero mostrarle las tiendas, quiero llevarla al mercado de pescado, quiero comprarle anillos, brazaletes y todas las cosas tontas que le encanta, quiero compartir estos pasteles mochi con ella, quiero presentarle a mi nueva mejor amiga y quiero pasar el rato con las dos. Quiero estar con Holland aquí, como lo planeamos. Hace tantas noches, de vuelta en mi casa, en mi cama, quise que ella viniera a verme. No me encontró entonces, pero me encontró ahora, y no somos las mismas personas que éramos la primera vez, o incluso hace unas semanas. Somos diferentes, pero podemos ser diferentes

juntos. Porque esto es lo que yo creo: que las segundas oportunidades son más fuertes que los secretos. Puedes dejar que los secretos se vayan. ¿Pero una segunda oportunidad? No dejes que te pase de largo. Marco una cadena familiar de números y pulso Enviar. Ella responde al segundo timbre. Suena nerviosa cuando dice mi nombre. —Danny. —¿Recuerdas cómo mi mamá siempre estaba diciendo cómo quería mirar hacia atrás en su vida y saber que había hecho todo lo posible? —Claro que recuerdo eso acerca de ella.

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—Cómo cuando una vez me sacó de la escuela temprano para ir a surfear estando yo en noveno grado, y dijo: Esta será una de las cosas que miraremos atrás al final y estaremos contentos de haberlo hecho. A pesar de que ninguno de los dos era muy bueno en el surf. Pero el clima era de veintisiete grados y no había ni una nube en el cielo, y se sentía tan bien ese día, así que fuimos y atrapamos un par de olas. Y cómo siempre ordenaba su café con leche baja en grasa en lugar de descremada, diciendo: Estoy bastante segura que no voy a desear haber tenido más cafés sin grasa cuando todo esté dicho y hecho. Y lo mucho que viajó. Siempre decía que cuando llegara al final de su vida, no se arrepentiría de un viaje a Italia, Barcelona o Tokio. —Eso suena exactamente igual a tu madre. Levanto la vista hacia el cielo. Está sin nubes, como el día en que mi madre y yo nos fuimos a la playa. —¿En dónde estás justo ahora? —Estoy en el Palacio Imperial. Bueno, fuera. Paseando por los jardines. Por supuesto. Holland. Jardines. Van de la mano. —¿Esperarás allí por mí? Me llevará veinte minutos llegar ahí. Tengo que tomar el metro. —Por supuesto que voy a esperar por ti. Pasaron los minutos más interminables que he vivido mientras espero el próximo tren. Me paseo de un lado a otro, como un animal enjaulado, en la plataforma y me asomo por los túneles. Cuando aparece la luz del

siguiente tren, quiero alcanzarlo, estirar mis brazos hasta el fondo y tirar del tren más cerca. Finalmente se detiene y las puertas se abren. El tren carga en algunas paradas, y minutos más tarde estoy corriendo por las escaleras, tomándolas de dos en dos, y luego corriendo a través de la calle segundos antes de que el semáforo se ponga en rojo, los autos y taxis a solo unos metros de distancia de mí. El Palacio Imperial se cierne en la distancia. Acelero a través de la multitud a media mañana en el parque que bordea el palacio. O, en realidad, el parque que bordea el foso que bordea el palacio. Entiendo por qué el emperador necesita un foso; estoy totalmente a favor de mantener a la gente fuera. Pero ya no necesito un foso; no quiero uno. Cruzo el parque y encuentro el camino a los jardines. Corro a lo largo del borde del estanque, evitando a los turistas tomando fotos de los árboles cubiertos de musgo, los frondosos arbustos verdes y el agua lánguida. Al otro lado de la laguna están los árboles con flores de cerezo, sus ramas desnudas reflejadas en el estanque.

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La veo. Ella está de pie al lado del agua, las hojas de lilas flotando cerca. Está hablando con un par de viejos corpulentos, obviamente turistas por sus camisas hawaianas y zapatillas blancas a juego. Ella sostiene una cámara y les muestra una imagen en la parte posterior de la misma. Le da a la cámara de nuevo a ellos, y ellos sonríen y le dan las gracias. Se alejan, y ella me ve, su rostro se ilumina. Lleva una camiseta blanca de cuello en V, pantalones vaqueros cortos, cholas, un montón de pulseras de plata y su anillo de estrella. Su cabello es rubio verano, ondulado de nuevo. Me acerco aún más, ella hace lo mismo, y estoy seguro de que mi corazón está latiendo fuera de mi cuerpo. Quiero abrazarla fuerte, pero hay cosas que deben decirse en primer lugar. —Lo siento, fui un imbécil la otra noche. Ella niega con la cabeza. —No lo fuiste. —Sí. Lo fui. —No es como si algo de esto es remotamente normal. No es como si no hubiera un millón de maneras en que podría haber hecho esto mejor. O decírtelo mejor. —Sí, pero volaste todo el camino hasta aquí, y yo ni siquiera pude hablar contigo.

