Tras lo real: sobre Metal y melancolía de Heddy Honigmann La primera impresión que uno podría tener ante un largometraje como Metal y melancolía es una mezcla entre angustia y alegría. La primera emoción está fuertemente vinculada con la presentación de las historias de vida en la sombra de un país en ruinas. Por su parte, la segunda, aunque menos presente, sobresale ante ciertas frases o acciones de los participantes. En todas las historias se evidencia una denuncia a la injusticia vivida. En principio, desempeñarse como taxista es percibido como estar subempleado, por lo que se piensa que se debería estar ocupando el tiempo en labores de mayor relevancia. Algunos incluso llegan a reconocer que no les gusta dar este servicio pero que lo tienen que realizar por la situación económica. Más allá de este primer plano superficial se encuentra la profundidad de cada caso. El documental permite captar retazos de las subjetividades en conflicto. El rango presentado va desde la necesidad de mantener a una familia, hasta la reminiscencia de un amor ocurrido décadas atrás. Sin duda, en todos los casos existe una denuncia social a lo que les está ocurriendo a estos personajes. Desde la acusación de un Estado que se ha arruinado y se ha llevado a sus ciudadanos con él, hasta la presencia de problemas sociales como la discriminación social (autoaplicada). Otro aspecto importante es la forma en la que el filme es ejecutado. Se coloca al espectador en primera persona durante las conversaciones en los autos. Esta ilusión acompaña gran parte del desarrollo de la cinta y solo es desplazada cuando se escucha la voz de la directora. Todo esto puede ayudar a generar una relación más directa con los sujetos expuestos. Llegar a niveles más altos de empatía que los que se generarían si se empleara un punto de vista en tercera persona. Con este mismo enfoque cercano, se revela el panorama de Lima en 1994. Se presenta una ciudad caótica, con abundante comercio ambulante y severos problemas viales. Los vendedores que se acercan a la cámara, te ofrecen sus productos, te hablan directamente, te miran a los ojos. Una vez más el manejo de la cámara permite poner a la audiencia delante de lo que está sucediendo.

Cabe resaltar la clara similitud con Taxi Teheran de Jafar Panahi. Ambas historias se realizan desde taxis; sin embargo, el rol del realizador de la película cambia. Resulta interesante que en el caso de Honigmann se ocupe el rol de pasajero; mientras que en el caso de Panahi, el de conductor. Posiblemente, esta particularidad obedece al papel que está desempeñando cada uno como agente social. En el último caso, se trata de alguien que sufre la censura del sistema político de su país, que busca conducirse por caminos que le permitan seguir haciendo cine. En cambio, en el primero, la directora presenta un punto de vista externo a las tragedias. Ella necesita ser guiada por los que padecen la realidad. Incluso, ambos roles podrían complementarse. A modo de juego mental, podríamos ubicarnos en la situación en la que uno de los pasajeros de Panahi haya sido la directora, intentando replicar su experiencia en Irán. ¿Cómo habría sido ese encuentro? ¿Cómo se habrían contrapuesto los puntos de vista? Por otro lado, el espacio íntimo provisto por un vehículo, como los mostrados en ambas películas, permite desarrollar una relación con cierto nivel de intimidad. Los entrevistados muestran una gran apertura para hablar de ellos, desde ellos, sobre cuestiones que los preocupan. Ante propuestas de este estilo, sentimos que estamos delante de personas comunes, que sufren con problemas reales, por los cuales incluso nosotros podríamos pasar. Asimismo, teniendo en cuenta el aspecto social, en ambos casos la figura del taxi sirve como un tipo de panóptico itinerante. A través de este mecanismo se están develando los problemas de cada sociedad, el desorden de una sociedad en ruinas o la violación de derechos humanos. De esta forma, los testimonios son elevados a un nuevo nivel público, como un manifiesto de lo vivido. Otro punto a rescatar está asociado con una duda que se genera alrededor de Taxi Teheran: ¿las personas que suben al vehículo son actores o simples pasajeros? Esto permite acceder a una interrogante más amplia con respecto al estilo documental: ¿Qué tan real es lo que vemos en pantalla? Podríamos preguntarnos lo mismo en Metal y melancolía. En este caso se denota un afán por lucir de una forma distinta delante de la cámara. Podemos presumir que no se trata de actores, pero eso no quiere decir que no estén actuando.

El estímulo que genera el participar en un proyecto cinematográfico cambia la forma en la que los entrevistados se comportan. Esto se evidencia en la escena en la que uno de los taxistas conversa con un policía de forma bastante coloquial fuera del auto, para luego volver a otra versión de sí mismo. Las implicancias de esto van más allá del campo cinematográfico. Se podría llegar a discutir sobre la confiabilidad de los métodos que se utilizan en las ciencias sociales o humanas. Por ejemplo, sería prudente preguntar qué tanto alteraría la realización de una observación participante en una comunidad y de qué formas se podría atenuar el efecto que supone la presencia del investigador. En suma, la presencia de elementos como el uso de la cámara en primera persona, las tomas a los ambientes que se visita, las historias arraigadas en el contexto, el desempeño de los taxistas y la actividad en escena de la directora, convierten a Metal y melancolía en una película con la capacidad de sensibilizar al espectador y volverlo reflexivo sobre lo que ve en pantalla.