Los desafíos* Ignacia Padilla de Piña
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ateria es ésta, se dirá, incompatible con la mujer, que en cuestión de esta índole poco o nada debe saber, por ser ajena absolutamente de su sexo. Mas si tal se creyese sería una equivocación; porque los desafíos se relacionan íntimamente con la familia, ocasionando la orfandad, la ruina, la deshonra, la desgracia eterna de la madre, de la esposa, de la hija o de la hermana; que ven desaparecer a seres para ellas tan queridos, por sólo la mayor destreza de su adversario o la desviación de la espada en unas cuantas líneas. Mucho se ha escrito y hablado sobre esta bárbara práctica, en que se dilucida las más veces no la honra sino el amor propio, y en el cual no va de por medio ni la justicia ni la humanidad, ni mucho menos la ilustración que pugna con este resto feroz del feudalismo. En la Edad Media, en aquellos tiempos de error y de barbarie, en que el derecho del más fuerte era el que imperaba, se consideró el duelo como la mejor manera de castigar el delito, denominándolos [sic] “Juicios de Dios”. Mas, cosa original, el muerto o el caído era el que resultaba culpable, dando a conocer con esto lo absurdo de semejante ley. Lentamente las sociedades han ido mejorando en su manera de ser, estableciendo autoridades y jueces que satisfagan la vindicta pública en lo general, pero quedando en pie el odioso sistema del desafío. Todos los * Violetas del Anáhuac. Año i. Tomo i. Núm. 48. México. 2 de noviembre de 1888. pp. 570-571.
países han impuesto penas severísimas a los que le [sic] han ejecutado, bien destituyéndolos en sus empleos o despojándolos de sus grados militares; mas nada de esto ha evitado que los hombres los consideren como precisos e indispensables para satisfacer ruines pasiones, venganzas ocultas. Si a esto se une la nota de cobarde con que se designa a [a]quél que no admite el duelo, la mofa con que se le nombra, la reprobación con que se le ve, tiene que aceptar mal que le pese, lo que tal vez pugne con sus convicciones de moralidad y honradez, y hacer el sacrificio de su vida a un espadachín que hace alarde de su oficio. Bueno sería que en el presente siglo, que tan adelantado se halla en todos los ramos del saber humano, y cuando todos los gobiernos ilustrados conceden distinciones y honores a los que se distinguen en las artes, en las ciencias o en lo demás que tiende a la perfección del hombre, bueno será, repetimos, ofrecer una recompensa al sabio, al legista, que encontrara el medio de conciliar ambos extremos, prescribiendo, sobre bases sólidas, justas y razonadas, la manera de evitar los duelos, sin menoscabo de la opinión individual. Se nos dirá que éstos tienen su código, al que se sujetan los combatientes, sea que se lleven o no a efecto los desafíos; pero esto no es bastante; lo principal, lo necesario es que se vean con horror, que se les juzgue inútiles como hijos de un amor propio exaltado o de un impertinente orgullo. ¿Acaso con batirse se devuelve en [sic] una familia la honra perdida, la tranquilidad en el hogar? ¿El corazón herido recobra sus más caras afecciones? ¿Cambian acontecimientos pasados? Nada hay de esto. ¿Un esposo ofendido, un padre deshonrado, debe ser víctima de un seductor que, por una veleidad de la suerte, sale victorioso del combate, en tanto que el ultrajado ha perdido su honor, el de sus hijos y hasta su propia existencia? Hace algún tiempo que en esta capital presenciamos, algunos amigos, un caso como el que vamos a referir, dejándonos consternados. Enrique, joven, de un personal interesante, de educación esmerada y con una inmensa fortuna, era el punto de mira de algunos padres que lo consideraban como un buen partido para sus hijas. Enrique se había formado con creencias exaltadas y un tanto románticas respecto del honor, que cual terso espejo no admite la más pequeña mancha. Respetuoso y amante hijo, leal y generoso amigo, no daba cabida en su corazón sino a sentimientos
nobles y elevados. Pero llegó la hora de pagar tributo al amor, fijándose en una joven perteneciente a la clase media. Luisa era marisabidilla, coqueta por instinto y de carácter sagaz. Sin sensibilidad alguna, sólo vio en Enrique el hombre que podría proporcionarle placeres para ella vedados. El teatro, las tertulias, los bellos trajes; todo esto tendría con Enrique, que sólo ambicionaba un verdadero amor. El casamiento no se hizo esperar y pronto vio colmada su ambición de ser admirada. Multitud de admiradores se presentaron a su paso, llegando por último a olvidarse de sus deberes. Enrique comprendió bien pronto su desgracia y exigió al hombre que le había arrebatado su felicidad y su honra, una satisfacción. El duelo se verificó teniendo por condición la muerte, y Enrique cayó atravesado por una certera bala. Honda impresión nos causó este fatal acontecimiento; sus amigos le recordamos con dolor y la sociedad se concretó a decir “¡¡¡Pobre!!!”. He aquí el resultado de esa ley odiosa que repugna la razón y que no satisface la justicia, porque las más de las veces los desafíos son asesinatos. El desprecio es la sola arma que debiera usar el hombre cuando tiene la convicción de su derecho; de esta manera se borraría esa preocupación, que ha venido a hacerse una costumbre. En la época actual la ciencia económica valoriza todos los objetos que pueden constituir la riqueza de las naciones, ¡y qué cosa mayor que la vida del hombre considerada como la parte principal de dicha riqueza, porque representa el trabajo! La muerte de un hombre útil, honrado y laborioso es una pérdida inmensa, y no debe permitirse el que éste muera en un combate desigual y ajeno a su manera de obrar y de sentir. Mucho más cuando, como dijimos antes, no va de por medio ni la moral ni la humanidad ni la conveniencia social.
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