—Entonces, háblame ahora —dice ella con voz tímida y nerviosa—. Si quieres. —Sí. Quiero eso. Caminamos hasta un banco bajo un árbol con sombra a unos metros de distancia. Ninguno de los dos dice nada durante un minuto, y tal vez eso es porque nosotros, lo que sea que fuéramos, lo que sea que podríamos ser, es tan frágil, o tal vez es otra cosa. Tal vez es porque ambos sabemos que hay algo que necesita ser hecho y dicho. —¿Tienes sus fotos contigo? ¿Las fotos de Sarah? —Sí. ¿Quieres verlas? —Sí. Estoy listo.

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Ella baja la cremallera de su bolso, una cosa de lona negra, y saca un sobre de manila. El cielo es azul cristalino, y el sol cae a plomo. Pero el aire es fresco bajo el árbol; no estamos escociéndonos en el calor del mediodía aquí en este banco. —¿Esto es raro? —pregunta ella. Se ve tan vulnerable aquí conmigo, lejos de todos sus parientes, su reloj interno aún atrasado por muchas horas. —No —le aseguro. Pero es raro. Me preparo cuando veo sus manos abrir el broche. No sé qué esperar. Una parte de mí espera lo macabro, lo morboso, a pesar de que ella dijo que las fotos de Sarah son con vida. Pero nunca la conocí con vida, así que todo en lo que puedo pensar es en un bebé muerto. Holland abre un delgado álbum marrón de fotos. Es un álbum pequeño, del tipo que solo tiene un par de fotos. Ella lo sostiene abierto en su regazo y señala la primera imagen. Es en blanco y negro, una imagen de ecografía. Leo la letra en el borde blanco: veintidós semanas. Da vuelta la página. Se trata de un primer plano de su vientre, redondo, pero no enorme. —Tenía veinticuatro semanas. Me la tomé a mí misma —dice encogiéndose de hombros, como si estuviera pidiendo disculpas por el ángulo. La siguiente imagen es de Holland en una silla de hospital sosteniendo a una pequeña, diminuta criatura envuelta en una manta de

bebé blanca. Solo se ve la parte superior de la cabeza del bebé, con un puñado de cabello oscuro en su cabeza. Cuando veo su cabello, siento como si el aire ha sido sacado de mis pulmones una vez más. La foto es igual a la que encontré en la habitación de mi mamá, pero ahora la estoy viendo con una nueva luz, viéndola y sabiendo exactamente lo que es. Mi niña. Y mi hija tenía mi cabello. —Tiene mi cabello. —Las palabras no suenan como si vinieran de mí. —Sí, lo tenía —dice Holland, y toca la parte posterior de mi cabello ligeramente con su mano, como si estuviera recordándose, como si tocar mi cabello la estuviera reconectando. Ella regresa su mano al álbum de fotos y da vuelta a la página de nuevo. En la siguiente foto, Holland está sonriendo. Se ve agotada, su cabello un desastre, pero está sosteniendo a Sarah en sus brazos y el fotógrafo ha capturado ambas caras, de madre e hija. Sarah es muy pequeña, sus ojos están cerrados, pero está toda ahí, todas las partes: labios, mejillas, orejas y nariz.

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—Dormía la mayor parte del tiempo, pero en esta foto de ella en la incubadora puedes ver sus ojos —dice Holland mientras me muestra una de las últimas fotos. Sarah está rodeada de cables y tubos, pero está bien despierta, con la frente arrugada y unos ojos grises brillantes que miran a la cámara. Hay motas de color azul alrededor en los bordes del gris. —Iba a tener los ojos azules, ¿cierto? Holland asiente. —Creo que sí. —Como tú. —Sí. Como yo. Y el cabello castaño como tú. Holland cierra el álbum de fotos. Espero que esté llorando, pero no lo hace. Parece tranquila. Parece estar bien con todo esto, con mostrarme las imágenes, con hablar de Sarah. —Así que mi gen de cabello marrón le ganó al de tu rubio recesivo. Pero tu gen recesivo de ojos azules le ganó al de los míos café. —Suena a que deberíamos declararlo un empate. Luego, en voz más baja, le digo: —Era linda. Era hermosa.

—Era nuestra. —Me pregunto cómo habría sido —le digo. —Estoy segura de que habría sido muy dulce. Y muy divertida, como tú. Con un montón de chistes acerca del Capitan Wong. —Y habría sido fácil de hablar, como tú. —Y amable, atenta. Ella habría sido considerada —continúa Holland, aunque no estoy tan seguro de haber sido ni remotamente cerca considerado últimamente. —Y preocupada. Del tipo de persona que recordaría podar las orquídeas. —Y habría vuelto a todos los chicos locos juguetonamente.

—dice Holland

—Y yo habría odiado a todos y cada uno de esos muchachos, y no habría dejado que ninguno de ellos se acerque a ella.

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—Por supuesto. Pero no habrías tenido que preocuparte. Porque ella solo tendría ojos para el chico del que se enamoró desde que estaba en la escuela primaria. —¿Lo haría? —Aparto el álbum de fotos de Holland y lo coloco suavemente en el banco. Ahora solo somos nosotros dos. —Sí. Justo como su madre hizo. —¿Eso es lo que hizo su madre? —Paso un dedo a través de su palma. —Sí. Estaba perdidamente enamorada de este chico. Nadie jamás tuvo alguna oportunidad, porque se enamoró del chico de al lado hace mucho, mucho tiempo. Bueno, a pocas cuadras de distancia en realidad. Pero, aun así, se siente como si está al lado. —¿Y qué hay del chico? —Espero —comienza ella, los nervios arrastrándose en su voz, y lo que dice a continuación se convierte en una pregunta—, ¿qué él también ha estado enamorado de ella toda su vida? —Totalmente. Como una enfermedad. Una que corroyó su corazón y lo convirtió en hielo.

—Por extraño que parezca ella todavía lo ama, a pesar de que sigue llamándola una enfermedad. Toco sus pulseras entonces, y luego paso mis dedos a lo largo de su brazo, saboreando la sensación de su piel caliente. Llego con una mano a su cabello. Ella se apoya en mi palma y cierra los ojos. Trazo su mejilla con mi pulgar, su cara, su hermoso, bello y perfecto rostro que podría tocar y besar toda mi vida. Mis labios encuentran los suyos. Son tan suaves como los recuerdo y ella sabe espectacular. Nos separamos un segundo y nos miramos el uno al otro, compartiendo unas sonrisas desquiciadas. Entonces ella se acerca por otro beso, poniendo sus manos en mis mejillas como si yo fuera suyo, como si me está reclamando, y me besa, duro, profundo y con una intensidad que no es de este mundo, o tal vez es claramente de este mundo. Por besarla de nuevo así, creo que es seguro decir que soy totalmente, cien por ciento, un hombre feliz.

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Pero a pesar de que quiero hacer tantas cosas con ella ahora mismo, me obligo a enfocarme en otra cosa. Una ceremonia, un ritual. —Tengo una idea —digo, y cuando se la digo a Holland, sus ojos brillan, pero ella dice que sí.

27 Traducido por PaulaMayfair Corregido por G.Dom

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Holland espera en una tienda de zapatos bajando la calle desde mi apartamento. No la dejo subir, porque nos conozco. Si estamos solos detrás de una puerta cerrada, no vamos a irnos. Me acerco a la ventana y tomo una roca suave y plana del tamaño de mi palma de la base de una de las plantas más Zen. Encuentro un rotulador, lo suelto junto a la roca en una bolsa de plástico. Finalmente, tomo el sobre con las semillas de lilas que Holland envió a mi mamá. Cierro la puerta, encuentro a Holland y sostengo su mano mientras caminamos a través de Shibuya a los estrechos callejones y calles laterales que conducen a la Casa del Té Tatsuma. La casa del té está cerrada hoy, por lo tanto, no podemos entrar de ninguna forma. Aun así, le cuento a Holland la historia que Kana me contó. Bueno, las partes que recuerdo. —Me encanta. Es hermosa. Asiento. —Es una historia de amor. —Me gustan las historias de amor. Luego vamos al metro. Bajamos volando por cinco tramos de escaleras a la plataforma más baja. Las puertas del metro se cierran en silencio detrás de nosotros. Mi mano está en su espalda, y la veo mirar los carteles de las mujeres japonesas escribiendo novelas en los teléfonos celulares y fotos de hombres japoneses bebiendo bebidas energéticas. Estoy nervioso de nuevo; es solo un metro. Pero es más que un metro. Es un metro en Tokio, y quiero que a ella le guste estar aquí. Quiero que se enamore de esta ciudad. Mi ciudad. Es curioso cómo llegué a Tokio para volver a conectar con mi familia, pero me encontré con algo mucho más

simple, algo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Pero está aquí, a mi alrededor: en las calles, en las tiendas, en los subterráneos. Mi hogar. Salimos al mercado de pescado y subimos las escaleras hasta los puestos de comida. Algunos están cerrados, ya que es tarde, pero ese puesto de comida está abierto, y Mike está trabajando. —¿Largo día, amigo? —pregunto. Él asiente con cansancio. —¿Lo usual? —Voy a dejar que la dama vaya primero —digo, y luego me vuelvo hacia Holland. Ordena atún y arroz, yo pido lo mismo. Le hablo de mi mamá, como vino aquí todos los días cuando estaba en Tokio, y como comimos aquí juntos cuando estaba con ella. Luego vamos al otro lado de la ciudad al templo. Ahora el templo de mi madre, eso es lo que pienso de él por lo menos. Vamos al interior y asiento al unísono al Buda.

196

—También solía venir aquí. Creo que este lugar le daba paz. —Puedo verla aquí. Definitivamente puedo verla aquí. Salimos del templo y hacemos nuestra última parada. Sin metro esta vez. Solo un corto paseo al cementerio detrás del templo. Tomo la roca y el rotulador de la bolsa. En la roca escribo un nombre: Sarah St. James. Se la entrego a Holland. Escribe dos fechas. Luego busca dentro de su bolso negro y saca un pequeño trozo de la manta de Sarah. Había estado dentro del sobre de manila con las fotos. Pongo la roca en el suelo… una marca, una lápida improvisada junto a estas otras lápidas. Holland mete el trozo de la manta debajo de la roca. Juntos espolvoreamos semillas de lilas alrededor de la roca. No van a crecer; lo sé. No crecerán y se convertirán en un arbusto de lila en unos cuantos años. Para que un arbusto de lila crezca, hay que plantarlo, regarlo, y todas esas cosas. Pero esto no se trata de eso. Sostengo la mano de Holland. Ella aprieta la mía de vuelta. —Huelo lilas en todas partes. Y no me refiero de las semillas. —Lo sé —digo—. Yo también las huelo.

—Esto va a sonar raro, pero, ¿las lilas no tienen una temporada diferente aquí en Japón? Niego con la cabeza. —Nop. Pero a veces solo están por todas partes. Y simplemente solo es así. A medida que nos alejamos el aroma de las lilas permanece en el aire.

h

197

Estamos de vuelta en mi apartamento, y mientras sostengo la puerta para ella, siento como si he tenido demasiada cafeína, o como si fuera mi cumpleaños y todo lo que quiero hacer es abrir mis regalos. Suena el tintineo de las puertas, y segundos más tarde nos hemos ido a mi habitación, y la estoy acostando en mi futón blanco. Me digo que vaya lento, que no arranque su ropa, que me tome mi tiempo porque tenemos tiempo. Además, ella se ve tan hermosa aquí en mi cama, y quiero empaparme de ella. —¿Puedo quitarte la ropa? —Por favor, quítame la ropa —dice. Así lo hago, quitándole sus pulseras, camiseta, pantalones cortos y todo lo demás. Su ropa se encuentra dispersa a través de mi futón, rodeando mi cama. Quiero tener siempre su ropa en mi cama. Siempre. Me detengo a mirarla. Está desnuda, y es la vista más hermosa. Paso una mano a lo largo de la parte posterior de su pierna, emocionado por tocarla de nuevo, por ser capaz de hacerlo. Su cuerpo se mueve contra la mi palma, y jadea, un suspiro suave y persistente. Es todo tan dolorosamente familiar y tan increíblemente nuevo al mismo tiempo. —¿Puedo besarte? —Por favor, bésame, Danny. Empiezo en su tobillo, y se estremece bajo mi tacto. Levanto la vista hacia ella, me mira, y nuestras miradas permanecen así por un momento. Luego susurra: no te detengas; y me vuelvo a familiarizar con sus rodillas, sus muslos, su vientre, sus caderas y todo lo demás. Dice mi nombre una y otra vez, y es casi demasiado. Pero estoy preparado para la tarea.

Entonces sus mejillas se sonrojan, y tiene esta mirada feliz, aturdida en su rostro. —Hola —susurra. —Hola. —También extrañaba eso. —Feliz de compensar todo el tiempo perdido. Antes de ir más lejos, pregunto: —Así que, ¿deberíamos comprobar o hacer algo esta vez, ya sabes, solo para estar seguros? —Estoy tomando la píldora de nuevo —dice y levanto una ceja—. No por eso. Los médicos me dijeron que la tomara después. Para que todo vuelva a la normalidad. Uff. —Cubre sus ojos con las manos. —Oye —digo, y suavemente aparto sus manos lejos de sus ojos—. Está bien.

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—Lo sé. Es solo que no quiero que pienses que la estoy tomando por otros motivos. No he estado con nadie desde ti. Sonrío en respuesta, a continuación beso sus párpados. —Bien. —Pero sí, deberíamos usar un condón también. Le doy un torpe pulgar en alto. —Doble protección, doble diversión. Sigue siendo increíble, o tal vez es aún mejor porque aquí estamos de nuevo, y parece que no podemos dejar de regresar al otro. No quiero parar, no con ella, no nunca. Cuando todo ha terminado y estamos acostados al lado del otro, no estoy relajado, no aún, porque medio espero que se vaya, que desaparezca y nunca vuelva. —Holland, por favor, no me dejes otra vez —digo. —No voy a huir de nuevo. —Luego en voz baja, con timidez—: Soy tuya, Danny. Toma mi mano, y la estrecha en las suyas.

—Entonces, prométemelo —digo—. Prométeme que si pasa algo, como Sarah, me lo dirás. Que me darás la oportunidad de resolver las cosas contigo. No tienes que estar sola. —Ahora lo sé. Lo hago. Y yo no te dejaré solo cuando las cosas se pongan difíciles para ti, como lo hice antes. Te lo prometo. Quiero marcar este momento, capturarlo por el resto de mi vida. Sé que no hay garantías, no en la vida, ni en el amor. Pero acepto todo lo que pueda conseguir; voy a tomar lo que puedo dar. Otra oportunidad.

199

28 Traducido por Lorenaa Corregido por LizC

Los domingos durante la primavera y el verano, Holland iba con mi madre al mercado de los agricultores. Llevaban sus bolsas de lona y compraban pan de arándanos, melocotones dulces, cerezas maduras y flores, montones de flores. Compraban enormes y pequeños ramos de flores de lo que estuviera en temporada. Holland ponía sus flores en floreros alrededor de su casa; mi madre haría lo mismo en la nuestra.

200

—Es como vivir en Ámsterdam —decía mi madre cuando volvía con tulipanes naranjas. Fue tan solo unos días después de que Holland y yo nos diéramos nuestro primer beso. No estábamos saliendo todavía; no éramos una pareja oficial. —¡Tulipanes! Hay tulipanes por todas partes. Estamos viviendo en Holanda —añadió la chica que se llamaba como el país. —Estamos convirtiendo este lugar en nuestra propia Holanda —dijo mi madre en broma. —¡Somos como los holandeses! Era el turno de Kate para meterse. —Es evidente que ustedes dos han estado practicando sus apodos. —Y mira, recogimos algunas zinnias para plantar. Florecerán para el día del trabajador —dijo mamá—. Va a ser magnífico. Mi madre y Holland fueron al patio trasero y comenzaron a trabajar en el jardín de mamá, cavaron, plantaron y se ensuciaron las manos. Hubo un momento en que me quedé junto a la puerta corrediza de vidrio y las observé. Holland estaba arrodillada en el suelo, con las manos en la tierra. Levantó la vista, me vio, me dio una inclinación de cabeza y luego un

guiño. Incliné la frente hacia ella, le devolví una sonrisa y luego volví a entrar. Más tarde ese día cuando Holland regresó a su casa, y mi madre se dejó caer en el sofá, me dijo: —Te he pillado, Danny. ¿Cuánto tiempo crees tardaría en darme cuenta de que estás con Holland? Ella era el gato que había atrapado al ratón, y se mostraba satisfecha con la caza. —No sé de qué estás hablando. —Negarlo no te llevará a ninguna parte —bromeó—. Ahora confiesa. —Mamá, no seas grosera. No voy a decirte nada. —¡Ajá! ¡Así que hay algo que contar! Lo sabía, lo sabía. Solo me encogí de hombros y sonreí… admitiéndolo.

201

—¿Qué quieres para cenar? ¿Quieres que haga algunos sándwiches o algo? —Claro —dijo ella, y le traje un plato con un sándwich de pavo—. No podrías haber hecho una mejor elección. —¿Tanto te gusta el pavo, mamá? —Sabes de lo que estoy hablando. —Sí. Sé de lo que estás hablando. Me alegra que mi madre aprobara a Holland. Y ahora mismo, en cierto modo quiero que Kana también apruebe a Holland. Estamos en una antigua tienda de fideos en Shibuya, almorzando. Nos sentamos en las mesas con tablones de madera, rodeados por empresarios, hombres y mujeres, solitarios sorbiendo ruidosamente sus fideos en señal de aprobación. Holland se tapa la boca con la mano y trata de ahogar un bostezo. —¿Danny te dijo que tengo una cura asiática secreta para el jet lag? —dijo Kana mientras el camarero trae nuestros tazones de fideos. Habla con un acento japonés espeso, calramente, burlándose de sí misma. —No es jet lag —digo con orgullo.

Holland se ríe, después me señala. —Chicos estadounidenses. ¿Qué puedes hacer? —Menos mal que sabía desde el principio que él… —Kana me apunta con su pulgar—, estaba enamorado de ti de pies a cabeza. Hizo mucho más fácil mantener las manos fuera de él. Holland sonríe. —Estoy segura de que fue difícil resistirse. —¡Lo peor! Cada día era como sacarme flechas del corazón —dice Kana drásticamente, entonces, imita el proceso de sacar dichas flechas. —Oh, ja, ja —digo, pero me alegro que se gusten la una a la otra, porque nunca se sabe con las chicas. Nunca sabes si la otra piensa que está pisando su territorio. Pensar en mí siendo territorio de cualquiera de ellas es ridículo, pero me gusta que cada una de estas chicas pueda reclamarme, de forma diferente pero no obstante un reclamo.

202

Cuando terminamos los fideos, Kana pregunta si Holland ya ha probado el bizcocho esponjoso. Holland dice que no. —Eso es un pecado. Y debe ser rectificado. Pero hay otros pecados que debemos corregir primero, esas cholas que estás usando, señorita Holland. —Kana se gira hacia mí y me dice—: Danny, espéranos en el lugar de los bizcochos en treinta minutos. Kana engancha a Holland del brazo y la escolta fuera del restaurante. Estoy solo otra vez, y hay algo que tengo que hacer. Algo que debería haber hecho hace mucho tiempo. Camino de nuevo a mi apartamento… mi apartamento, mi casa, es fácil decirlo ahora, porque aquí es donde vivo, abro el botiquín de mi madre por primera vez desde la noche en que llegué. Los frascos de pastillas siguen ahí. Los llevo a la cocina y vuelco el contenido de cada uno en el bote de basura. Resulta que la eliminación de las medicinas no es tan complicado. Miré las indicaciones en línea. Se supone que debes mezclar las pastillas con “desechos” como café molido o arena para gatos y luego tirarlas a la basura. No tengo arena o café molido, pero creo que la basura en sí también es considerada desecho. Estoy a punto de atar la bolsa cuando pienso en otra botella que tengo olvidada. Solo que esta es mía. Voy a la sala de estar donde guardo mis analgésicos. Miro la botella con nostalgia

por un segundo, recordando los sentimientos, la forma en que éstas píldoras se llevan el dolor, la forma en que me llevaron. Echaré de menos ese escape. Aun así, tiro lo que queda a la basura y tiro la bolsa al incinerador del edificio. Retomo mi camino a la tienda de bizcochos, y pronto Holland y Kana se unen a mí. Holland lleva calcetines de arcoíris hasta las rodillas y un nuevo par de Converse color rosa. Se ve totalmente adorable. Kana tiende su brazo como si estuviera presentándome a Holland, con su conjunto nuevo. —Sabes lo que dicen —dice Holland—. Cuando en Roma…

203

Los próximos días pasan volando. Holland se queda conmigo todo el tiempo. A veces dormimos juntos, y a veces desayunamos en el mercado de pescado. Luego caminamos a través de los jardines en las tardes o paseamos por las tiendas y ella compra pulseras y sushi de plástico para su mamá. Una tarde nos reunimos con Kana para darle las pelucas que finalmente han llegado, e inmediatamente se prueba una azul eléctrico. Más tarde ese mismo día llamo a Jeremy para decirle que puede quedarse el piano, que es todo suyo ahora, y grita un sí victorioso. Después, mientras Holland y yo paseamos por las calles, perdiéndonos en el laberinto de callejones y luego encontrándonos de nuevo, me pregunta cuándo voy a regresar a California. Me detengo y lo considero. No es la primera vez que lo pienso. Porque la cosa es que, no puedo imaginarme regresando a California. Aquí es donde pertenezco. —La verdad es que, no sé. Me gusta estar aquí. Y creo que sé una manera de traer a Sandy Koufax aquí también. Para el resto del verano. Pensé que podría quedarme por lo menos hasta comienzo de clases. Ella asiente. —Así que, ¿sabes la promesa que te hice? ¿No guardarte secretos? Me preparo. Ahora no. No después de todo esto. —Bueno, este podría ser un buen momento para decirte que empecé a buscar escuelas en Los Ángeles. Ver transferencias. —¿De verdad? —No me molesto en ocultar la enorme sonrisa. —Sí. De verdad. Hay algunas buenas opciones para mí en otoño. ¿Qué piensas?

Recorro una mano por su brazo. —Creo que si realmente vas en serio sobre ir a la universidad en Los Ángeles, entonces deberías pasar unas semanas más aquí. Con este muchacho que te gusta. Y su perro. —Bueno, ya me tenías con lo del muchacho. ¿Pero también el perro? No hay nada mejor que eso. —¿Eso es un sí? —Siempre es un sí. Una semana después, Sandy Koufax llegó en un jet privado, bien descansada y lista para ir a buscar pelotas de tenis. Le di las gracias al cliente de Kate en Tokio por dejar que mi perro viajara sobre el Pacífico con tal estilo. Kate, siempre la asistente, incluso hizo algunas llamadas de modo que Sandy Koufax no tuviera que estar en cuarentena. Mi perro me babea con besos de perro y lloriqueos felices.

204

Holland y yo le damos su primer paseo en Tokio, y todas las vistas y sonidos le hacen estar un poco ansiosa, pero sé lo que quiere. Mientras Holland se dirige a encontrarse con Kana para comer crepés con jalea, yo llevo a Sandy Koufax al Parque Yoyogi cuando el sol se pone. Le tiro la pelota y ella la persigue, volviendo a nuestra rutina por instinto, como si fuera solo ayer la última vez que hicimos esto. Ella es la misma; esta chica es la misma. He pasado gran parte de mi vida rodeado de mujeres, chicas, y aquí estoy, con un nuevo grupo… algunas que conozco de toda la vida, algunas de tan solo unos meses. Es bueno estar aquí con esta nueva familia, una familia sustituta, en este lugar donde pertenezco. Pero por ahora, somos solo mi perro y yo. Sandy Koufax se precipita de nuevo a hacia mí, deja caer la pelota, y espera que se la lance otra vez. La complazco.

Fin.

Sobre la Autora

205 De día, Daisy Whitney es una periodista y escritora fantasma. De noche, escribe novelas para adolescentes y es la autora de The Mockingbirds y su secuela The Rivals. Su tercera novela When You Were Here salió en junio de 2013, y su cuarta novela Starry Nights llegó a las estanterías en septiembre de 2013. Cuando Daisy no está inventando mundos de ficción de escuelas secundarias, se puede encontrar en algún lugar al norte de San Francisco paseando a su perro adorable, viendo televisión en línea con su fabuloso esposo o jugando con sus fantásticos hijos. Graduada de la Universidad de Brown, cree en los zapatos, las galletas de chocolate y el karma. Puedes seguir su blog y las nuevas aventuras multimedia en: DaisyWhitney.com.

Créditos Staff de Traducción Moderadora. LizC

Traductoras. 206

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Pilar

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Rihano

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PaulaMayfair

Staff de Corrección Correctoras. Aniiuus

LizC

G.Dom

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Recopilación y Revisión. LizC

Diseño. Francatemartu

¡Visítanos!

207

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